Jorge Teillier. El mundo donde habito
Por Jorge Teillier
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décadas, la investigadora Ana Traverso publicó una muestra de la que hasta
entonces era una faceta poco conocida del gran poeta Jorge Teillier: la de
cronista, ávido lector, comentarista y crítico de su tiempo. No obstante, dicha
muestra constituía menos de la mitad del corpus narrativo rescatado
acuciosamente por la profesora Trave
Jorge Teillier
JORGE TEILLIER (1935 – 1996) Es considerado uno de los más influentes poetas chilenos del siglo XX. Nació en Lautaro, zona del sur de Chile en la que se asentaron sus abuelos, migrantes franceses. Desde ahí formó su personalidad al alero de las tradiciones francesas, criollas y mapuche, desarrollando una virtuosa concepción y sensibilidad por la diversidad cultural y apego a la naturaleza. Estudió Historia y Geografía en el Instituto Pedagógico y tras ejercer algunos años en su pueblo natal se volcó por completo a la actividad literaria. Su primer poemario Para ángeles y gorriones (1956) daría paso a un sinnúmero de publicaciones que, en el ámbito de la creación, le otorgarían prestigioso reconocimiento de la crítica especializada. Ana Traverso M. Doctora en Literatura por la U. de Chile y académica de la UACh. Ha trabajado en el área de poesía chilena, así como narrativa latinoamericana de mujeres, desde perspectivas de género. Sus publicaciones en revistas y libros abordan la historia de escritoras mujeres del entresiglo y el s. XX, principalmente.
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Jorge Teillier. El mundo donde habito - Jorge Teillier
Ana Traverso (Estudio, Selección y Notas)
Jorge Teillier
El Mundo Donde Habito
Prosas Completas
Colección Patrimonio Institucional
Primera edición digital de
JORGE TEILLIER
EL MUNDO DONDE HABITO
Prosas Completas
de Ana Traverso (Estudio, Selección y Notas)
(56-63) 2444338
www.edicionesuach.cl
Valdivia, Chile
Dirección editorial
Yanko González Cangas
Cuidado de la edición
César Altermatt Venegas
Diseño y maquetación
Silvia Valdés Fuentes
Fotografía de portada:
Ilustración de Víctor Ruiz
Todos los derechos reservados.
Se autoriza su reproducción parcial para fines periodísticos
debiendo mencionarse la fuente editorial.
© Universidad Austral de Chile, 2022
© Ana Traverso, 2022
© de los Herederos, 2022
ISBN: 978-956-390-219-8
860CH Literatura chilena / DNP Reportajes
y colecciones de artículos periodísticos
Contenido
Prefacio
Ana Traverso Münnich
Poetas de los lares
Los poetas de los lares
El matriarcado en las nuevas novelas chilenas
Búsqueda y deserción de la poesía
La terrible infancia
Una muestra de los poetas de la Universidad
Poesía chilena e idioma español: ¿dos antípodas?
Por un tiempo de arraigo
La otra cara de la prosa. Discusión sobre la novela chilena
Más sobre la crisis de la novela chilena. La visión canibalesca
de Ariel Dorfman
Escribir una crónica
Espejismos y realidades de la poesía chilena actual
Dos poemas de la Torre de Babel
Sobre el mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética
Los poetas en la luna
Algunas imposturas literarias
El vicio impune
Ni rinocerontes ni hipopótamos
A manera de prólogo
Retratos
Ray Bradbury, rebelde con causa
Salvatore Quasimodo, premio nobel de literatura
Conversación «beat» con Allen Ginsberg
Conversando con Juvencio, el hombre pan
Pierre Reverdy, el cómplice de las ventanas
Notas sobre Saint-John Perse, premio nobel de literatura de 1960
De su vida
Schliemann, el hombre que creyó en Homero
La tragedia íntima de Paul Verlaine
Romeo Murga, poeta adolescente
Georg Trakl, el profeta de Occidente
Los poetas olvidados
Serguéi Esenin, el último poeta de la aldea
Actualidad de Vicente Huidobro
Giorgos Seferis, premio nobel de literatura 1963
El gran Meaulnes cumple cincuenta años
A orillas del Caribe, un encuentro con Robert Louis Stevenson, los piratas y Eliseo Diego
Boris Calderón, poeta malogrado (1934-1962)
Esta es Alicia: Lewis Carroll y el centenario de Alicia
en el país de las maravillas
Pablo de Rokha, premio nacional de literatura 1965
Mijail Sholojov, premio nobel de literatura 1965
André Breton, la libertad, color humano
Un recuerdo para Rubén Azócar
Eliseo Diego, poeta de la sabia inocencia
Juvencio Valle o el Gran Teatro del Bosque
Saludo y despedida a Enrique Bello
Teófilo Cid: el náufrago de la noche
Gaspar Hauser, el huérfano de Europa
La muerte y Charles Baudelaire
Gorriones y camaleones, o Cortázar y John Keats
Una relectura de Ilya Ehrenburg
Juan Emar, ese desconocido
Los varios rostros de Lautréamont
Pablo de Rokha, creador de futuro
El residente en la Tierra...
Saludo de paso al poeta Salvador Reyes
Variación sobre obsesiones de Joaquín Edwards Bello
Francis Jammes, el poeta rústico
Una crónica sobre el hombre de las diez mil crónicas
Gorki, de nuevo en el camino
Hernán del Solar, es decir, Rododendro
Recordando a Jaime Laso
Nuestro amigo Charles Dickens
Joaquín Pasos, el eterno joven de Nicaragua
Teófilo Cid, el último bohemio
Luis Enrique Délano y su premio
Con la lluvia y Romeo Murga treinta años después
Bibliografía moliniana
Pablo de Rokha y unas patitas de vaca
Un recuerdo a Cristián Huneeus
Alberto Rojas Giménez, el guitarrero vestido de abejas
Leyendo a sangre fría
Dylan Thomas cuando era cachorro de artista
En los ciruelos está el cielo, de Leonel O'Kinghton
Rugendas, pintor romántico de Chile, de Tomás Lago
Los penitenciales, de Humberto Díaz-Casanueva
Antología para el sesquicentenario, de Juan Uribe Echevarría
Veinte años ocultos en un cajón originales de Una hora,
de Sepúlveda Leyton
Tránsito breve, de Rolando Cárdenas
Una visita a los mercados, de Ruperto Salcedo
Nunca, de Ennio Moltedo
Cuando los magos se adueñan del poder
Alrededor, de Luis Oyarzún
Horario de un caracol, de Luisa Johnson
La Antología del cuento chileno, del Instituto de Literatura Chilena
Un ciudadano y un campesino
Sin odio y sin banderas: los poetas frente a la guerra
Gabriela Mistral, de Mathilde Pomès
Pound, de Armando Uribe Arce
Obras completas, de Vicente Huidobro
El peso de la noche, de Jorge Edwards
Registro, de Sergio Hernández
Los expedientes de Filebo, de Luis Sánchez Latorre
El silbido de la culebra, de Edesio Alvarado
El siglo de las luces o la mágica realidad latinoamericana vista por
Alejo Carpentier
Carson McCullers y su reloj sin manecillas
La casa verde: la novela de la cual todos hablarán
El viajero inmóvil, de Emir Rodríguez Monegal
Leyendo a sangre fría
Jean-Paul Sartre, de Philip Thody
El cautiverio feliz de Pineda y Bascuñán, de Ángel Custodio González
Desplazamientos, de Federico Schopf
Tiempo de arañas, de Rodrigo Quijada y Rodrigo Baño
Juntacadáveres, de Juan Carlos Onetti
Borges, el poeta, de Guillermo Sucre
Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante
Febo, Cristina y la cordillera, de Juan Rivano
Ser y morir en Pablo Neruda, de Hernán Loyola
Canciones rusas, de Nicanor Parra
Poesía chilena en el Far West
Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa
El viento de los reinos, de Efraín Barquero
Temas de la cultura chilena, de Luis Oyarzún
Crimen y literatura, de Manuel Zamorano
Poesía 67: siete glosas, un intento de inventario
Madera quemada, de Augusto Roa Bastos
Hombres de a caballo, de David Viñas
A pie por Chile, de Manuel Rojas
