Las Cruzadas y los Soldados de la Cruz
Por Michael Rank
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Descripción del libro:
"Las Cruzadas y los Soldados de la Cruz" es un emocionante libro recién publicado del historiador súper ventas Michael Rank sobre aquella remota epopeya por la recuperación de Tierra Santa. En él se analizan la vida y época de 10 personajes relevantes durante una de las etapas históricas más interesantes jamás vividas, cubriendo el período entre los años 1095 y 1212.
Ya sea Pedro el Ermitaño conduciendo un ejército de 100.000 campesinos hasta Tierra Santa sin más pertrecho que simples horcas o Balduino IV quien lideró personalmente a sus tropas contra Saladino a pesar de ser un leproso terminal, estas figuras legendarias se sintieron obligadas a abandonar sus vastos territorios para embarcarse en una peligrosa aventura contra un enemigo considerablemente superior.
Estudiaremos las razones que llevaron a estos 10 personajes a efectuar tamaño sacrificio. Para algunos pudo tratarse de afán por alcanzar la gloria en el campo de batalla, como es el caso de Ricardo Corazón de León. Para otros, mera curiosidad, como Leonor de Aquitania, quien le añadió un garbo espectacular a la contienda viajando protegida por lanzas hasta Jerusalén y en compañía de 300 sirvientas ataviadas con armaduras meramente decorativas. Y para muchos se trató de simple convicción religiosa, como aquellos miles de niños cruzados que marcharon, según se cuenta, hasta la costa mediterránea en espera de que el mar se abriera ante sus ojos tal como el Mar Rojo lo había hecho ante Moisés.
Cualquiera haya sido su motivación personal, estos 10 protagonistas de las Cruzadas demuestran que la voluntad de afrontar un viaje tremendamente peligroso hasta otro continente indica que su personalidad fue la precisa para el fascinante tiempo en que les correspondió vivir.
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Las Cruzadas y los Soldados de la Cruz - Michael Rank
Las Cruzadas y los Soldados de la Cruz
Los 10 cruzados más importantes: desde emperadores germanos hasta carismáticos ermitaños, ejércitos de niños y guerreros leprosos
––––––––
Michael Rank
Índice
––––––––
Introducción: el ejército de Dios en marcha 3
Capítulo 1 7
Capítulo 2 13
Capítulo 3 23
Capítulo 4 31
Capítulo 5 36
Capítulo 6 42
Capítulo 7 47
Capítulo 8 52
Capítulo 9 56
Capítulo 10 62
Acerca del autor 71
––––––––
Introducción: el ejército de Dios en marcha
––––––––
Deus vult! Deus vult!
Y así fue como la multitud gritó aquella frase en latín -¡Dios lo quiere!
- en respuesta al llamado del papa Urbano II en 1095 de viajar a Tierra Santa y liberar a Jerusalén del dominio musulmán.
El pontífice francés incitó a la masa a unirse tras una sola consigna narrándoles los horrores y las atrocidades que los persas
habían cometido contra los cristianos en Tierra Santa y Asia Menor. Según señala el cronista de la época Roberto el Monje, Urbano afirmó en aquella ocasión que los soldados musulmanes habían invadido violentamente tierras cristianas y diezmado a su población con incendios y saqueos. Se han llevado a algunos cautivos a su propio país y al resto lo han asesinado por medio de crueles actos de tortura. Han derribado los templos de Dios o se los han apropiado para efectuar en ellos los ritos propios de su religión. Han destruido los altares, luego de profanarlos con su suciedad. Han desmembrado el reino de los griegos y lo han privado de tan vasto territorio al punto que ahora puede recorrerse en apenas dos meses
.
Muchos historiadores concuerdan en que los musulmanes en realidad no trataron a cristianos y judíos de manera tan sistemáticamente brutal. Y de haber ocurrido así, solo se habría tratado de hechos esporádicos cometidos por líderes específicos que actuaban de igual manera con los propios musulmanes sometidos. Pero también concuerdan en que tales historias llegaron, sin lugar a dudas, a oídos de Urbano II y que este muy probablemente las consideró del todo ciertas. Además, existían precedentes históricos que les otorgaban verosimilitud. Uno de los más importantes era el saqueo de Jerusalén por parte de al-Hakim bi-Amr Allah el año 1009, quien había destruido el Santo Sepulcro, supuesto lugar de la crucifixión de Cristo. El califa fatimí era un dictador brutal por excelencia, además de bastante excéntrico sino derechamente desequilibrado. No solo oprimió a los no musulmanes y a los musulmanes sunitas, sino también declaró ilegal la celebración de la Pascua y ordenó asesinar a todos los perros de El Cairo pues le desagradaban sus ladridos. Intentó además restringir la producción de calzado femenino para evitar que las mujeres se aventuraran a huir.
