Del color de la leche
Por Nell Leyshon
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Nell Leyshon
Nell Leyshon is a novelist and award-winning playwright, with work broadcast on Radio 3 and Radio 4 and published by Oberon Books. She was brought up in Glastonbury and lives in Bournemouth.
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Comentarios para Del color de la leche
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Es un libro maravilloso, de esos que no puedes parar de leer. Escribiré pronto mi reseña más amplia en mi cuenta de IG @libropensadora
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Del color de la leche - Nell Leyshon
Del color de la leche
Del color de la leche
Nell Leyshon
Prólogo de Valeria Luiselli
Traducción de Mariano Peyrou
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida
o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
The Colour of Milk
Copyright: © Nell Leyshon, 2012
Primera edición: 2013
Segunda edición: 2013
Tercera edición: 2014
Imagen de portada
© Ida reading a letter, 1899, Vilhelm Hammershøi
Traducción
© Mariano Peyrou
Prólogo
© Valeria Luiselli
Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2014
París 35-A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, México D. F., México
Sexto Piso España, S. L.
Calle los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Formación
Grafime
Impresión
Kadmos
ISBN: 978-84-15601-34-0
Depósito legal: M-21794-2013
Impreso en España
PRÓLOGO
Hay ciertos libros –muy pocos– que nos dejan con la sensación de haber tocado un fondo del cual no podemos y no queremos salir siendo el mismo lector. Del color de la leche es uno de esos libros. No se trata de hacer aquí un «panegírico fúnebre que abunda en hipérboles irresponsables», como escribe Borges sobre el modesto género del prólogo. Pero sí de abrir una pausa y hacer un silencio antes de empezar.
Hojeé por primera vez la novela de Leyshon en una mesa de una librería del pueblo galés de Hay-on-Wye, y decidí comprarla sin saber nada sobre la autora y sin haber leído nada sobre el libro. Esa misma noche empecé a leerlo –unas pocas páginas solamente, entorpecidas por el jet lag e interrumpidas por los ruidos desconcertantes de los insectos del campo galés. Al día siguiente, participé en una mesa con escritores locales en la cual resultó que la escritora que tenía sentada a mi lado era la misma que había escrito el libro que yo había estado leyendo la noche anterior.
Desde que me quedé sin dioses, creo ferozmente en las pequeñas coincidencias. Si la coincidencia involucra a un libro, se triplica mi fervor. Impulsada por mis supersticiones librescas, la segunda noche volví a abrir la novela de Leyshon. Tuvo razón el demonio de las casualidades. La leí entera, como en un rapto. La voz singular de la narradora de estas páginas cobra vida desde las primeras líneas, se sostiene como una cuerda cada vez más tensa a lo largo del relato, y permanece como un eco que regresa y regresa incluso después de haberlo terminado.
Tiene algo de paradójico este hecho, porque la voz a la que Leyshon da vida aquí es a su vez un ejemplo de todas las voces silenciadas; un ejemplo de las muchas vidas que las estructuras de poder volvieron invisibles e inaudibles. El texto que escribe la narradora de este relato es un registro, lleno de belleza y espanto, de una vida enredada en la maquinaria de la dominación.
Pienso irremediablemente en La vie des hommes infâmes, de Michel Foucault, un texto que podría ser un gemelo oscuro de esta novela. El texto de Foucault funciona como el prólogo a una «antología de vidas» e «historias minúsculas», de personas que alguna vez estuvieron atrapadas en las redes de poder de su época. Las vidas que recopila Foucault, a su vez, vienen de otros textos, las lettres de cachet, cartas que denunciaban brujería, sodomía, holgazanería, ateísmo y demás pecados punibles, casi siempre llenas de sentencias y acusaciones arbitrarias. Las infames lettres de cachet encierran, según Foucault, ejemplos de «vidas singulares convertidas, por oscuros azares, en extraños poemas», y su fuerza no se sabe si está en el «carácter centelleante de las palabras o en la violencia de los hechos que bullen en ellas». Las infames denuncias de las lettres de cachet, que no desaparecieron sino hasta la Revolución Francesa, no se podían apelar, dado que sus acusados eran iletrados.