Venus en el pudridero, de Eduardo Anguita
Hijo del salitre, de Volodia Teitelboim
Pavana del gallo y el arlequín, de Carlos de Rokha
La espuma de los días, de Boris Vian
Limones amargos, de Lawrence Durrell
La inmensa humanidad, de Fernando Lamberg
Mis contemporáneos, de Ernesto Montenegro
El bonete maulino, de Manuel Rojas
Poesía chilena 68
Orfeo traicionado
Guía del vicio impune: lecturas y relecturas
Antología de la poesía chilena contemporánea, de Roque Esteban Scarpa y
Hugo Montes
La guerra de los panfletos
Graduación y Zarabanda
Sobre la lluvia y tres poetas
Sobre una antología
De Teillier acerca de Volpe
Un árbol necesario
Un poeta de dos senderos
Confieso que he bebido
En el aniversario de Gardel
Beatlerías
La Fiesta de la Primavera
Encuentro con Rubén Darío
El agua bajo los puentes (
I
)
Conversaciones de Navidad
El agua bajo los puentes (
II
)
El agua bajo los puentes (
III
)
El agua bajo los puentes (
IV
)
El agua bajo los puentes (
V
)
El agua bajo los puentes (
VI
)
Espejo de folletinistas
El agua bajo los puentes (
VII
)
El agua bajo los puentes (
VIII
)
El pequeño mundo de La pequeña Lulú
Vamos al biógrafo
Sobre la decadencia del arte de conversar
Encuentro en Chillán
Beber menos y mejor
Ajedrez en la Plaza de la Constitución
El comedor solitario
Sábado en el «Huáscar»
El noctámbulo y su horóscopo
Variaciones sobre la noche
Domingo en San Lorenzo de El Escorial
Música para películas mudas
En Madrid con Heidi y con los perros
Confieso que he bebido
Los «bares metafísicos» de un poeta
En un viejo café
Comer y beber en Honduras
La última cena de Carlota y Goethe
Bach, el café y el tabaco
Sabor de Panamá
¿Qué comen los yugoslavos?
¿Qué comían los piratas?
Balconcillo, un barrio bravo de Lima
Cuando de Chile me voy
Peregrinación a La Ermita y otras caletas de Vitacura
Breve viaje a la Isla de Pascua
Crónica del forastero
Dos grandes educadores: Sarmiento y José Abelardo Núnez
La Araucanía y los mapuches según tres viajeros extranjeros del siglo pasado
Don Francisco Antonio Encina, dentro y fuera de la historia
Nicolás Palacios, olvidado defensor de chilenidad
Visión de La Frontera
Un héroe del periodismo
Días en La Frontera
Alonso de Ercilla, fundador poético de Chile
Neruda y la casa natal
Lautaro: este es mi pueblo
La invención de Chile
La Unidad Popular y el fin de un mito
El chileno básico
Nuestro oculto racismo
Defensa de las aves
Los días del triunfo en Lautaro
Recabarren y la otra historia
Monotema
Algo más sobre Cautín
Fisonomía espiritual de la ciudad de los confines o los infantes de Angol
Rituales sureños de la sangre
Magallanes, o el buen comer
Un niño come en La Frontera
Textos críticos de Jorge Teillier
Prefacio
Ana Traverso Münnich¹
I
La primera reseña literaria firmada por Jorge Teillier —de la que tenemos registro— se remonta al año 59, cuando tenía veinticuatro años y recién comenzaba a figurar en la escena cultural con sus dos primeros libros como carta de presentación: Para ángeles y gorriones (1956) y El cielo cae con las hojas (1958). Con ambos recibió más elogios que reparos, de parte de críticos y escritores como Eleazar Huerta, Volodia Teitelboim, Teófilo Cid, Miguel Arteche, Ricardo Latcham, Jaime Valdivieso, entre otros; y recibía también, implícitamente, un espaldarazo que le abría las puertas a la competitiva escena literaria de los cincuenta, con un sello que perduraría en el tiempo, el de «verdadero» y «auténtico» poeta. Había estudiado historia en el Pedagógico, donde se da a conocer como escritor; y aunque ejerció un par de años como docente en Lautaro, la mayor parte de su vida se la ganó como prosista en distintos medios de prensa. A partir de los sesenta ya cuenta con un espacio mensual en la revista Ultramar y desde entonces no abandonará la prensa escrita sino solo durante los años más negros de la dictadura. Colaboró regularmente en diarios tradicionales como El Siglo, La Nación, El Mercurio y Las Últimas Noticias; también en periódicos de más corta duración como Puro Chile, que se cierra con el Golpe de Estado el mismo 1973; en revistas culturales de divulgación como Plan, Alerce, Portal, Árbol de letras, Orfeo y Ultramar; y en publicaciones académicas como el Boletín de la Universidad de Chile, Mapocho o Anales de la Universidad de Chile.
En varias de estas revistas fue miembro del comité redactor, director e, incluso, fundador (es el caso de Orfeo y el Boletín de la Universidad de Chile). Y también en varios medios fue colaborador permanente o columnista. En la revista Plan escribió entre 1966 y 1969 crónicas de opinión, cuya variedad temática se anunciaba en el sugerente «Agua bajo los puentes», con que se titulaba su espacio. «Divagaciones», en tanto, se llamó la columna que tuvo durante 1970 en el satírico diario de izquierda Puro Chile donde comentaba asuntos relacionados con la política contingente o con aspectos de la idiosincrasia chilena. Curiosa, por la liviandad de la escritura y las anécdotas literarias, que no faltan, es también su colaboración durante los años ochenta en El Mercurio, donde bajo el nombre de «Confieso que he bebido», se abocaba a rememorar y describir picadas y cafés tradicionales, verdaderos vestigios de otro tiempo con la siempre amenazante desaparición. Después de 1982 su productividad decae y, con la vuelta a la democracia, se verán muy esporádicamente sus últimas notas en el diario La Época, sobre, principalmente, escritores muertos y amigos de su círculo cercano.
La naturaleza de estos textos es muy disímil —tanto en profundidad, extensión, tono, problemática—, y estas variantes dependerán en gran parte de las características y objetivos del soporte mismo. En un intento clasificatorio, ordenamos sus prosas en los siguientes apartados, que responden, principalmente, a asuntos temáticos: 1) el primero lo llamamos «Poetas de los lares» (en honor a su más conocido «manifiesto»), y compila las consideraciones literarias; suerte de «arte poética» o «deber ser» de la poesía, más directamente en la línea de la declaración metatextual. 2) «Retratos», por su parte, agrupa estudios monográficos sobre la vida y obra de escritores de su preferencia. Una afinidad que ilustra tanto su valoración literaria como su particular canon. 3) «Leyendo a sangre fría» está compuesto principalmente de reseñas contingentes de libros recién publicados. Tienen el valor de la instantánea fotografía del momento, y aunque son textos relativamente breves, se percibe a un Teillier que sin perder la amabilidad es igualmente incisivo en sus apreciaciones. 4) «Confieso que he bebido» retoma el nombre de su columna en El Mercurio, y agrupa divagaciones generales sobre arte y cultura (música, cine, gastronomía). Como una especie de flaneur local, recorre el país y el extranjero, buscando pesquisar lugares y costumbres «propios»; una cierta «identidad cultural» bajo la sombra de la amenaza modernizadora. 5) Finalmente, en la sección que llamamos «Crónica del forastero» (plagiando el título de su poemario del 68), reservamos los textos que abordan explícitamente su personal interpretación de la historia de Chile en su calidad de escritor y de profesor de historia y geografía. Una transgresora noción historiográfica —en la línea de Hayden White— que piensa la historia como invención literaria.
