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La ciencia y sus demonios
La ciencia y sus demonios
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Libro electrónico526 páginas8 horas

La ciencia y sus demonios

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Cómo los grandes científicos recurrieron a la figura del Demonio para avanzar en sus teorías y revolucionar el mundo.
Desde los comienzos de la ciencia, la palabra «demonio» empezó a usarse para designar algo que rompía con nuestra comprensión de la naturaleza. A estos enigmas se les distinguió con el apellido del científico que se topó con ellos y que emprendió un viaje hacia lo desconocido, intentando comprenderlos mejor. El llamado demonio de Descartes —una criatura con el poder de alterar nuestra realidad sensorial— inauguró una tradición que siguieron Laplace, Maxwell, Einstein, Feynman, etc., y que continúa hasta hoy. Estos seres viven al margen del bien y el mal, sorprendiendo a sus víctimas con hazañas inesperadas. Las tecnologías que se han desarrollado durante su búsqueda cobran características que sobrepasan la previsión de los mismos investigadores. En referencia a ellos hemos podido probar los límites de lo posible y transformar lo inexistente en lo real.
Jimena Canales desgrana en este libro uno de los aspectos más desconocidos y fascinantes de la historia de la ciencia. Porque son estos siervos imaginarios y ocultos los que han ayudado a desvelar los secretos de la entropía, la herencia, la relatividad, la mecánica cuántica y otras maravillas científicas, y son ellos los que siguen inspirando hoy los avances en los ámbitos de la informática, la física y la inteligencia artificial.
 
La crítica ha dicho...
«Una visión brillante y estimulante de la filosofía del descubrimiento científico». Science
«[Canales] registra magistralmente la sencilla historia de la ciencia. Se lee como un cuento gótico, repleto de genios malvados e inteligencias asombrosa». The Washington Post
«Una investigación histórica en profundidad sobre las numerosas funciones que los demonios han desempeñado y siguen haciéndolo en la ciencia y la tecnología». History and Philosophy of the Life Sciences
«Al mismo tiempo que se decía que la ciencia estaba desmitificando el mundo, Canales nos muestra con brillantez que los científicos lo estaban poblando de nuevo con lo demoníaco». New Yorker
IdiomaEspañol
EditorialArpa
Fecha de lanzamiento12 jun 2024
ISBN9788410313057
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    La ciencia y sus demonios - Jimena Canales

    LA CIENCIA Y SUS DEMONIOS

    Título original: Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science

    © del texto: Jimena Canales, 2020, 2024

    © de la traducción: Àlex Guardia, 2024

    © de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

    Primera edición: junio de 2024

    ISBN: 978-84-10313-05-7

    Diseño de colección: Enric Jardí

    Diseño de cubierta: Anna Juvé

    Maquetación: El Taller del Llibre, S. L.

    Producción del ePub: booqlab

    Arpa

    Manila, 65

    08034 Barcelona

    arpaeditores.com

    Reservados todos los derechos.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

    Illustration

    SUMARIO

    PRÓLOGO

    INTRODUCCIÓN

    I. El genio maligno de Descartes

    II. La inteligencia de Laplace

    III. El demonio de Darwin

    IV. El demonio de Maxwell

    V. El demonio del azar

    VI. Los demonios en el movimiento aleatorio

    VII. Los fantasmas de Einstein

    VIII. Los demonios cuánticos

    IX. Los demonios y la bomba atómica

    X. Los demonios cibernéticos

    XI. Los demonios informáticos

    XII. Agujeros negros y computación cuántica

    XIII. Los demonios de la biología

    XIV. Los demonios en la sociedad

    CONCLUSIÓN. LA AUDACIA DE NUESTRA IMAGINACIÓN

    EPÍLOGO. CONSIDERACIONES FILOSÓFICAS

    BIBLIOGRAFÍA

    NOTAS

    A Billy, que hizo volar mi imaginación.

    PRÓLOGO

    Cuando nos acercamos al fondo del problema, más densa se vuelve la neblina. Lo que más nos inquieta es lo más difícil de confrontar. Obstáculos cada vez más altos se alzan frente a nosotros. La brújula falla y no sabemos si viajamos en la dirección correcta. ¿Qué nos motiva a seguir, y a qué coste?

    Tras haber dedicado décadas de estudio a la historia de la ciencia, me había faltado comunicar lo más importante sobre el tema. La falta residía en que lo que quería decir iba radicalmente a contracorriente. La mayoría de los estudios sobre la ciencia se enfocan en cómo se usa para confirmar y consolidar lo mucho que sabemos. Resaltan su gran utilidad para entender y manipular el mundo a nuestro alrededor y cómo nos acerca a la verdad y a la certitud. Pero lo más emocionante de la ciencia me parecía justo lo contrario. Los aspectos de la ciencia que cambian nuestra realidad palpable, que abren nuevos territorios frente a nosotros, y que introducen novedades insospechadas que no entendemos a fondo y que no sabemos cómo controlar.

