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Pinocho no es solo un libro infantil que permanece en el corazón de los adultos que lo leyeron cuando eran niños, Pinocho, es también una fábula con moraleja, una novela de aprendizaje y un tierno relato picaresco. En él aparecen los ingredientes básicos de la vida (gozo, amor, ilusión, dolor, libertad, compasión, maldad...) condensados en personajes arquetípicos que han echado raíces en nuestra imaginación. El Hada de cabello turquesa, Geppetto y el Grillo Parlante hacen compañía a malvados como el Zorro, el Gato o el titiritero; o al travieso Cerilla, al inolvidable caracol, al mastín, al tiburón y a la serpiente. Pero sobre todos ellos despunta Pinocho, el niño de madera que quería aprender a vivir y a experimentar por sí mismo lo mejor de la vida.
Carlo Collodi
Carlo Collodi (1826–1890) is the pseudonym of Carlo Lorenzini, an Italian children’s writer. His most famous work, ‘The Adventures of Pinocchio’, first appeared in 1880, published weekly in a newspaper for children. The novel’s eponymous character has transcended the page and taken on a life of his own, appearing in films, television, plays, and spinoff works.
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Comentarios para Pinocho
6 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
May 31, 2021
Transportarse a esa infancia en la que nuestros padres nos contaban cuentos.
Vista previa del libro
Pinocho - Agnès Iranzu
PINOCHO
Título original: Pinnocchio
Texto: Carlo Collodi
Ilustraciones: Giuseppe Riccobaldi
Traducción al castellano: Agnès Iranzu (La Letra, S.L.)
Adaptación española: La Letra, S.L.
Redazione Gribaudo
Via Strà, 167/F
37030 Colognola ai Colli (VR)
Responsable de producción: Franco Busti
Responsable de redacción: Laura Rapelli
Fotolito y preimpresión: Federico Cavallon, Fabio Compri
Secretería de redacción: Emanuela Costantini
© 2016 Gribaudo - IF - Idee editoriali Feltrinelli srl
Socio Único Giangiacomo Feltrinelli Editore srl
Via Andegari, 6 - 20121 Milán
www.gribaudo.it
Primera edición: marzo de 2020
ISBN 978-84-17127-85-5
Edición en formato digital: septiembre de 2020
Conversión a formato digital: Libresque
Todos los derechos reservados en Italia y en el extranjero, para todos los países. Queda prohibida la reproducción, memorización o transmisión total o parcial de este libro mediante cualquier medio o en cualquier forma (fotomecánica, química, en disco o similares, incluidos cine, radio y televisión) sin autorización escrita por parte del editor. En caso de reproducción abusiva se procederá por vía legal según la ley.
I
DE CÓMO MAESE CEREZA, CARPINTERO, SE ENCONTRÓ UN TROZO DE MADERA QUE LLORABA Y REÍA COMO UN NIÑO
Había una vez...
—¡Un rey! —dirán enseguida mis pequeños lectores.
No, chicos, os habéis equivocado. Había una vez un trozo de madera.
No se trataba de una madera lujosa, sino de un simple leño, de esos que en invierno se meten en las estufas y en las chimeneas para encender el fuego y caldear las casas.
No sé cómo ocurrió, pero lo cierto es que un buen día ese trozo de madera fue a parar al taller de un viejo carpintero que se llamaba maese Antonio, aunque todos le decían maese Cereza, porque tenía siempre la punta de la nariz brillante y de color rojo oscuro, como una cereza madura.
En cuanto maese Cereza vio aquel trozo de madera, se alegró mucho y, frotándose las manos de puro contento, farfulló a media voz:
—Esta madera ha llegado en el momento justo; la utilizaré para construir la pata de una mesita.
Y dicho y hecho. De inmediato tomó su afilada hacha para comenzar a quitarle la corteza y a rebajarla; pero cuando estaba a punto de asestar el primer hachazo, se quedó con el brazo en el aire porque sintió una vocecita que débilmente suplicaba:
—¡No me pegues tan fuerte!
¡Figuraos cómo se quedó el bueno de maese Cereza!
Sus desconcertados ojos dieron entonces la vuelta a la habitación para ver de dónde salía aquella vocecita, pero no vio a nadie. Miró bajo el banco, nadie; miró dentro de un armario que siempre estaba cerrado, nadie; miró en el canasto de las virutas y el serrín, nadie; abrió también la puerta del taller para echar un vistazo a la calle, nadie. ¿Y entonces...?
—Ya lo entiendo —dijo riendo y rascándose la peluca—, la vocecita ha salido de mi imaginación. Pongámonos de nuevo a trabajar.
Y tomando de nuevo el hacha, asestó un solemnísimo golpe al trozo de madera.
—¡Ay! ¡Me has hecho daño! —se lamentó a gritos la misma vocecita.
Esta vez maese Cereza se quedó de piedra. Los ojos se le salían de las órbitas, la boca estaba abierta de par en par y la lengua le colgaba hasta la barbilla, como el mascarón de una fuente.
