Gozo desafiante: Aferrarse a la esperanza, la belleza y la vida en un mundo que sufre
Por Stasi Eldredge
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Estamos llamados a “estar siempre gozosos” (1 Ts. 5.16). ¿Qué significa esto, y cómo puede ser posible?
Todos gastamos mucha energía buscando la felicidad, pero no somos capaces de aferrarnos a ella. Cosas suceden en la vida real, y nuestras circunstancias nos llevan por un viaje de altas y bajas. Entonces, el llamado que nos hace la Biblia a "estar siempre gozosos" parece una locura, y fuera de alcance. Pero no tiene que ser así.
Debemos tener gozo, un gozo tan grande que desafíe a este mundo caído. Este gozo no es simplemente felicidad con esteroides; es la seguridad inquebrantable de que el dolor y la pérdida no tienen la última palabra. Es la firme determinación que se manifiesta en cualquier situación para interpretar tanto la bondad como el dolor a la luz de las Escrituras.
En Gozo desafiante, Stasi Eldredge, con valentía, sinceridad y vulnerabilidad nos invita a un lugar más allá de la tristeza o la felicidad. Nos muestra cómo mantener una postura desafiante que no niega ni resta importancia a nuestro dolor, sino que se atreve a vivir con una esperanza inquebrantable.
Stasi Eldredge
Stasi Eldredge es una autora superventas del New York Times, y se han vendido casi tres millones de ejemplares de sus libros, que han cambiado la vida de las mujeres de todo el mundo. Maestra y conferencista, Stasi es la directora del ministerio de mujeres en Ransomed Heart y dirige los retiros internacionales de Cautivante. Su pasión es ver las vidas transformadas por la hermosura del evangelio. Ella y su familia viven en Colorado Springs, Colorado.
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Gozo desafiante - Stasi Eldredge
Introducción
¿Por qué Gozo desafiante? ¿Por qué no leer un libro sencillamente sobre el gozo? La respuesta es fácil. En este mundo en el que vivimos, tener gozo a menudo parece algo a la vez loco e inalcanzable. Por eso el título de este libro incluye la palabra desafiante. Desafiante significa ir contra la marea. Significa ir contra corriente, incluso cuando el caudal está compuesto por una fuerte corriente de desesperación y dificultad.
Tener gozo en medio del dolor, o de las noticias actuales que nos llegan, puede parecer imposible; y por nosotros solos, es imposible. Pero como dijo el ángel Gabriel tras su extravagante declaración a María de que ella, siendo virgen, daría a luz un hijo que sería el Salvador del mundo: «Porque para Dios no hay nada imposible» (Lucas 1.37).
El gozo ha de ser para nosotros, un gozo que es desafiante en medio de este mundo quebrantado. Nuestros corazones deben hacerse eco del latir de nuestro gozoso Dios. Ahora bien, esto no tiene que ver con ir dando saltitos por el jardín cantando: «Estoy muy feliz en Jesús cada día». Se trata de estar presente ante cualquier cosa que pueda salir a nuestro encuentro y, en medio, tanto de la bondad como del dolor, conocer el gozo.
Se necesita desafío para creer que el dolor y la pérdida no tienen la última palabra. Se necesita una fortaleza de espíritu que hay que nutrir. Significa tomar por completo las riendas de nuestra vida pero interpretarlas según lo que recalca el cielo. Negar la verdad de la realidad no es la respuesta; estar totalmente presente ante ella sí lo es.
La invitación de Dios a «regocijarse, otra vez digo, regocijarse»¹ viene a nosotros en medio de nuestros valles más bajos, así como en nuestras cumbres más altas. ¿Cómo hacemos eso? Descubrámoslo juntos.
Uno
Un desafío santo
El gozo es el asunto serio del cielo.
— C. S. LEWIS
Es una mañana tranquila. La casa está vacía salvo por nuestros dos resignados perros, resignados porque sienten que su dueña no les llevará a pasear en un buen rato. Lo saben por mis lentos movimientos, lo cual causa que su exuberancia natural disminuya. Esta mañana no me permitiré dejarme seducir por sus ojos delicados y llenos de deseo. Lo siento, chicos. La cama está muy calentita, y es mi día libre.