    La ciencia es capaz de cambiar nuestra realidad de tal manera que verdades y tecnologías que anteriormente se consideraba irreales e imposibles se introducen en este mundo. Algunas de estas nuevas tecnologías nos despistan moral y físicamente, y, en vez de ayudarnos a entender y controlar nuestro entorno, aumentan el número de incertidumbres con las cuales tenemos que lidiar, obligándonos a idear soluciones cada vez más osadas, potentes, y hasta peligrosas.

    Frente a tal reto es más fácil callar y hablar solo de los aspectos de la ciencia que confirman lo que ya sabemos. Estos aspectos de la ciencia han sido popularizados por numerosos defensores que frecuentemente hablan del «método científico» o del «método experimental» como procesos infalibles para distinguir verdades de falsedades. Este enfoque deja fuera el campo del descubrimiento y la investigación. De los dos filos de la ciencia, uno descarta mientras el otro descubre. Uno nos lleva a cerrar conclusiones, mientras el otro nos acerca a lo inesperado. Uno nos devuelve a lo conocido, el otro nos lanza hacia la invención y la creación de lo nuevo.

    En el seno de la ciencia yace esta paradoja: aunque las leyes científicas destacan por ser incuestionables y definitivas, estas siguen siendo mejoradas, pulidas e incluso de vez en cuando revocadas. La ciencia crece cuando los investigadores la llevan a nuevos límites, intentando rebasar en inteligencia a los más inteligentes, en grandeza a los más grandes, en pequeñez a los más pequeños, en lentitud a los más lentos y en velocidad a los más veloces. Las leyes científicas son sólidas, pero no fijas, y nuestra imaginación es la mejor herramienta para ampliarlas y mejorarlas. Los investigadores se enfocan en entender lo que aún no sabemos con nuevos descubrimientos. El vaso de la ciencia está medio vacío y la puerta del Partenón de lo Real está abierta de par en par.

    El desarrollo tecnológico de los últimos siglos ha superado las expectativas más precoces. Consideremos como ejemplo las reflexiones del físico Max Born, colega cercano de Albert Einstein. Cuando Born era joven «no había automóviles, ni aviones, ni comunicación inalámbrica, ni radio, ni cine, ni televisión, ni cadenas de montaje, ni producción en masa, ni todo lo demás». El desarrollo de la física moderna en la cual él mismo participó contribuyó al descubrimiento de estas tecnologías, pero ni él ni ninguno de sus colegas pudieron predecir estas innovaciones. Aun cuando los científicos trabajan en las áreas que sirven para entender y desarrollar nuevas tecnologías, los investigadores simplemente no ven los cambios que emergen bajo sus narices. Las consecuencias de sus descubrimientos los sobrepasan. Brindándonos una de las explicaciones más honestas sobre los puntos ciegos de los científicos en cuanto al impacto de sus propias investigaciones, Born admitió: «Si alguien hubiera descrito las aplicaciones técnicas de este conocimiento tal como existen ahora, habría sido objeto de burla». Si los científicos fallan al tratar de predecir los efectos de sus propias investigaciones en la sociedad, los escritores de ficción especulativa, empeñados en imaginar mundos futuros, tampoco aciertan.

    ¿Cómo explicamos la trayectoria de la ciencia y la tecnología desde la máquina de vapor al microchip, o desde los primeros autómatas de la Revolución Científica a la inteligencia artificial actual? Si no se puede rastrear el desarrollo de las innovaciones tecnológicas en los actos y propósitos conscientes de los científicos, ¿de qué otra forma podemos entenderla? Cada mañana los científicos se levantan, van al laboratorio, escriben artículos, imparten cursos, forman a sus compañeros, reciben algún que otro premio y elogio, se jubilan y mueren. La sociología y la antropología han seguido atentamente cada uno de sus pasos. Esta senda tiene una lógica clara que funciona de forma fragmentaria, pero, en un momento dado del trayecto, parece que irrumpe algo más grande que los propios actores. Tan compleja es la interconexión entre ciencia y tecnología, tan confuso su desarrollo a lo largo de la historia, que es importante ir más a fondo: ¿qué precede a ambas? La sorprendente naturaleza del descubrimiento y la invención nos hace sospechar que una especie de fuerza inconsciente conspira tras los límites de la razón e impulsa su desarrollo desde el exterior.

    Durante el proceso de investigación, algunos de los científicos más exitosos de la historia han usado la palabra «demonio» para designar un ser hipotético que sirve como herramienta heurística para refinar el conocimiento y extenderlo a un territorio novedoso. Cuando el universo no funciona como debería, los investigadores empiezan a buscar inmediatamente a un culpable. Se suele antropomorfizar a estos causantes.

    No por ser imaginarios, dejan de ser importantes. Todo lo contrario. Cuando los científicos se lanzan hacia lo desconocido intentando darles vida, diseñando nuevos experimentos y tecnologías para imitar sus hazañas, los demonios salen del mundo de la imaginación. El trueque entre lo real y lo imaginario es lo que nos permite forjar nuevos conocimientos. Podemos aplaudir al Homo sapiens por haber aprendido a planificar y calcular como ninguna otra especie anterior, y al Homo faber por haber utilizado las herramientas mejor que todos sus predecesores, pero parece que hemos olvidado quién fue el creador de la creatividad, el Homo imaginor.

