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Almas perdidas
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Libro electrónico162 páginas3 horas

Almas perdidas

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Información de este libro electrónico

Dicen que el Reino de los Cielos recibe a los fallecidos después de que la muerte los alcanza. Sin embargo, algunos están condenados a vagar por nuestro mundo como almas perdidas…
 
Una despedida que no llegó a tiempo, sed de venganza o una promesa incumplida pueden ser los motivos por los que permanecen entre nosotros. Deambulan fantasmales como los protagonistas de leyendas urbanas, mientras esperan a que alguien les ayude.
 
Xu Huang es un argentino descendiente de chinos que vive en la ciudad de Buenos Aires. Reparte su tiempo entre la escuela secundaria y su trabajo como iluminador de almas perdidas. En cada misión, procura encontrarles un camino de luz antes de que se vuelvan inestables y peligrosas. Él no trabaja solo; recibe la ayuda de un amigo un tanto particular: Jesús, un argentino de diecinueve años fanático de Messi. A pesar de tener costumbres y expresiones muy diferentes, Xu Huang y Jesús pronto se convierten en grandes compañeros de aventuras.
 
El mayor desafío de Xu Huang es lidiar con un chico fantasma de ojos color fuego, un alma perdida que lo atemoriza y lo deslumbra al mismo tiempo. Debe descubrir cómo ayudarlo antes de que sea demasiado tarde.
 
Su familia y el chico del que se ha enamorado están en peligro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 dic 2022
ISBN9789874890733
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    Almas perdidas - Yanina Zorza

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    EPíLOGO

    NOTA AL LECTOR

    AGRADECIMIENTOS

    CIUDAD DE BUENOS AIRES

    CONTENIDOS EXTRA

    PRIMERA

    PARTE

    1

    Informe N° 1

    Caso: Alma perdida de Mataderos

    Fecha: 20 de enero de 2022

    La primera vez que vi al alma perdida fue una noche de enero, de esas en las que el calor cede un poco y una brisa fresca surge como la tan esperada salvación de una capital infernal. Aproveché las incidencias climáticas y salí a vagar por la ciudad como un detective en busca de un enigma. Me gustaba la sensación de tener en mis manos un misterio que solo yo podía resolver.

    La costanera norte del Río de la Plata mostraba un halo singular. Mis pasos, sobre un cemento que nublaba cualquier sentido, casi no se escuchaban. El agua oscura serpenteaba como una culebra negra. Un avión, dos aviones, tres aviones despegaban uno tras otro del aeroparque, como una película infinita que nunca dejaba de correr. La luna, moneda plateada en las alturas, lanzaba miradas asesinas entre nube y nube que se le adelantaba. No se podía percibir ni un alma a la vista; hasta que la suya apareció.

    Me hipnotizó la figura de un muchacho erguido sobre la baranda, de cara al río. Estatura indefinida, cabellos al viento de algún color que no llegué a distinguir porque había unos cuantos metros de distancia entre nosotros. Aura violácea. Portaba una actitud sospechosa, como a la espera. ¿De qué? Miraba con seriedad a la luna, ese mismo astro peligroso que ahora, ante su inédita presencia, dejaba de ser un villano para pasar a ser un simple aliado.

    De repente, nuestras miradas se cruzaron. ¿Sus ojos eran marrones, celestes o grises? Me sentí cautivado por todos los colores que desfilaban ante mi vista embriagada. No quería escapar de esos ojos caleidoscópicos; evitaba pestañear por miedo a perderlos para siempre.

    Sin embargo, no podía quedarme estático durante mucho tiempo más. Había encontrado el misterio que debía descifrar. Me habían hablado de esta alma perdida lo suficiente como para que supiera que tenía que actuar de inmediato. Mi misión consistía en detenerla, atraparla y… Pero solo conseguí observar inmóvil desde la oscuridad urbana.

    A los pocos segundos, se esfumó sin dejar rastros en aquella noche de verano, pero sí en mi ser. Y así como aparecen los conejos en los trucos de magia, uno muy particular se instaló en mi corazón sin que me diera cuenta.

