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Los viajeros: 25 años de ciencia ficción mexicana
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Libro electrónico276 páginas4 horas

Los viajeros: 25 años de ciencia ficción mexicana

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La reivindicación de un género literario olvidado en México.

En México, la ciencia ficción es a menudo mal comprendida. ¿De qué puede tratar?, preguntan los escépticos. ¿De mariachis en el espacio? ¿De Sor Juana Inés de la Cruz viajando en el tiempo? Quizá, pero no son ese tipo de historias las que encontrará el lector en estas páginas. Aunque la primera obra conocida de la ciencia ficción mexicana data de 1775, los perpetradores del subgénero han tenido que publicar su trabajo a salto de mata, siempre desde los márgenes. Con raras excepciones, los narradores de lo imaginativo han conformado un gremio fantasmal, casi una leyenda urbana. Para difundir el quehacer de ese extraño gremio al que él mismo pertenece, el monero, ilustrador, historietista y escritor Bef nos ofrece aquí un puñado de sus cuentos mexicanos favoritos inscritos en la también llamada ficción especulativa y reúne en una misma travesía a Édgar Omar Avilés, Karen Chacek, Alberto Chimal, Gabriela Damián Miravete, Cecilia Eudave, Orlando Guzmán, F. G. Haghenbeck, Rodolfo JM, Antonio Malpica, Ignacio Padilla, Gerardo Horacio Porcayo, Pepe Rojo, Mauricio-José Schwarz, Gerardo Sifuentes, Gabriel Trujillo Muñoz, Rafael Villegas y José Luis Zárate.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento15 sept 2015
ISBN9786072411487
Los viajeros: 25 años de ciencia ficción mexicana

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    Excelente compilación de BEF. Cada cuento es especial y claramente nos muestra la evolución de la ciencia ficción mexicana en los 25 años circunscritos al título (más no al contenido). Las introducciones a cada cuento, y los comentarios posteriores de quienes los escribieron, además de contextualizar las historias, nos permiten conocer de manera íntima la motivación para escribirlas y lo que el cuento significa para la vida de cada autor o autora. Altamente recomendable y lo que es quizá más importante... disfrutable.

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Los viajeros - Bernardo "Bef" Fernández

SPINRAD

Presentación

La cofradía de los fantasmas

¿CIENCIA FICCIÓN mexicana? ¿Existe eso?

Todavía recuerdo esa pregunta hecha por un distinguido médico, cliente del mismo despacho de diseño donde trabajaba en aquel tiempo, a mediados de los noventa. Estaba yo diseñando el logotipo de la ahora extinta AMCYF (Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía) justo cuando el doctor, un forense, llegó a revisar unos renders en tercera dimensión para un peritaje balístico hecho por dos de mis socios (era un despacho de clientes muy peculiares, pero esa es una historia para otra ocasión).

Hablar de este subgénero maldito en nuestro país siempre provoca en el lego una sonrisita burlona. ¿De qué puede tratar? ¿De mariachis en el espacio? ¿De Sor Juana Inés de la Cruz viajando en el tiempo?

Quizá. Pero ese tipo de historias no nos interesan aquí. La respuesta de todos aquellos que en México hemos abrazado la ciencia ficción, o CF, puede sintetizarse en una frase de nuestro colega Mauricio-José Schwarz: No somos un país generador de tecnología… pero la padecemos. Y de qué forma.

Los antecedentes de la CF mexicana son antiguos, y en no pocas ocasiones autores de la talla de Amado Nervo, Juan José Arreola o el mismo Carlos Fuentes, por dar un puñado de ejemplos, han publicado obras narrativas perfectamente identificadas con las convenciones de lo que el estadounidense Harlan Ellison ha bautizado con acierto como ficción especulativa.

Pero si bien la primera obra que se conoce de CF mexicana fue escrita por el misionero franciscano Manuel Antonio de Rivas en 1775, un viaje lunar que costó a su autor presentarse ante el tribunal del Santo Oficio, los perpetradores del subgénero han tenido que publicar su trabajo a salto de mata, en alguna revista por aquí y por allá, en alguna edición independiente de pequeña circulación o, en los casos más exitosos, en colecciones importantes de narrativa mexicana y hasta en editoriales comerciales.

Pero siempre, siempre, desde los márgenes.

Y si a principios de los noventa hubo un momento en el que parecía haber tal efervescencia por la CF local que sugería la existencia de un movimiento nacional, desde entonces las cosas se han vuelto a asentar. Con excepciones auténticamente peculiares, los narradores de lo imaginativo hemos conformado un gremio fantasmal, casi una leyenda urbana dentro del mundo editorial. Habitamos un gueto que, en palabras de Kurt Vonnegut, en no pocas ocasiones los críticos confunden con un urinal.