    Tras la persecución de nuevas tecnologías yace una gran tradición que abarca cuatro siglos y gira alrededor de la búsqueda de demonios con características, habilidades y vestimentas particulares. «La palabra demonio no debe utilizarse a la ligera», apunté en notas que se convertirían en este libro. Me puse a recabar material para trazar un retrato preciso y detallado sobre estos seres misteriosos. Opté por empezar algunas décadas antes del año 1666 y terminar una década después del año 1999. El expediente que tenía ante mí me convenció de que los científicos no se comportaban para nada como solíamos creer. Estos textos parecían contradecir una de las virtudes más ensalzadas de la ciencia y su hito más indisputable: que la ciencia es un proceso eficaz con el cual podemos distinguir de manera clara y definitiva lo real de lo irreal, tras la extirpación de falsedades, supersticiones, y seres imaginarios y sobrenaturales del mundo verídico.

    ¿Quiénes son estos seres que pululan las mejores mentes científicas? ¿Cómo pasan de la imaginación a los laboratorios y a otros ámbitos de la cultura? Un relato de las aventuras de los personajes centrales de la investigación científica es a la vez un retrato del universo tal y como lo hemos llegado a conocer, lleno de misterios y posibilidades. Emocionada y llena de impaciencia, llegué a la conclusión de que, para entender el papel de la ciencia y la tecnología en la gran lucha entre el mal y el bien, nuestro nuevo milenio necesita una demonología moderna para la Edad de la Razón.

    INTRODUCCIÓN

    Hoy los demonios ya no solo se encuentran en las iglesias, en las pinturas antiguas, o en los grimorios de hechizos y conjuros. Aparecen en textos clásicos de ciencia y filosofía moderna, escritos por pensadores ilustres y científicos reconocidos. A partir del siglo xix, revistas prestigiosas como Nature y American Journal of Physics comenzaron a publicar artículos sobre ellos. Otras publicaciones científicas especializadas, como Scientific American, han narrado sus aventuras. Incluso grandes medios como The New York Times han difundido noticias sensacionales sobre los demonios de la ciencia. Algunos han cobrado tanta influencia que aparecen en libros de texto. Los más importantes entre ellos han sido personajes clave en el desarrollo de algunas de las áreas fundamentales de la ciencia, como la termodinámica, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica.

    Los autores de estos documentos usan la palabra «demonio» para designar algo que no comprenden del todo. Suelen recurrir a esta inquietante denominación al no tener una palabra mejor, usándola a faute de mieux. Una vez dotados con el apellido del científico que empezó a especular sobre su posible existencia, los usan para articular y llenar las lagunas del conocimiento.

    Si nos paseamos por la historia de la ciencia y la tecnología, vemos que muchas innovaciones desembocan en arrepentimiento. El entusiasmo inicial del investigador rápidamente se convierte en angustia y da paso a un examen de conciencia: «Pero ¿qué he hecho?». La historia de la ciencia está llena de memorias retrospectivas de científicos que se arrepintieron del uso que se dio a sus investigaciones.

    El conocimiento tiene dos filos. Los peligros del conocimiento, desde el mismísimo instante en que nació el concepto, se han interpretado en referencia a los demonios. En la Biblia, la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén presenta el conocimiento como una transgresión. Una criatura diabólica, más astuta que cualquier otro animal salvaje, tienta a Adán y Eva a morder el fruto prohibido.

    La mujer vio que el fruto del árbol era bueno para comer, y que tenía buen aspecto y era deseable para adquirir sabiduría, así que tomó de su fruto y comió. Luego le dio a su esposo, y también él comió.

    Desde que fueron escritas esas palabras en algún momento del siglo v o vi a. C., se han repetido hasta la saciedad. Aunque son especialmente importantes en la tradición judeocristiana, su influencia sobre las demás culturas ha sido considerable. Hasta hoy, el deseo irrefrenable de adquirir nuevos conocimientos para llegar a la sabiduría sigue considerándose transgresor y, a veces, hasta pecaminoso. El término hebreo arum que describía a la serpiente se puede traducir por «sabia», «inteligente», «astuta», «avispada», «ladina», «sutil», «hábil», «artera» y «taimada».

    Antes del relato de Adán y Eva hubo mitos con temas similares. Los mitos de Prometeo e Ícaro se cuentan entre los más conocidos de una lista interminable. La idea de la tecnología como arma de doble filo ya aparecía en la leyenda de Hércules, que disparó sus flechas envenenadas a sus enemigos y luego vio cómo volvían subrepticiamente para acabar con su incauto creador. Otro conocido relato antiguo sobre los peligros de la tecnología es el del Gólem. En ese cuento hebreo, el protagonista da vida a un trozo de arcilla que cumple la mayoría de los designios de su creador, pero que al final rompe sus cadenas y deja tras de sí un reguero de destrucción y ruina. Otras narraciones que beben de temas parecidos son las de Talos, un soldado artificial hecho de metal; Galatea, creada por Pigmalión para ser más grande que la vida, y Pandora, quien abrió la caja de los males de Zeus.

