E lla bajó del auto y, con dedos temblorosos, se alisó el vestido, miró nerviosa a la gente que entraba al club Las Regatas, y volvió a cuestionarse si debía estar ahí. Pero la rebeldía que en lo últimos meses se había apoderado de ella hizo que siguiera adelante y subiera las escaleras con pasos firmes.
–¿Marcela? –dijo Sandra, al verla.
–¿Por qué tan pálida?, ¿tanto te asusta que esté aquí? –preguntó.
–¿Asustada?, sorprendida, diría yo. Me asombra que te atrevas a venir después de lo que ha pasado –dijo sonriendo–. Pensé que habías huido al extranjero.
–No huí, creí que debía alejarme por un tiempo, pero ya regresé, y lo hice para descubrir al miserable que me arruinó la vida. Con tu permiso –agregó, alejándose segura, como si por dentro no temblara.
Llegó a la mesa que le habían asignado, y saludó sonriente a los que por un tiempo fueron sus compañeros de trabajo. En todos veía sorpresa y curiosidad, pero ninguno se atrevió a preguntarle qué hacía en la fiesta o quién la había invitado. Ocultaba su nerviosismo bajo una fría apariencia y una conversación neutral, sobre el decorado del salón y la buena música que había. Sabía que en cualquier momento llegaría Alejandro, y no se equivocó. La melodía terminó para dar paso a los aplausos mientras él caminaba rumbo a la orquesta.
Su corazón latía apresurado al observarlo desde lejos: alto, de porte distinguido, y con esa mirada que en un tiempo la enamoró. Saludó a todos los presentes de la fiesta anual que Textilera Johnson ofrecía a sus empleados y a las compañías con las que tenía relaciones comerciales.
Años antes, ella lo había acompañado en la tarima