Hijos de la Stasi
Por David Young
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Cuando la detective Karin Müller es llamada para investigar la muerte de una adolescente al pie del Muro, al ver el cuerpo comprende que no se trata de una muerte más: la chica huía, sí, pero de la parte occidental.
Müller pertenece a la Policía del Pueblo, cuyos poderes están de facto limitados por la todopoderosa Stasi. Por un lado le piden que descubra la identidad de la chica, pero le aseguran que el caso está cerrado y la animan encarecidamente a que se abstenga de hacer ninguna pregunta.
Las pruebas no cuadran, y Müller enseguida se da cuenta de que el escenario del crimen es un montaje. Pero las mentes curiosas no tienen buena prensa en regímenes como el de la República Democrática Alemana, y Müller no se da cuenta de que la pista que está siguiendo la llevará por un sendero lleno de peligros que afectarán a su vida personal…
Con reminiscencias de las obras de Tom Rob Smith y Philip Kerr y la película La vida de los otros, Hijos de la Stasi es una historia absorbente y excelentemente trabada, llena a rebosar de intriga, infidelidades y traiciones. En Berlín Oriental las preguntas son peligrosas. Las respuestas pueden matar. En esta primera novela, David Young ofrece una historia solvente y personajes bien delineados, destacando la feliz manera que tiene de plasmar el estado de ánimo dominante en la Alemania del Este en aquella época (y lo he cotejado con alguien que vivió allí), a mitad de camino entre el miedo y el orgullo "patrio".
The Times
Uno de los mejores libros que he leído en mucho tiempo.
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Hijos de la Stasi - David Young
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Hijos de la Stasi
Título original: Stasi Child
© 2015, David Young
© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Traducción del inglés de Carlos Jiménez Arribas
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: www.blacksheep-uk.com
I.S.B.N.: 978-84-9139-098-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Epílogo
Glosario
Nota del autor
Agradecimientos
Introducción
Esta novela está ambientada en la Alemania del Este comunista, la República Democrática Alemana (en alemán, Deutsche Demokratische Republik, DDR), a mediados de los años setenta, cuando el país contaba con uno de los niveles de vida más altos al otro lado del telón de acero. En aquella época, el Muro de Berlín, o la Barrera de Protección Antifascista, como se la conocía oficialmente en Europa del Este, tenía unos sólidos cimientos, y muy pocos podrían haber augurado los hechos tumultuosos de 1989 que llevaron a su desmantelamiento.
La DDR ha llegado a ser sinónimo del muy temido Ministerio para la Seguridad del Estado, MfS, más comúnmente conocido como la Stasi. No obstante, mientras que la existencia de la Stasi –y su red de informadores oficiosos– se conoció siempre, la singularidad de sus métodos y el ingente número de personas que tenía a su cargo no salió a la luz en toda su dimensión hasta después de 1989.
Las investigaciones policiales quedaban por lo general a cargo de la Policía del Pueblo (Volkspolizei o VOPO para abreviar); y, más concretamente, a cargo de su Brigada de Policía Criminal (la Kriminalpolizei o Kripo). Si algún caso presentaba un trasfondo político de importancia, entonces la que se encargaba era la Stasi, la cual tenía su propio departamento de investigación de delitos, su policía científica y todo lo demás. Eran raros los casos en los que la Kripo y la Stasi trabajaban a la par, como un solo equipo, aunque en las altas esferas sí había relación entre ambos departamentos. Uno de esos casos es el relato ficticio que narra esta novela. Lo que no impedía que muchos de los integrantes de la Kripo fueran, claro está, informantes de la Stasi. Y la Policía del Pueblo era tanto o más que la Stasi un órgano del Estado: el centro de detención preventiva ubicado en el cuartel de Keibelstrasse, cerca de Alexanderplatz, en Berlín, era tan odiado como los que tenía la Stasi, por ejemplo, en Hohenschönhausen.
El escalafón en la Stasi, que seguía el del ejército, pudiera mover a confusión. Una brigada de homicidios –como la que aparece aquí en la ficción– la dirigía generalmente un inspector jefe (Hauptmann, el equivalente a capitán); o quizá, como en este caso, un inspector (Oberleutnant). Este puesto en la escala de mando, que es el que ostenta mi personaje Karin Müller, no debe confundirse con el de comisario (Oberstleutnant), de mucho más rango, por de- bajo solo del de comisario principal (Oberst).