II
Sobre todo en la primera sección están contenidos los textos que pretenden una cierta «ética» de la poesía: lo que esta debiera ser y hacer en el contexto de la modernidad. Se parte de la idea (moderna, también) de que la poesía sería la gran desplazada del sistema capitalista-moderno, y, desde ese lugar, podría llegar a convertirse en una alternativa de valores —dice— más «humanos y láricos». En probablemente el más citado de sus artículos, «Los poetas de los lares» (1965), presenta su personal visión de la poesía chilena de aquellos años, pero sobre todo, le pone un nombre a la poesía que debiera escribirse: «lárica». Y dentro de los que llama «poetas láricos» cabrían muchos de los precursores románticos europeos, de los modernos latinoamericanos y, para el caso chileno, casi cualquiera —incluidos Huidobro, De Rokha, Parra, los surrealistas, los real-socialistas del 38, los provincianos, etc.— que no pertenezca a los «desarraigados» de los cincuenta. Y es que si de algún grupo o tendencia literaria pretende diferenciarse es de algunos escritores de su propia generación.
En el «arraigo» basó su poética, entendiendo por ello la preocupación por la historia, la tradición y la identidad cultural. Veía en los autodenominados miembros de la «Generación del 50» una actitud que despreciaba por snob y banal, sobre todo cuando los escuchaba renegar de sus orígenes culturales para irse a Europa a impregnarse de baños culturales y realidades foráneas no vivenciadas. El desarraigado, aclaraba, no es en ningún caso un cosmopolita; aquel ciudadano del mundo que se «halla» en cualquier parte. No, «los que eligen el éxodo no serán sino zombies, no estarán ni aquí ni en ninguna parte, serán los hombres desarraigados» (46). De allí su insistencia en este llamado a permanecer en el país para transformarlo desde dentro.
A excepción de estos evidentes enfrentamientos con los narradores del cincuenta, la prosa de Teillier evita las agresiones y busca, más bien, establecer puentes con autores muy variados, como lo hace precisamente en «Los poetas de los lares», al abrir un complejo y amplio abanico de procedencias, tendencias, nacionalidades, épocas. Como lo ha hecho notar Niall Binns,² Teillier, en lugar de ruptura, mantiene una admiración discipular en muchos aspectos con la poesía de Huidobro, De Rokha, Neruda y Parra, y de cada uno de ellos resalta esa «chilenidad» —dice Binns— que descubre en los trabajos literarios de los antecesores: lo vernáculo de la imagen (en Huidobro), del vocabulario (en De Rokha), del paisaje (en Neruda) y de la temática y expresión de los primeros textos de Parra. Una chilenidad que está lejos de cualquier nacionalismo y que habría que matizar, como el mismo Teillier lo plantea en «Sobre el mundo donde verdaderamente habito...»: «nunca hubo para mí distinción entre poetas chilenos y poetas extranjeros. Se es o no es poeta, y allí no caben nacionalidades. Más aún, creo que es un signo de madurez no preguntarse ya ‘qué es lo chileno’» (68).
Teillier arma a través de estos vínculos una especie de comunidad literaria, que incluye, como decía, a estos que Binns llama «padres» y a muchos de los escritores de su generación, exceptuando a los del cincuenta, insisto. Intencionadamente en esa dirección, presenta, en «Los poetas de los lares», un listado de autores chilenos y extranjeros que se relacionarían con una estética cercana a la suya. Pero este gesto se repite en muchos de sus textos. En, por ejemplo, «Una muestra de los poetas de la universidad» organiza una interesante antología de autores y poemas, que incitan (o enseñan) a leer bajo el prisma «lárico»; lo cual se observa en muchos otros textos con fines antológicos, así como en las monografías y las reseñas. La amplitud y diversidad de los nombres incluidos en el índice onomástico de esta edición apunta a pensar que la «comunidad literaria» de Teillier o «el mundo donde verdaderamente habita» se compone no solo de poetas o escritores; hay también artistas, poetas que no escriben, amigos, viajeros, rebeldes en general. Más allá entonces de un tipo particular de escritura, a Teillier le interesa cierta postura crítica hacia la sociedad capitalista: un rechazo al modo de vida oficial y a un productivismo neoliberal, seriado y de consumo. Cualquier forma de resistencia —fuese el bar, la amistad o la poesía, o modos igualmente políticos como la lucha medioambiental, la práctica ecológica del trueque y el reciclaje, por ejemplo— es aplaudida por Teillier en sus prosas. Habría, en este sentido, una universalidad de la experiencia, que emparenta a los beatniks, a los poetas malditos, a los outsiders en general, y que hermana a sujetos tan diversos temporal y geográficamente, en tanto comparten la vivencia común de la modernidad. En este sentido, la tarea lárica (que no es solo nacional, reitero) se propondría, a grandes líneas, describir lo que hay de «propio» en nuestra realidad cultural amenazada por una homogeneidad capitalista-moderna.
III
En muchas de las notas sobre contingencia nacional y cultural, Teillier ve con temor la incorporación de costumbres que llama «foráneas», y que proviene de la importación tecnológica de esa época, como la televisión o la comida rápida. Asiste a una sociedad que se moderniza —y que antes introdujo el cine y más atrás el fonógrafo, el ferrocarril, la imprenta, asuntos que no se le ocurriría cuestionar—, y que amenaza ahora con borrar ciertas prácticas y formas de vida comunitarias. Lo grafica con la pérdida de un modo o un «arte de conversar», como le llama, y la cada vez más frecuente imagen de sujetos cenando solos (511), donde la crítica de fondo —más que al tipo de comida o conversación— apunta a cuestionar el progresivo individualismo de la sociedad.
En este sentido, la urgencia lárica pone el ojo en las «zonas de sacrificio» cultural, llamaríamos ahora, para dejar testimonio de las formas de vida que se ven amenazadas por la industrialización, diría Teillier, y el «extractivismo cultural», se diría hoy. No es mera nostalgia la que lleva al poeta y al prosista a recorrer imaginariamente los lugares de la infancia, de la provincia, del pasado. Tampoco supone que este lugar y tiempo no haya sido saqueado antes por otros colonizadores. No se pretende, en este sentido, afirmar un origen sin disputa cultural. Me atrevería a afirmar lo contrario, es decir, que le interesa precisamente poner el ojo en el lugar y en el momento del saqueo, cuando, en su biografía llegaron los colonos europeos a fundar los pueblos de la Araucanía y corrieron los cercos y les quitaron la tierra a los habitantes mapuche. Y más tarde, cuando los mapuche dejaron de cultivar la tierra, se emplearon en las ciudades, y comenzaron a vestirse de terno y a escuchar radio portátil. En ese terreno, el de la pérdida y la violencia de la conquista, de la modernización y la depredación del territorio, ahí circula el poeta «lárico».
