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Desencuentros
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La lectura de este libro, Desencuentros, es un auténtico tesoro –tanto para los que conocen la obra de Edmundo Paz Soldán, como para aquellos que lleguen de nuevas– porque reúne sus dos primeros libros, Las máscaras de la nada (1990) y Desapariciones(1994), que supusieron la presentación formal e impresionante de quien con el tiempo se convertirá en uno de los grandes narradores en español.
Sus cuentos breves y llenos de sorpresas son protagonizados por personajes extraños de sí mismos, atormentados y solitarios; seres diseminados por la geografía de Bolivia y América, y de ahí a Europa y el resto del mundo. Es un libro que explora con ironía y humor negro la realidad cotidiana para revelarnos un mundo de misterios, perplejidades y paradojas. Es un libro fascinante sobre las obsesiones, los fantasmas, la ternura y el amor. Es Paz Soldán.
"En sus cuentos, sigue siendo el policía de sobretodo que apenas entra en la escena del crimen sabe que se trata siempre de averiguar sobre el corazón humano".
Sergio Ramírez
"Con la herencia de Borges y Cortázar, Paz Soldán salta entre simulacros y pasadizos. Su confianza en las palabras y su imaginación desbocada logran conquistar aquello que sus personajes buscan".
Patricio Zunini
"Son tantos los libros de relatos que desfilan cada año ante los ojos, que recibir el impacto de la literatura grande y sin trampas acrecienta la celebración".
Ernesto Calabuig
"Prueba formatos hasta manejarlos a la perfección, y lentamente abandona los moldes clásicos y se vuelve aún más excéntrico y extraño de lo que es en principio".
Álvaro Bisama.
Sus cuentos breves y llenos de sorpresas son protagonizados por personajes extraños de sí mismos, atormentados y solitarios; seres diseminados por la geografía de Bolivia y América, y de ahí a Europa y el resto del mundo. Es un libro que explora con ironía y humor negro la realidad cotidiana para revelarnos un mundo de misterios, perplejidades y paradojas. Es un libro fascinante sobre las obsesiones, los fantasmas, la ternura y el amor. Es Paz Soldán.
"En sus cuentos, sigue siendo el policía de sobretodo que apenas entra en la escena del crimen sabe que se trata siempre de averiguar sobre el corazón humano".
Sergio Ramírez
"Con la herencia de Borges y Cortázar, Paz Soldán salta entre simulacros y pasadizos. Su confianza en las palabras y su imaginación desbocada logran conquistar aquello que sus personajes buscan".
Patricio Zunini
"Son tantos los libros de relatos que desfilan cada año ante los ojos, que recibir el impacto de la literatura grande y sin trampas acrecienta la celebración".
Ernesto Calabuig
"Prueba formatos hasta manejarlos a la perfección, y lentamente abandona los moldes clásicos y se vuelve aún más excéntrico y extraño de lo que es en principio".
Álvaro Bisama.
Autor
Edmundo Paz Soldán
Edmundo Paz Soldán is the author of six novels and two short story collections. He was awarded the 2002 Bolivian National Book Award for Turing’s Delirium and a 2006 Guggenheim Fellowship. He has won the National Book Award in Bolivia, the prestigious Juan Rulfo Award, and was a finalist for the Romulo Gállegos Award. He is an associate professor at Cornell University. One of the few McOndo writers who live in the United States, he is frequently called upon as the movement’s spokesperson by the American media.
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Desencuentros - Edmundo Paz Soldán
Edmundo Paz Soldán
Desencuentros
Edmundo Paz Soldán, Desencuentros
Primera edición digital: mayo de 2018
ISBN epub: 978-84-8393-630-6
© Edmundo Paz Soldán, 2018
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
Colección Voces / Literatura 259
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
Correo electrónico: [email protected]
A la mayor parte de mi todo: mis padres, Raúl y Lucy;
mis hermanos, Patzy, Marcelo y Roxana
«I’m a writer», Wade said.
«I’m supposed to understand what makes people tick.
I don’t understand one damn thing about anybody».
Raymond Chandler, The Long Goodbye
Las máscaras de la nada
Primera parte
La madre
Allá están ellos: desde aquí no puedo distinguir con claridad sus facciones. Tal vez alguno esté dibujando una sonrisa, tal vez alguno tenga su mirada fija en mi mirada. Nunca sabré qué están pensando ahora, por donde divaga su imaginación en este instante sin prisa.
La tarde se apaga en el horizonte, el cielo sin el azul que conocí en otros días. Recuerdo a mi madre y sus consejos, tan distantes y a la vez tan cercanos; recuerdo también sus presagios, de los cuales siempre me burlé: entonces yo no era el que soy ahora. Ella, quizá adivinaba al que yo sería.
Alguien profiere una orden y ellos disparan. Siento finos dardos clavándose en mi pecho, dilacerando mis carnes, disipando mi vida. Mis manos amarradas se crispan, mi cuerpo resbala exánime junto al poste.
El día sigue su curso y poco a poco me olvida.
