La revolución chilena
Por Peter Winn
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El libro empieza con un resumen de las dos historias chilenas: la que cuentan las élites y la que vivieron los trabajadores del campo y la ciudad. Los capítulos centrales analizan el proceso que encabezó Salvador Allende, tanto la revolución desde arriba como aquella que, desde abajo, protagonizaron los trabajadores, campesinos y pobladores. Para graficar esa historia, Winn toma casos ejemplares, como la industria Yarur, el fundo Ruculán y el campamento Nueva La Habana, enriqueciendo el relato con el trabajo de investigadores chilenos y extranjeros, y los aportes de la historia oral. El libro separa el primer año del gobierno de Allende, caracterizado por el optimismo y el éxito, de los complejos dos años que vinieron después, al tiempo que analiza las debilidades y errores del proceso revolucionario, y la forma en que algunos de sus éxitos —la redistribución del ingreso, por ejemplo— fueron transformándose en una de las bases de sus problemas económicos, sociales y políticos. Finalmente, Peter Winn aborda el proceso contrarrevolucionario, desde su fracaso en 1970 hasta la consolidación que supuso la dictadura; la resistencia a Pinochet, y la transición hacia la democracia. El libro concluye con un epílogo que explora el legado de la revolución chilena para los movimientos sociales de las décadas siguientes, incluso para la revuelta estudiantil de 2011
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- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Revolución??? Puros delincuentes apoyados por el grupo de Puebla, el pc chileno y Venezuela. Pura kk
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La revolución chilena - Peter Winn
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«La tierra del fin del mundo»
En una de sus lenguas indígenas, ‘Chile’ significa «tierra del fin del mundo». Un nombre adecuado para la más remota de las colonias americanas de España. Chile es el país más aislado de Sudamérica. El desierto más seco del planeta lo separa de Perú por el norte. Al este, las montañas más altas del hemisferio hacen de fronteras con Bolivia y Argentina. Su límite occidental es el mayor océano del mundo, mientras que en el extremo sur se extiende la Antártica. Este aislamiento geográfico ha reforzado la creencia de los chilenos en el carácter único de su experiencia nacional.
Chile es una angosta franja de tierra que se extiende entre la cordillera de los Andes y el océano Pacífico. Con 4200 kilómetros de largo y apenas 140 de ancho promedio, Benjamín Subercaseaux llamó «una loca geografía» a esta superficie que, en total, equivale aproximadamente al tamaño de Francia. Pero sus singularidades no terminan aquí, pues, a diferencia de Argentina o Brasil, sus más importantes recursos hidrográficos interiores son lagos y no ríos, y sus tierras más fértiles son valles montañosos y no zonas bajas fluviales. Aún más, sus bosques lluviosos son templados y su región más austral es extremadamente fría.
Pero a pesar de su angosta y limitada superficie terrestre, Chile, que se extiende desde los trópicos hasta la Antártica, tiene una geografía notablemente variada que Gabriela Mistral, su primer Premio Nobel de Literatura, describió como «una síntesis del planeta»: «Comienza en el desierto, lo que es comenzar con una esterilidad que no ama al hombre. Se humaniza en los valles. Crea un hogar para seres vivientes en la amplia zona de agricultura fértil. Tiene, al final del continente bosques de belleza grandiosa, como para terminar con dignidad, y finalmente se derrumba en el mar como una ofrenda compartida de vida y muerte».
La geografía histórica de Chile es menos poética. Aunque los españoles que invadieron Chile venían desde Perú, se establecieron en los fértiles valles del centro para evitar los duros desiertos del norte. La excepción fue la nortina ciudad de Arica, puerto por donde la plata de Potosí (en el altiplano de Bolivia) era embarcada para hacer los primeros pasos de un largo camino hacia Europa y Asia. En el sur, la resistencia indígena convirtió el río Biobío en una frontera de guerra entre la colonia española y los mapuches, el pueblo indígena más numeroso, que detuvieron el avance europeo en una línea fronteriza generalmente tranquila. Gradualmente, la colonia se expandió hacia la parte septentrional en el semiárido Norte Chico, atraída por las vetas de plata y cobre y por la necesidad de mantener relaciones con Perú. Sin embargo, no fue hasta fines del siglo xix que Chile, ya una república independiente, tomó posesión de la árida pampa del Norte Grande, luego de la guerra del Pacífico (1879-1883), para apoderarse de los recientemente apreciados desiertos ricos en nitrato pertenecientes a Perú y Bolivia. En ese tiempo fueron derrotados los mapuches a manos del ejército chileno ayudado por el ferrocarril y las armas modernas, y por la colonización de sus bosques alpinos y praderas que llevaron a cabo inmigrantes traídos con ese propósito desde el sur de Alemania.
