Memorias de un vigilante
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Memorias de un vigilante - José Sixto Alvarez
José Sixto Alvarez
Memorias de un vigilante
Publicado por Good Press, 2022
EAN 4057664116529
Índice
I
DOS PALABRAS
II
EN LOS UMBRALES DE LA VIDA
III
EL VAIVÉN DEL MUNDO
IV
DE ORUGA A MARIPOSA
V
DE PARIA A CIUDADANO
VI
EL TUFO PORTEÑO
VII
MOSAICO CRIOLLO
VIII
LOS BOCETOS DE UN MIOPE
IX
CINEMATÓGRAFO
X
LA LINTERNA DE REGNIER
XI
BROCHAZOS MINISTERIALES
XII
ENTRETELONES POLICIALES
XIII
SIEMPRE ADELANTE
MUNDO LUNFARDO
XIV
EN LA PUERTA DE LA CUEVA
PERSPECTIVAS
ENTRE LA CUEVA
ELLAS
ELLOS
EL CAMPANA
EL ARTE ES SUBLIME
EL CAFÉ DE CASSOULET
EL BURRO DE CARGA
LOS QUE CARGAN CON LA FAMA
EL PANAL EN LA LENGUA
NO LE SALVÓ SER MINISTRO
CUPIDO Y CACO
EL PRIMER CLIENTE
AL REVUELO
XV
LOS MISTERIOS DE BUENOS AIRES
XVI
EL HOMBRE PROVIDENCIAL
NOTAS
I
Índice
DOS PALABRAS
Índice
No abrigo la esperanza de que mis recuerdos lleguen a constituir un libro interesante; los he escrito en mis ratos de ocio y no tengo pretensiones de filósofo, ni de literato.
No obstante, creo que nadie que me lea perderá su tiempo, pues, por lo menos, se distraerá con casos y cosas que quizás habrá mirado sin ver y que yo en el curso de mi vida me vi obligado a observar en razón de mi temperamento o de mis necesidades.
II
Índice
EN LOS UMBRALES DE LA VIDA
Índice
Mi nacimiento fue como el de tantos, un acontecimiento natural, de esos que con abrumadora monotonía y constante regularidad se producen diariamente en los ranchos de nuestras campañas desiertas.
Para mi padre, fui seguramente una boca más que alimentar, para mi madre, una preocupación que se sumaba a las ocho iguales que ya tenía, y para los perros de la casa y para los pajaritos del monte que nos rodeaba, una promesa segura de cascotazos y mortificaciones que comenzaría a cumplirse dentro de los tres años de la fecha y duraría hasta que los vientos de la vida me arrebataran, como a todos los congregados por la casualidad bajo aquel techo hospitalario.
Concluía quizás la primera década de mi vida, cuando un buen día llegó a la casa una tropa de carros, que, desviándose del camino que serpenteaba entre las cuchillas, allá en la linde del monte, venía a campo traviesa buscando un vado en el arroyo, que disminuía en una mitad el trecho a recorrer para llegar al pueblo más cercano.
El capataz habló con mi padre; y éste, de repente, me hizo señas de que me acercara, y dijo:
—¡Este es el muchacho!... Como obediente y humilde, no tiene yunta[1]... ¡el otro que podía igualarlo se nos murió la vez pasada!... ¡Como conocedor del monte y del arroyo, lo verá en el trabajo!
A mí me zumbaron los oídos, y no pude saber lo que el hombre contestó; sin embargo, me di cuenta, así en general no más, de que ya no podría extasiarme a la sombra de los espinillos florecidos viendo cómo las lagartijas se correteaban sobre la cresta de los hormigueros, haciendo relampaguear sus armaduras brillantes, ni pasarme las horas muertas, escuchando el contrapunto de las calandrias y de los zorzales, estimulados por el lamento de los boyeros parados al borde de sus nidos, colgados allá en la extremidad de los gajos más altos y flexibles de los molles[2] y coronillos[3].