Para darle mayor autenticidad a la trama, he mantenido estos rangos en el idioma alemán; así como el empleo, a menudo monótono, de «camarada» (Genosse/Genossin), uso formal en el trato en los regímenes comunistas, sobre todo en presencia de oficiales de más rango.
D. Y.
1
Febrero de 1975. Primer día.
Prenzlauer Berg, Berlín Oriental.
El timbre inmisericorde de un teléfono sacó a la Oberleutnant Karin Müller de su sueño. Extendió la mano por su lado de la cama para cogerlo, pero los dedos abrazaron el vacío. Notó entonces que le dolía la cabeza como si se la estuvieran batiendo a martillazos. El teléfono no paraba de sonar; y cuando levantó la cabeza de la almohada, la habitación le daba vueltas, le sabía la boca a hiel, y el bulto que había a su lado debajo de las sábanas sacó una mano para coger el auricular por el otro lado de la cama.
—¡Tilsner! —dijo su ayudante, Unterleutnant Werner Tilsner, cuya voz resonó como un aullido en los oídos de la inspectora cuando volvió a bramar, volcado sobre el aparato—: Scheisse! Y ¿qué narices hace ese ahí?
La Oberleutnant iba poco a poco acostumbrándose a su entorno; y en ese proceso, la voz de Tilsner al teléfono no era más que un ruido de fondo. Alguien había cambiado la posición de los objetos en el apartamento: la cama de matrimonio en la que se encontraba era distinta; y la ropa de cama no era ni por asomo la que cubría el lecho conyugal que compartía con Gottfried, su marido. Todo tenía un aspecto más… más caro y lujoso. Vio en la cómoda fotos de Tilsner con su mujer Koletta y los dos niños: el chico era adolescente y la niña, pequeña. Estaba toda la familia feliz en verano, de vacaciones en un camping, y todos sonreían delante de la cámara. ¡Oh, Dios! ¿Dónde estaría ahora su mujer? Podía volver en cualquier momento. Entonces se acordó: Tilsner le dijo que Koletta se había llevado a los niños a pasar el fin de semana a casa de su madre. El mismo Tilsner que le contaba en ese mismo instante un cuento chino a quienquiera que fuera el que lo había llamado por teléfono.
—No sé dónde está la inspectora, no la veo desde ayer por la tarde en la oficina —mentía con una sangre fría de la que Müller no se creía capaz—. Voy a ver si la encuentro y, cuando lo haga, estaremos los dos en la escena del crimen lo antes posible, camarada Oberst. ¿En el cementerio de St. Elisabeth en Ackerstrasse? Sí, me hago cargo.
Müller se sujetó la dolorida frente con una mano e intentó evitar la mirada de Tilsner, quien ya colgaba el teléfono y se zafaba de las mantas para dirigirse al baño. Hecha un ovillo entre las sábanas, pensó en lo gélida que había sido la noche. Hizo muchísimo frío, se acostó con la ropa puesta, y con la presión de la falda, sentía ahora la fricción de las braguitas contra la piel. Antes de eso, había tomado vodka Blue Strangler, demasiado vodka. Tilsner y ella jugaron a ver quién aguantaba más, chupito a chupito, en un bar de Dircksenstrasse; un juego estúpido que, al parecer, había acabado con los dos encamados en el lecho conyugal de él. Y a la inspectora todavía le sabía la boca a alcohol. No recordaba muy bien lo que su- cedió después del bar, pero Gottfried no debía enterarse de que había pasado la noche en casa de Tilsner, ¡eso nunca!
Tilsner había vuelto del servicio y le acercaba un vaso de agua en el que una pastilla efervescente se deshacía haciendo burbujitas.
—Bébete esto. —Müller echó un poco hacia atrás la cabeza con una mueca de asco cuando tuvo delante aquel brebaje que silbaba como una serpiente—. No es más que una aspirina. Haré café mientras te arreglas un poco. —Una sonrisa insolente y muy poco respetuosa se dibujó en su rostro sin afeitar de mandíbula cuadrada. Pero la culpa era de ella por meterse en una situación así: era la única mujer al frente de una brigada de homicidios en todo el país, y no podía consentir que la tomasen por puta.
—¿Y no sería mejor que fuésemos derechos allí? —gritó para que él la oyera desde la cocina—. Parecía urgente. —Le retumbó cada palabra en la cabeza como un martillazo.
—Lo es —gritó Tilsner—. Han encontrado el cuerpo de una chica en un cementerio, cerca del muro.
De un largo trago, Müller engulló la aspirina disuelta en el agua y tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar en el acto.
