Cuentos completos en prosa y verso
Por Voltaire
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Sus Novelas y cuentos son un arma más de la «máquina de guerra» que, según Flaubert, era todo lo que salió de la pluma de Voltaire. Todas sus preocupaciones, todas sus «lecciones» de filosofía de la vida, están en estos cuentos: desde su apoyo a los avances científicos de la época hasta su lucha, casi obsesiva, contra la superstición y el fanatismo religioso. Todos sus protagonistas, desde Cándido hasta el Ingenuo, después de verse arrastrados por una riada de acontecimientos aparentemente caóticos y faltos de sentido, una vez hecha por el escritor la sátira del desorden del mundo, terminan triunfando porque aplican la filosofía de la experiencia. Nunca como en estas ficciones, que reúnen la originalidad del pensador y la sátira del crítico, su espíritu y su pluma fueron tan libres.
Voltaire
Voltaire (1694-1778), pseudónimo de François-Marie Arouet, fue uno de los escritores y filósofos más destacados del siglo XVIII. Crítica implacable de la intolerancia, fue portavoz del progresismo ilustrado. Entre sus obras filosóficas destacan las Cartas filosóficas (1734), el Diccionario filosófico (1764) y el Tratado sobre la tolerancia (1763).
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Cuentos completos en prosa y verso - Voltaire
Aunque Voltaire empezó a escribir cuentos en su etapa de «cortesano», cuando, como gentilhombre de la cámara del rey, debía proveer al entretenimiento de la corte, en estos textos ya estarán presentes los propósitos de toda su escritura: divulgar las nuevas ideas, combatir la ineptitud y la mentira religiosas, luchar por la tolerancia, y todo ello envuelto en ficciones narrativas que pueden llevar al lector tanto a los espacios interplanetarios como a Oriente, con las aventuras amorosas de sus princesas y huríes.
Sus Novelas y cuentos son un arma más de la «máquina de guerra» que, según Flaubert, era todo lo que salió de la pluma de Voltaire. Todas sus preocupaciones, todas sus «lecciones» de filosofía de la vida, están en estos cuentos: desde su apoyo a los avances científicos de la época hasta su lucha, casi obsesiva, contra la superstición y el fanatismo religioso. Todos sus protagonistas, desde Cándido hasta el Ingenuo, después de verse arrastrados por una riada de acontecimientos aparentemente caóticos y faltos de sentido, una vez hecha por el escritor la sátira del desorden del mundo, terminan triunfando porque aplican la filosofía de la experiencia. Nunca como en estas ficciones, que reúnen la originalidad del pensador y la sátira del crítico, su espíritu y su pluma fueron tan libres.
Voltaire
Cuentos completos en prosa y verso
Título original: Romans et contes
Voltaire, 2015
TIEMPO DE CLÁSICOS
• Los clásicos son esos libros de los cuales suele oírse decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo…». • Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos. • Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual. • Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera. • Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura. • Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. • Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres). • Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima. • Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad. • Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes. • Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él. • Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía. • Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo. • Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.
Por qué leer los clásicos, Italo Calvino
Prólogo
Si hay un término que unifique la visión que del siglo XVIII en Europa se tiene, ése es el de Razón, hasta el punto de que fue convertida en diosa cuando la Revolución francesa derrocó viejos altares. Y a la cabeza de los philosophes que combatieron en todos los frentes, desde el industrial hasta el ideológico, figuró Voltaire, que dio su nombre a ese siglo XVIII, también llamado el «Siglo de Voltaire». La Enciclopedia, d’Alembert, Voltaire, Diderot, Rousseau y un largo etcétera, emprendieron la tarea de reescribir el mundo, y la visión que de él se tenía, desde la lógica y el pensamiento racional; hasta entonces, eran fuerzas extraterrestres, un Dios que regía el Universo con reglas y normas contrarias al sentido común, las que ordenaban la existencia del hombre en la tierra, y, por otro lado, cimentaban un orden social injusto. Con la Razón por linterna, los philosophes se encaminaron hacia la búsqueda de la Verdad; había que explicar el mundo de nuevo, porque la teología, rígida conductora de mentes y de comportamientos sociales hasta entonces, hacía aguas e imponía un dogmatismo contrario a lo que los propios ojos, sin necesidad de más luces, veían, sometiendo los fenómenos naturales y la ordenación social a lo sobrehumano.
Todos los philosophes —D’Alembert, Diderot, Voltaire, Rousseau y un largo etcétera de compañeros tanto literarios como científicosse lanzaron a reescribir el mundo y dejaron sentados, en el trabajo mayor de la historia contemporánea, la Enciclopedia, los fundamentos de esa visión nueva. Esa generación ha pasado a la historia marcada por esa primacía. Voltaire, por ejemplo, es el razonador y polemista infatigable, el filósofo de su tiempo por su radical antimetafísica, el historiador que escudriña con detalle la realidad de su propia época olvidando voluntariamente las viejas historias y los cuentos para viejas, el redactor de panfletos, el articulista furibundo. Pero ¿dónde estaba la loca de la casa, la imaginación, la fantasía? El peso de los citados philosophes consistía en esa agitación permanente del espíritu a que sometieron su época en todos los planos del pensamiento y la acción: punto por punto asestaron sus lentes de aumento sobre todos los oficios, desde los más prácticos a los menos prensiles, desde los más concretos a los más abstractos: estudios y tratados que analizan oficios manuales como la carpintería o el vidrio y su aplicación a objetos suntuarios o medicinales —anteojos para la vista, para la investigación científica—, o sutiles paradojas sobre hechos más abstractos, con su séquito de circunstancias sociológicas o filosóficas: por ejemplo, la Paradoja sobre el comediante, de Diderot, que expone los rudimentos teatrales a su protagonista: el actor.
No son la Belleza ni la Fantasía las que rigen el concepto de lo Ilustrado ni lo que persiguen los philosophes: y sin embargo, en el caso de Voltaire, son las que han salvado su nombre durante tres siglos: con sonrisa sardónica unas veces, con virulencia otras, aplicó la crítica a todos los problemas que se planteaban al hombre del siglo XVIII, empleando para ello todas las armas a su alcance: el panfleto, el artículo, los libros de filosofía o de historia, una correspondencia ingente… No hay obra más enorme que la de Voltaire en la literatura francesa: a los cincuenta volúmenes que abarca su obra completa, ha venido a añadirse una docena más de una correspondencia que cada día se revela más abrumadora e importante: por sus casi veinte mil páginas pasa completo el siglo XVIII, con todos los temas que le habían interesado desde la infancia, hasta el punto de constituir una unidad con el resto de esa gigantesca obra que, en la nueva edición en marcha, iniciada en 1968, tiene previstos 150 volúmenes. Todo lo que salió de su pluma apunta, si dejamos a un lado sus iniciales intentos de escritor cortesano, a un fin «social», a un objetivo: cambiar el mundo.
De la imaginación a la Razón
Y sin embargo, tanto en Diderot como en Voltaire, por citar sólo a dos, la loca de la casa trabajó arduamente; en el primero, con unas novelas que, pese al sustrato filosófico que las alienta, pertenecen al mundo de la ficción: desde El sobrino de Rameau o Jacques el fatalista pasando por La religiosa; en el caso de Voltaire, con aquello que precisamente lo mantiene vivo fuera del mundo académico: sus cuentos y novelas son los únicos textos que permiten darle hoy el calificativo de «nuestro contemporáneo».