    En el medievo, los cuentos que denunciaban los peligros morales de la ciencia y la tecnología empleaban tropos similares. En el siglo vi, se solía citar al clérigo Teófilo de Adana para subrayar los peligros de intercambiar el alma por la promesa de un conocimiento total. La leyenda medieval de Fausto recordaba a los oyentes que firmar un pacto con el diablo a cambio de un conocimiento ilimitado podía provocar consecuencias nefastas. El célebre relato de Johann von Goethe dio nueva vida a esos antiguos mitos cristianos y medievales en el siglo XIX. En Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary Shelley se inspiró tanto en estos temas que incluso subtituló su obra con una referencia al antiguo mito.

    Numerosos autores menos célebres abordan cuestiones similares, a veces expresando creencias prosaicas y banales sobre los peligros de saber demasiado. Esta clase de historias suelen estar protagonizadas por personajes como Adán y Eva, tentados por demonios para explorar más y aumentar su saber, hasta que a veces aprenden demasiado y se sienten fatalmente atraídos por conocimientos prohibidos o secretos. Desde la antigüedad, poetas y literatos nos han brindado relatos increíbles sobre los demonios. Algunos los describen como personificaciones del mal; otros, como fuerzas benignas, e, incluso como en el ejemplo del demonio de Sócrates, como vocecitas interiores que afectan nuestra conciencia moral. La literatura clásica y moderna, las películas de terror y los cómics están repletos de demonios y diablos que deambulan indistintamente entre los géneros populares más vulgares y más cultos.

    Lucifer, Belcebú y Satanás son algunos de los demonios más ilustres de la religión. El de Sócrates es uno de los más conocidos de la filosofía. En la literatura hay muchos: el Lucifer de Dante, el Próspero de Shakespeare, el Satanás de Milton, el Mefistófeles de Goethe y el Frankenstein de Shelley son algunos de los más conocidos. Estos demonios comparten ciertas características con los demonios de la ciencia, pero no todas. Aunque no son isomorfos —ya que no tienen cola, cuernos, pezuñas ni colmillos—, siguen siendo isofuncionales en ciertos aspectos clave.

    El conocimiento nos otorga poder, pero tras obtenerlo tenemos que afrontar la dificultad añadida de que el poder no distingue por sí mismo entre el bien y el mal. Vivimos con el miedo de que nuestras innovaciones más preciadas en ciencia y tecnología caigan en manos equivocadas y sean utilizadas con fines censurables. Incluso en el mejor de los casos, cuando la ciencia y la tecnología se desarrollan con objetivos virtuosos y honorables, se pueden adaptar para fines destructivos. Los pesticidas desarrollados para mejorar la agricultura se han utilizado en cámaras de gas contra personas inocentes; los ingredientes de los fertilizantes se pueden usar fabricar bombas; los cohetes que usamos para explorar el espacio exterior pueden transportar armas de destrucción masiva; las vacunas se pueden modificar perfectamente para la guerra biológica; la cura de una enfermedad genética puede convertirse en la base de las intervenciones eugenésicas, y un implemento que soluciona un problema puede ser utilizado como una herramienta para cometer un crimen. El mismo utensilio puede servir para curar o para herir. Un sueño puede convertirse en una pesadilla en un abrir y cerrar de ojos. ¿Por qué pensamos que la curiosidad mató al gato? Dicho de otra forma, ¿hay algo casi siempre demoníaco en la búsqueda del conocimiento? ¿Por qué la inteligencia y la sabiduría se vinculan tan directamente a lo pecaminoso y lo anárquico, tanto en el ejemplo bíblico de Adán y Eva como en otros?

    DEMONIOS IMAGINARIOS Y RETOS REALES

    ¿Es puramente una coincidencia que los científicos suelan utilizar la palabra demonio en las fases más preliminares de sus investigaciones para designar algo que aún no conocen bien o comprenden del todo? Los demonios de la ciencia no son monstruosos ni malignos, tampoco son criaturas religiosas o folclóricas. Se refieren a algo o alguien que desafía nuestro conocimiento actual e incluso puede derrumbar una hipótesis o poner una ley natural preestablecida en juego. Su función no es metafórica. Es un término técnico en el argot del laboratorio que aparece en casi cualquier diccionario.

    El Oxford English Dictionary define los demonios en la ciencia como «cualquiera de las diversas entidades teóricas que poseen habilidades especiales utilizadas en experimentos mentales científicos». Muchas veces se mencionan de forma epónima, «en referencia a la persona concreta asociada con el experimento», y siguen un patrón originado en René Descartes, el filósofo del siglo xvii conocido por inaugurar la Edad de la Razón. Tradicionalmente se les bautiza con el apellido del científico que abordó el enigma por primera vez. Los demonios de la ciencia no se presentan como antítesis de los ángeles, sino que tienen su propio lugar en una jerarquía de seres similares. Hay investigadores que aluden a esos demonios en masculino; otros, en femenino, e incluso en género neutro.

    El demonio de Descartes abrió las compuertas a muchos otros. Le siguió el demonio de Laplace, que podía conocer todo el pasado e incluso el futuro al calcular el movimiento de todas las partículas del universo. Así se convirtió en un modelo para computadoras y ordenadores. Al cabo de poco, el demonio de Descartes y el demonio de Laplace se enfrentaron con el victoriano demonio de Maxwell, que podía causar estragos en el curso normal de la naturaleza. A medida que la ciencia ganaba en prestigio y complejidad, se fueron invocando y bautizando muchos demonios con los nombres de Charles Darwin, Albert Einstein, Max Planck, Richard Feynman y otros así hasta la actualidad.

