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Estética del error: Apuntes sobre arte y poesía
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Estética del error: Apuntes sobre arte y poesía
Libro electrónico372 páginas5 horas

Estética del error: Apuntes sobre arte y poesía

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Estética del error es una invitación a repensar qué es el arte, qué son la belleza y la verdad. Partiendo de una visión en la que el error no es una falla que debe ser corregida, sino una oportunidad de descubrimiento y creación, Daniel Samoilovich se adentra en la complejidad y la riqueza que este puede aportar a la producción artística. 
Los diversos ensayos que componen este libro echan una mirada cercana a poemas, obras de arte, teorías y corrientes artísticas clásicas y contemporáneas; desde Shakespeare hasta las vanguardias rusas de comienzos del siglo xx ; desde el "padre perdedor" que un personaje de Leónidas Lamborghini halla en el Infierno hasta la traducción como acercamiento imperfecto a los originales. Es precisamente en los desajustes, en las incoherencias y distracciones que surge la emoción y se aguza el sentido. 
La poesía, sugiere el autor, encuentra su vitalidad en estos espacios liminales donde lo inesperado cobra forma: "Acaso todo error en un mundo sea un acierto en otro que apenas podemos pensar, un patito feo de una raza de cisnes fantásticos". 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 ago 2024
ISBN9789877195071
Estética del error: Apuntes sobre arte y poesía

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    Estética del error - Daniel Samoilovich

    a Mirta Rosenberg, in memoriam.

    Para una poética del error

    DICE EL POETA Su Che, traducido por María Teresa León y Rafael Alberti:

    El joven sirviente barre la terraza de jade

    intentando apartar las sombras de las flores.

    En vano: cuando el sol, al decaer, deja que se esfumen,

    el claro de luna las trae de vuelta.

    Quiero explicarme la emoción que despierta este poema y pienso que se trata de su visible y sencilla presentación de un combate en torno a nada, o a una ilusión, a una mácula en rigor inexistente, pero por lo mismo inextinguible. El hecho de que, en una convención extendida en la poesía del período Han, la terraza de jade que el joven está tratando de despejar sea el campo de batalla del amor, un símbolo o correlato material del amor sexual pensado como lugar perfecto, agrega una dimensión sugerente pero no imprescindible: yo, por lo menos, admiré durante años este poema sin saberlo.

    Los dos primeros versos presentan la confusión del sirviente entre las flores y su sombra; los dos últimos, al introducir el paso del día, evocan la figura solitaria que ha estado toda la jornada empeñada en la tarea: y hay un paralelo entre la impersonal, involuntaria pertinacia de las hojas en arrojar sombra y la insistencia del joven sirviente en su confusión. Las hojas persisten a través de una retirada y un retorno (el crepúsculo se las lleva, la noche las trae de vuelta); el joven, persiste en su incapacidad de entender lo que pasa.

    Estando involucradas cosas y sombras, es casi imposible no pensar en la caverna de Platón. Tampoco los encadenados entienden, justamente porque lo están y no pueden tocar lo que ven, comprobando así su falta de sustancia material; digamos, de un modo brutalmente anacrónico, que al encadenarlos Platón torna verosímil la situación en que no pueden reunir la información suficiente sobre la naturaleza de lo que ven. El joven sirviente, en cambio, no sabemos por qué no entiende, es más mágico o absurdo, como se prefiera, su no entender: Su Che nos pide sin más que aceptemos que no entiende, e incluso que persiste durante toda una jornada (que valdría por un tiempo infinito) sin que su experiencia le muestre que esas hojas no son reales. Platón encadena a sus personajes, el poeta chino deja libre al suyo. ¿Será esta una diferencia entre filosofía y poesía? ¿Es en Platón el que no entiende una víctima y en Su Che un héroe? La metáfora, la paronomasia, la aliteración, la sinécdoque, casi no hay figura retórica que no sea de algún modo una confusión: confusión entre sonido y sentido, entre dos cosas semejantes en algún punto, entre la parte y el todo. La propia creencia en que una musicalidad más eficaz hace a una frase más cierta es, lógicamente, una confusión absoluta, y sin embargo se trata de una confusión sin la cual la poesía no podría existir. Los chinos —para volver a los chinos— parece que agregan a este error otro más, para nosotros muy difícil de concebir: la asimilación entre la belleza de la escritura en su aspecto gráfico y la belleza de la idea expresada. Para los chinos un excelente poeta es también un calígrafo excelente, y el ideograma mejor dibujado expresa mejor, más clara y elegantemente el concepto; el concepto no acaba nunca de estar en el ideograma, necesita ser dibujado de nuevo cada vez para que la pericia e inspiración del calígrafo-poeta le hagan rendir algo nuevo.

