Pájaros a punto de volar
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La publicación póstuma de estos textos escritos entre 1938 y 1949 fue todo un acontecimiento literario. No son historias de suspense ni historias de animales, sino relatos psicológicos. Nos presentan a una joven escritora demasiado tímida para revelar todo su talento, pero que logró un temprano éxito al expresar una vida turbulenta.
Catorce narraciones que hablan de habitantes de las grandes ciudades sin hogar, de niñas espabiladas, de amantes atrapados en sus sueños y de hombres y mujeres tristes y baqueteados por la vida. La monotonía de lo familiar, la magia de una ansiada afinidad de espíritu y los fatigados pasos de figuras abocadas al dolor aparecen captados con un gran derroche de tacto, con enorme simpatía y con una asombrosa sensibilidad para los detalles incisivos.
Patricia Highsmith
Patricia Highsmith (1921-1995) es una de las escritoras más originales y perturbadoras de la narrativa contemporánea. En Anagrama se han publicado las novelas Extraños en un tren, El cuchillo, Carol, El talento de Mr. Ripley (Premio Edgar Allan Poe y Gran Premio de la Literatura Policíaca), Mar de fondo, Un juego para los vivos, Ese dulce mal, El grito de la lechuza, Las dos caras de enero, La celda de cristal, Crímenes imaginarios, El temblor de la falsificación, El juego del escondite, Rescate por un perro, El amigo americano, El diario de Edith, Tras los pasos de Ripley, Gente que llama a la puerta, El hechizo de Elsie, Ripley en peligro y Small G: un idilio de verano, los libros de relatos Pequeños cuentos misóginos, Crímenes bestiales, Sirenas en el campo de golf, Catástrofes, Los cadáveres exquisitos, Pájaros a punto de volar, Una afición peligrosa y Relatos (que incluye los primeros cinco libros de cuentos de la autora, tres de los cuales –Once, A merced del viento y La casa negra– no habían aparecido hasta ahora en la editorial) y el libro de ensayos Suspense. Fotografía de la autora © Ruth Bernhard - Trustees of Princeton University
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Pájaros a punto de volar - Isabel Núñez
Índice
Portada
Nota editorial
Una mañana extraordinaria
Incierto tesoro
Ventanas mágicas
La puerta siempre abierta (sin felpudo de bienvenida)
En la plaza
Pájaros a punto de volar
La inmaculada concepción
Un gran castillo de naipes
El coche
El punto fijo de un mundo en rotación
Los pianos de los steinach
Llamada para louisa
Noche tranquila
Un hombre muy agradable
Notas
Créditos
NOTA EDITORIAL
La mayor parte de los relatos reunidos en este volumen no tiene fecha, a excepción de los primeros que se publicaron –Quiet Night (Noche tranquila) y A Mighty Nice Man (Un hombre muy agradable)en Barnard Quarterly, y de los cuales no se conserva manuscrito ni texto mecanografiado. Todos se encontraban en un archivo de la autora llamado por ella «Oldest Short Stories 1945-1955». En muchos casos, su historial de publicación es difícil de seguir, debido a los constantes viajes de la autora y a sus frecuentes cambios de agentes literarios. Por desgracia, la literatura crítica sobre Patricia Highsmith a menudo ofrece informaciones incompletas, erróneas o contradictorias sobre sus textos. Los siguientes créditos se basan en documentos del legado literario de Patricia Highsmith de los Archivos Literarios Suizos de Berna.
Si no se especifica lo contrario, los relatos reunidos en esta edición reproducen el texto de su primera publicación, se han cotejado con el manuscrito (o mecanoscrito) y/o con cualquier otra edición posterior.
The Mightiest Mornings (Una mañana extraordinaria). Mecanografiado, 31 pp., sin fecha. Escrito (primero como The Mightiest Mountains [Montañas extraordinarias]) entre el 18 de julio de 1945 y el 15 de febrero de 1946. Inédito.
Uncertain Treasure (Incierto tesoro). Escrito en noviembrediciembre de 1942, publicado por primera vez en Home and Food (Nueva York), agosto de 1943, vol. 6, n.° 21, pp. 15, 27, 32-34 (con dibujos de la autora).
