¡No te mueras, Eli!
Por Lorena Amkie
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Comentarios para ¡No te mueras, Eli!
4 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5El exceso de chistes y la falta de seriedad y objetividad del libro hicieron que no me gustase para nada. Considerando el público juvenil e infantil, este tipo de narraciones exageradas pierden su esencia. Me hubiera gustado algo más serio, que el tono de la historia no siempre fuera tan "chistoso".
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¡No te mueras, Eli! - Lorena Amkie
Para Lucy, Mily, Yoel, Daniela y Eli:
su existencia hace que yo quiera crear cosas bellas
Para D.V., por la seguramente indeseable inspiración
Existe algo tan inevitable como la muerte:
la vida.
CHARLES CHAPLIN
0
Redacto esta bitácora en caso de que el proyecto no funcione: puedo acabar enfermo, en estado vegetal, mutilado, desmembrado, crucificado, enterrado vivo, quemado o, aún peor, en la cárcel. Dado que no tengo amigos, novia, pretendientas ni familia cercana a la cual le importe mi destino, la escribo como testimonio del proceso que estoy a punto de emprender. De modo que, si alguien entra algún día a esta casa vieja y encuentra este diario, no me importará que mi historia se convierta en una leyenda urbana o en la cápsula informativa de algún programa llamado Accidentes Extraños o Gente Rara. Al menos alguien sabrá que existo. Bueno, más bien que existí Eso suena feo. Hay que tener fe: no tengo por qué fracasar en esto también.
1
Estiro bien las piernas: quiero espacio de sobra para cuando me encuentre aquí dentro.
—Me parece, joven, que es algo grande para usted. ¿Quizá podría interesarlo en alguna de nuestras tallas infantiles…?
—Pero ¿cómo se atreve? Tengo diecisiete años. A mi edad, Mozart ya había compuesto tres óperas, aunque no voy a discutir. Quiero ver uno más ancho.
—¿Más…? Dígame, ¿será un regalo? ¿O es para usted?
—Es para mí. Más ancho. Y más largo —agrego, altivo.
—¿Y para cuándo está planeando el… ejem, evento?
—Lo necesito lo antes posible. En negro, forrado de este terciopelo y con una almohadita.
—¿Almohada? Pero nosotros…
No veo por qué no he de tener una almohada. Saco la chequera y una pluma fuente de la bolsa de mi saco.
Almohada
, repito sin verlo directamente a la cara; así le doy la impresión de ser un señor muy ocupado. Cuando ignoras a la gente, te toma más en serio. Me dicta la cantidad y yo le hago el cheque. Listo: acabo de comprar el ataúd más elegante de la tienda.
2
—Quítese la ropa y póngase esta bata —dice la enfermera.
Tomo la bata y la pongo en el banquito del vestidor. Pienso que es cuestión de tiempo para que la enfermera salga y me quito los zapatos. La miro y le sonrío. No parece con intención de irse. Me desabrocho el cinturón, al que tuve que hacer un nuevo agujero con un picahielos. Toda la ropa me queda grande. Los pantalones resbalan hasta mis rodillas y me los quito. Me saco la playera y la doblo. La pongo al lado de la bata.
Veo a la enfermera y tiene los ojos muy abiertos. Abre un poco la boca, asombradísima. Sale del vestidor y oigo sus pasos rápidos. No tengo ni idea de qué ha pasado. Veo una pelusita en mi ombligo y me apresuro a desterrarla. A los pocos segundos entra y trae de la mano a otra enfermera.
—¡Mira! —dice, entusiasmada—. ¡Mira qué peludo es! ¡Parece un mono!
La nueva enfermera, de aspecto amable, parece incómoda. Le susurra algo en el oído y ni se atreve a mirarme. No me muevo: es interesante obtener una reacción así por mi vello corporal.
—Mmm —digo en voz alta—. Mjm.
Cruzo las piernas y observo mis calcetines, que traen un agujero extraño en el dedo chiquito. Casi siempre se rompen en el dedo gordo, y los míos tendrían todas las probabilidades de romperse así porque no me gusta mucho cortarme las uñas de los pies, y las de los dedos gordos en especial crecen con mucha valentía. Tamborileo los dedos de la mano sobre una rodilla, como si esperara algo importante.
—Disculpa a mi compañera. Yo me encargaré de ti, ¿está bien? —dice la nueva enfermera mientras la otra cierra la puerta.
