La cara oculta de China: Una década en el corazón del gigante asiático
Por Isidre Ambrós
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Una parte importante del libro lleva al corresponsal a profundizar sobre la capacidad de China para luchar contra las epidemias. A ello se dedica el capítulo inicial del libro, titulado "El bisturí chino", que narra momentos y protagonistas clave de la pandemia de la COVID-19.
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La cara oculta de China - Isidre Ambrós
La cara
oculta
de China
Isidre
Ambrós
Una década en el corazón
del gigante asiático
Primera edición: marzo de 2021
© de esta edición y derechos exclusivos de edición reservados para todo el mundo:
Editorial Diéresis, S.L.
Travessera de Les Corts, 171, 5º-1ª
08028 Barcelona
Tel: 93 491 15 60
© del texto: Isidre Ambrós
© foto de portada: Anson_iStock
Diseño: dtm+tagstudy
Impreso en España
ISBN: 978-84-18011-18-4
Depósito legal: B 4605-2021
Thema: NHF
IBIC: WTL
Todos los derechos reservados.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los autores del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático, y su distribución mediante alquiler o préstamos públicos.
www.editorialdieresis.com
Twitter / Instagram: @EdDieresis
Índice
El bisturí chino
Wuhan, año 1 de la pandemia
Los remordimientos de la doctora Ai Fen
Madres temporales
El SARS, la epidemia que marcó a Hong Kong
¡Quiero tomar el sol!
¿Qué me pasa, doctor?
Partido, Estado y corrupción
Carné por puntos para ser buen ciudadano
China recluta a ritmo de rap
Destituido por no fumar
Ejecución en directo
El Salón de la Mala Fama
Fútbol, asignatura obligatoria
La pesadilla del 4 de junio
Operación Amor Peligroso
Poder, corrupción, amantes e internet
Sol, playa y patriotismo
Moralidad china
Apasionadas por el lujo
Cómo ligar, asignatura universitaria
El folio DIN-A4 como estándar de belleza
El lío de tener un segundo hijo
La revolución del inodoro
Los niños ignorados de China
Ostentación para difuntos
Muerte en el ascensor
Se alquila novio para Año Nuevo
Azotes en la banca
Protagonistas secundarios
Veinticuatro años buscando a Qifeng
Del palacio imperial al anonimato
El último prisionero de Tiananmen
La millonaria de los 118 huérfanos
La última partida de Stanley Ho
Los nietos de Mao
Historias de Pekín
Adiós al mercado gastronómico de insectos
El puente de Marco Polo pierde protagonismo
Pekín se hunde
Guerra a los ladrones de papel higiénico
Cita en el hutong más célebre de la capital
La otra masacre de Tiananmen
Final español a la rebelión de los bóxers
Todo es posible en Shanghai
Cómo facturar mil millones de euros en dos minutos
Ciudades europeas «made in China»
Algo más que un hotel
El mundo se cita a orillas del Huangpu
La torre que simboliza el siglo XXI
El gueto judío de Shanghai
El español que llevó el cine a China
Hong Kong, donde Oriente se cruza con Occidente
La ciudad que desafía a Pekín
Vivir con estrecheces a precio de oro
La casa encantada de Wanchai
El cementerio que habla
Tras las huellas de Hemingway
Un paseo por el Hollywood de Oriente
La estrella de Hong Kong languidece
Un universo de 263 islas
Del gélido norte al trópico
La «Pequeña África» de Cantón
El Gran Hermano en Urumqi, la capital de los uigures
Harbin, un parque temático a veinte grados bajo cero
La vida renace en Beichuan
Macao, entre la «saudade» portuguesa y el frenesí chino
Pingyao, el Wall Street de la China imperial
Viaje a Dandong, la puerta del régimen norcoreano
El autor
Este libro tiene sus orígenes en la curiosidad provocada por las informaciones pequeñas, a pie de página en muchas ocasiones, publicadas por los medios de comunicación chinos, así como por las situaciones cotidianas vividas durante mi estancia en China. Pero también en numerosas entrevistas personales con gente que, con grandes dosis de paciencia, me ayudó a entender un país enorme y una sociedad inabarcable. La mayoría de estos encuentros, realizados en torno a innumerables cafés y tés, me han resultado imprescindibles para poder escribir mis reportajes a lo largo de una década en Asia. Me hubiera gustado poder citar a todas y cada una de esas personas; sin embargo, algunas con las que he contactado me han solicitado que salvaguarde su identidad. Lo respeto y comprendo su prudencia. Desvelar datos o referencias personales puede resultar peligroso en un país como China, así que he optado por preservar el anonimato de todas. No obstante, mi gratitud hacia ellas es inmensa por su amabilidad y predisposición para hablar de temas que no siempre eran de su agrado.
