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Zombi
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Libro electrónico311 páginas4 horas

Zombi

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Información de este libro electrónico

Un grupo de personajes desahuciados por la medicina, y cuya muerte parece inminente, dedican sus últimos días, quizás sus últimos minutos, a pelear a muerte entre sí, en medio de un cruce de apuesta clandestinas, a sumergirse hasta el fondo en el mundo de las drogas, a apurar hasta el límite los placeres de la prostitución, y también a apalear a todos aquellos estafadores que proclaman que en el mundo hay esperanza. Son personas que un día descubrieron que ya estaban muertas y que decidieron firmar un pacto suicida.
Obra violenta, extremada, sin concesiones, "Zombi" se inscribe dentro del género del bizarre-noir, un estilo que se sumerge en la naturaleza pervertida del ser humano hasta el punto en el que roza ya con el terror. Hasta ese punto que todos queremos ignorar pero que quizás esté mucho más cerca de lo que sospechamos...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 abr 2013
ISBN9788415414711
Zombi
Autor

Juan Díaz Olmedo

Juan Díaz Olmedo nació en Cádiz en 1976, aunque actualmente reside en Sevilla. Es ingeniero informático y trabaja como analista y desarrollador de aplicaciones web. En sus ratos libres (los pocos que tiene) cultiva aficiones como la música, el cine y las artes marciales. Autor de la novela de culto "Marionetas de sangre", de desafortunada carrera comercial pero que ha sido resucitada en formato digital, su carrera se ha desarrollado hasta ahora dentro del género de terror. Es miembro fundador de NOCTE, la asociación española de escritores de terror, y ha sido nominado a los premios Ignotus y Xatafi-Cyberdark en la categoría de mejor relato. "Zombi" es su primera incursión en la literatura negra, y se puede considerar un exponente del subgénero que el autor denomina bizarre-noir, es decir, relatos viscerales que exploran lo más extraño e insólito de la sociedad y la naturaleza humana. Interesado en todas las formas de la literatura popular, sus influencias van desde Chuck Palahniuk a Patricia Highsmith. Bibliografía: 2004: "Marionetas de sangre" (Río Henares, col. Gotas, núm. 1, Alcalá de Henares [Madrid], 2004).

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    Zombi - Juan Díaz Olmedo

    Yo soy de otra generación, y no puedo ni quiero evitarlo, por más que a veces muchos se empeñen en convencerme de otra cosa. A menudo me ocurre que veo esta sociedad repleta de estulticia y memez que hemos construido a lo largo de los últimos treinta años y, la verdad, ni siquiera me apetece realizar el esfuerzo de evitar sentirme diferente de lo que veo y experimento, ajeno, fuera de sitio.

    Creo que la palabra es «alienado».

    Yo —sigo en el rollo egocéntrico— crecí viendo combates de boxeo en la tele y en horario de máxima audiencia, y corridas de toros, y fútbol con pipas, cacahuetes y la familia plantada ante el televisor todos los domingos. Yo aprendí a admirar a José Durán, y a Perico Fernández, y viví los últimos grandes combates de José Legrá y Muhammad Alí, e incluso pude asistir —muy de niño, es cierto— a los últimos enfrentamientos pugilísticos en el mítico Campo del Gas. En efecto, soy de esos. De esa generación de borricos violentos que ya no se llevan, que huelen a fósil y apestan a linimento, infantilismo, acoso escolar, Mazinger Z, Star Wars sin remasterizar, cine gore y borriquería de barrio. Lo único que me separa de muchos otros de mi generación es, por supuesto, que no renuncio a mi pasado ni me apetece hacerlo. Soy quien soy, y estoy orgulloso de ello.

    Hoy tengo hijos. Los educo en mi rollo, los comparo con los del vecino y, al contrario que él, me siento feliz de no necesitar para nada a la estúpida de la supernanny. Mis hijos juegan a los videojuegos, gritan en el fútbol, berrean en el baloncesto, se emocionan con Anakin Skywalker, fantasean con los tebeos de la Marvel y son enteramente felices a pesar de las iniquidades que el Ministerio de Educación pretende cometer con sus tiernas mentes (y que su madre y yo solucionamos en casa sin dilación).