    Estamos ante un concepto de la escritura y el sentido que por momentos intuimos y por momentos se nos escapa, ante algo que a ratos parece un error enorme y a ratos una idea maravillosa, maravillosamente diferente de las nuestras: de una materia diferente, diríamos. Acaso todo error en un mundo sea un acierto en otro que apenas podemos pensar, un patito feo de una raza de cisnes fantásticos. Acaso la inútil tarea del joven sirviente no sea tan inútil, ya que es ella la que genera el poema. ¿Será esta, entonces, la diferencia entre filosofía y poesía? Al revés que el esclavo encadenado, alegoría de la ignorancia e imperfección humanas opuestas al mundo perfecto de las formas, el sirviente de Su Che crea una forma, la forma del poema que sin su equivocación no existiría. Por otra parte, inmerso como está en una especie de sueño, el joven que barre se parece más a un monje budista haciendo laberintos de arena que a un necio; no hay en él imperfección alguna, sino cierta iluminación por el error, cierta perfección del sonambulismo que no disgusta como imagen del artista.

    A modo de introducción

    EL TEXTO de las páginas anteriores condensa los asuntos que vertebran este volumen, una recopilación extensa pero no exhaustiva de mis escritos sobre arte y poesía nacidos del continuo aporrear los teclados de las Mac que cayeron bajo mis dedos a partir del remoto 1987.

    El error es el asunto: el error presente en la poesía desde su origen al confundir sonido y sentido, las equivocaciones de los hablantes que generan la evolución de los idiomas, el error de cada poeta al comenzar a escribir creyendo que tiene algo que decir: error que, si persiste, tal vez termine en acierto.

    Auden ha escrito que cada cual tiene su idea privada del Paraíso, pero que quien ejerce la crítica tiene la obligación de explicitarla; a eso se dirige el único texto del primer capítulo: a aclarar, si es posible, de dónde vendrán los tiros, no dando mi idea del Paraíso sino de la poesía; al menos, hasta donde yo puedo formularla, o hasta donde pude formularla en un momento dado.

    El segundo capítulo, Poesía y..., intenta poner en relación la poesía con un variado universo de temas y disciplinas: poesía y pensamiento, poesía y ciencia contemporánea, poesía y memoria, poesía y crítica, poesía en el mundo de las nuevas tecnologías. Cierra este capítulo un apunte sobre poesía y traducción; más precisamente sobre el tipo de tarea que la traducción representa para un poeta, como campo de maniobras de sus propias obsesiones y con su propia lengua, metida en el parque de atracciones de la traducción: ya en su rueda gigante o de la fortuna, ya en su laberinto de espejos deformantes. También aquí, la idea es que la traslación perfecta es un imposible (que se conseguiría copiando puntualmente el original en su lengua original) y que solo se llega a algún lado a través de aproximaciones, tentativas, reflexión, oído, renuncias… Y suerte.

    El texto inicial del capítulo siguiente considera el moderno estatuto de bocetos, carnets de apuntes y diarios de pintores y escritores, hoy legibles como obras; se aventuran allí algunas ideas acerca de lo no terminado, lo apenas insinuado o esbozado, en poesía y en las artes plásticas. De hecho, las artes plásticas son el eje de este tercer capítulo. Pentimento, en particular, pone el foco en la historia de la idea de perfección en el arte, y a través de la historia de esa idea releva el devenir de su contraria, la idea de lo imperfecto. Los otros trabajos, sobre lo que se puede ver y lo que se ve, enfocan la cuestión de cómo en la historia del arte teorías erradas del color o la visión, distracciones, ensueños varios y aspiraciones imposibles de satisfacer obraron a veces como palanca de nuevas técnicas e ideas —y de la creación de obras maravillosas—.

