Teoría general del derecho
Por Éric Millard
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Dentro de la perspectiva retenida para efectos de este trabajo, el objeto de la teoría general del derecho no es (de inmediato) el derecho, sino más bien el discurso producido a propósito del derecho, llamado dogmática jurídica o doctrina. Esta última expresión no reenvía a un cuerpo profesionalizado, en particular universitario, pues más bien designa un conjunto de opiniones que tienen por objeto el derecho, sea lo que fuere que se entiende por tal y cualquiera que sea el esta tus de quien emite dichas opiniones. La teoría general del derecho busca darle claridad al lenguaje doctrinal. Para esto, aquella
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Teoría general del derecho - Éric Millard
1993.
TÍTULO I
TEORÍA DEL CONOCIMIENTO DEL DERECHO
Cuando hablamos intuitivamente del derecho, podemos referirnos a cosas muy diversas. Así, en algunas ocasiones designamos valores que pertenecen a determinado sistema jurídico (el derecho francés, por ejemplo) o que nos parecen universales (los derechos del hombre o la justicia). A veces queremos referirnos a fenómenos ligados al poder de decir el derecho, como el poder de enunciar una regla (el poder legislativo, por ejemplo), el poder de dirimir un litigio o el de sancionar un comportamiento. Otras veces hacemos referencia a un conjunto de reglas que damos por válidas (lo que llamaremos, por ejemplo, el orden jurídico francés y que nos permitirá decir que determinada regla se encuentra o no vigente, o que es aún aplicable). En verdad, el derecho comúnmente entendido tiene que ver con todas esas cuestiones y, tal vez, con otras más.
Cuando hablamos de derecho nos servimos de frases que son proposiciones lingüísticas. Las proposiciones pueden tener diversas funciones: en particular, gracias a ellas podemos describir lo que existe o podemos evaluarlo, o incluso decir lo que debería existir (a estas últimas proposiciones se les llama prescriptivas). Esas funciones traducen posturas diferentes y que en efecto encontramos cuando hablamos de derecho.
Las proposiciones por las cuales nos referimos así al derecho no tienen todas las mismas propiedades. Respecto de algunas de ellas podemos decir que son falsas o verdaderas. Otras proposiciones, por el contrario, no tienen esta capacidad.
Toda teoría general del derecho debe ofrecer una elucidación del estatus de las proposiciones que esta permite elaborar para poder hablar de derecho. Una teoría general positivista del derecho es, en primer lugar, una teoría de la ciencia del derecho como un conjunto de proposiciones descriptivas (capítulo I). En este sentido, una teoría general positivista del derecho prescribe un método para elaborar proposiciones verdaderas (capítulo II).
CAPÍTULO I
UNA TEORÍA DE LA CIENCIA DEL DERECHO
Afirmar la posibilidad de una ciencia del derecho es algo que no va de suyo. Según algunos juristas, la naturaleza del derecho haría imposible su conocimiento objetivo y que solo pudiera abordarse por medio de un conocimiento (savoir-faire) práctico (el arte de lo bueno y de lo justo o el arte de la retórica). En opinión de otros, en cambio, el derecho admite el procedimiento científico; pero existe un desacuerdo sobre si el derecho es una ciencia (prescriptiva, en tanto que ciencia de la buena legislación, de la buena decisión, de la buena argumentación) o si solo es el objeto de una ciencia que lo describe. Los juristas positivistas pretenden que la ciencia del derecho es posible cuando se apoya en este último modelo, que es el de las ciencias naturales. Por ello tienden a proponer distinciones (sección 1) a partir de las cuales estipulan el objeto llamado derecho susceptible de ser descrito de una forma científica (sección 2).
SECCIÓN 1
DISTINCIONES
La idea misma de una teoría del derecho como parte de la filosofía del derecho cuyo objeto es posibilitar una ciencia del derecho supone clarificar las relaciones entre filosofía y ciencia, por una parte (I), y distinguir, por otra parte, la ciencia del derecho de su objeto mismo (II).
I. Filosofía y ciencia
A partir de tres cuestiones prácticas para todo jurista (A) se puede mostrar que hay dos concepciones posibles de las relaciones entre la filosofía y la ciencia, las cuales están efectivamente desarrolladas (B y C).
A. Algunos problemas ligados al conocimiento jurídico
Sin duda los juristas se hacen con frecuencia preguntas del siguiente tipo: ¿cuál comportamiento (es necesario) adoptar? ¿Qué es lo justo? ¿Qué es el derecho, o el Estado, o el contrato? Por más importantes que sean esas preguntas, ellas no pueden resolverse científicamente, pues sus respuestas no pueden considerarse ni verdaderas ni falsas.
1. El conocimiento práctico-moral
¿Es posible conocer qué es lo que debemos hacer? Una pregunta de este tipo puede recibir diversas respuestas, según el sentido en el que se la entienda.
Puedo preguntarme cuál comportamiento debo adoptar para obrar conforme a derecho. Por ejemplo, qué debo hacer si recibo un mensaje que me comunica una información que entiendo como una orden (pagar un impuesto). Puedo también preguntarme cuál vía jurídica corresponde mejor a lo que busco, es decir, cuál comportamiento debo adoptar para alcanzar un fin determinado: por ejemplo, en materia de responsabilidad médica, optar por la acción penal en lugar de la acción civil porque la carga probatoria sería más ligera. Por último, puedo preguntarme lo que debería hacer para afrontar una situación determinada que puedo evaluar de manera positiva o negativa; por ejemplo, las dificultades de circulación en una gran ciudad.