    Ahora los tiempos, sin duda, son otros bastante diversos. Ahora, tras centurias de luchar a brazo partido contra la falta de libertades, tras los millones de muertos que se han sacrificado en aras de la libertad, resulta que lo «progre» es prohibirlo todo, ofender a todo el mundo violentando su voluntad, vivir en los mundos de Yupi, ser ecologista de cartón piedra, pacifista de película de Disney y hacerse fan de esa gilipollez de los teletubbies. Nos han limitado el acceso al boxeo, nos venden la lucha libre como una cosa de burros indecentes que ni aparece en la televisión cuando se retransmiten los Juegos Olímpicos de turno, nos quieren hundir el rollo taurino, nos quitan a la fuerza de fumar, nos limitan los contenidos televisivos, nos dan lecciones de buen gusto e incluso pretenden impedir que el animal del colegio machaque al mequetrefe de la clase con leyes imposibles.

    Y nos hurgan hasta en el trasero, por nuestro bien, hasta para subir a un avión.

    Sí, esta panda de… (en lugar del insulto, pongamos: «compañeros de clase que han renunciado a su identidad para vender el alma al diablo»).

    El resultado es que ahora tenemos un mundo en el que la educación es una castaña, los trabajadores carecen de derechos, los banqueros viven mejor que nunca, todos los días mueren mujeres maltratadas a raudales, los chavales hacen botellones multitudinarios, los compañeros de colegio quedan para matar al empollón de la clase y grabarlo con el teléfono móvil sin temor a un castigo severo, y cualquier mentecato puede hacerte cualquier barbaridad para colgarla luego de internet sin miedo a las posibles consecuencias, o es factible violar niños y compartir la experiencia con millones de personas a lo largo y ancho del globo. En eso ha quedado el rollito de esta progresía bastarda que se apropió de las libertades y la democracia en mala hora: en un timo insoportable que confunde la mala conciencia con la verdad, la justicia con la reinserción y la idiotez con la tolerancia.

    Por eso, cuando comencé a leer Zombi, casi desde la primera página, esbocé una sonrisa divertida y cómplice. Porque hoy en día no es fácil leer una novela protagonizada por una chica que, en lugar de comenzar con una comida de coco acerca de la femineidad, el antimachismo, y todos los tópicos al uso sobre la emocionalidad, la sensibilidad y toda esa monserga (cosa inaguantable donde las haya), lo hace con una pelea clandestina a muerte. Hacen falta argumentos, valor y gónadas. Ya lo creo que sí.

    Y tengo que dejarlo bien claro para que nadie se confunda: esto no es una novela negra y, de hecho, ni siquiera lo parece porque es otra cosa bien diferente.

    Puedes llamarla —si es que eres de esos que se obsesionan con las etiquetas— «novela sobre la vida». O «novela sobre el fin de la vida». Tal vez podrías llamarla «literatura existencial», pero nunca «novela negra». Es más, si lo que buscas aquí son detectives, atracadores, policías, ladrones, víctimas y victimarios, buenos y malos, nunca los encontrarás, y debes —cree lo que te digo— leer otra cosa cualquiera. Sin duda. Lo que sea. Si eres de esas personas prejuiciosas, listillas, enredas y puristas, entonces estás perdiendo el tiempo con esto, y nos lo estás haciendo perder a mí, al autor, a la editora y a cualquiera que ande metido en esta historieta. Porque es fácil criticar lo incalificable, lo raro, lo distinto y lo que se sale de toda convención, así que no me aburras con tu supuesta inteligencia de tertuliano plasta e inaguantable y lárgate de aquí. Eres un rollo, no te soporto y tampoco quiero tolerarte, porque no soy uno de esos «progres» inaguantables que quieren ser «libres» poniendo puertas a todos los montes.

    Pero si gustas de las emociones fuertes…, entonces, amigo o amiga, es otra cosa bien diferente, pues aquí tienes muchas. Todas las que quieras imaginarte. Zombi es un compendio de brutalidades, animaladas, parafilias y exageraciones como hacía años que servidor de ustedes no leía, salvo, por supuesto, una o dos excepciones que no viene al caso mencionar aquí. ¡Qué gratificante! Una novela de un goticismo extremo puesto al servicio del nihilismo más radical y que, ocasionalmente, a causa de las necesidades que imponen semejantes presupuestos, raya incluso en lo pornográfico. Y bien es cierto que esto es un motivo más que suficiente para comprarla y atreverse a profundizar en sus páginas, pero tal vez necesites algún argumento extra, y voy, porque me corresponde, a intentar ofrecértelo.