La historia que encierra esta novela es uno de esos extraños poemas, centelleantes y violentos. Pero, en este caso, no uno escrito desde el lado del poder, sino, desde el flanco del oprimido y desde el punto de vista de un sujeto que escribe –porque puede escribir–. El relato de la narradora de esta novela es una historia contrafactual pero no imposible. Es una respuesta a la pregunta «¿qué hubiera pasado si una joven de clase baja en el siglo xix hubiera sabido leer y escribir?». La respuesta, a su vez, insta a pensar que hoy en día sigue siendo pertinente preguntarse por la relación entre el poder y la escritura como forma individual de resistencia.
Un prólogo tal vez cumpla la vaga función hermenéutica de acercar dos horizontes supuestamente lejanos –el escritor, el lector y, en medio de ellos, un pequeño cisma cultural y lingüístico–. El libro de Leyshon, sin embargo, es tal vez más cercano a nosotros de lo que parecería a primera vista. Para empezar, la realidad que retrata y los temas que explora están vigentes, si bien tienen ahora otros nombres y están geográficamente localizados en lugares muy distintos al que se visita en esta historia. Por otro lado, tal vez este libro sea más cercano a cierta tradición de novelas escritas en español que los lectores hispanoparlantes venimos leyendo desde hace décadas. Está escrito sin las concesiones que la gran mayoría de las novelas anglosajonas actuales hacen a sus lectores. No se encontrará aquí una historia bien empacada y lista para llevar; no se verán las piruetas idiomáticas que se aprenden y reproducen en las escuelas y talleres de escritura creativa; no se leerá aquí un producto más puesto en circulación por los grandes rumores transnacionales del sistema de estrellato editorial.
Lo que sí hay, y lo digo sin temor a la hipérbole irresponsable, es un libro escrito con la urgencia palpitante de un pequeño clásico –pequeño, por lo compacto y concentrado de su universo– y una historia poderosa que desciende al bajo fondo de una vida que se disolvió en la escritura y que sólo puede recobrarse en el silencio de nuestra lectura. Un silencio largo, estremecido y lleno de rabia. Pero también, un silencio esperanzado y lleno de admiración.
Valeria Luiselli
PRIMAVERA
éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano.
en este año del señor de mil ochocientos treinta y uno he llegado a la edad de quince años y estoy sentada al lado de mi ventana y veo muchas cosas. veo pájaros y los pájaros llenan el cielo con sus gritos. veo los árboles y veo las hojas.
y cada hoja tiene venas que la recorren.
y la corteza de cada árbol tiene grietas.
no soy muy alta y mi pelo es del color de la leche.
me llamo mary y he aprendido a deletrear mi nombre. eme. a. erre. i griega. así es como se escribe.
quiero contarte lo que ha pasado pero tengo que tener cuidado de no apresurarme como hacen las vaquillas en la entrada, porque entonces iré por delante de mí misma y puedo tropezarme y caerme y de todas maneras tú querrás que empiece por donde se debe empezar.
y eso es por el principio.
era el año del señor mil ochocientos treinta y mi padre vivía en una granja y tenía cuatro hijas de las cuales yo soy la que nació hace menos tiempo.
en la casa también vivían una madre y un abuelo.
no teníamos la costumbre de dejar que los animales vivieran en la casa aunque a veces los corderitos se metían si no encontraban a sus madres y teníamos que darles de comer por la noche.
la historia empieza en el año mil ochocientos treinta. los años son del señor.
el día que empezó todo no fue un día cálido desde el principio. no, ése fue un día frío desde el principio y había escarcha sobre cada brizna de hierba. pero más tarde salió el sol y la escarcha desapareció y entonces los pájaros alzaron todos el vuelo. y fue como si el sol me estuviera dando en las piernas por lo que tuve la sensación que tengo. me da en las piernas y después se me sube a la cabeza.
la savia ascendía por los tallos. y las hojas se abrían. y los pájaros revestían sus nidos.
y el mundo se acordó de la primavera.
me acuerdo de dónde estaba aquel día porque estaba soltando a las gallinas porque habían estado encerradas toda la mañana para que pusieran sus huevos y ahora había que soltarlas para que corrieran y comieran gusanos e insectos que les darían el sabor a los huevos y tenían que comer un poco de hierba que estaba empezando a crecer después de un invierno que había sido muy frío.
abrí la puerta de la casa donde vivían las gallinas y el gallo salió el primero y marchó al son de la música aunque no había música.
las gallinas se quedaron al lado de la puerta mirando al día y yo las perseguí hasta el prado y entonces fue cuando oí a mi hermana beatrice que me llamaba. se había parado en la puerta del jardín de la casa y decía mi nombre.
mary, dijo. ¿qué haces?
