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Tormenta silenciosa
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Libro electrónico221 páginas4 horas

Tormenta silenciosa

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Información de este libro electrónico

Él era el tipo de hombre que un muchacha como Marly Jessop jamás había visto. Deacon Cage llegó a Mission Creek, Texas, como una especie de espectro, furtivo y silencioso... Y con la habilidad de inquietar a Marly como nadie había hecho antes.
Pero ella no tenía tiempo para fantasías femeninas. Como ayudante del sheriff, Marly estaba muy ocupada con la investigación de unos misteriosos suicidios…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 ago 2017
ISBN9788491700098
Tormenta silenciosa
Autor

Amanda Stevens

Amanda Stevens is an award-winning author of over fifty novels. Born and raised in the rural south, she now resides in Houston, Texas.

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    Vista previa del libro

    Tormenta silenciosa - Amanda Stevens

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2004 Marilyn Medlock Amann. Todos los derechos reservados.

    TORMENTA SILENCIOSA, N.º 70 - agosto 2017

    Título original: Silent Storm

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

    Este título fue publicado originalmente en español en 2004.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

    Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

    ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    I.S.B.N.: 978-84-9170-009-8

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Acerca de la autora

    Personajes

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Si te ha gustado este libro…

    Acerca de la autora

    Amanda Stevens ha escrito más de veinte novelas románticas de suspense. Sus libros han aparecido en varias listas de superventas y ha ganado numerosos premios. Amanda vive en Texas con su marido y sus hijos.

    Personajes

    Sheriff Marly Jessop: Un asesino merodea por Mission Creek, Texas, y las pistas conducen a Marly a su propio pasado.

    Deacon Cage: Sus extraordinarias capacidades psíquicas le permiten conectarse con el asesino.

    Sam Jessop: ¿Qué secreto ha ocultado durante años?

    Tony Navarro: El misterioso jefe de policía sabe cómo tratar a las mujeres.

    Max Perry: En tiempos de crisis, este psicólogo escolar se hace indispensable para la comunidad.

    Coronel Wesley Jessop: Un megalómano que necesita tenerlo todo bajo control.

    Andrea Wesley: Una mujer desesperada en busca de amor.

    Capítulo 1

    La lluvia era incesante. Un firme y constante lloviznar. Refugiada en el porche de una desvencijada vivienda de las afueras de Mission Creek, Marly Jessop escrutaba el cielo gris con creciente inquietud.

    Los meteorólogos hablaban de la primavera más húmeda del sur de Texas desde hacía cincuenta años y atribuían aquellas inusuales precipitaciones al Niño, un producto del calentamiento del planeta. Pero a Marly no le importaban mucho los argumentos científicos. Lo único que ella sabía era que aquel clima tan deprimente estaba empezando a ponerle los nervios de punta.

    El clima… y también los suicidios.

    Tres muertes en una semana eran motivo de alarma en cualquier comunidad, pero en una población del tamaño de Mission Creek, de unos dieciocho mil habitantes, resultaban espeluznantes.

    Marly se secó nerviosa la mano en el uniforme y llamó a la puerta de aquella casa de madera. Al no obtener respuesta, miró rápidamente por encima del hombro, como si estuviera esperando que alguien la atacara.

    Pero no había nadie. La lluvia retenía a todo el mundo en el interior de sus casas. Toda la ciudad transmitía un aire de abandono. No pasaban coches por las calles. No ladraban los perros, ni había niños jugando en los charcos.

    El único sonido era el del tamborileo de las gotas de lluvia sobre el tejado del porche y el del misterioso susurro del agua entre las hojas de los cítricos del jardín. Marly hubiera querido taparse las orejas. La lluvia era casi como una presencia. como una entidad fantasmagórica que se había instalado en Buena Vista, un barrio obrero habitado por trabajadores temporales, mecánicos y obreros de la construcción como Ricky Morales, del que no se sabía nada desde hacía tres días, según había advertido una llamada anónima.

    Marly llamó a la puerta con más insistencia.

    —¿Ricky? ¿Estás ahí? Soy Marly. Marly Jessop. Navarro me ha enviado a verte. Alguno de tus vecinos está preocupado por ti. Abre.

    Como continuaba sin recibir respuesta, Marly pegó la oreja a la puerta. Al principio, no oía nada por encima del sonido de la lluvia, pero al cabo de un rato, llegó hasta ella el débil tintineo de una melodía. Marly no sabía si procedía del interior de la casa o de cualquier otra parte; de su imaginación, quizá, pero aquel sonido distante le produjo una misteriosa sensación de déjà vu.

    Sin previa advertencia, su mente retrocedió en el tiempo y de pronto volvió a tener doce años. Era una adolescente larguirucha y estaba en el porche de la casa de su abuela, llamando a la puerta.

    —Abuela, ¿estás en casa? Soy yo, Marly. Mamá está preocupada porque no te ha visto en la iglesia esta mañana. ¿Abuela?

    Tampoco había obtenido respuesta en aquella ocasión, sólo un triste sonido de trompetas y la hermosa voz de una cantante mezclada con el ruido de la lluvia.

    El disco estaba rayado, recordó Marly, de modo que uno de sus fragmentos se repetía una y otra vez.

    «Domingo sombrío… Domingo sombrío… Domingo sombrío»

    Marly podía recordarse a sí misma abriendo la puerta, adentrándose en la casa y arrugando la nariz ante el penetrante olor a amoníaco que la impregnaba.

    —¿Abuela?

    Marly recorrió lentamente el pasillo, mirando de vez en cuando por encima del hombro para asegurarse de que no estaba dejando huellas de barro en el suelo. Su abuela odiaba la suciedad casi tanto como despreciaba a los niños. Criaturas mugrientas, les decía a su hermano y a ella.

    —¿Abuela?

    Siguiendo el sonido de la música, Marly subió las escaleras que conducían al dormitorio de su abuela. Y la encontró colgando de una de las vigas del techo, suspendida entre los últimos rayos de luz de la tarde. Las motas de polvo danzaban a su alrededor mientras Marly la miraba horrorizada y no podía evitar pensar en cuánto odiaría su abuela haber sido encontrada de un modo tan indecente, como habría dicho ella.

    Le faltaba un zapato y si había algo que a Isabel Jessop la obsesionara más que su casa, era su aspecto. Vestía siempre con trajes hechos especialmente para ella por una modista de San Antonio. Algodón para los días de diario y seda y lino para los domingos y las ocasiones especiales.

    Su abuela llevaba uno de esos vestidos de domingo en aquella ocasión, un vestido impecable de lino y Marly podía ver los pendientes de diamantes que siempre habían adornado las orejas de su abuela. En el instante que precedió a su grito, Marly se preguntó que ocurriría con aquellos pendientes después de aquello…

    «Domingo sombrío… Domingo sombrío…»

    La música se difuminó junto a sus recuerdos y Marly se llevó la mano temblorosa a los labios. ¿De verdad había oído aquella canción? ¿O su imaginación le estaba jugando una mala pasada?

    Teniendo en cuenta todo lo que estaba ocurriendo en Mission Creek, era comprensible que hubiera conjurado aquella melodía en su cabeza. Todo el mundo estaba nervioso. El trágico suicidio de la señorita Gracie ya había sido un golpe suficientemente duro para la comunidad, pero el posterior suicidio de dos alumnos del instituto había sido un auténtica sobredosis.

    Marly se estremeció. Mission Creek era una ciudad pequeña. Ella conocía a las tres víctimas y su muerte la había afectado profundamente. Y habían resucitado sus pesadillas.

    Sintió una oleada de náuseas y apoyó la cabeza contra el marco de la puerta.

    Apretó los puños con fuerza, intentando dominar el vértigo. Ella era una agente de la ley de Mission Creek, en el condado de Durango, en el gran estado de Texas. Había jurado no sólo defender la ley, sino servirle y protegerla. Si había alguien con problemas en el interior de la casa, tenía la obligación de comprobarlo y ofrecer su ayuda. Quizá no fuera demasiado tarde.

    Pero, ¿y si lo era?

    Marly sintió una mano en su hombro y, por un instante, se quedó paralizada por el terror, segura de que, si se volvía, se descubriría mirando a los ojos de su abuela.

    Las gotas de lluvia tamborileaban como un tambor de guerra en la cabina de la camioneta de Deacon Cage mientras éste se dirigía hacia las afueras de la ciudad. Con impaciencia, alargó la mano por encima del volante para limpiar el parabrisas con la manga de la cazadora. Había conectado el aire, pero el cristal continuaba empañado. Y tenía frío. Estaba helado hasta los huesos, a pesar de que la temperatura exterior rondaba los quince grados.

    Pero la humedad se deslizaba a través de las puertas y ventanas. Llegaba como un presagio, como una funesta advertencia para la buena gente de Mission Creek.

    De acuerdo, quizá se estuviera poniendo un poco melodramático, admitió Deacon mientras bajaba la mirada hacia el periódico en el que había garabateado una dirección. Por no decir apocalíptico. Pero era difícil no interpretar como una señal que no hubiera dejado de llover durante semanas.

    No era extraño que hubiera una sensación tan opresiva y oscura en toda la ciudad. Deacon había llegado el día anterior y la lluvia ya se le estaba metiendo bajo la piel.

    Vio el desvío justo delante de él, disminuyó la velocidad y miró por el espejo retrovisor antes de cambiar de carril. Pero no había nadie tras él en la carretera. Parecía no haber una sola alma en kilómetros a la redonda.

    Había sintonizado la emisora de radio local. El locutor estaba hablando de los suicidios. Era de lo único que se hablaba. De los suicidios y de la lluvia.

    Deacon escuchó un momento, pero no había nada nuevo. Los informes de la autopsia demostraban que David Shelley y Amber Tyson, ambos estudiantes del instituto de Mission Creek, habían tomado una dosis letal de unas pastillas para dormir que contenían benzodiazepán. Habían encontrado sus cuerpos a la mañana siguiente de su muerte en una carretera situada cerca de un antiguo cuartel del ejército.

    Según el testimonio de la familia y los amigos más íntimos, David y Amber eran adolescentes normales. No eran dos personas solitarias ni inadaptadas. No consumían drogas ni procedían de hogares problemáticos. Al menos aparentemente, tenían un brillante futuro ante ellos. Pero entonces, ¿por qué habían decidido acabar con sus vidas?

    ¿Y por qué Gracie Abbot, una profesora jubilada que estaba planeando un viaje a Grecia con su sobrina favorita, había metido el coche en el garaje un sábado por la tarde, había cerrado las ventanillas y había decidido poner fin a su vida?

    Aquellos suicidios no tenían ningún sentido para las personas que mejor conocían a las víctimas, pero la policía local sostenía que los informes del forense confirmaban el suicidio en ambos casos. Y no había ningún motivo para sospechar lo contrario. Al fin y al cabo, los mayores índices de suicidio se daban entre la población anciana y eran la tercera causa de muerte en adolescentes.

    De modo que Deacon quizá estuviera equivocado al buscar una relación entre ambos casos. Un motivo. Y rezaba para estarlo.

    Pero no creía que lo estuviera.

    En cuanto había cruzado los límites de la ciudad tres días atrás, había sabido que alguien siniestro y oscuro andaba por allí. Un asesino merodeaba por los alrededores, un asesino tan astuto que nadie sabía todavía a lo que se enfrentaba.

    Pero Deacon sí. Lo sabía demasiado bien.

    Y ésa era la razón por la que estaba allí.

    —He venido a por ti —musitó en el silencio.

    Y mientras giraba hacia Buena Vista, oyó el retumbar de un trueno en la distancia que intensificó el frío del interior de su alma.

    La mano se tensó sobre el hombro de Marly y ésta giró tan rápido que la persona que estaba tras ella retrocedió. La mujer resbaló en el porche y habría caído escaleras abajo si Marly no la hubiera agarrado en el último momento.

    Nona Ferries le dirigió una mirada acusadora.

    —¿Qué demonios te pasa, Marly? Has estado a punto de tirarme.

    —Lo siento, no te había oído llegar.

    Marly alargó la mano hacia Nona, rescató su paraguas de las escaleras y lo apoyó contra la pared del porche.

    —Desde luego, te has tomado tu tiempo en llegar —se quejó Nona—. He llamado a la policía hace un par de horas.

    Nona la miró arqueando las cejas.

    —¿Has sido tú la que has llamado a la policía?

    —Sí, pero no esperaba que te enviaran a ti sola —Nona llevaba un paquete de cigarrillos y un encendedor en una mano—. Pensé que vendría Navarro.

    ¿Sería ésa la razón por la que había llamado?, se preguntó Nona. No sería la primera vez que una ciudadana de Mission Creek llamaba a la policía con la esperanza de que Tony Navarro, el jefe de policía, se presentara en persona. Era un hombre alto, moreno, de facciones duras y muy atractivo, con una enigmática personalidad y un misterioso pasado que había propulsado su fama a proporciones casi míticas en el condado de Durango.

    Con un suspiro, Marly sacó una libreta e intentó parecer profesional.

    —Navarro tiene mucho trabajo. Supongo que he pensado que podía atender yo misma esta llamada.

    —Lo menos que podía haber hecho era enviar a uno de sus sheriffs.

    —Yo soy sheriff, ¿lo ves? Llevo la placa y todo lo demás.

    —No es que no estés monísima con el uniforme, cariño, pero ya sabes lo que quiero decir.

    Marly sabía perfectamente lo que quería decir. Y, curiosamente, no se sintió ofendida por la actitud de aquella mujer, probablemente porque conocía a Nona desde siempre. Habían ido juntas al instituto, pero en los años que habían pasado desde su graduación, la vida le había dado a la pobre Nona muchos golpes. En otro tiempo había sido una chica bonita, pero en aquel momento, era un anuncio viviente de los efectos del exceso de alcohol de baja calidad.

    —Cuando has llamado a la comisaría, le has dicho a Patty Fuentes que Ricky lleva tres días desaparecido, ¿es cierto?

    —Yo no diría que desaparecido. Pero algo no va bien.

    —¿A qué te refieres?

    Nona señaló con su cigarro.

    —Su camioneta lleva tres días en el mismo lugar. Ya conoces a Ricky, incluso cuando iba al instituto era muy trabajador. Jamás se toma un día libre a no ser que esté realmente enfermo.

    —A lo mejor está enfermo —sugirió Marly.

    —¿Tan enfermo como para no poder contestar al teléfono? Incluso he intentado mirar por la ventana de su casa y no lo he visto.

    —¿Has intentado llamar a la puerta?

    —No, pero no está cerrada —dijo Nona—. Hace tiempo se le rompió el cerrojo.

    —Pero aun así, no has querido entrar.

    Nona desvió la mirada.

    —No creo que sea una buena idea.

    —¿Por qué no? —preguntó Marly sorprendida—. Ricky y tú sois muy amigos, ¿no es cierto?

    —¿Qué se supone que quiere decir eso? —preguntó Nona con el ceño fruncido.

    —Vamos, Nona. Los dos habéis estado saliendo y separándoos periódicamente desde que ibais al instituto.

    —Sí, y ahora estábamos separados —contestó con amargura—. Las cosas cambian. La gente sigue viviendo —miró a Marly—. Algo así como lo que te pasó a ti con Joshua Rush, supongo.

    Marly sintió que se le tensaba el estómago al oír el nombre de su ex prometido. Habían pasado meses, pero continuaba siendo un tema que le escocía. Jamás había hablado con nadie de los detalles de su ruptura, a pesar de que la curiosidad de sus vecinos

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