    Zombi tiene muchas virtudes artísticas, sin duda, pero entre las principales figura el hecho de que se trata de un libro en el que un «coño» es un «coño» —con todas las letras, epítetos y calificativos—, en el que la sangre corre de veras, a raudales, sin concesiones a la galería ni miedo al qué dirán, y en el que los protagonistas se drogan sin control, practican el sexo sin control, odian sin control, y matan sin control. Detestan sin control un mundo sucio, anodino, inútil y bastardo, que los desprecia y los expulsa de su seno en la flor de la vida.

    Pero no te asustes. No debes huir a menos que seas uno de esos lectores pacatos y bobalicones que solo buscan «evasión» en los libros. Si eres de esos amantes de la corrección política que nos asedian desde todas partes, no cabes aquí, y también, por supuesto, debes largarte cuanto antes para aburrirte con cualquier otra cosa sin sustancia que encuentres por ahí, en el estante de «lugares comunes».

    Zombi es una novela muy bien escrita que elude con habilidad la grosería, el insulto o la ofensa para concentrarse en la peripecia extrema de sus protagonistas. Y puedes imaginarlo. Piensa en lo que harías si la medicina te desechara. Si mañana el médico, el curandero, el gurú, el espiritista o el aficionado a cualquiera de las muchas terapias alternativas que pululan por ahí le pusiera fecha de caducidad a tu vida, y todo, precisamente por ello, te importara un comino. Nada vale porque todo vale. Nada importa porque, lamentablemente, nada redime ni ayuda a eludir un destino marcado. Eres un muerto viviente, un desperdicio humano.

    Una fecha en un calendario.

    Sucedería entonces que nada tendría consecuencias dignas de mención. Tan simple como eso.

    Y «eso», la crónica de un final anunciado, es Zombi, más o menos, pero no exactamente. Más allá de la peripecia humana existe una historia no exactamente lineal, sino más bien episódica, en la que el hilo conductor es la muerte, la esencia del final, y bajo él se desgranan diversos capítulos de violencia, de sexo, de horror, de la más profunda y descarnada humanidad. No hay una historia sino un contexto que sostiene cuanto ocurre. No hay un final imprevisible, sino vivencias que conducen a un destino prefijado.

    En cierta ocasión, cuando todavía estudiaba en la universidad, un viejo profesor a quien recuerdo con enorme cariño —e imagino, qué curioso, que ya habrá fallecido— me enfrentó a una singular idea: el ser humano es el único animal que sabe de su muerte y, no obstante, vive como si no fuera a morir jamás. Aquella evidencia me dio mucho que pensar durante meses. Terminé convenciéndome de que, en realidad, lo que sucede es que eludimos asumir nuestra finitud, pensar en ella, creer en ella y aceptarla, y gracias a este sencillo truco mental podemos seguir desarrollando vidas normales, productivas y consecuentes… Al fin y al cabo —y esta es la magia que permite el engaño—, no sabemos cuándo ocurrirá. Pero piensa ahora en esto: ¿y si lo supieras?

    Entonces, y solo entonces, serías un zombi.

    Francis P. Fernández

    Abril de 2011

    Capítulo 1

    Mara detiene el coche tan de golpe que mi espalda se separa del asiento por un instante. La música termina abruptamente justo en medio de una nota cuando su mano de largos dedos hace girar la llave del contacto y el coche, que hasta hace un instante era una ruidosa criatura de metal, se convierte en una masa inerte y oscura a nuestro alrededor. Solo vuelve a hacerse la luz cuando ella abre la puerta de su lado y una pequeña bombilla cubierta por un plástico traslúcido se enciende en el techo del coche, muy cerca de mi ojo izquierdo.

    Esta noche voy a morir.