¿a ti qué te parece que hago?, le pregunté.
parece que has soltado a las gallinas, dijo ella.
¿de verdad?, dije yo. qué raro porque no estaba haciendo eso. estaba bailando con el gallito y después montamos un banquete y vino el cerdo y se sentó en la silla más alta y nos cantó una canción a todos.
no has mejorado ni un poco, dijo ella.
¿cómo voy a mejorar?, le pregunté. si no estoy nada enferma.
tienes que hablar menos y trabajar más, dijo ella.
y tú tienes que mirar menos lo que hacen los demás, dije yo, y hacer más cosas tú. bueno, ¿dónde estabas?
en la iglesia.
bueno, eso no va a darles de comer a los animales, ¿verdad?
pero a lo mejor hace que dios provea su comida.
mírame, dije, he estado acarreando esta cuba enorme de comida. nunca he visto a dios haciendo eso.
a lo mejor él no lleva la comida de un sitio a otro, dijo ella, pero hace que crezca.
ay, la hostia, dije yo, y yo que pensaba que había sido yo la que había plantado todas esas semillas.
no deberías hablar así.
hablo como me da la gana, dije yo.
algún día te vas a meter en un lío.
¿tú crees?
sí, dijo ella. yo creo.
me apoyé las manos en la cadera. me he estado metiendo en líos toda la vida, le dije, pero eso nunca me ha impedido decir lo que pienso.
ya me he dado cuenta, dijo ella.
¿entonces dónde has dicho que estabas?
estaba en la iglesia, dijo ella, la he estado limpiando porque se llena de polvo.
ya sé que se llena de polvo, dije yo. no soy idiota.
ella inclinó la cabeza hacia un lado. ah, ¿de verdad que no, mary?
no, dije yo. no soy idiota. y antes de que lo digas, tampoco soy corta. no soy ninguna de esas cosas.
beatrice se marchó hacia la casa y yo la seguí y fuimos hasta la puerta de atrás. ella no se dio cuenta, pero madre estaba ahí mismo con el cubo lleno hasta el borde de leche en la mano. y miraba a beatrice con una mirada que decía: ¿qué haces en la casa? sal fuera a hacer las tareas.
y beatrice se quedó ahí con la boca abierta, entonces le dijo a madre muy dulcemente, como para que la leche no se cortara: mary me ha dicho que entrara. me dijo que me habías llamado.
y entonces beatrice se volvió hacia mí y me echó una de esas miradas que dicen más te vale quedarte callada.
madre la miró, entonces dijo: sal fuera. vamos.
y beatrice se fue.
entonces nos quedamos yo y madre en la cocina.
madre me dijo: ¿bueno, has sacado a las gallinas?
claro que sí, dije yo. me dijiste que las sacara, así que las he sacado.
¿bueno, y cuántos huevos?
¿huevos? dije yo. ¿huevos?
ella me miró fijamente.
bueno, encima de madre no se había posado ni una mosca desde el año mil setecientos noventa y dos cuando tenía una semana y una mosca entró en la habitación y se posó encima de su cuna. pero incluso entonces fue rápida como un río y mató a aquella mosca y desde aquel día todas supieron que no debían acercarse a ella.
sí, huevos, dijo ella. ¿cuántos había?
perdí la cuenta, dije yo.
¿que perdiste la cuenta? ¿cómo?
¿cómo?, dije yo.
sí. cómo.
ah, dije yo, mira lo que ha pasado.
ella me miró de frente. y se quedó esperando.
supongo, dije yo, que estaba tan concentrada contando mis pasos al volver aquí que se me olvidó completamente que tenía que traer los huevos.
si tienes tiempo para contar tus pasos, dijo ella, entonces es que no tienes suficientes tareas que hacer y querrás hacer más, ¿verdad?
yo asentí con la cabeza.
o tu padre te va a decir un par de cosas. y me va a decir un par de cosas a mí. así que lo mejor es que vayas a buscarlos.
así que volví al gallinero y metí