Gracias a mis colegas y amigos de la sección de Internacional de La Vanguardia, Joaquín Luna, Lluís Uría y Elisenda Vallejo, por su paciencia atendiendo diariamente mis llamadas para publicar unas crónicas que consideraba de máximo interés y sus consejos para mejorar mis textos.
Gracias, igualmente, a aquellos amigos que han leído partes del libro y lo han enriquecido con sus opiniones. Y gracias, asimismo, a José Ángel Martos y Teresa Amiguet, de Editorial Diëresis, por sus contribuciones y correcciones.
Para Alba y Àngels, que han compartido mi década asiática.
El bisturí
chino
Wuhan,
año 1 de
la pandemia
En China todo va muy deprisa. Tanto que, en Wuhan, la primera ciudad que se vio aislada y confinada de la noche a la mañana por la Covid-19, sus once millones de habitantes consideran que este episodio pertenece ya al pasado. Prueba de ello es que, doce meses después del cierre sorpresa de esta urbe durante 76 días, reina la normalidad y la gente intenta volver a su vida cotidiana, aunque con mil precauciones y recuperándose de unas heridas que tardarán en cicatrizar.
«Me siento mucho más seguro aquí en Wuhan que en cualquier otra ciudad del planeta. Ahora mismo, no me iría a ninguna otra parte del mundo». Así de contundente se muestra Sergi Mulet, de 33 años, natural de Terrassa (Barcelona) y residente en esta urbe bañada por el río Yangtsé desde septiembre del 2019, al valorar su experiencia en la capital de la provincia de Hubei.
Mulet, que trabaja como entrenador de fútbol base en el Wuhan Three Towns, uno de los dos equipos de la ciudad, atribuye su confianza de que no caerá contagiado de Covid-19 a la conciencia social de los wuhaneses, a su disciplina y a la actitud de las autoridades chinas. «Fueron, y son aún, muy meticulosos y estrictos», subraya este egarense, a quien el cierre de la urbe le sorprendió de vacaciones por el Año Nuevo Lunar y el club no le dejó regresar hasta septiembre del 2020.
Tras permanecer cerrada a cal y canto entre el 23 de enero y el 8 de abril del 2020, la ciudad muestra ahora una normalidad envidiable, según las imágenes que muestra la televisión estatal china. El bullicio y el ajetreo son palpables. Los centros comerciales están llenos de gente, se organizan conciertos multitudinarios y las señoras salen a ensayar coreografías en los parques al caer la noche (un clásico del paisaje urbano chino). «Normalidad es la palabra», apostilla Sergi Mulet, quien acto seguido precisa que «la gente se mueve con precaución». No hay para menos, pues el coronavirus ha causado en esta ciudad más del 80 por ciento de los más de 4.800 chinos fallecidos, según las cifras oficiales, y más del 60 por ciento de los 100.500 contagiados contabilizados.
Esta prudencia de los wuhaneses es visible en sus actitudes. El uso de la mascarilla, que antes sólo se ponían por la contaminación, ahora se ha generalizado. En el transporte público es obligado llevarla y en determinados espacios cerrados, como bares, restaurantes y centros comerciales, también. La gente intenta evitar, asimismo, las multitudes y desinfecta todo lo que puede desinfectar y más. A ello se suman las medidas de control de temperatura y un rastreo generalizado de la población a través del móvil, que funciona con un código QR para averiguar si has estado cerca de un contagiado.
El propio Sergi Mulet fue protagonista involuntario de la cautela de los habitantes de Wuhan. En otoño, pocas semanas después de reincorporarse a su trabajo y cuando Europa sufría una nueva ola de coronavirus, se sorprendió un día viajando solo con unos amigos en un vagón de metro en plena hora punta. Algo de lo más inhabitual. Y es que nada más entrar en el tren, los viajeros se empezaron a alejar de ellos, hasta dejarlos solos. Los identificaron como europeos y potenciales transmisores de la Covid-19 en una ciudad en la que ya hacía meses que no se detectaba ningún caso de contagio.
