Cuando éramos hermanas
Por Sheila Kohler
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«Bella y perturbadora... Una historia trágica, con tintes de sexismo cultural y misoginia, pero también la historia del triunfo de una mujer joven sobre esa cultura machista y su nacimiento como escritora. Muy recomendable.» Joyce Carol Oates.
«La joven Sheila Kohler abandona el túnel del tiempo de la Sudáfrica de 1950 y viaja a Europa en un viaje de autodescubrimiento. Una búsqueda que le sirve para averiguar lo que desea, una indagación que va a durar décadas y que se narra con la seriedad que el tema merece.» J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura
Cuando éramos hermanas es la historia real de Maxine y Sheila Kohler. Criadas en la sociedad elegante y a la vez sofocante de la Sudáfrica de los años 50, crecen con la esperanza de una vida esplendorosa que las aleje de su dominante madre y de la larga sombra de su difunto padre. Maxine va a cumplir 40 años cuando su marido, un cirujano brillante y respetado, se sale de la carretera y la mata.
Narradas por la hermana que la sobrevive, controlando la emoción y la intriga, estas memorias exponen un peculiar y terrible caso de violencia machista a la par que un poderoso retrato de una unión fraternal en la vida y después de la muerte. Sheila Kohler ajusta cuentas con su pasado en esta vibrante reconstrucción de un callado mundo de violencia y sufrimiento y de la dificil forma de escapar de él.
Sheila Kohler
Sheila Kohler nació en Johannesburgo, Sudáfrica. Es autora de catorce obras de ficción que incluyen las novelas <i>Dreaming for Freud</i>, <i>Becoming Jane Eyre</i> y <i>Cracks</i>, esta última nominada para el premio IMPAC Dublin Literary Award y llevada a la gran pantalla. Ha ganado dos veces un O’Henry Prize, así como el Open Fiction Award, el Willa Cather Prize y el Smart Family Foundation Prize. Es profesora en la Universidad de Princeton y vive en Nueva York.
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Cuando éramos hermanas - Sheila Kohler
Sheila Kohler
Cuando éramos hermanas
Traducción
Mariano Antolín Rato
ALBA
Para los hijos de mi hermana:
Vaughan, Lisa, Simone, Alexia, Claire y Winnie
El objeto asesinado, del cual estoy separada por medio del sacrificio, mientras me vincula con Dios, en el mismo acto de ser destruido también se erige como deseable, fascinante y sagrado.
Julia Kristeva: Poderes de la perversión
PRÓLOGO
Es quince años antes de que Mandela se convierta en presidente, y Sudáfrica, un país del que me marché a los diecisiete años, todavía está sometida al apartheid. Tengo treinta y ocho años. Estamos en octubre, al que los afrikáners llaman die mooiste maand, el mes más hermoso, nuestra primavera.
Mi madre llama con la noticia. Mi cuñado, un cardiocirujano y alumno predilecto de Christiaan Barnard, el primer médico que trasplantó con éxito un corazón humano, había estrellado su coche contra un poste de la luz cuando conducía por una carretera desierta y reseca. Él, que llevaba puesto el cinturón de seguridad, había sobrevivido, pero mi hermana no tuvo tanta suerte. El impactó le rompió muñecas y tobillos.
–Murió instantáneamente –me aseguró mi madre.
No entiendo cómo uno sabe algo así y piensa en aquel momento de terror en la oscuridad.
Tomo un avión hasta Johannesburgo y voy directamente al depósito de cadáveres. No estoy segura de por qué considero que debo hacer eso. Quizá no pueda creer que mi única hermana, sin haber llegado todavía a los cuarenta años, madre de seis hijos pequeños, haya muerto. Quizá crea que la visión de su cara y cuerpo tan conocidos me lo aclarará. O quizá solo quiera estar a su lado, estrecharla por última vez entre mis brazos.
Me quedo de pie esperando con las manos en el cristal, mirando la muy iluminada, vacía y desierta habitación de suelo poco limpio hecho con piedra rojiza, que se hunde ligeramente por el centro para facilitar el desagüe desde la mesa de autopsias. Entonces meten su cuerpo rodando. No la puedo tocar, estrechar, consolar. Ni siquiera la puedo curar. Su cuerpo entero está envuelto con una sábana blanca, solo su cara de flor se alza un poco hacia mí: la frente ancha, la pequeña barbilla con un hoyuelo, los ojos oblicuos, la piel cerúlea. Es mi cara, nuestra cara, la cara de nuestros antepasados comunes. Es la cara en forma de corazón que ella volvía obediente hacia mí cuando, de niñas, jugábamos a las muñecas.
Este momento es el comienzo de interminables años de añoranzas y remordimientos. También es el comienzo de mi vida escribiendo. Volveré a las páginas una y otra vez para recuperar este momento, la vida de mi hermana, y su espíritu.