Magic Casements (Ventanas mágicas). Mecanografiado, 19 pp., sin fecha, escrito bajo los títulos alternativos The Magic Casements [Las ventanas mágicas] y The Feary Lands Forlorn [Feéricas tierras solitarias] entre diciembre de 1945 y finales de febrero de 1946. Inédito.
Where the Door is Always Open and the Welcome Mat is Out (La puerta siempre abierta). Dos versiones, ambas sin fecha e inéditas: la primera es un texto mecanografiado de 22 pp., la segunda es una versión reducida (titulada The Welcome Mat [El felpudo de bienvenida]), mecanografiada, con 17 pp., escrita entre febrero de 1945 y abril de 1947, revisada en 1949. Esta edición se basa en la primera versión, más larga.
In the Plaza (En la plaza). Mecanografiado, 28 pp., sin fecha. Escrito en Taxco, México, en abril de 1948. Inédito.
Birds Poised to Fly (Pájaros a punto de volar). Primera version inédita, texto mecanografiado de 13 pp., escrito probablemente en 1949, publicado por primera vez en traducción alemana como Die Liebe ist eine schrecklike Sache en Tintenfass, 23, Zurich, Diogenes, 1999. Una segunda versión, transformada y más larga, se publicó como «El amor es algo terrible», en Ellery Queen Mistery Magazine, en agosto de 1969, y apareció por primera vez en libro como The Birds Poised to Fly en Eleven, Londres, Heinemann, 1970.
Miscellaneous – Unnamed Story ([Miscelánea – Relato sin título]. «La Inmaculada Concepción» es el título del editor). Mecanografiado, 14 pp. Escrito probablemente entre septiembre y noviembre de 1942. Inédito.
The Great Cardhouse (Un gran castillo de naipes). Mecanografiado, 19 pp, escrito entre agosto y septiembre de 1949. Publicado por primera vez en la revista Story, vol. 36, n.° 3 (140), mayo-junio de 1963, pp. 32-48.
The Car (El coche). Dos versiones mecanografiadas sin fecha, ambas de 22 pp., una versión (probablemente posterior) con correcciones de las frases en español. El primer borrador data de marzo de 1943 y la autora lo revisó en diciembre de 1962. Esta edición se basa en la versión corregida (probablemente posterior). Inédito.
The Still Point of the Turning World (El punto fijo de un mundo en rotación). Mecanografiado, 20 pp., sin fecha, escrito entre agosto y noviembre de 1947 y publicado por primera vez como The Envious One [El envidioso] en Todays Woman, marzo de 1949.
The Pianos of the Steinachs (Los pianos de los Steinach). Mecanografiado, 41 pp., fechado por la autora en 1947, escrito entre diciembre de 1946 y mayo de 1947. Inédito.
Doorbell for Louisa (Llamada para Louisa). Mecanografiado, 26 pp., con una nota manuscrita de Patricia Highsmith de 1973: «Cosmopolitan 1948?», aunque en su diario dice que vendió el cuento a Womans Home Companion el 3 de septiembre de 1946. Inédito.
Quiet Night (Noche tranquila). Dos versiones, la primera probablemente escrita en Nueva York en 1938 o 1939, publicada por primera vez en Barnard Quarterly, número de otoño de 1939, pp. 5-10. En febrero de 1966, veintisiete años después, Patricia Highsmith (que entonces vivía en Aldeburg, Suffolk) revisó y amplió el relato, que se publicó como The Cries of Love [Las lágrimas del amor] en Womans Home Journal, enero de 1988, y en forma de libro en Eleven, Londres, Heinemann, 1970.
A Mighty Nice Man (Un hombre muy agradable). Escrito c. 1940, publicado por primera vez en Barnard Quarterly, vol. XV, n.° 3, primavera de 1940, pp. 34-40.
ANNA VON PLANTA
UNA MAÑANA EXTRAORDINARIA
1
El tren siguió un riachuelo límpido durante más de una hora, rodeó una curva boscosa, hizo sonar el silbato y resopló serenamente hacia una pequeña ciudad situada al pie de una montaña.
