Desde la oficina
Por Robert Walser
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El autor de El paseo comenzó a escribir hacia 1900, cuando iniciaba su vida laboral. Como aprendiz en un banco, consideró que la oficina era algo de una irritante novedad; a sus ojos, suponía la encarnación de una existencia predeterminada y carente de sentido, al mismo tiempo que el lugar donde surgían los sueños y fantasías que permitían al poeta adueñarse de la realidad.
Los relatos de Walser a propósito de los empleados, al igual que las sátiras de Melville, Gógol o Kafka sobre la burocracia, proyectan una luz tan esclarecedora como divertida en torno a la racionalización y la disciplina del mundo del trabajo.
Robert Walser
Robert Walser is a professor of music at Case Western Reserve University, author of Running with the Devil: Power, Gender, and Madness in Heavy Metal Music, editor of "Keeping Time: Readings in Jazz History," and The Christopher Small Reader.
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Desde la oficina - Robert Walser
Edición en formato digital: marzo de 2016
With the support of
the Swiss Arts Council Pro Helvetia
Título original:
Im Bureau. Aus dem Leben der Angestellten
En cubierta: fotografía de Robert Walser
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Suhrkamp Verlag Zürich, 2011
All rights reserved by and controlled
through Suhrkamp Verlag Berlin
License edition by permission of the owner of rights,
the Robert Walser-Stiftung Bern
© De la traducción, Rosa Pilar Blanco
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16749-24-9
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
EN LA OFICINA
EL OFICINISTA
UNA MAÑANA
EL CRÍO
EL AYUDANTE
GERMER
HISTORIA DE HELBLING
EL POBRE HOMBRE
VIDA DE POETA
HELBLING
EL SECRETARIO
EL JOVEN POETA
ERICH
LAS OCHO
(LA ESCENA ES UNA OFICINA)
JEFES Y EMPLEADOS
SOBRE LA VIDA DE UN OFICINISTA
LO ENFERMIZO
LA DEPENDIENTA
(VIDA)
«OBEDECE CON GUSTO Y SE OPONE CON FACILIDAD»
EN LA OFICINA
La luna nos mira desde fuera
y me ve languidecer como un pobre oficinista
bajo la mirada severa
de mi jefe.
Me rasco el cuello, turbado.
Nunca he conocido
el sol luminoso y duradero de la vida.
La penuria es mi sino;
tener que rascarme el cuello
bajo la mirada del jefe.
La luna es la herida de la noche,
y gotas de sangre las estrellas.
Acaso esté lejos de la felicidad plena,
pero a cambio me han hecho modesto.
La luna es la herida de la noche.
(1897-1898)
EL OFICINISTA
Un boceto
La luna nos mira desde fuera
y me ve languidecer como un pobre oficinista...
Pese a ser un personaje muy conocido en la vida, al oficinista nunca le han dedicado un comentario escrito. Al menos, que yo sepa. Acaso sea demasiado cotidiano, demasiado inocente, muy poco pálido y depravado, de escaso interés, ese joven hombre tímido, con la pluma y la tabla de cálculo en la mano, como para convertirse en tema de los señores literatos. Sin embargo, a mí me viene que ni pintado. Fue una satisfacción para mí observar su mundo reducido y fresco, poco trillado, y hallar en él rincones tan vaga y misteriosamente iluminados por el sol suave. En esta hermosa excursión sin duda he abierto muy poco mis ojos, he pasado de largo por muchos parajes encantadores, como suele acontecer en los viajes. Pero haber bosquejado apenas una pizca de tanta abundancia, aunque todavía no sea precisa la lectura de tal minucia, debería de resultar refrescante y no muy fatigoso. Disculpa, lector, este preámbulo, pero es que los preámbulos son una manía de escritores alegres. De modo que, ¿por qué hacer una excepción? Adiós y disculpa.
Carnaval
Un oficinista es una persona entre los dieciocho y los veinticuatro años. Los hay mayores, aunque no los tomamos en cuenta aquí. Un oficinista es formal, tanto en su indumentaria como en su estilo de vida. Los informales los soslayamos. De esta última clase, dicho sea de paso, hay poquísimos. Por lo general el oficinista no manifiesta el menor gracejo; si lo hiciera, sería un oficinista mediocre. Un oficinista se permite muy pocos excesos; por lo general no es de temperamento fogoso; por el contrario, posee laboriosidad, tacto, capacidad de adaptación y un sinfín de cualidades tan excelsas que un hombre tan humilde como yo no osa mencionarlas, o apenas se atreve. Un oficinista puede ser una persona muy cordial e intrépida. Conozco a uno que en un incendio desempeñó un papel destacado en las tareas de salvamento. En un abrir y cerrar de ojos, un oficinista deviene en un salvador, por no decir en un héroe novelesco. ¿Por qué los oficinistas se convierten tan raramente en héroes en las novelas? Es un craso error, que hemos de reprochar seriamente a la literatura patria. Tanto en la política como en los asuntos públicos la formidable voz de tenor del oficinista resuena menos que nada. ¡Sí, que nada! Hemos de subrayar algo por encima de todo: ¡los oficinistas son de temperamento rico, espléndido, original, magnífico! Rico en todos los sentidos, espléndido en muchos, original en todo y por descontado magnífico. Su talento para la escritura convierte fácilmente a un oficinista en escritor. Conozco a dos o tres cuyo sueño de convertirse en escritores ya se ha cumplido o está en vías de cumplirse. Un oficinista es más un amante fiel que un bebedor de cerveza fiel, de lo contrario, lapidadme. Posee una especial inclinación para el amor, y es un maestro en toda suerte de galanterías. En cierta ocasión oí decir a una señorita que preferiría casarse con cualquiera antes que con un oficinista, porque eso solo significaba un acopio de miseria. Yo digo, sin embargo, que esa chica debe haber tenido mal gusto y peor corazón todavía. Un oficinista es recomendable desde todos los puntos de vista. Apenas hay criatura de corazón tan puro bajo el sol. ¿Acaso un oficinista asiste complacido a reuniones subversivas? ¿Es por ventura tan desordenado y altanero como un artista, tan avaricioso como un campesino, tan arrogante como un director? Director y oficinista son dos cosas diferentes, unos mundos tan distantes entre sí como la Tierra y el Sol. No, el espíritu de un oficinista de comercio es tan blanco y pulcro como el cuello alto que lleva, y ¿quién ha visto a un oficinista con otro atuendo que no sea un impecable cuello alto? ¿Quién?, me gustaría saber.