No había sido la «filosófica» la inclinación primera de Voltaire, niño prodigio, famoso a los diez años por unos versos y a los doce por una tragedia. Eran el teatro y la poesía los que daban y quitaban en esos inicios del siglo XVIII la inmortalidad, y Voltaire se lanzó a la escritura de numerosas tragedias, Edipo, Marianne, Brutus, Zaïre y un largo etcétera, que sustentaron su prestigio en vida; de toda esa obra hoy no queda nada sobre ninguna candileja; seguía, junto a los celebrados actores del Théâtre Français (la Comédie Française), la engolada tradición de Corneille y de Racine, a la que Molière había asestado casi medio siglo antes el golpe de gracia: la expresión ampulosa de grandes sentimientos en versos de sonoridad retumbante había muerto a los pies de Tartufo y de las comedias en que Molière —desde dentro del sistema de Luis XIV— se burlaba de la realidad que rodeaba a la corte, de los «caracteres» humanos de todos los tiempos: los avaros, los hipócritas, los pretenciosos, las ridiculeces de hombres y mujeres, en un marco social que, con su falsedad, ayudaba, si no potenciaba, a esa exhibición de los defectos personales.
Literariamente, Voltaire arranca de unos presupuestos dictados por Boileau y su Arte poética —que él consideraba superior a la de Horacio—, y se aplica a la escritura, como orfebre, de epigramas, madrigales, sonetos y tragedias, convencido de que «la poesía es la elocuencia armoniosa»; ese oropel —timbre de gloria para Voltaire en su centuria— es la causa de su olvido fuera de los ámbitos académicos. Pero la Belleza así dictaminada era contraria al motor que iba a animar su adolescencia y el resto del siglo; tras tanta palabrería habían de llegar los inicios de la ciencia y el conocimiento de la naturaleza como medios para hacer del futuro de la humanidad algo más habitable, y para explicar el pasado desde presupuestos que se movían con los avances del siglo y no con las fábulas propaladas por la Religión. Los mitos griegos y los héroes romanos que pueblan las obras de Racine y de Corneille —y del propio Voltaire en su apartado teatral y en algunos de sus cuentos en verso—, las religiones con sus dogmas y sus leyendas, de nada servían para esa búsqueda de progreso. Tres años tenía Voltaire cuando se publicó el Dictionnaire historique et critique de Bayle, que iba a inspirar el paso de la sociedad absolutista a la racionalista: el siglo XVIII no precisa ya de héroes emblemáticos, sino de un número lo más amplio posible de ciudadanos que, mediante el sentido común y unas normas de comportamiento regladas, sienten la base de la «civilización» nueva a la que aspiran, la «civilidad», el ciudadano civil, servidor y usuario de una comunidad hecha para beneficio de todos. Voltaire no renunciará a incrustar, entre los alejandrinos de sus tragedias romanas, griegas u orientales, la píldora útil, la moraleja que enuncia verdades relacionadas no con los grandes sentimientos, sino con la vida inmediata, con la realidad en que se movía el espectador. Había que buscar la Verdad, no la Belleza, de la mano de la Razón: para que Voltaire se dé cuenta hubo de producirse un hecho que cambió el sentido de su escritura.
Hacia el conocimiento
La Bastilla, la cárcel más famosa del Antiguo Régimen, ayudó a más de un ilustrado a seguir pensando las ideas que lo habían llevado hasta sus mazmorras. Voltaire las visitó brevemente por primera vez en 1717, por unos versos insolentes sobre el Regente; la segunda, en 1726, por haber hecho gala de su ingenio en el foyer del Théâtre Français, o en el palco de la actriz más celebrada de su tiempo, Adrienne Lecouvreur, contra el caballero de Rohan; firmaba entonces el filósofo con el doble apellido Arouet de Voltaire, prueba de un origen plebeyo que trataba de disimular. Interpelado con sorna y virulencia sobre esos apellidos por el aristócrata el 6 de febrero de 1726, Voltaire respondió: «Señor, yo empiezo mi apellido, y vos, vos acabáis el vuestro». Rohan mandó a una cuadrilla de sus criados que vapulearan al joven bravucón días después. El apaleado reclamó justicia ante el rey, pero todo el mundo aristócrata que celebraba con estruendo sus éxitos teatrales le dio la espalda. Cuando ya se había armado de dos pistolas para vengarse o batirse, fue arrestado y encarcelado de nuevo en la Bastilla; la situación no parecía demasiado injusta en una sociedad estamental, pero sí molesta: terminó adoptándose la solución propuesta por el filósofo para recobrar la libertad: dejaría voluntariamente Francia rumbo a un exilio en Inglaterra. De Londres trajo escritas, dos años más tarde, sus Cartas filosóficas; una de ellas, la número XXIV, lleva por título: «Sobre la consideración que se debe a los hombres de letras».
Esas Cartas inglesas suponen un cambio radical tanto para la carrera de Voltaire como para la cultura francesa, ya que, a partir de ese momento, pondrá toda su energía y su inteligencia al servicio del combate contra el oscurantismo y las tinieblas que impedían el avance de la Razón: poemas, obras de teatro, folletos, estancias, cuentos, sátiras, epístolas. Voltaire vuelve, además, convencido de que «nunca veinte volúmenes in folio harán revoluciones: son los libritos portátiles a treinta sous los que hay que temer. Si los Evangelios hubieran costado 1.200 sestercios, la religión cristiana nunca se habría asentado».
Pese a este convencimiento, Voltaire continuará escribiendo obras de teatro —el mismo año de su muerte, a los ochenta y cuatro años, estrena Irène—. Para el discípulo de Boileau, la poesía era forma y norma; en cambio, en la retórica particular de Voltaire no entra nada que no concuerde con la definición de la prosa: orden, racionalidad y claridad meridiana de sentido, para disipar cualquier sombra y convertirse en transporte de la primera ley exigible de la poesía: enseñar la virtud, la indulgencia y el amor al prójimo, además de servir, en caso de ataque, de arma arrojadiza.
La carrera de un filósofo
Es ya un tópico consagrado, no por ello menos cierto, que el tiempo se ha encargado de reducir todo ese esfuerzo «evangelizador» de la buena nueva de la civilización a polvo, lo mismo que el de sus compañeros de generación —desde el Rousseau del Contrato social hasta Diderot y la Enciclopedia—, que sentaron las bases que desgastaron los cimientos del Antiguo Régimen y acabaron con ellos en 1789. Así lo reconoció la Revolución francesa, dando cabida, durante una ceremonia grandiosa el 11 de julio de 1791, en el recién inaugurado «Panteón francés» para hombres ilustres, a las cenizas de Voltaire, a las que treinta años más tarde se unirían las de Jean-Jacques Rousseau.
Pero ¿quién se acuerda de aquella Enríada, feroz requisitoria que lanzó contra la noche de San Bartolomé y las guerras de religión, por más que demuestre su odio al fanatismo? Aunque La Pucelle (La Doncella), sobre uno de los mitos mayores de la historia de Francia, Juana de Arco, fue piedra de escándalo en su tiempo, y el poema Le Mondain (El mundano) se convirtió en un breviario de epicureísmo religioso, hoy sólo los historiadores de la literatura leen esos poemas grandilocuentes. Si algo queda de Voltaire en el capítulo de la lírica es lo que escribió cuando, convencido de su inutilidad para fines de progreso, se tomaba la poesía como una diversión y hacía epigramas y poemillas de circunstancias a distintas mujeres, sobre temas intranscendentes; de todo ello queda tal o cual pasaje furibundamente sentimental de una tirada trágica o algún poema de coloración más personal, por ejemplo, las Stances à Mme. du Châtelet (Estancias a Mme. du Châtelet) (1746) cuyos versos
Si vous voulez que j’aime encore
Rendez-moi l’âge des amours
resonarán dos siglos más tarde en la literatura española.