En otro enclave «transculturado», para decirlo en el lenguaje de las ciencias sociales, también circula por la ciudad. Los bares y las picadas —que para Teillier son tan atractivos— ponen en tensión las lógicas modernas de la productividad. Son de su preferencia aquellos locales tradicionales, antiguos, emplazados en la mitad del centro urbano y rodeados de enormes y modernas construcciones. Han logrado sobrevivir a la edificación indiscriminada, y al ingresar a ellos parece suspenderse el tiempo: parroquianos sentados quién sabe desde cuándo, con una misma luz que no cambia aunque afuera sucedan los días y las estaciones, y una conversación que dura eternamente sobre boxeo, hípica, cine o literatura. Un mundo masculino que ve en la fuente soda, los caracoles (actuales mall), los edificios de departamentos y las nuevas librerías la amenaza de su «metafísica», como lo expone Teillier en esta crónica:
Confieso que me duele la desaparición de los bares tradicionales de mi «lugar metafísico» que es el centro de Santiago, que prefiero a los barrios modernos, así como prefiero las casas con tres patios a las Torres y los Caracoles. Bares que no son «tumbas que parecéis fuentes de soda», como escribe Nicanor Parra, sino lugares llenos de humo y ruidos como grandes navíos, largos mesones, mesas de madera, viejos parroquianos que se conocieron allí desde la adolescencia, y adonde llegan raras veces mujeres y casi nunca niños […]. Curiosamente los viejos bares desaparecen junto con las librerías de viejo (537).
IV
Teillier escribió muchos artículos y ensayos sobre las lecturas historiográficas de viajeros, cronistas e historiadores chilenos y europeos que, en este último caso, sin conocer Chile se habrían atrevido a construir una imagen del país, la que Teillier llama la «invención de Chile». Autores como Encina, Ercilla, Palacios, Treutler, Smith, Domeyko, Edwards Bello, habrían contribuido, de distinta manera, a erigir una «identidad nacional», inventando una nación tan ficticia (en el sentido de lo imaginado) y tan real (en el sentido de la verdad) como la propia literatura. Y un asunto que le interesa particularmente de estos relatos es la común obsesión por el conflicto racial y el mestizaje:
Nicolás Palacios [...] y el mito de la raza superior «gótico-mapuche»; la Mistral que [...] se declara de raigambre hebreo-indígena; Mariano Latorre que constantemente trata de definir nacionalmente a sus conocidos y personajes; Diego Dublé Urrutia que gasta los sesenta mil pesos de su jubilación de 1940 para investigar acerca de sus genitores; y Francisco Antonio Encina cuya interpretación de la historia chilena se basa principalmente en una obsesiva búsqueda de las claves raciales («las paparruchas de los castellanos-vascos» decía Edwards Bello).
Teillier nos presenta una historia de Chile plagada de ideas descabelladas y fantasiosas, tanto o más que la propia ficción. Ve en Encina un «afán irracionalista y mítico» y lo propio en la interpretación de Nicolás Palacios sobre el mito de la raza «gótico-mapuche». Si hay virtudes épicas y guerreras que explicarían la superioridad racial del chileno se debe al mestizaje del godo español y del araucano, dice Palacios. Y a Teillier, «pese a todas sus arbitrariedades y exageraciones», reconoce que su lectura le resulta «refrescante como un vaso de agua con harina en medio del verano». Le gusta por el indiscutible «orgullo y confianza en el pueblo chileno y en el futuro del país» —tan distinto a los desarraigados que comentamos antes—, y además ve cómo Palacios enfrenta «con valentía y dramatismo [...] los peligros que acechaban el desarrollo de la nación, con clarividencia tal, que muchos capítulos tienen vigencia actual» (583), señala.
A Teillier no le complica ni se detiene en la ideología abiertamente militarista de Palacios, ni en su visión esencialista de la raza, ni tampoco en la noción de sangre vinculada a un carácter nacional y a una supuesta superioridad. Le interesa que se reconozca y valore a la nación mapuche en la conformación de la «raza chilena», en lugar de actuar como si existiese una unidad racial sin conflicto:
Uno de los orgullos chilenos es el de proclamar que en nuestro país no existe el prejuicio racial. Ese orgullo coexiste con el de considerarnos un país donde prima la «unidad racial», tal como lo señalan muchos textos escolares, considerándose entonces como positivo el hecho de que apenas el 5 % de la población esté compuesta por indígenas [...] aun cuando valga dar unas vueltas por las calles para darse cuenta de que las tres cuartas partes de los chilenos cuentan con tal mezcla (615).
En lugar de unidad y homogeneidad cultural, Teillier también, o sobre todo en este tema, ve conflicto, saqueo y violencia física, simbólica y epistémica. La historia de La Frontera o de la Araucanía surge para Teillier «del enlace de sangre, fuego y trabajo de tres razas y de tres mundos distintos» (55), «donde el problema se complica con intereses económicos de apetencia por la tierra del indígena, al que se le desea seguir despojando» (566). En Lautaro, su pueblo natal, no estarían desapareciendo los bares ni las librerías de viejo, sino «los últimos reductos de nuestra raza autóctona, ya en vías de transculturación» (589).
Teillier se autodenominó «monotema» (623) por cuestionar reiteradamente el racismo y el carácter antimapuche de la sociedad chilena. Criticó la violencia, el rechazo, la negación y el no reconocimiento que se ha ejercido históricamente sobre el pueblo mapuche. Desde esta negación se encubriría la diversidad cultural de la Araucanía, arriesgando con el olvido definitivo de nuestras raíces y tradiciones culturales.
V
He intentado armar una trama que articula ciertas ideas que me parecen centrales al pensamiento de Teillier y a la preocupación de estas prosas, aunque probablemente queden fuera muchos otros aspectos relevantes. La crítica a la globalización y al daño medioambiental son asuntos que se enfrentan hoy, después de casi treinta años de su fallecimiento, con, posiblemente, otra terminología y con, claramente, mucho más apoyo y consenso. Me parece que en los sesenta y setenta la discusión en torno a las diferencias culturales y sus implicancias en el ecosistema, no ocupó el lugar preponderante que hoy tiene, aun cuando la narrativa del boom haya puesto en el centro de sus preocupaciones el problema de la «identidad cultural» latinoamericana, sus diferencias regionales y la depredación del territorio. Y, por otra parte, los críticos de la poesía de Teillier no supieron salir de la nostalgia y los bemoles neorrománticos de sus versos. Los tiene, qué duda cabe, y en esos tintes melancólicos también se han visto atrapados muchos de los actuales lectores, que lo releen, lo plagian y luego reniegan de lo que llaman «lárico». Por estos y otros motivos, y en términos muy generales, la lectura que se ha hecho de sus poemas y prosas ha descuidado, me parece, el factor político que estas tienen, y me gustaría pensar que esta publicación contribuya a reivindicar lo «lárico» (o como quiera denominársele) como una postura política probablemente más vigente que nunca.
Ya han transcurrido más de veinte años de la publicación de las Prosas (1999) de Teillier por la editorial Sudamericana. Esa versión, que contenía solo una selección de sus prosas completas, descubrió a un Teillier crítico y prolífico, del que se tenía una idea vaga o parcial, alimentada solo cuando casualmente nos topábamos con sus notas o entrevistas en los diarios. La ligereza de su pluma, el buen humor y la agudeza de sus lecturas son asuntos que podíamos asociar con facilidad a la personalidad de su autor. Pero también estos textos han abierto una veta que permite pensar su obra poética de otra manera y así, creo, la han ido complejizando los estudios de Braulio Fernández, Niall Binns, Marcelo Rioseco, Magda Sepúlveda, Edson Faúndez, Christian Andwanter, por nombrar solo algunos, así como autores tan disímiles como Jaime Huenún, Elicura Chihuailaf, Sergio Mansilla, Rosabetty Muñoz, Clemente Riedemann, Delia Domínguez, entre otros, han sabido dialogar con esta poesía.
Pero estos textos en prosas no solo son de interés de académicos y escritores. Son un deleite literario para cualquier lector que desee aproximarse a una época marcada por discusiones sobre arte y cultura, tensionadas por los proyectos políticos de una izquierda que oscilaba entre las dudas existencialistas y las esperanzas socialistas. El mismo oficio de columnista, que fuera tan fundamental para la sociedad y la cultura hasta el golpe militar, nos enfrenta al término de un mundo que confiaba en la literatura como potencial transformador.
