El Filántropo
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Armando Fernández Vargas
Armando Fernández-Vargas, emigrante dominicano residente en Los Estados Unidos desde 1984. Graduado de Hunter College, y de la Universidad de Long Island en sicología, y del colegio de Saint Rose en administración escolar. Es autor de las novelas Crónica de Un Caníbal, (2014), y Los Perros De Dios (2017). Desde 1996 trabaja para el departamento de educación de la ciudad de Nueva York. Es actualmente supervisor del departamento de educación especial de los distritos escolares 24, y 30 de Queens. Reside en Long Island con su esposa y sus tres hijas. [email protected]
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El Filántropo - Armando Fernández Vargas
EL FILÁNTROPO
ARMANDO FERNÁNDEZ VARGAS
Copyright © 2023 por Armando Fernández Vargas.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2023904413
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.
Fecha de revisión: 17/03/2023
Palibrio
1663 Liberty Drive
Suite 200
Bloomington, IN 47403
851402
ÍNDICE
Prólogo
Primer Capítulo - Un buen mozo vanidoso
Segundo Capítulo - Ese muerto que tú ves ahí
Tercer Capítulo - Un comerciante con la mente retorcida
Cuarto Capítulo - Santos y pederastas
Quinto Capítulo - Volver a empezar
Sexto Capítulo - De pandillero a filántropo
Séptimo Capítulo - Un loco agresivo
Octavo Capítulo - Despacito muy Despacito
Noveno Capítulo - El Partido de Chile
Décimo Capítulo - Una gran tentación hecha mujer
Décimo Primer Capítulo - Omar El Indeseable
Décimo Segundo Capítulo - La venganza es dulce
Décimo Tercero Capítulo - Añoranza de una breve niñez
Décimo Cuarto Capítulo - Cuando un Amigo se va.
«Todo exceso es una locura.» Mika Waltari
«Mi amor abre pecho a la muerte y despeña
su suerte por un tiempo mejor.»
Silvio
PRÓLOGO
I nspirado por un gran amor a la humanidad, El Filántropo llegó a esta ciudad en busca de un tal Thomas Pelícano. Se había prometido matarlo. El Filántropo se hizo esa promesa cuando supo todas las canalladas que Pelícano cometía contra los humildes y sencillos. Las víctimas del Pelícano eran esas gentes simples y tan pobres, que es un enigma saber cómo sobreviven en la honradez. El Filántropo supo de todas las veces que haciéndose el bravo, Pelícano se negaba a pagarles. Los amenazaba con la Ley. Sus empleados eran en su gran mayoría inmigrantes indocumentados; gente tan pobre, y tan abandonada de la mano de la misericordia, que si Dios existiera, no le alcanzaría toda la eternidad para disculparse con ellos. Pelícano hacía que la gente trabajara para ėl sin un contrato, y luego cuando era tiempo de pagarles, se rehusaba a darles un centavo. A los que eran inmigrantes indocumentados, él les llamaba el Departamento de inmigración y luego se les reía en la cara. El Filántropo se imaginó él también riéndose, pero frente a la cara de Pelícano, luego de haberlo matado. Pero de inmediato dejó de pensar en eso, porque recordó que en su corazón no debía guardar rencor contra los demás. De todas formas, cuando El Filántropo supo las sinvergüenzadas de Pelícano, se dijo que se las cobraría caro. Tanto dolor, tanto abuso y tanta injusticia no podían pasar desapercibidos.
El Filántropo había escuchado decir que Thomas Pelícano era un hombre muy rico y poderoso y por ende, peligroso. Le habían contado que él era diestro en el arte de cometer fechorías y como trabajaba para el gobierno de la ciudad, tenía la mala costumbre de torcer las leyes a su favor. Aquí recordando una cita de Mark Twain, El Filántropo pensó eso de que los del gobierno, son como los pañales, que deben ser cambiados a cada rato y por la misma razón. Decían además del Pelícano, que era un «huele braguetas» de los políticos de esta ciudad, y que actuaba al margen de la Ley. Y ya conocen ustedes los dichos esos que dicen que: «entre bueyes nunca hay cornadas» y el otro que asegura que «una mano lava a la otra". Decían de Thomas Pelícano además de que estaba acostumbrado a escuchar que lo trataran de «usted y señor». Le gustaba que le dijeran: «sí señor. Es como usted dice señor». «Por supuesto que es así, señor. «Sera como usted lo ordene, señor». «Tiene usted toda la razón señor». «Incluso ahora que me fijo bien, usted hasta debe cagar bonito, señor». Bueno, quizás no decían eso, pero creo que ya tienen una idea de lo que les quiero decir.