Aún así, hay dos poemas que tienen una importancia capital: el ya citado El mundano (1738) levantó ampollas en el partido devoto, que vio en el culto rendido al desarrollo de la ciencia a través de Newton y en su elogio del lujo un ataque a la Iglesia; y sobre todo, el Poème sur le désastre de Lisbonne (Poema sobre el desastre de Lisboa): el terremoto de la capital portuguesa sumió a Voltaire en una angustia que proyectará en varios de sus cuentos de manera obsesiva[1].
Poco más interés tienen en la actualidad sus incursiones por los campos de la ciencia, los Elementos de la filosofía de Newton, por ejemplo, salvo el haber convertido a Voltaire en un discípulo del sistema newtoniano, cuya grandeza fue uno de los primeros en captar; y, corolario de tal comprensión, el rechazo de Descartes, que seguía dominando el pensamiento filosófico francés con su teoría de los torbellinos, la materia sutil y los átomos ganchudos o curvados. En su tiempo, ese trabajo cumplió una función determinante para el progreso del siglo: eran textos de divulgación de la ciencia reciente, como lo fue el Discurso sobre el hombre, cumbre en el terreno de la moral filosófica de las teorías científicas newtonianas.
En el ámbito de la historia, sus voluminosas obras, que llegan a pretenderse historia universal de Europa y Asia desde el Medievo hasta el siglo XVIII, como el Ensayo sobre las costumbres, le valieron persecuciones y motivaron sus huidas, lo mismo que el Diccionario filosófico. Eran lo que Voltaire pretendía que fueran: textos portátiles —aunque sea poco «portátil» el primero de los títulos—, de lucha contra el fanatismo y la intolerancia, cuyos horrores enumera desde la Alta Edad Media. Con mirada crítica, Voltaire decide denunciar los mitos —peor que las mentiras—, acabar con las fantasías, nacidas de la superstición y madres del terror impuesto durante siglos por las religiones y, en particular, por la Iglesia católica. La libertad se convertía así en la primera de las metas; para alcanzarla se precisaba el triunfo de la Razón, que, a pesar de todos los accidentes de la historia, debía regir la vida de los hombres, acompañada por la «benevolencia natural» de los seres humanos entre sí; eso cree Voltaire, al menos hasta los años cincuenta, cuando, tras la muerte de su amiga Mme. du Châtelet, se refugie en la corte de Federico II, que lo llama a su lado; pero esa relación resultará un fracaso capaz de poner en cuestión todo el sistema de creencias volterianas, empezando por la amistad.
Si la creencia en la bondad natural del hombre —Voltaire sostendrá, por ejemplo, que los antropófagos se comen a sus parientes para darles «una tumba en el seno filial, en lugar de dejar que se los coman los vencedores»— hace a nuestro autor compañero de su gran adversario, J.-J. Rousseau, por lo menos hasta mediados de siglo su confianza y fe en el progreso tuvo asiento más sólido: lo demuestra su Siglo de Luis XIV, que aparece en 1751 completando el Ensayo sobre las costumbres, justo en el momento en que se publica el primer volumen de la Enciclopedia, auténtico golpe de timón para la historia de la humanidad.
Setenta años de escritura
Puede parecer paradójico que el máximo representante del siglo de la Razón se recuerde, casi tres centurias más tarde, precisamente por las obras que salieron de un hemisferio del cerebro distinto del lógico y racional: sus cuentos y novelas; y también que los productos de la imaginación hayan pervivido junto al uso común del adjetivo «volteriano», entendido como un espíritu, el «espíritu Voltaire»: primero, una forma de agitar la realidad para cambiarla, de enfrentarse al mundo, a costumbres y modos de pensar anclados en la Edad Media, que pervivían en medio de los vistosos ropajes y la «modernidad» que Luis XIV había impuesto durante la centuria anterior para consolidar, bendecido por la Iglesia, el orden sagrado que representaba la monarquía; y, en segundo lugar, una figura siempre tensa, crítica y burlona que toca todos los temas y géneros, pasa de uno a otro con su punta de ironía o con la lanza de una crítica despiadada: el panfleto y la tragedia, el ensayo filosófico y el informe jurídico, el análisis científico e histórico, la novela y el cuento, e incluso la poesía, a la que se acercó con un espíritu racionalista y moralizante que le cerró los caminos a cualquier hallazgo. En vida y tras su muerte, la persona y la obra oscilaron entre los elogios ampulosos y los insultos más sectarios: el término «volteriano» se convirtió en el denuesto más cercano al insulto descalificador, un cúmulo de todas las maldades y perversidades posibles —salvo la del erotismo, que ha tenido en el marqués de Sade su propietario exclusivo—. ¿Qué queda hoy, además de la rebeldía permanente como encarnación del espíritu volteriano, de esa ingente cantidad de volúmenes?
Entre 1706-1707, presumible fecha de su primer texto conocido —una epístola a Monsieur, título del hermano del rey—, o 1709, año de su primer poema —una Oda a Santa Genoveva—, y 1778, cuando los Diálogos de Evémero, El sistema verosímil y una Carta del señor Hude cierran su ciclo de vida, hay setenta años de escritura total.
La década de los años cincuenta es decisiva, tanto para Voltaire como para Europa, tanto para la historia de los pueblos centrales del continente como para la vida personal e intelectual del philosophe: el inicio de la Guerra de los Siete Años ensombrece la época feliz de la riqueza y de la hegemonía de Francia: sobre Versalles y el esplendor dejado por Luis XIV se avecina un nubarrón que descargará sobre el país derrota tras derrota, haciendo que el gobierno se vuelva hacia el pasado y se refuerce la reacción clerical a medida que avanza la amenaza del enciclopedismo. Refugiado en la finca de Ferney, junto a Ginebra, pero en territorio francés, Voltaire inicia la última etapa de su vida: cuando en 1755 había comprado Les Délices, se había felicitado esperando que esa finca le diera lo que su nombre prometía y le permitiese vivir, en su retiro, su viejo «sueño del huerto»: no tarda en comprender que ese retiro, a sus sesenta y tres años, se ha convertido en una especie de cárcel que lo aísla del mundo y de los valores que quería defender: «pretendidas Delicias» las llama ya en agosto de 1755. Seis años más tarde, en 1761, Voltaire declara haber «pasado el Rubicón». En esa última etapa, desarrollará una actividad constante en la que desaparecen todas las veleidades literarias: los últimos veinte años de su vida se dedican al combate, a textos «portátiles» contra el fanatismo y las ideas religiosas, porque el resultado de la Guerra de los Siete Años —victoria de los poderes protestantes sobre los poderes católicos— no sólo no le ofrece ninguna garantía, sino que parece volverse contra él: el partido devoto, más débil, se torna más agresivo, y Voltaire ha de convertirse entonces en defensor de las víctimas de la intolerancia y la intransigencia religiosa. Surgen así sus textos «de defensa»: del pastor protestante Rochette, de un comerciante llamado Jean Calas, del caballero de La Barre: no pudo impedir la ejecución de ninguna de las víctimas de la intransigencia religiosa, pero desde Ferney, con pluma y papel como únicas armas, consiguió demostrar el poder de un «intelectual» y enarbolar un concepto nuevo, el de «tolerancia», que es el que también hace de Voltaire nuestro «contemporáneo».
