Cenicienta enamorada
Por Teresa Southwick
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Teresa Southwick
Teresa Southwick lives with her husband in Las Vegas, the city that reinvents itself every day. An avid fan of romance novels, she is delighted to be living out her dream of writing for Harlequin.
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Cenicienta enamorada - Teresa Southwick
Capítulo 1
ERA una impostora y un fraude. Cindy Elliott era la prueba andante, parlante y viviente de que no sólo era posible hacer un bolso de seda partiendo de una oreja de puerca, sino de que, además, podías lucirlo en público. Hasta el momento nadie la había señalado con el dedo ni se había reído de ella por estar fingiendo ser uno de los ricos y encumbrados, pero la noche no había hecho más que empezar y ella era la reina de los rechazados.
Ricos famosos y ricos anónimos abarrotaban ese salón de baile. Estaba bastante segura de que, a diferencia de ella, nadie se había ganado en una rifa su silla en esa cena benéfica de mil dólares el cubierto. Se esperaba que, en cualquier momento, alguien viera lo que de verdad se escondía debajo de su vestido y la echaran de allí.
No sería lo peor que le habría pasado en la vida, pero no era algo que le apeteciera vivir. Su plan era disfrutar de cada momento de la noche, de grabar en su mente cada detalle de la misma y de dejar que, después, esos recuerdos iluminaran su tedioso y duro trabajo diario mientras salía del profundo agujero financiero en el que había terminado sumida por haber confiado en un hombre.
Cindy creció en Las Vegas, pero era la primera vez que había asistido a una fiesta en el Caesar’s Palace. Lámparas de araña de cristal resplandecían sobre su cabeza y una luz plateada salpicaba los blancos manteles haciendo que, de algún modo, los perfumados arreglos florales frescos y de vibrantes colores olieran incluso mejor. Las velas titilaban, pero palidecían en comparación con las vistas, ofrecidas por los ventanales que se extendían de suelo a techo, del horizonte de neón marcado por la Strip, la calle principal de Las Vegas.
Deseaba que hubiera más gente contemplando esas vistas en lugar de mirándola a ella, en especial hombres. Muchos de esos apuestos hombres con trajes oscuros y esmóquines estaban mirándola cuando se abría camino entre la multitud; sentía que estaba llamando la atención con su vestido de cóctel color champán y sin tirantes.
Finalmente llegó al perímetro de la sala y encontró el número de la mesa que correspondía a la de su invitación. Había ocho sillas y todas ellas estaban vacías. Decidió sentarse y liberarse así del dolor que le provocaban los zapatos que le habían prestado y sin olvidar la advertencia de su amiga de que no pusiera a prueba la resistencia de una reparación con Super Glue de un tacón de diez centímetros.
Unos momentos después alguien apareció en su visión periférica y una profunda y familiar voz dijo:
—¿Está ocupada esta silla?
Cindy alzó la mirada y esa voz coincidió con el rostro que se temía. Era Nathan Steele, «el doctor Encantador», pensó con sarcasmo. Siempre le recordaba a Hugh Jackman: alto, de hombros anchos, con ojos color avellana y pelo marrón oscuro. Le dolía admitir que con su esmoquin negro de corte clásico estaba guapísimo… a pesar de ser un médico arrogante, egocéntrico y con mal carácter.
Después de verlo de pie unos segundos, reaccionó y se dio cuenta de que estaba esperando una respuesta. Mirando los siete sitios vacíos, se le ocurrió decirle que su pareja se sentaría ahí, aunque dejó de lado esa idea. Tal vez era una patética perdedora que no sabía juzgar a los hombres, pero no era una mentirosa.
—No —dijo finalmente—. Esa silla no está ocupada.
Él sonrió y posó su excelente trasero sobre la silla de al lado.
—Qué suerte, ¿verdad?
—Ni se lo imagina —ella lo miró, esperando el inevitable momento en que la reconociera como la incompetente del departamento de limpieza del Centro Médico Mercy; la misma empleada a la que había reprendido ese mismo día por algo que no había sido culpa suya. La indignación y la injusticia aún le dolían.
—¿Le apetece beber algo? —el tono era agradable, intenso, sexy. No era, en absoluto, el tono gélido y profesional que Nathan empleaba en el hospital.