—Pues entonces vámonos ya —gritó, y la voz reverberó en los techos altos del viejo apartamento.
—Tenemos tiempo para un café —respondió Tilsner desde la cocina, entre un ruido de tazas y cacerolas que delataba que no estaba acostumbrado a moverse entre cacharros, que muy posiblemente solo entrara allí en el Día Internacional de la Mujer—. Además, le he dicho al Oberst Reiniger que no sabía dónde estabas, y los de la Stasi ya están allí.
—¿La Stasi? —preguntó Müller. Había llegado a paso lento y trabajoso hasta el baño y se miraba en el espejo. El maquillaje del día anterior había perdido consistencia alrededor de los ojos, azules y llenos de venitas rojas. Se frotó las mejillas con los dedos, intentó estirar las partes fláccidas y luego se estuvo toqueteando el pelo rubio, cortado en una media melena que le llegaba a la altura de los hombros. La única mujer al frente de una brigada de homicidios, que ni siquiera había cumplido los treinta aunque tenía menos cara de niña aquella mañana, respiró hondo por ver si el aire frío del viejo apartamento le sofocaba la náusea.
Müller sabía que tenía que aclarar sus ideas y recuperar el control de la situación.
—Si el cuerpo está al lado de la barrera antifascista, ¿eso no es competencia de la policía de fronteras? —Las palabras le retumbaron dentro de la cabeza; aun así, siguió gritando para que Tilsner la oyera desde el fondo del pasillo—. ¿Qué pinta en esto la Stasi? ¿Y por qué tenemos nosotros que…? —Lo dejó ahí cuando alzó la vista y vio la imagen de él reflejada en el espejo: Tilsner, justo detrás de ella con una taza de café humeante en cada mano, se encogió de hombros y alzó las cejas.
—¿Eso qué es, la pregunta del millón? Yo solo sé que Reiniger quiere que nos presentemos al oficial de más rango de la Stasi en la escena del crimen.
Empezó a desenredarse el pelo con el cepillo de Koletta y vio que él la observaba detenidamente.
—Tendré que limpiar ese cepillo cuando acabes —dijo. Müller lo miró a los ojos. Eran azules, como los suyos, aunque le brillaban de un modo sorprendente teniendo en cuenta todo el vodka que se había metido entre pecho y espalda la noche anterior. A modo de explicación, él volvió a dedicarle su sonrisa insolente—: Es que mi mujer es morena.
—Que te den, Werner —escupió Müller contra el reflejo de él que se proyectaba en el espejo, y empezó a quitarse el rímel con los discos de algodón de Koletta—. Entre nosotros no ha pasado nada.
—Muy segura estás tú de eso, ¿no te parece? Porque yo no lo recuerdo así.
—No ha pasado nada. Lo sabes muy bien, y yo también lo sé. Dejémoslo ahí, ¿vale?
La sonrisa de él rayaba en lascivia, y Müller intentó recordar por entre los resquicios de lucidez que le dejaba la resaca. Se puso roja, pero se dijo a sí misma que estaba en lo cierto. Al fin y al cabo, había dormido con la ropa puesta, y la falda era lo bastante estrecha como para rechazar avances no solicitados. Se dio la vuelta, le quitó la taza de la mano y tomó dos tragos largos de café mientras el humo que salía del brebaje empañaba el espejo del baño a aquella temperatura gélida. Tilsner la rodeó entonces con un brazo, agarró el algodón manchado de rímel y se lo guardó en el bolsillo. Luego cogió el cepillo y arrancó los pelos rubios con un peine. Müller entornó los ojos: el muy cabrón tenía práctica en aquellas lides.
Bajaron la escalera del bloque de apartamentos sin cruzar ni una sola mirada, atravesaron el portal de paredes descascarilladas y salieron a la luz de la mañana de invierno. Müller vio el Wartburg sin distintivos al otro lado de la calle. Le trajo recuerdos de la noche anterior, la insistencia de él en que fueran a su apartamento a tomar café para que se les pasara la borrachera, como si le importara bien poco conducir bajo los efectos del alcohol. Se frotó la barbilla y recordó de repente que había sentido su mentón sin afeitar como una lija cuando sus labios se fundieron en un beso. Pero ¿qué pasó después?