En uno de los vagones, un hombre que había examinado cada pueblo del camino acercó el rostro a la ventanilla con ansiedad. Inmediatamente cambió de expresión e interrumpió el nervioso mordisqueo de sus uñas. Un largo y emocionado estremecimiento de placer le recorrió el cuerpo, porque sabía que aquella pequeña ciudad que nunca había visto era la que buscaba.
Bajo el cielo oscuro, el lugar resultaba bastante corriente, pensó, pero también acogedor y cómodo, porque parecía construido justo al borde del andén para quien quisiera desembarcar allí. Se veía una iglesia, un juzgado y una carretera principal, que corría paralela a las vías, con una muestra de cada tipo de tienda que cualquiera pudiera necesitar. Y más allá de aquella franca y acogedora fachada, se levantaban pulcros edificios de dos plantas, unidos sobre un verde que se mezclaba al verde más intenso y al azul verdoso de las montañas y que podría haber cubierto el resto de la tierra.
Puso las diez yemas de los dedos, hinchadas mucho más allá de las uñas casi devoradas, en el antepecho de la ventana, como si tocara el acorde final de una atormentada sinfonía. Estaba a punto de arrodillarse y murmurar: «¡Gracias, Dios mío!», cuando oyó un ronco «¡Viajeros al tren!» desde el andén.
Con la maleta bajo el brazo, atravesó el pasillo y chocó contra el conductor en los escalones.
–¡Voy a bajar! –exclamó, y saltó del tren, que empezaba a moverse lentamente.
El tren enfiló hacia el norte, llevándose a ninguna parte las huellas de sus diez dedos en uno de los polvorientos antepechos.
A unos pasos de la estación, el hombre llegó al extremo de la asfaltada calle principal, llamada Trevelyan Boulevard. La marquesina del cine descollaba ante él, el poste de la barbería giraba alegremente hacia atrás, la puerta de mosquitera de una cafetería se cerró de golpe cuando salió un hombre, y dos niñas con helados de cucurucho, un ama de casa con bolsas de la compra y un granjero en bata pasaron ante él, agradables y tan apropiados como personajes sobre un escenario. Pero no era un escenario, sino una pequeña ciudad real, donde probablemente todo el mundo que veía había nacido allí, y allí viviría y moriría. Ya le parecía que un lazo invisible le unía a ellos.
Era difícil recordar que se había despertado aquella mañana con el chirrido de un tren elevado en los oídos, que aquella misma mañana se había sentado al volante de su taxi. ¿Había llevado a algún pasajero? Recordaba haber conducido despacio, sin hacer caso de la gente que le hacía señas y le silbaba para que se detuviera, reacio como siempre y de pronto incapaz de sumergirse en la histeria de Nueva York. ¡Nueva York aquella mañana! Contemplada desde una distancia de ocho horas, la furia ahogada de la ciudad le parecía una enfermedad. Pensó en Nueva York intensamente y por última vez. Luego desconectó aquel pensamiento como si fuera un aparato de radio transmitiendo una melée de rugby.
La felicidad, la buena voluntad y el optimismo parecían elevarle por encima del suelo. Una nueva ciudad, virgen y llena de potencial, ¡una ciudad donde podía empezar otra vez! Se sentía renacer. El domingo iría a la iglesia, cuya negra aguja coronada por una esfera dorada y una cruz se divisaba entre las copas de unos árboles, y daría gracias a Dios con los demás habitantes de la ciudad.
En el preciso momento en que sentía punzadas de hambre en el estómago, sus ojos se posaron en un edificio blanco situado a unos pocos metros, en la misma acera del Trevelyan Boulevard en la que se hallaba. Unas enormes letras negras decían «COMIDAS» y un pequeño rótulo de neón anunciaba por ambos lados «Dandy Diner», comedor del sibarita.
La puerta se le resistió, y una voz detrás del opaco panel dijo algo que sonó como «¡Empújela!».
Aaron la empujó, entró y la cerró tras de sí con suavidad. El lugar era cálido y olía agradablemente a huevos fritos con mantequilla y hamburguesa recién hecha.
