Me Lo Llevaré a La Tumba...: Los Pasos De Un Escritor Jodido
Por Rafael Ruiz
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Mateo Paz es -un escritor jodido- segn las tempranas crticas de los padres de Silvia. A sus cincuenta y nueve aos de edad, ms de diez aos despus del divorcio con Silvia, MATEO se enamora a primera vista de una jovencita quien vive obsesionada por las alocadas letras de amor de sus libros. Cmo confesarle que se est muriendo de amor por ella?
Cuando Mateo por fi n abarca el miedo de perderla para siempre y se decide confesarle su amor, el destino le arrebata la oportunidad en el peor de los das, un Da de San Valentn.
Al pasar de los aos, la psicloga de Mateo ya no sabe quin est ms loco de los dos; l por aferrarse a no aceptar su realidad, o ella por creer en sus historias, sabiendo bien que despus del accidente, Mateo viva en un mundo igual de incierto como la ficcin de sus novelas.
El amor no es ciego; el amor simplemente no tiene ojos, nunca los tuvo, jams los tendr.
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Me Lo Llevaré a La Tumba... - Rafael Ruiz
Me lo llevaré
a la tumba
Los Pasos de un Escritor Jodido
10573.pngRAFAEL RUIZ
Copyright © 2014 por Rafael Ruiz.
Número de Control de la Biblioteca del
Congreso de EE. UU.: 2014913581
ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-8943-7
Tapa Blanda 978-1-4633-8945-1
Libro Electrónico 978-1-4633-8944-4
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Fecha de revisión: 05/09/2014
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622447
ÍNDICE
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
EL AUTOR
Es mejor morir loco de amor que aceptar su realidad.
Mateo Paz es "un escritor jodido", según las tempranas críticas de los
padres de Silvia. A sus cincuenta y nueve años de edad, más de diez años
después del divorcio con Silvia, MATEO se enamora a primera vista de
una jovencita quien vive obsesionada por las alocadas letras de amor de
sus libros. ¿Cómo confesarle que se está muriendo de amor por ella?
Cuando Mateo por fin abarca el miedo de perderla para siempre y se
decide declararle su amor, el destino le arrebata la oportunidad en el peor
de los días, un día de San Valentín.
Al pasar de los años, la psicóloga de Mateo ya no sabe quién está más
loco de los dos; él por aferrarse a no aceptar su realidad o ella por creer en
sus historias, sabiendo bien que después del accidente, Mateo vivía en un
mundo igual de incierto como la ficción de sus novelas.
El amor no es ciego; el amor simplemente no tiene ojos, nunca los tuvo,
jamás los tendrá.
En memoria de un buen amigo
Mario M. Ahumada Castillo
E.P.D.
UNO
Qué bueno que no tengo ni perro que me ladre desde que ella se fue a Nueva York, así puedo guardar para mí mismo las bañadas de lágrimas que me ha costado no verla. No niego que he llorado mares de lágrimas por ella, por mi princesa, mi cielo, la luz de estos ojos secos y viejos que hoy quizás se cerraran para siempre. Llegó de sorpresa y de sorpresa se fue. Llegó y trajo vida, y cuando se fue, mi vida se llevó. No lo soné, ni lo aluciné, de eso estoy seguro, porque si lo hubiera alucinado, hoy estaría en un manicomio.
Aunque para ser honesto, mi casa sin ella ha sido un manicomio de un solo loco desde entonces, mi propio manicomio de ficción, de miedos y de fragmentos inciertos que mi psicóloga terminó creyendo después de sus incansables luchas por abrirme estos tercos ojos viejos.
Y mientras escribo mi testamento para dejarle todo a ella sin que ella sepa la razón, estoy reviviendo lo feliz que me hizo, y preguntándome si ella alguna vez sintió lo que yo sentí desde el primer día o si para ella solo fue una obsesión causa de mis novelas lo que la hizo regalarme esos exquisitos momentos de aquellos años de euforia.