No quiero desperdiciar espacio en insistir en que la CF mexicana es de primer nivel o que es por definición mejor que la estadounidense ni que se trata de literatura de verdad. Eso lo han hecho ya muchos de mis predecesores al antologar libros similares a este.

Lo que a los lectores ofrezco es un puñado de cuentos —muy diversos entre sí— para que el público lector se forme una idea del quehacer de este extraño gremio, el de los cienciaficcioneros mexicanos, que somos, en el mejor de los casos, una cofradía de fantasmas.

Sin embargo, a estas alturas ya hay una abultada evidencia bibliográfica de la CF mexicana, que incluye, entre muchos otros, las antologías Más allá de lo imaginado, compiladas en tres volúmenes por el escritor tamaulipeco Federico Schaffler dentro del Fondo Editorial Tierra Adentro; los libros El futuro en llamas y Los confines, de Gabriel Trujillo Muñoz; las antologías Silicio en la memoria y El hombre entre las dos puertas, de Gerardo Horacio Porcayo, y Visiones periféricas, de Miguel Ángel Fernández Delgado, seleccionado por la Secretaría de Educación Pública para sus Bibliotecas de Aula.

Así que con esos antecedentes a cuestas, lo primero que debo decir es que esta en ningún modo pretende ser la antología de la CF mexicana. Ni por un momento quise hacer el libro definitivo del subgénero ni la selección de los mejores cuentos jamás escritos dentro del territorio nacional. El volumen que el lector sostiene en sus manos es con toda humildad una selección personal de algunos de mis cuentos mexicanos favoritos inscritos dentro de los amplios márgenes que definen a la CF como tal.

Estos son mis principios, decía Groucho Marx; si no le gustan, tengo otros. Esta es mi selección, añadiría yo. Si no le gusta… bueno, lo lamento.

Si después de las advertencias anteriores el lector sigue conmigo, creo que es momento de adelantarle un poco qué habrá de encontrarse en las siguientes páginas.

Me siento obligado a comenzar con las lamentaciones. Hay grandes ausencias en este volumen, pero el índice tentativo original era como para publicar un libro de más de quinientas páginas. Especialmente siento no haber incluido a Ricardo Guzmán Wolffer. El hecho de que su trayectoria como novelista vaya en ascenso me da cierto consuelo a cambio de no tenerlo aquí.

También hubiera deseado incluir, entre otros muchos, los cuentos Lo último de nuestras vidas de Héctor Chavarría, El que llegó al metro Pino Suárez de Arturo César Rojas, Pastillas de felicidad de Jorge Cubría, Soralia de Juan Hernández Luna, Tijuana Express de José Luis Ramírez y, muy especialmente, El clóset de Gonzalo Martré, uno de los pocos ejemplos de CF matemática escrita en nuestro país.

Del mismo modo, hubiera deseado tener entre estas páginas a autores como Irving Roffé, Federico Schaffler, José Vázquez Icaza (†), Blanca Martínez, Aldo Alba y Ángel Zuare. Quede esta mención como una recomendación para la lectura de sus respectivas obras.

Quizá sea momento de indicar qué es lo que no encontrará el lector reunido en esta antología: no hay entre estas historias ningún cuento que copie descaradamente las fórmulas de la CF anglosajona. Quizá hoy suene absurdo, pero hubo un momento en que los autores que escribían CF fuera de Estados Unidos ponían a sus personajes nombres como John o Robert ¡para darles verosimilitud a sus historias!

Quise evitar también la inclusión de cuentos escritos por diletantes del subgénero. Me explico: en no pocas ocasiones algún narrador se ha acercado a la CF como una curiosidad temática, una variante generalmente lúdica en su trabajo. Varios han salido bien librados de la faena, pero di preferencia a quienes han demostrado un compromiso (o necedad) persistente con los subgéneros especulativos a lo largo de su carrera, sea esta breve o abultada.

Asimismo, dejé fuera a los aficionados prácticos, lectores (o cinéfilos o lectores de cómics) apasionados de la CF que de tanto en tanto escriben un cuento del subgénero con más entusiasmo que rigor. No son pocos, y alguna vez habrán pergeñado una buena historia, pero este espacio no es para ellos. Dice el editor y crítico estadounidense David Hartwell que la CF escrita es como la cocina, las matemáticas o el rocanrol: un conjunto de conocimientos y habilidades que algunas personas tienen y otras no. A esas primeras está dedicada esta antología.