La fuga
El 8 de junio de 1987, a las cuatro y cuarto de la tarde, en el penal de San Sebastián, Cochabamba, Bolivia, se produjo la fuga de Remigio Pedraza, oficial de guardia.
Veintisiete de abril
Era el cumpleaños de Pablo Andrés y decidí obsequiarle la cabeza de Daniel, perfumada y envuelta con elegancia en lustroso papel café. Supuse que le agradaría porque, como casi todo buen hermano menor, odiaba a Daniel y no soportaba ni sus ínfulas ni sus cotidianos reproches.
Sin embargo, apenas tuvo entre sus manos mi regalo, Pablo Andrés se sobresaltó, comenzó a temblar y a sollozar preso de un ataque de histeria. La fiesta se suspendió, los invitados nos quedamos sin probar la torta, alguien dijo son cosas de niños, y yo pasé la tarde encerrado en mi dormitorio, castigado y sintiéndome incomprendido.
Un domingo perfecto
Tres autos bomba estallaron en Madrid, dejando un saldo de catorce personas muertas y nueve heridas.
En Perú, el grupo terrorista «Sendero Luminoso» intensificó sus acciones de violencia, que ya han provocado 16 000 muertos desde su aparición en 1980.
Ante la perspectiva de un acuerdo este-oeste para retirar de Europa los misiles de corto y mediano alcance, los ministros de defensa de la OTAN acordaron perfeccionar e incrementar las fuerzas y armamentos convencionales.
Tropas de Sri Lanka irrumpieron en los bastiones separatistas tamiles de Jaffna y Uduppiddy, provocando más de mil bajas en la población.
Una multitud asistió a las exequias del premier libanés asesinado, Rashid Karami. La OMS informó que el SIDA ya ha alcanzado proporciones pandémicas, que son 50 571 los casos oficialmente registrados y que la enfermedad se ha detectado en ciento once países, siendo Estados Unidos el poseedor del 69.5% del total mundial.
Las potencias industrializadas de Occidente y Japón anunciaron, al término de la Cumbre de Venecia, menores perspectivas de crecimiento para las naciones endeudadas del sur, precios en baja de sus materias primas y mermas en sus posibilidades de hacer frente a la deuda que las acosa, pero les ofrecieron solo una reiteración del plan Baker y algunas medidas adicionales de escasa importancia.
Gustavo Urquidi dejó el periódico a un lado de la cama y deslizó su mirada por los amplios ventanales de su habitación. El cielo estaba completamente despejado. Era un domingo perfecto. Sonrió: podría ir al fútbol con su abuelo y luego, al anochecer, visitaría a Cecilia. Pasaría un agradable momento con ella, conversando y escuchando música.
La transformación
Empuñó el instrumento con precisión, observó nuevamente aquel temeroso semblante, apretó los labios y, poco a poco, su brazo trazó un arco en el aire hasta que la hoja afilada rasgó aquella piel morena, blanda como un jabón. Observó la hendidura, la sangre escurriéndose en hilillos viscosos, y contuvo una exclamación. «Me estoy volviendo hombre –pensó–. Me estoy volviendo hombre».
Después de algunos segundos de duda, repitió la operación: el brazo volvió a describir en el aire una línea curvada, la hoja de acero volvió a hendir con violencia aquella carne irritada, ardorosa como una lengua de fuego. Observó aquellas facciones laceradas por el dolor, aquella mirada incolora y nerviosa, y sintió que lo peor había pasado. «Por fin lo hice –pensó–. Me estoy volviendo hombre».
Escuchó un rumor de bisagras enmohecidas, dirigió la mirada hacia la puerta y encontró la delgada y furiosa silueta de su padre, las palabras que sumergían su cuerpo en un pozo sin fondo; entonces, olvidando el dolor y con la vergüenza adherida a su piel como un emplasto humillante, dejó caer la máquina de afeitar.
La familia
–¡Soy inocente, yo no maté a mi padre! –exclamó mi hermano, desesperado, apenas escuchó la sentencia. Me acerqué a él, intenté infundirle ánimo, le dije que yo le creía (y era verdad: tenía la certeza de que no mentía), pero mis palabras eran vanas: su nuevo destino estaba sellado. Apoyó su cabeza en mi pecho, lloró.
Fui a visitarlo todos los sábados por la tarde, durante veintisiete años, hasta que falleció. En el velorio, al mirar su precario ataúd desprovisto de coronas y recordatorios, sentí por primera vez el peso amargo del remordimiento.
El encargo
Solicitaron sus servicios para eliminar a una persona por quien sentía un aprecio particular. Enfundado en su vasto silencio y esbozando un leve gesto de duda, recibió el adelanto convenido. Como siempre, no preguntó los porqués, aunque esta vez le hubiera gustado hacerlo.
Por la noche, fue a un sórdido bar a tres cuadras de su departamento. Allá se encontró con Carlos, un amigo lo suficientemente lejano como para desconocer su oficio. Bebió, conversó, cantó con él hasta rayar el alba; antes de despedirse brindó por la salud de su víctima, y luego, sin explicaciones para Carlos, lloró.