    El capítulo cuarto, Reincidencias, acomoda de a dos o de a tres ensayos sobre un mismo pintor o poeta o asunto: se turnan en él trabajos sobre Eduardo Stupía, Edgardo Dobry, Juan Pablo Renzi, W. H. Auden, Arnaldo Calveyra, Velimir Khlebnikov, Vladímir Tatlin, Kazimir Malévich y las vanguardias rusas en poesía y pintura, etc.; la heterogeneidad es entonces la apuesta, en alegre contrapunto con la reincidencia.

    Tocados ya diversos temas de poética, en el capítulo siguiente, Lecturas, algunos conceptos enunciados en los ensayos anteriores se miden aquí con autores singulares, intentando una entrada a su aventura a través de la reseña de alguno de sus libros o el esbozo de un breve retrato. Al seleccionar algunas piezas entre las decenas de reseñas, prólogos y presentaciones que en estos años escribí, intenté que cada una de ellas expusiera algún asunto convergente con el eje de este volumen: Shakespeare equivocado, por ejemplo, analiza los presuntos errores e incoherencias del bardo, pensadas como vía regia hacia su genio.

    Mientras los textos de Lecturas raramente entran a un análisis puntual de uno u otro poema, el capítulo quinto es una propuesta en cierto sentido contraria. A partir de unos pocos versos de poetas argentinos de tres generaciones diferentes (Leónidas Lamborghini, Daniel García Helder y Martín Gambarotta), ensayo en este capítulo una línea de puntos que los une, pero sobre todo una cala detallada a las formas de su imaginación y sus recursos constructivos. La línea de puntos sería un realismo de nuevo tipo, no pensado como reflejo o revelación de una inabarcable realidad, sino como mímesis de la opacidad de lo real, de su resistencia al sentido: chocando fieramente contra esa resistencia, fracasando una y otra vez en la representación, estos versos afirman, a mi entender, la posibilidad de una nueva poesía, una nueva idea de la belleza. En cuanto a las formas de su imaginación y sus recursos constructivos son, y no podría ser de otra manera, muy diferentes, y en esas diferencias trato de profundizar sin subordinarlas a un esquema de lectura previo.

    Cierra el libro un capítulo de varia invención cuyos asuntos no quiero adelantar aquí, para no spoilear los que podrían ser, precisamente por ser diferentes entre sí y respecto al resto, una sorpresa de despedida.

    Al armar este volumen no pude evitar darme cuenta de que en diferentes textos, separados a veces por décadas, algunas anécdotas se repetían, algunas citas y temas, algunos asombros… Martín Prieto observó una vez que yo podía ser fácil de entretener, porque se me podía relatar una cosa cuatro o cinco veces con la seguridad de que no lo notaría, pero que también podía resultar algo pesado, intentando contar lo mismo más de una vez. En fin, donde resultó posible las reiteraciones fueron limadas; donde no, algunos textos fueron agrupados justamente por lo que tenían en común, como en el mencionado capítulo de Reincidencias. Pero incluso ese envase a veces no alcanzó a contener lo que no podía contener. Ejemplo: la obra y el talante de Juan Pablo Renzi, a quien dediqué dos textos en Reincidencias. Renzi rebasa esa sección y reaparece en otros capítulos: fue mucho lo que hicimos juntos, mucho lo que aprendí con él, mucho lo que lo quise. Lo mismo pasa con algunas preguntas, historias y conceptos que se reiteran, fruto de pasiones sostenidas o del deseo de deshacer ciertos equívocos… Y seguramente, también, de algunas manías.