—Sí —era lo mínimo que podía hacer—. Me apetecería una copa de vino tinto.
Él se levantó.
—No deje que nadie me quite esta silla.
—Jamás se me ocurriría hacerlo.
Nathan Steele era la fantasía andante y parlante de toda mujer; un guapo médico cuya misión en la vida era salvar a bebés que venían al mundo demasiado pronto; bebés que lo necesitaban para sobrevivir fuera del protector vientre de sus madres mientras sus cuerpecitos, que aún no estaban listos para nacer, se recuperaban. ¿Cómo podía una mujer no quedarse prendida de él?
La respuesta era sencilla: muy guapo de ver y muy difícil de trato. Pero era lo último que Cindy necesitaba ya que aún estaba pagando por haber estado con un hombre equivocado en un momento equivocado. Era una estudiante de universidad de veintisiete años porque había perdido no sólo su cuenta bancaria, sino dinero que ni siquiera había ganado aún por un hombre guapo disfrazado de héroe. Bajo ningún concepto podía permitirse otro estúpido error con un hombre.
Unos minutos después, el doctor Encantador dejó una copa de vino tinto delante de ella y un whisky junto a su asiento antes de sentarse.
—Soy el doctor Steele… Nathan —la miró, claramente esperando que ella respondiera con una presentación. Cuando no dijo nada, añadió—: ¿Y usted es?
Sorprendida y molesta a partes iguales, pensó. El hecho de que no la reconociera era una sorpresa… aunque también le molestaba.
—Cindy Elliott —respondió esperando a que la identificara.
—Encantado de conocerte, Cindy —le estrechó la mano.
Ella quería decirle que ya se conocían y que en más de una ocasión sus caminos se habían cruzado en el hospital, pero entonces sintió la palma de su mano y la recorrió un cosquilleo. Esa mano con la que él sostenía a bebés que apenas pesaban medio kilo, unos diminutos cuerpecitos que cabían en su mano. Una mano cálida y fuerte.
Sin embargo, no podía olvidar que luchar por la vida de unos niños que apenas tenían fuerzas para vivir no le daba licencia para ser un bastardo con todos los demás.
—Doctor Steele —dijo ella con toda la frialdad que pudo.
—Llámame Nathan.
—De acuerdo. Nathan.
La miró intensamente y finalmente dijo:
—¿De qué te conozco?
Ella estuvo a punto de decirle que se veían casi todos los días. Sí, de acuerdo, el uniforme blanco desechable que llevaba para desempeñar su trabajo de limpieza en la unidad de cuidados intensivos neonatal le ofrecía el anonimato, pero aun así…
Estaba a punto de decírselo, pero algo la detuvo.
—¿Te resulto familiar?
—Sí.
—Supongo que tengo una de esas caras comunes.
—Una cara preciosa.
Que ahora se había puesto muy colorada. ¿Cómo podía responder a eso?
—Gracias.
—No dejo de pensar en que nos conocemos —le dio un trago a su bebida—. ¿Has tenido algún bebé en la unidad de cuidados intensivos neonatal?
«¡Dios no lo quiera!». Un bebé era lo último que necesitaba. Por otro lado, para tener un bebé hacía falta sexo y hacía mucho tiempo que eso no lo tenía.
—Nunca he tenido un bebé.
—¿Entonces estás aquí para la recaudación de fondos por un puro acto de bondad?
—He ganado el asiento en una rifa —dijo sinceramente.
—Bien —su boca dibujó una sonrisa.
—No es broma —el gesto de diversión de la cara de Nathan le decía que no la creía. La sinceridad era siempre la mejor política a adoptar—. Si no fuera por eso, no habría forma de que hubiera podido permitirme asistir a algo así.
—Claro —él bajó la mirada hasta el punto donde el ribete color champán de su vestido se cruzaba sobre sus pechos. Por un momento, su mirada se volvió más intensa y después adoptó de nuevo la expresión divertida—. Una rifa. Si me dieran un centavo por cada vez que he escuchado eso…
—Es absolutamente verdad.
—Ajá. ¿Quién es tu estilista?
¿Estilista? Casi se rió. De ningún modo podía permitirse una cosa así.
—No es un estilista, se las llama «amigas». Hadas madrinas.
—¿Así que han obrado un milagro con una varita mágica? —enarcó una ceja.