    Las entradas del diccionario revelan un secreto a voces dentro de una comunidad muy cerrada: «La ciencia no ha acabado con los demonios» y estudiarlos puede ser de lo más útil. Para conocer el mundo, mejorarlo y superar escollos insalvables y callejones sin salida, hay que buscarlos. El progreso de la ciencia y la tecnología ha estado marcado por las investigaciones sobre la existencia o inexistencia de una magnífica y abigarrada comitiva de seres imaginarios, una auténtica camarilla de personajes pintorescos con atuendos, inclinaciones y habilidades características que son capaces de desafiar las leyes establecidas. Para atraparlos, los científicos intentan pensar como ellos. Esta expresión acarrea consecuencias inquietantes por una razón principal: se encuentra lo que se busca.

    UN MUNDO SIN DEMONIOS

    Comúnmente se piensa que la ciencia puede servir como un arma contra todo tipo de creencias pseudocientíficas y supersticiosas, que nos puede ayudar a combatir las mentiras propagadas por charlatanes farsantes y avivadas por la superstición. El ilustre cosmólogo y divulgador científico Carl Sagan alabó la ciencia precisamente por esa virtud. En su libro de 1996, El mundo y sus demonios, Sagan describió el método científico como «el sutil arte de detectar falsedades» que nos permite descartar creencias irracionales de este mundo.

    La propuesta de Sagan es certera. Cuando no nos es fácil distinguir lo irreal de lo real, podemos acotar la situación poniéndola a prueba; es decir, haciendo un experimento. Si alguna vez crees haber visto un demonio, piénsatelo dos veces. ¿Estabas nervioso, confundido, ebrio o drogado? Si la respuesta es negativa y lo que viste no parece haber originado de una alucinación mental, otros experimentos pueden ayudarte a comprender tal extraña percepción. Enciende las luces. Comprueba que las ventanas hayan sido cerradas. Busca huellas sospechosas. Anota la hora precisa de su aparición. Prepárate ingeniosamente para atrapar al culpable la próxima vez que venga. Esparce harina por el suelo de la habitación para ver si alguien ha entrado de puntillas. Si no encuentras huellas, es muy improbable que el culpable haya sido un ser bípedo. Haciendo este tipo de pruebas sucesivamente, eventualmente podrás resolver el misterio. Al eliminar hipótesis falsas con un telescopio, microscopio o placa de Petri, el científico actúa como un valeroso caballero que elimina los obstáculos que ofuscan la verdad, como si fuera un gran héroe matando un demonio en forma de dragón.

    Las personas sensatas actúan de la misma manera que los científicos cuando alteran las condiciones de su entorno para descartar hipótesis falsas y llegar al fondo de cualquier asunto desentrañando la verdad. El proceso de «ensayo y error», que caracteriza las técnicas experimentales y forma la base del pensamiento racional, sirve para descartar la existencia de un sinfín de seres hipotéticos. Pero no todo lo que nos parece inverosímil e imposible se puede descartar de este mundo para siempre.

    Sagan, como la mayoría de los divulgadores científicos, se enfocó en promulgar la función descartadora de la ciencia. Aun así, no dejó de admitir que durante la búsqueda de la verdad frecuentemente surgen novedades imprevistas. «Si supiéramos de antemano lo que íbamos a encontrar, no tendríamos necesidad de ir». Y añade: «Es posible, quizás hasta probable, que [... durante el proceso científico] encontremos sorpresas, incluso algunas de proporciones míticas».

    El hecho de que todavía no se haya encontrado algo no significa que nunca se vaya a encontrar en un futuro. Para demostrar que la búsqueda científica no tiene fin, el filósofo J. Ayer juzgó pertinente el ejemplo del Abominable Hombre de las Nieves. Hasta ahora nadie lo ha encontrado, pero ¿podemos decir que nunca nadie lo encontrará? Ya que sería casi imposible encontrar pruebas incontestables de su inexistencia a lo largo de todo el tiempo y el espacio «no podemos afirmar que no existan los Abominables Hombres de las Nieves». Ayer concluyó: «El hecho de que no se haya logrado encontrar ninguno no prueba de forma concluyent que no exista ninguno». Es importante distinguir entre lo que no existe ahora y lo que nunca existirá.

    ¿Cómo surgen nuevos conocimientos a partir de leyes previamente acordadas? No buscamos nuevas entidades a ciegas. Antes de indagar en las leyes fundamentales de la naturaleza, los científicos se equipan como navegantes a punto de emprender una larga travesía hacia un fin desconocido. Los programas de investigación bien financiados priorizan los temas que merecen más atención. Los científicos con más experiencia ubican y diluyen la zona de rastro, sabiendo dónde es más conveniente buscar, qué aspecto podrían ostentar los nuevos descubrimientos, qué propiedades podrían poseer y de qué podrían ser capaces. Se necesitan años y años de educación y formación para prepararse, y muchas horas de estudio para conocer de pe a pa toda la bibliografía preexistente sobre un tema.

