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Los buenos militares
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Libro electrónico486 páginas6 horas

Los buenos militares

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A diferencia de otros países de América Latina, en el Perú las Fuerzas Armadas han realizado en las últimas décadas un notable esfuerzo para dar a conocer en el espacio público su interpretación sobre el periodo de la violencia política. Este empeño incluye estudios académicos, museos propios, libros de memorias escritos por personas vinculadas al estamento militar, novelas y películas de cine, así como el recurso a la censura para bloquear iniciativas consideradas contrarias a la imagen de las Fuerzas Armadas. Cynthia Milton analiza esta producción, con especial atención a los discursos que subyacen en ella sobre la protección de los derechos humanos. El resultado es un libro novedoso, que abre la puerta hacia otras formas de mirar el pasado y que nos ayuda a comprender la complejidad e intensidad que, aún hoy, tienen los debates sobre aquellos años trágicos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 jun 2024
ISBN9786123262815
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    Los buenos militares - Cynthia E. Milton

    portadilla

    Este libro fue publicado originalmente en inglés con el título Conflicted memory: military cultural interventions and the human rights era in Peru, en Madison, por The University of Wisconsin Pressen 2018.

    Publisher’s edition of Conflicted Memory by Cynthia E. Milton is published by arrangement with the University of Wisconsin Press. © 2023 by the Board of Regents of the University of Wisconsin System. All rights reserved.

    Serie: Estudios sobre Memoria y Violencia, 15

    © IEP Instituto de Estudios Peruanos

    Horacio Urteaga 694, Lima 15072

    Telf.: (51-1) 200-8500

    www.iep.org.pe

    ISBN: 978-612-326-281-5

    Primera edición digital: Lima, junio de 2024

    Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2024-05263

    Asistente de edición: Yisleny López

    Carátula: Apollo Studio

    Corrección: Daniel Soria

    Revisión de carátula: Gino Becerra

    Cuidado de edición: Odín del Pozo

    Imágenes de interiores Archivo fotográfico de la autora

    Traducción: Carlos Bracamonte

    Milton, Cynthia

    Los buenos militares. Contramemorias, cultura y derechos humanos en el Perú

    Índice

    AGRADECIMIENTO

    INTRODUCCIÓN

    1. La pluma en vez de la espada

    2. La otra comisión de la verdad

    3. Las vidas paralelas de Carlos Freyre y Lurgio Gavilán

    4. Los museos como campo de batalla

    5. Cautivos de la historia

    CONCLUSIONES. LA ELEGÍA DEL EJÉRCITO. LA CONTRAMEMORIA MILITAR EN LA ERA DE LOS DERECHOS HUMANOS

    BIBLIOGRAFÍA

    Para Steve J. Stern,

    querido maestro, sabio

    y mentor sin fronteras

    Agradecimiento

    Si bien la lista de personas a quienes me gustaría agradecer es larga, voy a tratar de hacerla breve. Dado que el tema de este libro son los recuerdos militares y que todavía es difícil hablar del pasado reciente, mi preocupación es que, al agradecerles públicamente, pueda poner en una situación difícil a quienes me ayudaron. Perú es un lugar donde las maledicencias y las citas sacadas de contexto pueden morder con saña. Prefiero parecer desagradecida, antes que causarles problemas.

    Me he beneficiado de largas conversaciones en las que muchas personas compartieron conmigo sus ideas sobre el conflicto y sobre el papel de los militares en el pasado y el presente. Algunos de mis interlocutores están vinculados a las Fuerzas Armadas, siguen activos, están jubilados, son civiles asimilados o integrantes de familias militares. Otros trabajan en grupos de derechos humanos o, simplemente, son ciudadanos que han pensado mucho sobre la difícil historia de su país. Como el lector verá en los siguientes capítulos, sus pensamientos y recuerdos emergen de diversas formas: como estudios académicos, testimonios, libros de memorias, artes visuales, obras de teatro o incluso, como relatos ficticios del pasado. Todos estos trabajos expresan pasados diferentes, desde distintos ángulos. El tiempo que estas personas pasaron conmigo, con un claro deseo de comprender el pasado, y su generosidad para compartir sus conocimientos es la trocha que abre camino hacia un futuro donde podamos comprendernos mejor.