La reedición de Prosas no solo pone en recirculación un libro agotado hace ya más de una década, sino que presenta más de cien textos inéditos, a los cuales solo es posible acceder a través de una acuciosa investigación de archivo. Esta versión, que llamamos Prosas completas, incluye la totalidad del material que recopilé a mediados de los noventa en la Biblioteca Nacional, en la del Congreso y en el propio archivo de Teillier, cuando aún estaba vivo.³ En este sentido, la publicación de estas Prosas completas es una deuda con todos los fieles admiradores de la poesía y prosas de Jorge Teillier, un autor que sin duda hoy se puede considerar uno de los escritores chilenos más influyentes e importantes del siglo XX.
Poetas de los lares
Los poetas de los lares
(En Boletín de la Universidad de Chile, Santiago, nro. 56, mayo de 1965, pp. 48-54)
Reconocemos, para empezar, que este trabajo será tal vez arbitrario para la mayoría de los escasísimos conocedores e interesados en el desarrollo de la poesía nacional. Pero nuestro objetivo no es el de hacer un inventario de poetas (inventarios a los cuales son tan adictos nuestros críticos y estudiosos armados cada uno con sus respectivos ficheros) sino el de elegir entre muchos valiosos y distintos poetas a aquellos que sin ponerse de acuerdo entre sí han dado una línea característica a la poesía chilena nueva de los últimos años, la que podríamos calificar como «poesía de los lares». Por esto, de antemano señalamos la omisión de varios nombres de indudable interés en cualquier ensayo sobre poesía nueva, pero situados en otros puntos del quehacer poético, y por lo tanto, alejados del sentido de este trabajo.
El regreso de Anteo
Tras estas previas aclaraciones, hablamos de poetas jóvenes aún, pero que contaron con la madurez necesaria para afrontar la obra de nuestros poetas mayores —tan aplastante e incluso distorsionadora, especialmente la de Neruda entre las décadas del treinta y cincuenta— y que incluso la han asimilado e incorporado a su obra. Poetas que han tenido una visión personal del mundo natural y cultural, que tomaron conciencia de las preguntas de la época, de la perplejidad en que nos situamos frente al mundo, y han dado sus propias respuestas, sin recurrir a otras artes que las de la palabra, sin transformar la poesía en seudo política, religión o filosofía. Y entre estos poetas destacamos principalmente a Efraín Barquero, Pablo Guíñez, Alberto Rubio, Rolando Cárdenas, Alfonso Calderón.
Un primer hecho que estableceremos es el de que los «poetas de los lares» vuelven a integrarse al paisaje, a hacer la descripción del ambiente que los rodea. Se empiezan a recuperar los sentidos, que se iban perdiendo en estos últimos años, ahogados por la hojarasca de una poesía no nacida espontáneamente, por el contacto del hombre con el mundo, sino resultante de una experiencia meramente literaria, confeccionada sobre la medida de otra poesía. Esto es importante en un país como el nuestro en donde el peso de la tierra es tan decisivo como lo fuera (y tal vez sigue siéndolo) «el peso de la noche», en donde el hombre antes de lanzarse a los reinos de las ideas debe primero dar cuenta del mundo que lo rodea, a trueque de convertirse en un desarraigado. Mundo singular el nuestro, que hizo decir hace muchos años a Miguel Serrano que el chileno en el fondo de sí mismo suele negarse a creer que pueda existir algo más allá del límite de la cordillera y del océano. Los poetas nuevos han regresado a la tierra, sacan su fuerza de ella. Y este movimiento lárico ha tocado curiosamente a los poetas de generaciones pasadas, como Teófilo Cid y Braulio Arenas, que fueran iniciadores del movimiento surrealista en Chile, creadores de paisajes mentales, que sin embargo tomaron a la larga conciencia de la tierra y la reflejan en sus últimas obras; así Teófilo Cid escribe su ambicioso (y formalmente frustrado) Camino de Ñielol, en donde declara que quiere ver «el brocal en donde brillan las raíces», y Braulio Arenas recorre el país y lo inventaría desde su valle natal del Elqui hasta las regiones magallánicas. Asimismo, podríamos alargar la lista con Luis Oyarzún y su Alrededor, Gonzalo Rojas en muchos poemas de Contra la muerte, Mario Ferrero en su Tatuaje marino, Nicanor Parra que recrea una escondida veta folklórica en La cueca larga. Particularmente notable es el caso de Carlos de Rokha, el cual luego de probar con deslumbrante destreza y pirotecnia verbal las innovaciones de la poesía de vanguardia, llega hacia el fin de sus días a realizar una poesía de profundo contenido terrestre y carga nostálgica.
¿Por qué esta vuelta? No basta para explicarla, creemos, el origen provinciano de la mayoría de los poetas, que atacados de la nostalgia, el mal poético por excelencia, vuelven a la infancia y a la provincia, sino algo más, un rechazo a veces inconsciente a las ciudades, estas megápolis que desalojan el mundo natural y van aislando al hombre del seno de su verdadero mundo. En la ciudad el yo está pulverizado y perdido como dice Gottfried Benn, que sueña —intelectual fatigado— a volver a ser «el antepasado de sus antepasados, una masa de musgo en un tibio pantano». Sin embargo, no se crea que los poetas que trataremos vuelven a escribir una poesía descriptiva y detallista y a realizar una mera enumeración naturalista que conduciría a una especie de criollismo poético, etapa quizás necesaria, pero superada tanto en nuestra poesía como en nuestra narrativa. Si el poeta toma formas populares (cueca o tonada), a su vez las enriquece, como suele hacerlo Alberto Rubio. Pero más, ya en 1956 señalamos (al publicar Para ángeles y gorriones) que es necesario acudir a un «realismo secreto»,⁴ pues es sabido que el mundo exterior contiene pocas enseñanzas, a no ser que se las mire como un depósito de significados y símbolos ocultos. Es preciso interpretar y entrar profundamente en el significado de las costumbres y ritos nuestros, que se han ido transmitiendo de generación en generación, y en este sentido, es notable en muchos pasajes la obra de Barquero Enjambre (1957), y luego su El Regreso (1962), en donde en un solo aliento se detalla la muerte y entierro del padre, como cosecha y reparto de un fruto, como cena de los hijos. Asimismo, operan en este sentido (ligados a la vez a los ancestros de la Patagonia) muchos poemas de Rolando Cárdenas en El invierno de la provincia. El poeta no se siente solo, sino siempre rodeado de un mundo físico al cual pertenece y que le pertenece, y de antepasados que lo acompañan en su tránsito terrestre, así como se sabe que uno acompañará en venideros tránsitos a sus descendientes. Poesía genealógica, en el buen sentido de la palabra. Y los antepasados y los parientes aparecen en esta poesía naturalmente no en su condición de mero parentesco, sino elevados a la categoría de figuras míticas, transfigurados en ángeles guardianes.
Cultura y tradición
Al revés de lo que comúnmente se cree, pensamos que la poesía —al igual que la revolución— aspira al orden. Enfrentado al caos el poeta rehace el mundo, entrega luego un nuevo mundo cerrado al cual invita a habitar: el poema. Y tiene conciencia de que su poesía no es solo un fruto espontáneo, sino cultivado con un conocimiento de su oficio y del orden cultural que le rodea. No en balde enunciaba Louis Aragon: «El principal enemigo del canto es la ignorancia».
A la improvisación, celebrada en demasía entre nosotros, a la diferencia incluso por la poesía de otras latitudes, al localismo cultural, sucede entre la mayoría de los poetas una actitud de responsabilidad y estudio de su Mester. Podremos ilustrar nuestro aserto con una reciente declaración de Galvarino Plaza frente a su colección de poemas: Traducción libre sobre el origen y la lluvia: «Cada día creo menos en la poesía fruto de la mera sensibilidad ciega, que se genera como los hongos o las lentejas. Es importante, en este orden, la conciencia de los valores que nos son propios: acervo cultural superpuesto a caracteres étnicos...».