La derrota de los mapuches creó un vacío de poder en la Patagonia que tanto Chile como Argentina compitieron por llenar. La disputa terminó con la incorporación de las laderas occidentales de los Andes al territorio del primero, junto con las islas y tierras de la Patagonia del oeste, y Tierra del Fuego, que Chile dividió —y disputó— con Argentina, en una contienda que casi los llevó a la guerra por las islas antárticas y los hielos patagónicos a fines del siglo xx. Como en el caso de Estados Unidos, la colonización inicial de Chile y su posterior expansión fue un proceso violento a expensas de sus vecinos y pueblos indígenas. La «loca geografía» fue forjada con balas y sangre.
El aislamiento de Chile y su singular geografía física han alimentado su sentimiento de diferencia. Pero su geografía humana —y su mitología nacional— es también muy diferente a la de sus vecinos. La población de Chile ha sido siempre más pequeña y concentrada. También ha sido menos diversa, con pocos africanos y asiáticos. Su principal pueblo indígena, que conocemos como mapuche, era guerrero, tenía un sistema político descentralizado y una modesta cultura material, pero resistió exitosamente durante tres siglos la conquista española. Un limitado número de europeos se estableció en Chile durante el período colonial y no hubo una masiva inmigración a fines del siglo xix y comienzos del xx, aunque un número significativo de alemanes, italianos, eslavos, árabes y judíos llegaron al país. Por lo tanto, la inicial fuerza de trabajo se formó en Chile con los indios capturados y esclavizados hasta que la mezcla racial produjo durante el siglo xviii una subordinada mano de obra mestiza.
El mito de la identidad chilena consiste en que es una nación racialmente homogénea, producto de la fusión de dos «razas» guerreras, los españoles y los mapuches, cuya valentía y virtudes militares fueron celebradas en el poema La Araucana, ficción fundacional del país. Escrita por Alonso de Ercilla, un noble español que luchó en esa guerra, constituye un poema épico singular porque destaca los méritos de los «bárbaros» enemigos del imperio español, cuya resistencia obligó a los conquistadores a aceptar como frontera el borde de la zona boscosa que era el corazón de la tierra mapuche y a crear un inusual ejército permanente encargado de su defensa. Actualmente, más de un millón de los diecisiete millones de chilenos reconoce ascendencia mapuche, aunque la mayoría habita en las ciudades y no en el campo.
Grupos pequeños de aimaras viven en el altiplano limítrofe con Bolivia, pero los pueblos indígenas del extremo austral están actualmente extinguidos, como resultado de una deliberada política de exterminio por parte de los chilenos que querían apoderarse de sus tierras. Por otra parte las élites chilenas, están orgullosas de sus ancestros europeos y de su cultura. Históricamente, han mirado al «bajo pueblo» con un prejuicio de clase que oculta un racismo que equipara a las clases más bajas con los indígenas o mestizos aunque nunca se habla de raza. Las élites ven a la mayoría de sus compatriotas como «rotos» que no sirven para nada y que tienen que ser obligados por el control social para que contribuyan al progreso nacional —y a la riqueza de la élite— con su trabajo no calificado.
También la historia de Chile es muy diferente a la de sus vecinos. Para empezar, los mapuches, el mayor grupo indígena, nunca fueron conquistados o sometidos durante el período colonial, e incluso limitaron el dominio español a la parte norte del territorio, más allá del cual el espacio continuaba perteneciéndoles. Aunque en los siglos xix y xx Chile ha sido conocido por su riqueza mineral —plata, salitre, cobre— durante el período colonial no fue mirado como un sitio de gran valor económico. Su lugar en el imperio español era más bien el del bastión defensivo, y su papel, disuadir a los enemigos extranjeros como Sir Francis Drake para que no atacaran Perú y se apoderaran de su legendaria riqueza de plata, sustento financiero de sucesivos monarcas de Madrid.
