Madre de la gracia
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Su condición de Madre del Verbo Encarnado la hace al mismo tiempo Madre de la humanidad redimida y justifica el título de este libro. María es la Madre de la Gracia Divina, con una maternidad que es a la vez formidable y tierna, impresionante y cercana.
Este libro es una síntesis de puntos salientes de vida cristiana, que se iluminan y hacen operativos desde la figura de María. El misterio de María ayuda así directamente a configurar y orientar la existencia de los cristianos según el Evangelio de Jesús de Nazaret.
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Madre de la gracia - José Morales Marín
editor.
I. HONRAR A MARÍA, DEBER DEL CRISTIANO
«Queremos subrayar —se dice en la Exhortación sobre el Culto Mariano de 1974— que la finalidad última del culto a la bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en una vida absolutamente conforme a su voluntad» (Marialis Cultus, 39).
Es que el amor a María está lleno de consecuencias para la vida del creyente. Como todo amor verdadero es un amor que trasforma.
María comienza a introducirnos a cada uno en el sobrecogedor misterio de Dios y nos enseña a estar en el Santuario: nos enseña a estar delante del Señor con una actitud de adoración y de alegría.
El certero instinto religioso del pueblo cristiano, avalado por la Iglesia, llama a la Virgen Asiento de la Sabiduría: Sedes Sapientiae.
Este título lleva un cierto sentido literal y puede tomarse al pie de la letra, porque la Sabiduría de que habla la Sagrada Escritura (Proverbios) es en último término una Persona divina: es la Segunda Persona de la Trinidad, que se asentará en las entrañas de la Virgen al encarnarse por obra del Espíritu Santo.
Pero la expresión asiento de la Sabiduría contiene también otro sentido. Nos habla de un saber último e importante, de una ciencia de la vida, de eso que los antiguos llamaban filosofía, con un significado que llegaron a utilizar frecuentemente los mismos cristianos.
Nos viene a decir, en una palabra, que María y todo lo que Ella es y representa, posee una especial capacidad para introducirnos en las verdades y misterios básicos de la existencia humana.
Nuestra Señora dice pocas cosas con los labios. Apenas se la oye hablar en el Santo Evangelio. Pero lo poco que dice resume lo esencial de la vida cristiana. Aquí están como prueba dos de las siete frases suyas que podemos leer en el libro sagrado: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Y en otro lugar: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5).
La Virgen debe ser oída. Pero sobre todo debe inicialmente ser contemplada. Hay que contemplar a María, hay que fijarse en Ella, hay que detenerse a observarla con mirada sencilla.
Entonces nos asombraremos, nos sorprenderemos y será lo mejor que puede ocurrirnos, porque al menos en este caso sorprenderse es comenzar a entender.
Esto es exactamente lo que ha hecho la Iglesia durante veinte siglos. Ha contemplado a la Virgen y se ha percatado gradualmente de su grandeza y su significado tanto en sí misma como en los planes de Dios.
Los cuatro dogmas definidos (de la Virginidad perpetua, la Maternidad divina, la Concepción inmaculada y la Asunción al cielo), a los que se une la doctrina propuesta en el capítulo VIII de la Constitución Lumen Gentium sobre la Iglesia del último Concilio ecuménico, son una muestra elocuente de firmeza y amplitud en el desarrollo de la fe mariana de los cristianos.
El panorama evangélico se ha ensanchado para nosotros, pero la armonía y los elementos del conjunto son idénticos a los primitivos. Nuestra fe es la de los primeros cristianos. La fe de la Iglesia ha sido siempre la misma, solamente que ahora sabemos y podemos expresarla mejor o con mayor precisión.
Es muy bueno que cada uno de nosotros se esfuerce en recorrer individualmente en el espacio de su vida el mismo Camino de contemplación y meditación recorrido por la Iglesia, para apropiarse personalmente su herencia cristiana, en este caso su herencia mariana.
Es más fácil contemplar a María que hablar de Ella adecuadamente.
Un padre oriental del siglo VIII, llamado Jacobo de Batna, escribe: «el amor me mueve a hablar de la Admirable —así la llama—; pero la sublimidad del tema es demasiado elevada para mí. ¿Cómo empezaré entonces? Gritaré al mundo entero que no soy ahora ni nunca seré digno de alabarla; pero luego, por amor, me dedicaré a anunciar las alabanzas de la Sublime. Porque sólo el amor puede, hablando, evitar cualquier insuficiencia» (Himno, Teología dei Padri 2, Roma, Città Nuova 1974, 165).
En realidad la Iglesia y los cristianos siempre han sabido dirigirse a la Virgen y han encontrado en todo momento el modo de alabarla y de hablar con Ella y sobre Ella.