Con su muerte también llega un aluvión de preguntas. ¿Cómo pudimos haber fracasado a la hora de protegerla de él? ¿Qué pasaba con nuestra familia? ¿Se trataba de nuestra madre? ¿De nuestro padre? ¿O era cuestión de nuestro talante, del modo en que estábamos hechos, de nuestros genes, de lo que habíamos heredado? O, más terrible aún, ¿es que no hay respuesta para esa pregunta? ¿Solo se trataba de casualidad, suerte, nuestra estrella, nuestro destino? No fue como si no lo viéramos venir. ¿Qué nos contuvo para entrar en acción, para contratar un guardaespaldas que la protegiera? ¿Fue por la misoginia inherente a la sociedad colonial y racista de la Sudáfrica de la época? ¿Fue la Iglesia anglicana en la que ella y yo rezábamos diariamente para que se nos perdonara el pecado más atroz? ¿Fue el modo como se consideraba a las mujeres en Sudáfrica y en el mundo en general?
Todavía estoy buscando las respuestas.
I
NIEVE
Está nevando, los copos grandes y húmedos caen callada, extrañamente, sobre las oscuras higueras, cuando mi hermana menciona por primera vez cómo se llama el hombre que será responsable de su muerte: Carl. Estamos en New Haven, Connecticut, dentro del nuevo y elevado edificio de apartamentos, las University Towers, donde ha nacido mi primera hija. Mi marido, un estudiante de Yale, tiene veintiún años. Mi hermana, Maxine, dos años mayor que yo, tiene veintidós. Ha venido para estar conmigo durante el parto.
Contemplamos a mi hija recién nacida que chupa de mi pecho, y la nieve cae lentamente de un cielo fantasmal con la misma extrañeza. Mi hermana y yo no estamos acostumbradas a los recién nacidos ni a la nieve.
Crossways
II
JUNTAS
Hemos nacido en Sudáfrica y nos criamos juntas en una casa en forma de L hecha por Herbert Baker, que se llamaba Crossways, en Dunkeld, a las afueras de Johannesburgo. Hay jacarandas claras que bordean la larga alameda que lleva a nuestra casa cubierta de plantas trepadoras. Los gruesos muros y las contraventanas cerradas mantienen frescas las habitaciones las tardes de mucho calor. El extenso terreno, con su piscina y su estanque con peces, una cancha de tenis, un campo de golf con nueve hoyos, una huerta y árboles frutales, y hectáreas de praderas salvajes, se extiende hasta las colinas azules.
Un ejército de criados atiende la propiedad. Criados que pasan la mantequilla entre listones de madera con superficies dentadas hasta que hacen pequeñas bolas que se colocan en cuencos de plata en forma de concha; sacan brillo a la plata, los muebles, los suelos; preparan en la cocina el roast beef y el pudin de Yorkshire, las dos clases de verduras y las patatas asadas; cuecen la carne de los chicos menos importantes («chicos» es como llamamos a nuestros criados adultos) para hacer un guisado de olor delicioso; se mantienen muy tiesos con sus finos guantes blancos, sus playeros blandos y trajes almidonados, con una llamativa banda que les cruza el pecho, cuando se mueven detrás de las sillas Chippendale, para servir la cena; salen al patio trasero para atizar el fuego de carbón.
A veces se traen grupos de presidiarios para cavar y alisar las praderas con pesados rodillos, quitar las hierbas malas de los arriates de flores plantados con vistosas cannas, digitales y capuchinas. Mi hermana y yo nos quedamos quietas, cogidas de la mano, mirando a los hombres con sus camisas a rayas, sus pies descalzos, que cavan con la luz de la tarde a sus espaldas. Les oímos cantar con una armonía triste hasta que nos dicen que no miremos, que nos marchemos, marchaos, chicas.
Siempre estamos juntas en el cuarto verde pálido de las niñas donde dormimos con nuestra niñera: la pizarra en una pared y en la otra las tres camas, cada una con su colcha verde, una mesilla de madera y un orinal redondo esmaltado. Estamos juntas en la habitación soleada del desayuno, donde tomamos la espesa crema de avena, el carnero asado con salsa de alcaparras, los sándwiches de queso y el té con leche muy caliente, el pesado desayuno inglés que nos hace sudar; estamos juntas en el pasillo con las Cries of London alineadas en la pared –la serie de láminas mostraba vendedores callejeros de la ciudad en el siglo xix ofreciendo sus productos–, y en la despensa sombría con los botes rebosantes de harina de trigo y de maíz y los enormes sacos de naranjas que perfuman el aire.
Estamos juntas al sol con nuestros mandilones idénticos, nuestras sandalias, nuestras cabezas rubias sin sombrero. Tenemos unos airedales terrier idénticos, Dale y Tony, dos grandes perros con el mismo pelaje suave y esponjoso marrón claro, a los que no se les deja entrar en casa, pero que se revuelcan con nosotras sobre el césped y duermen en sus casetas del jardín.