–¡Buenas! –dijo la misma voz. Pertenecía a un hombre corpulento con camisa tejana y situado tras la barra.
–¡Buenas tardes! –contestó Aaron, saludando a los presentes con una inclinación de cabeza. Luego se sentó en una banqueta.
Sus ojos azules recorrieron con satisfacción los pasteles glaseados caseros, los perritos calientes que chisporroteaban en la parrilla, el cuenco de reluciente mantequilla fundida y las variedades de bollos dulces que se alineaban en platillos sobre los estantes. Tenía de por sí los ojos algo saltones, y vistos de perfil poseían un brillo translúcido casi felino, pero ahora, mientras examinaba los distintos productos del restaurante, le sobresalían aún más. Se levantó el sombrero para alisarse el pelo castaño con un gesto mecánico. Observó cómo el camarero sacaba una tortita de la plancha, la untaba generosamente de mantequilla y la ponía ante un hombre vestido con la bata azul y blanca de los trabajadores ferroviarios.
–¿Sirope?
–Vale –contestó el hombre, con una inflexión vibrante que abarcaba varios tonos.
El camarero le puso una jarra de sirope junto al plato, y luego se dirigió a Aaron.
–¿Qué será?
Aaron juntó las palmas, se incorporó ligeramente apoyando los pies en la barra inferior del taburete y pidió un perrito caliente, una tortita, un trozo de pastel de melocotón, un bollo y una taza de café. Mientras le preparaban el pedido, escuchó las bromas del camarero y el ferroviario, y la conversación más baja de los negros, intercalada de risas.
El ritmo del ventilador convertía el mundo de aquel comedor en un todo perfecto.
Sonó el teléfono y la joven que soñaba despierta junto a la caja registradora saltó a cogerlo.
–¡Túúú! –contestó, arrastrando las vocales y sonriendo–. Dice Mac que hoy tendré que trabajar hasta las ocho y media.
–Bueno, te dejaré salir –intervino Mac amablemente–. De todas formas, para lo que trabajas...
Cuando le trajeron la tortita, Aaron se tocó la barbilla con timidez.
–Supongo que debería haberme afeitado primero –le sonrió al camarero.
Mac le devolvió la sonrisa.
–Ah, está muy bien. Aquí no somos remilgados. Míreme a mí –se rió–. ¿De dónde es usted?
–De Nueva York. –Aaron inclinó la cabeza y empezó a comerse la tortita. Se echó una discreta cantidad de sirope (si era de Nueva York, no se portaría como aquellos que había visto en los Automats,¹ tan ávidos que había que repartirles el sirope y la crema de leche para moderar sus raciones), y entre varios bocados volvió la cabeza para leer los distintos carteles que cubrían las paredes.
¡VENGAN TODOS! LA FAMOSA BANDA DE WILLIE WALKER
ENTRADA 1,50 DÓLARES POR PAREJA
VESTÍBULO DE BRIGHTON
BRIGHTON, VERMONT
La fecha era de hacía un mes. Se preguntó si la chica iría a un baile similar aquella noche. Nunca había oído hablar de aquella ciudad.
Luego vio otro cartel que decía:
HABITACIONES
EN EL CONFORTABLE ALBERGUE DE LA SRA. HOPLEY
POR SEMANAS O MESES
17 PLEASANT STREET CLEMENT, N.H.
–¿Dónde está la calle Pleasant? –le preguntó a Mac, con tanto temor de que aquella ciudad no fuera Clement que no se atrevía a formular primero esa pregunta.
Finalmente, Mac acercó la mano que tenía en la nuca, señaló hacia una esquina del comedor y le dio unas instrucciones, pero Aaron estaba demasiado excitado para escucharlas. En su mente se formaban imágenes de la casa, de la habitación que tendría. Se maravillaba de su buena suerte al haber encontrado una calle llamada Pleasant, e incluso el propio nombre de Clement sonaba dulcemente en sus oídos, como si tocara un timbre en su memoria que evocaba un paisaje soleado y una comida campestre.
–¿Se va a quedar aquí una temporada? –le preguntó Mac al darle la nota.
–Eso espero –sonrió Aaron, y, dejando un dólar en el mostrador, se dirigió a la puerta–. Estaba todo muy bueno.