De repente, la quietud se rompe cuando mi Golden más joven, Maisie, aún un cachorro para todos los efectos, se aleja súbitamente de mi cama y comienza a ladrar con indignación. Me imagino cuál es la razón. Es el ladrido que suele usar para alertar a todo su entorno de que la vaca de algún vecino ha traspasado los límites de nuestra propiedad. Mirando desde la ventana de mi cuarto, veo un confundido ternerito negro, aún con el trasero tierno con la señal de una marca demasiado nueva todavía, vagando por nuestro lado de la valla. Nuestro ofendido perro dejará que este ternero, separado de su madre de lentos movimientos, se dé cuenta de su error. No habrá reuniones en el porche frontal de Maisie.
En la paz que regresa cuando Maisie se calma, tras haber ladrado al ternero de camino, observo que el aire huele a humo. Estamos ahora en el apogeo del verano: época de incendios. En algún lugar cercano algo se está quemando. Demasiado cerca.
El olor a humo me solía gustar. Me recuerda a las fogatas en los campamentos y conversaciones comiendo malvaviscos tostados en las llamas cuando era niña. Ahora, no obstante, estoy demasiado familiarizada con los incendios forestales. Hemos pasado por tres incendios desde que nos mudamos a Colorado, pero el incendio del Cañón Waldo que asoló Colorado en 2012, quemando 347 hogares y devorando 18.000 acres de fabuloso bosque, había sido el más cercano. Las voraces llamas llegaron hasta solo siete metros de nuestra casa. Los valientes bomberos y la Base de Fuerza Aérea Vandenberg «Hot Shots» lo dieron por perdido, poniéndose al otro lado de la calle de nuestra casa contra el furioso infierno. Evacuamos rápidamente, impactados y llorando, y durante largos minutos no sabíamos si viviríamos o moriríamos, tragados por las llamas. No. La fragancia del humo ya no me parece reconfortante.
Existen llamas a nuestro alrededor, ¿no crees? Todo el tiempo. San Pedro describe nuestra vida aquí en esta tierra como «fuego de la prueba» (1 Pedro 4.12). Tragedias, angustias, presiones, enfermedades e irritaciones grandes y pequeñas aparecen de forma indiscriminada, y no se limitan a una etapa. Yo me pongo muy enferma, pero mi esposo se enferma aún más al mismo tiempo; y mis hijos se ven ante una crisis y recibimos una llamada informándonos de la muerte de un ser querido; y llega la carta de Hacienda diciéndonos que nos van a hacer una inspección; y nos llega una petición de ayuda a nuestro correo de una amiga porque su hijo se quiere suicidar; y la fecha límite para un proyecto está pendiente; y otra amiga ha descubierto que tiene un bulto en su pecho; y todo esto ocurre en el plazo de dos días.
La vida es dura, y parece que no amaina.
Sé que en comparación con la mayoría, mi propia vida no ha sido tan mala. No soy refugiada. No estoy viviendo en medio de una tierra llena de sequía, orando para que mi hijo sobreviva un día más. Mi realidad cotidiana no está en medio de una zona en guerra (bueno, al menos una guerra visible). No vivo en la calle. Tengo un techo sobre mi cabeza. Tengo agua corriente que no me enferma. Cuando pongo mis pies en el piso tras dormir otra noche, lo hago sobre una alfombra. Soy residente de Estados Unidos y tengo una vida de lujo en comparación con el noventa por ciento de la población del mundo. Soy muy consciente de todo esto.
Pero estos hechos, aunque son ciertos y aleccionadores, no me ayudan la mayoría de las veces. Muy frecuentemente sirven solo para avergonzarme e impedirme estar presente ante el dolor en mi vida que amenaza con tragárselo todo, como un incendio forestal que parece cercano. Demasiado cercano. Sí, quiero ser consciente de otros en otras partes del mundo. Quiero crecer en compasión, pero eso requerirá que sienta mi propio dolor, que no huya de él mediante comparaciones que solo sirven para disminuir mi propia dureza. Cuando no tengo compasión por mí misma en mis propias pruebas, mi compasión por otros también disminuye: por aquellos cuyo dolor he conocido en parte y aquellos cuyo dolor no he sentido. Además, la gracia de Dios no está presente en mis comparaciones. Está aquí para mí en mi momento. Si huyo de mi realidad, también huyo de la presencia de Dios.
Así que mi corazón otea el horizonte en la quietud de la mañana cuando el tenue olor a humo va aumentando, y me pregunto: «¿Dónde estás, Dios?».
Y la respuesta llega desde lo más hondo. «Estoy aquí mismo».
Desafío, no negación
Nuestra casa había sido invadida por luces de hadas. Luces parpadeantes de Navidad, ramas de encimas, lazos rojos y el olor a pino llenaban el salón. Era la noche de nuestra fiesta anual de Navidad, y yo estaba lista. Había estado decorando durante semanas. Incluso el baño tenía un pequeño trineo.
