Pausa: No eres una lista de tareas pendientes
Por Robert Poynton
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Un libro sabio y práctico que nos explica, literalmente, cómo crear tiempo. Recuperar el control y la gestión de nuestro tiempo pasa por diseñar nuestras propias pausas de forma consciente. Y presionar el botón de pausa es clave para recuperar nuestra salud y felicidad.
Las máquinas están diseñadas para funcionar constantemente, las personas, no. Hacemos frente a esta realidad con descansos de fin de semana, aplicaciones para meditar y vacaciones anuales, pero estos mecanismos tienen un impacto poco duradero. Para prosperar, necesitamos un enfoque más sostenible: desarrollar la capacidad para hacer pausas.
Pausa analiza la importancia de esta idea sutil pero poderosa para la comunicación, la creatividad y las relaciones, así como para nuestro bienestar y salud mental. Con herramientas prácticas para ayudarnos a crear nuevos hábitos o tomar decisiones de estilo de vida más significativas, descubriremos formas de:
• Restablecernos y regenerarnos
• Profundizar en nuestro pensamiento y experiencias
• Recuperar el control de nuestro tiempo
• Reconectarnos con otras personas y con nosotros mismos
Desde hacer una respiración hasta tomarse un año sabático, una pausa puede ser muchas cosas. Y la buena noticia es que incluso una pequeña pausa de vez en cuando puede marcar una diferencia real y duradera.
Robert Poynton
Robert Poynton vive en una casa que funciona con energía solar a las afueras del pequeño pueblo de Arenas de San Pedro, en la España rural. Para contrastar, también pasa una cantidad significativa de tiempo en Oxford, donde es miembro asociado de la Escuela de Negocios Saïd de la Universidad de Oxford. Su trabajo allí no es académico, sino práctico: diseña y dirige programas de educación ejecutiva, ayudando a altos directivos a comprender y trabajar con cambios complejos desde un enfoque lúdico, desarrollado a partir del teatro de improvisación. Muchos de sus amigos consideran toda su carrera como una larga pausa. También es autor de Do Improvise (Do Books, 2013).
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Pausa - Eva Dallo
Para mis padres
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¿Por qué hacer una pausa?
Era una cálida noche de domingo a mediados de septiembre. Yo estaba sentado en la terraza, contemplando la Sierra de Gredos y disfrutando de la cena y de un vaso (o dos) de vino tinto con mi buen amigo Chris Riley. Habíamos pasado el fin de semana al otro lado de las montañas, recluidos en una casa antigua de Ávila con ocho personas más y docenas de libros, leyendo y hablando de lo que habíamos leído.
«Podría hacer esto cada año», dijo Chris. Y así fue.
Yo vivo en el centro de España y Chris en Oregón, lo cual no es muy práctico. Pero aun así, cada año recorre más de ocho mil kilómetros para pasar un par de días haciendo muy poco. Así mismo otros viajan distancias considerables. ¿De qué trata todo esto? Trata del poder de una pausa.
Ese domingo por la noche, mientras estábamos sentados conversando, Chris se mostró profundamente consciente de lo mucho que esa pausa le había aportado y cuánto la había necesitado. De ahí su comentario. Sentía que le había afectado a muchos niveles: física, mental y emocionalmente. Incluso su aspecto era diferente. El cambio de actividad y ritmo le había permitido darse cuenta de lo que sucedía en su interior y prestarle atención. Descubrió que era capaz de volver a conectar consigo mismo, así como de establecer nuevas conexiones con otros. Su percepción de lo que era importante cambió. Fue un momento de reajuste, de regeneración, de nuevas ideas y perspectivas. Hizo que su pensamiento fuera más profundo. El tiempo en sí pareció ralentizarse (o abrirse) y le venían a la cabeza, sin proponérselo siquiera, «ideas para solucionar problemas que ni sabía que tenía». Lo que parecía un tiempo de descanso le permitió llevar a cabo otro tipo de trabajo.
Chris se dio cuenta de que se trataba de una necesidad permanente, no de algo puntual. No se trataba de que quisiera volver a hacerlo otra vez, quería hacerlo cada año. Su comentario supuso un punto de inflexión y el Fin de Semana de Lectura se convirtió en un evento fijo en el calendario; un momento crucial que da forma a todo un año. Para Chris representa la oportunidad de analizar su propio pensamiento desde una nueva perspectiva y a la luz de nuevos estímulos; la oportunidad de dar a sus ideas espacio para respirar. Va precedido de expectación y le sucede un periodo de síntesis. Puede que solo sea un fin de semana, pero sus efectos son importantes.
Aun así, me costó años y varias invitaciones a eventos similares conseguir que Chris viniera. La idea de detenerse puede resultar atractiva y dar miedo al mismo tiempo. Incluso una vez aquí, no le resultó fácil permitirse este corto periodo de tiempo no dirigido. «He pasado las primeras veinticuatro horas observando cómo subían mis niveles de ansiedad porque no estaba trabajando en nada», contaba. No es raro. Las presiones y los hábitos diarios del trabajo y de la vida pueden hacer que nos cueste parar un par de días o incluso unos segundos.