    Una parte esencial del estudio de todo joven científico consiste en agudizar su imaginación. Como dice un refrán popularizado por el científico Louis Pasteur, el azar solo favorece a las mentes bien preparadas. Estas mentes son las que han sabido cómo imaginar.

    Al mundo académico siempre le han fascinado los momentos de descubrimiento científico, cuando un científico brillante tiene una idea rompedora. Algo hace clic en la mente de alguien y todo encaja de nueva manera. De repente, parece que lo que hasta entonces era invisible había estado escondido a plena luz del día. Los grandes avances suelen llegar cuando uno menos lo espera. Lo imposible deja de serlo. El resultado aparenta ser pura magia. A todos nos llega la inspiración: escritores, artistas, científicos, tanto como la gente común. Aunque muchos expertos se han propuesto estudiar la imaginación, comúnmente se asume que su papel en la ciencia es secundario e imposible de estudiar. Los momentos de inspiración a menudo se consideran como un «arte privado» demasiado rebelde para ser analizado, embrionario, resbaladizo y sombrío, fuera de los límites de la investigación racional, y tal vez incluso perdido irremediablemente en el inconsciente.

    La imaginación en la ciencia se sigue representando como un id incómodo escondido tras el ego científico, como algo que viene de fuera del laboratorio y que se cuela de vez en cuando ahí con astucia, entrando como un hermano que nos avergüenza o un hijo bastardo proveniente de las artes y las humanidades que se presenta sin haber sido invitado. Pero su fuerza no se detiene cuando los científicos entran en el laboratorio o escriben sus ecuaciones. La imaginación impregna todo el proceso científico, desde la teoría a la publicación de los resultados, pasando por la experimentación.

    Los procesos que nos llevan al descubrimiento no se pueden seguir reduciendo a momentos «eureka» entrañables. Tienen su propia historia—retorcida, fascinante y, en ocasiones, aterradora—y su propio vocabulario técnico. Gracias a su particular linaje ancestral, la categoría de «demonio» ha sido particularmente útil para reflexionar sobre las limitaciones del mundo natural.

    ¿Adónde nos lleva la imaginación? Hay muchas similitudes entre los demonios antiguos, religiosos, populares y científicos. En todas las civilizaciones, ya sean antiguas o modernas, occidentales o no occidentales, sus rasgos clave han sido sorprendentemente constantes. Han causado estragos curiosos en el mundo natural. Los demonios antiguos y modernos aparecen en lugares similares y actúan de formas muy parecidas tanto en el pasado como en el presente. En una amplia gama de disciplinas y épocas, numerosos pensadores han coincidido a la hora de valorar dónde y cuándo es más probable que el mundo se vierta en sentidos improbables. Aunque se suele decir que la ciencia de hoy es la tecnología de mañana, el nexo histórico de la ciencia con la tecnología no ha sido tan directo ni cristalino. Los mismos científicos tienden a desconocer las repercusiones de sus propias investigaciones, y, a veces, cuanto más metidos están en el tema, más lejos están de comprender sus efectos generales.

    EN EL PASADO, ASÍ COMO EN EL PRESENTE

    Pese a que hemos querido contenerlos con el poder de la razón, los demonios no han dejado de mutar. Para examinar la transformación de su figura en los tiempos modernos, tenemos que hacer un recorrido mundial por la ciencia. A partir del siglo XVII, los demonios emigraron de los Países Bajos a la Francia revolucionaria. De allí viajaron a la Inglaterra victoriana, antes de llegar con grandes dificultades a Alemania y establecerse de nuevo en Francia. Emigraron de Europa a Estados Unidos en las décadas previas a la Segunda Guerra Mundial. Primero llegaron a los departamentos de Física de Princeton y Harvard y luego se trasladaron a las iniciativas pioneras en cibernética e informática del MIT. De la Costa Este se mudaron hacia poniente, primero a los espaciosos laboratorios públicos del Medio Oeste, luego a California y, por último, a institutos multidisciplinares y privados esparcidos por todo el país.

    Ahora trabajan en todos los campos de la ciencia y por todo el planeta. Célebres físicos, biólogos celulares y evolutivos, neurocientíficos y psicólogos cognitivos, sociólogos y economistas están ojo avizor para leer las últimas investigaciones sobre estas criaturitas. A finales del milenio, nuestras propias sinapsis cerebrales se entendían aludiendo a ellas. Los demonios ya no son externos a nuestra mente ni al propio conocimiento. Sus habilidades se consideran contiguas a las nuestras, en algunos sentidos, al no tener poderes absolutos que las religiones monoteístas suelen atribuir a Dios. Están sometidos al mismo orden natural que nosotros. Son mejores que nosotros en algunos aspectos, ya que a menudo están dotados de mentes y sentidos más agudos y cuerpos más rápidos y ágiles, pero son mucho peores que nosotros en otros sentidos. Su capacidad de acción, como la nuestra, es limitada.

