El libro Maldito de los Templarios
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El libro Maldito de los Templarios - Francisco Díaz Valladares
El libro Maldito de los Templarios
Copyright © 2008, 2021 Francisco Díaz and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726886412
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Siembra un sueño, riégalointeligentemente y siempre, siempre, siempre vas a obtener una realidad.
P.D.V.
1
Alejo Mendoza oyó cerrarse la puerta del portal a sus espaldas y se detuvo en el umbral para consultar el reloj: las ocho y media. Al otro lado de la calle de Alcalá, el parque del Retiro emergía como una isla en un océano asfáltico entre una bruma espesa y húmeda. El sol asomaba ya por encima de los edificios, sin embargo, algunos vehículos circulaban por la avenida con los faros encendidos. El cielo madrileño se teñía de azul cerúleo y el aire fresco de la mañana convertía la respiración de los transeúntes con que se cruzaba en pequeñas nubes de vaho.
Alejo Mendoza se alzó el cuello de la chaqueta, hundió la cabeza entre los hombros y bajó los tres peldaños que lo separaban de la acera. Enseguida notó el frío en el rostro y en la calva y pensó que debía regresar a por la gabardina y el sombrero, aunque, por otro lado, al cabo de unas horas supondrían un engorro. Tal vez hubiera sido diferente si se hubiera casado. Una mujer nunca le habría permitido salir a la calle tan desabrigado.
-Mejor así... buey solo bien se lame... -se dijo, y echó a andar con las manos metidas en los bolsillos del pantalón mientras balanceaba el cuerpo con apatía de lunes.
Visto desde lejos, embutido en un traje gris, estrecho y arrugado, que le confería cierto aire de soltero empedernido, cualquiera hubiera dicho que por la acera se desplazaba una peonza de cabeza brillante; es decir, el inspector Mendoza era bajo, regordete y, como hemos señalado con anterioridad, calvo. Su figura y sus andares se podrían clasificar de cualquier cosa salvo primorosos. Tenía una cara redonda de mofletes rojizos y unos ojos pequeños que empequeñecían al sonreír.
Antes de entrar en la cafetería donde pensaba desayunar, se detuvo un instante deleitándose con el olor a churros que expelía el extractor de humos y luego se dirigió hacia la entrada. Cuando alargaba el brazo para empujar la puerta, sonó el teléfono móvil.
-Vaya, pronto empezamos –masculló mientras sacaba las gafas del bolsillo superior de la chaqueta y se las ponía.
En la pequeña pantalla del celular leyó Comisaría
y resopló antes de contestar.
-¿Sí?
-Mendoza, buenos días. Siento molestarte tan temprano, pero tenemos un fiambre en la calle San Justo, en una de esas librerías que venden libros antiguos. El comisario quiere que te persones allí ipso facto. El comisario te ha designado el caso a ti.
-Vaya, el comisario me adora ¿eh?...
Una risita viperina se oyó al otro lado de la línea telefónica.
-¿Se sabe algo más? –inquirió de nuevo Mendoza.
-Al parecer el finado es el dueño de la librería, un viejo judío del que no sabemos gran cosa.
-¿Muerte natural?
-Pues… a éste le han hecho el harakiri... no sé si el manual contempla esa muerte como natural.
-Estás graciosillo esta mañana, ¿eh, Patiños?
-Sí, Mendoza. Mi madre, la pobriña, me parió así. ¡Qué le vamos a hacer! En la viña del Señor tiene que haber de todo. Si no, esto iba a ser demasiado aburrido, ¿no crees?
El inspector Mendoza respiró hondo, cortó la comunicación sin responder, se metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta y continuó aligerando el paso hacia donde tenía aparcado el coche, Antes de poner el motor en marcha volvió a sacar el teléfono del bolsillo y marcó el número de su amigo Gervasio:
-¿Sí, dígame?
-Daniel, ¿está tu abuelo?
-Hola, padrino. No, no está. Ha salido al parque, a pasear al perro.
Alejo Mendoza compuso un gesto de extrañeza y luego saltó como muelle liberado del resorte que lo oprimía:
-¡Pero qué estás diciendo, si vosotros no tenéis perro!
-Bueno, en realidad está en al lavabo con la tripa un poco suelta –respondió el chico con cierta flema-, pero como era una respuesta bastante desagradable, he optado por la primera que es más…, ¿cómo dirías tú?... ¿más bucólica?...
-Niño, un día de estos te voy a…
-Padrino, te recuerdo que ya hace más de quince años que me bautizaste, así que deja de llamarme niño. Por cierto…, hablando de edades, no te olvides de que el mes que viene es mi cumple. He hecho una lista de regalos para evitarte quebraderos de cabeza.