Así sucede entonces que en la nueva poesía se halle correspondencia (más que influencia, sin temer en absoluto a este término) con voces desacostumbradas en el desarrollo de la poesía nacional, pues los poetas buscan desarrollar su propia voz a través de afinidades con creadores; así en estos últimos años es notorio el aporte no ya de las influencias de nuestros poetas como son Vicente Huidobro, Neruda o Pablo de Rokha, sino de las de Prévert, Rilke, Dylan Thomas, Mary Webb (cuya relación con la obra de Efraín Barquero aún no ha sido señalada) entre los de otras lenguas, y la de César Vallejo y López Velarde, entre los de nuestra lengua, además de la revalorización de poetas tan valiosos como Rosamel del Valle y Omar Cáceres, entre otros.
El poeta, hermano de las cosas: hacia una poesía de la comunicación
Nueva particularidad de esta nueva poesía es la de que los poetas ya no se sitúan como centro del universo con el yo desorbitado y romántico al estilo de Huidobro («hablo con una voz venida del principio de los siglos»), Neruda o Pablo de Rokha, sino que son observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y las cosas. Los habitantes más lúcidos, tal vez, pero en todo caso, habitantes más de la tierra. Y quizás consecuencia de esta actitud es la de que el lenguaje poético no se diferencia fundamentalmente ya del de la vida cotidiana: no se buscan palabras brillantes y efectistas, se emplean frases y giros corrientes, sin desdeñar por esto las experiencias de renovación verbal en las cuales suele ser un maestro Alberto Rubio. No se desdeña el lugar común, pero el lugar común ya ennoblecido por el uso, como los guijarros transformados por los ríos en claros homenajes al paso del tiempo. La palabra salvada del prosaísmo es irreemplazable y no funciona, por supuesto, solo en el sentido descriptivo. No se hacen imágenes por la imagen, sino que surgen del contexto del poema, que en cuanto a su estructura vuelve a moldes más tradicionales que los predominantes hasta los últimos años: los poemas están construidos desde un centro emotivo o verbal. Incluso Alberto Rubio esconde brillantes innovaciones tras la máscara de la rima y del ritmo. También a la estrofa regular se ciñen generalmente Pablo Guíñez y Alfonso Calderón. Barquero usa preferentemente el verso libre de gran aliento, incluso el versículo a la manera rilkeana de Canción de vida y muerte del corneta Cristóbal Rilke, en su poema fúnebre a su padre, «El Regreso». Quien sabe si esta forma y este lenguaje puedan cumplir en alguna medida el milagro de acercar al poeta a los lectores, no digamos al gran público, aislado obviamente de la poesía no solo por ciertas condiciones intrínsecas de ella, sino también por la presión de la publicidad que lo desvía hacia otras expresiones, y de las casas editoriales que la han abandonado en el desván de los malos negocios, en forma superficial, pues de paso recordaremos que ninguna novela chilena se ha acercado ni remotísimamente en tiraje a los Veinte poemas de amor, para no dar sino un ejemplo.
Pues la poesía que tratamos es, sin desdeñar los aportes de la poesía de vanguardia —incluido el surrealismo— predominantemente una poesía de comunicación, en contraste con la poesía que durante varios años imperó en nuestro país, en la cual al amparo de grandes palabras que pretendían confundirse con el tono mayor, el acarreo de irrisorios monstruos verbales de cartón piedra, o discursos de cementerios dichos en la oscuridad, se ocultaba una descarada vacuidad que confundía al público. Si la poesía, por naturaleza, constituye una «sociedad secreta» (al decir de Miguel Arteche), no es menos cierto que su misión es la de —sin ceder en lenguaje y visión— incorporar a ella todo hombre que se le acerque.
Nostalgia de la Edad de Oro
Frente al caos de la existencia social y ciudadana los poetas de los lares (sin ponerse de acuerdo entre ellos) pretenden afirmarse en un mundo bien hecho, sobre todo en el del mundo del orden inmemorial de las aldeas y de los campos, en donde siempre se produce la misma segura rotación de las siembras y cosechas, de sepultación y resurrección, tan similares a la gestación de los dioses (recordemos a Dionisos) y de los poemas. Por omisión, se repudia entonces el mundo mecanizado y standarizado del presente, en donde el hombre medio solo aspira a las pequeñas metas del confort como el auto, la televisión; en donde el habitante de nuestros países pierde su individualidad gracias al lavado mental de la propaganda y el deslumbramiento impuestos por el ejemplo y la propaganda de formas foráneas de vida (esas formas que causan millones de neurosis en nuestro «Gran Vecino del Norte»); en donde el burócrata «técnico en planeamiento» o locutor de radio, o político de maquinaciones en oscuros pasillos, ha desplazado de la conducción de los pueblos al héroe; en donde la ciencia al servicio de intereses económicos amenaza con llevarnos a una destrucción atómica al final. «Progresamos. ¿Por qué no retroceder?», como decía Rimbaud ya en 1873. O como indicaba proféticamente Rilke: «Para nuestros abuelos, una torre familiar, una morada, una fuente hasta su propia vestimenta, su manto, eran aún infinitamente, infinitamente más familiares; cada cosa era un arca en la cual hallaban lo humano y agregaban su ahorro de humano. He aquí que hacia nosotros se precipitan, llegadas de América, cosas vacías, indiferentes, apariencias de cosas, trampas de vida... Una morada en la acepción americana, una manzana americana, o una viña americana nada de común tienen con la morada, el fruto, el racimo en los cuales habían penetrado la esperanza y meditación de nuestros abuelos... Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su valor humano y lárico».⁵ El poeta, entonces, como el artesano, deberá conservar las cosas reales, en vías de extinción, frente a esta invasión de las irreales que nos son impuestas en serie.
De ahí entonces que Efraín Barquero escriba un libro llamado Los oficios en donde inventaría y canta los trabajos artesanales (así opera asimismo Rolando Cárdenas en Personajes de mi ciudad). Poesía social de contenido profundo y no de fácil consigna, en la que el poeta mismo toma el lugar del trabajador, al que canta con amor y conocimiento.
De ahí también la nostalgia de los «poetas de los lares», su búsqueda del reencuentro con una edad de oro, que no se debe confundir solo con la de la infancia, sino con la del paraíso perdido que alguna vez estuvo sobre la tierra (y en este sentido, la nueva poesía chilena actúa sobre el campo de un Dylan Thomas, de Serguei Esenin, Gérard de Nerval, Milosz y otros). Los poetas ya no se deleitan con la velocidad y el amor al futuro, incluso no les preocupa demasiado la posibilidad de los viajes espaciales, ni el progreso de la ciencia que, lo hemos visto, puede llevar finalmente al exterminio. En este sentido, es bien definida cierta parte de la poesía de Alfonso Calderón, que busca ensoñaciones y fantasmagorías del «país sin nombre» de la infancia, como refugio contra el presente.
Así, los poetas actuales persiguen una Edad de Oro de la cual se tiene un recuerdo colectivo inconsciente, buscan los verdaderos alimentos terrestres, restablecer «la antigua conexión con el dínamo de las estrellas».
