Aquel niño que nunca fui
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Aquel niño que nunca fui - Luis Rielo Morejón
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Edición y corrección:
Norma Gálvez Periut
Diseño interior, cubierta y composición:
Seidel González Vázquez (6del)
Diseño interior y composición de la segunda edición:
Valentín Frómeta de la Rosa y Ana Irma Gómez Ferral)
Epub:
Valentín Frómeta de la Rosa y Ana Irma Gómez Ferral
© Sobre la presente edición:
© Luis Rielo Morejón, 2019
© Editorial enVivo, 2023
ISBN:
9789597268697
Instituto Cubano de Radio y Televisión
Ediciones enVivo
Edificio N, piso 6, Calle N, no. 266, entre 21 y 23
Vedado. Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba
CP 10400
Teléfono: +53 7 838 4070
www.envivo.icrt.cu
www.tvcubana.icrt.cu
Índice de contenido
PORTADA
Portadilla
Créditos
Agradecimientos
De los sueños de un niño
PRIMERA ETAPA
Comienza mi historia
La historia de mi familia
Las aventuras con la vaca de Anacleto
Los juegos de mi infancia
El vendedor ambulante
Horquita y sus recuerdos
Una nueva aventura
Comienza una nueva etapa
Así era nuestra vida en la Ciénaga
Un nuevo bregar
Otras anécdotas
El sueño de ser artista
GALERÍA PRIMERA ETAPA
SEGUNDA ETAPA
La Habana, así
Mi vida de bodeguero
El camino del artista
GALERÍA SEGUNDA ETAPA
TERCERA ETAPA
Usted sí
Mis comienzos en la televisión
Ya soy actor
GALERÍA TERCERA ETAPA
CUARTA ETAPA
Y sigue mi vida
Mi familia, joyas preciosas
Recuerdos memorables
Momentos inolvidables de la pesquería
Los ochenta y un nuevo rumbo
La radio una nueva etapa
Memorias de una larga vida en la actuación
GALERÍA CUARTA ETAPA
QUINTA ETAPA
Epílogo de un actor
Fragmento de diario
Cuento La Última Palma
Poesías
Epílogo
GALERÍA QUINTA ETAPA
SOBRE EL AUTOR
Quiero dedicar esta memoria a este maravilloso pueblo que tantas muestras de cariño y respeto me han profesado
A mis padres, a mis hijos, hermanos, nietos y bisnietos
A los actores y actrices jóvenes que comienzan en este deslumbrante y difícil mundo de la actuación
A mis compañeros y amigos
A Josefa Bracero, mi vieja amiga
A mi mujer, que en los momentos difíciles estuvo a mi lado
Agradecimiento especial a mis amigos Manolo y Adelfa, quienes transcribieron este manuscrito
A los doctores Alejandro Hernández, Javier Sánchez y Lorenzo Daniel Llerena del Instituto de Cardiología
Especialmente a mi hijo Ricardo, fallecido el 16 septiembre de 2018
A todos, Gracias
De los sueños de un niño
Pocas veces ante una entrevista experimenté el deseo de escribir una novela, motivada por la historia de un niño que allá en parajes tan inhóspitos de una ciénaga, no renunció nunca a convertir en realidad una quimera.
Aquel sueño del niño que nunca fue, como me dijo, lo comenzó a tejer con solo seis años, cuando su padre lo llevó para que lo ayudara con un horno de carbón que estaba haciendo, en la Ciénaga de Zapata, del centro cubano… y entre el mosquito, el jején y la humedad, tuvo el gran enfrentamiento a su realidad. Era el cuarto hijo de los siete que tuvo la humilde familia de madre cubana y padre español, recta, muy honrada, pero extremadamente pobre.
Por suerte la familia comenzó a deambular de lugar en lugar, buscando, mejor calidad de vida. Aunque en ninguno de estos sitios del campo profundo había electricidad, por tanto no sabían lo que era el radio, ni el cine. Al fin en un batey llamado María Dolores, comenzaría la prole guajira a ir a una escuelita rural, y allí conocieron lo que constituyó una novedad maravillosa: la electricidad. Y en una nave, cada domingo, proyectaban una película.
Ante aquel sortilegio, el niño que nunca lo fue, llamado Luis Rielo, encontró un camino colmado de obstáculos, pero que al fin lo conduciría al mundo imaginado, al arte.