    Deseo expresar mi gratitud a Carlos Aguirre, Víctor Armony, Rebecca Atencio, Manuel Balan, Claudio Barrientos, Karen Bernedo, Ksenija Bilbija, Jelke Boesten, Carlos Bracamonte, Jo-Marie Burt, Shelley Butler, Ricardo Caro, Jennifer Carter, Jesús Cossio, Ponciano Del Pino, Geneviève Dorais, Paulo Drinot, Marc Drouin, Philippe Dufort, Joseph Feldman, Kevin Gould, Olga González, Nora Jaffary, Iris Jave, Catherine Legrand, Elizabeth Jelin, Edilberto Jiménez, Erica Lehrer, Sofia Macher, Jean-François Mayer, Françoise Montambeault, Luka Mutal, Nora Nagels, Leigh Payne, Stefan Rinke, Nicolás Rodríguez, Gustavo Salinas, Rocío Silva Santisteban, Steve J. Stern, Daviken Studnicki-Gizbert, Javier Torres, Makena Ulfe, Alberto Vergara, Víctor Vich, Lucero de Vivanco, Markus Weissert y Antonio Zapata. También a otras personas que no cito por las razones señaladas en el párrafo anterior. Ellos saben quiénes son.

    Varias instituciones me proporcionaron generosamente documentos, espacio, tiempo, financiación e inspiración para esta investigación: el Instituto Iberoamericano de Berlín, el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín, el Instituto Universitario Europeo, la Fundación Alexander von Humboldt, la Facultad de Artes y Ciencias de la Universidad de Montreal, el Instituto Social del Consejo de Investigación en Ciencias y Humanidades de Canadá, el programa Cátedras de Investigación de ese país, el Fonds de Recherche du Québec-Société et Culture y la Red Latinoamericana de Investigación de Montreal (RÉLAM).

    La versión de original del libro se benefició mucho del apoyo del fondo editorial de la Universidad de Wisconsin Press y de la editora de la serie Critical Human Rights. Para la presente edición, quiero agradecer a dos historiadores peruanos, sin cuya ayuda esta traducción no hubiera sido posible. Además de traducir el texto, ambos me han ayudado a clarificar algunos aspectos importantes, compartiendo su experiencia y conocimiento conmigo: Carlos Bracamonte y Raúl Asensio.

    Agradezco al IEP, y en particular a Raúl Asensio, por apoyar la publicación de la presente edición en castellano. Esta traducción está dedicada a Steve J. Stern, quien ha sido un mentor sin fronteras para muchos de nosotros y quien, con su labor pionera y dedicada, abrió puertas hasta entonces cerradas para generaciones de académicos de América Latina y otras partes del mundo. Su generosidad de espíritu y su acompañamiento por décadas es algo por lo que me siento enormemente privilegiada.

    No podría haber pedido una red más solidaria de instituciones, colegas y amigos. De más está decir que cualquier error que el libro pueda contener es por completo culpa mía.

    Introducción

    Las contramemorias de los buenos militares

    En el ámbito académico latinoamericano, el concepto memoria remite de manera implícita a los derechos humanos, a la defensa de aquellos que han sido transgredidos y al derecho de las víctimas a recordar y obtener reparación social y justicia. 1 La noción de memoria tiene, por lo tanto, connotaciones positivas a pesar del carácter traumático de los recuerdos a los que remite. Es a través de la memoria como esperamos alcanzar el esquivo nunca más. Estas connotaciones positivas se deben en gran medida al aporte de grupos de supervivientes y organizaciones no gubernamentales (ONG) que sostienen que la memoria niega el olvido, así como de académicos que han centrado su atención en la variedad de formas que adquiere la memoria en individuos, grupos, naciones y a escala transnacional. Sin embargo, ¿qué ocurre con las memorias que no apuntan a una narrativa de derechos humanos y que incluso pueden distorsionar el significado del anhelado nunca más? ¿Qué ocurre con los recuerdos que diseñan un presente y un futuro basados en un pasado distorsionado? Existe la posibilidad de abusar de la memoria. 2 Estos interrogantes son diferentes de la preocupación de que los recuerdos se generalicen hasta al punto de no tener un sentido colectivo o de que hablar de ellos pueda abrir viejas heridas. Por el contrario, se refieren a la existencia de supuestos recuerdos que niegan o alteran estas heridas.

    Para considerar este tipo de recuerdos, no necesariamente falsos o inventados sino distorsionados, este libro se enfoca en la percepción de las fuerzas del orden sobre el conflicto armado interno que atravesó el Perú entre 1980 y 2000.3 Este es un caso interesante para los estudios de memoria, ya que gran parte de la bibliografía referida a América Latina tiende a centrarse en casos de violencia estatal contra población civil, enmarcados en la lógica de la Guerra Fría y llevados a cabo por regímenes represivos que pretendían frenar la expansión del comunismo dentro de sus fronteras, tal como ocurrió en Guatemala, Argentina y Chile. Aunque también está vinculado con las dinámicas de la Guerra Fría, el caso peruano tiene diferencias significativas: el conflicto tuvo lugar durante gobiernos elegidos democráticamente tras una década de dictadura militar, y fue la respuesta a una amenaza subversiva de primer orden, la del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso, organización que cometió la mayor parte de los actos de violencia.