Despertó al mediodía en la penumbra de su habitación, sumergido en su camastro con las ropas aún puestas y el crepitar de un incendio en la cabeza. Una ducha con agua helada lo reanimó por completo. Se despidió de Mariel, su esposa, y fue a cumplir el encargo.
Trató de disipar los vestigios de escrúpulo que aún le sobrevenían; luego, los ojos entrecerrados por la angustia, disparó. Al ver el rostro desencajado de su víctima, las comisuras de sus labios se contrajeron en desgarrada mueca de impotencia: yacía frente al espejo del baño, exánime. Mariel se había convertido en una hermosa y joven viuda.
Las líneas
Cuando las primeras luces del día comienzan a atravesar las ventanas de su atelier, Federico, sin sueño aún, constata que solo le faltan tres líneas para finalizar. Tres líneas blancas y luego podrá dormir en el camastro plagado de cuadros y botellas vacías. Una línea blanca sobre la mesa gris, una línea blanca en diagonal sobre uno de los mosaicos azules, y la última, la más difícil, dividiendo en dos la mancha negra del veneno para ratas.
Federico piensa que, después de todo, ha sido una noche provechosa: Karina se había ido a las tres y media, luego de posar cinco horas para él; quiso quedarse a dormir pero él resistió a la tentación: necesitaba, antes de la llegada del día, algunas horas en soledad. Y piensa que esas horas no han sido vanas: como todas las madrugadas en el atelier, se ha encontrado a sí mismo.
Antes de iniciar el final, Federico toma un vaso de vodka y recuerda a Van Gogh: Ah, Van Gogh. Algún día. Luego, se sube a la mesa gris, se inclina sobre ella y comienza a aspirar la primera línea blanca.
Desapariciones
Cuando llegó a su departamento, una nota lo enteró de que su mujer se había marchado con sus dos hijos. Pensó: por ella no me preocupo, no faltará quién la ayude. Y por ellos, tampoco: ya saben todo lo que tienen que saber.
Después, cuando no halló sus ahorros acumulados en veintinueve tenaces, pacientes años, pensó en suicidarse. No encontró su revólver. Ella lo necesitará más que yo, pensó. Decidió arrojarse del balcón. Pero el balcón había, también, desaparecido, y con él la calle y los autos que iban y venían, la gente que cruzaba las aceras y los otros edificios y el cielo que a veces era de un azul vibrante y otras de tormenta.
Decidió no hacerse de tantos problemas y encendió el televisor.
Lógica
Alguien ha disparado: el eco del pistoletazo aún resuena en mis oídos: alguien ha recibido un disparo: los gritos de sorpresa y dolor aún perduran en mí.
Yo no he sido el que ha disparado. Yo no he sido el que ha recibido el disparo.
Ergo: no ha sucedido nada.
La fe y las montañas
El domingo por la tarde, el Tunari se desplazó algunos kilómetros hacia el sur y el San Pedro se acercó, lenta pero perceptiblemente, hacia el centro de la ciudad, ambos levantando inmensas cortinas de polvo que impidieron la visibilidad por el resto del día. De nada sirvió. El lunes a la madrugada, mi madre murió.
Historia de Adolfo
De los casos más extravagantes de desdoblamiento de la personalidad que conozco, citaré el de Adolfo Molinari, citado a su vez por Antonio Paredes Candia en su décimo tomo de Tradiciones y Leyendas de Bolivia, página 426. Sucedió en Cochabamba, a fines del siglo pasado.
Adolfo se casó a los veintisiete años. Un año después, simultáneamente, se convirtió en viudo y padre de un niño de penetrantes ojos claros. Hasta los cincuenta y ocho años llevó una tediosa vida de funcionario público (se especula que esa habría sido la causa que originó su mal) y luego, de improviso, renunció a su trabajo y no se lo vio más: trancó las puertas y ventanas de su casa y no volvió a salir de ella. Aunque muchos dudaban, otros lo sabían recluido entre aquellas cuatro paredes, silencioso, presente de algún modo en la vida sin matices de fin de siglo.
Tres años después, su hijo, que había llevado una vida errante, apareció muerto en la colina más alta de la ciudad, crucificado. Los buscadores del culpable llegaron a su casa y, ante la ausencia de respuesta, forzaron la puerta. No lo hallaron (y no lo hallarían, y nadie más volvería a verlo, aunque algunos dicen que no ha muerto, que está aquí todavía); encontraron, en cambio, algunos objetos extraños, y guiándose por anotaciones en un papel arrugado que quizá servía de ayudamemoria, descifraron sus usos: una brújula desvencijada para «agitarla tres veces y producir tormentas, cuatro veces para terremotos», un martillo para «introducirlo en un balde y lograr sequías, colocarlo bajo la cama para iniciar guerras, ponerlo sobre un armario para finalizar guerras», un dardo de hierro oxidado para «arrojarlo a la pared y conseguir hambrunas, al techo para deponer presidentes, dormir con él para iniciar democracias», un vaso
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