Ya en el terreno del regocijo, tengo el gusto de presentar una selección compacta que cubre prácticamente tres generaciones de narradores. Mi criterio fue seleccionar a autores que cumplieran por lo menos con dos de tres requisitos: 1) haber escrito una buena historia de CF; 2) contar con algún premio nacional o internacional importante, dentro o fuera del subgénero, y 3) tener obra publicada formalmente de manera consistente. En pocas palabras, calificar como escritores profesionales. Puedo decir orgulloso que todos los autores seleccionados cumplen con creces estas condiciones.

Decidí comenzar con La pequeña guerra, escrito por Mauricio-José Schwarz en 1984, año emblemático por donde se vea. Esta historia ganó el primer Concurso de Cuento de Ciencia Ficción Puebla, convocado en aquellas fechas por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y el gobierno de dicho estado. El de Mauricio fue el primer ganador y su publicación en la revista Ciencia y Desarrollo supuso el inicio de la era moderna de la CF nacional.

A partir del primer cuento hice un acomodo más o menos cronológico respecto a la fecha de nacimiento de los autores. El criterio, arbitrario como cualquier otro, permite identificar algunas tendencias generacionales en las tres hornadas de autores antologados, a saber: aquellos aparecidos alrededor de las primeras ediciones del premio Puebla o activos desde los ochenta; una segunda generación que aparece a mediados de los noventa al calor de la escena contracultural pospunk, y una tercera camada, prácticamente nacida con el siglo XXI.

(Abro un pequeño paréntesis porque considero importante detenerse un momento para una aclaración no solicitada: desde luego, esta antología incluye viajeros y viajeras. Profundizar más en la cuestión de género me parece a estas alturas un poco estéril. Además, Los viajeros y las viajeras me parecería un título sumamente torpe.)

Una lectura detenida de los textos que conforman Los viajeros podría arrojar varias conclusiones sobre el perfil de la CF mexicana, contrapuesta de manera inevitable a la tradición anglosajona. Lo primero que el lector agudo habrá de detectar será lo que en su momento los jueces del primer Concurso Puebla calificaron como un profundo pesimismo.

Lo siguiente sería el insolente sentido del humor que prevalece en varios de los textos, trascendiendo sin embargo la parodia y el pastiche propios de autores de generaciones anteriores que echaban mano de la estética de la CF solo en plan satírico (como Marco A. Almazán, por ejemplo).

Finalmente, el desenfado que da la lejanía de la tradición canónica de las letras nacionales en la mayoría de los textos antologados depara una sorpresa al lector que se acerque por primera vez a la CF nacional y nos recordará a quienes la conocemos por qué nos enamoramos de ella. Al menos eso espero.

Dieciocho puertas a la imaginación. Dieciocho imaginantes que nos llevan de la mano por sus más sabrosas pesadillas. Viajes en el tiempo, robots, ovnis, expediciones espaciales, variaciones apocalípticas, ucronías, viajes espaciales y narraciones francamente inclasificables. Quizá la llamada space opera, ramificación de la CF referente a aventuras espaciales a lo Buck Rogers o Star Wars, sea la variación temática del subgénero menos representada en este volumen. Sintomático, sin duda, si se tiene en cuenta que la CF mexicana comenzó a madurar el día que, como dijo Pepe Rojo, se bajó de la nave espacial y se subió al metro.

Dejo pues al lector en el umbral de estas expediciones.

BERNARDO FERNÁNDEZ, Bef

La pequeña guerra

MAURICIO-JOSÉ SCHWARZ

Con La pequeña guerra Mauricio-José Schwarz ganó el primer Premio Puebla de Cuento de Ciencia Ficción en 1984, de modo que esta historia inaugura el periodo moderno de la CF mexicana. Su publicación despertó incontables vocaciones entre jóvenes lectores. Se trata de la evidencia irrefutable de que el futuro, por negro que sea, también nos pertenece.

Su autor, nacido en la ciudad de México en 1955, es un ejemplo posmoderno del hombre renacentista: ejerce entre otros oficios los de escritor, periodista, traductor, músico, divulgador científico y fotógrafo; ha publicado varios libros, entre los que destacan las novelas policiacas La música de los perros, Sin partitura y No consta en archivos, además de las compilaciones de cuentos Escenas de la realidad virtual y Más allá no hay nada. Consta en su currículum el haber dejado callado alguna vez al implacable Harlan Ellison. Actualmente vive en un gozoso autoexilio en la ciudad asturiana de Gijón, donde se dedica a la fotografía.