El Filántropo llegó aquí como llegué yo, siguiéndole la pista a algo. El buscaba a Thomas Pelícano y yo le seguía la pista a él.
Se me había olvidado presentarme, mi nombre es Antonio Tigre. Ahora soy camionero jubilado. Me pase media vida recorriendo el país de un extremo a otro en mi camión transportando plátanos. Mi verdadera vocación, sin embargo, era ser policía. Mi padre había sido sargento en el DF y yo pensé que ese antecedente me serviría como una garantía para ingresar a ese departamento yo también. ¡Qué va! no fue posible. A todos y cada uno de los lugares donde fui buscando empleo alegaban todo tipo de excusas para que yo no entrara y me rechazaron como a una camisa con grajo. Un día me cansé de mendigar empleo y terminé montándome en el tren de la muerte y terminé aquí en Gringolandia trabajando de jornalero.
También aquí intenté ser policía, y tampoco tuve éxito, o mejor será decir que no me lo permitieron. En los Ángeles, por ejemplo, me negaron el ingreso argumentando que yo estaba muy gordo y que mi inglés era incomprensible. En otras ciudades me decían la misma basura. Y yo comprendí que la verdadera razón era que no confiaban en un mejicano aindiado como yo. Pronto me dije, que se vallan a la fregada. Y fue así como terminé de camionero.
Pero dicen por ahí que el hijo del tigre nace con las rayas y eso debe ser verdad. Mi pasión por ser policía siguió viva. Y terminé convirtiéndome en lo que fui: un camionero con instinto de policía. Una noche que pasaba por un bar en Tijuana escuché la conversación de dos policías que hablaban sobre un asesino en serie que mataba a sus víctimas a martillazos. En esa ciudad, ya les había limpiado el pico a ocho exprisioneros acusados de violaciones y de matar a inmigrantes indocumentados. Recordé que había escuchado una historia más o menos parecida en otros puntos del país: la del vigilante del martillo que eliminaba a los tipos peligrosos. Y mi instinto policíaco me dijo que o estábamos hablando de un ejército de martilleros o de un trabajador al volante, un ajusticiador que se transportaba de una ciudad a la otra para hacer su trabajo. Entonces, me dediqué a rastrear las pistas del hombre del martillo.
Cuando aquí en ciudad Corsario aparecieron las primeras víctimas, me dije que el tipo debía ser joven, amigable, con pinta de inofensivo. Una tarde vi a un entrenador de fútbol que durante un juego decisivo no levantaba la voz, y con nervios de acero dirigía su equipo a la victoria. Y me dije, el que busco debe tener una calma de estatua, como la de ese tipo. Noches después volví a ver al entrenador de futbol caminando con su perro por una calle oscura y supe que él no era de aquí, que había llegado hacia no más de dos años, justo cuando comenzaron a aparecer las primeras víctimas y me dije: éste debe ser mi hombre.
Desde entonces lo seguí como una sombra. Mejor sería decir que lo seguí como una corriente de agua busca el nivel del mar, pero se seca en el camino. Todas las noches lo observaba alejarse caminando con su perro. Luego, cuando pensaba que no lo estaban mirando, entraba a su auto y regresaba en horas de la madrugada. Para que no se percatara de que lo estaba siguiendo, durante algún tiempo debí guiar a oscuras, hasta que logré colocarle un sistema de posicionamiento global, que también llaman GPS a su Honda, CRV.
Fue como la quinta vez que lo seguía, cuando en una ocasión mientras andábamos por un callejón comercial, que sentí la frialdad de una pistola en la nuca, y escuché las palabras que me decían: «Antonio Antonio, ¿por qué me persigues?, ¿Quién eres señor? - pregunté y al mismo tiempo me puse de rodillas pues pensé que me había llegado el momento. ¿Qué quieres que haga? Pregunté. Y él me contestó, levántate y se te dirá lo que tienes que hacer». Me levanté temblando, y hubiera sido lógico que me hubiera dado con la pistola en la cabeza y me hubiera quedado siego por un par de días, pero no. Volví a casa sano y salvo. Sin embargo, al día siguiente El Filántropo pasó por allá. Me dijo tienes dos opciones: me denuncias a la policía o me ayudas a limpiar el patio. Y volví a preguntarle: señor, señor ¿qué quieres que yo haga? Y me contestó una vez más: ya os he dicho lo que tenéis que hacer.