    La mayoría de los estudios sitúan el inicio de los años del miedo en un mismo suceso: en vísperas del retorno a la democracia en 1980, tras un régimen militar, cuando un contingente senderista quemó las ánforas electorales en un remoto caserío de Ayacucho para dejar claro su rechazo a la vía democrática de transformación social. En un principio, el alzamiento contó con el apoyo de algunas comunidades campesinas que se sentían atraídas por el mensaje de una sociedad más justa, por la intervención de Sendero para resolver conflictos locales y por el fracaso de otros movimientos y partidos políticos a la hora de comprometerse de forma significativa con la población rural.4 Sin embargo, el movimiento perdió sus bastiones rurales desde mediados de la década de 1980, a medida que los senderistas se volvían más sanguinarios y atacaban a las mismas personas a las que pretendían proteger.

    Otra coincidencia se refiere a la respuesta del Estado, que se considera inadecuada e inapropiada ante la amenaza que representaba Sendero Luminoso. El presidente Fernando Belaunde Terry (1980-1985) no comprendió inicialmente la gravedad de la insurgencia. Enturbiado por sus propias y tensas relaciones con los militares, a pesar de que una especie de pacto de caballeros había facilitado su regreso a la presidencia, envió a la Policía Nacional, que no estaba preparada, a las zonas de emergencia. Incapaz de contener la amenaza, en diciembre de 1982, el Gobierno transfirió la tarea de desalojar a Sendero Luminoso a unas Fuerzas Armadas reacias para que tomaran la iniciativa de la atemorizada fuerza policial.5

    Los primeros años del conflicto estuvieron empañados por rumores y actos reales de violencia, masacres, muertes y desapariciones. A finales de la década, las Fuerzas Armadas se volvieron más selectivas en el uso de la violencia e incorporaron a actores locales para ayudar a combatir a los insurgentes, principalmente a través de las rondas campesinas y los comités de autodefensa, algunos de los cuales recibieron armas y entrenamiento. Este cambio de enfoque, junto con una más eficaz labor de inteligencia (en gran medida realizada por la Policía Nacional) y el creciente rechazo de la sociedad civil tanto a Sendero Luminoso como a la violencia estatal, hicieron que el conflicto diera un giro. En septiembre de 1992, Abimael Guzmán fue detenido, junto con gran parte de la cúpula senderista. Desde ese momento, la intensidad del conflicto disminuyó. Mientras que en 1991 el 40% del territorio nacional se encontraba bajo estado de emergencia, ocho años después era solo el 6%. Solo algunos remantes continuaban activos en la región cocalera del valle del Huallaga, bajo el mando del sucesor de Guzmán, Feliciano, quien también fue capturado en julio de 1999, y en el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem), dirigidos por los hermanos Quispe Palomino.6

    Este relato del conflicto armado interno se puede encontrar en libros escritos por integrantes de las Fuerzas Armadas, académicos y civiles. Existen algunas diferencias en la valoración de los diferentes factores y actores que inclinaron la balanza en contra de Sendero Luminoso, pero hay un consenso bastante amplio en cuanto a las líneas generales. Los desacuerdos emergen con mayor crudeza cuando el debate se centra en cuestiones concretas, como quién cometió qué actos de violencia, quién cuenta (o no) como víctima o victimario, el porcentaje de responsabilidad atribuido a los diferentes actores, si estos actos de violencia fueron legítimos y por qué se cometieron. En resumen, la batalla en el presente es sobre cómo y qué contar en concreto sobre ese pasado conflictivo.

    Como muchos otros países, el Perú recurrió a una comisión de la verdad para delimitar los periodos antes, durante y después del conflicto. Creada tras la caída de Alberto Fujimori en 2000, la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) tenía el mandato de identificar y determinar las responsabilidades derivadas de abusos y violaciones de los derechos humanos, recabar testimonios de las víctimas y elaborar propuestas de reparación y reformas. Su mandato abarcaba desde el comienzo de la guerra popular de Sendero Luminoso hasta el inicio de la transición en 2000.7

    Durante algo más de dos años, la CVR investigó asesinatos, secuestros, desapariciones, torturas, daños a los derechos colectivos de las comunidades andinas e indígenas y otras graves violaciones de los derechos humanos. Sus conclusiones establecieron que durante aquellos años más de 69.000 personas fueron asesinadas o desaparecieron, más de 20.000 mujeres enviudaron, 40.000 niños quedaron huérfanos y unos 600.000 refugiados internos emigraron a las ciudades en busca de seguridad.8 El 54% de las muertes y desapariciones se atribuyeron a Sendero Luminoso, mientras que al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), mucho más pequeño, se le adjudicó el 1,5%. Las Fuerzas Armadas habrían sido responsables de casi el 29% y las fuerzas policiales del 7%.9 Estas últimas cifras, que adjudicaba más de un tercio de las muertes a agentes estatales, en lo que la CVR describió como una práctica sistemática o generalizada de violaciones de derechos humanos, provocaron la indignación de ambas instituciones y de un sector de la clase política peruana.