Una pausa puede ser tan leve que resulte fácil de olvidar, ignorar o saltársela. El entusiasmo con el que seguimos siempre adelante hace que hagamos a un lado los espacios para tomar conciencia, apreciar o reflexionar. Es algo en lo que todos caemos. A menudo me descubro a mí mismo rellenando los pequeños huecos y espacios del día con llamadas o emails. Pero la idea de «no perder nunca el tiempo» tiene un precio. No hace mucho, cuando mi hermana y su marido vinieron a visitarme, les llevé de excursión por la montaña. Me fijé en que se paraban bastante. O, para ser más exactos, en que yo había dejado de pararme. Camino solo a menudo, así que hacerlo en compañía me hizo ser consciente de que, con el paso del tiempo, me concentraba casi únicamente en alcanzar la cima, orgulloso de lo rápido que podía llegar a hacerlo. La caminata se había convertido en un objetivo que cumplir más que en una experiencia para disfrutar. Sin embargo, ¿para qué molestarse en caminar por la montaña si uno nunca se para a interiorizarlo? No apreciaba el sentido ni la vista.
¿Cuán a menudo hacemos cosas así? Es fácil que nuestros hijos, por ejemplo, se conviertan en un torrente de tareas sin fin: alimentarlos, vestirlos, llevarlos al colegio o a fútbol o a clases de danza, hacer los deberes, el cuento antes de dormir, etcétera. Inmersos en todo ello, ¿nos tomamos el tiempo para estar realmente con ellos, para disfrutar de ellos? ¿Les damos la oportunidad de ser niños o estamos tan obcecados en que consigan logro tras logro que acaban perdiéndose las «vistas» por el camino? En general, no prestamos mucha atención ni damos importancia a los espacios entre todas estas tareas. Creo que deberíamos hacerlo. En la vida, como en el arte, hay que dar un paso atrás para verlo. El «espacio negativo», el que rodea o queda entre objetos o eventos, da forma al todo.
Es fácil no darse cuenta. En nuestras vidas el espacio está siempre bajo presión. Poderosas fuerzas se alían para exprimirlo. La primera de ellas es la tecnología. Las máquinas trabajan bien a velocidad constante y, cuanto más rápido, mejor. Están diseñadas y han sido fabricadas para ello. Sea hilando algodón o realizando cálculos, su punto fuerte son las acciones constantes y repetitivas y nuestro mundo está diseñado cada vez más por las máquinas y para las máquinas. Pero lo que funciona bien para las máquinas no funciona bien para las personas.
El lenguaje y las imágenes que utilizamos para describir nuestra relación con la tecnología son reveladores. Hablamos de «ahogarnos», de sentirnos «paralizados» o de tener que «desintoxicarnos». Como dice el escritor Pico Iyer: «Lo único que no nos puede dar la tecnología es el conocimiento para hacer el mejor uso posible de la tecnología». Pero, a pesar de ello, la tecnología digital se entromete cada vez más en nuestra intimidad. Puede que tengamos los teléfonos en la palma de nuestra mano, pero son ellos los que nos tienen bien agarrados.
Nos estamos adaptando a las máquinas y nos regimos por sus mismos patrones: se juzga a las personas por lo rápido que responden, no por la calidad de sus respuestas. Nuestro lenguaje y nuestras normas evolucionan como reflejo de todo ello. «Estar siempre disponible» se convierte en algo de lo que alardear o a lo que aspirar. Estas ideas están infiltrándose en nuestra cultura. Conforme aumenta el número de personas que vivimos en ciudades con poca o ninguna conexión con la naturaleza, antiguas prácticas culturales más en armonía con las estaciones y las mareas pierden importancia o desaparecen. Enterradas bajo el insensato e incesante golpeteo de una máquina.
El «estar ocupado» está muy bien visto. Hemos creado una floreciente industria de «productividad personal» y gestión del tiempo que también debe mucho a las máquinas y que premia la eficiencia por encima de todo lo demás. La idea de que velocidad es igual a productividad está tan extendida y es tan predominante que casi no somos conscientes de ello. Por eso asociamos la pausa con retraso y procrastinación, no con reflexión o sabiduría.
Las fuerzas gemelas de la tecnología y la cultura recurren a y se alimentan de una tercera influencia, profundamente arraigada en nuestra mente. Trabajar demasiado, o el trabajo constante, puede ser una vía de escape de nosotros mismos. Tapa ese profundo pozo de ansiedad que nos genera lo que podría pasar si paramos. Lo que podríamos descubrir nos asusta. Si no estamos tachando cosas de nuestra lista de tareas pendientes, ¿quiénes somos?
En respuesta a esa ansiedad, para intentar mantener la calma, seguimos hacia delante. La confluencia de estas tres fuerzas nos mantiene en constante avance, incluso a un alto coste personal. Juntas provocan un bucle miope que dificulta ver otras opciones. Nos convencemos a nosotros mismos de que somos indispensables y existimos en un estado de «continua atención parcial» donde se nos interrumpe constantemente, pero nunca hacemos una pausa de manera consciente. Hacer una pausa se convierte en tabú.
En los últimos años, la creciente velocidad de la vida ha dado lugar al nacimiento del movimiento slow, una respuesta natural y saludable. Hay mucho en ello que disfruto y aplaudo. Con frecuencia acudo a las comidas de nuestra rama local de la Slow Food Society (Sociedad de la Comida Slow). En la España rural en donde vivo, el ritmo de la vida es lento si lo comparamos con el de cualquier ciudad y es parte de lo que me gusta de ella. Sin embargo, sería simplista creer que la solución a esta aceleración es poner el freno de mano.
Como dicen en Silicon Valley: «Hoy es el día más lento del resto de tu vida». Pero, aun así, la sensación de tener que luchar para mantener el ritmo no es en absoluto un fenómeno nuevo. Mientras que la velocidad objetiva de la comunicación o los viajes ha aumentado drásticamente, la respuesta