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De D. José a Pepe - Rafael Bravo
Capítulo 1
Infancia
Esta es la historia de Pepe, un joven de diecisiete años que está a punto de entrar en la Universidad Politécnica de Telecomunicaciones de Madrid. Es el mes de octubre de 1983 y el Parque del Retiro, en pleno centro de la capital de España, presenta en sus árboles esas tonalidades de amarillos, ocres y verdes, que son una auténtica maravilla para recrear la vista de Pepe. Pero ¿qué podemos decir de Pepe? Pepe es el hermano mediano de una familia española. Su padre D. Javier es un farmacéutico que regenta su propia farmacia: «Licenciado Javier Peralta Fernández». Es una persona respetada, que imparte disciplina a sus hijos, y lo que él dice se cumple. Su madre, Azucena, de profesión médico no ejerce porque así lo decidió el matrimonio al tener a su tercera y última hija. Pepe tiene dos hermanas, su hermana mayor, Margarita, rubia y con ojos azules y su hermana menor, Rosa, castaña y ojos verdes. Cuando nació Pepe hubo un momento de discusión acerca del nombre que debía tener. Su padre quería ponerle Narciso, ya que era un apasionado de las flores, pero al final Azucena consiguió ponerle el nombre de su padre: José, que por cierto en el pueblo todo el mundo le llamaba D. José. Azucena, la madre de Pepe, era amor en estado puro. Trataba a todas las personas con respeto, y siempre que podía estaba dispuesta a ayudar a la gente. Nadie hablaba mal de ella, pero ella tampoco hablaba mal de nadie. A sus tres hijos siempre les decía que no debían utilizar la violencia y que no debían pegarse con los demás niños.
—Mamá, y si un niño nos pega, ¿qué debemos hacer? —preguntó Pepe un día a su madre.
—Tú trata de no meterte en peleas y haz lo posible porque no te peguen —fue la respuesta de su madre.
—Pues no lo entiendo. Yo no pego a nadie, pero si me agreden, yo me defiendo —fue el pensamiento de Pepe.
La infancia de Pepe fue muy buena. Por un lado, su padre, D. Javier, era de Granada y allí vivían sus padres, los abuelos de Pepe. Por otro lado, su madre, Azucena, era de un pueblo de Cuenca, y sus padres, los otros abuelos de Pepe, tenían una casa enorme, una casa de pueblo con tres plantas, doce habitaciones, un salón monumental y jardín en la parte trasera. Entre estas dos localidades tenían lugar las vacaciones de la familia y Pepe fue muy feliz. Lo cierto era que Pepe en ocasiones se sentía el dueño del universo, y en otras ocasiones se apreciaba triste y decaído. Pero él lo achacaba a que eso era normal y le pasaba a todo el mundo. Como decía su hermana Margarita: «son etapas de la vida».
El primer día de clase en la universidad fue increíble, en el sentido de que Pepe no se enteraba de una buena parte de lo que decían los profesores. Él, que estaba acostumbrado a entender todo lo que decían en las clases del colegio y el instituto, se enfrentaba a una nueva etapa de su vida.
—Bueno, habrá que estudiar mucho, si quiero ser ingeniero —fue la reflexión de Pepe.
Cómo echaba de menos a su profesora, doña Carmen, que le dio clase en 5º de EGB. Una señora, a punto de jubilarse, pero que enseñó a razonar a Pepe, y además tenía unos principios morales exquisitos. Vamos, que era una buena profesora y, sobre todo, una mujer buena. También, como no, recordaba a su profesor de 8º de EGB, don Eloy. Qué manera de explicar matemáticas. Y además era un hombre simpático y con un gran sentido del humor. Con él, las matemáticas se convirtieron para Pepe en un juego, y desde entonces le encantan.
La idea que Pepe tenía de su futura vida era la siguiente: ser un prestigioso ingeniero, con mucho dinero, viviendo en un inmenso chalet en una zona residencial de Madrid, casado con una imponente mujer rubia, súper atractiva y con un Ferrari Testarrosa en su garaje.
Pepe tenía que ir en transporte público a la universidad, y cuando cogía el metro a las 07:00 de la mañana, este era su pensamiento: «Yo voy en metro, rodeado de esta chusma, porque no tengo otra opción, pero cuando sea ingeniero, no volveré a venir por aquí». Esa era su visión, y es más, un día que había tenido prácticas por la tarde y regresaba de la universidad a su casa a eso de las 20:00, vio cómo un hombre de unos cincuenta y cinco años con una vestimenta usada, con las manos llenas de yeso y las uñas sucias, iba dormido en un asiento del metro.
«Pobre hombre, a su edad y con este aspecto tan sucio. Seguramente se dedicará a pintar casas. Todo el día trabajando y le pagarán una miseria. Mírale, está agotado. Vaya tragedia de vida», pensó Pepe.
Claro, había cosas que Pepe no entendía, como por ejemplo esa canción que escuchó en la radio y que decía: «¿Quién sabe si el apoyarse es mejor que el deslizarse? Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo».
«Que tonterías se le ocurre a la gente», fue su pensamiento.
También tenía un compañero de instituto, Armando Guerra, que a pesar de su nombre y su apellido era un chico pacifista y con filosofía oriental.
—Solamente lo barato, se compra con dinero —dijo un día Armando.
—Vaya chorrada que acabas de soltar —le respondió Pepe—. Y un transatlántico o una nave espacial, ¿acaso no cuestan un montón de millones? Y se compran con dinero.
—Más que el oro es la pobreza, lo más caro en la existencia —añadió Armando.
—Pues a mí que me den oro, en vez de pobreza —repuso Pepe.
—Más que el precio, lo importante es el valor de las cosas —agregó Armando.
—Deja de decir incongruencias, Guerra —sentenció Pepe.
—Algún día lo entenderás, Peralta —apostilló Armando.
illustrationCapítulo 2
Universidad
El primer año de universidad fue duro. Pepe se lo tomó en serio y después de mucho esfuerzo, entre junio y septiembre, logró aprobar todas las asignaturas. Llegó el segundo año y también hizo un gran esfuerzo, aprobando todas menos una. Esto supuso una contrariedad para su estado de ánimo, porque Pepe quería a toda costa sacar curso por año, es decir: acabar en seis años.
Cuando comenzó su tercer año, ocurrió un acontecimiento muy especial para él. Pepe llegó temprano a su clase y se sentó en la fila de atrás. Poco a poco empezó a llenarse el aula y cuando solo faltaban por ocupar unos pocos sitios, entró por la puerta una chica. Era menuda, no muy alta, pero tampoco baja, con cabellos dorados y melena larga de pelo liso y suave.
«¡Madre mía! ¡Que chica tan guapa!», fue el pensamiento de Pepe.
La chica miró hacia un lado y otro, hasta que decidió ir justo al sitio que estaba vacío al lado de Pepe, y dirigiéndose a él, le dijo:
—¿Está libre este asiento?
—Sí, por supuesto —respondió Pepe.
—Por cierto, me llamo Marina. Y ¿tú? —dijo ella de forma muy abierta.
—Yo soy José, pero todo el mundo me llama Pepe.
—Bien, entonces te llamaré Pepe —repuso ella—. Parece que nos ha tocado este año en la misma clase.
—Sí, eso parece, oye… —En ese momento Pepe se vio interrumpido por la entrada del profesor.
—Me decías —susurró en tono bajo Marina.
—¿Qué te parece si después de clase te invito a un café y hablamos? —cuchicheó Pepe.
—Por mí, perfecto —afirmó Marina.
Y así fue, como después de la clase, se fueron