Apenas recuperó el uso de la palabra, comenzó a decir, temblando y balbuciendo de miedo:
—Pero ¿de dónde habrá salido esta vocecita que ha dicho «ay»? Porque aquí no hay un alma viva. ¿Es que es este trozo de madera el que ha aprendido a llorar y a quejarse como un niño? No me lo puedo creer. Aquí está el leño; es un trozo de madera de chimenea, como cualquier otro, es para echar en el fuego y hervir una olla de alubias... ¿O quizá...? ¿Y si se ha escondido alguien en su interior? Pues si es así, peor para él. ¡Esto lo arreglo yo ahora mismo!
Y diciendo eso, tomó con las dos manos aquel pobre trozo de madera y empezó a golpearlo sin piedad contra las paredes de la estancia.
Después se paró a escuchar, para oír si había alguna vocecita que se quejara. Esperó dos minutos, nada; cinco minutos, nada; diez minutos, ¡y nada!
—Ya comprendo —dijo entonces esforzándose por reír a la vez que se despeinaba la peluca—: la vocecita que ha dicho «ay» me la he imaginado yo. Volvamos a trabajar.
Pero como se le había metido en el cuerpo un gran espanto, intentó canturrear para darse un poco de valor.
Mientras tanto, dejó a un lado el hacha y tomó el cepillo para pulir aquel leño; pero mientras lo cepillaba de arriba abajo, oyó la vocecita habitual, diciéndole, entre risas:
—¡Para, para! ¡Me estás haciendo cosquillas por todo el cuerpo!
Esta vez el pobre maese Cereza cayó fulminado. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado en el suelo.
Su rostro parecía transfigurado e incluso la punta de la nariz, que siempre estaba colorada, se había puesto azul por el miedo.
II
MAESE CEREZA REGALA EL TROZO DE MADERA A SU AMIGO GEPPETTO, QUE LO TOMA PARA FABRICAR UNA MARIONETA FANTÁSTICA, QUE SEPA BAILAR, PRACTICAR ESGRIMA Y DAR SALTOS MORTALES
En ese momento llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo el carpintero, sin fuerzas para ponerse en pie.
Entró entonces en el taller un viejo vivaracho que se llamaba Geppetto, pero a quien los chicos del vecindario, para hacerlo rabiar, le habían puesto el sobrenombre de «Polentina», pues llevaba una peluca amarilla que se parecía muchísimo a la panocha del maíz.
Geppetto era muy cascarrabias. ¡Pobre del que lo llamara Polentina! Porque enseguida se ponía hecho una fiera y no había forma de contenerlo.
—Buenos días, maese Antonio —dijo Geppetto—. ¿Qué hace por el suelo?
—Enseño a usar el ábaco a las hormigas.
—¡Buen provecho le haga!
—¿Qué le ha traído hasta aquí, compadre Geppetto?
—Las piernas. Sepa, maese Antonio, que he venido a pedirle un favor.
—Aquí estoy, para servirle a usted —respondió el carpintero a la vez que se incorporaba.
—Esta mañana me he levantado con una idea.
—Oigámosla.
—He pensado construirme una hermosa marioneta de madera; pero una que sea fantástica, que sepa bailar, practicar esgrima y dar saltos mortales. Con ella quiero recorrer el mundo y procurarme un poco de pan y un vaso de vino. ¿Qué le parece?
—¡Bravo, Polentina! —gritó aquella vocecita, que no se entendía de dónde salía.
Al oírse llamar Polentina, el compadre Geppetto enrojeció de ira como un pimiento y, volviéndose hacia el carpintero, le espetó con toda su furia:
—¿Por qué me ofende usted?
—¿Quién le ofende?
—¡Me ha llamado Polentina!
—No he sido yo.
—¡No, si va a resultar que he sido yo! ¡Digo que ha sido usted!
—¡No!
—¡Sí!
—¡No!
—¡Sí!
Y acalorándose más y más, de las palabras pasaron a los hechos y se enzarzaron, arañándose, mordiéndose y maltratándose uno al otro.
Una vez acabado el combate, maese Antonio encontró entre sus manos la peluca amarilla de Geppetto, y Geppetto se dio cuenta de que en su boca se hallaba el pelo postizo del carpintero.
—¡Devuélveme mi peluca! —gritó maese Antonio.
—¡Y tú devuélveme la mía, y hagamos las paces!
Y así, tras recoger cada uno su propia peluca, los dos viejecitos se dieron la mano y juraron ser buenos amigos por toda la vida.
—Así pues, compadre Geppetto —dijo el carpintero en son de la paz que se acababa de firmar—, ¿qué favor es ese que me quiere usted pedir?
—Quisiera un poco de madera para fabricar mi marioneta. ¿Me la da?
Maese Antonio, muy contento, fue enseguida al banco para tomar el leño que tantos temores le había causado. Pero cuando fue a dárselo a su amigo, aquella madera le dio un empujón y, escapándosele violentamente de las manos, fue a golpear con fuerza las escuálidas canillas del pobre Geppetto.
—¡Ah! ¿Con esta amable cortesía, maese Antonio, me regala usted su leño? ¡Casi me deja cojo!