Las mismas cortinas cuelgan de mi ventana, pero ya no están abiertas como a ella le gustaban, hoy están cerradas y sucias como antes que ella apareciera en mi vida. Mi cama está en la misma posición desde entonces, porque me gusta volver a imaginarla ahí, justo ahí, en frente de la ventana mirando la nieve caer.
Me gusta ir a la biblioteca solo para buscar su aroma o algún rastro de su recuerdo. Me siento en el mismo sillón del área de leer y cierro los ojos para imaginar las primeras palabras que me dirigió. Luego levanto mi vista esperando ver los ojos que me mataron en un segundo. Huelo su frescura, su juventud, su sonrisa, su alegría. Huelo hasta su pelo, su piel, sus labios. Pero ahora si ya estoy viejo, ahora si ya me cuesta hasta levantarme del sillón para ir a mear o para ir a comprar un café al mismo lugar donde tomaba cappuccino con ella.
Ahora soy un viejo enamorado en peligro de extinción y cargo conmigo un bordón que antes no necesitaba. Ahora camino más lento y tengo que tomar un taxi a mi casa; aunque nunca pude manejar un coche, mucho menos mi propia vida, dejar manejar a un viejo como yo sería un peligro para la sociedad. Viejo, solo y desflorado, podría haber sido que cualesquier momento de nostalgia le pisara el acelerador al coche para estrellarme fuerte contra el primer árbol que se me atravesara en la calle. Me hubiera matado con mucho gusto si el suicidio no condenara el espíritu.
Mi intuición me inculcó a nunca decirle la verdad. Hoy ya es muy tarde, ¡ya para qué chingaos! Hoy si estoy seguro que me diría que he perdido la cabeza. Mejor voy a hacer lo único que puedo hacer por ella, dejarle lo poco que tengo, especialmente los derechos de mis novelas que tanto le gustaban a ella, porque a ella si le gustaban, se las sabe de memoria, eso me consta.
Tal vez fui un viejo cobarde, o tal vez de plano no era la voluntad de Dios, quien sabe, pero nunca faltó quien me recordara que la muchachita era demasiado joven para mí, por eso me entró el miedo de nunca decirle que estaba, y estoy locamente enamorado de ella. Esté en esta ciudad, esté en Vancouver, o esté donde esté, ella siempre será, por siempre mi princesa.
Todavía me acuerdo cuando fuimos a Colorado y llegamos al hotel donde nos íbamos a hospedar. El gerente del hotel me preguntó que si era mi hija. No sé si lo hizo por mandarme una indirecta para decirme que ella estaba muy joven para mí o porque deberás pensó que era mi hija.
«Adoptada», le contesté para que no me preguntara porque no teníamos los mismos apellidos.
En otra ocasión, la vecina, en paz descanse, también como me molestó con eso. «¿Porque no me había dicho que tiene una hija?», me preguntó una, dos, o como cien veces desde la entrada de su casa cuando me veía salir por las mañanas en mi piyama a levantar mi periódico. Nunca le contesté nada, solo le hice un gesto amable y le saludé con la mano al aire. La pobre seguro se murió pensando que ya había ensordecido este pobre cascarrabias con pinta de Romeo moderno.
Le voy a dejar mi casa también, por una sola razón. No quiero que me olvide jamás. Quiero que me recuerde dándole mis consejos de escritor, sentado en mi viejo sillón de la biblioteca, aquel lugar de lectores que tanto le gustaba. Quiero que me recuerde leyendo sus partes favoritas de mis novelas, y quiero que recuerde y hasta sienta lo tierno de las lágrimas que le rodaban por sus mejillas. Quiero que me recuerde cuando vea la nieve caer por la ventana y hasta cuando escuche a un perro solitario ladrarle al terrible frio que frecuenta estas calles cada invierno. Ojalá que se venga a vivir aquí y que guarde mi mecedora para que recuerde cuando con su ternura encienda me cubría en una cobija caliente después de untarme alcohol en los pies, y quiero que recuerde hasta cuando encendía la chimenea para mí. Ojalá que guarde nuestras fotos y mi viejo violín, y que nunca le haga estorbo nada, para que no las tire algún día a la basura. Y ojalá que algún día que un ángel le bese sus tiernos labios, piense en mí, solo en mí, y que en su imaginar escuche las melancólicas notas de la melodía que le toqué en el violín aquellas noches.
