Cuentos Ingenuos
Por Felipe Trigo
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—Estas?
—Si, corriendo.
Y corriendo, corriendo, azotando las puertas con sus vuelos de seda, desde el tocador al gabinete y desde el armario al espejo, siempre en el retoque de ultima hora; buscando el alfiler o el abanico que perdian su cabecilla de loca, volviendose desde la calle para cenir a su garganta el collar, haciendome entrar todavia por el panolito de encaje olvidado sobre la silla, saliamos al fin todas las noches con hora y media de retraso, aunque con luz del sol empezara ella la archidificil obra de poner a nivel de la belleza de su cara la delicadeza de su adorno.
Gracias habia que dar si cuando al primer farol, ella, parandose, me preguntaba: "Que tal voy?", no le contestaba yo: "Bien, muy guapa", con absoluto convencimiento; porque capaz era la nina de volverse en ultima instancia al tribunal supremo del espejo, y entonces, ¡adios, teatro!..., llegabamos a la salida. Como ocurria muchas veces.
Ella muy de prisa, yo a su lado, un poco detras, no muy cerca, con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita. Cuando en la vuelta de una esquina rozaban mi brazo sus cintas, yo le pedia perdon. Mirabala sin querer a la luz de los escaparates, y cuando alguna mujer del pueblo quedabase parada floreandola, yo la decia: "Mira, oyes?", y sonreia ella triunfante como una reina...
AUTOR:
Felipe Trigo Sanchez (1864 – 1916) fue medico rural y militar, y posteriormente escritor espanol. Nacido en Villanueva de la Serena, en el seno de una familia de clase media con dificultades economicas por la temprana muerte del padre, Felipe Trigo curso el bachillerato en Badajoz y la carrera de medicina en el Hospital de San Carlos de Madrid. Su experiencia como estudiante forastero en la capital la plasmaria en la novela En la carrera. Tras licenciarse, casado ya con su companera de facultad, Consuelo Seco de Herrera, ejercio como medico titular en los pueblos pacenses de Trujillanos y Valverde de Merida, circunstancia biografica que tambien novelizaria en El medico rural.
Hastiado de la vida rural, entro por oposicion en el Cuerpo de Sanidad Militar. Su primer destino fue Sevilla, donde comenzo su actividad periodistica que ya habia intentado en Madrid. De Sevilla paso a Trubia, como medico de la fabrica de armas.
Anos despues marcho voluntario a unas Filipinas en plena rebelion. Destinado como medico en Fuerte Victoria, en realidad un destacamento de prisioneros tagalos, estuvo a punto de perder la vida durante una escaramuza. Los sublevados le asestaron no menos de siete machetazos, dejandolo por muerto. Trigo, sin embargo, consiguio huir a campo traves, en espantosas condiciones. Con una mano inutilizada, fue repatriado como mutilado de guerra, con el grado de teniente coronel.
La prensa le recibio como «el heroe de Fuerte Victoria» y llego a ser propuesto para la Cruz Laureada de San Fernando. Rechazando la posibilidad de capitalizar politicamente su celebridad, en 1900 se retiro del Ejercito y fijo su residencia en Merida para dedicarse en exclusiva a la literatura...
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Cuentos Ingenuos - Felipe Trigo
LUZ.
LA NIÑA MIMOSA
—¿Estás?
—Sí, corriendo.
Y corriendo, corriendo, azotando las puertas con sus vuelos de seda, desde el tocador al gabinete y desde el armario al espejo, siempre en el retoque de última hora; buscando el alfiler o el abanico que perdían su cabecilla de loca, volviéndose desde la calle para ceñir a su garganta el collar, haciéndome entrar todavía por el pañolito de encaje olvidado sobre la silla, salíamos al fin todas las noches con hora y media de retraso, aunque con luz del sol empezara ella la archidifícil obra de poner a nivel de la belleza de su cara la delicadeza de su adorno.
Gracias había que dar si cuando al primer farol, ella, parándose, me preguntaba: ¿Qué tal voy?
, no le contestaba yo: Bien, muy guapa
, con absoluto convencimiento; porque capaz era la niña de volverse en última instancia al tribunal supremo del espejo, y entonces, ¡adiós, teatro!..., llegábamos a la salida. Como ocurría muchas veces.
Ella muy de prisa, yo a su lado, un poco detrás, no muy cerca, con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita. Cuando en la vuelta de una esquina rozaban mi brazo sus cintas, yo le pedía perdón. Mirábala sin querer a la luz de los escaparates, y cuando alguna mujer del pueblo quedábase parada floreándola, yo la decía: Mira, ¿oyes?
, y sonreía ella triunfante como una reina.
No hablábamos. Todo el tiempo perdido en casa procuraba, desalada, ganarlo por el camino. Llegaba al teatro sin aliento. Y allí, por última vez, en el pórtico vacío, analizándose rápida en las grandes lunas del vestíbulo, mientras yo entregaba los billetes:—¿Estoy bien, de veras?
