Malas posturas
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Malas posturas - Lina María Parra Ochoa
Malas posturas
A Iván, Soledad y Estefanía,
mi familia
A Santiago Rodas,
por creer en mí, por leerme, por acompañarme
Leyes
El doctor Saldarriaga fumó pipa desde los siete años. Dice, mientras cuenta unas monedas de cien que tiene en la mano para pagar el parqueadero. Dice que la pipa se la robó de uno de los cajones del escritorio de su padre después de que este muriera. El padre que exhala el último aire y el niño que sale despacio de la habitación para encerrarse en el estudio, dejando atrás los gritos de la madre.
Mira todo con detenimiento, es la primera vez que logra entrar, y ya no está el padre para sacarlo a patadas. Los libros son enormes, gruesos, del mismo largo que sus brazos, casi todos forrados en un cuero café manchado por el polvo y la mugre. El niño intenta sacar uno de los libros de un estante pero apenas si logra moverlo. Se da cuenta de que el sol ha desteñido los lomos, y que las tapas en realidad son mucho más oscuras. No pudiendo con el libro, se dirige al escritorio. Toca la madera con la mano, siente el polvo, el desuso del aparato, el abandono, pero no piensa en la enfermedad prolongada del padre, no piensa en nada. Prueba a abrir cada uno de los cajones, solo uno cede. Dentro hay una agenda en blanco y una pipa. Es la pipa de su padre, la que usaba para fumar en el balcón. El niño la coge y se la esconde entre el chaleco. Regresa a la habitación donde encuentra a su madre acostada al lado del cuerpo frío, con la mirada indecisa, plana, como si de repente se hubiera quedado ciega. El niño aprende a comprar, a preparar y a fumar tabaco, y crece y ya no es el niño sino el doctor Saldarriaga.
Al doctor Saldarriaga le faltan doscientos pesos para ajustar los mil quinientos que vale el parqueadero. Le pide al celador que lo ayude, pero este no sabe que tiene en frente a uno de los profesores de leyes más antiguo de la universidad, y aunque lo supiera no le importaría. El parqueadero vale mil quinientos, señor. El doctor se voltea a mirarme, y yo ya tengo los doscientos en la mano estirada, no porque me impresione su prestigio, sino porque de él depende mi trabajo en este momento.
Espero mientras Carlos se fuma un cigarrillo junto al carro antes de irnos. En eso llega el doctor Saldarriaga y se pone a hablarnos de fumar. Le pregunta a Carlos que qué marca de cigarrillos fuma, le dice buen hombre porque fuma Malboro, y nos cuenta entonces, más a Carlos que a mí, que fumó pipa desde los siete años, desde que su papá murió y él le sacó la pipa del escritorio. Yo sonrío pero me quedo callada, no me gusta hablar de lo que no conozco. Solo una vez intenté fumarme un cigarrillo y no supe cómo hacerlo, desde entonces ni la curiosidad ni la necesidad se me han vuelto a presentar.
El doctor Saldarriaga pide que lo llamen doctor, con D mayúscula siempre que se escriba. Yo lo escribo con minúscula porque no quiero ceder ante ese capricho. Le pongo la mayúscula cuando termine un doctorado, pienso. Pero le digo doctor aunque me pese, porque no me queda de otra. Gracias doctor por contratarme, gracias doctor por llevarse mis doscientos pesos. Ha sido profesor por casi sesenta años en la facultad de Derecho, haciéndose un nombre gracias a su persistencia, a su longevidad, a su capacidad de sortear las políticas cambiantes de los rectores y directores que vienen y van con los años. Ha tenido cargos administrativos pero lo que le gusta, según él, es enseñar, y que le digan doctor. Aunque no tiene un doctorado. La universidad, hace unos años, le dio un título honorífico de maestría para evitarse explicaciones ante evaluadores internacionales que estaban espulgando a la institución con peinilla. Pero como es tradición en la facultad de leyes, por ser profesor hace tiempo se le dice doctor.
Cuando me postulé hace dos años al puesto de docente de Literatura, él fue uno de los presentes en la entrevista. Le caí en gracia, me dijo luego, porque mi apellido es Aguirre, como el de su mejor amigo de la infancia. En conclusión me contrató por mi abuelo, su mejor amigo de la infancia, pero yo no se lo dije, y él nunca preguntó. Yo había oído historias sobre él, sobre el padre que le pegaba en las piernas con la hebilla de la correa cuando apenas estaba aprendiendo a caminar; sobre la vez que él y mi abuelo metieron en una funda de almohada una camada de gatitos recién nacidos, que habían arrancado de las tetas de su mamá, y los tiraron a la quebrada Ayurá; sobre el dúo de guitarras que habían formado ambos y con el que daban serenatas a novias que tenían en diferentes pueblos cerca de Medellín. Mientras lo miraba entonces, en la entrevista, y mientras lo miro ahora hablando sobre cigarrillos con Carlos, me vienen a la mente las historias que me contó mi abuela de cómo la esposa del doctor Saldarriaga llegaba a su casa arrastrándose toda golpeada buscando refugio, y de cómo mi abuelo la tomaba del brazo y se la devolvía sin misericordia a su amigo. Mi abuela decía que primero mi abuelo la mataba a ella que traicionar al doctor, porque mi abuela le decía también así, desde jóvenes.