    Mara me acaricia el hombro con suavidad. Sé que me está mirando, pero no quiero devolverle la mirada. Sé bien lo que voy a ver dentro de sus ojos marrones, y no necesito nada de eso ahora. Por desgracia, no se me da muy bien hacer de cabrona, ni siquiera cuando me conviene hacerlo. Busco con mis dedos la mano de Mara y, cuando la encuentro, la aprieto por un instante. Es una forma de decirle que sé que está ahí, que sé lo que piensa, y que sé lo que le gustaría decirme si tuviera más don de lenguas y estuviera menos nerviosa. Suelto la mano de Mara y abro mi puerta, apartando sus dedos de mi hombro desnudo. Pongo mis botas de altas plataformas sobre el asfalto y me apoyo en ellas para salir, de forma un poco torpe. Todavía no me he acostumbrado a caminar con plataformas. Quizá no llegue a acostumbrarme nunca.

    Esta noche voy a morir.

    Cuando salgo del coche de Mara me encojo involuntariamente al sentir el frío que arrastra una suave y casi imperceptible brisa. Me abrazo a mí misma, manteniendo el ala de mi sombrero bien sujeta con la punta de los dedos. Miro a mi alrededor. No veo ningún otro coche. ¿Es que hemos llegado los primeros? Quizás el resto ha decidido aparcar más lejos que nosotras. Se supone que no tenemos que llamar la atención, pero Mara ha tenido la ocurrencia de aparcar precisamente aquí, en la misma puerta.

    —¿Estás bien? —me pregunta Mara, a mi espalda.

    —Sí, solo tengo un poco de frío —le contesto.

    Noto como los largos dedos de Mara revuelven el confuso montón de trenzas, rastas y coletas que conforma mi cabellera pintada de rubio brillante. El movimiento de sus dedos aparta las historiadas greñas de mi rostro. Aprovecho para ponerme mi sombrero de copa. Me doy la vuelta, y ahora soy yo quien acaricia el hombro de Mara. Vaya estampa ofrecemos las dos: Dos chicas vestidas con minifalda y corsé, increíblemente delgadas, caminando sobre plataformas y con medias de rejilla artísticamente destrozadas, maquilladas de la forma más extravagante que pueda imaginarse, con la pálida piel visible cubierta de tatuajes de un diseño similar a los tribales pero con motivos inquietantemente anatómicos, como si parte de nuestros esqueletos pudiera verse a través de nuestra piel.

    Acaricio el tatuaje del cuello de Mara, ese que muestra una visión estilizada de sus vértebras. Le hago cosquillas y consigo arrancarle una sonrisa. No quiero que esté triste. Todavía no me atrevo a mirarle a los ojos.

    —¿Habrán llegado ya los demás? —me pregunta.

    —No lo sé —le respondo—. En teoría hemos llegado tarde. Pero todavía queda un buen rato hasta que empecemos a transmitir.

    Mara se acerca a la puerta de la abandonada discoteca en la que acostumbramos a reunirnos. Se mueve sobre los zapatos de plataforma de una forma sorprendentemente elegante, pese a lo alta que es y lo desgarbada que aparenta ser su figura. Cierra un puño y golpea dos veces la reja metálica que cubre la entrada del local, una de esas que no dejan ver nada de lo que hay al otro lado, pintada con motivos discotequeros de los años setenta que han sido convenientemente modificados por toda una horda de grafiteros con bastante mal gusto. Los golpes de Mara resuenan como truenos a lo largo del callejón.

    Camino con cuidado y me acerco a la esquina. Nada, no veo a nadie. Solo las silenciosas naves de este polígono industrial. A lo lejos puedo oír el ritmo machacón de la música de otra discoteca, una frecuentada por otro tipo de gente. Gente que todavía se deja ver a la luz del día. Ni a Mara ni a mí nos dejarían entrar en esa discoteca con las pintas que llevamos.

    Esta noche voy a morir.

    Agito la cabeza y estoy a punto de llevarme una mano a los ojos. Entonces recuerdo el maquillaje que los decora, y las lentillas que cubren su color natural, marrón oscuro, por un precioso tono azulado. No, esta noche voy a ser vista por todo el mundo. Debo tener buen aspecto. Me doy la vuelta, y tropiezo una vez más cuando una de mis plataformas se queda cogida en una irregularidad del asfalto.

    —Mierda —digo entre dientes.