HABÍA formas de burlar la ley, es cierto, especialmente si uno tenía mucho dinero; ellos no lo tenían. También eran útiles las amistades en posiciones elevadas, pero esa era otra carencia de las muchas que la familia coleccionaba por todas partes. La única solución era la que confrontaban ahora, al escuchar el nombre de su hija por los altavoces del estadio.

La morena y frágil figura de Arianne se dibujó en la entrada de la puerta Maratón.

Qué pequeña es, se lamentó Akira, inseguro del entrenamiento al que había sometido, forzada, a la esbelta niña de diez años que avanzaba ahora hacia el centro de la arena, mientras su nuevo casco azul destellaba al sol, mostrando un penacho de furiosas navajas curvas.

Guinnivere, que estaba aún sufriendo espasmos en la garganta, miró a su hija y no pudo evitar imaginarla como tantos niños que había visto desfilar esa mañana. Un sangrante resultado sin brazos, con la cabeza despedazada de un mazazo o con el vientre tajado sin remedio y las infantiles entrañas fluyendo como un temeroso río de lava apenas tibia, Guinnivere se preguntaba una y otra vez si Akira había cumplido como padre.

La niña intentó durante solo unos segundos hallar los rostros de sus padres entre la multitud que llenaba las gradas; algunos con miedo a perder lo amado, otros con deleite, los más con furia, esperando al vengador que acabara con quien hubiera sido verdugo de sus hijos. El ambiente se caldeaba más a cada momento. Arianne apretó la mano izquierda dentro del guante de cuero negro tachonado de púas para retener su escudo de acrílico. En la mano derecha, la espada que su padre había forjado para ella temblaba a todo lo largo de sus modestos cincuenta centímetros. El mazo redondo de madera, también con púas de duraluminio, colgaba de su mango de cuero, raspándole el muslo. Avanzó frunciendo el ceño, como su padre le había enseñado.

Los ayudantes retiraban del campo los últimos cadáveres ensangrentados. El pasto, a esa hora, ya no era uniformemente verde, sino que mostraba una sucesión de manchas ocres y rojizas que lo hacían verse como un obsesivo tablero de ajedrez. Mientras ella avanzaba, la seguía una fila de niñas de su misma edad, todas igual de asustadas, todas igual de decididas, cuyos nombres escapaban mecánicamente de los altavoces.

Jünge había deseado ir con Guinnivere y Akira a ver a su hermana, pero no se lo habían permitido. Ahora, sin embargo, en casa de sus tíos, la veía mejor que sus padres. Un camarógrafo se había interesado por la niña y la enfocaba en una toma que mostraba sus ardientes ojos, casi amarillos, casi verdes, y el suave cabello negro que caía sobre el torso, ocultando y mostrando alternamente los duros pezones que prometían —pronto, si triunfaba— ser la cima de dos pechos recios y amenazantes. En la pantalla, Arianne frunció el ceño y apretó las manos.

Luego la cámara se abrió para mostrar a todas las participantes de la cuarta ronda eliminatoria.

Jünge sintió algo de la grandeza y el miedo que, casi con seguridad, lo esperaban dentro de dos años, cuando ya tuviera diez.

Arianne se perdió como una más de las hormigas en procesión. En las cuatro esquinas del campo, los finalistas esperaban, descansando bajo el cuidado de los médicos estatales.

A unas palabras de los árbitros, se formaron los diez grupos. Solo faltaba el silbatazo del juez para empezar.

Akira recordaba otra infancia, la suya, cuando aún no era necesario acudir a la arena para decidir quién habría de permanecer. Guinnivere se había salvado por solo tres meses. Veinte años atrás, los juegos se habían establecido como el mejor sistema de control poblacional, pese a la violenta reacción de las iglesias. Los hijos ilegítimos de los sacerdotes, por ejemplo, fueron de los primeros en caer.

Diez años, hora de la justificación, era el clamor de los organizadores. Arianne se tensó con los pies bien apoyados sobre el suelo y el cuerpo echado hacia delante. El escudo estaba a la altura de sus cejas y la pequeña espada se balanceaba con ritmo hipnótico, tratando de amedrentar a su contrincante.

Al usar veinte por ciento de su patrimonio para las armas de su hija —como lo marcaba la ley— Akira había insistido en las espinilleras de bronce. Guinnivere ahora se entristeció al ver los desnudos brazos de su hija. ¿Habría sido mejor dejarle las espinillas desprotegidas y comprar un peto o dos cubrebrazos?