—me interrogaba para que contestase yo indefectiblemente y un mucho orgulloso de su gentileza:—¡Admirable!
Porque, eso sí, ella confiaba en mi rigor. Le hubiera dicho la verdad, al menor detalle que artísticamente no juzgase digno de su figurilla aristocrática, aunque nos hubiera costado renunciar a la función.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Los gemelos la buscaban.
¿Quién es? debían preguntarse unos a otros en las butacas, en los palcos. Algunos amigos míos se acercaban a saludarla en los entreactos esperando inútilmente la presentación. Ni ella la quería ni me agradaba a mí, no sé por qué causa. Y los que en el Círculo por la tarde me habían preguntado con reticencias o descaradamente quién era la señorita que la noche antes me acompañaba, una evasiva obtenían incapaz de disiparles la curiosidad. ¿Mi hermana?... Nada se parecía a mí. ¿Mi mujer?... Era muy joven. ¿Mi querida?... Jamás, la pureza de la virgen resplandecía en aquel semblante de colegiala tímida y curiosa.
Y ¿qué le importaba a nadie?
La verdad es que no sé por qué ella tenía afición al teatro. Miraba al público de reojo; ignoro si por cobardía de sus diez y siete años o por desdén nativo en su alma. De la escena, única cosa que le interesaba, el chiste que a todos hacía reir conseguía de su boca apenas una dilatación placentera; y como lloraba en los dramas, de propósito no íbamos más que a piececillas y tal cual noche a oir opereta al fresco de los Jardines.
Apenas cruzaba conmigo la palabra. Sentada junto a mí, sin mirarme, yo era quien únicamente por todo hablar solía decir de cuando en cuando:
—Mira, allí hay uno mirándote, ¿sabes?
—¿Dónde?
—En un palco. En el tercero. No te quita los gemelos.
Volvía los ojos fugazmente al sitio indicado, y sonreía, sin volver a acordarse en toda la noche del tenaz admirador.
De los tenaces admiradores. Fueron muchos. No consiguieron una mirada de gratitud, de esas con que hasta las menos coquetas dan las gracias. Unicamente yo, con la solicitud de esclavo que corta flores para su dueña, en arrojar una por una aquellas admiraciones a sus pies me complacía. Era un deleite intenso, pero inconsciente y vago como el placer de un ensueño, como la alegría de una primavera.
Ella me pagaba siempre con su sonrisa leve. Yo le compraba bombones. Y nada más.
¿Bonita?
Sí. Creo que sí. Que era excepcionalmente bonita; pero yo no hubiera podido definir su belleza ni entonces ni ahora. La miraba muchas veces cuando estaba delante de mí. Luego nos separábamos y no me acordaba más de ella. Pero volvíamos a reunirnos y volvía a mirarla. Un claror fosfóreo de sus ojos medio cerrados, semejante al de la cresta de la ola en los mares luminosos, una transparencia de su faz que me cegaba de dulzura, imposibilitaban mi análisis.
A la luz eléctrica del teatro, cayendo como una inundación sobre aquella cara de nácar, sólo podía darme cuenta de una cosa: de que en aquella cara los labios rojos parecían más rojos que todos los labios en todas las caras de mujer que yo he visto.
En eso comprendo que debía gustarme mucho toda ella. En que no sería capaz de describirla. Cuando un espectáculo arroba, aduerme y hace soñar: ese es el éxtasis.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El telón caía por última vez. Todo el mundo en el teatro empezaba a removerse para salir. Echábala sobre los hombros el abrigo elegantísimo, que ocultaba su cuello y su barba redonda en gorguera de rizadas sederías, y así que se aclaraba un poco el paso—espera empleada por mí en averiguar si había estado contenta y entretenida, porque necesitaba cerciorarme de ello para estarlo yo—salíamos atravesando en la puerta las filas de curiosos, que entre todas las hermosas mujeres que por los pasillos, por las amplias escaleras iban afluyendo al foyer lleno de claridad y de reflejos, fijaban sus miradas, de preferencia, en la que conmigo cruzaba graciosa y ligera medio escondida la cara monísima entre el sombrero y el cuello como en ramilletes de pluma.
Seguíamos buen trecho con la procesión de gente; contemplábala yo aún, en los cuadros de luz que algún café lanzaba por sus ventanas, y bien pronto, perdidos fuera del centro, en solitarias calles donde nuestros pasos resonaban, la ofrecía mi brazo, que aceptaba por miedo, por ir más cerca de mí en la semiobscuridad y el desierto de la media noche.
Iba tranquila, confiada en mí; yo, delicadamente afanoso de llevarla a su gusto, calculando el paso para no fatigarla, sujetándolo al suyo, lo mismo que debe ir el recluta el día de