Crece en esos últimos veinte años el número de Mélanges, de folletos y opúsculos de lucha, de «portátiles» contra el fariseísmo, la injusticia, la hipocresía, contra los ídolos más visibles sobre los que se asentaba la organización social del siglo XVIII. Pero, si colaboraron a labrar la estatua del personaje Voltaire, de la «idea volteriana», lo cierto es que hoy, si dejamos a un lado las Cartas inglesas, el Tratado sobre la tolerancia y el Diccionario filosófico, apenas resultan legibles todos estos textos salvo para expertos, historiadores y eruditos. El concepto mismo de literatura ha cambiado, y aquellos títulos —sobre todo los de teatro y poesía— en los que Voltaire basaba sus esperanzas de inmortalidad son pasto de los eruditos y del polvo en las bibliotecas.
Como en otros casos, lo que el escritor considera efímero es lo que perpetúa su nombre. Cervantes confiaba en Los trabajos de Persiles y Segismunda como en el «bronce perenne» horaciano; pero no fue esa novela escrita con un pie en el estribo, sino otra, Don Quijote, objeto de la rechifla —desde luego envidiosa— de las gentes de letras de su tiempo y de las burlas y risas de todos, la que hace de Cervantes un escritor universal y vivo. ¿Cómo podía imaginar Voltaire que sus sesudas obras históricas, escritas tras penosos esfuerzos de investigación y lectura, sus trabajados poemas de duro verso neoclásico, serían despreciados por haber perdido actualidad, por vacuos y retóricos, mientras sus cuentos, escritos un poco por pasar el rato y que, como primer defecto, tenían el de ser personales, el de destilar sus propios humores, los subjetivos vaivenes de su carácter, y el de dar cuenta de la evolución de sus intereses ideológicos, serían los que perpetuarían su nombre? Sus obras eruditas, compendio didáctico de muchas observaciones hechas por otros, se ven ahora como testimonio de una época superado, con abundantes anotaciones en los márgenes demostrando errores, descubriendo fuentes, etc. Lo más personal que Voltaire escribió —y, por lo tanto, lo menos transferible, desde su punto de vista, como valor universal—, la Correspondencia, es, junto con sus Novelas y cuentos, la parte más viva, la escritura más natural, más sobria y menos retórica que dejó.
La modernidad de un pensador
Era impensable para Voltaire; pero los caminos de la creación tienen poco que ver con la erudición y la retórica; como cualquier tarea erudita, al cabo de unos años, con la viva marcha que a partir del siglo XVIII respecto a épocas anteriores tomaron los estudios de investigación, esa obra volteriana ha quedado superada, amortajada. Sin embargo, en la Correspondencia encontramos a un hombre que habla por él y desde él, que late como individuo ante los hechos, que emite opiniones que no ha encontrado en ninguna summa theologica o pagana; y todo ello, para lo mejor y para lo peor; al lado de una inteligencia soberana, de una generosidad poco frecuente, encontramos mezquindades increíbles, venganzas infantiles y tan fanáticas como el fanatismo contra el que predicaba: todo está en el individuo llamado François-Marie Arouet de Voltaire, un carácter lleno de manías, de lo que en moral se llamarían defectos, pero que constituyen la parte más propia, y por lo tanto más apreciable, de quien las posee.
En la Correspondencia y en sus Novelas y cuentos, Voltaire respira en cada línea, con un sentido de la justicia —y también de la injusticia—, con noblezas e infamias —contra Rousseau de modo especial, contra Maupertuis, contra el jesuita Berthier, etc.—, con acusaciones justificadas o ajustes de cuenta personales, como esos nombres que a lo largo de los cuentos perpetúan —pueden verse en las notas a la traducción— apellidos de ilustres desconocidos que, en un momento dado, se cruzaron, para bien o para mal, con Voltaire; y éste los anota pacientemente, inscribiendo el de los amigos o personas adictas a él o a sus causas, para bautizar con ellos a personajes positivos, mientras los nombres de los enemigos, con leves deformaciones, quedan adjudicados a jesuitas hipócritas, a esbirros y alguaciles, a malhechores. Venganza pobre, porque nadie se acuerda ya de esos personajes: quizá el hecho más «notorio» de sus vidas fue, sin pretenderlo, haberse cruzado con este escritor de memoria larga para ofensas y malquerencias, y de pluma aguda. Ahí radica la modernidad de Voltaire, en algunos conceptos que enuncia por encima del polvo de las pelucas versallescas; en su conciencia, heredada del barroco, de que el hombre es nada. Pero, a diferencia de los barrocos —que hacían misticismo con ese y otros conceptos—, en Voltaire se produce la ironía:
El hombre es un animal negro con lana en la cabeza, que anda sobre dos piernas, manteniéndose erguido casi como un mono, menos fuerte que otros animales de su tamaño, con un poco más de ideas que ellos y mayor facilidad para expresarlas; sujeto por lo demás a las mismas necesidades, nace, vive y muere igual que aquéllos.
Este pensamiento no es producto sólo de una época de amor a la naturaleza, de un ecologismo avant la lettre ya activo en ese «hombre natural» de los enciclopedistas, en Las ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau, por ejemplo, o en la educación que recibe el joven ideal de la Ilustración, Emilio. La constatación que Voltaire hace de los opuestos naturaleza/sociedad llega a la burla; no es tan sencillo acabar con el hombre social; hasta el propio Rousseau sabía imposible su «hombre de naturaleza».
Si éste es una meta imposible, también puede ironizarse contra él, a la vez que el dardo de la sátira hiere al otro, al ser que ha alcanzado el grado de conocimiento que en el siglo XVIII tenía la sociedad francesa:
Siempre el pueblo más culto, más rico, más refinado, a la larga debió ceder en todas partes ante el pueblo salvaje, pobre, robusto.
Es esa ironía, esa sensibilidad que se desgarra con los sufrimientos del ser humano, esa esperanza en el progreso —pero ¿hacia dónde tiene que ir el progreso?, parece preguntarse Voltaire—, la fe en la naturaleza humana, el rechazo de cualquier coacción intelectual y la denuncia de la intolerancia, lo que emparenta a un escritor de finales de la Edad Media con nuestro «progresado» siglo XXI.
En pleno Siglo de las Luces, Voltaire va a emplear uno de los recursos que en la Edad Media había expresado mejor que ningún otro la irritación frente al estado de cosas: la burla. Si Rabelais se había reído a mandíbula batiente y había mostrado la sociedad desde una perspectiva que también había hecho desternillarse de risa a sus lectores, Voltaire va a emplear la ironía para alertar y excitar sensibilidades. Y no es que sea medieval en pleno siglo XVIII, sino que fue transmisor del testigo de la risa de la Edad Media a la contemporánea, cuando ya los intelectuales no pueden ser felices, por retomar la expresión con que Roland Barthes calificó a Voltaire: «el último intelectual feliz». Frente a la fragmentación y al amontonamiento de las contradicciones actuales, Voltaire, más «natural», lucha contra la intolerancia y el dogmatismo, y termina riéndose porque, para él, las cosas van por ciclos: «La tierra es un vasto teatro donde la misma tragedia se representa bajo títulos distintos». El escepticismo de sus pullas le evita hacer de ingenuo, le impide «creer»: «Nacemos completamente desnudos. Nos entierran con una sábana ordinaria que no vale cuatro cuartos. ¿Qué mejor cosa podemos hacer que regocijarnos de nuestras obras durante los dos momentos en que gateamos sobre este globo o glóbulo?», escribirá utilizando el punto de vista de Micromegas.