Y es que ante su asombrada mirada vio una película muda, pero la presencia de El Zorro... la valentía y la destreza del personaje ganaron un lugar en su corazón, algo parecido a un amor a primera vista, y un pensamiento se apoderó de él cuando sea grande voy a hacer lo mismo, voy a ser artista
.
Esa meditación podría pasar, tal vez, como una idea simple para los que ignoraran esta historia. Y menos si hubieran conocido al muchacho cargado de frenillos y que, para colmo arrastraba una erre maldita, como él aseveraba...
Y en la medida que ya, convertido en un actor total de la televisión, compartía conmigo la narración de su vida, le dije: más que una entrevista, el tránsito hasta aquí, merece una novela, por lo menos un amplio texto, que sirva de legado a las nuevas generaciones.
Por eso cuando Luis Rielo me pidió humildemente que redactara un prólogo a sus memorias, me sentí muy halagada, era como un valioso laurel que me entregaba este hombre, surgido desde lo más humilde del pueblo, a quien descubrí, precisamente, en su primera aventura.
Se trataba de un clásico, La marca del Zorro, de Johnston McCulley, que estuvo cerca de un año en el aire en 1964. Programa que adaptó y dirigió Silvano Suárez, el fundador del espacio de las 7 y 30 por el canal 6, el que entregó la máscara a otro grande, Julito Martínez.
A esta le siguieron más de treinta, en las que participó, dirigidas por exigentes realizadores, entre ellos el maestro del género, Erick Kaupp.
Pero no fueron solo las aventuras, sino cuentos, programas humorísticos, novelas de la literatura universal y cubanas. Entre ellas, nos dejó al estelar Matías, de Sol de Batey, un clásico de Dora Alonso. Novela adaptada y dirigida por el profesor Roberto Garriga. Con ella en 1985, la novela cubana inauguró el color en este espacio y, también los 57 minutos de duración de forma diaria. El teatro en televisión, también se nutrió de su talento…
Casualmente de negro, de finales de la década del 2000, fue una versión del teatro original de Maritza Kirchhausen. La última obra que dirigió con profundo nivel profesional el amigo Vicente González Castro. Y para el personaje central llamó al actor Luis Rielo que hizo una maravillosa interpretación. Tendido sobre un camastro, solo acompañado por su fiel perrita [también en la vida real llamada, Merringa. Y aquí solo su expresión fue el lenguaje maravilloso.
Sobran mis palabras, dejo el espacio al protagonista de la interpretación más fabulosa, porque es su PROPIA VIDA.
Felicidades amigo por el retardado Premio Nacional de la Televisión por la obra de la vida, y sobre todo por esa existencia, que parafraseando al poeta cubano José Ángel Bueza, no pasará sin saber que pasaste, porque tu huella es indeleble.
Josefa Bracero Torres
PRIMERA ETAPA
Comienza mi historia
Hoy es 24 de Julio de 2018, se cumplen 85 años de estar caminando por este mundo, entre llamadas telefónicas y saludos personales, transcurre el día, algo cansado me siento en mi sillón preferido y mi mente desciende a la velocidad del rayo.
Me veo a los 4 años con unos pantaloncitos cortos con tiranticos y descalzo, correteando con un pedazo de palo a modo de caballo, detrás de las gallinas como si fueran reses. Esa es la primera imagen que tengo de aquel niño que nunca fui.
Poco a poco afloran otros recuerdos, y como en una película pasan por mi mente, esto es lo que iré construyendo y contando.
En aquella época ser un niño era solo por la edad, en realidad con cuatro o cinco años en zonas rurales y familias pobres ya tenías que trabajar, no se podía pensar en juegos ni en la escuela, no solo porque la escuela estaba muy lejos de donde vivías, sino porque había que ayudar a mantener la familia o procurar el sustento.
Mi casa estaba como a cien metros de la del dueño de la finca, un gallego alto y fuerte, que era el esposo de una hermana de mi papá. La finca se dedicaba a la cría de reses y mulos y ese ganado era sagrado (este lugar se llama San Manuel de Pita [1].
Nosotros nos abastecíamos de agua en un molino de viento que estaba al fondo de la casa del dueño y servía de bebedero de los animales; si había uno de ellos bebiendo teníamos que esperar a que terminara y se fuera, si aparecía otro, lo mismo, a veces esperábamos un gran rato para llegar a la bomba y llenar el cubo.