    La CVR fue muy clara en su condena a los actores estatales:

    En el curso de nuestras investigaciones, y teniendo a mano las normas del derecho internacional que regulan la vida civilizada de las naciones, hemos llegado a la convicción de que, en ciertos periodos y lugares, las Fuerzas Armadas incurrieron en una práctica sistemática o generalizada de violaciones de derechos humanos y que existen fundamentos para señalar la comisión de delitos de lesa humanidad, así como infracciones al derecho internacional humanitario.

    Como peruanos, nos sentimos abochornados por decir esto, pero es la verdad y tenemos la obligación de hacerla conocer. Durante años, las fuerzas del orden olvidaron que ese orden tiene como fin supremo a la persona y adoptaron una estrategia de atropello masivo de los derechos de los peruanos, incluido el derecho a la vida. Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, torturas, masacres, violencia sexual contra las mujeres y otros delitos igualmente condenables conforman, por su carácter recurrente y por su amplia difusión, un patrón de violaciones de los derechos humanos que el Estado peruano y sus agentes deben reconocer para subsanar.10

    La CVR también criticó el papel de los partidos políticos, de algunos sectores de la Iglesia católica y de los medios de comunicación, a quienes acusó de responder inadecuadamente al desafío y de exacerbar las hostilidades.

    La situación no habría sido tan grave —señaló el Informe final— si no fuera por la indiferencia, la pasividad o la simple ineptitud de quienes ocuparon los más altos cargos públicos durante este tiempo [...]. Es doloroso pero cierto: quienes buscaron las voces de sus conciudadanos por el honor de gobernar nuestro Estado y nuestra democracia, quienes se comprometieron a defender la Constitución, cedieron fácilmente a las Fuerzas Armadas las facultades que les otorgó la nación.11

    Para la CVR, la sociedad peruana en su conjunto debía rendir cuentas por haber producido lo que el historiador Paulo Drinot ha llamado una gramática de la violencia, que permitió que más de 69.000 conciudadanos fueran asesinados o desaparecieran, tres cuartas partes de ellos pertenecientes a los sectores más vulnerables y con lenguas maternas diferentes del español; sus muertes y desapariciones, que antes de la CVR se estimaban en unas 25.000, pasaron en gran parte desapercibidas para las clases medias y altas urbanas, es decir, para los sectores integrados de la sociedad peruana.12

    El hecho de que las fuerzas del orden y la élite política también fueran señaladas como responsables directas e indirectas de esta catástrofe provocó un debate público sobre las conclusiones de la CVR y el papel de las Fuerzas Armadas a lo largo del conflicto. Durante la década que siguió a la publicación del Informe final, se llevaron a cabo diferentes esfuerzos de reivindicación del pasado, acompañados de numerosos debates sobre el significado y uso de dos términos clave para la transición hacia una sociedad democrática e inclusiva: memoria y derechos humanos.

    La idea de escribir este libro me vino en respuesta a los comentarios de un historiador a un artículo que escribí hace más de una década. Este historiador, que en una etapa anterior de su vida había formado parte de una unidad de la Marina destinada a Ayacucho, me sugirió que, en lugar de calificar la respuesta militar a Sendero Luminoso como brutal e indiscriminada, debería señalar que fue poco discriminatoria (los militares que fueron enviados a la región eran peruanos, no suizos, había comentado antes).13 Unos años más tarde, durante las preguntas tras una charla en Lima, un militar que cursaba una maestría en derechos humanos en la Pontificia Universidad Católica del Perú también me pidió que reconsiderara mi retrato de las Fuerzas Armadas, y me habló de los esfuerzos realizados por los militares tras el devastador terremoto del callejón de Huaylas de 1970. Señorita doctora, me dijo, no olvide usted que había buenos militares también.