    Pensar en los demonios nos fuerza a ser más listos que ellos. Ellos, tanto como nosotros, tienen que aprender. Tienen que trabajar. Intentan subvertir el orden que los rige, pero solo pueden hacerlo poco a poco y dentro de unos límites. Hacen lo que pueden, y no más. En las leyendas tradicionales tanto como en la ciencia, son diestros manipuladores de las causas naturales explotando lo oculto y lo anómalo. Por eso están a la vanguardia de la tecnología. Para estos innovadores de pura cepa, la originalidad es la norma. Desafían las expectativas y se deleitan con la sorpresa, por lo que descubrir les resulta natural.

    Cuando leemos un libro, nos probamos el último casco de realidad virtual, nos sentamos en un teatro de última generación o admiramos el cosmos desde el cómodo asiento de un planetario, nos convertimos adrede en víctimas del demonio de Descartes. El genio de Descartes sigue inspirando a investigadores para crear narraciones y espectáculos más realistas y tecnologías de entretenimiento perfectas. Otro demonio seudocartesiano ahora es reconocido como el que provoca el sesgo de confirmación en internet, atrapando a sus víctimas en burbujas mediáticas y cámaras de eco y mostrándoles únicamente los hechos en los que quieren creer. Cuando los científicos introducen demonios, los recién nacidos heredan la sagacidad de los ancianos. Lejos de debilitarlos, la edad parece fortalecerlos.

    Comprender las semejanzas entre los viejos demonios y los nuevos es tan importante como entender sus diferencias. La cultura científica moderna todavía se basa en prácticas ancestrales. Actividades básicas tales como la clasificación, recolección y almacenamiento son igual de relevantes que siempre. Algunos de los primeros artefactos de la civilización humana, como las ollas y las vasijas de piedra y barro, eran herramientas ideadas para seleccionar y separar. Los demonios clasificadores, que preceden al ser de Maxwell en casi medio milenio, se vinculan a tareas serviles y a la sumisión, tareas repetitivas que se acumulan para provocar grandes efectos. Desde tiempos bíblicos, se ha atribuido a la práctica de clasificación un componente moral y se ha descrito a Dios como el ser capaz de distinguir a los honrados de los injustos, como un pastor que separa las ovejas de las cabras. Esos nexos perviven en la etimología de la palabra inglesa sorcery (hechicería), que comparte raíz latina con sort, clasificar. En las ilustraciones de las prácticas de clasificación suele haber ángeles y demonios como ayudantes, a veces trabajando con tridentes y otros utensilios. Estos contenedores aislados siguen siendo necesarios para guardar lo que se había separado. Los yinns (término árabe del que procede la palabra genio) suelen vivir encerrados en botellas. El genio de Aladino, sin ir más lejos, vive dentro de una lámpara y solo se despierta al frotarla o abrirla. En las ilustraciones del infierno cristiano, los pecadores suelen representarse en calderos llenos de líquidos hirviendo. Y la entrada al averno o al cielo suele ser un portón con bisagras vigilado de cerca por un demonio o un ángel. El demonio de Maxwell sigue operando con puertas y recipientes aislados.

    Tanto los antiguos como los nuevos demonios se sienten cómodos cambiando el orden regular de los acontecimientos, pero solo de los antiguos se dice que usaban conjuros de magia negra a la inversa para lanzar hechizos y descifrar mensajes ocultos. Ambos se asocian con el ruido, pero solo los viejos demonios se vinculan al estruendo de las tormentas eléctricas, al aullido del viento o al susurro de las hojas. Ambos se encuentran en espacios caóticos, pero solo en los relatos antiguos aparecen demonios cuando dos corrientes meteorológicas chocan durante una tempestad. Tanto los demonios antiguos como los nuevos interfieren en la reproducción biológica, pero solo los primeros lo hacen en forma de íncubos y súcubos.

    Illustration

    FIGURA 1. El demonio de Maxwell en acción.

    Las descripciones científicas de la balanza y el equilibrio, en las que aparece el demonio de Maxwell seleccionando moléculas a diestro y siniestro, comparten las convenciones iconográficas del juicio final. Con frecuencia, los demonios cristianos se representaban interfiriendo en la balanza de los arcángeles, sobre todo en la de san Miguel; eran los psicopompos encargados de pesar las almas. Durante mucho tiempo, la justicia se ha plasmado como una mujer ciega, mientras que los demonios conocidos por interferir en ella aparecen como observadores, tanto en la física como en otros campos. Para cualquier ciencia basada en la medición, el pesaje es elemental. Es un acto que consiste en clasificar, normalmente con los platillos de una balanza. En la física, la exactitud requiere una balanza equilibrada e inalterada por demonios.

    Los demonios merodean por parajes donde brilla la oportunidad, como el fulcro o la balanza (símbolo de igualdad y justicia), donde acciones diminutas pueden aumentar la desigualdad. En el pasado, así como en el presente, los demonios se dedicaban a hacer cumplir los contratos. Limitaban el arrepentimiento y pasaban cuentas por los pecados. En la Edad Media, se les solía representar como cobradores de rentas. Cuando alguien se negaba a pagar, solían llevarse un alma o una vida humana a cambio del pago adeudado. En los textos científicos, el demonio de Maxwell y el de Gabor aparecen como cobradores de un universo concebido entrópicamente: nadie puede obtener beneficios de la nada. Cuando aparece un trabajo sin el gasto preceptivo, a menudo se sospecha de un demonio. El ejemplo más claro es el demonio del azar de la teoría económica, así como la criatura de Maxwell.