Mi hermana y yo exploramos juntas el amplio jardín. Nos dejan corretear al sol, descalzas a menudo, con libertad para soñar. Conocemos las flores y los árboles con tanta intimidad como a los personajes de nuestro libro favorito.
Forman parte de nuestros juegos, de nuestra imaginación. Son medio reales, medio inventados, parte de nuestras fantasías y nuestra realidad, nuestros objetos cambiantes.
Nos untamos la cara con moras aplastadas como si fueran pinturas de guerra y jugamos a indios y vaqueros. Trepamos por las jacarandas. Todas son buenas excepto la última de la izquierda, que es una malvada y por eso tenemos cuidado de evitarla. Instalamos una polea entre nuestros árboles respectivos y nos mandamos de uno al otro notitas escritas, aunque yo todavía no sé leer ni escribir demasiado bien, y podemos gritarnos una a otra con mucha más facilidad.
Inventamos un idioma secreto para nosotras, un complicado sistema de pronunciar las palabras: «gato» es «otag», aunque hay pocas palabras que yo sea capaz de pronunciar y olvido las reglas sin parar.
Damos clases de natación a nuestras muñecas idénticas, atando un bramante a su cintura de goma y tirando de ellas arriba y abajo por la piscina, enseñándoles a nadar con las piernas. Nos tumbamos al sol en el cemento que rodea la piscina y jugamos a tocarnos con la punta de la lengua, muriéndonos de risa. Me pica una abeja mientras estamos haciendo eso, y nuestra niñera nos dice que eso es lo que les pasa a las niñas que hacen cosas sucias.
Me siento con mi hermana detrás, sus piernas alrededor de mi cintura, usando las manos como remos, y navegamos por la enorme bañera esmaltada que tiene garras para apoyarse en el suelo, y llegamos a países lejanos, vamos a «ultramar», dando vueltas sin parar y salpicando de agua el suelo de azulejos blancos y negros.
Susurramos juntas en las sombras en el asiento de atrás del Chevrolet verde de la niñera.
–Vamos a hacer una trastada –digo, y nos deslizamos del asiento, nos ponemos de cuclillas y hacemos fuerza, dejando un regalo maloliente para la niñera. Corremos a escondernos en el fondo del jardín, aterradas por nuestra maldad.
Saltamos por encima de la cerca y nos escondemos en la parte más agreste del jardín, oyendo el viento que agita los bambúes. Jugamos al juego secreto de la muñeca. Unas veces Maxine es la «muñeca» que se tumba rígida y obedece mis deseos. Otras es la «señora» que me obliga a hacer lo que se le ocurre que haga.
Es el juego en el que pienso más tarde, cuando los romanos nos gritan, «Che bambola!» (¡Qué muñeca!), y todavía mucho después, cuando veo a mi hermana con el cuerpo destrozado envuelto en blanco, como en un sudario.
Maxine y yo en el jardín de Crossways
III
PRIMEROS DESTELLOS
En New Haven mi hermana sostiene en alto a mi nueva hijita y admira sus oscuros ojos oblicuos. Maxine dice que es una hermosura. Apoya la cabeza de la niña en su hombro, le da golpecitos en la espalda y me habla del hombre al que acaba de conocer y que quiere casarse con ella.
Nos hemos reído, coqueteado y bailado con muchos chicos diferentes.
En Johannesburgo nos conocían como las chicas de los Kohler: Maxine, la mayor, la encantadora, con sus suaves rizos rubios y ojos violeta de largas pestañas, su pálida y delicada piel que se magulla con tanta facilidad, la sonrisa tímida; y Sheila May, dos años menor, de piel más oscura, con el pelo liso, ojos verdigrises y caderas estrechas como de chico.
Maxine es la que nunca sufre por culpa de los granos, la que se decía que parecía «una rosa inglesa». Es soñadora, afable y alegre. Su amabilidad no oculta su inteligencia, pero es evidente que su simpatía se impone. Parece tranquila, pero como en un mar en calma un día soleado hay repentinas borrascas.
La molesto en nuestro cuarto al tocar su cama con la punta del dedo, algo que sé que la fastidia.
–Por favor, no toques mi cama –dice una y otra vez–, no toques mi cama, haz el favor –y al final, como yo continúo riéndome y tocando la cama, me tira a la cara el vaso de zumo que está tomando.
Cuando de niñas nos peleamos en la parte de atrás del coche, madre sugiere que nos pongamos guantes de boxeo.
–No la soporto –le digo hecha una furia.
–No, no es cierto, tú la quieres –dice madre.
Eso hago, eso hago.
Maxine se ríe y llora con facilidad, sus grandes ojos se le llenan enseguida de lágrimas ante la visión de la pena en otra persona. En la playa coge en brazos al bebé ajeno si lo ve llorando. Es la aficionada a la música, la que aprende las sonatas de Mozart y las toca con sentimiento, la que se queda con el Steinway cuando madre lo saca del almacén. Cuando yo intento tocar canciones infantiles al piano a mis hijas, estas se marchan