El poeta, habitante del mundo
Sin embargo, esta apertura hacia otro plano de la realidad no indica una falta de receptividad frente al mundo en que se vive, un cerrarse a sus experiencias. (Pues el mundo es «sagrado» como señala Gabriel Carvajal en su hermoso libro Los nombres de nadie: «Sagrado el golpe del hombre que parte el cielo, raja la madera...»). Con optimismo vemos que existen poetas que no comparten la angustia y la extrañeza frente al mundo de la mayoría de nuestros contemporáneos, sino que se ubican en la tierra como en la casa paterna y al mundo incomunicado e incomunicable de los maníacos de las teorías, de los devoradores de «papel cansado», de los lumpen-poetas y de los lumpen-críticos, responden afirmando las más humildes realidades con las palabras más humildes, ganada a través de largas vigilias y experiencias, y piden, con un sentido casi religioso, ser escuchados por sus semejantes, pues la libertad interior que gana el poeta en la creación debe hacerlo trascender por ende su condición histórica de criatura alienada y hermanarlo en un solo haz con los poetas de cualquier época. Transformar la vida cotidiana del prójimo gracias a una poesía que muestre el rostro verdadero de la realidad: he ahí la tarea. Y no importa que sea incomprendida, escuchada entretanto solo por unos pocos, porque a la negación siempre un poeta responde con el «sí universal». Y porque siempre está vigente la consolación de un viejo alquimista a uno de sus discípulos: «No importa cuán alejado estés y cuán solitario te sientas; si realizas tu trabajo a conciencia y verdaderamente, amigos desconocidos te buscarán y llegarán a ti». Pues para estos «amigos desconocidos» es para quienes, en último término, escriben los poetas y para quienes (también en último término) han sido escritas estas líneas.
El matriarcado en las nuevas
novelas chilenas
(En Las Últimas Noticias, Santiago, 25 de septiembre de 1965, p. 5)
El ya casi olvidado Dr. Nicolás Palacios (maestro, entre otros, de D. Francisco Antonio Encina, en muchos sentidos) en su curioso libro Raza chilena, que junto a muchas extravagancias ofrece una cantera de ricas y certeras observaciones sobre la realidad del país, tiene como leit motiv una manifiesta animadversión por los que él calificaba como elementos iberolatinos de nuestra sociedad, a los que veía con desazón desplazando a los gótico-mapuches, paradigmas de virtudes. A su manera, era un profeta de la decadencia. Síntoma singular de esta decadencia chilena era para el gótico doctor el hecho de que la mujer cobraba fortaleza a desmedro del varón, se tornaba «mandona y voluntariosa» y se pasaba en Chile del patriarcado al matriarcado, propio —según él— de los pueblos latinos. A más de medio siglo de estas observaciones, el lector de las novelas de autores de la nueva generación puede trazar una coordenada común a un buen sector de ellas, en la que aparece en acción una familia que otrora fuera patricia, en general vitivinícola, bien centrada, provista con sólidos valores o prejuicios, que empieza a resquebrajarse en todo sentido, hasta «venir a menos» o perder su conciencia de clase. Solo queda incólume una madre o una abuela que, obstinadamente defiende lares y penates, trata de mantener la economía familiar, la figuración, las tradiciones, mientras los varones son seres mediocres, fracasados o abúlicos. La «novela del matriarcado» comienza en esta última generación con Coronación, de José Donoso, luego —entre otras— La tierra que les di, de Mercedes Valdivieso, en donde la abuela, llamada en forma prototípica «La Señora», mantiene las riendas y la unidad de la familia, que se dispersa a su muerte (caso similar el de Mama Rosa, de Debesa en el teatro). Ahora, dos novelas aparecidas este año abonan nuestra tesis: El peso de la noche, de Jorge Edwards (publicada por Seix Barral, en España), en donde la Abuela mantiene la cohesión y liga entre sí a los componentes del clan, mientras el «mayorazgo», Joaquín, es un simpático alcohóli co preocupado fundamentalmente de la hípica, e irresponsable al punto de perder hasta los empleos de favor que se le consiguen, y el representante de la tercera gene ración es un adolescente outsider precoz, disconforme con la enseñanza de colegio religioso que se le imparte, lector precoz de Unamuno, en rebelión contra los valores establecidos y que ve anacrónicos de su medio, que seguramente abandonará. En La derrota, de María Elena Gertner (Zig-Zag, 1965), doña Trinidad Izazmendi, vástago de rancias familias, se casa con un alcohólico que contribuye eficazmente a arruinarla económicamente, y afronta su mala situación instalando una pensión en la calle Bascuñán, pero mantiene viva la llama de su orgullo señorial merodeando melancólicamente frente a las mansiones del barrio alto, orgullo que pretende vanamente traspasar a su hija, la que prefiere el ambiente de «medio pelo» de sus compañeras de liceo. Este es el panorama de la novela de la clase acomodada. En la novela del proletariado siempre se ha reflejado una situación característica de nuestra sociedad: la del hombre irresponsable que deja abandonada a su suerte a la familia, y la de la mujer que le pone el hombro a la situación, encargándose no solo ya de todas las faenas domésticas sino también ganándose la vida (de que la irresponsabilidad masculina no es invento de novelistas da fe la existencia de cuarenta mil juicios por pensión de alimentos que se almacenan en los juzgados santiaguinos, actualmente). Es hasta regocijante imaginar los denuestos que los chilenos viejos y el Dr. Palacios lanzarían ante esta situación. Y más aún ante el hecho de que muchos de los héroes novelísticos —y por ende de la vida real, ya que nuestra novela aún está fundamentalmente en la etapa decimonónica de ser «un espejo en el camino»— son con frecuencia miembros del «tercer sexo», como es notorio en Pena de muerte y otras novelas de Enrique Lafourcade; en Nunca el mismo río, de Jaime Valdivieso; en Toda la luz del mediodía, de Mauricio Wacquez. Pero el hablar de este espinudo problema y el de que nuestra novela (como ya lo afirmara el año 38 Miguel Serrano) todavía no es de creación de un ámbito propio, sino fundamentalmente crónica sociológica o costumbrista es, como diría Kipling, «otra historia». Conformémonos, por ahora, con haber hablado del matriarcado...
Búsqueda y deserción de la poesía
(En Las Últimas Noticias, Santiago, 6 de noviembre de 1965, p. 15)
No resulta difícil establecer la creencia que la prosa es la forma natural de la expresión, y la poesía un lenguaje más o menos artificioso. «Supongo que no escribirá versos. Nadie habla en versos sino los pregoneros», decía Sam Weller, padre, a su hijo en una escena de Pickwick Paper’s. Sin embargo, no es menos fácil asegurar que el primer intento literario es en la mayoría de las ocasiones en verso y no en prosa. Y detrás de muchas personas aparentemente insospechables se oculta algún adolescente que alguna vez trató de expresarse en ese «dulce lenguaje con que habla el alma al alma», que guarda amarillentas hojas cubiertas por letras temblorosas de confidencias a las Musas. No se salvan ni burócratas, ni agrónomos, ni veterinarios, ni profesores de matemáticas, ni ceñudos senadores. Si pasamos al terreno literario, la afirmación se hace más ostensible. La mayoría de nuestros prosistas han dejado atrás a un joven poeta.