    No sé bien qué palabras utilizar para describir aquella sensación de quedarse atrapado dentro de alguien más, como si su voluntad te succionara y te llevara hacia su territorio para convertirte en cautivo. Llegué a verlo solo cinco segundos, pero estos bastaron para que me atrapara sin pedirme permiso.

    Caminé desanimado los metros que me separaban de la misma baranda en la que, segundos atrás, posaba el alma perdida que nunca más pude olvidar. Apoyé mis dos brazos sobre ella, agaché la cabeza y di un largo suspiro. Nuestro primer encuentro había sido emocionante, pero olía a decepción. La culebra negra, la película infinita y la luna asesina fueron testigos de la oportunidad que se perdió mientras yo me preguntaba cuándo volveríamos a vernos.

    2

    Mi madre siempre contaba la misma anécdota: el día que vio mi rostro recién llegado a este mundo, le dijo a los médicos y a las enfermeras que su primogénito estaba destinado a brillar más que el sol y que, por esta razón, no había otro nombre más apropiado para mí que Huang, que en español significa «brillante » . Luego de esta sentencia, cuenta la leyenda que me eché a llorar de manera escandalosa y que solo me calmé cuando colocaron muy cerca de mí un peluche de conejo que me había regalado papá.

    Él me otorgó un apellido también predestinado. Xu sig­nifica «promesa», una que ha pasado de generación en generación desde nuestros antepasados en China; incluso cuando mis abuelos paternos desembarcaron en Argentina y se instalaron en la ciudad de Buenos Aires a mediados de los años setenta. Muy lejos de su pueblo natal, tuvieron dos hijos: mi tío y mi padre, quien se casó con mi madre, también descendiente de chinos. La más reciente generación de los Xu estaba compuesta por mi primo, mi hermana menor y yo.

    En mi familia no descuidábamos a ninguna de las dos culturas, ni la china ni la argentina. Éramos un cúmulo de vivencias, costumbres y formalidades que nos definían en todo momento y lugar. Sin esta estrella que funcionaba como guía, no hubiésemos podido ser en un mundo que nos veía, nos trataba y nos cobijaba de formas diferentes. En especial a aquellos como yo que cumplían con una tradición sagrada: la de perseguir almas perdidas por toda la capital.

    «Serás la joya de la familia. Y como toda joya, estarás destinado a brillar para alcanzar con tu luz a las almas en pena», parecían decirme todas las voces a mi alrededor a medida que crecía. Mi nombre me había regalado una profecía cuyo significado entendía poco y nada a mis escasos diecisiete años, la edad que tenía durante aquel verano de encuentros y desencuentros.

    No sabía en ese entonces que una compuerta se abrió y expulsó una serie de derrotas irremontables. Perdí la cabeza, mis obligaciones y mis verdades. Me perdí a mí mismo para volver a encontrarme y después perderme de nuevo. Perdí mi nombre, mi brillo y mi cielo. A pesar de todas y cada una de mis derrotas, lo que más me asustaba era la idea de tener que dejar ir a un alma perdida muy especial para mí.

    3

    Pronto llegó el invierno y con él un nuevo llamado de mis superiores. Arribamos con mi tío y mi primo a un templo ubicado en el barrio porteño de Flores. De fachada, un negocio común y corriente que nadie podría identificar como un lugar de meditación, descanso y algo más.

    Eran las tres y cinco de la tarde, no hacía tanto frío porque el sol estaba deslumbrante. Transitamos un pasillo estrecho al costado del depósito de mercadería, luego pasamos por una puerta oxidada y, al abrirla, nos encontramos de lleno con una gran estatua de Buda. Cada vez que iba allí, no podía evitar permanecer cinco segundos en la pasividad de su rostro dorado. Nunca fui un observador nato, pero a veces sentía que me recargaba de paz, así como se recargan las pilas, cada vez que guardaba en mi retina la imagen de aquella figura. Un hombre alto y esbelto nos recibió, nos dio un cálido apretón de manos y nos condujo al interior.