    En lugar de desechar estos comentarios como si fueran apologías o negacionismo militar, creo que debe tomarse en serio la demanda de un análisis más matizado del papel de las Fuerzas Armadas en la historia reciente. Es cierto que necesitamos conocer cómo, en lugar de defender y ayudar a sus conciudadanos, una institución que participó en grandes campañas de educación, vivienda, sanidad y agricultura a finales de los años sesenta y principios de los setenta se convirtió en perpetradora, en una entidad que discriminaba mal sobre el uso de la violencia. También necesitamos estudios que cuenten las historias de los buenos militares.14 O quizás, en lugar de ver las prácticas militares buenas y malas, necesitamos entender cómo los proyectos desarrollistas pueden ir en paralelo con el uso de la fuerza bruta por parte del Estado.15

    Para complicar aún más las cosas, debemos recordar que los propios militares no siempre estaban tan alejados de las víctimas desde el punto de vista social y cultural. La CVR determinó que dos tercios de las víctimas tenían un idioma materno diferente del español, habían nacido en zonas rurales, eran pobres y contaban con escasa alfabetización. Eran peruanos que no estaban integrados en la nación, y muchos de ellos incluso carecían de marcadores básicos de ciudadanía, como partida de nacimiento o documento de identidad. Como señala Mirko Lauer, el descubrimiento de decenas de miles de nuevas víctimas más allá de las 25.000 consideradas antes de la CVR puso en evidencia que estos peruanos no existían para la nación desde mucho antes de haber dejado de existir para la realidad.16 Por trágica ironía, solo se convirtieron en ciudadanos tras el reconocimiento de su muerte.17

    Sin embargo, este retrato de las víctimas del conflicto también encaja con muchos de los soldados que lucharon en primera línea. Según el académico militar Enrique Obando, gran parte del personal de las Fuerzas Armadas, especialmente del Ejército, tenía un perfil social modesto y estaba conformado por oficiales de clase media baja, mayoritariamente de procedencia provinciana.18 Hasta 1999, las Fuerzas Armadas se nutrían de conscripción obligatoria. Sin embargo, las clases medias y acomodadas podían evitar el reclutamiento con cierta facilidad, lo que socavaba el principio fundacional de que las Fuerzas Armadas eran una reproducción en escala menor de lo que era el país, en la que todas las clases sociales se mezclan en un solo ideal, el sacrificio por la patria.19 En la práctica, durante gran parte del siglo XIX, el indígena fue la cara principal del conscripto, una realidad que puede seguir vigente hoy en día en la medida que convertirse en soldado sigue siendo un medio de movilidad socioeconómica para los sectores más desfavorecidos.20

    Algunos reclutas provenían de las regiones afectadas por el conflicto. Era el caso de Lurgio Gavilán, un joven senderista de Ayacucho que, una vez capturado, se convirtió en soldado, cuya historia se analizará en el capítulo 3.21 Otros muchos conscriptos sufrieron abusos dentro de la institución.22 Todo esto supone que, si caracterizamos a las víctimas como peruanos no integrados, enfrentados a barreras socioeconómicas y discriminación racial, lo mismo ocurre en algunos casos con los perpetradores, ya sean senderistas o pertenecientes a las fuerzas del orden.23

    Existe una tendencia en los estudios sobre memoria a asimilar la experiencia peruana con lo ocurrido en el Cono Sur. Así, los militares se presentan como perpetradores unívocos de violencia contra la población civil, a pesar de que el propio informe de la CVR señala un reparto casi a partes iguales de las atrocidades entre Sendero y las fuerzas estatales.24 Esta tendencia no nos ayuda a entender cómo las Fuerzas Armadas llegaron a actuar de esa manera, ni arroja luz sobre lo que realmente hicieron y las singularidades del caso peruano. Tenemos que complejizar esta narrativa.25 Mi propósito en este libro no es en modo alguno reducir los abusos cometidos por los actores estatales contra los derechos humanos a meros excesos; las violaciones están claramente documentadas en los miles de testimonios recogidos por la CVR y por otras fuentes.26 Análisis más recientes sugieren, incluso, que la Comisión subestimó el número de abusos cometidos por las fuerzas estatales, al omitir de sus cálculos a las personas cuyos nombres completos se desconocían y al separar a muertos y desaparecidos de quienes sufrieron otras formas de violencia no letal, como tortura y violaciones sexuales.27

    Más bien, este libro busca arrojar luz sobre las memorias militares del conflicto y acerca de la manera en que las Fuerzas Armados y los sectores civiles allegados, a partir de la transición a la democracia, están tratando de narrar y proyectar (o, como se dice en el lenguaje museográfico técnico, de curar) esta versión del pasado en la esfera pública. Equiparar la experiencia de los militares peruanos con la de Argentina (1976-1983) y Chile (1973-1990) limita nuestra comprensión no solo de la historia peruana reciente, sino también de cómo este pasado influye en los debates del presente. Necesitamos analizar cómo las fuerzas del orden peruanas y sus aliados están escribiendo, exponiendo, musealizando y proyectando el conflicto, para así comprender la manera en que entienden su participación en aquellos hechos y la forma en que tratan de socavar las conclusiones de la CVR para reescribir la historia. Los productores de memoria militar en el Perú pueden emplear estrategias de memoria similares a las de sus homólogos del Cono Sur, pero su historia es particular a esta nación.