El comienzo de la economía chilena estuvo más orientada a la agricultura de autoabastecimiento, seguida en el tiempo por una ganadería que necesitaba poco trabajo y que encontró un mercado para su producción en las bolsas de piel de oveja que transportaban el tóxico mercurio desde Huancavélica a Potosí para refinar el mineral de plata y en las cajas de cuero donde se guardaban las barras que viajaban desde Potosí a Arica para ser llevadas en barco a Europa o Asia. Pero los valles chilenos fértiles y bien regados contenían rica tierra agrícola a fines del siglo xvii, cuando un terremoto devastó la agricultura peruana y las haciendas chilenas llenaron el vacío de la capital virreinal y la abastecieron con granos y otros alimentos. A esto se agregaba el modesto ingreso que producían las minas de cobre ubicadas en el norte y las ventas de alimentos y productos artesanales para los soldados españoles de la colonia al sur de la frontera mapuche.
Como se pensaba que esta colonia estratégicamente importante no tenía las riquezas con que Perú atraía a los colonos, Madrid decidió permitirles privilegios que se les negaban en otros lugares. La encomienda, sistema de trabajo forzado que permitía trasladar los tributos pagados por los indígenas de la Corona a los colonos, había sido abolida en la mayor parte del imperio para el siglo xvii, pero se mantuvo en Chile hasta fines del xviii y favoreció el desarrollo de grandes latifundios. También la esclavitud indígena, prohibida en casi todo el imperio fue permitida en Chile para los prisioneros tomados en las guerras mapuches o los huarpes capturados en el lado argentino de los Andes y traídos a Chile desde Cuyo, región administrada en la época colonial desde Santiago.
Sin embargo, ya llegando al siglo xviii, la mayoría de la mano de obra en las propiedades rurales era aportada por los inquilinos mestizos, peones residentes que entregaban su trabajo a cambio de una casa y una huerta, pero que dependían de la buena voluntad del dueño del latifundio. Por entonces, una élite chilena había emergido, con una base de tierras suplementada con minas y comercio. Durante el siglo xviii, creció su riqueza gracias al trabajo de sus dependientes y de las utilidades de sus fundos, minas y exportaciones. Esta élite patricia casaba a sus hijos con funcionarios y oficiales españoles, educaba a sus hijos con jesuitas y usaba su fortuna y su influencia para elevar el estatus de sus linajes.
En sus propiedades rurales, la élite colonial chilena estaba compuesta por señores de facto que dispensaban justicia y generosidad en igual medida: hacían de padrinos para los hijos de «su gente» y de jueces y jurados frente a las ofensas cometidas en contra de su orden social rural. Construyeron sus casas en ciudades coloniales como Santiago, que era una simple aldea en 1700 y, un siglo más tarde, una próspera capital provinciana que ostentaba una arquitectura neoclásica, una casa de moneda y una nueva catedral. Sin embargo, y a pesar de su creciente riqueza, la élite chilena seguía siendo un grupo de austeros patricios que no hacían ostentación de su fortuna, cuyo modelo era la República de Roma y no el Imperio. Los relatos de viajeros la describen como un cuadro de sobriedad, que favorecía los colores neutrales o atenuados, un reflejo de un conservadurismo social que sigue existiendo en el Chile de hoy. Esta élite patriarcal sería la encargada de dar forma a la historia nacional y a sus instituciones durante el próximo siglo y medio, dialogando a veces con la mayoría de pobres, pero más a menudo en tensión con sus trabajadores, campesinos y pueblos indígenas. Ambas modalidades aparecieron durante la lucha de Chile por la independencia, que comenzó en 1811 con una declaración. Sin embargo, las divisiones en las filas patriotas permitieron que los españoles reconquistaran Chile desde Perú en 1814. Si, en 1818, la Independencia se alcanzó fue gracias a la ayuda del poderoso ejército argentino de José de San Martín, cuyo épico cruce de la cordillera de los Andes es celebrado en ambos lados.