–¡Vuelva otro día!
–¡Adiós! –le dijo la chica.
Siguiendo la dirección que le había señalado el camarero con el dedo, Aaron se encaminó hacia una calle volviendo la esquina de la botica. Se detuvo en la intersección para admirar un humilde monumento conmemorativo. Era un pilar de cemento sobre un triángulo de hierba, con una placa de metal en la que había una lista de varios centenares de nombres inscritos, veteranos de Clement de todas las guerras. Adams, Barber, Barton, Burke, Child... ¿Hopley? Sí, había un Zachariah P. y un William J. Hopley.
Podía decirle a la señora Hopley que los había visto.
Se apresuró en su camino, saludó con una sonrisa a una niña descalza y despeinada que se apoyaba contra un árbol, dijo «¡Buenas tardes!» a un anciano encorvado con gastados y brillantes zapatos y un cuello almidonado que no le rozaba la piel.
–¿Cómo va eso? –replicó el anciano.
Llegó por una cuesta a Pleasant Street, que estaba rodeada de grandes olmos inclinados hacia el centro y con las copas unidas. Y en cuanto entró en aquel túnel de verdor, el sol empezó a asomar y a ocultarse tras aquel millar de hojas como una lluvia de oro.
Observó ansiosamente cómo los números aumentaban hasta llegar al diecisiete, una casa amarillenta de dos plantas, semioculta por frondosas enredaderas verdes que surgían de ambos extremos del porche delantero. Reconoció la casa como había reconocido la ciudad: era lo que buscaba. ¡Hogar! Había algo hogareño en la agrietada pintura marrón, la elegancia en las formas negras y ahusadas de la barandilla del porche y la escalera de madera. Los dos perros negros de hierro, de perfil y con una pata levantada, vigilaban simétricamente la libre extensión de césped frontal, dividida por una avenida de cemento.
–¿Busca a alguien? –le preguntó una voz desde el porche.
Aaron entró en el camino.
–Estoy buscando habitación.
Se oyó el crujido de una mecedora y un hombre bajo y rechoncho con pantalones y camisa satinados de abacá se acercó a él.
–Creo que hay una o dos –le dijo, sonriendo e inspeccionando a Aaron.
–¿Quién quiere una habitación? –Esta vez la voz llegó desde detrás de la puerta de mosquitera–. Acaba de quedarse una libre. Venga a ver si le gusta.
El la siguió por un vestíbulo, un tramo de escaleras y luego un rellano. Finalmente, la mujer abrió la puerta de una amplia habitación cuadrangular con tres grandes ventanales.
–Está de suerte –le dijo ella con su fuerte acento–. El tipo se fue ayer. Cambió de trabajo y se fue a Bennington. No es fácil conseguir habitaciones en esta ciudad.
Aaron asintió, encantado.
–Me la quedo.
Le pagó siete dólares por el alquiler de una semana y se quedó solo, inspeccionando la vista desde cada ventanal. Desde uno de ellos se veían montañas, desde los otros solo podía tocar las hojas de un inmenso árbol que crecía en el césped. Con alegre sentido práctico, empezó a trasladar sus cosas de la maleta a la cómoda. Los profundos cajones forrados de papel de periódico le hicieron avergonzarse de su guardarropa. Sus cuatro camisas yacían reducidas y solitarias en el primer cajón y ni siquiera el desparramado conjunto de sus calcetines y pañuelos ayudó a cambiar las cosas. Como no le quedaba nada que colocar en el último cajón, se puso a leer un momento el periódico que lo cubría. Finalmente puso la maleta vacía en el armario, cerró los cajones de la cómoda y examinó la habitación satisfecho, aunque pensó que excepto por los artículos de afeitado que había dejado sobre la mesa redonda, nada había cambiado en la estancia con su llegada. Bueno, pensó, eso era lo que ocurría cuando alguien se dejaba toda su ropa, todos los bártulos reunidos con los años para decorar habitaciones amuebladas de Nueva York.
Alguien llamó a la puerta.
–Pase...
Entró la señora Hopley.