—¡Le juro que no he sido yo!
—¡Entonces habré sido yo!
—Toda la culpa es de este madero...
—Eso ya lo sé. ¡Pero ha sido usted quien lo ha arrojado a mis piernas!
—¡Yo no se lo he tirado!
—¡Embustero!
—Geppetto, no me ofenda; mire que, si no, le llamo Polentina.
—¡Asno!
—¡Polentina!
—¡Borrico!
—¡Polentina!
—¡Mono feo!
—¡Polentina!
Sintiéndose llamar Polentina por tercera vez, Geppetto perdió los papeles, se arrojó sobre el carpintero y volaron los golpes en abundancia.
Acabada la batalla, maese Antonio se encontró con dos arañazos más sobre la nariz, y el otro con dos botones menos en su chaqueta. Saldadas de este modo sus cuentas, se estrecharon la mano y juraron ser buenos amigos durante toda la vida.
Mientras tanto, Geppetto cogió su astuto trozo de madera y, dando las gracias a maese Antonio, se fue cojeando a casa.
III
DE VUELTA A CASA, GEPPETTO COMIENZA ENSEGUIDA A FABRICARSE LA MARIONETA Y LE DA EL NOMBRE DE PINOCHO. PRIMERAS TRAVESURAS DEL MUÑECO
La casa de Geppetto era una estancia a pie de calle que recibía luz del interior del edificio. Su mobiliario no podía ser más sencillo: una silla desvencijada, una cama no muy buena y una mesita estropeada. En la pared del fondo se veía una chimenea con el fuego encendido; pero aquel fuego estaba pintado, y al lado también había pintada una olla que hervía alegremente y desprendía una nube de humo que parecía de verdad.
Apenas entró en casa, Geppetto tomó sus herramientas y se puso a esculpir y a fabricar su marioneta.
«¿Qué nombre le pondré? —se preguntó—. Quiero que se llame Pinocho. Este nombre le traerá suerte. He conocido a una familia entera de Pinochos: Pinocho padre, Pinocha madre y Pinochos niños, y todos se divertían mucho. El más rico de ellos pedía limosna.»
Una vez establecido el nombre del muñeco, comenzó a trabajar con ahínco, y enseguida le hizo el pelo, luego la frente y después los ojos.
Realizados estos últimos, imaginad su asombro cuando se dio cuenta de que se movían y le miraban fijamente.
Viéndose observado por aquellos dos ojos de madera, Geppetto casi se disgustó, y dijo con aire resentido:
—Ojazos de madera, ¿por qué me miráis?
Nadie respondió.
Entonces, tras los ojos, le hizo la nariz; pero esta, nada más terminada, comenzó a crecer, y creció, creció, creció, convirtiéndose en pocos minutos en una narizota que no se acababa nunca.
El pobre Geppetto se esforzaba por recortarla, pero, cuanto más la recortaba y acortaba, más larga se tornaba aquella nariz impertinente.
Después de la nariz llegó el turno de la boca.
Pero aún no la había perfilado del todo, cuando de inmediato comenzó a reír y a burlarse.
—¡Deja de reírte! —dijo Geppetto, escamado; pero fue como hablar contra una pared—. ¡Que dejes de reírte, te repito! —gritó con voz amenazadora.
Entonces la boca detuvo su risa, pero sacó la lengua.
Por no dar al traste con su obra, Geppetto simuló que no se había dado cuenta y continuó trabajando. Tras la boca, hizo la barbilla, luego el cuello, los hombros, la tripa, los brazos y las manos. Apenas finalizadas estas, Geppetto sintió que la peluca se le iba de la cabeza. Se dio la vuelta y ¿qué es lo que vio? Vio su peluca amarilla en manos de la marioneta.
—¡Pinocho..., devuélveme enseguida la peluca!
Pero, en vez de devolverle la peluca, Pinocho la puso sobre su propia cabeza y se quedó debajo medio ahogado.
Ante aquella gracia insolente y socarrona, Geppetto se vio inmerso en una tristeza y melancolía que jamás había sentido con anterioridad. Y volviéndose hacia Pinocho, le dijo:
—¡Granuja de crío! Todavía no he acabado de fabricarte y ya le estás faltando al respeto a tu padre. ¡Mal, niño mío, mal!
Y se secó una lágrima.
Quedaban todavía por hacer las piernas y los pies.
Y cuando Geppetto acabó de fabricar estos últimos, sintió un patadón en la punta de la nariz.
«¡Me lo tengo merecido! —dijo entonces para sí—. ¡Tendría que haberlo pensado antes! ¡Ahora ya es tarde!»
Luego tomó al muñeco por debajo de los brazos y lo dejó en el suelo, sobre el pavimento de la estancia, para hacerlo caminar.
Pinocho tenía las piernas entumecidas y no sabía moverse, y Geppetto lo llevaba de la mano para enseñarle a dar un paso tras otro.
Pero cuando las piernas se le despertaron completamente, Pinocho comenzó a andar por sí solo y a correr por la estancia hasta que enfiló