El camarada de armas chileno de San Martín fue Bernardo O’Higgins, hijo ilegítimo de uno de los últimos gobernadores españoles de Chile, que creía que su papel era hacer cosas por el bien de los chilenos aunque fuera por la fuerza. O’Higgins gobernó como autoritario director supremo hasta que fue obligado a renunciar en 1823. El resto del decenio fue testigo hasta de un fracasado experimento de federalismo bajo gobernantes liberales anticlericales, que finalmente fueron derrotados por los conservadores dirigidos por Diego Portales en 1830. Comerciante por profesión, elitista por educación y autócrata por instinto, Portales fue un conservador pesimista que creía que solamente «el peso de la noche» —es decir la ignorancia del pueblo— permitiría a las élites gobernar en su nombre. En caso de que ese peso se alzara, advertía, las élites chilenas debían regir con «el palo y el bizcocho» que, según decía, «son los remedios con los cuales toda la nación puede ser curada, por arraigados que sean sus malos hábitos». Durante las décadas que siguieron, cuando la mayoría de los chilenos pobres comenzó a cuestionar ese derecho de la élite o la desigualdad social que lo sostenía, el palo se usó más que el bizcocho. La Constitución conservadora de 1833 estableció una república autocrática en la cual un Ejecutivo fuerte gobernaba un Estado centralizado mediante elecciones manipuladas y represión a los opositores. Ciento cuarenta años más tarde, otro autócrata, el general Augusto Pinochet, se declararía seguidor de Portales. Ambos priorizaron la estabilidad por sobre la libertad, impusieron el terror a sus opositores y aceptaron pocas restricciones a su poder. Otros objetivos que compartieron fueron el crecimiento económico y la disciplina fiscal, sobre la base se que el gobierno autoritario era una precondición para el avance económico. Pero además, Portales buscó consolidar la ley y el poder cívico y establecer la moral pública.
La consolidación del Estado portaliano por los tres decenios siguientes, gobernado cada uno por un presidente fuerte, dio a Chile una estabilidad y una fuerza que contrastaron con el desorden y los continuos levantamientos que ocurrían en las repúblicas vecinas. Posiblemente Chile fue el primer Estado nación moderno en la América española. Esos avances fueron ratificados con la victoria militar de Chile sobre Perú y Bolivia en 1839. También se reflejaron en una administración efectiva que impulsó el crecimiento económico con la colaboración de comerciantes ingleses y de otras naciones europeas que hicieron de Valparaíso el principal puerto de la costa del Pacífico en Sudamérica.
A mediados del siglo xix, Chile siguió siendo una sociedad ampliamente rural con una economía basada en la agricultura, pero la mayor parte de los ingresos provenían de la minería: la plata y el cobre. Las exportaciones de trigo y harina se multiplicaron, alimentando las fiebres del oro de California y Australia, y abriendo mercados en Francia y Alemania. Pero la prosperidad de Chile seguía siendo dependiente de las exportaciones mineras, cuyos precios declinaron en los años setenta, causando una crisis económica profundizada por el fracaso de la cosecha de trigo en 1876-77.
La solución de Chile para esta crisis fue provocar otra guerra con Perú y Bolivia por la posesión de sus áridos desiertos al norte de Chile, cuyos nitratos comenzaban a ser demandados por Europa para la industria química, la fabricación de explosivos y los fertilizantes.
Cuando se disipó el humo de la Guerra del Pacífico (1879-83), y habían terminado las negociaciones diplomáticas y las maniobras de mercado, la bandera chilena flameaba sobre los desiertos del Norte Grande, ricos en salitre, y el capital británico se había adueñado de las minas.
Fue esta combinación —el Estado chileno garantizaba la estabilidad social y política, y los ingleses aportaban el capital, la tecnología y la comercialización— la que condujo al «boom» salitrero que, entre 1884 y 1914, enriqueció a las compañías británicas y a la élite chilena, pero generó un alto costo social para sus trabajadores, que permanecían de sol a sol en terribles condiciones, pagados con fichas que solo podían gastarse en el almacén de la compañía y sujetos a castigos corporales en su propio país por los administradores ingleses al margen de los tribunales y sin derecho a reclamos o recursos.