Una máquina de guerra
Pero ¿qué papel desempeñaron los cuentos? Fueron, en principio, un capricho, un juego de sociedad con el que Voltaire entretenía a los invitados en los salones de París, de Versalles y, sobre todo, del palacio de Sceaux entre 1744 y 1750, aunque ya antes de esta última data esté arrepentido, según manifiesta en un carta, de haber perdido su tiempo en cortesanías. Fue, sin embargo, uno de sus trabajos iniciales: como gentilhombre de cámara del rey gracias al favor de Mme. de Pompadour, estaba obligado a proveer al entretenimiento de la corte. En el estrado de Mme. du Maine, Anne Louise de Bourbon-Condé, Voltaire había leído a la dama, muy aficionada a las historias y decorados orientales, algunos de sus cuentos, y a instancias suyas hubo de leerlos el filósofo en círculos cortesanos más amplios. Los primeros que cronológicamente escribió no eran más que eso, la aportación de Voltaire a las diversiones del selecto círculo que se reunía en torno a la duquesa, un ramillete de flores del cortesano pagado para entretener.
Voltaire frecuentó esa selecta sociedad literaria —y también política— en dos épocas de su vida: de joven, entre 1714 y 1718, y más tarde, poco antes de su «paso del Rubicón», o abandono definitivo de las pompas mundanas. En los años 1714-1715, la duquesa du Maine intentó remedar los antiguos «placeres de la Isla Encantada» con que Luis XIV se divertía en Versalles con «guiones» de Molière, y organizaba espectáculos y brillantes fiestas de iluminación suntuosa, ballets, justas poéticas, etc., en las que Voltaire lució sus primeras galas en el mundo cortesano. Refiriéndose a esa «corte» de Mme. du Maine, puede leerse en el Journal des Dames (marzo de 1774): «En esa sociedad, toda falta debía ser reparada por un cuento escrito inmediatamente»; cuando desaparece la corte de Sceaux —el descubrimiento de una conspiración llevó a los duques al exilio—, Voltaire se dedica a cultivar, en compañía de Mme. du Châtelet, estudios más «serios»: alta literatura, tragedias, trabajos históricos, o se entrega a experimentos de física; quiere la leyenda que más de diez años después, tras permanecer encerrado en su habitación durante tres días, entregó a su sobrina y amante desde 1744, Mme. Denis, el manuscrito de Cándido con estas palabras cortesanas: «Tomad, curiosa, esto es para vos».
Ante el conjunto de los relatos, la crítica se ha visto obligada a rechazar ese carácter galante e improvisado de unos textos que no habrían sido otra cosa que florones de salón: son ya relatos «filosóficos», porque la obra de Voltaire, aunque fragmentaria en apariencia, es en realidad indivisible; su propósito era el mismo, fuera el que fuese el género que escribía: divulgar las nuevas ideas, exponer cierto materialismo, combatir la ineptitud y la mentira religiosas, luchar por la tolerancia. Pese a esa unidad final, nunca el espíritu de Voltaire fue tan libre como en sus cuentos. En ellos, mediante una escritura que sólo tiene por objetivo quod erat demostrandum, «lo que se quería demostrar», la originalidad del pensador se une al encanto y a la ironía del literato sin someterse a ninguna otra regla. Todo sirve, con tal de que sea útil a sus fines; todo procedimiento y toda licencia narrativa pueden ser válidos: anacronismos, saltos temporales, acumulación de efectos sorpresa, ciencia ficción, eliminación de las distancias, encuentros y reencuentros más o menos verosímiles. Igualmente diversos pueden resultar los encuadres y los marcos: así, sus cuentos pueden ser falsamente orientales —dejándose llevar por la admiración, sin que falte una punta de ironía, de los modelos clásicos de Las mil y una noches—, bizantinos o contemporáneos, o de protagonistas ingleses, o puramente franceses; y pueden estar redactados en distintos registros: en forma de carta, de diálogo, o de relato que arranca casi con el clásico «Érase una vez».
Desde luego, el mundo pasa por el individuo. Pero Voltaire no se cree ni se quiere otra cosa que espectador que apostilla, lucha, combate, se burla o rechaza: sus cuentos y su correspondencia son una permanente toma de posición sobre los temas más diversos; Flaubert llegaría a calificar todo lo que salió de la pluma de Voltaire como «una máquina de guerra», que tiene por dardos favoritos la burla, la risa y la ironía.
Es la sátira lo que sustenta las aventuras de todos sus personajes, desde el célebre e ingenuo Cándido, vapuleado protagonista que terminará convertido en auténtico militante del volterianismo —porque ha viajado y ha visto mucho, porque ha sufrido los ridículos caprichos de los que a sí mismos se llaman Grandes—, hasta Zadig, que sólo cosecha males donde sembró bienes, arrastrado por la rueda de la fortuna; ése es el mayor absurdo de la realidad, la mayor injusticia de la vida. Pero todos los personajes volterianos, después de verse arrastrados por una riada de acontecimientos aparentemente caóticos y faltos de sentido, terminan «triunfando» porque aplican la filosofía de la experiencia. Aunque no resulte muy convincente hablar de triunfo, por ejemplo en ese final de Cándido cultivando su huerto y convertido, tras sus muchas desgracias, en dueño independiente y libre en una realidad bastante lamentable, a la que no le queda otro remedio que resignarse; la moraleja ilustrada —como todas las moralejas—, una vez hecha la sátira del desorden del mundo, aplica la vara mágica de los cuentistas sobre su ficción: un final inverosímil, que no deja de ser otra ironía más de este «último intelectual feliz»; pero el autor también carga sobre las espaldas de sus personajes confidencias personales, sin olvidarse en ningún momento de ajustar cuentas contra sus enemigos, contra sus críticos: en la ficción de Voltaire cabe todo.
Hoy pueden hacer sonreír las querellas en que se engolfaban en el siglo XVIII los ilustrados, en danza con los inventores, los teólogos y los filósofos; los anacronismos de la Biblia provocaban, sin embargo, agrias disputas bien surtidas de ataques no sólo ideológicos sino personales, sazonados de insultos o calumnias; y las páginas de las publicaciones de sociedades y círculos científicos se llenaban, por centenares, con la explicación de los inventos más peregrinos, desde la forma de medir la velocidad del agua hasta la creación de seda mediante telarañas. Voltaire no renuncia a ningún tema, por más deleznable que pueda hoy parecer, y los cuentos sirven de soporte a sus ironías entreveradas con posiciones sobre el mundo, la religión y las costumbres francesas, que distinguen precisamente el pensamiento de Voltaire.
