MUJERES EN LA POSGUERRA
Si hay un paisaje que muestra el final de la Segunda Guerra Mundial, es el de los escombros. Pueblos, ciudades enteras, amanecieron reducidos a un amasijo de ladrillos, polvo y piedras. En el momento de la rendición, ocho millones de hogares estaban ya destruidos, según las estimaciones más bajas. Fueron el efecto más visible de unos bombardeos dirigidos contra la población como objetivo único. Cada uno de esos hogares tenía una historia propia que contar, una historia de violencia que marcó la fase de reconstrucción del más duro y más sangriento de los conflictos contemporáneos.
No fueron solo las casas o las infraestructuras las que se derrumbaron: apenas quedó nada en pie de la vieja idea de Europa. El enfrentamiento y el potencial destructivo desplegado durante la guerra había alcanzado unas dimensiones desconocidas hasta el momento. Particularmente duro fue el castigo infligido a la población civil el último año de guerra, especialmente en el este, fruto de la política de tierra quemada de las tropas alemanas y soviéticas. Los combates cesaron en Europa, oficialmente, en la primavera de 1945, pero toda esa violencia acumulada se transformó en una sed de venganza que fue canalizada de manera distinta en cada territorio y zona de ocupación.
La atmósfera favorable a un castigo justo y necesario para los que habían desencadenado todo aquello presidió la
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