La vela mayor sabe dar pelea. “¡Sigue jalando!”, grita Helene Moodie, cocapitana en cubierta mientras lucho por controlar el peso. Me aferro a la cuerda para izar con tanta fuerza que siento todas sus fibras, luego levanto la vista y la sigo por el mástil hasta la vela de 90 metros de altura, como un telón que espera ser levantado. “¡Sigue jalandooo!”, me vuelve a instruir y pongo atención a la labor entre manos. Jalo con toda la fuerza posible, echando mi cuerpo entero hacia atrás. Un último jalón y empieza el show. La vela captura el viento, se infla en todo su esplendor como una ola. Vamos en camino, rápido y orgullosos.
Voy a pasar seis días a bordo del Aaron, un velero de 98 pies de 1906, con dos mástiles altos, que navega por el archipiélago meridional de Fionia. Ubicado en el mar Báltico, frente a la costa sureste, se trata de un grupo compacto de unas 55 islas, hogar de impecables pueblos portuarios, algunos tan diminutos que se pueden abarcar a pie en una hora. Sin embargo, por bello que sea el paisaje, el principal atractivo es navegar en este barco tradicional, al que le estamos permitiendo trazar nuestro curso, dejándonos llevar por el viento.
“Prometer que iremos a determinado lugar limita la experiencia de navegación”, plantea Helene, apoyada en el barandal con una postura relajada mientras la luz del sol se refleja en el collar de berberechos con una cadena de plata que lleva puesto. Debajo, la vastedad del mar plano y acerado se expande hasta el horizonte, y solo la interrumpen islas de un tono esmeralda de poca altura. Su pareja y cocapitán, Gorm Bødker, está en el timón y representa la imagen perfecta de un marinero experimentado:
