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El códice perdido
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El códice perdido
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El códice perdido

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México-Tenochtitlan ha caído en manos de los españoles y una nueva ciudad comienza erigirse sobre la antigua urbe mexica.

Francisco Cuetzpalómitl, o Huesos de Lagartija, superviviente de la guerra de conquista, encarga un códice muy especial a un pintor de códices. La obra demostrará a los españoles quiénes son los verdaderos dueños de las tierras que la derrotada nobleza mexica pretende apropiarse. Las cosas se complican cuando el códice es robado. Ello obliga a Francisco y a su hijo, Santiago, a emprender una desesperada y peligrosa búsqueda.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento5 abr 2018
ISBN9786072428690
El códice perdido

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    El códice perdido - Federico Navarrete

    Navarrete, Federico

    El códice perdido / Federico Navarrete. – 2da. edición - México: Ediciones SM, 2018

    Formato digital – (Gran Angular)

    ISBN: 978-607-24-2869-0

    1. Novela juvenil 2. Culturas prehispánicas – Literatura infantil y juvenil 3. Misterio – Literatura infantil y juvenil

    Dewey 863 N38

    A Tomás

    por todas las aventuras que vivimos juntos.

    El guerrero corría entre las plantas y los delgados y altos troncos de los ahuejotes. Había decidido escapar entre las chinampas, esos largos y verdes jardines construidos sobre el agua que se extendían alrededor de toda su ciudad, México-Tenochtitlan. Sabía que a esa hora, poco antes del amanecer, no se encontraría a nadie entre las milpas de maíz de las pocas parcelas que aún eran cultivadas y menos entre las matas silvestres que cubrían la mayoría de los campos abandonados desde que sus dueños perecieron en la guerra contra los españoles. Para alguien como él, acostumbrado a correr todo un día para llevar mensajes a los capitanes de guerra e incluso para el gran tlatoani, el otrora gobernante de su ciudad, esquivar la vegetación no era difícil, tampoco saltar los estrechos canales de agua estancada que separaban una chinampa de la otra, atascados todavía de escombros de la guerra, de jirones podridos de ropa e incluso de restos humanos. Al menos eso creía reconocer bajo la escasísima luz de la luna nueva, pues había elegido la noche más oscura de todas para escapar con su encargo secreto, el tesoro que debía salvaguardar incluso a costa de su vida.

    Sin dejar de trotar, impulsando su cuerpo joven y fuerte con el movimiento acompasado de los brazos, recordó las batallas libradas hacía tan pocos años en esos mismos lugares. Sus oídos escucharon de nuevo el espantoso detonar de los arcabuces y los cañones de los españoles, así como los alaridos de furia y dolor de los guerreros mexicas, los relinchos de los caballos, los gritos de guerra de sus enemigos. Sus ojos se deslumbraron con el fuego que escupían las armas de los conquistadores, con el brillo de las plumas en las insignias de los tlaxcaltecas, los chalcas y los demás pueblos que se unieron a los extraños venidos del otro lado del mar para atacar a los habitantes de México-Tenochtitlan y de Tlatelolco, para destruir sus casas, masacrar a sus mujeres y a sus hijos.

    Cuando llegó a un canal más ancho que los demás, su tonalli, el ánima que vivía en su cabeza, ahora muy ardiente por el esfuerzo de la carrera, obligó a la teyolía, el ánima de su corazón, a dejar de rememorar esos sucesos atroces para concentrarse en los peligros que lo acechaban ahora. Con un sobresalto se dio cuenta que no reconocía esa acequia, demasiado amplia para atravesar de un salto. Tampoco podía meterse al agua porque no sabía si era profunda y no podía arriesgarse a mojar el tesoro. Para asegurarse tocó, una vez más, el bulto que llevaba amarrado a la espalda con una cinta de rasposo ixtle, la más común fibra de maguey. Aliviado, comprobó que la caja de madera preciosa seguía ahí, envuelta en viejos petates de tule, sucios y gastados, para hacer creer que no eran más que las miserables posesiones de un macehual, un hombre humilde como él. Todo estaba en su lugar y su elli, el alma de sus entrañas, sintió el orgullo y la responsabilidad de llevar consigo el último amoxtli, el único libro pintado de los antiguos tenochcas que no había sido quemado por los sacerdotes españoles.

    —¡Libro del demonio! —gritaron una y otra vez esos hombres vestidos de negro, los servidores del nuevo Dios, el de los cristianos, mientras hacían arder todas las antiguas pinturas en grandes hogueras encendidas en las plazas de México-Tenochtitlan—. Están llenos de mentiras, de porquerías idolátricas y engaños del diablo.

    —¡Servidor del demonio! —acusaron también al viejo cacique Carlos de Texcoco cuando lo quemaron vivo en una fogata aún mayor por atreverse a esconder algunos de esos códices.

    Por temor a sufrir el mismo destino, los sabios y los nobles tenochcas incineraron sus propios amoxtli en secreto. Solo uno decidieron salvar del fuego y del fanatismo de los nuevos amos de la tierra, el más importante de todos, el que contaba la verdadera historia del dios Huitzilopochtli y de las demás deidades y la manera en que los seres humanos los servían y honraban. Por eso le encargaron a él que lo sacara en secreto de la ciudad y lo condujera a un escondite seguro, porque él era también el último guerrero del gran calmécac de las águilas, el único que había sobrevivido a la derrota de México-Tenochtitlan a manos de los españoles.

    Tras perder demasiado tiempo recordando las siniestras hogueras que habían iluminado el cielo de su ciudad hacía tan poco tiempo y examinando el canal cuya agua fluía demasiado impetuosa, el alma de su cabeza lo forzó a dar media vuelta. Desesperado, regresó trotando a lo largo de las chinampas en busca de un lugar donde pudiera atravesar el torrente y alcanzar la calzada de Tacuba que lo llevaría a la orilla del lago, lejos de la ciudad, antes del amanecer. Su corazón se preguntó desesperado cómo se podía haber extraviado si conocía a la perfección cada parcela y cada canal de su ciudad, pues en cada uno de esos lugares había visto caer a un compañero de armas e incluso había logrado ultimar a un enemigo. Pero ahora ignoraba de dónde venía esa agua procelosa que le vedaba el paso. El ruido distante de un trueno sobre las montañas del poniente le dio la respuesta. La furia incendió su cuerpo cuando cayó en cuenta que hacía días que no cesaba de llover en la sierra y que él debió saber que los ríos que bajaban de las montañas vendrían crecidos y desbordarían este ancho canal. Su capitán lo habría recordado, sin duda, y habría buscado con anticipación un punto donde cruzar el torrente más cerca del centro de la ciudad, pero él se había dejado cegar por la desconfianza y solo había pensado en encontrar la ruta más escondida para escabullirse de los traidores.

    La angustia crecía en sus entrañas mientras más tenía que retroceder en su búsqueda de un puente, o una canoa abandonada, o cualquier punto estrecho. Una brisa fresca aterió su piel y le avisó que el cielo ya clareaba en el oriente. Debía franquear ese canal lo más pronto posible. Entonces un hedor insoportable le avisó que se acercaba una embarcación. La vio: era ancha y lenta, cargada con inmensas canastas llenas de excremento y conducida por tres barqueros taciturnos. Venciendo su repulsión, llamó su atención con un grito.

    —¡Beso el piso ante ustedes grandes señores! —los saludó con exagerada cortesía que delataba su desesperación.

    Los tres rieron al escuchar esas palabras de respeto que, seguramente, nadie más les había dirigido en su vida. Luego dejaron de empujar la lancha con sus remos y se acercaron a la orilla, buscando a quien los había llamado en la vacilante luz del alba. Entonces él se arrodilló entre los esbeltos ahuejotes y pegó su rostro a la tierra húmeda, cuyo olor a fango y plantas podridas le proporcionó un alivio contra la peste del cargamento.

    —Soy un humilde macehual que solo quiere regresar a su casa en Tacuba, pero he perdido el camino —su voz temblaba en verdad por su angustia—. Acaso ustedes, grandes señores, me podrían ayudar.

    Los tres hombres rieron de nuevo y uno de ellos gritó, hablando en náhuatl pero con el acento del más humilde otomí:

    —Tú quieres apestas a mierda ven con mí.

    Los otros celebraron su broma con carcajadas, pero él no vaciló en brincar a la canoa que se había aproximado.

    —Si los grandes señores lo permiten, este humilde macehual puede empujar los remos.

    Sin esperar respuesta depositó su carga secreta en el piso de madera, lo más lejos que podía de las canastas llenas de heces, tomó de manos del barquero más anciano su palo de madera astillada y lo apoyó en el fondo del canal para dar impulso a la embarcación. Los otros no dijeron más y comenzaron a empujar con él.

    Mientras avanzaban con lentitud en medio del agua, su corazón comenzó a tranquilizarse. Sin duda cometió un error imperdonable al no tomar en cuenta la crecida del canal, pero la suerte, junto con su ingenio le habían permitido encontrar otra salida. Solo le quedaba esperar que la fragante madera preciosa de la caja protegería al amoxtli de la pestilencia de la canoa. Sin embargo, cuando la luz del sol iluminó las montañas en el poniente y luego las puntas de los esbeltos ahuejotes que franqueaban el canal, se dio cuenta que había perdido demasiado tiempo buscando la manera de atravesar el agua y el miedo volvió a corroer sus entrañas. No quería caminar por la calzada de día, por temor a los traidores, o simplemente a que un transeúnte o un guardia reconociera su rostro y le preguntara a dónde se dirigía disfrazado de humilde cargador.

    Entonces examinó la canoa en la que navegaba. Una vetusta embarcación cargada con grandes cestas rebosantes de excremento humano, conducida por tres miserables otomíes, un anciano de rostro arrugado y dos jóvenes sucios y despeinados, todos adornados con los ridículos dijes de madera y barro que usaban los varones de su pueblo. Cuando sus miradas se cruzaron, uno de ellos pareció reconocerlo y a él le pareció conocido, pese a que su rostro estaba brutalmente deformado por las cicatrices del cocoliztli, la enfermedad que trajeron los españoles. Pero su corazón se convenció de que nunca había visto a un hombre tan marcado por ese mal asesino y que solo le parecía familiar debido la desconfianza que lo acosaba. Por ello desvió la vista de inmediato. Luego, su tonalli decidió que esa canoa era su única vía de escape, la última oportunidad que le quedaba para salvar el libro sagrado de las llamas que lo amenazaban. Evitando la mirada del joven que le resultaba vagamente familiar, se dirigió al anciano con toda formalidad, para disimular la inquietud en su voz

    —¿Hacia dónde se dirigen, distinguidos señores del agua? ¿Acaso van rumbo a Tacuba? ¿Dejarían a este humilde macehual empujar su acalli hasta la orilla del lago a cambio de que lo lleven?

    Los barqueros se contemplaron entre sí sin decir nada. Al cabo de un largo silencio, el anciano sonrió mientras extraía de su itacate hecho de ixtle una jícara tan vieja como su rostro. Él y sus compañeros bebieron el pulque a grandes tragos. Cuando el hombre que le parecía conocido le pasó el recipiente, el guerrero no tuvo más remedio que aceptar la bebida, hedionda como los desechos humanos que transportaban. Su consistencia pegajosa cubrió su boca con una capa de asco y cayó como una piedra en su estómago vacío. Sin embargo, sonrió con agradecimiento sincero. En respuesta, sacó un atado de carne seca de conejo que guardaba en una bolsa amarrada a su cintura, a la manera de los antiguos mensajeros mexicas, y repartió entre sus acompañantes los jirones cubiertos de chile. Los tres barqueros devoraron el manjar con fruición, masticando ruidosamente con la boca abierta. Luego se soltaron a reír como niños. Cuando cayó en cuenta que estos humildes hombres nunca habían comido algo así en su vida, su corazón recordó satisfecho que tampoco tenían idea del tesoro que transportaban en esa canoa llena de mierda.

    En ese instante, sin embargo, unos gritos estridentes interrumpieron el regocijo de sus compañeros y le hicieron olvidar su celebración secreta. Pasaban justo frente al gran embarcadero al borde de la ciudad, donde entraba la ancha calzada de Tacuba, el último lugar donde podía ser detenido antes de escapar. A esas horas el puesto era vigilado solo por un par de topiles otomíes, aburridos y muertos de frío, que apenas reparaban en los rostros y los cargamentos de la multitud de tamemes que salían y entraban de la ciudad llevando sobre sus espaldas atados de leña, canastas llenas de vasijas, guajolotes vivos en cajas de carrizo, bultos de telas, en fin, todo tipo de mercancías de poco valor.

    Pero ahora el sol iluminaba con el ímpetu de su luz invencible, como habían sido alguna vez los guerreros de México-Tenochtitlan, un contingente de guardias españoles armados hasta los dientes. Su tonalli de águila se dio cuenta de inmediato de que ese pelotón lo buscaba solo a él y que ya lo habían visto, pues la suya era la única embarcación que se atrevía a navegar en el canal crecido. Con gritos y ademanes impacientes le indicaron que se acercara a la orilla y apuntaron sus arcabuces contra él y sus acompañantes. Entonces reconoció detrás de ellos el rostro mofletudo y débil de Justo, el joven mexica que se había convertido en el soplón preferido de los españoles.

    —¡Él es! ¡Tómenlo preso! —gritaba con su voz aguda y temblorosa, a la vez que lo señalaba con una expresión de triunfo—. ¡Él es quien lleva consigo el libro demoniaco!

    Entonces su corazón se dijo, sin dolor ni miedo, sino con la más completa tranquilidad, que no lograría escapar con vida y con el códice.

    —Señores del agua, tengo un encarecido favor que pedirles —dijo con fingida tranquilidad, mientras volteaba a ver a los otomíes, en especial al que le parecía conocido—. Llevo un regalo para mi tío, el señor Malacatzin, que vive al lado del antiguo templo de Tacuba. ¿Me harían ustedes la inmensa merced de entregárselo?

    Los tres se contemplaron entre sí, desconcertados por una petición tan sorprendente. Por fin, el hombre con el rostro marcado asintió con un ademán sutil como su silencio. Aliviado, supo que ese barquero humilde cumpliría su palabra, pues ya habían compartido un trago de pulque y unos jirones de carne salada. En ese instante cayó en cuenta de quién era: lo había visto cuando su cara no tenía cicatrices y era un valiente guerrero otomí que formaba parte del calmécac de las águilas y combatía al lado de los mejores mexicas. Antes de que pudiera imaginar siquiera cómo había terminado convertido en un comerciante de excrementos, lo interrumpió la voz quebrada y cruel de Justo, el traidor, que lo llamaba desde la orilla.

    —¡Ven a la orilla, Cuauhocélotl! Entréganos el libro del demonio que quieres robar.

    Entonces su corazón le dijo que había llegado por fin el momento de unirse a sus hermanos, los otros guerreros águila, allá arriba en el cielo donde acompañaban al sol después de haber caído en el combate contra los invasores. Su cuerpo entero se llenó de añoranza por la muerte, por dejar este mundo irreconocible donde todo lo que quería había sido destruido, por descansar de la tristeza y de la furia.

    Con tranquilidad soltó el remo que había usado para empujar la canoa mientras volteaba a ver al antiguo guerrero otomí. Sin despegar su vista de la suya, tomó el itacate en que el anciano había guardado la jícara de pulque y le hizo con un sutil gesto de complicidad. Cuando el otro respondió con una ligera sonrisa, miró a sus perseguidores, levantando el bulto en brazos para que todos lo pudieran observar. Los labios delgados y débiles de Justo dibujaron una sonrisa triunfal y señaló el morral inmundo.

    —¡Ahí está el amoxtli!

    En ese instante, su tonalli lo hizo arrojarse al torrente de agua, aferrado a su falso tesoro, y se hundió en ella con la fuerza de sus poderosas piernas mientras abría la boca para dejar salir el aire de su pecho lo más pronto posible. Antes de morir, su corazón solo alcanzó a suplicar que su antiguo compañero supiera cuidar el bulto que había caído en sus manos, pues estaba seguro de que ninguno de los guardias querría revisar su hedionda canoa.

    EL TLACUILO Y EL CÓDICE

    El maestro Luis terminó de colorear el dibujo del sol con la pintura salpicada de oro que había recibido esa misma mañana. Sus ojos se maravillaron con los destellos dorados bajo la luz de las velas de cera blanca que le regaló don Francisco Cuetzpalómitl para que pudiera pintar con mayor rapidez el libro. Jamás había visto, menos usado, una tintura tan deslumbrante. Pero como tlacuilo de toda la vida, descendiente de una familia de tlacuilome desde muchas generaciones, no permitió que la fascinación hiciera temblar su mano y rellenó con aplomo los rayos del nuevo sol que iluminaba esplendoroso el mapa de la ciudad de México-Tenochtitlan, ahora Ciudad de México. Su cara redonda y amarilla, con mejillas gordinflonas, aparecía de frente como la del antiguo sol rojo que le había enseñado a pintar su padre, pero ya no portaba los adornos de ese astro que iluminaba los cielos de sus antepasados: ni la nariguera de turquesa, ni las anteojeras gruesas y oscuras como la obsidiana más oscura. El actual apenas sonreía, como si con eso le bastara para dar calor al mundo, para ahuyentar a las espantosas criaturas que lo acechaban en la oscuridad, para mantener en movimiento al tiempo y a los seres humanos. Eso sí, los resplandores del metal amarillo lo hacían brillar mucho más que el viejo Tonatiuh, pintado siempre de colores ocres y apagados.

    Cuando aplicó la última pincelada de la pintura milagrosa que le había conseguido Francisco en las tiendas de los artistas españoles, dejó escapar un largo suspiro. Solo entonces se dio cuenta de que había contenido la respiración mientras coloreaba los rayos del dibujo. Mientras dejaba que el aire volviera a entrar a su pecho, tomó un punzón con tinta traída del otro lado del mar y dibujó con gran esmero la fecha, tal como había acordado con Cuetzpalómitl, su patrón: 1542, Año del Señor, 11-conejo, en la cuenta antigua de los mexicas.

    Escribir la fecha lo llenó de alivio porque había terminado con bien tan difícil encomienda. Su corazón le dijo que no habría decepcionado a su padre, ni a su abuelo, un maestro aún más estricto. Incluso se atrevió a esperar que esta vez no aparecieran en sus sueños a clavarle una vez más espinas de maguey en la punta de los dedos, como hacían cuando era niño y cometía un error al dibujar un códice. En cambio, él podría presumirles que al pintar el nuevo libro había aprovechado incluso los pocos errores que cometió para mejorar el diseño original.

    Al recordar a sus antepasados, sin embargo, sus entrañas se llenaron de melancolía mientras examinaba la página que acababa de terminar, la última y principal del volumen que había dibujado y coloreado desde hacía siete trecenas de días, su única obra en muchos años, tal vez la principal de toda su vida. Su tonalli de mono, siempre alegre y ávido de complacer, les hubiera querido mostrar los trazos alargados que dibujaban la catedral de los españoles en el centro de su nueva ciudad, las voluminosas siluetas de sus casas de piedra que había representado con tanta destreza. Pero su teyolía, el alma de su corazón, se preguntaba qué pensarían al descubrir esas formas desconocidas, tan distintas a las de los templos antiguos y las viejas casas que le habían enseñado a dibujar, o al contemplar los caballos que trotaban en las anchas calzadas, jalando inmensos vehículos con ruedas redondas, como si fueran tontos juguetes infantiles, a los hombres vestidos de metal, a otros de piel negra como la noche, a las mujeres vestidas con ropas amplias y estorbosas, a las vacas, los burros, los puercos, tantos animales desconocidos que poblaban hoy los patios de las chinampas de su antigua ciudad. No por primera vez sus entrañas agradecieron que su abuelo no tuviera que ver todo esto, pese al dolor que le provocaba recordar su muerte al principio de la guerra, cuando los españoles atacaron a traición y masacraron a miles de tenochcas desarmados en la plaza del gran teocalli.

    Con gran esfuerzo exhaló el aire de su pecho para tratar de expulsar todos esos recuerdos. Lo importante ahora era examinar la gran lámina para cerciorarse de que no hubiera errores. Alrededor de la ciudad de los españoles, con esos edificios y seres extraños, había dibujado las cuatro parcialidades de la ciudad de los naturales, San Juan Tenochtitlan: Santa María Cuepopan, San Pablo Zoquipan, San Sebastián Atzacoalco y San Juan Moyotla, junto con todos los barrios que las constituían. En esta parte del mapa había tenido mucho cuidado de retratar las casas a la antigua usanza, siempre de frente, con una viga de madera arriba de la puerta y las cenefas en forma de escalera o espiral que decoraban los techos de las moradas de los principales. Fue un placer trazar los canales que atravesaban la población, las chinampas que rodeaban los barrios, poblarlos con patos y ánades, garzas y chichicuilotes, también llenar las aguas con peces de varios colores y las orillas con las deliciosas larvas y acociles que crecían sobre el agua estancada.

    Mientras pintaba este mapa, conversó largamente con Francisco Cuetzpalómitl sobre el destino de los otrora poderosos e invencibles nobles mexicas, los preciados pipiltin. Antaño habitaban en el centro de su propia ciudad, en vistosos palacios de varios pisos de alto, con terrazas llenas de plantas y flores. Sus hijos acudían a los exclusivos colegios calmécac, las casas de linaje, y ellos visitaban los inmensos templos de la plaza central para las grandes fiestas en honor de los antiguos dioses. Ahí se reunían también todos los macehuales, la gente común de México-Tenochtitlan: artesanos, vendedores, pero sobre todo labradores que plantaban maíz, calabaza y frijoles, chile y legumbres en las chinampas de los alrededores. Todos honraban y servían a su gobernante, el sagrado tlatoani, y a sus nobles; les daban de comer, construían sus casas, peleaban en sus guerras.

    Ahora, en cambio, eran los conquistadores españoles quienes vivían en medio de la Ciudad de México y los mexicas, tanto pipiltin como macehuales, debían obedecer a esos nuevos amos, tan fuertes y temidos. Les entregaban alimentos, cargaban las piedras y las vigas para levantar sus lujosas casas, acudían a las misas en sus nuevas iglesias. Los señores, antes tan orgullosos, tan ricos, tan respetados, no habían tenido otro remedio que mudarse a vivir a los barrios donde antes vivían los macehuales. Pero aun ahora intentaban a toda costa diferenciarse de sus antiguos servidores: exigían que les dieran comida como en los viejos tiempos, pretendían obligarlos a reconstruir sus antiguas casas, demolidas o abandonadas por la guerra. Y lo que era más grave, querían apoderarse de las parcelas de los labradores. Pero no las codiciaban para plantar ellos la tierra, desde luego, sino para venderlas a los españoles y así poder recuperar sus fortunas, pagar sus nuevos palacios, comprarse las vistosas ropas y los aparatosos muebles que venían del otro lado del mar.

    Por esa razón, le explicaba una y otra vez Francisco, el libro de historia y su mapa de San Juan Tenochtitlan debía demostrar que las tierras pertenecían en verdad a los macehuales, y no a los ávidos pipiltin. Debía servir para defender la herencia de cada barrio, para que sus pobladores pudieran seguir plantando sus chinampas, fabricando sus vasijas de barro y sus recipientes de mimbre, tallando la madera, viviendo, en fin, de la manera humilde y honesta en que los habían enseñado a vivir sus padres y a ellos sus abuelos, y para que pudieran también enseñarles a hacer lo mismo a sus hijos y a sus nietos.

    Por eso, el tlacuilo puso tanto esmero en pintar ese mapa con todos sus detalles, recordando cada lección del arte de la tinta y los colores que le enseñaron sus mayores. Sabía desde luego que sus maestros no habrían aprobado que usara el papel de algodón de los españoles, ese frágil material que no era tan elástico como la piel de venado, ni tan fibroso como el papel de amate. También estaba seguro de que no comprenderían que escribiera en un libro encuadernado a la manera de un códice, con las hojas de papel separadas entre sí por cortes de cuchillo, pegadas a un lomo duro por uno de sus lados y encerradas por unas portadas rígidas que parecían apretarlas en una prisión de la que no podían escapar. En verdad fue su aprendiz, la joven Marta, quien le explicó que este tipo de cuaderno era fácil de cargar y resistía muchos maltratos. Además, lo que era aún más importante, tenía la forma de los libros de los castellanos por lo que, al usarlo, evitarían que confundieran la nueva historia con un antiguo amoxtli y la quisieran quemar. Francisco Cuetzpalómitl aceptó con entusiasmo los argumentos de la muchacha y consiguió las carísimas hojas de papel venido de un lugar llamado Italia, encuadernadas con gran cuidado por un maestro de la ciudad de los españoles en un volumen de 72 páginas, al que al final de las cuales añadió un gran pliego donde se dibujaría el mapa.

    Pero, sobre todo, el maestro Luis estaba convencido de que los antiguos no aceptarían que hubiera empleado colores desconocidos, como el dorado del nuevo sol o las exóticas pinturas verdes y azules

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