Los usuarios de videojuegos vivimos a menudo en una contradicción involuntaria. Se nos llena la boca reclamando originalidad e ideas frescas que nos sorprendan, pero la nostalgia es muy traicionera. A menudo, lo que de verdad nos hace perder el sentido es saber que vamos a poder disfrutar de nuevo de aquella saga que nos acompañó en la infancia y a la que hacíamos criando malvas por insensatez de la compañía de turno. Ese ejercicio de retrotracción se puede realizar por diversas vías. La más común suele ser la de las puestas al día en forma de remakes, remasterizaciones o conversiones. A veces, hasta sucede que se lanzan entregas inéditas de series que llevaban décadas desaparecidas en combate. Pero de eso ya hemos hablado cientos de veces en la revista.
De lo que toca hablar hoy es de los llamados sucesores espirituales, es decir, de juegos que pertenecen a nuevas propiedades intelectuales, pero que, en realidad, remiten de forma muy evidente, sea directa o indirectamente, a obras preexistentes. Se trata de trabajos casi alquímicos en los que los encargados desempolvan un esqueleto de otro tiempo (a veces, incluso del pasado más reciente) y le insuflan una nueva vida con una jugabilidad moderna y gráficos de mayor definición. El ritual se completa con un obligado cambio de nombre en el carnet de identidad, por si acaso los progenitores originales sacan la partida de nacimiento y se les ocurre hacer alguna acusación de robo de bebés o clonación ante las autoridades. Porque no hablamos de juegos que se parezcan o que, simplemente, se enmarquen en un determinado género, sino de juegos que pretenden ser, y a mucha honra, como otros que ya existen, pero sin poder usar sus derechos, como es lógico.
Leyendas, principiantes y Kickstarter
Esos herederos espirituales suelen ser engendrados por dos tipos de desarrolladores muy concretos. Por un lado, el caso más evidente es el de los creativos que abandonan una determinada compañía más o menos asentada para fundar su propio estudio de desarrollo, donde pasan a ser los jefes. Eso significa que no tienen ya que dar explicaciones o seguir las directrices de sus superiores, pero, al mismo tiempo, implica un riesgo financiero y creativo, lo cual aconseja, a menudo, ser prudente y seguir haciendo lo mismo que se venía haciendo, sea por expreso deseo artístico o por conveniencia comercial. A lo largo de los años, ha habido infinidad de leyendas de la industria que, por una razón u otra, se han autoimitado sacando a pasear nuevas sagas que, en realidad, venían a ser el mismo perro con distinto collar.
Por otro lado, están los desarrolladores indies que, antes de ser diseñadores, fueron simples usuarios de a pie y se sintieron inspirados por los juegos que los acompañaron en la infancia, la adolescencia o, incluso, la adultez. Hoy en día, gracias a las plataformas de distribución digital (tanto de consolas como, especialmente, de PC) y al aperturismo de las herramientas de desarrollo, cualquier persona puede diseñar su propio juego sin necesidad de tener el respaldo de una gran editora, y eso ha motivado creaciones y homenajes de todas las formas y colores imaginables.
Un nexo común a esos dos perfiles de restaurador es el hecho de que, a menudo, ponen la pelota en el tejado del público. Crear un videojuego resulta muy costoso y, si uno no tiene detrás de antemano a un gran mecenas y no quiere correr el riesgo de hipotecarse, tiene que buscar otra vía de financiación. Enuna fórmula de juego que los retrotraiga a cuando eran niños. Y con la ventaja de que no es una inversión a fondo perdido, sino que, además de estar contribuyendo a que un determinado juego pueda llegar a existir, se garantiza la recepción de una copia cuando se ponga a la venta, aunque eso implique una espera de varios años, algo que se da por supuesto de antemano. A priori, las dos partes salen ganando.