—De hecho…
—Cindy dio un sorbo de vino y siguió ahondando en el tema— no iba a venir, pero mis amigas me convencieron para que lo hiciera. El vestido, los zapatos y el bolso me los han prestado entre Flora, Fauna y Primavera.
—¿Quién?
—Son personajes de una película. Seguro que la viste cuando eras pequeño.
Él sacudió la cabeza y su gesto se ensombreció.
—No.
—Será que no la recuerdas, pero es una película clásica de niños.
—Eso lo explica todo. Yo nunca fui un niño.
Esa expresión de vacío en su rostro le llegó al corazón. La vida es dura y de pronto conoces a alguien que la hace más dura todavía, pero eso no volvería a sucederle.
—No sé qué decir a eso.
—No necesito una respuesta —se encogió de hombros—. Es una realidad.
—Una triste realidad.
Estaba segura de que él no necesitaba su compasión y ella no quería compadecerse de él, pero eso era algo que no podía evitar su corazón, que siempre la metía en problemas. O mejor dicho, «solía» meterla en problemas. Hablando en pasado.
—¿Cómo fue tu infancia? —le preguntó Nathan.
—No teníamos mucho dinero, pero mi hermano y yo no conocíamos otra cosa —pensó en el tiempo previo a que su madre muriera—. Salíamos con amigos a jugar, íbamos a su casa a dormir, comíamos pizza y veíamos películas, no teníamos ningún problema.
Él asintió.
—Suena muy bien.
—Lo fue —acabaría lamentándose por preguntar, pero no pudo evitarlo—: ¿Y cómo fue tu infancia?
—Pasaba mucho tiempo solo —dijo antes de beberse la copa de un trago.
—¿Eras hijo único?
Asintió.
—¿Tú tenías un hermano?
—Y lo sigo teniendo. Está en la universidad, en California —y ella estaba esforzándose al máximo porque siguiera allí ya que era la culpable de que el dinero que su padre había ahorrado para su educación hubiera desaparecido—. Le echo de menos.
—Y esto de la infancia lo has utilizado para desviarte del tema —dijo él.
—¿Qué tema? —debería decirle que la conocía del hospital, que trabajaba en la limpieza, pero su lado más perverso quería una pequeña venganza por el modo en que la había tratado antes.
—¿Quién eres?
—Cindy Elliott —respondió.
—Eso ya lo has dicho —observó su cara hasta que a ella la recorrió un escalofrío. Finalmente, Nathan sacudió la cabeza—. Pero sigo sin saber quién eres. ¿Dónde trabajas?
—En el Centro Médico Mercy —eso le activaría la memoria y lo descubriría enseguida.
—¿En serio? —estaba atónito, seguía sin reconocerla—. ¿En qué departamento?
—Adivínalo —dio un largo trago de vino.
—Enfermería.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Recursos humanos?
—No —estaba girando la copa sujetándola por su largo tallo.
—¿Endocrinología?
Cindy negó con la cabeza.
—No, tampoco trabajo ahí.
—De acuerdo, me rindo.
—La evidencia dice lo contrario —si se rendía con esa facilidad había muchos bebés que hoy no estarían vivos. Era invisible para él, aunque, para ser justos, en el hospital Nathan se centraba únicamente en sus diminutos pacientes. Pero, por otro lado, había hablado con ella y la había reprendido por algo que no había hecho. ¿Cómo podía admirarlo tanto al mismo tiempo que le resultaba insoportable?
—¿Qué significa eso?
Que ella era una idiota.
—Te he visto en acción en la unidad de cuidados intensivos.
—Pero no eres enfermera.
—Soy administrativa en prácticas del Centro Médico Mercy. Además de… otras cosas —dijo.
Antes de que él pudiera responder, se anunció que todo el mundo localizara sus mesas y que el evento daría comienzo. Cindy agradeció la distracción cuando los asientos que los rodeaban comenzaron a llenarse y se hicieron las presentaciones.
Habló con la gente que tenía a su derecha e intentó ignorar al hombre de su izquierda. Sin embargo, no era tan sencillo cuando sus hombros se rozaban y sus muslos se topaban. Cada roce despertaba una oleada de calor en su interior.
Sonreía educadamente, se reía cuando la situación lo requería mientras planeaba