Violencias Silenciadas
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¿Por qué un divorcio o separación pueden llegar a arruinar tu vida o la de tus hijos? ¿Por qué los niños víctimas de violencia en el hogar no gozan de un protocolo íntegro de protección? ¿Es de recibo que un hombre maltratado no se atreva a denunciar? ¿Puede justificarse que los hombres heterosexuales y las mujeres y hombres LGTB no tengan una protección justa en materia de violencia en la pareja?
Violencias silenciadas, escrito por la abogada penalista Antonia Chinchilla, pone blanco sobre negro estas y otras preguntas, todas relacionadas con una realidad que no por evidente permanece menos acallada: la legislación española sufre importantes carencias y está fracasando a la hora de frenar la violencia en la pareja y en el hogar.
El libro indaga en la problemática dimensión de las denuncias falsas en España, en la falta de recursos para atender a colectivos minoritarios o en la inexistencia de registros fiables y completos que radiografíen la violencia en el país. También reflexiona sobre algunas consecuencias no deseadas de la Ley de Violencia de Género, bien porque a veces facilita que los desaprensivos hagan uso y abuso de la ley en beneficio propio, bien porque en ocasiones alienta la polarización social y desenfoca el debate.
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Violencias Silenciadas - Antonia Chinchilla Palazón
PRÓLOGO
Dicen que vivimos en la era de la desinformación. La paradoja es que, en este mundo digital que nos oprime, nunca ha existido una mayor facilidad para acceder al conocimiento. El problema no es, por tanto, de cantidad, sino de calidad; por ello, la elección del informador es la pieza clave. Daría un paso adelante, afirmando la obligación que tiene toda persona responsable de buscar incesantemente una información rigurosa y completa sobre los temas de su interés, como paso previo para conformar, de acuerdo con la propia personalidad, un criterio sólido, que le permita adoptar decisiones.
Lo apuntado encuentra su paroxismo en lo que se viene llamando «violencia de género»: pocos asuntos presentan tanta actualidad; pocos suscitan tanta controversia; sobre pocos se escribe y habla tanto.
En mi particular búsqueda de las fuentes idóneas de conocimiento sobre la cuestión, felizmente he hallado las Violencias silenciadas, de Antonia Chinchilla, que ha colmado plenamente mi sed de información.
La autora actúa sobre la materia con la técnica culinaria más de moda, la deconstrucción. Partiendo de los ingredientes habituales, comienza por poner en duda la propia expresión «violencia de género» —prefiriendo la más integradora de «violencia de sexos»—; prosigue desmontando, como método de análisis, la opinión intelectualmente predominante, mostrando sus contradicciones y ambigüedades; y culmina con una obra que califico de poliédrica y perfecta. Deconstruye sin esfuerzo aparente, ante nuestros ojos atónitos, la visión estereotipada —por proceder de los bebederos más comunes y próximos, de consumo masivo— que tenemos sobre dicho tipo de violencia, da a cada uno de los ingredientes su punto de cocción adecuado —su experiencia profesional en la materia impregna en cada línea—, y emplata de manera que la obra, pese a su extensión, en absoluto empacha ni atraganta.
Es una obra poliédrica —«octaedra» si se permite, por sus ocho capítulos— porque aborda la cuestión desde distintos puntos de vista —familiar, humano, legal, estadístico…—, sin esquivar ni una sola de las reticencias que se suelen plantear y llamando a las cosas por su nombre, pero sin ofender, porque la autora emplea el sutil aceite de la elegancia.
Es también una obra perfecta, por completa. Inquietante en ocasiones —el capítulo «Niños víctimas de la violencia, agresores del futuro», que no puede dejar indiferente a nadie, me trajo a la cabeza la película ¿Quién puede matar a un niño?, de Narciso Ibáñez Serrador, y también la obra de W. Golding, El señor de las moscas—; perturbadora en otras —por ejemplo, el apartado «Cómo se mata en España»—; práctica siempre —«Manual para hombres inocentes que han sido denunciados», con importantes advertencias para tener en cuenta—; de rabiosa actualidad —la doble discriminación del colectivo LGBT—; en fin, profundamente transgresora las más de las veces y real como la vida misma.
Aconsejo encarecidamente beber de esta fuente de aguas cristalinas, de fuerte mineralización, que sacia la sed de conocimiento del cuerpo y del alma. Y agradezco a la autora la gentileza de invitarme a escribir estas líneas, con el deseo de que su esfuerzo contribuya a dar voz a esas «violencias silenciadas».