    Dicho ello, aunque singular, Perú no es un caso aislado. Como muchos otros ejércitos latinoamericanos, las Fuerzas Armadas peruanas tienen una larga historia de comportamiento antidemocrático, con golpes de Estado y etapas de ejercicio directo del poder.28 Según Dirk Kruijt y María del Pilar Tello, Perú tiene una arraigada tradición de participación militar en la política nacional.29 No en vano 51 de los 72 presidentes que ejercieron el cargo desde la independencia hasta el año 2000 proceden de las filas militares. Y si añadimos a Ollanta Humala la cifra se eleva a 52.

    Muchas veces, los gobiernos militares tenían como objetivo salvaguardar el orden tradicional y el poder de la élite oligárquica, como fue el caso de Manuel A. Odría (1948-1956).30 Odría también fue dos veces presidente, la primera por la fuerza de un golpe militar (1948-1950); dimitió en julio de 1950 para poder presentarse al cargo como civil y fue elegido presidente dos meses después. Aunque al principio tomó el poder para contener y más tarde prohibir —para regocijo de la oligarquía— a la entonces progresista Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), su gobierno también invirtió en infraestructuras sociales como escuelas, hospitales y edificios públicos, y amplió el voto para incluir a las mujeres, políticas todas ellas recordadas con cariño por las clases medias y pobres a pesar de su gobierno autoritario.31 Odría hizo mucho por presentar a las Fuerzas Armadas como una institución clave dentro de la nación y por forjar una imagen pública más varonil, al designar al general Francisco Bolognesi patrón del Ejército con el lema de luchar hasta disparar el último cartucho.32

    Sin embargo, la posición de la oligarquía no siempre fue segura: a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, algunos miembros de las Fuerzas Armadas vincularon las preo-cupaciones sociales y económicas con la seguridad nacional, socavando así el pacto oligarquía-Fuerzas Armadas.33 Durante el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada (1968-1980), en particular en la primera fase, presidida por el general Juan Velasco Alvarado, se pusieron en marcha reformas en los campos de la educación, la salud y la vivienda, se inició una reforma agraria y se nacionalizaron empresas extranjeras, entre otras medidas con frecuencia asociadas a la izquierda.34 Estas medidas apuntaban a controlar el crecimiento de la izquierda revolucionaria y a evitar una potencial revolución desde abajo mediante medidas reformistas desde arriba.35 En parte, estas reformas contribuyeron a que Velasco recibiera el apoyo de los soldados de clase baja y media del Ejército.36

    Este enfoque unía la doctrina de la seguridad nacional de la Guerra Fría con la del desarrollo nacional. Sin embargo, es importante señalar que las raíces de los esfuerzos de las Fuerzas Armadas peruanas por contener y combatir la subversión no se encontraban únicamente en la Guerra Fría.37 Eduardo Toche Medrano señala la existencia de dos amenazas anteriores, que tras la Segunda Guerra Mundial se incorporaron al léxico de la Guerra Fría: las poblaciones indígenas, cuya persistencia dificultaba la modernización, y los esfuerzos del APRA por hacerse con el poder. Ambos constituían enemigos internos, pero, mientras el primero podía ser civilizado mediante la asimilación, el segundo debía eliminarse. Las Fuerzas Armadas debían participar en ambas misiones. En el caso de los indígenas, la educación, los rituales cívicos (como el izado dominical de la bandera) y el servicio militar obligatorio podían lograr que el salvaje se convirtiera en soldado. En el caso del APRA, el enfrentamiento supuso décadas de persecución, exilio y ocasionales enfrentamientos y masacres.38

    Gran parte de la historia de las Fuerzas Armadas peruanas en el siglo XX está ligada a la del APRA. Esa agrupación surgió en la década de 1920, bajo el liderazgo de Víctor Raúl Haya de la Torre, con un discurso antioligárquico que atraía a las clases medias y a los trabajadores. El temor al bolchevismo y a una guerra secreta promovida desde Rusia hizo que los militantes del APRA, los comunistas y, en general, cualquier organización progresista, incluidos sindicatos y universidades, se convirtieran en sospechosos. De hecho, el término subversivo y el concepto de enemigo interno, que más tarde harían referencia a Sendero Luminoso y al MRTA, se aplicaron antes a los apristas.

