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Teo tiene ocho años y lo que más desea es que su familia sea feliz. Sin embargo, sus padres no paran de discutir y el día a día es una guerra interminable. Teo está leyendo un libro sobre Napoleón y piensa que él podría ayudarlo, porque se ha enfrentado a muchas batallas y ha sido un gran ganador... El problema es que Napoleón está muerto.
Con una mirada inocente e ingeniosa, Teo desarma a los adultos con preguntas sobre la vida y la muerte, el bien y el mal, los sueños y el más allá, mientras hace divertidos esquemas en su cuaderno para tratar de entender las grandes cuestiones de la vida.
Lorenza Gentile
Lorenza Gentile nació en Milán en 1988. Graduada en Drama y Artes Escénicas por la Universidad de Londres, también estudió en L’École Internationale de Théâtre Jacques Lecoq de París. Teo, su primera novela, ha sido traducida a varios idiomas y ha recibido, entre otros, el Rhegium Julii Opera Prima 2014, el Seminara Opera Prima 2014, el Khilgren Opera Prima 2015 y el Young Jury Award 2015 de la Literaturhaus en Viena y los derechos cinematográficos han sido adquiridos por una productora alemana.
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Teo - Lorenza Gentile
Edición en formato digital: mayo de 2016
Título original: Teo
En cubierta: ilustración de © Isabel Klett
Colección dirigida por Michi Strausfeld
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Lorenza Gentile, 2016
© De la traducción, Ana Romeral
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16749-44-7
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Día once. Otra vez sábado
Día uno. Miércoles
Día dos. Jueves
Día tres. Viernes
Día cuatro. Sábado
Día cinco. Domingo
Día seis. Lunes
Día siete. Martes
Día ocho. Otra vez miércoles
Día nueve. Otra vez jueves
Día diez. Otra vez viernes
Día once. Otra vez sábado
Día doce. Otra vez domingo
Día trece. Otra vez lunes
Agradecimientos
A mi familia,
a Alexandre Dumas hijo,
que me ha convencido de comenzar este libro,
y a una persona que, con su ausencia,
me ha empujado a terminarlo.
No soy supersticioso.
Simplemente no desafío aquello que no conozco.
NAPOLEÓN
Día once
Otra vez sábado
Me llamo Teo, tengo ocho años y quiero encontrar a Napoleón.
Tengo que ganar una batalla muy importante y él es el único que puede ayudarme. Eso sí, para encontrarlo tengo que morir, porque Napoleón es un muerto.
He hecho una búsqueda en Google, que contiene todas las verdades del mundo y está dentro del ordenador de mi hermana Matilde. Ella no lo sabe, pero suelo entrar en su habitación para buscar respuestas a mis preguntas en Google. Normalmente lo hago a escondidas, cuando ella está en la ducha, aunque solo si se lava el pelo, porque si no no me da tiempo. Esto supone un riesgo enorme, ya que si se enterase se liaría una gorda. Pero a mí no me importa correr ese riesgo, sobre todo si es por algo importante.
Encontrar a Napoleón es realmente importante, más que cualquier otra cosa. Y he tenido suerte, porque mi hermana está de excursión en Pompeya, así que puedo disponer del ordenador todo el tiempo que quiera.
Si tecleas «suicidio» (que quiere decir matarse), la primera página que sale es la de Wikipedia. En ella aparece una lista larguísima con los métodos más usados. Por ahora he leído los tres primeros, aunque ninguno me convence. El primero de ellos se llama envenenamiento, pero como en casa no tenemos veneno lo único que podría beberme sería el perfume de mamá, y ya casi no le queda. El segundo es cortarse las venas, pero como me da miedo la sangre, gritaría y me descubrirían. El tercero, cortarse la arteria carótida, no me sirve porque no termino de entender qué es eso de la arteria carótida, aunque en la Wikipedia se pueda ver un dibujo y todo. Tengo que seguir leyendo hasta encontrar el método que mejor me vaya.
Faltan menos de cincuenta horas para el momento de mi muerte y no tengo mucho tiempo.
Pero no soy estúpido. Soy Teo y llevo maquinando un plan desde hace once días.
Día uno
Miércoles
1
—Están crudos —dijo papá, dejando caer los cubiertos en el plato. El tenedor acabó en el suelo.
—Agradece que alguien los haya cocinado —respondió mamá, mirando al cielo como pidiendo ayuda a Dios.
—Claro, para una vez que no cocina Susi...
—He querido hacer algo especial. Lo siento si no eres capaz de apreciarlo.