Alejo Mendoza pensó un instante la propuesta de Daniel y volvió a saltar con tono que pretendía ser de enfado:
-De eso, nada. El cumpleaños pasado me sableaste con un teléfono móvil de no sé que generación y, para colmo, llevas todo el año sangrándome para que te recargue la tarjeta. Ya te compraré yo lo que me dé la gana.
-Venga, padrino, no me seas cutre. ¿En quién te vas a gastar el dinero sino?
-En mi vejez, niño, en mi vejez. Vaya tela, cada vez te estás pareciendo más a tu puñetero abuelo. Como no tenía bastante con uno, ahora tengo a dos por el mismo precio. Está bien, cuando salga del retrete dile que esta noche iré a cenar con vosotros. ¡Ah!, y que no vaya a preparar su famosa tortilla a la francesa con pimientos asados que luego tengo ardores. Ya llevaré yo algo para picar.
-Hummm, esto me huele a que tenemos algún caso interesante entre manos, ¿no?
-Ya te lo contaré luego. Anda, ve y dile a tu abuelo que iré esta noche.
-Se hará como usted manda señor inspector, no se preocupe.
-Uf.
LA NUEVA ALIANZA
El inspector Alejo Mendoza cambió de mano la bolsa de plástico en la que llevaba la cena, pulsó un par de veces el timbre y esperó levantándose sobre las punteras de los zapatos hasta que se abrió la puerta. Al otro lado apareció una chica morena, de pelo largo y ojos almendrados que parecían negros, pero que más tarde Mendoza comprobaría que eran de color verde oscuro. Tendría entre quince y dieciocho años y vestía con calculado desaliño una camisa blanca suelta, unos pantalones vaqueros muy ajustados y unas zapatillas de deporte. El inspector echó el cuerpo hacia atrás, miró a ambos lado para comprobar que no se había equivocado de piso y compuso una mueca con la boca que cabía interpretar de duda o de asombro. La chica examinó el gesto congelado de aquel individuo bajo, gordo y calvo. Unos segundos más tarde, balanceó la melena negra con coquetería y esbozó una sonrisa amplia de dientes perfectos.
-Hola, yo soy Sonia, amiga de Daniel. Usted debe ser su padrino Alejo, ¿no? –dijo, y, sin esperar respuesta, se adelantó y le dio un beso en cada mejilla.
Mendoza permaneció con una sonrisa bobalicona estampada en el rostro sin saber qué hacer hasta que la chica se movió a un lado para dejarle pasar.
-Daniel me ha hablado mucho de usted. Pase, su amigo Gervasio se ha quedado dormido en el salón mientras leía y Daniel está en la cocina –susurró después de cerrar la puerta y echar a andar detrás del inspector por un pasillo de parquet que crujía bajo las pisadas de ambos y que comunicaba con la cocina.
Daniel estaba inclinado sobre el lavavajillas, sacando unos platos. El inspector dio paso a la chica y se quedó bajo el quicio de la puerta observando los movimientos de su ahijado. Su delgadez, altura y pelo rizado contrastaban con el buen ver, la estatura mediana y el pelo liso de ella.
-¿Es tu novia? –espetó Mendoza y dejó la bolsa de plástico sobre la encimera de la cocina.
El joven se enderezó, se recolocó las gafas de montura metálica con un gesto mecánico e intercambió una mirada de complicidad con ella antes de responder:
-No, no somos novios. Sonia es una compañera del instituto, estudiamos juntos y de vez en cuando salimos. Esta tarde hemos estado haciendo un trabajo y la he invitado a cenar con nosotros.
Alejo la miró primero a ella y luego a él. Daniel le había lanzado una mirada chispeante que aún permanecía clavada en los ojos de Sonia. Al notar que su padrino le observaba, bajó enseguida la vista y se inclinó de nuevo sobre el lavavajillas.
-O sea, que estás enamorado hasta las cejas de esta preciosidad –afirmó Mendoza con su flema habitual.
Daniel se puso tieso de golpe y miró nervioso a Sonia, como si le hubiesen pillado robando el plato que sostenía en la mano. Ella mostró una sonrisa lela y agachó la cabeza para ocultar el rubor de sus mejillas.
-No te pases, padrino –el alegato pretendía ser de enfado, pero el tono era de culpabilidad-. Yo nunca me meto en tus asuntos.
-No, ni poco –respondió Alejo sonriendo.
Cuando salía de la cocina, aún agregó en tono sarcástico:
-Niño, esas cosas también son mis cosas, que para eso soy tu padrino.