en cuestión de pocos días, la composición de fuerzas políticas llamada a conformar el hemiciclo del edificio Louise Weiss –en la ciudad francesa de Estrasburgo– quedará sujeta a la elección de los votantes. Ahí se encuentra la sede del Parlamento Europeo, que se dispone así a dar el pistoletazo de salida de la que será la Xª legislatura, toda una declaración de intenciones relativa a la madurez de un proyecto político que se constituyó en 1979.
A lo largo de este casi medio siglo de historia, la institución ha sido testigo de excepción de buena parte de los cambios profundos que han moldeado al viejo continente (como la caída del muro de Berlín o la creación del euro), al tiempo que su preponderancia e influencia en las cuestiones troncales de los Estados miembros no ha hecho más que aumentar. Poco queda de aquellos años, a mediados de la década de los setenta, en que el organismo comunitario era poco más que una asamblea consultiva acéfala, cuyos miembros ejercían sus responsabilidades a tiempo parcial. Desde entonces, el Parlamento Europeo se ha expandido desde los nueve integrantes de la época a los veintisiete actuales, consagrándose como uno de los legisladores más poderosos del mundo.
Paradójicamente, su creciente influencia no ha convergido con el sentir de la ciudadanía, cuya apatía y desinterés con respecto