Historias como estas influyeron en el panorama que el papa Urbano se formó del dominio islámico sobre los cristianos y es por ello que llamó a quienes lo escucharon aquella vez en Clermont, Francia, a tomar las armas y devolver la libertad a dichos territorios. Al-Hakim había muerto décadas atrás y las luchas internas musulmanas que se libraban en los alrededores de Jerusalén volvían particularmente peligroso cualquier intento de peregrinación a la zona. Pero aventurarse a hacerlo constituía un acto de enorme importancia para la cristiandad medieval. La Iglesia occidental proclamó que la peregrinación a Jerusalén otorgaría al peregrino una indulgencia plenaria y lo eximiría del Purgatorio. Que se les impidiera llevar a cabo tal peregrinación resultaba tan escandaloso para los nobles y la jerarquía eclesiástica como resultaría para los musulmanes de hoy en día que se les impidiera peregrinar a La Meca. En dichas tierras había reliquias, restos físicos de hombres santos, de un pueblo santo con el poder de tender un puente entre la vida y la muerte, entre el hombre y Dios. Muchos objetos eran de tan dudoso origen que actualmente serían motivo de burla -como un diente de Cristo cuando era niño o leche materna de la Virgen María-, pero los fieles de aquel entonces creían firmemente en su autenticidad y los consideraban producto de la gracia de Dios.
Otros líderes cristianos de fuera de Europa también exigieron a Urbano que lanzara una fuerza invasora contra los gobernantes musulmanes. El emperador bizantino Alejo I Comneno, por ejemplo, hizo un llamado al Papa solicitando mercenarios que ayudaran a resistir al ejército turco del Imperio selyúcida, el que había vencido al ejército bizantino en 1071 y amenazado con dominarlo por completo antes de avanzar rumbo a los Balcanes y al corazón mismo de la cristiandad occidental. Constantinopla había servido como baluarte europeo contra las invasiones musulmanas desde el siglo VII. Sin embargo, esa misma oposición permitió al ejército turco islámico un dominio prácticamente absoluto de la región de Anatolia. Alrededor del año 1080, muchas tropas selyúcidas se hallaban a solo pasos de Constantinopla. Por lo tanto, Alejo imploraba que mercenarios occidentales viajaran y se unieran a sus fuerzas con el fin de detener el avance del ejército enemigo. Lo que el Emperador esperaba eran unos cuantos caballeros que lo ayudaran a luchar contra pequeños grupos de escaramuzadores, tal como un puñado de europeos había respondido en 1063 al llamado del papa Alejandro II para colaborar con los cristianos españoles en la lucha contra los moros. Pero lo que Alejo jamás soñó es que Urbano enviaría una multitudinaria fuerza invasora para retomar Jerusalén, como tampoco imaginó que cristianos latinos saquearían su propia ciudad un siglo después.
Numerosos otros factores condujeron al lanzamiento de una Cruzada, además de múltiples llamadas de auxilio que provenían de Oriente. En primer lugar, Europa contaba con un excedente de soldados experimentados tras múltiples batallas. El Imperio carolingio había desaparecido en el siglo IX y el continente se había estabilizado luego de cientos de años de invasiones ostrogodas, vikingas y magiares. Dicha paz fue estupenda para la estabilidad social, pero implicó que una gigantesca masa de guerreros quedara sin empleo. La presión pudo ser parcialmente aliviada gracias a la Reconquista española, pues muchos mercenarios y caballeros participaron en la captura de ciudades que estaban en manos de los moros, tal como ocurrió con la recuperación de Toledo en 1085. Pero se contaba con capacidad para un teatro de operaciones mucho mayor que la mera frontera andaluza. Y las Cruzadas ofrecían tal posibilidad.
La Iglesia se involucró en esta guerra desde el comienzo, prometiendo una indulgencia especial a quienes murieran en el campo de batalla, lo que generó las condiciones necesarias para dar inicio a la Primera Cruzada y a la participación eclesiástica en el conflicto. El sucesor del papa Urbano, Gregorio VII, argumentaba que la Guerra Santa tenía una validez doctrinaria, avalado por los postulados de la guerra justa de San Agustín de Hipona. La violencia contra grupos heréticos como los arrianos estaba permitida, por lo tanto, enfrentar a los musulmanes con las armas no distaba mucho de aquello. Por otra parte, la promesa de una indulgencia plenaria para todo aquel que luchara en la Cruzada era una oferta muy tentadora para una sociedad impregnada del mundo eclesiástico, las reliquias santas y la devoción.