Una vez al año, nuestro equipo se reúne en nuestro hogar para celebrar todo lo que Dios ha hecho a través de nuestro pequeño ministerio. Meditamos. Damos gracias. Celebramos. Nos reímos. Y todos nos vestimos muy bien para hacerlo. Además, hacemos un cáterin, así que eso es todo. Lo preparamos con dos meses de antelación, y según se acerca la fecha, la expectativa de gozo aumenta exponencialmente.
Ese año tuve un momento libre la tarde de la fiesta antes de vestirme, así que como suele pasar, me conecté a la Internet para ver lo que ocurría en el mundo. Eché un vistazo a mis correos electrónicos. Actualicé el estado de mi Facebook.
Al hacerlo, me enteré de lo que había ocurrido ese día y lloré con asombro y desesperación. Mi alma se llenó de ira y de un profundo dolor.
Un hombre armado había abierto fuego contra niños en edad escolar de primaria, matando a veinte niños de seis y siete años en una terrible y horrible matanza. Seis adultos de la plantilla escolar también fueron tiroteados y abatidos. Fue la matanza más mortal en una escuela de Estados Unidos. Tras arrebatar brutalmente esas preciosas vidas, el pistolero se había suicidado.¹
Encontré a mi esposo y le conté la tragedia. Los dos lloramos y oramos juntos. Después, al pensar en toda la gente que estaba a punto de aparecer en nuestra casa, nos preguntábamos: ¿Cómo podemos celebrar la vida ante tal maldad y pérdida?
Y fue entonces cuando nació el término «gozo desafiante». No podíamos cancelar la fiesta. Nos reuniríamos. No fingiríamos que los disparos no habían ocurrido, ni olvidaríamos que toda una comunidad estaba doliéndose por la pérdida de los niños, pero proclamaríamos que aun así, aun así, había una razón para celebrar, particularmente ya que era Navidad, cuando nos juntamos para honrar y celebrar la invasión del reino de Dios. Eso es Navidad, ya sabes. Es una invasión.
La batalla entre el bien y el mal no podía haber sido más cruda ese día, y parecía que el reino de las tinieblas se había llevado la victoria. Pero teníamos que recordar que Jesús había entrado en las tinieblas y había llevado la luz. Su vida eterna marcó el final del gobierno del mal y proclamó la victoria final del reino de Dios. Sí, se estaba librando una batalla, pero Jesús la había ganado, y se nos invitaba a proclamarlo y hacer que se cumpla.
Cuando todos estuvimos reunidos en nuestro hogar esa noche, hicimos una pausa y oramos y, en silencio, honramos a las vidas perdidas y las familias que cambiaron para siempre. Y después dirigimos nuestro corazón a Aquel que es nuestra esperanza en medio de la pérdida y el dolor inexpresable. Gracias a Jesús, su muerte, su resurrección y su ascensión, escogimos honrarlo y celebrar que Él había ganado y aún está ganando.
Celebramos. Hablamos hasta muy tarde junto a las luces y la música de Navidad. Nos quedamos ahí merodeando, acercándonos más al fuego de los corazones de los demás que, de no haber sido así, no lo habríamos hecho debido al dolor. Estábamos desafiantemente gozosos.
El gozo desafiante es distinto a una mera resistencia. Y es algo totalmente distinto a la negación.
Día 26 de abril de 2001, son las 11:00 de la mañana. Mi madre acababa de morir. Su deceso fue santo. Mis hermanas, mi tía y yo estábamos reunidas alrededor de su cama en su casa, cantando para despedirla hacia la eternidad. Fue un tiempo precioso y sagrado, incluso más porque pudimos compartirlo juntas. A la 1:00 de la tarde, los serios y respetuosos hombres de traje negro entraron con una camilla para llevarse su cuerpo. Fue en este momento cuando la realidad de nuestra pérdida sacudió a una de mis hermanas y le afectó mucho. Ella necesitaba más tiempo con mi madre. Años de estar físicamente y emocionalmente distante le alcanzaron. Ahora se negaba a dejar que los entristecidos hombres hicieran su trabajo. Ellos finalmente tuvieron que irse con las manos vacías.
Eso al final resultó ser bueno, ya que permitió que hubiera tiempo para que mi tía tomase fotos. Debe ser una costumbre de Dakota del Norte, algo que se hacía antiguamente. No lo sé, no es algo que yo haga. Mi tía se esmeró poniendo flores alrededor de los restos mortales de mi querida mamá y empezó a tomar fotos. Cuando un mes después me llegaron cuarenta y cinco fotos de mi difunta madre, no estaba muy segura de lo que debía hacer con ellas. ¿Enmarcar una?