Me pongo de pie y le ofrezco la mano. Esto parece confundirla, aunque de todas formas la estrecha.
—Fenomenal —le digo, y agito su mano.
—¿Quieres ponerte la bata? —pregunta.
Le suelto la mano y, claro, estoy desnudo. Aunque no del todo: llevo los calcetines. Tomo la bata y me la pongo. La nueva enfermera me guía a una báscula y me pesa.
—Estás muy flaquito —dice.
Me mide y no comenta nada de mi estatura. Caminamos hacia la sala de la máquina y me alegro de haberme dejado los calcetines, porque el piso está frío.
—Piensa en cosas bonitas —sugiere la joven enfermera con dulzura.
Le digo que no es necesario, porque estar en una máquina así siempre me hace sentir como un superhéroe atrapado en una de esas trampas complicadísimas que idean los villanos, artefactos que pretenden torturar psicológicamente al paladín y tardan horas en aniquilarlo. La enfermera comenta que es bueno que tenga una imaginación tan maravillosa. Sospecho que no le interesa, pero no me importa y le digo:
—Como el reloj de arena de Batman, la serie vieja donde sale Adam West y es un Batman gordo con orejas de cartón. El Guasón lo mete en un reloj de arena gigante y se va a hacer más fechorías, seguro de que el Hombre Murciélago no hallará el modo de escapar a su muerte inminente.
La enfermera levanta la mirada de lo que está haciendo —ajustar las correas en mis tobillos— y me sonríe. Le pregunto cómo se llama: Eva.
—Y entonces, Eva, Batman encuentra una manera de desviar un rayo de sol hacia el vidrio del reloj gigante, que se quiebra, y lo deja libre para salvar Ciudad Gótica una vez más. ¡Aleluya! —grito tan efusivamente que Eva pega un respingo.
Me sonríe otra vez con un gesto maternal que indica que, por más que haya leído mi expediente, no cree que tenga diecisiete años. O tal vez sea igual de maternal con todos; no lo sé ni me importa: no me voy a encelar por una enfermera. Se acerca al pequeño armario de donde sacará el bario tan apetitoso que he de tragarme. ¿De dónde habrá obtenido la arena el Guasón? Eva me da la lata con expresión de pena.
—No estés triste, Eva. He tomado cosas peores.
No sabe cómo reaccionar y sólo ladea la cabeza. Tomo la lata, digo salud
mientras le propongo un brindis imaginario, y me bebo el líquido. Para ser honesto, no recuerdo haber consumido jamás algo más inmundo.
—Está delicioso, Eva, gracias. Aunque habría estado mejor en las rocas —le digo, y no puede evitar sonreír.
Tira la lata vacía en el recipiente de desechos tóxicos y eso me inquieta ligeramente. Acabo de beber quinientos mililitros de algo que Eva considera que no debe ser tocado por manos humanas ni derramado en la tierra so riesgo de incubación de plantas radiactivas, quizá dentadas. Ya no soy Batman: soy el doctor Jekyll. Si fuera un científico con un álter ego monstruoso, le diría a Eva que se fuera lo más lejos posible, que no respondo de mí mismo. Le diría, mientras mis músculos se inflan y me crece una horrenda joroba: Mátame, querida, te lo ruego. No me dejes convertir en ese monstruo, libérame de mí mismo, sálvame…
. No conozco a Eva lo suficiente como para saber si me mataría o no. Ahora se dirige a las correas en mis muñecas. Extiendo los brazos en cruz y, como no quiero arruinarle la fantasía, no le revelo que mi imaginación tan maravillosa me hace pensar en la Inquisición, en una máquina de tortura fabulosa como las que diagramaba cuando era niño. Me pregunta si me encuentro cómodo y le digo que sí, aunque resulta evidente que la comodidad no es el atributo en que pensó el diseñador de esta máquina prodigiosa.
—Estás tan flaquito —dice Eva con ternura y sigue recorriendo las correas, que no están acostumbradas a huesos tan angostos.
—Eso dice mi novia —le digo.
—Ay, ¿tienes novia? ¡Qué lindo! —opina, y me siento como un niño de diez años que le dijera a su maestra que está enamorado de ella.
No me ofendo, porque ni siquiera tengo novia.
—Listo. Comenzaremos en tres minutos. ¿Te sientes bien? —pregunta Eva mientras recorre mi pequeña humanidad con la mirada.