Un segundo aspecto lo constituía el poder relativo del papado en la Alta Edad Media. Urbano II fue papa en una época de enorme descentralización política en Europa, lo que le otorgó poder en momentos en que los monarcas tenían dificultades para oponerse a su autoridad, situación que cambiaría radicalmente a partir del año 1500, con el advenimiento de reyes y emperadores verdaderamente poderosos. Esto constituye una suerte de innovación histórica pues, en oposición a la creencia popular, los papas no fueron omnipotentes durante toda la Edad Media. Ni siquiera fue así en el caso de Urbano, quien formaba parte de una de las muchas facciones políticas de la Europa de entonces. Él mismo había heredado el poder de pontífices tremendamente débiles que habían ejercido bajo la misericordia de Estados patrocinadores muy poderosos. Por ejemplo, el año 799 el papa León III se vio obligado a salir huyendo de Roma debido al conflicto que sostenía con los nobles de la ciudad. Escapó hacia el reino de Carlomagno en el Norte, pero el gobernante regresó con él a Italia junto a su ejército y restableció en su cargo al agradecido pontífice. León III coronó a Carlomagno como Emperador del Sacro Imperio Romano en señal de gratitud, pero este hecho dio inicio a una nociva relación patrocinador-cliente entre el Imperio germánico y el papado. Solo en siglos posteriores, cuando diversas fuerzas sociales debilitaron a las monarquías europeas, Urbano II pudo emerger como personaje relevante, lo que tuvo más que ver con la frágil estatura de los reyes de aquel entonces que con cualquier clase de innovación en los trajines del despacho pontificio. En el siglo XI los reyes controlaban vastos dominios, aunque solo nominalmente, y su palabra no era ley más allá de las tierras propias de su familia directa, las que en ocasiones no superaban en tamaño a cualquier ciudad moderna de nuestros tiempos. El rey de Francia, por ejemplo, solo controlaba París y sus alrededores y era mucho menos poderoso que cualquiera de sus nobles, quienes le juraban lealtad pero podían ignorar sus órdenes, lo que hacían a menudo. Todo ello otorgó a los papas una posición preponderante como eje central de esta gigantesca maraña de alianzas políticas que dieron forma a la Europa medieval.
Luego del entusiasta llamado de Urbano, muchos de los líderes más importantes del continente se hicieron eco, comprometiéndose a emprender en persona la expedición. Dos de ellos se encontraban entre los personajes más destacados de Francia: Raimundo IV, Conde de Tolosa, y Ademar de Monteil. Urbano recorrió la región entera y ordenó a sus obispos y legados divulgar el llamado a sumarse a la Cruzada. La respuesta fue abrumadora, mucho mayor que la que el propio Urbano hubiera jamás soñado. Al finalizar cada uno de sus sermones, miles de voluntarios juraban incorporarse a la Cruzada y una cruz de tela se prendía a su ropa. Muchas de las más importantes figuras de la nobleza europea de aquel entonces respondieron al llamado y animaron las Cruzadas con su imponente realeza y legendarias personalidades.
Este libro estudia la vida y época de los personajes más importantes que tomaron parte en las Cruzadas, una serie de aventureros militares enviados por la Iglesia católica y la nobleza europea a Medio Oriente entre los años 1095 y 1291. Entre ellos encontramos a reyes, reinas, caballeros, campesinos, sirvientes, niños e incluso leprosos. Explicaremos qué los motivó a abandonar sus extensas propiedades y tierras en Europa y embarcarse en una aventura peligrosa contra fuerzas enemigas considerablemente superiores. Estudiaremos las convicciones religiosas que los llevaron a tomar tal decisión, ya fuera por causa de la simple fe o de una burda intolerancia a toda creencia distinta. Y también analizaremos las condiciones sociales históricas imperantes que los empujaron a viajar a otro continente por mar y tierra, periplo tremendamente difícil en plena Edad Media. Finalmente, determinaremos cuáles fueron las consecuencias de largo plazo que las Cruzadas provocaron en Europa y Medio Oriente.
No es nuestra intención estudiar el hecho histórico que nos convoca desde la perspectiva de los valores actuales. Y esta no es tarea fácil: muchos historiadores analizan a los cruzados con ojos del siglo XXI y consideran que se unieron a la expedición militar debido a un