Francisco José Soriano Guzmán
Magistrado especialista de Menores
INTRODUCCIÓN
Siempre quise estudiar derecho con una motivación social, con el ideal de ayudar a las mujeres maltratadas. Cuando daba mis primeros pasos en la facultad de Derecho tuve la oportunidad de hacer prácticas en una Audiencia Provincial y allí continué como colaboradora. Fui integrada en la oficina que habían creado con objeto de asistir a las víctimas de violencia de género. Se trataba de una experiencia piloto que querían exportar al resto de España. Trabajaba junto con dos compañeros funcionarios. Finalmente podía presenciar desde primera línea aquellos casos que tanto había deseado defender.
Un día llegó a la oficina una señora de unos cuarenta años. La atendimos el psicólogo y yo. Tenía dos moratones, uno en la mejilla y otro en el ojo. Nos contó que estaba casada, que tenía varios hijos —no todos de la misma relación— y que su marido le pegaba. Me llamó la atención que en ningún momento lloró ni mostró ninguna señal de derrumbamiento. Debía de ser muy fuerte o muy introvertida para no derramar ni una sola lágrima. Nos pidió ayuda porque tenía mucho miedo y activamos el protocolo de seguridad para protegerla.
En una de sus visitas me preguntó si podía darle mi número de teléfono porque se sentía muy cómoda hablando conmigo. En la Audiencia me advirtieron que no era una buena idea entablar relación personal, pero me sentía tan sensibilizada que se lo di de manera extraoficial. No podía hacer otra cosa. Me llamó en alguna ocasión en busca de consuelo. Todo parecía muy normal dentro de la anomalía que vive a diario una mujer maltratada. Pero al cabo del tiempo empecé a recibir mensajes firmados por su marido que decían: «Si sigues defendiendo a mi mujer te vas a enterar». Las amenazas fueron aumentando hasta convertirse en diarias. El tono también fue volviéndose más agresivo. Aseguraba que me buscaría a la salida del trabajo para violarme, que me metería en una habitación y haría conmigo todo lo que quisiera valiéndose de un palo. En los mensajes describía al detalle las barbaridades que se le pasaban por la cabeza. Todo era muy escabroso y la preocupación de mi entorno iba en aumento.
Pronto supimos que la maestra de uno de sus hijos estaba recibiendo los mismos mensajes. Hablé con el jefe del departamento de asistencia a víctimas de la Policía, quien me pidió que le trasladara toda la información y los contenidos de los mensajes. Enseguida se abrió una investigación sobre el marido de aquella mujer. En un principio yo no me sentía muy asustada, pero el temor que mostraban mis compañeros y el gabinete de ayuda a las víctimas ante la posibilidad de que pudiera pasarme algo hizo que, poco a poco, fuera preocupándome más. Mi situación era muy vulnerable. Era consciente de que al salir de la oficina podía encontrarme cualquier cosa.
Pasó un año y seguimos atendiendo a aquella señora que se mostraba cada vez más desconsolada. Un día me llamó el jefe del gabinete para que acudiera cuanto antes a la comisaría. Acudí inmediatamente, con la convicción de que todo aquello no estaba en orden. Llegué a la comisaría dispuesta a ser sorprendida.
Me recibió Iván, el jefe de gabinete, que me pedía que me sentara para darme noticias sobre el individuo que habían estado investigando. Era un hombre perfectamente normal del que no se había encontrado prueba alguna que lo señalara como maltratador. La mujer a la que habíamos asistido todo este tiempo sometía a su marido a humillaciones reiteradas y arbitrarias delante de quien fuera. Los mensajes con amenazas se enviaban desde teléfonos de ella. La mujer apareció por comisaría vestida de motera y con el casco en la mano. Anunció que se iba a Barcelona a vivir con otro hombre: su amante, también motero. El mismo varón que casualmente era el padre de varios de sus hijos y con el que había mantenido una relación paralela. El amor de su vida. Tenía tres líneas de teléfono desde las que enviaba textos a personas que pudieran inculpar a su marido. Quería perjudicarle. Y tenía un motivo claro: poner a sus hijos de su lado para poder fugarse con su amante y no perder el control de la familia.
Este suceso marcó un punto de inflexión para mí. Estaba ante una mujer que hacía uso y abuso de la Ley de Violencia de Género. Había una clara fisura en la legislación, una puerta abierta que otras u otros desaprensivos podían atravesar para hacer lo mismo. A lo largo de estos años he ido encontrándome muchas historias similares y otras no tanto. Cada una de ellas tiene sus peculiaridades, pero siempre subyace el mismo fondo: hacer daño a la pareja en beneficio propio.