Novelas y cuentos
Según la lista establecida por Beaumarchais, Condorcet y Decroix en su edición de las Œuvres complètes de Voltaire (setenta volúmenes, 1784-1789), son quince los escritos volterianos que pertenecen al género narrativo; sin embargo, la lista canónica establecida una vez recuperada la obra de ficción por los estudiosos eleva ese número a veintiséis[2]; en total, el conjunto incluye textos redactados a lo largo de sesenta años, aproximadamente desde 1714-1715 (El mozo de cuerda tuerto) hasta 1775 (Historia de Jenni). Pero esa lista canónica no quedó cerrada: con posterioridad a los trabajos de René Pomeau, Frédéric Deloffre y Jacques Van den Heuvel, se han agregado varios textos más que tienen el mismo derecho que otros adscritos a ese género a figurar entre los cuentos: empezando por los escritos en verso, pese a que una tradición que se remonta al propio autor nunca tuviera en cuenta este apartado precisamente por ser poemas y, de acuerdo con el canon de Boileau, pertenecer al género poético[3]. La jerarquía de géneros establecida por el clasicismo no avaloraba los cuentos, y menos si estaban escritos en prosa; y si lo estaban en verso, correspondía al campo de la poesía. Eran entretenimientos casi inconfesables con arreglo a las normas dictadas en la centuria anterior por Boileau. Las ediciones de Œuvres de Voltaire aparecidas en vida tampoco ayudan a resolver el problema, porque bajo esa rúbrica sólo se recogen unos pocos textos, algunos de adscripción imposible al género. Para delimitar el campo semántico del término conte en la época, hemos de remitirnos al Dictionnaire de Furetière, con entradas significativas (de las que elimino, por innecesarios, los ejemplos):
Conte: historia, relato agradable. // Se dice a veces de cosas fabulosas o inventadas. // Significa también maledicencias, burlas. // Se dice también de todas las palabras vanas y despreciables, que no están fundadas en ninguna apariencia de verdad o de razón. // Se dice proverbialmente en estas frases: son «cuentos» de viejas con que se entretiene a los niños…
No sabemos qué es lo que Voltaire consideraba «cuento», dado que ni siquiera utiliza esa palabra para designarlos: «obritas» o «breves escritos» son los términos que emplea. El texto más cercano a una posible «definición» del cuento de su parte, lo pone en labios de la princesa Amasida, en El toro blanco (capítulo X):
Todos esos cuentos me aburren, respondió la bella Amasida, que tenía inteligencia y buen gusto. Sólo sirven para ser comentados entre irlandeses por ese loco de Abbadie o entre welches por ese charlatán de Houteville. Los cuentos que podían contarse a la retatarabuela de la retatarabuela de mi abuela a mí no me entretienen, porque he sido educada por el sabio Mambrés y he leído el Entendimiento humano del filósofo egipcio llamado Locke, y La matrona de Éfeso. Quiero que un cuento se base en la verosimilitud, y que no parezca siempre un sueño. Deseo que no tenga nada de trivial ni de extravagante. Quisiera sobre todo que, bajo el velo de la fábula, dejase entrever a los ojos expertos alguna verdad sutil que escape al vulgo. Estoy harta del sol y de la luna de los que dispone a su capricho una vieja, y de las montañas que bailan, de los ríos que remontan a su fuente y de los muertos que resucitan; pero, sobre todo, cuando esas tonterías están escritas con un estilo ampuloso e ininteligible, me repugnan horriblemente. Comprendéis que una joven que teme ver tragado a su amante por un gran pez, y verse ella misma cortar el cuello por su propio padre necesita ser entretenida; pero tratad de entretenerme a mi gusto[4].
En las veintiséis narraciones canónicas, seis apólogos, parábolas y fabulaciones, y catorce cuentos en verso, hay varios de cierta extensión, entre los que Zadig, Cándido y El Ingenuo son las piezas mayores; las acompañan cuentos de una extensión menor, amparados en ocasiones bajo el paraguas de lo «filosófico» o lo «moral», que enhebran una levísima trama narrativa a una consideración ética y social, a una idea surgida sólo del contacto directo con un autor, como por ejemplo el Sueño de Platón, escrito por Voltaire tras una relectura del filósofo griego. Otras sirven de marco a cualquier idea.
La investigación ha demostrado que en Voltaire el cuento no es cosa de sus años maduros, sino que lo cultiva desde la juventud más temprana, adaptándose a las inquietudes que obsesionan al philosophe en cada momento. Se pensaba que El mozo de cuerda tuerto y CosiSancta pertenecían, por los datos externos, a su estancia en la corte de la duquesa Du Maine, en los años 1746-1747; sin embargo, los investigadores han demostrado que tanto esos dos relatos como los cuentos en verso El cabronismo, El candado y La mula del papa pertenecen a una época muy anterior, a los años 1714-1716, cuando Voltaire era «cortesano» en Sceaux, y estaba obligado, cuando no «castigado», a entretener con aportaciones divertidas al selecto grupo de aristócratas con quien, en ese momento, compartía su idea sobre la literatura. Cuentos olvidados por el propio Voltaire, que terminará sacándolos mucho más tarde de entre sus papeles, casi pidiendo perdón por haber «perdido el tiempo» en estas chanzas y burlas. Pero desde esa primera etapa ya está prendido Voltaire en las redes de lo maravilloso por un lado, de lo burlesco por otro, y remitiéndose a la vieja tradición satírica medieval y a Boccaccio con guiños eróticos que luego desaparecerán del resto de los cuentos.
Los cuentos orientales
El primero de ellos, El mozo de cuerda tuerto, tiene una particularidad que va a ser la constante más notoria de toda su dedicación al género: es un cuento oriental. Por hacer estadística, entre los canónicos, los cuentos «orientales» son once de un total de veintiséis; entre los cuentos en verso, tres de un total de catorce; el conjunto resulta un abanico de propuestas ideológicas y de burlas, de pullas y de razonamientos; pero también un rechazo de las formas narrativas habituales que empleó el siglo XVIII, volcado hacia la novela epistolar y la novela-memoria o confesión. Si es cierto que en tres de esos once relatos se utiliza la primera persona y la forma epistolar —habría que observar incluso que la Carta de un turco está escrita por un testigo del suceso—, en las novelas consideradas fundamentales (Zadig, Micromegas, Cándido, El Ingenuo). Voltaire busca como narrador a una tercera persona que le permita reflexionar sobre lo que ocurre a los protagonistas, para, desde esa distancia, ejercitar su ironía, introducir sus propias ideas por el bies de la burla ante los acontecimientos, pasos y desventuras de los personajes.
No era mucho lo que la época conocía de Oriente; pero quedó fuertemente impresionada por la famosa traducción francesa de Galland de Las mil y una noches, aparecida entre 1704 y 1717. Bastó este libro para inundar muchas de las imaginaciones más claras del siglo, desde la de Crébillon a la de Diderot y Montesquieu, desde la de Voltaire a la de Goethe. Había, desde luego, antecedentes en algunas obras narrativas y teatrales, por ejemplo en El burgués gentilhombre de Molière, que había jugado, y no fue el único, a las «turquerías» en esa pieza, encargo hecho al cómico por Luis XIV para festejar la llegada de un nuevo embajador del Gran Turco, tras una etapa de ruptura de relaciones diplomáticas entre aquel país, muy poderoso en el Mediterráneo de entonces, y Francia.
