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Una docena de tonadas sencillas que modulan la emoción y la angustia con que los personajes se enfrentan a un mundo que invariablemente termina por desmoronar sus escasas certezas. La de Ratas es una atmósfera perturbadora pero a la vez bella y magnética en su oscura cercanía.
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Ratas - Lalo Barrubia
Música para pastillas
Ella había salido de una larga enfermedad que casi se la lleva para el otro lado. Estuvo varios días en coma total y los amigos nos asustamos, nos sentimos tristes y desamparados y expectantes, y no teníamos ningún dios al que pedirle ayuda. Se nos prendió una señal de alerta. Acampamos en el hospital y compartimos el mate y las galletas con las familias y amigos de otros enfermos, angustiados por la idea de que de tanto meterse mierdas en el cuerpo para estar de la cabeza, o de tanto desear que algo radical pasara en nuestras vidas, terminara pasándole algo a ella.
Pero ella se había recuperado, de a poco iba aumentando de peso y la vida un día volvió a ser como antes casi sin que nos diéramos cuenta. Dejamos de pensar en quién tendría la culpa de todo eso y volvimos a sentirnos algo así como inmortales, ya que teníamos la edad perfecta para eso. La primavera nos rompió los ojos y salimos en patota a pasar un fin de semana en el campo, a una chacra descuidada en las afueras de Montes que alguien nos había prestado. Llevamos whisky, pan y chorizos y una cantidad impensable de unas pastillas que el Enfermero estaba vendiendo muy baratas. No me pregunten qué era porque no me acuerdo para nada, bolas para abajo, era como las llamábamos, chiquitas y rosadas.
Después de lo que la gente civilizada llamaría habernos instalado, es decir, abrir las ventanas, tirar las mochilas en cualquier parte, probar los colchones, pelearnos por las camas, descalzarnos, quejarnos del olor a pata, tirar todas las botas para afuera y ese tipo de cosas, prendimos un fuego afuera y empezamos a gritar con la evidente excitación del que llega de la ciudad y se ve sobrepasado por todo aquel espacio. También abrimos el whisky y repartimos pastillas para todos los costados. Ella se veía feliz de estar en medio de la fiesta y de la caída del sol y de los amigos que la abrazaban, de a ratos parecía que se le llenaban los ojos de lágrimas. Yo la observaba moverse con lentitud, porque a mi cabeza cualquier velocidad le parecía insuficiente, hasta que de pronto se aceleraba por algunos instantes, para volver a enlentecerse después. Y los latidos del corazón seguían ese ritmo y no podía controlarlos.
De a poco el fuego se volvió eléctrico y voraz, quemábamos cualquier cosa pero todo se consumía y había que volver a salir a buscar en el aire ciego cosas para quemar. Y nosotros nos habíamos vuelto tantos que los gritos y la sola presencia de los otros ocupaba un lugar infinito, y detrás de nosotros no había nada. Y el cielo se había vuelto tan negro. Y la noche tan fría. Yo no quería estar allí, no sabía por qué pero sabía que había algo terrible rondándonos y que no podíamos escaparnos. Como si el universo se hubiera reducido a lo que se ve y vos estuvieras encerrado en esa cápsula de existencia que sabés que nunca lograrás trascender. Era lo que vivía adentro pero de todos modos seguía bailando y riéndome a las carcajadas. Un poder inmanejable movía mi cuerpo con vulgaridad y hacía que el campo se torciera y mi cabeza se golpeara contra el piso pero igual me levantaba y seguía haciendo todo lo que hacían los demás y pareciendo contento y adecuadamente descontrolado.
Ese simulacro de felicidad se prolongó por un tiempo muy largo y monótono que parecía repetirse hasta el cansancio como el sonido de un disco rayado. Cabezas y cuerpos de chicos insatisfechos plastificados en un grito de alegría superficial y vano, un grito que salía de las bocas sin que los pechos o las gargantas o los sexos se enteraran de nada. Sombras oscuras asomaban detrás de mi espalda sin ninguna luz que las provocara, ojos que ven en la oscuridad, bocas babeándose, sillas quemándose en el fuego, la respiración cortada de horror al ver siluetas lejanas de árboles moverse con el viento. Ella quería contar la historia de su vida y de su muerte y de ese lugar en el que había estado mientras nosotros fumábamos porritos escondidos en el sótano del hospital y prendíamos velas blancas para jugar a las cartas en la madrugada, y jurábamos que nunca más íbamos a meternos un pico. Ella contó una historia que quería que todos escucharan, una historia que pudo haber sido bella e importante, una historia que podría haber sido esta historia si lograra recordarla.
Las estrellas se incrustaban con violencia en la capa plana del cielo que parecía que iba a aplastarnos y luego ya no hubo nada. La luz del amanecer me mostró las ruinas de aquella noche cuando todos se habían dormido. Algunos habían quedado tirados en el pasto mojado con las cabezas peligrosamente cerca de la fogata. Otros más lejos habían conseguido envolverse en alguna vieja frazada. Y los más privilegiados se habían metido en la casa y se habían dejado caer sobre alguna cama o sofá con las botas puestas y las camperas abrochadas, unos encima de los otros con restos de vómitos ajenos manchándoles las espaldas. Había ropas y platos y bolsas y botellas y rollos de papel higiénico desenrollado por todos lados como si hubieran sido esparcidos por una explosión. Pedazos de muebles rotos y vidrios llenaban la entrada de la cocina y algo olía a podrido en las brasas que todavía humeaban.
Lo que me angustió de esa imagen no fue la mugre ni la decadencia ni el despelote. Lo que me angustió fue la soledad, aquella sensación de vacío, de tener la certeza de que nadie podría nunca escribir la música para ese escenario; de que nadie se enteraría nunca de lo que nos estaba pasando; el deseo inservible de querer no haber estado allí, de haber sido otra persona que va al cine y se toma el ómnibus de regreso a su casa. Pero tampoco eso quería porque me daba miedo irme solo por las calles del mundo justo en ese momento en que se oían ruidos que no venían de ninguna parte, la desolación de saber que tenés que matar al niño que te está acosando.
Entré a la casa a buscar un lugar donde dormir y entonces la vi a ella acurrucada en un catre en el que apenas entraba, con el cuerpo hacia un lado y la cabeza hacia el otro como si alguien la hubiera tirado allí desde una altura, su cara desproporcionadamente pálida, sus piernas flacas tapadas con una chaqueta arrugada. Y me dio mucho miedo lo que estábamos haciendo, me sentí solo y asustado, sentí que no la habíamos entendido y que no la habíamos cuidado.
Me acerqué despacio con la intención de abrigarla, la observé muy de cerca y me pareció que no respiraba. Mi corazón empezó a latir a toda prisa y un nudo real me bloqueó la garganta. Pensé que era la consecuencia que teníamos que pagar, que no podríamos salir gratis de aquella situación, que por eso había tenido toda la noche esa sensación de horror agazapada. Puse mi mano muy cerca de su nariz esperando con ansiedad extrema una señal pero no sentí nada, nada. Pensé en tocarla pero no me animé, me paralizó el horror, la posibilidad pavorosa de que su cuerpo estuviera frío y de que ya no me quedara ni la duda como amparo.
Me enrosqué en un rincón con algo de ropa que encontré por ahí, mi cuerpo era el que estaba frío, rígido, agarrotado como si no pudiera sentir nada, y a la vez eléctrico, alerta, como si todo estuviera claro. No podía dormir pensando en todo lo que pasaría en adelante. Veía pasar frente a mis ojos policías, ambulancias, desesperación, vergüenza, escándalo