Mi padre me sacó de mi éxtasis con su voz ronca y varonil, esta vez impregnada de una dulzura desconocida.
—¡Oiga, hijito!... ¡Vaya, traiga su petisito bayo[4] y ensíllelo!... ¡Va a acompañar a este hombre, que es su patrón!
III
Índice
EL VAIVÉN DEL MUNDO
Índice
Las corrientes del mundo me arrebataron y luché con ellas con suerte varia; ninguna ¡ay! volvió a traerme hasta los montes nativos, y cuando un día—después de muchos años—volví a ellos, ya no guardaban sino restos miserables, escapados al hacha del montaraz; y del pobre rancho y de la familia que lo ocupó, ni el recuerdo siquiera.
¿Qué fue de los míos?
¿Qué fue de las hojas del tala frondoso, en cuyas ramas flexibles mi madre colgaba la cuna de sus hijos, aquel noque[5] de cuero que la brisa mecía cariñosa?
¿Qué fue de los trinos del boyero y del contrapunto de las calandrias y de los zorzales?
¡Sólo quedan en mi memoria como un recuerdo!
Sirviendo de guía a las tropas de carretas, picando[6] éstas cuando ya mis músculos lo permitieron, de peón aquí, de vago allá, llegó un día para mí dichoso y bendecido—porque es el origen de mi felicidad actual—en que una leva[7] me tomó y puso punto final a mis correrías de vagabundo, perfilando sobre la figura mal pergeñada[8] del pobre gaucho ignorante la simpática silueta del soldado.
Recuerdo, como si fuese ayer, las circunstancias en que fui tomado y voy a tratar de pintarlas, no con la pretensión de hacer un cuadro sino con la intención de presentar una escena de nuestros campos, vulgar y corriente en tiempos no lejanos, pero hoy ya casi exótica, debido a las exigencias de la vida.
IV
Índice
DE ORUGA A MARIPOSA
Índice
Tras un galope de algunas leguas—andaba de vago y era joven y aficionado al baile y las buenas mozas—llegué al viejo rancho desmantelado y solitario—veterano de cien tormentas—donde se iba a bailar, cosa que no era muy frecuente entonces, dada la escasez de población en aquellos parajes.
Al acercarme al palenque, ya pude contar cuántos me habían precedido en la llegada y hasta saber quiénes eran: allí estaban sus caballos a modo de tarjeta de visita.
Primero, el petiso de los mandados—maceta[9] y mosqueador[10]—que buscando verse libre de las sabandijas[11] u obedeciendo a la costumbre de evitarlas, había ido retrocediendo hasta apartarse del grupo, y sembrando el trayecto recorrido con las pilchas[12] del muchacho a cuyo servicio lo había condenado la suerte, que nunca le fue propicia; luego los mancarrones[13] de algunos gauchos pobres y de los viejos vagos del pago, con sus aperos formados con prendas de procedencia diversa y de más diversa fabricación, con sus riendas peludas y anudadas y con sus cinchas enflaquecidas de puro dar tientos para remiendos; y, finalmente, algunos redomones[14] bravíos, que al sentirme llegar yerguen las orejas, relinchan y se agitan, indicándome que ya hay mocetones que me harán competencia en el corazón de las dueñas de esos otros pingos, cuidados y lustrosos, tusados[15] con coquetería, y cuya crin ha servido para dibujar ya un arco atrevido, ya una guarda griega caprichosa, y que lucen bozales tan primorosos y cabestros tan llenos nos de bordados y de adornos.
Son pingos del andar de gente presumida, y hasta con pespuntes de elegantes mozas.
Previo el consabido ladrido de los perros—arrancados por mi llegada a un sueño plácido y tranquilo, el relincho de los redomones del palenque, los saludos del dueño de la casa y las vichadas de las mozas y mocetones, que, cortos[16] con los forasteros, se han ocultado en el rancho, eché pie a tierra y fui a