    Camino levantando los pies como una astronauta hacia el coche de Mara, y abro de nuevo la puerta del pasajero para sacar mi bastón. Lo compré solo por pura excentricidad, pero al final me va a ser de mucha ayuda. Me apoyo en el pomo plateado que tiene por remate y voy junto a Mara. Utilizo el pomo para golpear dos veces la reja metálica. Han debido de escucharme hasta en el aeropuerto. Mara intenta decirme algo, pero yo la mando callar con un gesto. He oído algo dentro. No somos las primeras en llegar.

    De repente, la cerradura de la reja suelta un chasquido y se levanta de golpe.

    —Ya era hora —me dice Iván en cuanto me reconoce—. Creíamos que no ibais a venir.

    —¿Eres idiota o qué te pasa? —le contesto—. ¿Adónde mierda íbamos a ir?

    —Tranquila —me dice Iván, mientras da un paso atrás y me muestra la palma de las manos, como si estuviera intentando huir de una fiera.

    —No me toques el coño, ¿vale? —le digo—. Esta noche, no.

    Iván parece recuperar el sentido común y se aparta para dejarnos pasar. Es un chico bajito a quien le gusta alardear de su delgadez. Esta noche solo lleva puestos unos pantalones de cuero y unas botas de motorista con tachuelas plateadas. Su cabeza rapada está completamente tatuada para mostrar las junturas del cráneo que tiene en su interior.

    Pasamos por el pequeño recibidor y entramos en la sala propiamente dicha. Pues sí, hemos sido las últimas en llegar. Mi oponente ya está aquí. Puedo ver su voluminoso cuerpo caminando lentamente entre las sombras, en la esquina más alejada del local, bajo las escaleras que llevan a la planta de arriba. Iván rodea la barra y comienza a hacer algo en su carísimo ordenador portátil. El resto de los miembros de nuestro peculiar grupo están allí, todos en silencio, la mayoría caminando sin rumbo. Jaime me hace un gesto con la mano. Yo le respondo inclinando la cabeza y apartando la vista. Tampoco puedo mirarlo.

    —Dame mi bolsa —le digo a Mara—. Voy a cambiarme.

    Mara deja entre mis dedos la bolsa de deportes que ha cargado por mí. La agarro y me dirijo a los servicios. Cuando esto aún era una discoteca, al propietario se le ocurrió decorar las puertas de los servicios con dos robots gigantes de un antiguo dibujo animado japonés. Puso el robot masculino en la puerta del servicio de caballeros, y el robot femenino en la del de señoras. Empujo el cuerpo metálico pintado en la puerta, y puedo sentir las imperfecciones de la estropeada pintura en la palma de mi mano.

    Mierda, me estoy volviendo irritable, en toda la extensión del significado de la palabra. El servicio de señoras no es más que una triste fila de tres lavabos, de los cuales solo uno permanece entero, y de tres inodoros que en tiempo estuvieron protegidos por puertas de madera que ahora han desaparecido. No hay agua ni luz en este maldito local. Iván se ha encargado de solucionar las dos cosas poniendo luces de obra en la sala y una lámpara de acampada y un cubo de agua en cada uno de los servicios. No sé que haríamos sin su capacidad organizativa.

    Meto mis manos en el cubo y descubro que el agua está casi helada. Me froto la cara con la punta de los dedos para que el agua alivie mi estupor, con cuidado de no estropearme el maquillaje. El único espejo que permanece entero está medio arruinado por una enorme mancha de humedad que le da a la imagen reflejada el aspecto de un viejo daguerrotipo del siglo xix.

    Me quito el sombrero y lo dejo con cuidado sobre la única tapa de inodoro de los aseos. Me siento en el borde de la tapa y poco a poco voy desabrochando mis botas.

    Esta noche voy a morir.

    Debería estar más nerviosa. Lo único que siento es irritación. Irritación por la estúpida actitud infantil de Mara, por la mentalidad cuadriculada de Iván, por la forma en la que la tapa del wáter se me está clavando en el culo, por todo el tiempo que me cuesta quitarme estas malditas botas. Solo a mí se me ocurre vestirme con mis mejores galas precisamente en esta noche. Me saco la primera bota de una patada y comienzo a desatar el nudo de los cordones de la otra. Casi sin darme cuenta me froto un punto algo irritado de la cara interna de mi brazo. Espero que ese maldito pinchazo no se me haya infectado. Sería ya el colmo. Acabar enferma de otra cosa más, aparte de ese mal degenerativo que acabará por pararme el corazón en unos seis meses.