    En la sección Guemará del Talmud se dice que Yosef el sheida poseía el poder de la transmisión instantánea, mientras que otros shedim (vocablo hebreo para referirse a los

    demonios) viajaban a velocidades vertiginosas planeando y surcando el aire. Los demonios, diablos y otras criaturas sobrenaturales se han asociado siempre con velocidades extremas y medios de transporte ficticios. La velocidad es típica de los cuentos de hadas y los poemas épicos protagonizados por genios o divs («demonios» en persa). Este poder también es fundamental en las representaciones cristianas de la divinidad. Las demonologías del siglo xvii solían hablar de brujas que viajaban muy lejos en una sola noche para celebrar sus reuniones del sabbat, y muchos de los demonios tratados en este libro son rápidos como el rayo. El más evidente es el colega del demonio de Maxwell.

    Además de ser extremadamente rápidos, los demonios de Laplace, Maxwell y Maxwell-Szilárd-Brillouin, los demonios cuánticos de Einstein, Compton, Born y Planck y los de nuestras células y cerebros (Monod y Searle) tienden a ser muy grandes o muy pequeños. Los demonios enormes guardan algún parecido con los gigantes de los cuentos teutónicos del norte, que personifican las fuerzas brutas de la naturaleza. Pero a diferencia de esos gigantes, que a menudo son estúpidos y fáciles de engañar, los demonios y diablos cristianos, como el Behemot, suelen ser mucho más difíciles de embaucar. Con un cerebro más grande y una memoria casi infinita, el demonio de Laplace comparte esas dimensiones míticas. La pequeñez extrema también es característica. La mayoría de las criaturas diminutas son pícaras y compensan su reducido tamaño —o, a veces, su falta total de masa— operando a velocidades increíbles y acoplándose a puntos de apoyo con los que casi pueden levantar el mundo. La ciencia intelectual y los conocimientos elevados de los expertos contrastan con la fascinación popular por el tamaño y la velocidad extremos.

    Algunos demonios se vinculan con la luz o la oscuridad; el más ilustre es Lucifer. En la física moderna, los demonios de Maxwell, su colega y otros demonios cuánticos son maestros manejando la luz, la electricidad y la información. Ya en Platón se describía a los demonios buenos como transportistas encargados de llevar mensajes de los humanos a los dioses del Olimpo, a veces en forma de plegarias. También eran capaces de llevar la buena voluntad de los dioses de vuelta al mundo humano y anunciar los juicios divinos. Más tarde, se pensó que los demonios maliciosos se diferenciaban de los ángeles porque eran capaces de distorsionar mensajes e información, en lugar de transmitirlos. Los demonios que aparecen en la teoría de la información y la comunicación también transmiten mensajes, y presumiblemente tienen el poder de escuchar las redes de comunicación e interceptar comunicaciones. A los demonios les encanta el ruido y los estados de intoxicación. Los brownianos, con sus movimientos aleatorios e impredecibles «de borracho», personifican las cualidades esenciales del ruido.

    Los entornos caóticos con contrastes extremos son una bendición para los demonios. En la era digital, se encuentran en la frontera entre el cero y el uno, donde pueden ser responsables de convertir uno en el otro. En la radiación de cuerpo negro, operan en la escala de la cantidad mínima de energía necesaria para superar la radiación de los sistemas en equilibrio. Los demonios suelen tacharse de seres que interfieren o distorsionan los recuerdos. En informática, el hándicap que impide a los ordenadores calcularlo todo reside en el tamaño de su memoria y su capacidad para acceder a ella, borrarla, reescribirla y aprender de ella.

    A principios del siglo XX, los demonios de la biología se asociaban mucho a una fuerza vital capaz de dar vida a lo inerte. Los demonios suelen interferir en los procesos regulares de la reproducción, influyendo en nuestra comprensión de la fidelidad, entendida como concepto físico y como concepto moral. En la biología moderna, los demonios aparecen en pleno proceso de copia y reproducción, actuando directamente sobre el ADN replicante. Los demonios de la biología, como el de Monod y el de Maxwell-Szilárd-Brillouin, se parecen a los que históricamente se creía que podían reanimar cadáveres.

    Las víctimas favoritas de los demonios suelen ser jóvenes doncellas y niños. El demonio de Darwin es un experto depredador y continúa con esa tradición, alimentándose de los débiles y cebándose con los jóvenes. Otros, como los demonios de Loschmidt y Zermelo, pueden operar en un mundo que avanza al revés: el universo invertido les es propicio, y pueden trabajar tanto hacia atrás como hacia delante, en orden inverso y en orden regular. El demonio de Searle encarna otra característica común de los demonios: su limitada agencia y la dificultad para determinar quién actúa, quién piensa y quién tiene la culpa. Esa capacidad está relacionada con su predilección por intervenir en los casos en que es más difícil separar lo natural de lo artificial y la naturaleza de la crianza. El demonio de Darwin también destacaba en esta aptitud.

    Los demonios aparecen como manipuladores de partículas atómicas

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