    Mi tío se sentó en la parte delantera del salón principal, al lado de otras personas que se encontraban meditando. Junto con mi primo, llamado Andan, nos quedamos de pie detrás de todo.

    —Estoy seguro de que no te llamaron por algo malo —soltó la voz que estaba a mi lado.

    Asentí con la cabeza. Intentaba parecer tranquilo, a pesar de saber que habían solicitado una reunión urgente conmigo. Mi mayor miedo era que me retaran.

    —No te preocupes. Te vas a ganar unas buenas felicitaciones —concluyó mi primo—. Aunque no voy a dejártela tan fácil. Recordá que estamos compitiendo por quién resuelve más casos de almas perdidas.

    Desde niños, mi primo y yo siempre fuimos rivales. Estaba claro que una victoria no se obtendría de forma tan simple. Aunque yo llevaba la delantera, Andan mejoraba cada día más. Pero él ni se imaginaba que mi fuerza interior era imparable, y que no iba a perder si quería ser yo, en vez de él, la joya de la familia.

    Cinco minutos más tarde, apareció el señor Zhong para llevarme con él. Me despedí de Andan mientras me regalaba un silencioso jiayou¹, que leí en sus labios antes de perderlo de vista. Ingresé a un salón más pequeño conducido por un señor regordete, bajito y calvo, que no tenía menos de setenta años. Él estaba a cargo del templo. A sus oídos llegaban casos sobre almas perdidas y su tarea era delegarlos a personas como nosotros. Tomé asiento, como me indicó. Luego, me ofreció una taza de té verde, que acepté por respeto hacia un superior. Me sonrió y, acto seguido, adoptó un tono más mesurado.

    —Gracias por venir hoy, joven Xu. Por un lado, quiero agradecerte por tu arduo trabajo. Es mi obligación decirlo ahora que estás de frente a mí: tu don ha dado maravillosos frutos. Por otro lado, quiero expresar el motivo puntual de mi llamado. Decime, ¿cómo va el caso del alma perdida de Mataderos?

    Así nombraban de manera oficial al chico que se había esfumado ante mi atónita mirada. Recibió ese nombre porque habían detectado su presencia en ese barrio al oeste de la capital antes de nuestro primer encuentro. Bebí un sorbo de té con el objetivo de hacer tiempo y ordenar mis pensamientos.

    —Bien, señor Zhong. Aunque siempre se me escapaba en un abrir y cerrar de ojos, lo positivo es que el pasado verano hice contacto con él tres veces. —Otra vez evité darle información de más, como si yo mismo me estuviese dando permiso para guardar una valiosa parte dentro de mi corazón.

    —Típico de las almas perdidas. De más está recordar que ellas pueden ser inofensivas o en extremo peligrosas. Confío en que harás un buen trabajo, pero no dejés que se salga de control.

    Mi voz salió apresurada, como si sintiera la necesidad de que su augurio nunca ocurriese.

    —Por supuesto, señor Zhong. No los defraudaré a usted, a mi familia ni a los Cielos.

    —Confío en vos, joven Xu.

    No supe qué más decir. O mejor dicho sí, tenía mucho más para decir. No obstante, mi garganta, anulada, no me dejó.

    —Tengo algo más para comunicarte. Te voy a asignar una nueva misión mientras estás pendiente de la otra. Es sencilla, no tendrás muchos problemas. Será pan comido para un jovencito como vos. Aquí está toda la información. —Me tendió un sobre rojo—. Podés irte. Y no dudes en informar cualquier novedad sobre ya sabés quién.

    —Lo haré —prometí, sin sospechar en ese momento que sería una promesa que no podría cumplir.


    1. Jiayou es una expresión común china que se usa para brindar ánimos. Jia significa «añadir, sumar» y you es una forma acortada de qiyou (gasolina). La frase literal sería «añade gasolina», que se puede interpretar como «pon energía en lo que estás haciendo». También puede significar «¡buena suerte!»,

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