Puede parecer extraño y paradójico, como ya se ha dicho, que el máximo exponente, tal vez, de ese siglo de la Razón se alimente de mentiras y relatos fabulosos; pero es el propio Voltaire quien, en carta a Mme. du Deffand, del 17 de septiembre de 1759, escribe: «Os confesaré que no leo más que el Antiguo Testamento, tres o cuatro cantos de Virgilio [de la Eneida], todo Ariosto, una parte de Las mil y una noches, y, en cuanto a la prosa francesa, releo sin cesar las Cartas Provinciales [de Pascal]». Otra epístola, a Chamfort, del 16 de noviembre de 1774, resulta más explícita todavía sobre los motivos de fascinación que ejerce sobre él todo ese mundo mentido e inventado que, a primera vista, podría parecer ajeno a uno de los padres de las Luces: «… Porque Ariosto es superior a él [La Fontaine] y a todo lo que siempre me ha encantado, por la fecundidad de su genio inventivo, por la profusión de sus imágenes, por el profundo conocimiento del corazón humano, sin dárselas nunca de doctor, por esas burlas tan naturales con las que sazona las cosas más terribles. Ahí he encontrado toda la gran poesía de Homero con más variedad, toda la imaginación de Las mil y una noches; la sensibilidad de Tibulo, las burlas de Plauto, siempre maravilloso y simple. ¡Los exordios de sus cantos son de una moral tan sencilla y tan festiva! ¿No os asombra que haya podido hacer un poema de más de cuarenta mil versos en el que no hay un solo fragmento aburrido, ni una línea que peque contra la lengua, ni nada forzado, ni una palabra impropia? ¡Y encima todo el poema está en estancias!».
Esos once relatos «orientales» pertenecen a todas las épocas de Voltaire, que, ya anciano, seguía cultivando un género que practicaba desde la segunda década del siglo con intenciones siempre muy claras: desde hacer un diseño de la tipología humana hasta el análisis de las convenciones sociales y las costumbres de las naciones, pasando por el ataque a la religión —a la que en términos volterianos habría que denominar más exactamente «superstición». El mozo de cuerda tuerto, cuya redacción se ha fechado a mediados de la segunda década (1714-1715), como se ha dicho, cuando frecuentaba en Sceaux el salón de la duquesa du Maine, es el primero de todos y el primero «oriental». El segundo cuento oriental pertenece a una etapa posterior al paso de Voltaire por los salones de la alta nobleza: Zadig, relato clave, aparece en 1747; Voltaire prescinde de una intriga rígida: la primera redacción del cuento se convierte en un recipiente en el que, andando el tiempo, podían volcarse otros episodios enhebrados casi sobre cualquier final de capítulo. En Zadig hay una fabulación narrativa que se vuelve hacia el lector, con el relato de esos amores del protagonista y las desventuras y vagabundeos que la pareja de amantes sufre, semejantes a las del propio Voltaire, como luego veremos. Dos años más tarde, Así va el mundo permite que se transparenten las preocupaciones de Voltaire por regresar a una Persépolis que es París, y que no tarda en convertirse para él en centro de envidias y supersticiones; es en este cuento donde Voltaire admite por primera vez la existencia del mal como algo derivado de la misma naturaleza, como algo con lo que hay que contar. Memnón, escrito casi al mismo tiempo que Zadig, formaba parte, como los dos anteriores, de esos regalos manuscritos que Voltaire hacía a la señora de Sceaux y que leía al surtido de notables que frecuentaban su salón; pero si hay paralelismos evidentes con Zadig, también puede afirmarse que el desenlace de Memnón es bastante más pesimista; la ironía del subtítulo: «o la Sabiduría humana», no aparecerá hasta las ediciones posteriores a 1756, cuando Voltaire empiece a corregir el racionalismo optimista que hasta mediada la época de los cuarenta había presidido su obra; nada parece depender del hombre, que no puede dominar sus pasiones ni dirigir a capricho su vida ni su felicidad.
Carta de un turco (1750) responde al interés de Voltaire por la historia, y la anécdota, de desenlace pesimista, pone en entredicho el formalismo de los ritos religiosos, a los que el autor opone una moral sencilla, suficiente para alcanzar el «decimonoveno cielo», con el que se conforma el brahmín Omrí. Historia de un buen brahmín (1760) se convierte en el análisis que Voltaire hace del divorcio radical existente entre la felicidad y las Luces, tema recurrente en su pensamiento y crucial para su crítica de la metafísica: en esa fecha, el autor de Cándido ya ha abandonado su vieja idea de la época de Cirey, cuando quería remitir la metafísica a la moral. En la carta adjunta a Mme. du Deffand cuando le envía ese relato, Voltaire habla de la dificultad práctica de ser felices: «Pienso que somos muy despreciables, y que no hay más que un pequeño número de hombres esparcidos por la tierra que se atrevan a tener sentido común. […] Pero ¿para qué sirve el sentido común? Absolutamente para nada. […] Os exhorto a gozar cuanto podáis de la vida, que es tan poca cosa, sin temer a la muerte, que no es nada». (Correspondencia, 13 de octubre de 1759).
Difusión del conocimiento
Pasarán más veinte años hasta que vuelva al género del cuento; pero ahora Voltaire es otro: se ha formado en la filosofía experimental tras su exilio en Inglaterra, y en Cirey, al lado de Mme. de Châtelet, se entrega a la literatura teatral y a la historia, pero, sobre todo, al estudio de los adelantos científicos que están cambiando la percepción del mundo, regida hasta entonces por los «datos» que sobre la historia del hombre aportaba la Biblia. Desde Galileo, y pese a hogueras y mordazas, la investigación científica había avanzado mucho para la época, y los hallazgos de Newton daban un vuelco a la historia del hombre: para entretener a la ilustre tropa de Ilustrados a los que daba cobijo en Cirey Mme. du Châtelet, Voltaire escribe en 1738-1739 dos relatos «científicos» en los que incrusta las preocupaciones de ese momento. Si el Sueño de Platón arremete contra la metafísica encarnada en el pensador griego, El viaje del barón de Gangán, que más adelante se transformaría en Micromegas, novela el método experimental de Newton aplicando sus conclusiones al universo; el tono satírico de este viaje interplanetario arranca de una mirada situada al margen de la esfera humana; el ojo nuevo que Montesquieu predicaba en sus Cartas persas sirve a Voltaire para dar carta de naturaleza narrativa a intuiciones científicas de Newton sobre el espacio y el mundo, a la vez que se burla de «todas las tonterías de este pequeño globo», como pretendía hacer en su Tratado de física (1734).
Aunque los avatares de la ciencia nunca dejen de interesar a Voltaire, en los cuentos escritos entre 1739 y 1747 se produce un giro casi copernicano: ahora se transforman en ficciones vestidas de orientalismo que, por supuesto, se refieren a la vida política francesa y, sobre todo, se convierten en confidencias personales de Voltaire: en los ya citados Así va el mundo, Zadig, o el Destino, Memnón, o la Sabiduría humana, Carta de un turco, disimulado bajo turbantes está el Voltaire que, después de su retiro en Cirey, retorna a la vida social creyendo que puede desempeñar un papel en el mundo de los poderosos. Durante un breve instante (1740-1745) consigue el favor cortesano para caer luego en desgracia (1748): el mundo epicúreo y pragmático que había soñado en su poema El mundano diez años antes se desmorona y el «todo está bien» carece de sentido para un Memnón que buscaba ser «perfectamente sabio». Es en esta etapa, mientras Voltaire investiga para escribir su Ensayo sobre las costumbres, cuando apunta por primera vez la comparación entre las distintas religiones, que será una constante de toda su obra.