Carlos termina el cigarrillo pero el doctor Saldarriaga sigue hablando, ya le sacó a Carlos demasiada información como para soltarlo. Sabe que es bisnieto de uno de los abogados más importantes de la historia de la ciudad, sabe que viene de una familia con dinero, como solía ser la suya, sabe que está hablando con un descendiente directo de las estirpes españolas asentadas en Medellín hace tiempo. Y no va a dejarlo ir. Carlos no sabe qué hacer con el cigarrillo, veo que le da pena tirarlo al suelo en frente de un profesor tan viejo, tan encachacado, y se queda con la colilla en la mano. Se limita a responder en monosílabos pero el doctor Saldarriaga no necesita de nadie más para conversar. Le dice buen hombre y le pone la mano en la espalda, le insiste sobre las virtudes de fumar pipa, que es una herramienta indispensable del quehacer intelectual. Estamos parados en la mitad del parqueadero, y yo me resigno y me recuesto contra mi carro a esperar. De lejos miro al doctor Saldarriaga pero él no se da cuenta.
Mi abuelo no sabe que trabajo en la facultad de Derecho, si lo supiera me preguntaría por su amigo, pero es que mi abuelo no sabe nada de mí, es mejor así. La primera vez que publiqué un cuento y fui a mostrárselo, en lugar de felicitarme me dijo que por qué no estudiaba Ingeniería de Sistemas, que eso sí daba plata. Desde entonces no hablamos mucho y aprendí que son más seguros la distancia y el desconocimiento. Pero sí sé que hace muchas décadas no habla casi con el doctor Saldarriaga. Desde que estaban jóvenes, tiempo después de que uno de ellos entró a estudiar Derecho en la Universidad de Antioquia y el otro entró a trabajar de operario en una fábrica de cerámicas. Sé que además hubo una pelea, unas navajas de por medio y un muerto, pero de eso no digo nada, solamente miro al doctor Saldarriaga, casi disfrutando de saber que él no sabe que yo sé algo que él cree olvidado para siempre. Si dijera cualquier cosa le dejarían de decir doctor, lo sacarían de la universidad y, quién sabe, hasta lo meterían a la cárcel. Pero no estoy segura, me evade el conocimiento de la ley cuando un crimen fue cometido hace tanto tiempo y por un señor lleno de amigos abogados.
***
Mientras esculco los cajones de la máquina de coser de mi abuela, ella entra en silencio y se sienta en la cama. Nada suena, ni la tela de su vestido ni las tablas de la cama ni el colchón ni la suela de sus zapatos. Mi abuela es un suspiro que se disimula en la casa, que se esconde en su cuarto, que cocina, cose y reza. Sé, sin que nadie me lo dijera, que el silencio es para esconderse de mi abuelo, para pasar desapercibida, sé que él la zarandea, que la insulta, pero mi abuela no corre a buscar ayuda a la casa de nadie, porque de esas cosas no se habla. Su cuarto está atrás, junto a la cocina, tiene una cama sencilla y una repisa de madera donde solo hay una cruz y un portarretratos pequeño con una foto mía de la infancia. Tiene más nietos, pero solo una foto mía de la infancia.
Le pregunto que dónde puso las tijeras, y me dice que las escondió, que para qué las necesito. No insisto porque intuyo la razón de esconderlas. Le cuento que esa mañana me entrevistó el doctor Saldarriaga, el de las historias del abuelo, que me cayó gordo porque insistía en que le dijeran doctor y porque tenía unos zapatos de cuero negro, muy brillantes y embetunados, pero viejos, con el cuero ajado y blandito por el tiempo. Mi abuela sigue en silencio, pero puedo ver que algo está pensando, tiene los ojos entrecerrados y se soba frenética el dedo meñique de la mano derecha que le quedó para siempre torcido después de que se lo quebrara y se lo inmovilizaran mal. Siempre que está asustada se soba el dedo meñique de la mano derecha: cuando mi abuelo nota que la comida está fría, cuando mi abuelo nota que una de mis tías no llega temprano, cuando mi abuelo nota que mi abuela no alcanza a contestar el teléfono, cuando mi abuelo nota que mi abuela se soba el dedo meñique de la mano derecha.
Es que el doctor Saldarriaga hace tiempo que no tiene mujer. De pronto por eso anda con los zapatos tan viejos. Mi abuela dice como excusándolo, como si él fuera a oírla. A la esposa que desbarataba a golpes cada fin de semana, la que llegaba arrastrándose hasta donde mi abuela, se la llevó un ataque extraño de epilepsia. Temblores repentinos empezaron a asediarla, echaba baba por la boca, se paralizaba como una estatua retorcida. Hasta que un día se murió. Mi abuela dice que para entonces ya mi abuelo y el doctor Saldarriaga no se hablaban, pero que ella sí fue al velorio; dice que la mujer en el cajón se veía feliz. El doctor Saldarriaga no