Nuestra casa estaba como a medio kilómetro de la Ciénaga de Zapata; de la cual nos separaba una especie de sabana que constituía el monte cerrado de la costanera. De ahí hasta el mar solo había monte y pantano, con una inmensa cantidad de animales salvajes. Lo mismo se podía encontrar un perro jíbaro, un cocodrilo, un venado, una colmena de abejas o un panal de avispas y, por supuesto, algo que nunca faltaba, una inmensa cantidad de mosquitos y jejenes. De entre ellos había un mosquito grande que le decían jagüey, que te hacía la vida imposible.
Un día que mi padre estaba haciendo un horno de carbón me llevó con él para que lo ayudara en el acarreo de los troncos de madera. Yo tendría entonces seis o siete años, el primer día a la hora de dormir me cubrió con gajos de los árboles que había cortado para que los mosquitos no me picaran y me dejaran dormir; en realidad ni uno solo lo hizo. Pero desde la tierra empezaron a salir jejenes y aquello fue un verdadero infierno. Esa noche no pude dormir y amanecí con todo el cuerpo inflamado, lleno de puntos rojos; mi padre tuvo que regresarme de vuelta a la casa y ahí terminó una primera experiencia de carbonero. Ya después vendrían otras, pero no tan dolorosas.
La historia de mi familia
Mi historia familiar es muy particular, mi abuelo paterno fue un soldado español que al terminar la Guerra del 95 se casó con mi abuela y regresó a España donde nació y vivió mi padre hasta los 10 años. La familia regresó a Cuba con tres hijos más. Yo nunca llegué a conocer a este legendario abuelo.
Mi padre se casó y vivió en lugares que nunca conocí hasta que se mudó para San Manuel de Pita, la finca de mi tío y es de este sitio de donde tengo mis primeros recuerdos. En aquella época los campesinos como mi padre, que eran asalariados, no tenían nada, había que conformarse con una casa para vivir y trabajar para el dueño. Cuando este le pagaba no alcanzaba ni para comer.
Por hacer carbón a mi padre le pagaban a 40 centavos el saco y se pasaba 15 ó 20 días en medio de la Ciénaga para hacer 30 sacos. Cuando hacía polines, o sea, los travesaños de la línea del ferrocarril, había que tumbar el árbol, cortarlo a la medida y con el hacha darle la forma. Todo eso tenía que ser con madera dura. Hubo días que no llegaba a hacer uno. Al terminar la cantidad que le habían encargado los recogían en una carreta y le pagaban 50 centavos por cada uno. Lo triste era que el dueño lo vendía a dos pesos (no importaba si el dueño era o no pariente del campesino). Recuerdo la imagen de mi padre llegando a la casa, sucio, con la camisa rota, barbudo, sentado en un taburete en el portal, callado. Como si estuviera triste mirando fijo al horizonte. Ahora, con esa imagen en mis recuerdos, es que entiendo el por qué de esa tristeza y ese dolor en su rostro.
Las aventuras con la vaca de Anacleto
En la finca había una vaca, que era una fiera a la que le decían la vaca de Anacleto
y a toda persona que no fuera Anacleto le fajaba. Era linda, flaca, pero muy fuerte, de color cenizo y los tarros finos como estiletes.
Tengo dos experiencias bastante desagradables con ella. Una tarde mi hermano y mi hermana menor inventamos ir a cazar un sijú platanero, aún hoy no sé por qué le llamaban así, pues en mi vida había visto una mata de esa fruta por todo aquello y mucho menos la había comido, sin embargo si proliferaban muchos animalitos de esos.
Con pelos de la crin de caballo tejimos un cordelito, le hicimos un lacito que amarramos a la punta de una vara y con ella al hombro partimos hacia un cayo del monte que había en la finca, ya dentro de él vimos uno que estaba durmiendo (esos animalitos cazan de noche y duermen de día) posado en una rama hecho una pelota. Solo se le veía la cabeza redonda y los ojos grandes abiertos (ellos de día no ven). Con bastante trabajo pude al fin meterle la cabeza en el lacito y el esfuerzo fue aún mayor para desprenderlo de la rama; trofeo al hombro salimos del montecito, cantando y brincando cuando de pronto mi hermana gritó: Ahí viene la vaca de Anacleto
.
Eso fue suficiente para que los seis piececitos salieran volando hacia una cerca de alambre que protegía la finca. Todavía hoy no sé cómo la pasamos, pues después no podíamos salir ya que la cerca era de alambres de púa, no cabíamos entre pelo y pelo por la distancia tan corta entre ellos y las púas.
La dichosa vaca nos custodiaba y