Subieron al coche; Tilsner se sentó al volante. Giró la llave de arranque, y la débil luz de la mañana le arrancó en la muñeca un reflejo al reloj caro que llevaba puesto. Ella arrugó el ceño, recordó el mobiliario lujoso que había visto en el apartamento y miró a Tilsner con curiosidad. ¿Cómo podía permitirse todo aquello con el sueldo de un subinspector que no llevaba mucho tiempo en el cuerpo?
El Wartburg volvió a la vida con un espasmo. Müller iba recordando poco a poco detalles de la noche anterior. ¿Fue solo un beso o hubo algo más? Miró con recelo a su izquierda justo cuando Tilsner metía con una rascadura la primera marcha, pero él no apartaba los ojos del frente y tenía una expresión seria en la cara. Habría que inventarse una excusa muy buena para contársela a Gottfried. Estaba acostumbrado a que llegara tarde por el trabajo que tenía, pero no a que pasara toda la noche fuera de casa sin avisar siquiera.
Hacía una semana que la nieve cubría las calles, y las ruedas del coche cabecearon un poco al incorporarse a una calzada que nadie se había molestado en despejar. El cielo sobre sus cabezas venía henchido de nubarrones grises, heraldos de un tiempo todavía más inclemente. Müller sacó la mano por la ventanilla y plantó la sirena en el techo del Wartburg; siguió el maullido de gato estrangulado que anunciaba su presencia, y atravesaron de esta guisa los escasos kilómetros que separaban Prenzlauer Berg del cementerio del Distrito Centro.
La pareja de detectives seguía sin haber cruzado palabra cuando aparcaron el Wartburg en Ackerstrasse, la calle que dividía los cementerios colindantes de las parroquias de St. Elisabeth y Sophien, circundados ambos en su límite noreste por la barrera antifascista. Tilsner señaló con la cabeza la entrada del primero de ellos, y ella lo siguió debajo del arco metálico de la puerta. La calma del cementerio, lleno de lápidas oscuras y estatuas que brotaban del manto blanco, casaba mal con el aire que se respiraba en el resto de la ciudad. Ángeles con las alas llenas de verdín guardaban algunas tumbas, marchito ya el bronce que brillara un día, pasto del paso de incontables inviernos berlineses.
Fueron caminando hasta la parte del cementerio en la que estaba el cadáver. Un círculo formado por oficiales de la Stasi y policías de fronteras rodeaba la forma inerte de la chica, cubierta con una lona. Un hombre de gabardina, que había permanecido oculto detrás de una lápida, en cuclillas junto al cuerpo, se irguió todo lo alto que era. Müller vio que debajo llevaba un traje de paisano; pero por el ademán, imaginó que se trataba del oficial de la Stasi del que había hablado Tilsner por teléfono. Se giró y les sonrió. Tendría algo más de cuarenta años, llevaba tupidas patillas a la moda y se había dejado el pelo relativamente largo. Podría haber pasado por un presentador de los telediarios de la República Federal Alemana a los que su marido Gottfried, pasando por alto las reconvenciones que ella le hacía, era tan aficionado.
No conocía a aquel hombre, pero quedaba claro que él sí la conocía a ella.
—Camarada Oberleutnant. Gracias por venir. Oberstleutnant Klaus Jäger. Menos mal que por fin dimos con usted. —Le tomó la mano enguantada a Müller y se la apretó con fuerza antes de hacer lo mismo con la de Tilsner, en un saludo que tenía algo de cierta calidez no fingida—. Por favor, vengan conmigo un momento y les pondré al corriente de algunos detalles —apoyó una mano en la espalda de ella y llevó a los dos hacia un cenador de madera coronado por un tejado cubierto de nieve, lugar de recogimiento, sin duda, para la contemplación de aquellos seres queridos que ya no se contaban entre los vivos. Müller miró por encima del hombro hacia donde estaba el cadáver, pero Jäger no tenía mucho interés en enseñárselo todavía.
Ocuparon los tres un banco al abrigo de uno de los vértices del tejado hexagonal y, flanqueado por los oficiales de la Kripo, Jäger se sentó en el centro. Olía a loción para después del afeitado, y Müller creyó que era una fragancia occidental y cara. Luego pensó que ella olería a Blue Strangler en estado puro, de cuarenta grados, y que ojalá no lo oliera él.
Con un gesto de la mano, Jäger señaló la zona acordonada, allí donde se afanaban los fotógrafos y forenses, y dijo:
—Mal asunto. Era casi una niña, no creemos que tuviera más de quince años.
—¿Asesinada? —preguntó Müller.
Jäger asintió con un leve movimiento de la cabeza:
—Eso pensamos.