Una situación que se explica por la eficaz campaña de propaganda llevada a cabo por el Gobierno chino acerca de su gestión de la pandemia. Además de omitir los errores iniciales al enfrentarse al coronavirus, Pekín ha promocionado la rápida recuperación de Wuhan como prueba de que su modelo de gestión de la crisis es superior al de las democracias occidentales, que siguen sumidas en la lucha contra la pandemia. «Esto demuestra que Wuhan ha obtenido una victoria estratégica en la lucha contra la epidemia», destacó en su momento el portavoz del ministerio de Exteriores, Zhao Lijian, ante la prensa. Un planteamiento que la población china interpreta como: «Nosotros, los chinos, estamos libres del virus y son los occidentales los que nos lo transmiten».
Una propaganda que Pekín ha acompañado con la detención y penas de cárcel a periodistas ciudadanos que narraban la dura realidad de la vida en Wuhan durante el confinamiento en las redes sociales y con una contundente política de prevención. En definitiva, un compendio de medidas que han contribuido a enaltecer el patriotismo de la sociedad china.
Pero el orgullo patrio no siempre encaja con la vida cotidiana. Los once millones de habitantes de Wuhan respiran ahora más tranquilos que hace un año, pero eso no quiere decir que se hayan olvidado de la Covid-19. «Hay miedo», dice la estudiante Fu Ying. «La gente está muy tensa y recelosa», añade la joven en referencia a que, solo con oír a alguien que tose levemente, la gente se aleja temerosa de forma inmediata.
Ese pánico a padecer un nuevo confinamiento prolongado llevó a los wuhaneses a agolparse en los supermercados en enero de este año 2021. Bastó que las autoridades sanitarias chinas anunciaran que habían detectado un brote epidémico en la ciudad septentrional de Shijiazhuang, a más de mil kilómetros de la provincia de Hubei, para que la población de Wuhan se precipitara a los supermercados con el afán de abastecerse de artículos de primera necesidad. No querían sufrir las privaciones a que se vieron sometidos en los primeros meses del 2020, porque en China el periodo de reclusión se cumplió a rajatabla, no como en España y el resto de Europa, donde ha habido numerosas excepciones.
Y es que, aunque la vida sigue y el coronavirus ha quedado atrás, los wuhaneses no han olvidado. En la festividad del Año Nuevo Lunar de este 2021, muchas familias se han contenido y han evitado salir a celebrarlo a un restaurante como es tradicional. Aún no se atreven a encerrarse en un local con mucha gente, por temor a ser contagiados de Covid-19. «Este año sólo tenemos reservadas el 40 por ciento de las mesas, frente al 95 por ciento de otros años», comentó el gerente de un restaurante de Wuhan al diario Global Times.
Pero si el daño económico tardará tiempo en ser reparado, mucho más lo serán los trastornos psicológicos que ha causado el coronavirus. Los terapeutas advierten que las cicatrices psicológicas seguirán supurando en las familias durante mucho tiempo. Para muchos wuhaneses no se trata tan solo de superar la ausencia de los seres queridos, sino del temor a ser estigmatizados por ser originarios de la urbe donde tuvo lugar la primera pandemia del siglo XXI y a ser rechazados en otras partes de China o del planeta.
Un desasosiego sólo superado por el miedo a sufrir una nueva ola de contagios. Una posibilidad que Sergi Mulet descarta, porque considera que Wuhan ya ha superado la pandemia y ahora es la ciudad más segura del mundo. Más vale que sea así y no haya que recordar la expresión de que nunca segundas partes fueron buenas, porque la Covid-19 sigue cobrándose miles de vidas cada día en el resto del mundo.
Los remordimientos
de la doctora
Ai Fen
«Si llego a saber lo que iba a pasar, hubiera ignorado la reprimenda y lo hubiera gritado a los cuatro vientos». Con esta franqueza, la doctora Ai Fen, jefa del servicio de Urgencias del Hospital Central de Wuhan, la ciudad china que se convirtió en el epicentro de la pandemia del coronavirus Covid-19, confesó los profundos remordimientos que le atormentaban por haber mantenido en secreto la existencia de este virus mortal durante tres semanas, siguiendo las órdenes del responsable disciplinario de su centro sanitario, el más importante de esta urbe de once millones de habitantes. Una mala conciencia atroz alimentada por el elevado número de fallecimiento provocados por esta pandemia, que al cabo de un año había acabado con la vida de más de dos millones de personas en todo el mundo, 4.843 en China según las cifras oficiales y 68.800 en España. Un contador que sigue en marcha y parece no tener fin, en la medida en que siguen apareciendo variantes del patógeno original en diversos países del mundo y este continúa contagiando a miles de personas.