«Deseamos subrayar —decía el Papa Pablo VI— que el culto que la Iglesia universal rinde hoy a la Santísima Virgen es una derivación, una prolongación y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los tiempos le ha tributado con riguroso estudio de la verdad y con siempre prudente nobleza de formas» (Marialis Cultus, 15).
Nosotros veneramos a María porque es una obra maravillosa de la gracia, porque es santa, porque es la Madre de Dios, porque de Ella nunca se puede decir bastante.
Nuestra piedad mariana no es la fe del carbonero, sino que tiene un sólido y hondo fundamento teológico. La fe mariana de la Iglesia es efectivamente piadosa y docta, que es como decir devota y teológica. Es la fe de todo un pueblo de Dios, que es un pueblo profético, y a la vez de cada uno de los hombres y mujeres que lo componen: es una fe popular e individual.
Sabe manifestarse de un modo solidario y conseguir sin embargo en la persona creyente un profundo grado de interioridad cristiana. Lo vemos en los santuarios marianos, donde siempre hay una multitud, pero una multitud formada de personas concretas que entran llevadas cada una de un deseo íntimo y libre.
Es muy cierto que la conversación entre la Virgen y los cristianos está hecha en gran medida de emociones, que se expresan sobre todo en canciones, himnos, jaculatorias, miradas y —¿por qué no?— también en suspiros. Pero esa conversación descansa sobre una base firmísima, que es la base de la fe, que es la base de la verdad, de la realidad.
En la devoción mariana —como en toda devoción, que es el aspecto subjetivo de la Fe— hay sentimientos. Pero esto no significa que sea un asunto sentimental. Cada sentimiento mariano que podemos experimentar tiene una justificación dogmática.
El sentimiento de veneración profunda hacia María se basa en su dignidad de Madre de Dios; el amor ardiente deriva de que percibimos su maternidad espiritual; la invocación confiada que le dirigimos se explica porque estamos convencidos de su intercesión poderosa; el afán de imitarla es naturalmente provocado por su santidad y sus virtudes.
Nuestra fe y piedad marianas se basan en la Palabra de Dios y en la mejor reflexión cristiana. Se basan en la oración y en el estudio. Es como suele decirse una fe escriturística —tomada de la Sagrada Escritura—, teológica y popular.
Es fe popular porque se apoya en un instinto infalible —profético, dijimos antes— del pueblo cristiano para reconocer la verdad del Evangelio cuando la tiene delante de los ojos. Esta fe mariana popular es tan sólida que ha resistido las embestidas de la secularización y el desgaste de las ideologías, y sobrevive a los cambios sociales y a las nuevas costumbres descristianizadas. La misma fe mariana de los cristianos ha evitado que el proceso secularizador haga sus peores estragos y llegue a tener consecuencias fatales e irreparables.
Es la fe de un nuevo pueblo elegido, formado de individuos, que se han decidido a elegir con Cristo la senda estrecha, es decir, que se han decidido, con la ayuda de la gracia, a exigirse más que los demás hombres y mujeres con el fin de poder servirles mejor a todos y llevarlos en último término a la santidad y a la salvación. «El Hijo de Dios, el verdadero hombre, es la medida del verdadero humanismo. Adulta no es una fe que sigue las olas de la moda y de la última novedad. Adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno, y nos da la medida para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad» (Homilía del Cardenal Ratzinger en la Misa por la elección del Papa, 18 de abril de 2005).
Algunos se atreven de vez en cuando a presentar la devoción mariana como una concesión de la Iglesia a una piedad ingenua, impropia de cristianos bien instruidos en su fe.
Es ésta la opinión irreverente de quienes olvidan que las expresiones o títulos de la Virgen usados por los cristianos sencillos tienen todos una sólida e incuestionable base teológica.
Hay que decir que si alguno no la tuviera, no importaría demasiado, porque la Iglesia —además de ser un pequeño rebaño— es también un gran pueblo. Si se reconoce y acepta la existencia de un catolicismo popular debe aceptarse también que tiene un derecho a sus modos de expresarse, siempre que no nieguen la fe correcta o vayan directamente contra ella. Cuando la piedad popular llama a la Virgen divina o usa en su devoción palabras como adorar, no usurpa nada propio de Dios. Quiere sólo decir que María se halla cerca del Señor como ninguna otra criatura y que merece una veneración superior a la de ángeles y santos.
Las invocaciones de las Letanías marianas podrían parecer dictadas en algunos casos por un exceso de afecto. En realidad no hay ningún exceso. Proceden todas de una auténtica teología, de una teología arrodillada, como lo es