Young Americans: La cultura del rock (1951-1965)
Por Alejandro Lillo y Justo Serna
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En Young Americans. La cultura del rock (1951-1965) contamos una historia: los reclamos de una sociedad de consumo; la publicidad de un capitalismo doméstico. Pero también detallamos una rebeldía, la oposición de los jóvenes, el malestar de unos muchachos que hicieron del rock su afirmación. Estamos en la Norteamérica colorista y glamourosa de John F. Kennedy. Estamos en una sociedad que hace del derroche y de la juventud su gloria. ¿Por qué se oponen los adolescentes al bienestar material? Este ensayo es una aproximación a aquel mundo, no su exhumación. No obramos como eruditos y, por tanto, dejamos deliberadamente cosas sin tratar. Nos permitirán estos caprichos, ¿no?
En este libro mostramos y sugerimos, exponemos y revelamos: lo que fue portada tapó a la vez la discriminación, la pobreza, lo feo, lo viejo. Estados Unidos emprendía una carrera espacial que era al tiempo un torneo político, un certamen atómico. La televisión recreaba y multiplicaba las posibilidades de aquella sociedad. La música retenía y difundía. El rock no sólo era sexo. Era deseo, expectativa, mezcla y porvenir. Los jóvenes lo querían todo y lo esperaban todo. Únicamente faltaba su cumplimiento.
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Young Americans - Alejandro Lillo
Los autores
Alejandro Lillo y Justo Serna, nacidos en Valencia, son licenciados en historia contemporánea. Ambos en la Universitat de València. El segundo es doctor, el primero es doctorando. Uno nació en 1977 y el otro en 1959. Ambos se han especializado en historia cultural. Han colaborado conjuntamente en distintos proyectos sobre el rock y sobre el mundo liberal del siglo XIX. Son coautores de volúmenes sobre la cultura del Ochocientos y Novecientos. El segundo ocupa la plaza de catedrático de Historia Contemporánea; el primero escribe una tesis sobre Drácula, sobre su construcción, sobre su dimensión cultural y sobre sus efectos. Ambos han creado una plataforma de difusión: Serna & Lillo Asociados.
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¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura?
Los patitos de Tony Soprano
Tony Soprano es un varón al que la frustración consume. No hay nada que le salga bien, a derechas. Es un capitán, pero no puede fiarse enteramente de sus subordinados. ¿Acaso por la temida traición? No. Sencillamente, los humanos somos poco fiables, poco persistentes.
En Serna & Lillo Asociados hemos visto, disfrutado y discutido la serie televisiva que le ha dado la vida. Traicioneramente, James Gandolfini murió antes de tiempo. Siempre se muere antes de tiempo. ¿Nos lo ha arrebatado ese Dios católico al que los Soprano veneraban?
Tony Soprano es un individuo de agresividad instintiva, casi hormonal. Lo más parecido a la bestia humana. Es un hombre-hombre que convierte la violencia en su escape pulsional. Pero, al mismo tiempo, Tony es tierno y patético. Y si muchos nos apuran hasta puede resultar grotesco: tal es la suspicacia que le consume.
Su madre, Livia, fue una dama de gran maldad y su padre, tíos y demás parientes fueron mafiosos. Él ha heredado el oficio, pero tiene un criterio moral que lo trastorna. ¿Acaso un superyó vigilante, una conciencia? ¿Un ideal del yo inalcanzable?
Veamos. Tony es bronco, es bestial, carece de escrúpulos si de sus intereses se trata. Pero a la vez es tierno. Incomprensiblemente tierno. Se sabe poco refinado, cosa que no le importa. Él está aquí para vestir con elegancia trajes carísimos y, cuando le rota, ponerse un comodísimo chándal, bien llamativo.
Un día en la vida de Tony aparecen unos patitos. En el primer capítulo de Los Soprano (1999) así sucede. Están en la enorme piscina de su lujosa mansión de New Jersey. Los mira con cariño, los espera proyectando sobre ellos un amor que le resulta difícil de expresar. ¿Es posible querer sin recompensa? ¿Es posible amar sin ser correspondido?
El mafioso mira los patos y su mundo se enternece. ¿Qué significado le damos? Esos animalicos han sido objeto de distintas interpretaciones. Que si los patos son la ternura sin objeto, que si son la naturaleza sin malicia. Sin duda son esas cosas. Eso y mucho más.
Los patos de Tony Soprano son congéneres de los de Holden Caufield. En la novela de J. D. Salinger, el protagonista se pregunta al menos un par de veces dónde van los patos de Central Park cuando hiela. En Serna & Lillo Asociados imaginamos a Tony Soprano de jovencito leyendo la novela que da origen a todo: El guardián entre el centeno (1951). Y nos imaginamos al futuro mafioso haciendo suya esa pregunta.