Las declaraciones de esta doctora, desde el año 2010 al frente del servicio de urgencias del Hospital Central de Wuhan, el mayor y más importante de la capital de la provincia de Hubei, causaron un auténtico terremoto en la sociedad china, muy inquieta desde principios de 2020 por la ferocidad del coronavirus y la sensación de que las autoridades les habían estado ocultando información durante semanas. Sus revelaciones a la revista Ren Wu, perteneciente al grupo editorial del Diario del Pueblo, el órgano de prensa oficial del Partido Comunista de China, fueron censuradas rápidamente, pero duraron el tiempo suficiente para alertar acerca de la gravedad de la Covid-19 y amargarle al presidente chino Xi Jinping su visita aquel 10 de marzo a Wuhan, en un gesto que pretendía simbolizar la victoria sobre la pandemia. Pura propaganda política. Un mes más tarde, a principios de abril, trascendió la noticia de que se había perdido la pista a Ai Fen desde mediados de marzo, al igual que antes se les había perdido a otras personas que habían criticado a las autoridades de Pekín por su gestión de esta crisis sanitaria.
El testimonio de esta doctora, casada y madre de dos hijos, en ese artículo de Ren Wu, que llevaba por título «La denunciante», desvelaba la ansiedad, la impotencia y el estrés a que estaban sometidos los equipos sanitarios de su hospital ante una avalancha de pacientes frente a la que no daban abasto, y mostraba la indiferencia de unas autoridades políticas que exigían silencio para no provocar el pánico de la gente y que se generaran desórdenes sociales. Y, mientras tanto, familias enteras se presentaban en los hospitales de la ciudad con síntomas que recordaban a los del SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Grave), que en el 2003 contagió a más 5.300 personas y causó la muerte de 348 en China. Unas cifras que el coronavirus superó el 3 de febrero de 2020, cuando la Comisión Nacional de la Salud del gigante asiático anunció que la Covid-19 había infectado hasta entonces a 17.205 personas y provocado la muerte de 361.
En aquella entrevista, Ai Fen insistía una y otra vez en expresar su arrepentimiento por no haber hecho caso a su conciencia profesional y haber continuado alertando sobre la peligrosidad de aquel virus desconocido. Guardó silencio tres semanas. Un tiempo perdido precioso, que consideraba que hubiera permitido salvar si no a miles, sí a cientos de vidas. Y es que esta doctora empezó a inquietarse a finales de diciembre de 2019, cuando observó que un par de pacientes habían ingresado en urgencias con fiebre alta y problemas respiratorios y que no experimentaban ninguna mejoría tras ser tratados con los medicamentos habituales. Días después averiguaría que ambas personas trabajaban en el mercado de Huanan, el supuesto foco de la pandemia, que estaba situado a una media hora a pie del Hospital Central de Wuhan, en la avenida Xinhua.
Fue, sin embargo, el 30 de diciembre de 2019 cuando su corazón le dio un vuelco. Aquella tarde, mientras analizaba unas imágenes de los pulmones de uno de los pacientes, un colega del hospital Tongji, también de Wuhan, le rebotó un mensaje por WeChat: «No vayas al mercado de Huanan, hay varios casos de fiebre». Y en paralelo, el laboratorio le hacía llegar los resultados de unos análisis de uno de aquellos enfermos en los que resaltaban las palabras «coronavirus SARS» y que la transmisión se daba a través de gotículas respiratorias que se producían cuando una persona tosía o estornudaba a corta distancia. «Me entraron escalofríos», confesó Ai Fen.