Guinnivere no pudo responderse. Un silbatazo largo y premonitorio se abrió paso entre los gritos de los espectadores. La contienda se inició.

Arianne se encontró ante una chica bastante más alta que ella y con mucho mejores armas. En las gradas, Akira se apartó un momento de su preocupación para preguntarse cómo, si la familia de esa niña la armaba tan bien, no había conseguido sobornar a las autoridades. Pero él tampoco tuvo mucho tiempo para reflexionar. La niña mayor atacó con violencia, estrellando su mazo en el escudo de Arianne, el cual inmediatamente quedó abollado. El entrenamiento de Arianne surtió efecto. Inclinándose, golpeó con la espada los tobillos de la otra niña. A la vista del primer sangrado, todos los espectadores lanzaron un grito, mezcla de satisfacción y espanto. Las contendientes se separaron y la mayor aprovechó para golpear a Arianne con la empuñadura del mazo. Arianne se tambaleó mientras Guinnivere y Akira se tomaban de las manos, apretando con urgencia. El golpe encendió a Arianne. Utilizando no solo la espada, sino también el escudo y el casco, se lanzó sobre la chica mayor. Esta, sorprendida por lo súbito y violento del ataque, alcanzó a desviar un golpe de la espada de Arianne, que en su embestida hizo que las navajas del casco se enterraran profundamente en el pecho de su enemiga.

La primera contienda había terminado demasiado rápidamente. Arianne levantó la cabeza después del choque solo para encontrarse con su adversaria volando hacia el suelo, ya sin control alguno sobre su cuerpo. La tibia y pegajosa sangre de la vencida bajó por el casco de Arianne y le recorrió la cara, provocándole un fuerte acceso de náuseas.

Había ganado.

Guinnivere y Akira se pararon a aplaudir sin demasiada convicción. Lo peor todavía estaba por venir.

Jünge, fascinado ante la pantalla de televisión, miraba orgulloso la triunfante y tierna figura de su hermana, sin prestar atención a la conversación de sus tíos.

—Yo tampoco estoy de acuerdo en que los niños lo vean —casi gritó Karl, sobresaltando a sus invitados—. Pero tenemos que admitir que todos tendrán que enfrentarse a los juegos cuando lleguen a los diez años.

—¿Los juegos siempre han existido, papá? —inquirió el hijo mayor, de unos dieciséis años, quien había perdido el brazo izquierdo en los juegos, tratando de ganarse el derecho a seguir viviendo.

—Ya tienes edad para saberlo —comenzó Karl—. Antes las cosas eran de otro modo. Si los incapaces, los imbéciles, los débiles y los indisciplinados eran eliminados, era luego de un proceso de muchos años, en los cuales se desperdiciaba la educación que les proporcionaba el Estado, los alimentos, el aire mismo. Los juegos nacieron para acelerar este proceso. Ya éramos demasiados en el planeta y era necesario depurar la especie. En realidad, los juegos solo han existido desde hace veinte años.

Jünge veía ahora un nuevo combate, durante el descanso que el reglamento le permitía a Arianne.

Akira y Guinnivere se sintieron momentáneamente aliviados ante el súbito e inesperado triunfo de Arianne en su primer juego.

El tío Karl apenas volteó a ver la pantalla de televisión y sonrió con amargura mientras el camarógrafo hacía un desagradable close-up de la contendiente muerta.

Arianne caminó hacia uno de los extremos del campo, donde fue atendida de inmediato por los médicos estatales. Apenas alcanzaba a darse cuenta de la magnitud de su acción: había matado para vivir, alimentando su existencia con los desechos de una vida trunca. De reojo alcanzó a mirar cómo los camilleros se encargaban de los restos de su adversaria. No le interesó pensar y se concentró en la atención que el médico le prestaba a su herida.

Akira, con una creciente angustia, casi no vio el siguiente combate, aunque alcanzó a apreciar la precisión con la que Arianne ejecutaba los maguashi-gueri, las patadas que tan cuidadosamente le había enseñado, utilizando los pinchos de las espinilleras como eficaces armas.

Arianne se encontró, en esta segunda prueba, ante un muchacho atractivo, de ojos profundos y nervudo. Sin duda era un chico capaz de llegar a amar muy intensamente si se le daba la oportunidad.

Ella no pudo siquiera permitirse el leve disfrute que le podía proporcionar su infantil sexualidad. La atracción por el enemigo duró apenas un instante. Después atacó furiosamente. El hacha del niño apenas logró rozar su frente en la primera escaramuza. El

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