Todavía disfraz
El poeta que, despreciado por el mundo en su buhardilla solitaria, ha abandonado los modales que rigen en sociedad puede ser tímido, pero un oficinista es mucho más tímido todavía. Cuando comparece ante su jefe, una furiosa reclamación en la boca, espuma blanca en los labios temblorosos, ¿no es acaso la imagen de la mansedumbre misma? Una paloma no defendería su derecho con mayor benevolencia y mansedumbre. Un oficinista medita cien veces, incluso mil, los pasos a dar, y solo cuando se ve abocado a tomar una decisión, tiembla de afán de actividad. Entonces ¡ay de todo aquel que sea su enemigo, aunque se trate del mismísimo señor director! Pero de ordinario un oficinista jamás está descontento con su suerte. Sobrelleva complacido su tranquila existencia de escritorio, olvidado del mundo y de las querellas, es prudente y sabio, y parece resignado a su suerte. En su ocupación monótona y monocroma siente a menudo lo que significa ser filósofo. Él, gracias a su natural sereno, tiene el don de enlazar pensamientos con pensamientos, ocurrencia con ocurrencia, idea relámpago con idea relámpago, y con una habilidad digna de admiración acopla sus colosos mentales como un tren de mercancías de longitud interminable, vapor delante, vapor detrás, ¿cómo no iba a avanzar así? El oficinista, por tanto, es capaz de hablar durante horas con abundante tacto y circunspección sobre arte, literatura, teatro y otros temas no precisamente muy serios. Concretamente en la oficina, cuando cree poder consagrarse un poco a la generalidad. Si entonces el jefe, hecho un basilisco, pregunta qué demonios se discute con tanta vehemencia, ¡zas!, se acaba la inteligente conversación de muchas páginas y el oficinista vuelve a su ser. Es seguro: un oficinista posee una extraordinaria capacidad para transformarse. Puede rebelarse y obedecer, maldecir y rezar, recurrir a evasivas y porfiar, mentir y decir la verdad, lisonjear y fanfarronear. En su alma hallan acomodo las más variadas sensaciones, igual que en las almas de otras personas. Obedece con gusto y se opone con facilidad. Esto último nunca puede evitarlo. No me gusta repetirme, pero ¿acaso existe en el mundo algo más dulce, solícito, justo, que él? El oficinista se preocupa, ¡y de qué manera!, por su formación. Dedica una gran parte de su vida a las ciencias, a las exigentes ciencias, y se sentiría ofendido si se quisiera negar que también en este ámbito brilla tanto como en su propia profesión. A pesar de ser un maestro en su oficio, le avergüenza manifestarlo. A veces esta hermosa costumbre le hace incluso preferir parecer tonto a los ojos de un superior, lo que suele acarrearle reprimendas inmerecidas, precipitadas. Mas ¡qué importa esto a un alma orgullosa!
Banquete
El mundo y el ámbito de actuación de un oficinista es la limitada, insignificante, miserable, árida oficina. Las herramientas con las que cincela y crea son pluma, lápiz, lápiz rojo, lápiz azul, regla y todo tipo de tablas de intereses, que preferirían sustraerse a una descripción más pormenorizada. La pluma de un probo oficinista es casi siempre muy puntiaguda, acerada y cruel. La escritura suele ser pulcra, no exenta de agilidad, a veces incluso en demasía. Al colocar la pluma, un oficinista eficiente vacila unos momentos, como si deseara concentrarse como es debido o apuntar, igual que un cazador experto. Luego dispara, y las letras, palabras, frases vuelan sobre una especie de campo paradisíaco, y cada frase tiene la amena cualidad de ser casi siempre muy expresiva. En las tareas de correspondencia, el oficinista es un verdadero pícaro. Inventa a vuela pluma frases que despertarían el asombro de muchos catedráticos eruditos. Mas ¿dónde están estos dulces tesoros de genuino talento lingüístico popular? ¡Sencillamente desaparecidos! Literatos y sabios inmodestos bien pueden tomar ejemplo de los oficinistas. Son sobre todo los literatos los que confían en alcanzar fama y ser recompensados por cada frasecilla que componen. Cuánto más noble y rica es la manera de proceder y la conducta del oficinista, que, por muy pobres que parezcan por fuera, poseen una riqueza que en verdad merece ser considerada opulenta. Ser rico no significa ni mucho menos parecerlo a los ojos