–Le he traído unas toallas –le dijo en un tono de voz más cálido que antes, un tono casi íntimo y conspirativo, y Aaron la observó atentamente y parpadeó. Ella dejó dos toallas de baño, una de manos y un paño separados a un lado de la cama, luego se incorporó y le sonrió.
–¡Muy bien! Justo lo que necesitaba urgentemente –respondió él, aunque solo había dejado de afeitarse aquella mañana–. He pasado muchas horas en el tren.
La señora Hopley asintió y le observó con grandes ojos castaños tras sus gruesas gafas. Manoseó el holgado y algo sucio frontal de su vestido, que por detrás colgaba igual de suelto sobre su huesudo y vacuno trasero.
–¿De dónde es usted?
–Nueva York –contestó, sonriendo nervioso, porque pensaba, como en el restaurante con Mac, que la gente de una pequeña ciudad de provincias le observaría con recelo.
–Hum. –Ella movía los ojos lenta e incesantemente, posándolos en puntos cercanos de la habitación y a veces en él. Tenía una de las viejas zapatillas negras, con su estropeado pompón, vuelta tímidamente hacia la punta de la otra, como para suavizar con gracia femenina el interrogatorio al que pretendía someterle.
–¿Viene por trabajo?
Él titubeó, luego sonrió. No podía evitar sonreír ante cualquier cosa relacionada con la agradable ciudad de Clement.
–Bueno, no exactamente. Puede decirse que necesitaba unas vacaciones y que esta ciudad me ha parecido un buen sitio.
–No hay mucho que hacer aquí para alguien que esté de vacaciones.
–No me refiero a unas vacaciones normales. –Se humedeció los labios–. Mire, yo era taxista en Nueva York. Tenía los nervios bastante mal y decidí mudarme a un sitio nuevo.
–¿Permanentemente?
–Tal vez. Eso espero. Me encanta esta ciudad.
Ella se quedó un momento pensativa.
–No hay mucho trabajo de taxista por aquí.
–¡No, no pensaba seguir de taxista! Ya he tenido bastante...
Ella asintió.
–¿Y qué pensaba hacer entonces?
La vio mirándole las manos, las abrió y sonrió.
–Todavía no lo sé, ¿sabe? Tendré que encontrar algo. –Y añadió modestamente–: Tengo algún dinero ahorrado.
–Ah. –Ella se rascó la nariz bruscamente con el dedo índice–. Bueno, pues que tenga suerte.
Pese a las reservas de la mujer, sus palabras conmovieron a Aaron, que sonrió y le dio las gracias.
Ella empezó a hablar con mayor fluidez, le recomendó los mejores sitios para comer, dónde podía encontrar trabajo, y mencionó a un empaquetador de la fábrica de cuero que se hospedaba en la casa. Tal vez le gustara hablar con él, pues había trabajado un tiempo en Nueva York.
Aaron la escuchó, asintió y decidió evitar al empaquetador a toda costa.
–Sí, aquí también pensamos que es una ciudad agradable –dijo la señora Hopley en un tono monótono al salir.
Aaron se relajó, y al cabo de un momento fue al cuarto de baño del final del pasillo, donde se afeitó en una pila con grifos de cobre. Luego se puso camisa y calcetines limpios y salió alegremente a la luz del crepúsculo.
Pasó el anochecer explorando la ciudad, deambulando por cada nueva calle como un perro callejero que explora su nuevo hogar. Fijó algunos hitos en su memoria y anotó mentalmente detalles de arquitectura y terreno, un esfuerzo placentero, pues pensaba que era su deber familiarizarse con Clement como cualquier lugareño. Escudriñó a su alrededor con más ansiedad a medida que caía la oscuridad y surgían, diseminadas y llenas de significado como las estrellas de una constelación, las luces de aquellos hogares confortables y ancestrales.
Ya era noche cerrada cuando ascendió una colina situada al sureste de la ciudad, entre el río y las vías del ferrocarril, y se sentó dejando a sus pies la bolsa de sus escasas compras. Contempló la vista de Clement casi desde el mismo ángulo que cuando estaba en el tren. ¡Pero qué familiar le parecía todo ahora y cuánto más reales sus posibilidades! Ya conocía el aspecto de la iglesia, sabía cuál era la torre que asomaba entre los árboles, o lo que decía el cartel de la autopista hacia el norte. Había explorado un puente cubierto que atravesaba el río, pero que no había visto desde el tren, y se había sentado un buen rato mirando por una de sus ventanas, escuchando las conversaciones de la gente que pasaba.