—¿Asesinada cómo, camarada Oberstleutnant? —preguntó Tilsner—. Y ¿por qué solicita la ayuda de la brigada criminal de la Policía del Pueblo si el Ministerio para la Seguridad del Estado ya lo está investigando?
—Sí, ¿cómo es que la Seguridad del Estado ha tomado cartas en el asunto? —añadió por su parte Müller, sin darle tiempo al oficial de la Stasi a contestar a su subordinado—. Dada la cercanía de la escena del crimen a la barrera de protección antifascista, esto es competencia de la policía de fronteras, ¿no le parece, Oberstleutnant Jäger? —Llevó la vista más allá del ajetreo que rodeaba el cadáver, hacia el primer muro de la barrera. Según rumores, al otro lado había un campo de minas, y luego un segundo muro, un armatoste que se extendía kilómetros y kilómetros alrededor del sector occidental. Cada cincuenta metros aproximadamente, como girasoles gigantes, se alzaban las torres de los focos apuntando al cielo. A plena luz del día, enmarcado todo por el cementerio sepultado debajo de la nieve, Müller pensó que la estampa inspiraba cierta paz, solo rota por el ladrido de algún perro patrulla. De noche todo cambiaba. Pero si esas defensas lograban disuadir a los Republikflüchtlinge —aquellos que, en lugar de quedarse a construir una Alemania más justa, se arriesgaban a cruzar hacia el oeste—, pues que siguieran allí levantadas por lo que respectaba a Müller.
Jäger tardó unos instantes en responder, luego soltó una risita plácida:
—Muchas preguntas son esas, y no puedo contestar a todas. Todo lo que estoy en condiciones de decirles es que ustedes han recibido instrucciones de su superior, Oberst Reiniger, porque yo se lo pedí, para que me asistan en el caso. Y aunque el oficial al cargo seré yo, ustedes llevarán la investigación a todos los efectos. Puede que se trate de un caso difícil, tal y como habrán podido colegir, pero será su caso. Y lo será hasta cierto punto. Porque no quiero que se dé mucha publicidad a la intervención del Ministerio para la Seguridad del Estado. —Jäger se remangó un poco, como si fuera a ponerse manos a la obra—. Lo que sí puedo contarles es por qué intervenimos nosotros. Parece ser que a la chica la dispararon desde el otro lado del muro, puede que fuera la policía de fronteras de la parte occidental. Y lo hicieron cuando intentaba escapar hacia Berlín Oriental. —El teniente coronel de la Stasi hizo una pausa y miró a Müller directamente a los ojos—. Es, hay que admitirlo, un caso de lo más excepcional.
Müller notó que Tilsner, sentado al lado del oficial de la Stasi, lanzaba un silbido al oír aquello; pero no sabía si aquella reacción se debía a la sorpresa, o era que no se lo creía.
—¿O sea que se las ingenió para escalar un muro de cuatro metros —preguntó Müller—, cruzar la barrera de control, escapar de los perros y de los guardias de la República Federal y, entonces, escalar otro muro de cuatro metros, y a todo esto van y la disparan desde la parte occidental?
Ojalá, pensó ella, que la incredulidad que rezumaba aquella pregunta no fuera tomada por puro sarcasmo.
—Tal es el informe oficial, y provisional, de los hechos que hace el Ministerio para la Seguridad del Estado. Se ha solicitado su ayuda, la de la Kriminalpolizei, para averiguar la identidad de la chica, y para hallar pruebas que apuntalen dicho informe. —Jäger volvió a mirar a Müller fijamente a los ojos, con tanta seriedad que ella sintió un pequeño escalofrío—. En caso de que encontraran ustedes pruebas que lo desmientan, les aconsejo que no las aireen lo más mínimo. Y que me las traigan en el acto. —Müller asintió despacio—. Unterleutnant Tilsner —preguntó—, ¿comprende usted también el alcance de todo lo que digo?
—Por supuesto, camarada Oberstleutnant. Mantendremos la discreción más absoluta. Puede usted contar con ello.
Jäger lanzó un suspiro, como si el caso ya lo hubiera hastiado, se levantó y los animó a seguirlo.
—Será mejor que les enseñe el cadáver. Eso sí, les aviso: no es nada que regale los sentidos. Por razones obvias, como verán ustedes mismos en unos instantes, va a ser muy difícil identificar el cuerpo.