La cuestión es central: aves de paso, migratorias, objeto de persecución y caza, los patos nos muestran la debilidad y la infancia: bañarse con patitos artificiales en una bañera es dominio y seguridad. Que de repente dichas aves aniden en tu jardín o que, al menos, compartan tu piscina, es un indicio de bienestar, un cable que te echa la vida.
En Serna & Lillo Asociados queremos hacerles la vida más llevadera. ¿Para qué amargarte si puedes ser feliz con unos patitos, con un objeto infantil? Queremos narrarles historias, comentar películas, glosar libros, observar la realidad, denunciar atropellos, examinar imágenes... Echarles un cable. No todo tiene explicación, pero todo puede ser contado, conjeturado.
Los lectores vendrán. Los editores se preguntarán. ¿Quiénes están detrás de esta iniciativa? Justo Serna y Alejandro Lillo. Nos une la amistad y nuestra devoción por Los Soprano. No somos violentos, no somos mafiosos. Somos el lado tierno y a veces pícaro de Tony. Ya verán. Explicáremos las cosas para que Tony, allá donde esté, nos entienda. Abajo la lengua abstrusa, abajo la hipocresía académica, abajo la oscuridad cultural.
La cultura
La cultura incluye, entre otras cosas, enseres, recursos, programaciones, imágenes, costumbres, rutinas y valores. Con esos procedimientos destruimos, mejoramos o simplemente cambiamos nuestro entorno y a nosotros mismos. Nos hacemos un contorno supletorio, el espacio en el que residir. Los individuos construyen viviendas y carreteras, levantan defensas, preparan sus provisiones, se resguardan con armaduras, con reglas, con quimeras. La custodia, la nutrición, el traslado, las necesidades funcionales o psíquicas: todo ello se satisface con efectos –o ingenios– materiales o espirituales. Pero para manipular esas herramientas es preciso conocerlas, saber cómo funcionan; es necesario darles nombres, catalogarlas y valorarlas. Como las usamos para emprender todo tipo de faenas, entonces se nos ha de formar eficazmente. La vida es una instrucción: aprendemos las convenciones que gobiernan esos automatismos. Por ello, nos pasamos la existencia investigando cuáles son las normas que permiten expresar o realizar ciertas cosas en este lugar o en aquel otro. Aprendemos esas reglas para obedecerlas o para desobedecerlas. Por ello, las palabras y las cosas tienen significado y el acto de designar no es irrelevante: para usar aparejos, para emplear instrumentos, para completar protocolos o para alcanzar acuerdos, primero hay que nombrar con sentido, convenir en el empleo de las palabras. Y el sentido de los vocablos y las cosas no está dado para siempre. Hay tiempos, hay momentos, en que todo da un vuelco…
Los individuos transitamos entre múltiples esferas en las que los actos posibles están regulados por convenciones diversas. Esos lugares suelen ser sucesivos y en cada uno de ellos nos las vemos con reglas que no siempre son coincidentes ni visibles ni expresas aunque, eso sí, reglamenten los comportamientos adecuados. La educación y la maduración nos auxilian en la tarea de identificar y aprender la naturaleza de dichos espacios, nos ayudan a reconocer y asimilar las normas que rigen las conductas correctas. Esas reglas definen los dominios por los que nos aventuramos, y no siempre se las debemos a un solo individuo ni son resultado del tiempo actual. Por el contrario, suelen ser préstamos de la tradición, obra de la herencia, logros de la colectividad que nos precede, que nos acoge y que nos envuelve, del pasado remoto o próximo, de las rutinas que otros adoptaron y que nosotros reproducimos por inercia, porque siempre se hizo de ese modo, porque así lo dictaron nuestros mayores. Vivimos enmarcados, realizando actos previsibles, fáciles de vaticinar.
Hay, sin embargo, episodios en la vida y en la historia en que los asuntos dejan de funcionar del modo previsto, o por una catástrofe que todo lo trastorna o por la audacia, la temeridad o la inconsciencia de unos individuos que se obstinan en remover las cosas. Cuando este último caso se da nos hallamos ante auténticas epifanías del género humano: ya no hay augurio que anticipe lo que va a suceder ni expectativa que se cumpla.
El descubrimiento de América
Los Estados Unidos de los años 50 y 60 del siglo XX nos resultan una época fascinante. De aquel tiempo nos vienen recursos materiales y actitudes culturales que aún son nuestras. Desde los electrodomésticos, que por entonces se popularizan, hasta el rock’n’roll , que por entonces nace. Tal vez vemos en aquel tiempo una inocencia que ahora hemos perdido, un mundo en tecnicolor y con brillo ahora desleído. Tras una guerra mundial que había devastado Europa, Norteamérica aparecía como la principal potencia, como el país de las oportunidades, como la sede del capitalismo. En un contexto de rivalidad atómica con la Unión Soviética, de amenaza nuclear, ese país de las oportunidades es también el principal creador y difusor de la cultura de masas.