Las huelgas y luchas de los trabajadores fueron legendarias, pero así fueron también los castigos impuestos por los patrones ingleses. Y cuando estos no bastaban para mantener el control social, los británicos dueños de las minas llamaban al Estado de Chile para que aplicara la represión que culminó en 1907 con una masacre en la que posiblemente más de mil huelguistas, con sus mujeres y niños fueron ametrallados por el Ejército chileno en la escuela Santa María en el nortino puerto de Iquique donde habían llegado en busca de una solución para sus demandas. Claramente, tanto el Estado chileno como la élite que representaba estaban más inclinados a usar el palo que a dividir el bizcocho.
Pero la élite local estaba dividida en cuanto al uso que debía darse a la bonanza salitrera. El presidente liberal José Manuel Balmaceda intentó negociar con los ingleses por una más amplia participación chilena en el salitre y por usar una parte de las rentas del nitrato para expandir el Estado centralizado, construyendo más infraestructura y promoviendo la industria nacional. También quería usar el poder del Estado para limitar el de los monopolios británicos privados y estimular la propiedad chilena de campos salitreros.
La mayoría parlamentaria era parte de la oposición conservadora, y muchos de sus miembros eran poderosos latifundistas, preocupados de que Balmaceda pudiera usar el Gobierno central, cuyos recursos se habían incrementado mucho, para manipular las elecciones y asegurar la victoria de un presidente de la república que fuese también liberal. Una caída de mercado del salitre y un estallido de inquietud en la zona salitrera, agregaron combustible a los fuegos políticos. En 1891, se produjo como resultado una guerra civil que ganaron los opositores de Balmaceda agrupados en el Congreso con la ayuda del dinero británico, barcos de guerra franceses y armas y oficiales alemanes.
José Manuel Balmaceda, el presidente chileno al que Allende más admiraba, se suicidó —el final de una trayectoria que tuvo misteriosas similitudes con la suya ocho décadas más tarde—. El «boom» salitrero disimuló el costo político de la guerra civil y la imposición de una elitista república parlamentaria (1891-1925) cuyos numerosos partidos y rivalidades personales no pudieron ocultar su escasa base social o limitada visión política.
Aún más, a pesar de la prosperidad y del crecimiento, el auge del salitre también significó altos costos para Chile. El más importante fue un siglo de inflación que se convirtió en su enfermedad económica, además de la dependencia del volátil mercado europeo del salitre, más allá de su control y objeto de conmociones externas. Por otra parte, la Primera Guerra Mundial no solamente privó a Chile de los importantes mercados alemanes, sino también convenció a sus líderes de la necesidad de inventar salitre sintético, lo que puso fin al «boom» y socavó el mercado del salitre y otros nitratos naturales.
Pero los beneficios que las élites obtuvieron del «boom» eran tan grandes que los costos fueron, en general, pasados por alto. Las rentas del salitre no solo financiaron la modernización de las Fuerzas Armadas y la expansión del Estado, sino también la transformación de la propia élite. Distribuida entre sus miembros a través de préstamos de los bancos locales y tasas de interés negativas, las rentas del salitre chileno permitieron a las élites satisfacer sus pretensiones «eurofílicas» y sus fantasías aristocráticas. Construyeron en sus fundos elegantes mansiones con parques y esculturas que contrastaban brutalmente con las casuchas de sus inquilinos. En las grandes ciudades edificaron palacios cuyo tamaño y solidez evidenciaba el estatus que habían alcanzado, mientras sus trabajadores vivían en escuálidos conventillos o «ranchos» suburbanos. Remodelaron sus ciudades de acuerdo a los últimos diseños europeos; construyeron teatros y oficinas de gobierno que eran testigos de su sofisticación y cultura; transformaron espacios públicos en parques y levantaron monumentos que subrayaban sus aspiraciones, mostrando una cara pública de virtudes cívicas a través de la transformación privada de su cultura material, estatus social y autoimagen. Para las élites chilenas, la era del salitre fue una verdadera edad de oro.
En este contexto, no fue ninguna sorpresa que en 1910, centenario de la Independencia de Chile, las élites estuvieran orgullosas de cómo se habían comportado durante el siglo en que habían estado a cargo del país, empezando por la