De lo que si estoy seguro que va a guardar son mis dos primeras novelas, eso no hay duda; quizás las deje ahí mismo donde están y las desempolve de vez en cuando, y tal vez hasta les dé una ojeadita cuando recuerde alguna parte de algún capitulo. Cuando las vea o cuando las lea, estoy seguro que me recordará, sonreirá, y hasta pensará en mí, pero también estoy casi seguro que no pensará en mí, ni me recordará de la forma que yo quisiera que me recordara, ni se tocará los labios como lo hago yo al recordarle.
Pero en fin, que más tengo que no esté en mi testamento. Ya le dejé casi todo, pero lo que no le voy a poder dejar es mi secreto, ese NO se lo diré nunca. Quizás ella lo vio en mis ojos algún día, pero nunca se lo dije y ya de nada servirá decírselo.
-«Eso me lo llevaré a la tumba»-
Y a la tumba se irán también conmigo el traje de novio y el anillo que compré aquel día cuando casi me animo a proponerle matrimonio. Casi estaba seguro que aceptaría casarse conmigo, pero como decía mi santa madre, «el casi no cuenta hijo, el casi no cuenta», y mucha razón que tenía mi madre. El casi nunca llegó, ella tampoco, y de ahí: unas rosas pisoteadas por las llantas de un coche, un chofer anónimo y cobarde que huyó de la escena y que nunca encontraron, un porque sin respuesta, y todo lo demás… todo lo demás fue cuento mío según mi psicóloga.
Ya empezaba yo a desvariar, lo reconozco. Pinche tiempo, me ganaste la partida de mi vida. No pude defenderme. Me pesaban como gruesas cadenas: la realidad, las canas, las arrugas, y los cincuenta y tantos fríos inviernos de aquella ciudad nostálgica.
A la tumba también me llevo y cobijo una tierra que no me vio nacer, solo envejecer, enloquecer, y demás. Me llevo su recuerdo para no sentir tanto frio allá abajo, y por supuesto, me llevo unas fotos de ella para que me acompañen y no sentirme tan solo como me siento en estos momentos. Lo de más que me pueda llevar depende mucho de si ella recibe mi carta a tiempo o no y de si puede venir a darme un último adiós o no.
Hace una semana que le envié la carta avisándole que ahora si ya no estoy bien de salud, y pidiéndole que si puede venir a verme, que lo haga sin pensarlo. Para estas fechas ya debe de estar en camino; me gustaría mucho verla a los ojos antes que me muera.
Si logra llegar antes de que me muera, será quizás un honor que Dios me dé, porque no creo merecerme tanto, con conocerla fue más que suficiente. Pero por si acaso llega, me gustaría llevarme a la tumba un solo beso de sus labios, uno solo. Aunque quizás un beso de sus labios sea capaz hasta de resucitarme y llevarme al cielo para siempre en carne y hueso tal como pasó con la virgen María y otros santos según las sagradas escrituras. No, no lo dudo, ni estoy convencido que estoy loco, yo sé lo que digo. El poder de su belleza me ha dominado siempre desde la primer mirada. ¡Qué amor tan bonito y que dolor tan fuerte fue conocerle!; que placer mío sería volver a verle. «Hay muerte que por fin me llevas, ¿porque te la llevaste en flor?»
Ya se murió la pobre de Silvia, lo supe hace