¿Qué es la cultura de masas? Cultura es toda creación humana que nos distingue y nos separa de la naturaleza; es todo artificio que alivia nuestra dependencia individual o que agrava nuestra sujeción colectiva; es todo artefacto material o inmaterial que nos ilumina o aturde, que nos hace ver las cosas con significado, con un sentido que nosotros le damos de acuerdo con la comunidad, precisamente cultural, a la que pertenecemos. La cultura nos crea un ámbito humano con reglas, con reglamentos, un espacio de referencia, de asistencia o de resistencia, frente a lo incierto, frente a lo desconocido, frente a aquello otro que escapa a nuestro entendimiento. ¿Y las masas?
Desde finales del siglo XIX, Occidente asiste a la irrupción de las muchedumbres. Numerosos inmigrantes acuden a Estados Unidos, atraídos por la expectativa, por la promesa de una vida más socorrida o más rica. Italianos y otros europeos acuden al país de las oportunidades, al lugar grande y aún en parte despoblado en el que es posible rehacer la existencia estableciendo nuevas fronteras, nuevas metas. Ese sitio es accesible, es próspero y, además, de él se tienen tempranas noticias: aunque hay violencias, las propias de una nación joven y aún desregulada. O al revés: un país que comienza verdaderamente a contar en el mundo y a fijar normas para quienes allí se asientan.
Hollywood será un instrumento fundamental de esa difusión universal, de esa imagen floreciente. El mundo entero consumirá cine americano, ficciones de ensueño o de pesadilla que no se parecen al orden rutinario de Europa. La cosa que suele despertar inquietud y desazón entre las mentes más conservadoras y de moral más estricta o pacata, aquellas que se ofenden ante lo plebeyo y las obscenidades, ante la desenvoltura de los jóvenes. Ya en los años 20, José Ortega y Gasset diagnosticaba y se escandalizaba frente al modelo estadounidense, al que ve como la precipitación de lo moderno, como la reunión caótica de las muchedumbres, consumidoras de cultura pequeñoburguesa y ciertamente plebeya. Las turbas rebeldes formaban parte de la experiencia europea. En Estados Unidos, esas masas se adueñan del espacio, imponen su criterio, contaminan lo respetable. Ritmos negros, maquinismo, historietas gráficas, series, repetición: la cultura americana parece el epítome de lo masivo, el ejemplo degradado de lo que fue la excelencia europea.
Más adelante, ya tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos todavía es un país lejano. Al mismo tiempo resulta cada vez más próximo. Su Ejército ha triunfado en el conflicto internacional y sus conquistas son sobre todo materiales, un despliegue de poderío y capacidades. Los medios lo mencionan, lo muestran, lo acercan tanto que acaban resultando familiares la Nación y sus gentes, el país y sus parajes. Las masas reflejadas en las pantallas caminando por las grandes avenidas de Nueva York, concentradas en las plazas de las megalópolis; las masas con vehículos de explosión, con coches modestos o con lujos automovilísticos. Todo está en movimiento: desde el cine hasta los protagonistas involuntarios de esa historia reciente.
En El redescubrimiento de América, un volumen que Umberto Eco publicó hace unos años, el autor describía Estados Unidos como modelo y como excepción. Como modelo: la americanización del mundo, tras la Segunda Guerra Mundial, se impone gracias al poder duro de las armas y al poder blando de las imágenes. Norteamérica sería así el espejo aproximado de nuestra sociedad y de nuestra cultura, el Occidente imaginario y efectivo en el que reconocernos, en el que mirarnos. América es el sueño alcanzable y a la vez lejanísimo en el que lo excepcional se hace ordinario: regular y plebeyo.
Pero sería también lo excepcional, ese lugar nuevo, sin arraigo, sin tiempo, que nace por oposición a Europa, objetando su herencia, un pasado secular, milenario es su particularidad. Así, América sería esa grandiosa tierra en la que siempre es posible desplazarse, marcharse, alejarse: hacia un Oeste que aún está por colonizar o hacia una frontera real e imaginaria que todavía se puede ampliar. No ha y restricción o freno. No hay sumisión o fatalidad. Los Estados Unidos simbolizan el horizonte de lo posible. ¿Es realmente así? La época que encarnó John Fitzgerald Kennedy es esto: una síntesis, un precipitado de las tradiciones para acoger y estimular lo nuevo.
Durante esos años, los 50 y los 60, el bienestar se difunde y las clases medias recatadas y consumidoras se ensanchan, cosa que permite el gasto masivo. Si las gentes adquieren bienes, esos