Cuando al principio de mi carrera me llamaban hombres para que llevara su caso yo me mostraba muy reacia, porque defendía de manera ciega a la mujer. Hoy sigo apoyándolas con pleno convencimiento. El número de muertes es alarmante. Solo en España un total de 971 mujeres han fallecido desde el 1 de enero de 2003 (fecha en la que empezaron a contabilizarse), según el último balance del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, y necesitan toda la ayuda del mundo. Soy partidaria de endurecer la ley, si es necesario, para acabar con esta cadena de sangre. Pero también tengo claro que no se puede negar a ningún hombre su derecho a la presunción de inocencia y es nuestro deber luchar por sus vidas, que no son menos valiosas.
Si no fuera por aquella experiencia personal probablemente habría seguido con mi misión, sesgada, de auxiliar solo a mujeres maltratadas. Sin embargo, este suceso amplió mi perspectiva y entendí que atendiéndolas exclusivamente a ellas no estaba cumpliendo con mi labor, que es ayudar a las víctimas, sean del sexo que sean.
Hablemos de realidades
El libro que tienes entre manos pretende abordar, de la forma más completa posible, el problema de las violencias que permanecen ocultas o menos visibles en el seno de la pareja y en el ámbito doméstico. El concepto de «violencia de género», a menudo esgrimido y aplicado con poco criterio, resulta insuficiente para explicar este tipo de violencias en toda su complejidad. El catálogo de términos no es menor. La violencia de sexo, doméstica, de pareja, machista, el feminicidio, el «femicidio», el «masculinicidio» (no aceptado aún por la RAE) designan realidades diferentes que abordaremos detalladamente en el libro. No es lo mismo la violencia que hunde sus raíces en una cultura patriarcal (machista) que la que se produce en el seno del hogar y que afecta a hijos y familiares (doméstica), o la que estalla entre dos enamorados por un problema de celos (pareja). Estas agresiones, a su vez, son distintas a las que puede sufrir una mujer en su trabajo por el mero hecho de serlo (sexo). La palabra feminicidio, así como la variante femicidio, son formas válidas para aludir al «asesinato de una mujer a manos de un hombre por machismo o misoginia». De igual manera, el término masculinicicio se refiere al asesinato de hombres por odio a su sexo.
El maltrato puede ejercerse de distintas formas: del hombre sobre la mujer, de hombre a hombre, de una mujer sobre otra, de padres a hijos, o bien de madres a hijos, y en contextos distintos como una familia, una pareja, un conflicto bélico donde se produzcan violaciones o entre grupos de adolescentes en un instituto. Por ello queremos contribuir al conocimiento y la toma de conciencia sobre la gravedad de un problema que afecta a más personas de las que aparecen en los medios de comunicación.
Sirvan como declaración de principios cinco razones para escribir este libro:
En primer lugar hay que constatar que la cifra de mujeres que mueren a manos de sus parejas sigue siendo muy preocupante. Como tendremos ocasión de detallar, la Ley de Violencia de Género, con el sistema actual, no es capaz de atender adecuadamente a las víctimas mujeres, a pesar del aumento de las denuncias, pero desde luego tampoco a los hombres. La Fiscalía General del Estado contabiliza que desde 2007 (fecha en la que se diferencian las muertes domésticas por sexo) han fallecido 58 varones. No se trata de establecer equiparaciones ni comparativas porque en estos casos suelen servir de poco y resultan odiosas. Pero encarar el problema de las víctimas masculinas de violencia de pareja no debería ser motivo de enfrentamiento y crispación, sino un ejercicio de equidad y justicia cuando nuestra verdadera intención es colaborar para la erradicación de todo tipo de violencia. No por ser hombres y representar una minoría son menos merecedores de apoyo.
En segundo lugar, parece oportuno establecer un debate distinguiendo entre víctimas y agresores antes que entre hombres y mujeres. Precisamente, una de las muy loables luchas que libran las mujeres hoy en día es eliminar las diferenciaciones por sexo. Y yo estoy con ellas.
Por otro lado, queremos denunciar la existencia de una macabra picaresca que perjudica también a las propias mujeres maltratadas. Algunas personas aprovechan las grietas de la Ley de Violencia de Género, que nació para protegerlas, para interponer denuncias falsas. De esta manera perjudican a las que sí sufren agresiones y ponen en riesgo su credibilidad.
Este libro atiende además a la enorme carencia de recursos de amparo para esos hombres que también son víctimas —a manos de otros hombres o de mujeres—, pero que no disponen de apoyo social ni institucional. Ojalá en estas líneas encuentren sustento moral y herramientas para gestionar de la mejor manera una posible situación de indefensión. Si conseguimos ayudar tan solo a uno de ellos, habrá merecido la pena.
En último lugar, estas líneas quieren ser la voz de las decenas de personas que han recurrido a la ayuda de profesionales y letrados para orientarse en el duro proceso de afrontar una denuncia falsa o evitar una sórdida noche de calabozo. Por ellos y por sus familias, que son los sufridores pasivos.
