Los rumores de recesión (recordemos que, convencionalmente, una recesión es la acumulación de, al menos, dos trimestres consecutivos con el producto interior bruto en negativo) venían fraguándose desde la primavera. Por un lado, la inflación elevadísima persistente y las medidas que se emplean para erradicarla han puesto contra las cuerdas, históricamente, a las economías nacionales. Por otra parte, en el mes de mayo ya sabíamos que la dentellada de una guerra en Ucrania mucho más prolongada de lo que se esperaba iba a dejarse sentir con fuerza, sobre todo, a través de la factura energética a partir del otoño y el invierno. Finalmente, teníamos la certeza, desde hacía mucho, de que los efectos de los programas de estímulo que habían sostenido y relanzado el empleo durante la pandemia se evaporarían casi totalmente este año.
Las “armas” que hemos utilizado contra las recesiones y las (Crítica, 2018), las autoridades franquistas no tuvieron apenas margen de actuación, porque carecían de legitimidad social para repartir los sacrificios necesarios con los que debía relanzarse una economía en llamas, y los actores sociales convirtieron aquel reparto en una especie de juego de la silla donde nadie quería asumir coste alguno… para que los asumiesen todos los demás. En consecuencia, entre 1973 y 1976, las políticas de mitigación del incendio se limitaron, prácticamente, a la devaluación de la peseta, una parálisis con resultados catastróficos.