    Toche da una fecha específica en la que las Fuerzas Armadas peruanas se volcaron a la defensa de la nación contra los enemigos internos: el 9 de julio de 1932. Ese día, los militares entraron en la ciudad de Trujillo para sofocar un levantamiento aprista. Tres días después, encontraron en un cuartel los cuerpos mutilados de más de treinta soldados y guardias civiles, incluidos oficiales. Aunque nunca se identificó a los asesinos, se responsabilizó a los apristas. En un juicio posterior, 44 prisioneros y otros 58 apristas en rebeldía fueron condenados a muerte. Otros 81 reos recibieron diversas condenas de cárcel. Pero las Fuerzas Armadas no se limitaron a buscar la expiación de las muertes a través de canales formales. La masacre de más de cincuenta apristas en las vecinas ruinas arqueológicas de Chan Chan se convirtió en un referente fundamental para este partido e incluso se tradujo en el recuerdo en la masacre de cientos de jóvenes trujillanos.39

    Según Toche, estos sucesos sirvieron para sentar en las Fuerzas Armadas la convicción de que existía una batalla interna no referida a las fronteras internacionales sino al alma de la nación. Existía un enemigo interno, enraizado en las clases populares, que no era fácilmente identificable. Como señaló el ministro de la Guerra poco después del macabro descubrimiento en el cuartel de policía de Trujillo en 1932, los fallecidos no habían derramado su sangre juvenil en campos de batalla, frente a enemigos extranjeros y denodados; más bien, murieron defendiendo el orden y por salvar a la ciudad de Trujillo del avance del Mal.40

    ***

    Apesar de este destacado papel, las Fuerzas Armadas son un campo poco estudiado por los historiadores profesionales. Existen pocas historias generales, más allá de las clásicas Historia militar del Perú (1931), del general de brigada Carlos Dellepiane; y Cien años del Ejército Peruano (1972), de Víctor Villanueva. 41 Recientemente, algunos estudiosos han tratado de ir más allá de la historia institucional tradicional para incluir cuestiones como el género y el papel de las Fuerzas Armadas en la formación del Estado nación. 42 Esta diversificación de enfoques también se ha producido en el interior de la institución. La revista publicada por la Comisión Permanente de Historia del Ejército del Perú (CPHEP), sobre la que se hablará por extenso en este libro, incluye artículos de múltiples temas, así como reseñas de libros y cinematográficas. 43 Incluso existe un epígrafe del plan de estudios militares dedicado a la cosmovisión cultural de la guerra. 44

    Las investigaciones sobre historia militar producidas dentro del ámbito castrense se centran sobre todo en el siglo XIX. La mencionada CPHEP ha elaborado una Historia general del Ejército Peruano, en cinco volúmenes, que abarca desde la rebelión de Túpac Amaru II en 1780 hasta 1899, cuando el Ejército fue reorganizado para adecuarse al modelo francés tras el final de la Guerra del Pacífico. Sin embargo, no hay nada similar para el siglo XX ni para otras ramas de las Fuerzas Armadas. Esta preferencia por el pasado lejano no ha evitado, sin embargo, que algunos historiadores observen similitudes con el reciente conflicto armado interno. Al analizar la participación de los campesinos andinos, Cecilia Méndez y Carla Granados destacan la existencia de puntos comunes en temas como ciudadanía y formación del Estado.45

    Fuera del ámbito castrense, destaca el esfuerzo de Eduardo Toche (2018) por abarcar desde la formación de las Fuerzas Armadas a inicios de la República hasta las preocupaciones contemporáneas de seguridad hemisférica y los conflictos en las zonas productoras de coca. Su trabajo permite comprender por qué y cómo asumieron que su papel iba más allá de la defensa de las fronteras nacionales y de la Constitución. En paralelo a sus propias aspiraciones institucionales de modernización y progreso, los militares desarrollaron a lo largo del siglo XX la convicción de que eran —en lugar de los políticos civiles— los mejor preparados y posicionados para entender y atender las necesidades de la nación; este espíritu del cuerpo criticaba la incapacidad de los civiles para gobernar, una posición que Toche y otros denominan antipolítica militar.46

    A pesar de este enfoque limitado y del pequeño número de estudios disponibles, la historia militar ocupa un lugar prominente en las escuelas públicas peruanas. Personajes militares dominan el panteón de héroes nacionales. Aunque derrotados, Grau, Bolognesi y Cáceres, entre otros, son considerados peruanos ejemplares. Como señalan Méndez y Granados, es imposible estudiar la historia del Perú sin conocer el papel que desempeñaron los militares en ella, una observación que apunta no solo a su intervención en la formación de la nación peruana, sino también a cómo se enseña esta historia: una narrativa nacionalista que destaca la lucha por defender la nación.47