—Fabuloso. ¡Aleluya! —y la pobre se sobresalta otra vez.
Le hace una seña al operador de la máquina y me pregunta por última vez si me encuentro bien. Asiento con la cabeza y es como si le hubiera dicho al que baja la palanca de la silla eléctrica que ya estoy preparado, que ya dije mis últimas plegarias y despedidas de este mundo: ¡Bájela ya, maldita sea, bájela de una vez!
. Si fuera un criminal peligroso, Eva no estaría aquí.
La máquina empieza a moverse y me gira hacia el lado izquierdo. La marea en mi estómago emite ruidos extraños. Como si fuera una lavadora de ropa. El Hombre Lavadora de Ropa. No es un superhéroe muy glamoroso. Las placas que toman los rayos X se mueven encima de mí y registran. La máquina rechina, me devuelve al centro, descansa un segundo y me voltea hacia el lado derecho. Miro de reojo y veo a Eva sentada en un banquito. La prueba toma dos horas; las enfermeras nunca se quedan. Encuentra mi mirada y se levanta deprisa.
—La correa te lastimó el tobillo —dice con tristeza.
Me asomo y sólo alcanzo a ver la uña de mi dedo chiquito asomando por el hoyo de mi calcetín. Ella se dirige al armario y vuelve con alcohol, algodón y una venda.
—No es necesario, Eva. Ni me duele.
De todas maneras humedece el algodón y advierte:
—Puede que arda un poquito.
—Gracias, Eva —digo, y tengo ganas de agregar: Eres un ángel
; me parece una frase trillada, pero adecuada para la situación.
—¿Eva?
—¿Sí?
—Nadie me había acompañado antes en este examen. Me lo he hecho doce veces y las enfermeras siempre se van. Y la verdad es que ni siquiera es doloroso. No tienes nada que hacer aquí.
Eva se pone de pie. Se irá, claro, le acabo de decir que no tiene nada que hacer aquí, pero en el fondo era algo bueno. No se va. Camina hacia mí y se detiene frente a la máquina. Voltea a verme a la cara y dice:
—Entiendo a la perfección lo que quieres decir.
Le sonrío y le creo. Es posible que nadie antes me haya entendido mejor. Revisa el vendaje, me parece que como un pretexto. Regresa a su banquito y se sienta. Cruza la pierna y el zapato blanco cae al suelo. No intenta ponérselo de nuevo. Es genial.
3
Al llegar a casa me siento irritable y agotado. Lo único que me queda para mejorar mi ánimo es fantasear con Eva, aunque la pobre no lo merezca. ¿Qué puedo hacer? Es una mujer hermosa y yo soy un hombre hecho y derecho, o al menos hecho y algo chueco. ¡Ay, Eva!, con tus pantaloncitos blancos, tu pseudobata/pseudocamisa de enfermera con la que es imposible fantasear de lo fea que es, tu peinado de monja… Retiro lo dicho: las monjas no tienen pelo. De maestra regañona, entonces: estirado, sin un pelo fuera de lugar, aunque a ti, Eva, se te ve hermoso y perfecto. Eres Mina Murray cuando se topa con Drácula en el pueblo, con su sombrerito verde y su vestido recatado; y luego Mina cuando está a solas con él, cabello suelto, satín rojo y escote que se mueve a cada suspiro. Escogí a Mina porque, antes de ser vampira, era una niña buena y, mi querida Eva, tú pareces una niña buena. No te ofendas: en la fantasía yo tampoco era yo, sino un tipo interesante y con acento transilvano al que una victoriana ultrasexi iría a visitar en forma voluntaria. ¿Cuántos años tienes, Mineva
? ¿Qué quieres ser de grande? ¿Quién es tu superhéroe favorito? No me rompas el corazón, nena, ni me digas que estás casada o que tienes un hijo o algo así. Hay tipos que pueden hablarle así a las mujeres, decirles nena
, chiquita
… Esos tipos compraron el paquete supercombo, que incluía huesos anchos, vello corporal moderado, rasgos varoniles y voces profundas. A mí sólo me alcanzó para el pa’-que-te-quedes-solo, que trae papas chicas y un muñequito de Disney.