¿Por qué no hago discriminación positiva?
Son varias las personas que se han acercado a mí para plantearme dilemas morales por los que consideran que no debería incluir a los hombres en la ecuación de la violencia de género. Y me han parecido tan interesantes y legítimas que me gustaría darles respuesta aquí.
En una ocasión una amiga muy implicada en la defensa de los derechos de las mujeres me preguntó: «¿No crees que con el problema tan urgente que tenemos tratando de combatir los miles de muertes machistas, hablar sobre hombres maltratados es desviar la atención?». Yo le contesté que estaba de acuerdo en que la gran cuestión era encontrar el mejor sistema para terminar con esa lacra, pero apoyar a los hombres que también son víctimas de ataques no resta apoyos, sino que suma, tal y como argumentaremos en este libro. Existe espacio suficiente en los medios de comunicación, en Internet y en los nuevos foros y plataformas como para tratar el tema de las violencias desde todos sus ángulos. De esta forma estamos siendo más fieles a la realidad y no dejamos a nadie sin voz.
Otra de las advertencias me llegó a través del marido de una conocida. Me avisó de que «el libro podría ser utilizado por otros hombres para generalizar y poner bajo la lupa a todas las mujeres que denuncian». Yo le respondía que eso iba a ser inevitable. Probablemente muchas personas lo arrojarán a la hoguera sin molestarse en abrirlo. Estos rasgos de intransigencia son moneda común en casi cualquier ámbito y especialmente en la historia de las letras. Razones parecidas arguyen algunos sectores católicos en el delicado caso de los abusos a menores. Sostienen que denunciar estos abusos sería utilizado como un arma para atacar al conjunto de la Iglesia, pero el hecho de que algunos tomen la parte por el todo o manipulen deliberadamente nunca puede ser razón suficiente para tapar este tipo de crímenes.
También escuchamos en repetidas ocasiones que una gran parte de las agresiones de mujeres a hombres se cometen como forma de autodefensa. No tenemos los datos que avalen esta afirmación, porque no se han realizado estudios en este sentido, así que es difícil avalar o contradecir este argumento, pero me viene a la cabeza el caso de Asiya Bibi, una pakistaní que envenenó a su marido y a su familia política —15 personas en total— el día de su boda. La joven fue obligada a casarse y no se le ocurrió otra forma mejor de escapar de aquella situación. A la hora del postre, añadió veneno en la crema de yogur para después servirlo a su marido, con tan mala fortuna que él decidió ofrecerlo al resto de invitados. Murieron todos.
Este tipo de casos ocurren, pero mucho más a menudo en países donde los derechos de la mujer no están protegidos. También sucedía en España hace varias décadas, cuando el divorcio estaba prohibido. El veneno era la forma más «limpia» y radical de acabar con un sufrimiento prolongado en el tiempo. Lo cierto es que no puede aducirse autodefensa en la mayoría de los casos que tratamos a diario. Sí encontramos un alto porcentaje de personas que buscan obtener beneficios económicos tras un divorcio o conseguir la custodia de los hijos. Los logros conseguidos con la Ley de Violencia de Género no pueden ocultar que sus rendijas legales están siendo aprovechadas torticeramente por desaprensivos en perjuicio de sus víctimas, a las que tenemos la obligación de proteger. En cualquier caso, no deberíamos caer en la trampa de las generalizaciones y trabajar en cambio para elaborar un registro fiable de las causas de agresión. De esta manera podremos establecer medidas preventivas y tratar este problema de manera más eficaz. Uno de los principales problemas de nuestro país en materia de violencia de género, y de otras formas de violencia, es que no existen datos y registros adecuados para afrontar el problema en toda su complejidad.
Un problema complejo que no debe simplificarse
Este libro trata de alejarse de la visión dicotómica y victimista que insiste en examinar la cuestión en términos de la «maldad de los hombres» y la «bondad» incuestionable de las «víctimas perfectas». Este planteamiento obstaculiza la comprensión de un problema que es más complejo. El mensaje que nos llega de los medios de comunicación y de las redes sociales, así como de políticos y de diversos colectivos, es que la violencia de género es la mayor lacra de nuestra sociedad. Se llega incluso a comparar con el terrorismo, como si los hombres se hubieran organizado para llevar a cabo una guerra, para generar un clima de terror que intimide a las mujeres. Así se sobredimensiona el problema, por más que sea grave, y por el camino se ignoran sistemáticamente otro tipo de violencias en el hogar y en la pareja. Si hacemos un esfuerzo para ser ecuánimes y vamos más allá de lo establecido, encontraremos estudios que tratan la