    Joder, yo sé bien por qué estoy tan irritada. Es por el puto mono. Es porque soy una caprichosa y patética hija de perra, y por eso estoy tan irritada. Y ese pinchazo en mi brazo es como un grito de mis venas pidiéndome algo más. Me lo aprieto con fuerza con la yema del pulgar hasta que el dolor termina ahogando el escozor, y después termino de desatarme la bota.

    Tras las botas salen mis medias, mi minifalda y mi corsé. Mis costados están delicadamente decorados con la forma que tendrían las sombras de caer entre mis costillas si no las cubriera mi pálida y pecosa piel. Los huecos que hay entre mis vértebras también están marcados en mi espalda, hasta ocultarse bajo los pelos de mi nuca. Estoy jodidamente delgada, tanto por mi enfermedad como por mis excesos.

    Esta noche voy a morir.

    La puerta de los aseos se abre de pronto. Una cabeza provista de una larga melena de color negro intenso se asoma y me busca un momento con la mirada. Es Carol, que estrena otra de sus pelucas.

    —¿Qué ocurre? —le pregunto.

    —Faltan diez minutos para que empecemos a transmitir —me dice—. ¿Te queda mucho?

    Me está viendo en bragas de vinilo, y parece que disfruta de tener un buen panorama de mis pechos. No me gustaría que esta maldita pervertida fuera la última persona con la que hablase en este mundo.

    —¿Me estás metiendo prisa? —le digo, apoyando mis puños en las caderas.

    —No —me responde ella, abriendo los ojos y agitando la cabeza para dejarme bien claro que está hablando de forma irónica—. Disculpe usted.

    Desaparece del aseo cerrando la puerta tras ella.

    Abro la bolsa de deportes y saco de su interior una falda japonesa negra, como las que se usan en la esgrima con espadas de bambú. Me meto en su interior y me cuesta un momento conseguir que pasen por mis caderas para poder atarme el cordón a la cintura. Después saco dos cintas de boxeador y me envuelvo las manos con ellas, atándomelas con los dientes. Quizá me estorben, pero prefiero tenerlas y no destrozarme los nudillos.

    Me arrodillo junto al cubo de agua y meto la cara en él. A la mierda el maquillaje. Necesito el frío para volver a sentirme viva, aunque sea solo una ilusión. Después saco una pequeña caja plateada de la bolsa de deportes y me trago cuatro píldoras de distintas formas y colores.

    Estoy lista.

    Esta noche no voy a morir.

    Salgo del aseo. Todos me estaban esperando. Mi oponente está arrodillado junto al círculo blanco que hay pintado sobre el suelo del local. Su barriga está tan hinchada que se cuela entre sus rodillas y toca el suelo. Parece una versión especialmente enfermiza de un luchador de sumo.

    Carol está tras la barra junto a Iván. Nuestro organizador está ajustando una pequeña cámara de plástico gris que está conectada a su ordenador. El acto de esta noche será retransmitido a nuestros espectadores a través de esa cámara. Aunque no puedo verlo desde aquí, sé que en el monitor de su ordenador están creciendo de forma frenética las pujas por una de las cincuenta conexiones en exclusiva para poder presenciar el acto. Las pujas se cerrarán en unos minutos, y cincuenta perversos potentados de todo el mundo tendrán el privilegio de presenciar un auténtico combate a muerte.

    —Deberíamos permitir apuestas —oigo decir a Carol.

    Siempre está con lo mismo.

    —Ya lo hemos hablado antes —le responde Iván—. No es buena idea. Demasiados riesgos.

    —Ahí es donde está el dinero —insiste ella, con ese tono de niña malcriada que siempre consigue sacarme de quicio.

    —Eres la única que quiere hacerlo —le responde Iván.

    Me arrodillo junto al círculo, justo frente a mi oponente. ¿Por qué no quiero llamarlo por su nombre? Se llama Fermín. Nunca nos hemos caído muy bien. No ha pasado nada malo entre nosotros. Nuestra antipatía se debe más a causas naturales. Eso lo hará todo

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