Hablando del rey de Roma, ahí viene Fernando. Maldita sea: tengo que invertir algo de lo que mi madre me envía para poner cortinas en las ventanas y que este mongol no me vea. Claro, es jueves y se escabulle para venir a ver Noches de clímax en mi tele. Ojalá hubiera invertido en cortinas y no en Cinemax: ahí me ganó la adolescencia, lo admito. Lo peor es que no me gustan esas películas, con sus músicas de elevador y esas enormes rubias que acabarían aplastándome en vez de haciendo el amor conmigo. Uf, si Fernando supiera que uso la expresión haciendo el amor
, no dejaría de molestarme. O sea: todo sería exactamente igual a como es ahora. Siguiente inversión: nuevas bisagras para la puerta y un maldito candado.
—¿Qué pex, Mini-mi?
Detesto que me llame así. No sé de dónde sacó la idea de que parezco su clon en una proporción de sesenta por ciento.
—Necesitas poner cortinas, güey. Si alguien pasa por acá, podría vernos… —y hace ese nefasto movimiento con la mano.
—Por favor, no me relaciones con tus actividades masturbatorias —le suplico.
Aclaro: yo jamás haría eso con alguien más a la vista. Y aclaro doble: Fernando nunca ha hecho eso en mi casa. Que yo sepa.
—Actividades masturbatorias.
Suena bien. Pon cortinas para tus actividades masturbatorias.
—Ya sé que necesito poner cortinas, aunque para que tú me dejes en paz —le digo.
—Oye, ¿y qué? ¿Ya? ¿Te retiraste? ¿Al demonio con la prepa para ti?
Mis malestares y exámenes médicos me hicieron faltar cuatro días, no más, pero por supuesto que está en mis planes retirarme. Hay dos tipos de personas que no necesitan terminar la prepa: las que se morirán prontísimo y las que ya están muertas. Abro la boca para inventarle algo, aunque él sigue hablando: no he aprendido que a Fernando lo que le gusta es escuchar su propia voz.
—A huevo, güey. Pinche escuela: yo también la dejaría si mi jefe me dejara entrar a trabajar con él de un vez.
Su jefe
: su padre. Tiene una fábrica de tornillos y cosas así, pero insiste en que Fernando acabe la prepa y una carrera.
—A este paso nunca voy a dejar de estudiar —y se deja caer en mi viejo sillón; el polvo vuela por todas partes—. Ahora dice que me va a mandar a Estados Unidos para acabar la prepa. ¿Qué escuela fufurufa me va a aceptar allá?
Ninguna.
—Ninguna —contesta su propia pregunta—. A mí lo que me urge es ganar lana ya. Pinche escuela: no sirve para nada.
Ya se apoderó del control y está cambiando los canales. Yo estoy de pie junto al sillón, deseando, como siempre, que me deje solo y, como siempre, permanezco con la boca cerrada porque no me atrevo a pedirle que se largue.
—¿Y tú qué? ¿Qué haces todo el día, eh?
Otra vez estoy por abrir la boca, pero…
—Güey, todo el mundo preguntó por ti —dice sin mirarme, mientras sigue cambiando los canales.
—¿De verdad?
—Sí… Viviana me agarró en el recreo y me preguntó qué pex contigo, porque sabe que somos amigos.
—¿Ah, sí? —pregunto.
—¡Claro que no, güey! ¡No mames! Si esa vieja ni sabe cómo te llamas.
Se saca los tenis y se acomoda en el sillón. Sus calcetines tienen huecos en el mismo lugar que los míos, aunque eso no me convierte en su clon. Ah, Viviana. Tiene nombre de malvada de telenovela, pero no podría decir que me haya tratado mal alguna vez. Fernando tiene razón: aquella diosa con pechos más grandes que mi cráneo, falda más corta que lo correcto y labios de pucherito perpetuo no sabe cómo me llamo ni le importa.
—Eres un cavernícola —le espeto en voz baja y me voy a mi cuarto, con la bitácora apretada contra el pecho.
—Pero ¡sí me agarró en el recreo! —alcanzo a oír que me grita—, así que dije la verdad en algo, jeje.
Azotaría la puerta de mi cuarto si fuera mi estilo. En vez de eso, la cierro antes de que Fernando piense que me interesa oír cómo Viviana lo agarró y cómo él la agarró a ella, etcétera. Nunca he sabido si creerle o no, aunque debo admitir que los detalles con que adorna sus historias suenan demasiado específicos para ser inventados. Hasta he pensado que es un desperdicio que vaya