Subrayó en rojo la palabra SARS, hizo una foto del informe y, tras hablar con los colegas de su departamento, la envió a un médico amigo de otro hospital de Wuhan. El mensaje circuló y aquella noche todos los círculos médicos de la ciudad se hicieron eco de la alerta. Entre ellos el oftalmólogo Li Wenliang, que la hizo correr con el comentario: «Siete casos de SARS confirmados en el mercado de Huanan». Un mensaje que le costaría caro a Li, que fue obligado a retractarse por la policía, acusado de difundir falsos rumores que habían perturbado el orden social. «Te lo advertimos seriamente, si sigues con estas impertinencias y con esta actividad ilegal, serás llevado ante la justicia. ¿Entendido?», escribió la policía en una carta de arrepentimiento que este oftalmólogo de 34 años, casado y padre de un hijo, tuvo que firmar y rubricar con sus huellas dactilares, según relató en su cuenta de Weibo (el Twitter chino) cuando ya había contraído el coronavirus, que acabó con su vida el 6 de febrero de 2020.
Para Ai Fen, los problemas empezaron pocas horas después de haber enviado aquel mensaje. Aquella misma noche, a las 22:30, recibió un aviso de la Comisión Nacional de Salud local que le advertía: «Esta información no debe ser difundida arbitrariamente. Si se produce el pánico, habrá que buscar al responsable». La amenaza era clara.
Al día siguiente, el último de 2019, China comunicó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) la aparición de un brote epidémico de un nuevo coronavirus en la ciudad de Wuhan, y Pekín autorizó a las autoridades de la capital de Hubei a emitir un comunicado informando de la aparición de 27 casos de una «neumonía viral de origen desconocido», que podrían tener su foco en el mercado de Huanan, que fue clausurado el primero de enero de 2020.
Poco antes de la medianoche de aquel día, Ai Fen recibió un nuevo mensaje más taxativo del jefe del comité de inspección disciplinaria del hospital: «¡Pase por mi despacho mañana por la mañana!». «Esa noche no pegué ojo», confesó la doctora a Ren Wu.
El 2 de enero, a las ocho de la mañana, cuando aún no había terminado su ronda de visitas a los pacientes, Ai Fen recibió una nueva llamada: «¡Venga ahora mismo a mi despacho!». En aquella reunión, recibió «una reprimenda sin precedentes y muy severa», señaló la propia doctora. «¿Cómo has podido caer en esta falta de profesionalidad y del sentido de la disciplina de equipo, difundir falsos rumores y crear tales problemas?», la abroncó su superior antes de ordenarle que prohibiera a los miembros de su equipo hacer alusión alguna a aquella neumonía y que ella tampoco hablara con nadie de ese asunto. «¡Ni siquiera con su marido!», le urgió el jefe del comité disciplinario. Aquella noche, al regresar a su casa, Ai Fen sólo acertó a decirle a su esposo: «Si me pasa algo, procura cuidar bien a los niños».
Disciplinada y comedida, Ai Fen no rompió su silencio en casa hasta el 20 de enero, después de que Zhong Nashan, considerado en China como la eminencia médica que venció al SARS en el 2003, revelara al país entero lo que ella y sus colegas sabían desde hacía tres semanas, que el coronavirus se transmitía de persona a persona. Aquella noche, le explicó a su marido que era objeto de un expediente disciplinario por incumplir su compromiso profesional y discutir con sus colegas acerca de los peligros de un virus desconocido.
A partir de aquel día, los acontecimientos se dispararon. El desplazamiento de cientos de millones de chinos que volvían a sus hogares para celebrar el Año Nuevo Lunar ya había empezado hacía días y la estratégica situación geográfica de Wuhan convertía a la ciudad en un factor clave en la propagación de la epidemia. Y es que esta urbe de once millones de habitantes, bañada por el río Yangtze, es un enclave logístico de primera magnitud en la red de transportes de China, tanto a nivel terrestre, como fluvial y aéreo. Un factor que explicaría que el 23 de enero de 2020, la víspera de aquella efeméride, las autoridades de Pekín tomasen la drástica medida de cerrar la ciudad con 830 casos de contagio confirmados y 27 muertes. Una decisión que dos días después ampliaron a toda la provincia de Hubei. En total, 60 millones de personas fueron obligadas a confinarse en sus casas.
De repente, aquella ciudad, famosa por ser uno de los principales motores del crecimiento económico del gigante asiático al albergar a los principales fabricantes automovilísticos y del acero del país, quedó paralizada. Los medios de comunicación chinos mostraban imágenes de unas avenidas desiertas, silenciosas, sin ningún peatón ni vehículos. La alegría que transmitían los estudiantes de una de las ciudades con mejores universidades del país había desaparecido. El ir y venir de los wuhaneses por la céntrica calle Han, una vía peatonal de casi dos kilómetros