    Como en muchos países entre el siglo XIX y mediados del XX, el objetivo de la enseñanza de la historia nacionalista era forjar buenos ciudadanos unidos por un pasado común. Sin embargo, en Perú, las propias Fuerzas Armadas también fueron fundamentales en el proceso de ciudadanización, sobre todo en el caso de las poblaciones indígenas y rurales, a través tanto de las aulas como del servicio militar.48 La conscripción se presentaba como una misión civilizadora. Como explicaba un artículo de la Revista Militar del Perú en 1898, al aprender sus obligaciones como soldado, [el indígena] aprende también sus deberes y derechos como ciudadano y como hombre.49

    En 1939, mientras era presidente de la República, el general Óscar R. Benavides introdujo la Ley de Educación Premilitar, que prescribía la educación militar a los estudiantes desde la escuela primaria hasta la universidad para que pudieran cumplir con sus deberes cívico-militares.50 Esta formación premilitar cesó cuando otro presidente militar, el general Juan Velasco Alvarado, estableció el servicio militar obligatorio, pero en 1982 se reintrodujo como parte de los cursos de educación cívica y ética.51 Volvió a ser eliminada tras la caída de Alberto Fujimori, pero una congresista aprista propuso recuperarla en 2003 con el argumento de que el sentimiento al suelo patrio y de respeto a los héroes ayuda a formar una personalidad identificada con la patria y favorece el desarrollo de la vocación militar en la juventud.52

    La importancia de estas ideas se pone de manifiesto cada año en los desfiles de escolares de Fiestas Patrias, llenos de banderas y en algunos casos incluso con armas simuladas, como demostración de patriotismo. Estas prácticas contradicen las reiteradas resoluciones del Ministerio de Educación desde 2000, según las cuales los escolares deben mostrar la diversidad cultural del país en vez de una cultura militarizada.53 Sin embargo, Carla Granados observó durante su trabajo de campo etnográfico en la sierra central entre 2013 y 2015 el escaso resultado de los esfuerzos del Ministerio, en parte porque los propios maestros, sobre todo en las zonas rurales, sostienen que las nuevas directrices amenazaban una práctica que tradicionalmente servía para inculcar los valores cívicos patrióticos a los escolares.54

    Historiadores y educadores no son los únicos que reflexionan sobre la historia de las Fuerzas Armadas. Tras el colapso del régimen de Fujimori, el retorno a las elecciones abiertas y la publicación de las conclusiones del Informe final de la CVR, los militares experimentaron un proceso interno de autoexamen y reforma, sobre todo en el Ejército. Toche identifica dos factores que impulsaron este proceso: la sucesión de acontecimientos en la que se vieron envueltos los militares (amenaza subversiva contra el Estado, lucha contra el narcotráfico, guerra del Cenepa, apoyo político a Fujimori e implicación en la red de corrupción) y la necesidad de insertar al colectivo militar en la nueva democracia que surgió tras la caída de Fujimori, en un contexto marcado por la presión internacional en favor de la reforma y una sociedad civil movilizada y vigilante.55 A esta lista habría que añadir, como tercer factor de autorreflexión, la creciente presión judicial sobre efectivos de las Fuerzas Armadas, especialmente desde la extradición de Fujimori en 2007.

    La caída de Fujimori tuvo un profundo impacto en las Fuerzas Armadas peruanas, al debilitarlas y desacreditarlas. Junto con Fujimori, cayeron sus aliados militares. Particularmente condenatorios para los militares fueron una serie de videos, conocidos como vladivideos, filtrados en septiembre de 2000, que mostraban al jefe del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Vladimiro Montesinos, sobornando a militares de alto rango. Peor aún, otro video publicado poco después presentaba a cientos de oficiales militares y policiales, entre ellos altos mandos, firmando un documento de apoyo al autogolpe de 1992. Diferentes investigaciones pusieron en evidencia, además, que integrantes de las Fuerzas Armadas estaban implicados en tráfico de armas, narcotráfico y robos a las arcas del Estado, incluidos los fondos de su propio sistema de pensiones.56 Aunque fueron tratadas con menos contundencia en los medios de comunicación, también aparecieron acusaciones de violaciones de los derechos humanos.

    Aunque el alto mando pidió disculpas por su sumisión y prometió lealtad a las nuevas autoridades y a la Constitución, tras la caída de Fujimori se llevó a cabo una limpieza en el seno de las Fuerzas Armadas. Algunos oficiales presentaron su dimisión al presidente Valentín Paniagua (2000-2001), otros fueron destituidos y un cierto número fue condenado en los tribunales. Paniagua sustituyó a todos los altos mandos de todas las ramas de las Fuerzas Armadas.

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