Müller hizo una mueca de asco, y ella y Tilsner siguieron al oficial de la Stasi. Ya lo pasaba mal cuando tenía que examinar los cadáveres en circunstancias más o menos normales. Pero tratándose del cuerpo de una chica tan joven, y sabiendo que identificarlo sería «muy difícil», era todavía mucho más desagradable.
La nieve helada, y el mismo hielo, crujían con un leve estallido debajo de sus pasos por el camino del cementerio que los llevaba a donde se encontraba el cuerpo. Müller pisaba con fuerza por ver si así le llegaba algo de sangre caliente a los dedos de los pies. Se quedó un poco rezagada pues se apoderaba de ella una sensación ominosa: había algo en todo aquello que no encajaba.
El corro de agentes de los distintos ministerios abrió hueco para dejar que ellos tres se acercaran; y a un gesto de Jäger, uno de sus hombres levantó la lona que envolvía como un sudario el cadáver.
Müller miró el cuerpo: la chica tenía la cara boca abajo, enterrada en la nieve. Una de las piernas presentaba daños ostensibles, quizá debido al alambre de espino de la barrera; la otra había quedado en un ángulo inverosímil con respecto al resto del cuerpo. Presentaba heridas en la espalda, pues había manchas de sangre en la camiseta que asomaba debajo de una prenda de color negro hecha trizas que podía haber sido una especie de capa. En apariencia, la ropa que llevaba no era de invierno. La regularidad con la que aparecían las heridas podría indicar disparos a ráfagas, y además el cuerpo había quedado lejos de la barrera de protección, en dirección a Berlín Oriental. Eso al menos sí casaba con el cómputo oficial de los hechos. Se giró para mirar hacia el Muro, vio los focos, la torreta y los edificios de la capital federal al otro lado, coronados por una orla de anuncios llamativos. ¿Desde qué punto exacto la habían disparado? ¿Cómo había logrado adentrarse tanto en la parte oriental acribillada como estaba a balazos?
—Verdammt! —exclamó de repente Tilsner desde la ventajosa posición que tenía detrás de la cabeza de la chica. Müller vio que Jäger alzaba las cejas, pero no recriminó a su subordinado por maldecir en público—. Eso no hay quien lo identifique. Menudo desastre.
Esta vez Jäger sí intervino:
—Por favor, Unterleutnant, «eso» es la cara de la chica. No hable de ella como si fuera un objeto inanimado, porque habrá alguien, en alguna parte, que seguro que la está echando en falta, por muy desagradable que sea. El guarda del cementerio encontró el cadáver al amanecer, pero parece ser que antes había dado con ella un perro callejero.
Müller dio un pequeño rodeo hasta donde estaba Tilsner y vio lo que había provocado aquella reacción: le habían arrancado la piel desde la barbilla hasta la cuenca del ojo, dejando al descubierto la carne, como una piltrafa de escaso valor que queda olvidada en la tabla del carnicero. Tenía abierto ese lado de la boca, pero no había dientes, y en su lugar vio las encías hechas trizas, ensangrentadas. ¿Cómo iba un animal a hacer algo así? Solo de verlo, y hasta de pensarlo, se le revolvía a una el estómago. Müller no pudo reprimir la arcada y buscó a toda prisa una lápida para ocultar a los demás su figura, doblada en dos mientras la cena y el vodka le salían por la boca en un recorrido inverso al de la noche anterior. Hizo como que le daba la tos para salir del paso y, con la bota, lo enterró todo en la nieve.
—¿Se encuentra usted bien, camarada Müller? —preguntó Jäger.
Ella dijo que sí con la cabeza e intentó evitar la mirada de Tilsner. Recobró el ánimo y volvió a mirar al cuerpo. Entonces vio la mano de la chica, abierta, sobre la nieve: era la mano de una adolescente, pulida y lisa, sin mácula. Pero lo que le llamó la atención a la detective fueron las uñas negras que culminaban cada uno de los dedos. Claramente, hacía las veces de pintura de uñas, pero tenía un aspecto veteado y mate. Müller se puso de rodillas. De cerca, se veía que las uñas estaban pintadas con un rotulador, como haría una niña en el parvulario. Aquello no dejaba lugar a dudas sobre lo joven que era la chica. Tendría poco más de diez años, trece o catorce como mucho. Era la hija de alguien. Y tenía la edad que habría tenido su hija si… Abortó ese pensamiento. Sintió otra vez cierta tensión en la garganta y se le humedecieron los ojos. En ese punto su mirada se topó con la de Jäger y pensó que si vomitar ya había sido demasiado, llorar ahora sería imperdonable, sobre todo delante de un oficial de alta graduación del Ministerio para la Seguridad del Estado.
