El hijo de las escobas
Por Esteban Bargas
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El hijo de las escobas - Esteban Bargas
Esteban Bargas
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El hijo de las escobas
Esteban Bargas
ISBN: 978-987-8321-81-3
Ilustración de tapa e interiores: Gabriel San Martín
Diseño y diagramación: Mariana Cravenna
Corrección: Silvina Crosetti
© Editorial Maipue, 2020
Tel/Fax: 54 (011) 4624-9370 / 4458-0259 / 4623-6226
Zufriategui 1153 (1714) – Ituzaingó
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Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
Libro de edición argentina.
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por otro cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el consentimiento previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
Índice
Prólogo
1
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Epílogo
Orientaciones para el abordaje didáctico de la novela
Bibliografía
Prólogo
A comienzos del siglo XX, Argentina era un país en crecimiento. Sin embargo, el desarrollo de la economía no estaba acompañado por mejoras en la calidad de vida de la población. La mayoría de los obreros que habitaban en las grandes ciudades eran inmigrantes que trabajaban en condiciones muy precarias y vivían en inquilinatos, popularmente llamados conventillos. Muchos de esos inmigrantes europeos traían consigo ideas revolucionarias anarquistas y socialistas. A mediados de 1907, estalló un conflicto entre los inquilinos de los conventillos y los propietarios debido a los abusivos precios de las habitaciones y a las malas condiciones de higiene y salubridad que ofrecían.
Miguel Pepe fue un joven obrero que comenzó a tomar protagonismo como orador en el conflicto. En un episodio de desalojo, la policía se enfrentó a los huelguistas y Miguel fue impactado por una bala que le provocó la muerte. Ramón Falcón, jefe de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires por entonces, fue el responsable de los actos de represión. Dos años más tarde de los acontecimientos de la Huelga de Inquilinos, el anarquista Simón Radowitzky arrojó un explosivo al carro en que Falcón se trasladaba junto a su secretario, Juan Alberto Lartigau, asesinando a ambos.
Buenos Aires, 23 de octubre de 1907
Paulina abrazó a Carmen en el andén casi desierto de Estación Constitución. Pesadas lágrimas rodaban por las mejillas de ambas. El silbato del guarda anunció la salida del tren, eran las diez menos cinco de la noche.
El sueño de esas semanas se había convertido en una horrible pesadilla. Esa misma mañana Carmen le dijo que Miguel estaba muerto, una bala perdida en medio del caos. Ella sabía que no era cierto, no había sido una bala perdida.
Por la tarde, su padre le había ordenado preparar el equipaje para pasar una temporada fuera de la ciudad, partiría esa misma noche. Le explicó que la tía Elena la esperaba en Mar del Plata, ya había enviado un telegrama, no había posibilidad de discutir esa decisión. Paulina odiaba Mar del Plata, y a la tía Elena, con su olor a almizcle y su voz agrietada por los cigarros importados. Odiaba la casa fría en la costa ventosa, y el mar, esa presencia profunda y oscura que le estremecía el corazón.
Peor sería el regreso. Otra vez Juan Alberto, siempre servil a su padre, con ese cuerpo lánguido y desgarbado, esos ojos pequeños, negros, malvados. Volvió a abrazar a su amiga. Un segundo silbato la obligó a abandonar sus pensamientos.
–Señorita, el tren está pronto a partir –le dijo un muchacho que vestía un desgastado traje de oficial ferroviario.
Se forzó a recobrar la compostura. Secó las lágrimas de su rostro, irguió la espalda y subió al tren.
1
Miguel entró por el portón del frente, que siempre estaba abierto de par en par hasta las once de la noche. En el pasillo lateral, había dos o tres braseros encendidos, el olor a humo y a grasa cocida le despertó el apetito.
Un grupo de italianos se agrupaban en torno a la improvisada cocina, extendiendo las manos abiertas hacia el fuego. El resplandor anaranjado de las brasas se reflejaba en su mirada vacía. Habían llegado dos días atrás, y Miguel no conocía sus nombres. Eran tres muchachos de unos veinte años, una jovencita con un bebé de pecho y una niña pequeña. Parecían preferir el frío del patio interior a la minúscula habitación compartida con otros cuatro hombres, también italianos, que desde hacía varios meses decían haber conseguido trabajo como obreros en