Los dos primeros sentidos evocados no tienen el mismo alcance que el último. Podría parecer evidente que las respuestas a la pregunta tomada en los dos primeros sentidos derivan del conocimiento: conocimiento de la existencia de un sistema jurídico y conocimiento de su contenido. Sin embargo, si se piensa en el adagio que dice la ignorancia de la ley no sirve de excusa
, este permite suponer desde ahora que este conocimiento sería en realidad una presunción. Además, el conocimiento de la prescripción me permitiría eventualmente, en el primer sentido, saber lo que debería hacer para actuar de conformidad con determinado sistema jurídico, lo que no me permite responder a la pregunta ¿qué (debo) hacer?, sobre todo en aquella hipótesis en la que yo deseara al mismo tiempo obrar conforme a otros sistemas prescriptivos (morales o religiosos, por ejemplo, suponiendo que no estuviesen exentos de contradicción con el sistema jurídico considerado).
Si pensamos ahora en el segundo sentido propuesto, la apreciación del fin que busco no depende de mi conocimiento del sistema jurídico, puesto que ya puedo saber que para aligerar la carga de la prueba debo optar por la acción penal. En este caso es claro que debo querer facilitarme la carga de la prueba, aunque otras razones (como el carácter ofensor contra el médico en la acción penal) pueden hacerme preferir otros fines. Todas estas respuestas presuponen entonces un juicio de parte de quien se interroga, es decir, implican un acto de voluntad. Están condicionadas por este acto de voluntad y, por tanto, no provienen solo de un acto de conocimiento. Esas son preguntas prácticas que se le presentan tanto al ciudadano como al jurista profesional, por ejemplo a un administrador o a un juez cuando deben decidir un caso.
La cuestión, tomada en su tercer sentido, puede así mismo concernir al ciudadano que se forma su opinión. Sin embargo, tiene un significado jurídico particular, pues es la pregunta esencial de la reglamentación en sentido amplio: ¿cuál prescripción general (ley o reglamento, por ejemplo) deben adoptar las autoridades del derecho? El ejercicio de esta competencia tiene en cuenta el conocimiento de ciertos hechos, pero supone así mismo una evaluación de estos. Por eso no es tampoco el resultado de un puro acto de conocimiento: aunque puede conocerse lo que es (los hechos en cuestión), no puede conocerse de manera directa (por la experiencia o por la razón) ni indirecta (por derivación lógica a partir del conocimiento de los hechos) lo que debe ser. Esta imposibilidad lógica fue planteada por el filósofo escocés David Hume en el siglo XVIII y la que los teóricos positivistas denominan ley de Hume, esto es, la imposibilidad de derivar lógicamente una proposición prescriptiva a partir de una proposición descriptiva. La enunciación de un deber ser resulta solo de un acto de voluntad, es decir, de un juicio sobre hechos. Y para que ese juicio produzca efectos jurídicos, es necesario que se cumplan ciertas condiciones con respecto a quien juzga (la competencia jurídica): auctoritas, non veritas, facit legem (Hobbes).
Ahora bien, la ley de Hume no es aceptada por todos los que se interesan por el derecho. Algunos enfoques consideran que la cognición ética es posible, sin demostrar sin embargo en qué consiste o cómo sería. La ley de Hume delimita las dos corrientes esenciales de la filosofía del derecho: la corriente positivista, que la acepta, trata al derecho como un conjunto de normas expedidas por autoridades humanas (debe indicar cuáles actos de voluntad y de cuáles autoridades humanas se consideran pertinentes); y la corriente iusnaturalista, que no la acepta, trata al derecho como un conjunto de principios éticos que existen de manera independiente de su enunciación por las autoridades humanas (debe entonces indicar de manera especulativa cuáles son esos principios y cómo pueden descubrirse).
2. El conocimiento axiológico
¿Es posible conocer lo que es justo o injusto? Esta pregunta prolonga los cuestionamientos sobre el conocimiento ético.
Lo justo (o lo injusto, como el bien y el mal, lo bello y lo feo) constituye un valor. ¿Cómo ese valor puede ser objeto de conocimiento? Cuando decimos que tal ley o tal acción es justa (o injusta), ¿conocemos una propiedad de esta ley o de esta acción que podamos comprobar al evaluarla, o bien le atribuimos un valor a esta acción?
Con seguridad, podemos conocer los juicios de valor que ya se han realizado. Cuando, por ejemplo, comprobamos que el hecho de matar a alguien es reprimido por numerosas normas, en numerosos sistemas normativos (jurídicos, morales o religiosos), conocemos la valoración a la que se procede en esos sistemas normativos con respecto al hecho de matar. Pero también podemos conocer, al estudiar las mismas normas de los mismos sistemas, o de otros, el hecho de que matar no es siempre valorado de forma unánime como injusto (la pena de muerte, la guerra o la legítima defensa dan matices a la valoración). Comprobamos, entonces, que no es la acción en sí misma la que es justa o injusta, sino que solo lo será después de que un juicio de valor la haya declarado justa o injusta.
Así, los valores se parecen más a la expresión de preferencias, que pueden ser compartidas de manera amplia (de ahí la intersubjetividad), que a propiedades objetivas comprobables. Los valores canalizan la reacción emotiva de un sujeto con respecto a una acción. Calificamos como bueno, bello o justo lo que nos procura placer, y como malo, feo o injusto lo que nos desagrada.
Por ende, el conocimiento de los valores jamás puede ser directo. Lo único que podemos conocer son los juicios de valor. Según la teoría del derecho, se desprende que no podemos evaluar una ley o una acción en función de valores de justicia, sino solo describir los juicios de valor que han llevado a cabo las autoridades (en una ley, por ejemplo) o evaluar una acción determinada de acuerdo con los juicios adelantados por esas