El ánimo no se levantó hasta que no llegó el forense de la Policía del Pueblo, Jonas Schmidt. Vino casi a la carrera —y eso ya era mucho decir—, entre los jadeos y las sacudidas de un cuerpo que casi no cabía dentro del mono blanco, con el zarandeo de una bolsa marrón colgada al hombro. A Müller le dio un vuelco el estómago al ver cómo el Kriminaltechniker se llevaba a la boca lo que le quedaba de un bocadillo de salchichas y se limpiaba los berretes de grasa con el dorso de la mano.
—Mil perdones si llego tarde, camarada Oberleutnant —farfulló con la boca llena—. He venido lo más rápido que he podido.
Müller no sabía si podía hablar con entereza después de examinar el cuerpo y se limitó a asentir con la cabeza, dejando que Jäger se presentase él solo. Lo cual hizo, arrancándole a Schmidt una torpe reverencia hacia todo un oficial de la Stasi.
—Espero que podamos utilizar el laboratorio forense del Ministerio en caso de que nos haga falta, camarada Oberstleutnant. Las instalaciones son mucho mejores que las que tenemos en la Policía del Pueblo. ¿Tendré la oportunidad de trabajar con forenses de la Seguridad del Estado?
—No, camarada Schmidt. Este caso está en manos de la policía. Rendirá usted cuentas a Oberleutnant Müller como acostumbra. Ya le hemos sacado varias fotografías al cuerpo, aunque necesitamos que saque usted más fotos. —Jäger alzó la vista al cielo, que cada vez se encapotaba más—. Y cuanto antes lo hagamos, mejor, que va a empezar a nevar otra vez. Vamos antes de nada a la plataforma. —Jäger señaló con la cabeza hacia el Muro, donde habían levantado un pequeño andamio provisional al que le habían añadido una escalera de mano pegada a un lado. Sería obra, posiblemente, de la policía de fronteras, quienes lo habrían construido como inicio de las investigaciones esa misma mañana.
Lo siguieron hasta allí, poniendo cuidado en no salirse del sendero de alquitrán que serpenteaba como un lazo de regaliz a través de la, por lo demás, blancura inmaculada del cementerio. A Müller se le escapó una sonrisa, porque por mucho que Jäger dijera que el caso era de la policía, bien claro quedaba quién estaba al mando.
Jäger, Müller y Tilsner subieron a lo alto de la plataforma, y al cabo se les unió Schmidt, que había perdido otra vez el resuello.
—Vaya…. esta vista… no la… tenemos… todos los días —dijo entre uno y otro jadeo—. Por lo menos… sin correr el riesgo… de que le peguen a uno un tiro. —Müller lo fulminó con la mirada, pero Jäger solo esbozó una sonrisa.
—No se preocupe —dijo—. La policía de fronteras sabe que estamos aquí. Tenemos autorización. Hoy no habrá tiros. Hoy no, pero ayer… —Jäger no acabó la frase, y Müller siguió su mirada hacia un edificio que parecía un almacén abandonado al otro lado de la barrera, en la parte occidental—. Ahí arriba. —Señaló con el dedo—. ¿Ve la ventana rota en el cuarto piso? —Müller dijo que sí con la cabeza—. Supuestamente desde ahí dispararon. —Ella se fijó en la cuidada ambigüedad de sus palabras y pensó que él tampoco se creía esa versión.
—¿Lo vieron los policías de fronteras? —preguntó Tilsner.
Jäger dijo que no con un ligero movimiento de la cabeza.
—No lo digo porque lo vieran, sino por el cálculo del ángulo de tiro. Y por las manchas de sangre que hay en la nieve. Mire allí. —El oficial de la Stasi señaló un punto en el corredor de la muerte, entre las dos barreras defensivas fascistas, la de dentro y la de fuera—. Se ven las huellas de la chica. —Hizo entonces un gesto que abarcaba el espacio entre ambos muros.
—¿Es que no sabía que volaría por los aires si pisaba una mina? —preguntó Müller, y el viento que recorrió la plataforma le arrancó un escalofrío.
—No creo que uno se pare a pensar en eso cuando le están disparando y huye despavorido —dijo Jäger—. Además, la franja entre ambos muros no está minada; no es más que un rumor sin base alguna. —Müller se puso roja y sintió el contraste de ese calor en la cara con el viento gélido.