Hacia una obra maestra: Cándido
Pero Voltaire aún no había tocado fondo: la década de los cincuenta verá destrozadas todas sus posibilidades: tres años bastan, de 1750 a 1753, para que el idilio con Federico II de Prusia, que avalaba su sueño del philosophe, de guía de un déspota ilustrado, se conviertan en la humillación más profunda con que Voltaire fue herido en toda su vida, con el catastrófico resultado de que quien creía conducir con la Razón el espacio europeo se veía perseguido por su antiguo amigo a la vez que expulsado de París. Fin del sueño: «Este mundo es un vasto naufragio. Sálvese quien pueda», escribe a su amigo Cideville en 1754, año en el que reanuda la escritura de cuentos: Historia de los viajes de Escarmentado es la primera piedra de toda la etapa última, que Frédéric Deloffre bautizó con acierto: «los cuentos del exilio y del huerto», y que abarcan con variantes el resto de su obra de ficción: Voltaire ya no saldrá de su exilio sino para morir, y, como Cándido, cultivará en sus dos residencias últimas, Les Délices y Ferney, un huerto que es una «corte» intelectual; aunque, a pesar del aislamiento y las barreras que Voltaire pone entre él y el mundo, no tarda en convertirse en centro de todas las disputas intelectuales —y personales incluso— que mueven el pensamiento de una época que camina ya hacia la Revolución francesa.
A esta etapa pertenecen Cándido y El Ingenuo, considerados obras maestras, y a los que acompañan piezas de no menor calado, como Popurrí, La princesa de Babilonia, El hombre de los cuarenta escudos, Las cartas de Amabed y El toro blanco, por citar únicamente cuentos en prosa.
Cándido es la obra maestra del período 1754-764, que arranca con la Historia de los viajes de Escarmentado y remata la revisión y escritura definitiva de Popurrí, cuento iniciado tres años antes. Tras el grito de desolación que es Los viajes de Escarmentado y la anécdota ligera de Los dos consolados —donde, sin embargo, aparece un personaje, Citófilo, que ya anuncia a Pangloss—, Voltaire empieza a gestar Cándido en 1755; lo escribirá tres años más tarde, en 1758, cuando todavía no había pasado el Rubicón, como él mismo dice en 1761. Acaba de comprar Les Délices y se cree a salvo de desgracias durante un soplo, porque en agosto del mismo año de la compra, ya las llama, como hemos visto más arriba, «pretendidas Delicias». Además van a ocurrir hechos capitales que sacuden a Voltaire en su refugio. A finales de noviembre de 1755 le llega la noticia del terremoto que había asolado Lisboa el primer día del mes, provocando una matanza espantosa, cuarenta mil víctimas: «Ahí tenéis, señor —escribe en la primera carta en que aborda el terremoto—, una física muy cruel. Ha de costar mucho trabajo adivinar cómo las leyes del movimiento provocan desastres tan espantosos en el mejor de los mundos posibles. Cien mil hormigas, nuestro prójimo, aplastadas de golpe en nuestro hormiguero, y la mitad pereciendo sin duda en angustias inexpresables en medio de cascotes de los que no se las puede sacar. […] ¡Qué triste juego de azar! […] ¿Qué dirán los predicadores?».
No tarda en escribir el Poema sobre el desastre de Lisboa, que resume la consternación de Voltaire y su ataque a los portavoces de la teoría del «todo esta bien». «Hay que confesarlo: el mal existe sobre la tierra». La cursiva es de Voltaire, que convierte esa frase en nudo del poema. Es cierto que en Zadig Voltaire ya había dado cuenta de la existencia del mal, pero en el poema esa conciencia del mal adquiere una intensidad mayor, camino de las conclusiones de Cándido, que van a marcar al Voltaire anciano. La serie de analogías entre los temas que obsesionan a Voltaire en su correspondencia y en Cándido han servido para datar el inicio de la escritura definitiva en las primeras semanas de 1758. A un lado queda la leyenda de que fue escrito en cuatro días; la redacción del cuento tuvo tres etapas: se inició en el invierno de 1757-1758, se continuó en la primavera y se concluyó en el otoño, hasta el punto de que Van den Heuvel habla de un Cándido «de invierno», de un Cándido «de verano» y de un Cándido «de otoño», que no serían otra cosa que la «expresión mítica del itinerario personal a lo largo del año 1758».
Lo que Voltaire hace en ese momento es dar forma a tres años terribles: al terremoto de Lisboa de 1755 le siguió en 1756 otro hecho espantoso que va a menguar todavía más la «frágil esperanza» —así la califica por su mano en una copia del Poema sobre el desastre de Lisboa, después de que, presionado por su amiga, la leibniziana duquesa de Saxe-Gotha, y por sus amigos los pastores suizos, hubiera incrustado el término «esperanza» en el último verso del poema. Ese acontecimiento es el inicio de la Guerra de los Siete Años, que lo sume de nuevo en la angustia y le despierta definitivamente del sueño «delicioso», casi virgiliano, que buscaba. El orden de la Providencia, cacareado por teólogos y predicadores, y respaldado por la teoría leibniziana del «todo está bien» no es más que una calamidad que contiene un hormiguero de destrucciones para los seres humanos, «átomos atormentados sobre este montón de barro / que la muerte engulle y de los que el destino se burla».
Tras la ciudad en escombros con sus cadáveres, la carnicería y los ríos de sangre en que la guerra ha convertido los campos de batalla de Alemania, la correspondencia del período rezuma horror y calamidades. Mientras pasa el año 1757, desde primavera, Voltaire, todavía en Les Délices, sueña con un lugar en el mundo donde poder vivir libre de las convulsiones del espanto; aunque en la Historia de los viajes de Escarmentado ya había llegado a la conclusión de que para el hombre no hay lugar, comarca ni país donde pueda esconderse del horror. Y no son únicamente los valores y los poderes universales los que angustian a Voltaire, la Inquisición en España y Portugal, la república jesuita en Paraguay, las luchas religiosas en Holanda, país tradicionalmente tolerante en cuanto a religiones, el fusilamiento en Inglaterra del almirante Byng, por quien se había interesado personalmente, o el infierno de la guerra en el centro de Europa. También están sus intereses económicos: Voltaire mira hacia Cádiz, y a los barcos que parten rumbo a América para hacer pingües tratos comerciales, porque los fletes de esos barcos preocupaban personalmente a un Voltaire que había colocado sus rentas en distintas inversiones, entre ellas en ese comercio de España con la América conquistada, preocupación que aparece reflejada, por ejemplo, en la correspondencia con su médico, Théodore Tronchin. Además, la guerra, de prolongarse, puede acabar con su fortuna, una de las obsesiones más radicales de Voltaire, que la consideraba garantía de su libertad. Bajo su pluma se repite una y otra vez en la correspondencia la fórmula latina: Ubi calculus ponis, naufragium invenies [«Donde haces un cálculo, encuentras el naufragio»]. Había cavilado mucho para invertir sus capitales de modo que siempre quedase a salvo de un desastre. De ahí su preocupación por los fletes hacia América; de ahí también su amargura ante una guerra que ponía en un brete la economía francesa y amenazaba con arruinar sus inversiones europeas, que se traduce en una frase sobre la Guerra de los Siete Años: «Alemania se convirtió en un abismo