—Si se pudieran comer, seguro que los apreciaría.
—La próxima vez veremos si tú eres capaz de preparar algo.
—Por si no te has dado cuenta, trabajo todo el día.
—¿Y a mí qué me cuentas? Yo también trabajo.
—Perdona, pero organizar eventos benéficos requiere una responsabilidad, digamos, diferente a la mía. ¿Quieres que te cuente lo que ha pasado hoy en el consejo de administración? ¿Me quieres ayudar tú a tomar una decisión?
—Pues mira, no.
—Exacto.
—¡Pero qué demonios, Alfonso, no todo en este mundo es trabajo!
—Yo no estoy diciendo eso.
—Ah, ¿no? A mí me parece que sí.
—Solo he dicho que los huevos están crudos. Estoy cansado de tener que batallar siempre con todo.
—Muy bien, ¿sabes lo que te digo? —respondió mamá, echando la silla hacia atrás—. La próxima vez vas a ganar la batalla de hacerte los huevos tú solito. —Se levantó de la mesa, dejando la cena a medias.
—Puedes contar con ello. Es más, ¿sabes qué? Me los preparo ahora mismo —gritó papá, cogiendo la sartén y echando aceite. Sin embargo, al ir a apoyarla sobre el fogón se vertió todo encima—. ¡Joder! —gritó, mirándose la camisa y tirando la sartén al fregadero con tan mala uva que rompió el plato que había dentro.
Miré a mi hermana Matilde. Esperaba que ella pudiera decirme algo que me animara un poco, pero simplemente se limitó a susurrar, más al vacío que a mí: «Vaya mierda de familia».
Mis padres siempre sonreían delante de la gente, como se hace en las representaciones del colegio cuando tienes que fingir ser alguien que no eres. Precisamente por eso, muchas cosas no se entendían y si una persona no los conocía, no podía saber que en casa ya solo se hablaban a gritos, diciendo palabrotas o dando portazos.
No era la primera vez que una cena se iba al traste por tonterías como: «¡Es solo una exposición, Lucrezia! ¿Quieres que te cuente por lo que estoy pasando yo?», «¿Ahora trabajas también los fines de semana? ¿Por qué no te vas a vivir directamente a la oficina?» o «¡Las vacaciones con tu familia en Porto Ercole casi me vuelven loco!».
Y así hasta el infinito. Unas veces empezaba mamá y otras papá. No hacían otra cosa más que pelearse, aunque ninguno de los dos vencía, ya que vencer habría significado hacer las paces y ninguno estaba nunca dispuesto a hacerlas.
Habría hecho cualquier cosa por ayudarles, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Intentaba hablar de ello con mi hermana Matilde, que iba al instituto y sabía mucho más que yo, pero siempre me respondía: «Hay poco que hacer. No se llevan bien».
No sabía si todas las familias eran como la mía. Era imposible saberlo porque no conocía las de los demás y porque cuando iba a casa de mis compañeros sus papás nunca estaban.
Lo que sabía es que cabían dos posibilidades: o todos eran felices salvo nosotros o también ellos hacían como en las representaciones del cole. Pero aunque hubiera descubierto que todos los padres eran como los míos, tampoco creo que me hubiera sentido mejor.
Mientras terminaba el último bocado, Susi, mi tata, quitaba la mesa.
Papá y mamá estaban en el salón. Oía sus insultos desde el otro lado de la puerta. Mi hermana se había encerrado en su habitación, como de costumbre.
—Come fruta, Teo —dijo Susi, pasándome una manzana. Dije que no con la cabeza. Tenía un nudo en el estómago.
—Teo, no tienes que preocuparte. A veces la vida es así de difícil, pero ya verás cómo las cosas cambiará.
—No cambiarán.
—Todo cambia, Teo. Las cosas no se queda nunca paradas.
—Me voy a mi habitación.
—Teo, tú es fuerte. Inventa realidad, sueña, ¿vale?
—Vale.
Le dije que vale para que no se sintiera mal, pero ¿de qué servía soñar? Y ¿cómo podía soñar con todo lo que ocurría a mi alrededor? Ni siquiera conseguía dormir tranquilo por miedo a que al despertar me encontrara con papá dando un portazo y yéndose al trabajo todo cabreado.
Y si soñase que no era así, ¿cambiarían las cosas? Lo importante no era lo que yo tuviera en mente, por mucho que lo desease con todas mis fuerzas. La realidad era que yo no podía cambiar nada porque era demasiado pequeño y en casa nadie me escuchaba.
Me fui a la habitación y me eché sobre la cama.