—Y ¿las balas? ¿O las marcas de las balas? —preguntó Schmidt—. ¿Se me dará permiso para inspeccionar la zona entre ambos muros, camarada Oberstleutnant? ¿Me han llamado por eso?
Jäger soltó un resoplido.
—No, camarada Kriminaltechniker, no lo hemos llamado por eso. Y no, no puede usted acceder a la zona restringida. —Se giró y con un gesto de la mano señaló el lado del camino en el cementerio—. Su labor está aquí. Hay huellas, que puede que sean de la chica, a este lado del Muro. Y manchas de sangre también. —Luego bajó la voz, aunque no había nadie más en la plataforma y los policías que custodiaban el cuerpo quedaban muy lejos y no podía llegarles nada de lo que allí dijeran. Müller se preguntó a qué se debía el recelo del oficial de la Stasi—. También hay rodadas. Que no se le olvide fotografiarlas. Y compárelas con todos los vehículos que usa el jardinero de la iglesia.
Müller iba a preguntar por el motivo de aquel cotejo, pero se topó con los ojos de Jäger, cuya mirada dejaba bien claro que no admitiría ninguna pregunta.
Cuando bajaron de la plataforma, Schmidt se puso manos a la obra con una cámara Praktica y fue sacando fotos a las huellas de neumáticos y a las pisadas. Müller y Tilsner dieron una vuelta entre las tumbas, como si buscaran inspiración entre quienes llevaban años debajo de la tierra para aclarar el asesinato de la chica. Jäger, por su parte, había vuelto al sitio en el que se encontraba el cuerpo.
—No me creo nada de esta investigación —dijo Tilsner—. Parece que ya está todo visto para sentencia y que a nosotros nos ha tocado el papel del convidado de piedra.
Müller se encogió de hombros.
—Habrá que hacer lo que se pueda. ¿Tú crees que tiene pinta de que la dispararan desde ese edificio?
—¿Cuál, el de la parte occidental? Podría ser. Cabe dentro de lo posible…, si me apuras. —Hizo una bola con la nieve que tomó de lo alto de una lápida y luego la tiró al suelo—. Pero no creo que pudiera escalar después dos muros, herida como estaba, y sin que se enterara la policía de fronteras. ¿O es que estaban todos dormidos? Lo dudo mucho.
Pasaron unos minutos y oyeron un jadeo característico detrás de ellos. No hacía falta mirar para saber que era Schmidt; y Müller, casi sin esperar a darse la vuelta y tener delante los rubicundos rasgos, preguntó:
—¿Qué nos traes, Jonas?
—Me parece… que será mejor que venga… a ver esto, camarada Oberleutnant.
Schmidt los guio de vuelta hacia la barrera de protección, allí donde empezaba el reguero de huellas de pasos, a unos veinte metros más o menos de la zona acordonada en la que había quedado el cuerpo. Se puso de rodillas en la nieve y le hizo señas a Müller para que hiciera lo mismo.
—Mire, camarada Müller. —Se llevó la mano al bolsillo y sacó un sobre—. Fíjese en esta fotografía que le he sacado al cuerpo de la chica, mire las zapatillas.
Müller extrajo la fotografía del sobre y arrugó el entrecejo.
—¿De dónde has sacado esta foto en tan poco tiempo?
Schmidt sonrió y sostuvo en una mano la cámara que llevaba colgada al cuello. Era más pequeña que la Praktica con la que hizo las primeras fotos después de bajar de la plataforma; por el aspecto, tenía menos consistencia y parecía de menor calidad.
—Es una Foton —dijo—. Una cámara instantánea soviética. Parece poquita cosa pero da tan buenos resultados como las Polaroids esas de los Estados Unidos. Aunque eso es igual, usted mire la foto. ¿No ve nada raro? —Era un primer plano de las suelas de las zapatillas de deporte que el cuerpo de la chica llevaba todavía puestas.
Müller dijo que no despacio con la cabeza.
—Pues no, Jonas, no puedo decir que vea nada raro.
Schmidt le pasó entonces la foto a Tilsner y este la levantó un poco para verla a la luz que arrojaba sobre sus cabezas aquel cielo plomizo, pero imitó el gesto de negación de la inspectora.
—Vale. Después de ver la foto, miren los pasos en la nieve. ¿Ven algo raro ahí?
Los dos detectives se inclinaron sobre la línea de huellas, a cada cual más confuso. Tilsner suspiró hondo y dijo:
—Venga, dínoslo ya. No hay tiempo para andarse con acertijos.
A Müller se le