No cabe ninguna duda de que Jesús de Nazaret es una de las figuras más relevantes de la historia de la humanidad: su credo ha dado forma a buena parte del mundo y una ingente multitud de fieles ha reconocido y reconoce en su persona el ideal de la salvación. Acreditar y proteger su naturaleza divina ha sido un empeño constante de la doctrina cristiana oficial desde que avanzado el siglo iv una Iglesia naciente tuviera que consolidar un dogma irrefutable que le permitiera ocupar con solvencia el hueco que dejaba el menguante panteón del mundo clásico.
Fue precisamente entonces, en el principio del fin del mundo antiguo, cuando abierto en canal el debate teológico aparecieron las primeras interpretaciones cismáticas de los principios nucleares sobre los que se asentaba el cristianismo ortodoxo, inaugurándose de esa manera la multitud de derivaciones que han ido diversificando a los seguidores de Cristo; interpretaciones que han pasado a la historia como herejías reprobables, salvo que fueran resueltas institucionalmente con la creación de una nueva Iglesia.
Se dibujó así en aquellos años un insólito panorama de justificaciones sesgadas que orillaron tempranamente en beneficio de los más diversos intereses la petición expresa del mismo Cristo que, como recoge el Evangelio de San Juan, había exhortado a los suyos con una afirmación categórica: que todos sean uno (Jn. 17,21), con la que instaba a la comunión en el seno del pueblo de Dios.
LOS POSTULADOS HERÉTICOS DE ARRIO
La primera visión alternativa de importancia que cobró fuerza en los años constituyentes de la Iglesia cristiana fue la promovida por Arrio, cirenaico de origen (actual Libia) y sacerdote en Alejandría nacido hacia el año 250, quien dedicó buena parte de su larga vida a rechazar la condición divina de Jesús daba también al traste con el principio de la Trinidad y la identidad equivalente de Padre, Hijo y Espíritu Santo.