¿Han visto la película El Padrino?, ¿No? Pues yo sí y El Filántropo también la había visto. El Filántropo me dijo: «un día de estos y tal vez ese día nunca llegue, te pediré que me hagas un favor. Por ahora, acepta este regalo como una forma de justicia» y diciendo eso, sacó de una caja de las herramientas dos cigarros. Me regaló uno y con el suyo, aún apagado, se puso a fumar haciendo los mismos ademanes de Vito Corleone.
El Filántropo no había podido dar con Pelícano y mientras lo buscaba, se tropezó con otros parásitos sociales igualmente dañinos y se había entretenido quitándolos del medio. Él se llamaba Bertilio Suárez. Ese es el nombre con el que inicialmente lo conocí. Luego, cuando me contó que se cambiaba de nombre como un camaleón cambia el color para camuflarse, que lo de su nombre no era más que uno de sus tantos relajos, yo continué llamándole simplemente El Filántropo; es que de verdad lo era. Mi ex vecino El Filántropo era además un excelente fontanero, un destacado entrenador de fútbol y un muy buen cantante de boleros. Decía él sentir un gran amor por la humanidad, aunque estaba de acuerdo en darlo un vergazo a muchos, y dejarlos tiesos. ¿No es eso una contradicción? - le pregunté una vez. «No señor, no lo es» - me respondió él. Y me explicó que, aunque amaba a la humanidad con el centro de su corazón, y se preocupaba por el bienestar de la gente, eso de ninguna manera, razón o circunstancia significaba que quisiera a todos los humanos por igual. No no no, todo lo contrario, decía que el mundo está plagado de ciertos elementos (esa fue la palabra que usó, «elementos», como si hubiera estado hablando de química) a los que hay que eliminar sin contemplación, si es que de verdad queremos el bienestar de la gente buena. De la misma forma, es necesario extraer las «manzanas podridas», para que no se arruinen todas las demás del canasto. «Todos nos equivocamos, nadie es perfecto. El único perfecto es Dios porque no existe. Por eso hay que ser tolerante con los que se equivocan y tratan de redimirse. Pero aquellos que cometen errores a propósito y lo continúan cometiendo porque les genera un beneficio, no deberían sorprenderse si en el momento menos esperado alguien les cobra la cuenta».
Contar esta historia sobre El Filántropo es un intento mediocre de mi parte de narrar la vida de un ser particular. Con esto no trato de sugerir, ni siquiera contemplar decir que él fuera un santo o un demonio. Me resulta difícil explicarlo. Pienso que él fue un ser excepcional. Esa es la expresión que estaba buscando «excepcional». Al hablar de él, tengo el presentimiento de que estoy narrando un sueño. Porque al contar un sueño es imposible transmitir la emoción, el sentimiento la sorprendente e inesperada posibilidad de ese algo sin límites que ha experimentado el que lo ha soñado.
PRIMER CAPÍTULO
M ientras estiraba las patas, nuestro paladín de la justicia le puso el calzado a su víctima como mejor pudo, para así no dejar ninguna pista, pero luego de arrastrarlo, y de luchar con su cuerpo inerme por un buen rato, no se percató cuando el cadáver perdió un zapato.
Arrastró el cuerpo hasta uno de los cuartos de servicio. Después de un supremo esfuerzo, pudo sentarlo en una silla de ruedas. Montado, lo deslizó hasta la parte trasera del octavo piso. Al cruzar el umbral de la última puerta del pasillo, encontró el primer obstáculo: un peldaño de mármol. El ascensor de cargas estaba en un anexo. Las ruedas de la silla eran muy pequeñas para pasarle por encima a ese escalón. El Filántropo no tenía más solución que cargar el cuerpo hasta la cabina del ascensor. Inicialmente el Filántropo intentó levantarlo, como se cargan los bebés, y casi se quiebra la espalda. Él había escuchado hablar sobre objetos a los que, para expresar la gravedad de sus masas físicas en la balanza se les dice que pesan como un muerto; nunca antes se había imaginado un ejemplo mejor ilustrado. -Un muerto pesa una exageración-pensó. Abrazó el cadáver por la espalda, cuidándose de no embarrarse con la mazamorra de la cabeza, y finalmente pudo deslizarlo hasta el ascensor.
El chamaco había estado descalzo, contemplando la eternidad de la noche y tomando el fresco, cuando junto con la brisa fresca entró El Filántropo en puntillas y le propinó el ñemaso con que le rompió el temporal derecho y lo mandó a dormir el sueño eterno de los que habitan los dominios del dios Hades.
-Pobre muchacho, tan buenmozo, pero no tuve más opción que terminarle el juego-, se dijo El Filántropo
Bertilio Suarez, a quien mejor conocí con el nombre de El Filántropo, había dejado su Honda