Horas después de que los aterrados trabajadores funerarios se fueran, regresaron otra vez con la camilla en sus manos. Mi hermana no quería. El resto pensábamos que quizá tendríamos que recurrir a las medicinas, o a una camisa de fuerza, aunque no sabíamos bien si esas cosas serían para ella o para nosotros.
Un cuerpo sin el espíritu no resiste bien. Debíamos dejar el cuerpo de mi madre al cuidado de otros. Por fortuna, mi hermano estaba en casa. Fuerte. Firme. Decidido. Y enojado. Él había decidido no ver el cuerpo de mi madre después de que se hubiera ido a su morada eterna, pero el dolor de mi hermana le obligó a hacerlo. Tuvo que entrar en la habitación de mi madre y convencer a mi hermana de que la dejase ir.
Fue con tristeza, con mucho dolor, y con una cámara lanzando fotos que permanecí allí mientras ellos finalmente se llevaban en camilla el cuerpo de mi difunta madre.
¿Qué puede hacer una tras un momento así salvo acceder a la oferta de mi tía de ir a cenar algo?
De acuerdo. Hagámoslo. Muy bien. Además, ella ya había escogido el restaurante.
Con síndrome de estrés postraumático, todos nos subimos a su automóvil para que nos llevara a un restaurante japonés. ¿Sabes de qué tipo de restaurante estoy hablando? Es uno de esos donde los comensales se sientan en torno a una mesa común mientras el cocinero asombra a sus clientes con su destreza con la cuchillería. Ahí va el calabacín por el aire. Bajan las espirales cortadas. Yo no tenía palabras.
Allí estábamos, recuperándonos del trauma no solo de la muerte de mi madre, sino también del dolor descorazonador de mi hermana, y se supone que debíamos estar jaleando un volcán de cebolla. No hace falta decir que nosotros no fuimos la mejor audiencia del cocinero esa noche.
Te cuento esta historia con su cierto humor macabro como una ilustración de negación. Ir a una cena festiva esa noche fue algo muy distinto a nuestra celebración de Navidad años después. Una fue sincera, seria y presente, tanto para la realidad del día como para la realidad de la eternidad, y la otra fue insensible y nada honrosa, aumentando nuestro dolor al querer reducirlo. No queremos vivir en negación. Queremos abrazar el gozo desafiante.
La noche después del fallecimiento de mi madre sencillamente no era un tiempo para jalear; era un tiempo para llorar. Era un tiempo para permitir que nuestro corazón tuviera quietud, descanso y el reposo que necesitaba para comenzar a asimilar la pérdida. La belleza hubiera ayudado. Un tranquilo paseo por el bosque o junto a la orilla nos hubiera hecho bien; pero en su lugar dejamos que cuchillos, llamas y la supresión del dolor llenaran nuestro corazón. Intentar disminuir el dolor lo único que hizo fue aumentar su potencia.
Ignorar la realidad no produce gozo. Fingir que lo verdadero no existe no es una resistencia santa. Las semillas de gozo solo se pueden plantar firmemente en la tierra áspera del aquí y ahora mientras a la vez se está atado a la eternidad. El gozo está arraigado plenamente en la verdad. El gozo abarca todos los sentidos y es totalmente consciente de la risa, el asombro y la belleza presentes en el momento así como del dolor, la angustia y el temor. El gozo dice: «Aun así, tengo una razón para celebrar».
Una locura, ¿verdad? Suena a Dios. Un Dios que se ríe de las burlas del enemigo, que mira fijamente al dolor a la cara, y proclama con un amor fiero: «Tú no tienes la última palabra». Y mientras lo hace, captura nuestros corazones con una esperanza que desafía a la muerte.
Desafiante quizá no es una palabra que asociaríamos normalmente al Dios vivo, pero en realidad puede encajar bastante bien. Desafío significa resistencia, oposición, incumplimiento, desobediencia, disconformidad y rebelión. Y cuando se trata de cosas que destruyen nuestra alma, esa es exactamente la respuesta correcta.
Somos llamados a resistir las mentiras del enemigo. Como Cristiano en El progreso del peregrino, no acatamos las ofertas del mundo de la Feria de las Vanidades. Se nos enseña a no obedecer el clamor de la carne. Se nos insta a rebelarnos contra el pecado. Mediante la vida de Cristo en nosotros,