¿Qué haría al día siguiente? Aún no tenía que preocuparse de hacer planes. Tenía unos cuatrocientos dólares cosidos en el forro de la maleta negra y eso le permitiría tomarse su tiempo. Podía probar una docena de oficios. Podía trabajar de bracero en alguna de las granjas de las afueras durante un tiempo, y comprarse su propia granja si el trabajo le gustaba. Podía poner una tienda o asociarse con alguien que conociera en la ciudad para montar un negocio. Podía pasar semanas simplemente viviendo, hasta que el destino dejara caer sus instrucciones en su regazo.
El alcance de su imaginación le sobresaltó, se levantó y apretó el puño fuertemente contra el pecho. Inclinó su intenso rostro hacia la ciudad y pensó que creía con todo su corazón que el curso de su vida se le revelaría en Clement. Se sintió como una de esas figuras de la pintura heroica o documental, con la postura dominada por su determinación y la nobleza de su propósito.
–Hola –dijo una voz queda.
Él se volvió, aturdido. Era una niña flaca y descalza con un vestido oscuro que el viento le pegaba a los muslos. Incluso en aquella penumbra distinguió un amplio dibujo en el dobladillo que no parecía pertenecer al vestido. Entonces la recordó. Era la niña que había visto apoyada contra un árbol aquella tarde, cuando se dirigía a casa de la señora Hopley.
–¿Quién es usted? –le preguntó la niña.
Lentamente bajó el puño del pecho.
–¿Y quién eres tú? –repitió él, con un tono lúdico y adulto.
–Freya.
–¿Freya qué más?
–Freya Wolstnom.
–¿Cómo?
–Freya Wolstnom.
–¿Cómo?
Ella suspiró con fuerza.
–Wolstnom. W-o-l-s-t-n-o-m.
Él entendió las primeras letras, pero las restantes simplemente cayeron ante sus oídos. Como le había ocurrido muchas veces en Nueva York: cuando sus pasajeros le decían una dirección, su mente se negaba a recordar lo que había oído. El recuerdo de aquella época, de interrogaciones, repeticiones y errores finales, el sonido de las bocinas cuando daba la vuelta con el taxi surgió ante él mientras se contraía en la oscuridad. Se pasó el pulgar cerca de los labios y luego lo dejó caer de nuevo.
–¿Quién es usted? –repitió ella.
–Aaron Bentley.
Al cabo de un momento, la niña se dio la vuelta y se alejó despacio por la pendiente que llevaba a la ciudad, sujetándose hacia atrás con las dos manos el pelo negro y lacio que el viento le ponía en los ojos, y mirando al suelo como si buscara algo.
Aaron volvió a sentarse y se palmeó las rodillas, pensando que ella se dirigía a la ciudad. Pero como la niña se demoraba, le gritó, en parte para recobrar la confianza:
–¿Dónde vives?
Ella no se volvió, solo hizo un gesto con el brazo.
–Por allí.
Solo se veía el negro bosque. Aaron se volvió a mirarla.
Ella levantaba los pies y separaba las altas hierbas con gráciles movimientos laterales, como en una lenta danza. Había algo rígido en su figura, no debido a la timidez sino a la concentración. Sintió que ella había advertido su último movimiento.
Por fin, ella avanzó sinuosamente hacia él, colina arriba. Cuando se detuvo, sus cabezas estaban casi al mismo nivel. Aaroh le devolvió la mirada sonriendo. Luego, forzando la vista en la oscuridad, se sorprendió al ver la línea recta de su boca. Parecía triste, tensa y vieja. Tras las hebras móviles de su pelo, sus ojos eran meras zonas grises, pero él sintió que le observaban con hostilidad. Le invadieron una repentina y vertiginosa consternación y un sentimiento de inferioridad, parecido a lo que