Así, tenemos que el primer libro publicado por Hernán del Solar es Senderos, un tomo de poemas aparecido en 1919. Claro está que la vena poética de Hernán del Solar está siempre presente en sus límpidos cuentos, en su prosa para niños. Benjamín Subercaseaux declara que el único libro del cual se arrepiente (pese a lo numeroso de su producción) es Quince poemas directos. Nicomedes Guzmán debutó cantando al mar (un mar imaginario, con veleros, ron, Simbad) al estilo de Jacobo Danke y Vicario en su Las cenizas del sueño (1937) libro por el cual no dejaba de tener aprecio, ya que lo reeditó en 1961 con prólogo de Pablo Neruda. Famosos fueron los poemas marinos de Salvador Reyes, que hizo navegar con acierto «steamers elegantes». Su obra poética, recogida en Barco ebrio (1923) y Las mareas del sur (1930), lo siguen situando como uno de los renovadores de la poesía chilena. Rubén Azócar, antes de consagrase en la novela publicó tres libros de poemas, uno de los cuales, La puerta (1923), señaló un intento de renovación en la lírica de la época y mantiene hasta en la actualidad su frescura juvenil. También fueron de poemas los primeros libros de Juan Marín, de Luis Merino Reyes, de Gonzalo Drago. De prosa poética (al estilo de Los alimentos terrestres) se puede calificar el primer opus de Enrique Lafourcade: El libro de Kareen, (por lo demás Lafourcade, así como sus compañeros de generación Jorge Edwards y Claudio Giaconi, secretamente prosigue su romance con la musa poética). Manuel Rojas ya figuraba en 1917 en una antología de poesía y ha seguido perseverando (Deshecha rosa, 1954). Joaquín Edwards Bello hizo armas ultraístas en su Metamorfosis publicado en Madrid, 1924. Los críticos no son las excepciones: Ricardo Latcham fue incluido con uno de sus poemas en una antología de Alone, y testimonios poéticos de Luis Sánchez Latorre se hallan en revistas literarias de hace algunos años. En fin, esta lista larga como la de las naves de La Ilíada puede proseguir con quienes vuelven a su primer amor: Daniel Belmar que en 1962 publica su poema «Descenso», Fernando Alegría, cuyos poemas, testimonio de amor patrio, han sido editados en discos.
El fenómeno no es, por cierto, exclusividad chilena. De la poesía a la prosa han pasado infinidad de autores. Como pequeña muestra, señalaremos que fueron de poemas los primeros libros de François Mauriac, llamado Las manos juntas, al igual que un libro de Ángel Cruchaga, de André Gide, Tennessee Williams, Ramón Pérez de Ayala, Hermann Hesse, Guy de Maupassant, el crítico Sainte-Beuve, Graham Greene, Alphonse Daudet, Jules Renard, Charles Maurras, William Faulkner...
Muchos motivos sin duda se pueden señalar para este cambio de preferencia, este paso de la lírica a la narración, del cantar al contar. Algunos pueden pensar que se trata de que la prosa es un género de mayor madurez, que requiere de mayor concentración y trabajo. No lo creemos así. Dado el espacio, cabe apuntar solo una consideración más o menos fundamental, que ya más allá del presumir un agotamiento de la capacidad de «elan» poético a medida que pasan los años: la de que un escritor fundamentalmente escribe para comunicarse con sus semejantes y la poesía lírica ha perdido dentro de nuestros utilitarios y mercantilizados medios buena parte de su capacidad de expansión. Por lo demás, ya a fines del siglo pasado, Paul Verlaine escribía que en Francia no había más que cien lectores de poesía. El autor pasa a elegir el género que las editoriales acogen, y que el lector común, para distraerse o espantar el insomnio consume; la novela, sin dejar por eso de inficionarle carga poética.
Pero el divorcio no es completo. La historia literaria está llena de casos de escritores que son constantemente grandes poetas y narradores. Entre nosotros tenemos a Vicente Huidobro. Y más allá de estas fronteras, corroboran nuestras palabras Borges, el inventor de la luna de enfrente y de los almacenes rosados, el cuervo, de Edgar Allan Poe, el redoble de Günter Grass, el más leído de los actuales prosistas de Alemania y a la vez uno de los más discutidos poetas.⁶
La terrible infancia
(En Las Últimas Noticias, Santiago, 13 de noviembre de 1965, p. 4)
La primera mirada hacia la infancia hace surgir en el espejo encantado de la memoria el reino de la edad de oro, el paraíso perdido en donde llegan las voces que siempre deben escuchar aquellos que no tienen patria en el tiempo. El niño se vuelve prototipo de una condición inocente y primitiva que si se recuperara bastaría para ordenar el mundo en un diverso sentido del que la antropófaga lucha por la existencia le señala: recordemos el final del fellinesco 8 1/2, en donde el protagonista, de nuevo niño, vestido de blanco, al compás de una melancólica y festiva tocata, va dirigiendo a una feliz ronda a los otrora angustiados personajes.
Pero una segunda mirada descubre una imagen que suele permanecer escondida (porque el hombre necesita sueños y mitos para sobrellevar su vida cotidiana): que la infancia no es solo el dominio de la pureza, sino que también allí los ángeles de las tinieblas extienden sus alas. Se ha dicho que la maldad está incluso en el átomo. Y uno de los testimonios que iluminan más claramente esta zona secreta infantil es un libro que termino de releer en una nueva edición española: Un ciclón en Jamaica, de Richard Hughes, especie de cuento de hadas, de terror, narrado por este extraño autor que en este mundo de la prisa demora veinte años en escribir una novela. Una novela en la que unos niños del siglo pasado, enviados en un velero de Jamaica a Inglaterra, sienten más pena por la suerte de un gato favorito que por la separación de sus padres, y que —raptados por unos piratas— pasan a transformarse en dueños del barco, hasta que al fin una niña del grupo comete un crimen por el cual ahorcan a los inocentes lobos de mar. Porque los adultos no comprenden a los niños, están separados de ellos por murallas de vidrio. El código de los mayores resulta incomprensible para los infantes. Ellos se someten a su propio código, secreto y despiadado, creado por sus coetáneos provistos de fuerza o de astucia, al que deben someterse los débiles y los tímidos. Todos hemos conocido en el colegio a esas víctimas condenadas a quedar solas en la sala de clase o a arrinconarse medrosas en un ángulo del patio durante los recreos: no solo los tímidos, los humildes, los débiles, sino los lisiados, los poseedores de cualquier defecto físico.
Es por eso que siempre hemos considerado con escepticismo los esfuerzos de los pedagogos que luchan por proscribir los elementos de violencia o terror en los cuentos para niños, reemplazándolos por cuentos blancos que no son tan apetecidos, porque —claro está— no tocan los más oscuros sentimientos de los niños, los más profundos también. Difícil será, asimismo, que toda campaña pacifista imaginable pueda suprimir el amor infantil por la fanfarria, los uniformes, las armas.
Sí, es preciso dudar ante la tentación de reconstruir o regresar al placentero reino de la infancia. También hay en él zonas negras, pantanos en donde no nos gustaría sumergirnos. De ellos hay buenos descriptores literarios. No está solo, por cierto, Richard Hughes con su Ciclón en Jamaica. Para terminar este artículo con la seriedad que se le exige en nuestro acucioso medio a un investigador de la ya mentada «zona negra de la infancia», entrego una breve bibliografía del tema: El señor de las moscas, de Golding, con los correctos escolares ingleses que en una isla desierta vuelven al salvajismo (reverso del idilio de Dos años de vacaciones, de Julio Verne); Ray Bradbury con sus niños que crean leones que devoran en la TV a sus padres o se alían con los invasores de otros mundos; Vargas Llosa y el mundo concentracionario de La ciudad y los perros, naturalmente Jean Cocteau y Saki, y para finalizar, Leonora Carrington, la hechicera cuyos prohibidos sueños de Conejos blancos nos entregara Braulio Arenas en una de sus casi secretas ediciones de hace algunos años.
Una muestra de los poetas de
la Universidad
(En Boletín de la Universidad de Chile, Santiago, nro. 63, diciembre de 1965, pp. 110-122)
En una ya famosa, «Carta a los Rectores de las Universidades Europeas» quejábase Antonin Artaud de que a través de la criba de los diplomas pasaba una juventud extenuada, perdida; a la vez que señalaba que el más insignificante acto de creación espontánea constituía un mundo más complejo, más revelador que cualquier sistema metafísico. El constante acto de creación que es la poesía, constituiría entonces lo más opuesto al espíritu de una universidad tradicional. El poeta dentro de la universidad sería un rebelde, entregado a una tarea demoledora para las rígidas estructuras académicas. Sin embargo, en nuestra joven Universidad, el poeta