    A estos temas quizá limitados se contrapone la diversidad en longitud y tono de los textos incluidos, y también la variedad de géneros. Dentro de un mismo capítulo puede haber una conferencia, un prólogo o la presentación de un dossier publicado en Diario de Poesía. Digamos que allí han quedado las marcas de las condiciones de aparición de esos textos, que esas condiciones han sido efectivamente disímiles y que no me ha parecido necesario ocultarlas: así nacieron, enmarañados con una actividad poética y editorial proteica, sin la cual quizá no hubieran nacido. Siempre me ha asombrado que las mejores partidas de ajedrez de la historia sean las que se jugaron bajo la presión del reloj y la presencia física del oponente y el público, y no las de ajedrez por correspondencia donde un jugador tiene mucho tiempo para pensar, consultar con un equipo, ensayar las respuestas posibles del rival y las respuestas a esas respuestas. Nadie me ha sabido explicar ese misterio, por lo que solo me queda pensar que la urgencia y el antagonismo estimulan al ajedrecista. Si esto sucede con un juego tan racional como el ajedrez, ¿por qué no habría de pasar con uno mucho más esquivo como es el nuestro? Sea o no cierto para otros, lo es para mí: pienso mejor ante el desafío de responder una pregunta, replicar algo en una mesa redonda, llenar un espacio en un periódico o atenerme al tiempo pactado para una conferencia. De hecho, la mayoría de los textos del volumen fueron escritos respondiendo a requerimientos específicos, con excepción quizá de las columnas publicadas en Diario de Poesía y las notas que salieron en Punto de Vista, en la que tuve durante un par de años una suerte de sección fija dedicada a la actualidad plástica y literaria, con libertad para elegir tema y tono.

    Además del mencionado peligro de reiterarse, está el peligro de contradecirse. Eso me ha preocupado menos: supongo que mientras un puñado de obsesiones se mantiene, es lógico que a lo largo de más de treinta años cambien algunos intereses y puntos de vista. Todos los textos están datados, y eso me exime de ponerlos de acuerdo entre sí. Si el tema es el error, la contradicción no parece compañía del todo mala para él.

    Así como no actualicé mis puntos de vista, tampoco lo hice con las referencias bibliográficas presentes en los textos y sus notas; el señalamiento de lo que no estaba traducido o editado en la fecha de la publicación original de los trabajos tiene muchas veces un valor argumentativo, y en general es fácil hoy buscar una edición más nueva o una bibliografía actualizada en Internet. Empero, sumando excepciones a las contradicciones, en las páginas finales de este volumen consigno unas pocas ediciones nuevas que sí me pareció útil mencionar, ya por su excelencia, ya porque me parecieron más difíciles de hallar.

    Aunque sus nombres figuran al comienzo de cada texto que escribimos o tradujimos juntos, quiero expresar aquí mi reconocimiento a Edgardo Dobry y Mirta Rosenberg. Por su parte, Jorge Belinsky leyó un primer, lejano borrador de este libro y con su enorme inteligencia y su perspicacia me dio algunos consejos acerca de cómo continuar; y Ricardo Ibarlucía, poeta y ensayista, me dio utílisimas pistas sobre como delimitar, en su etapa final, el corpus del libro. Prácticamente todos los trabajos que integran el volumen han tenido una edición anterior, básicamente en revistas o memorias de congresos, por lo cual han contado con la valiosa aportación de los editores de esas publicaciones —en particular los miembros de los consejos de dirección de Punto de Vista y Diario de Poesía, pero no solamente—; sería imposible mencionarlos a todos e injusto olvidar a algunos, pero cada uno de ellos sabe de mi agradecimiento.

    Por último, pero desde luego no en último lugar, gracias a Diana Chanquía: sin su apoyo, su gusto literario y su intuición crítica este libro no existiría.

    I. UNA POÉTICA

    Hic Rhodus, hic salta

    INVITADO A EXPONER sobre mi poética, quisiera comenzar describiendo qué es para mí la esquiva constelación a la que aplicamos ese nombre eventualmente un poco pomposo. Pienso en una poética como en un aparato de obsesiones y rechazos no completamente consciente ni completamente ignorado por el escritor; en esa concepción, se trata de una cosa que al autor le sirve para escribir y que de algún modo se modifica cada vez que escribe; algo que para él surge en parte de su experiencia y en parte de su reflexión sobre su experiencia; y dentro de su experiencia incluyo sus lecturas y también la lectura de su propia obra. El temor que algunos tienen a reflexionar sobre su trabajo como si esto fuera a secar las fuentes de su inspiración me parece un poco absurdo: o implica una idea muy frágil del propio talento o una idea excesivamente romántica, que es en rigor, también, una idea demasiado positivista del conocimiento: si asumimos que el conocimiento completo es imposible, no puede haber miedo alguno a lo que de todos modos será una indagación provisoria y, finalmente, fallida.

    Volviendo a las poéticas: una poética es para mí algo más, aunque quizá no mucho más, que una disposición momentánea, y desde luego es mucho menos que una ideología; puede haber zonas de este sistema más o menos invertebrado que sean compartidas por una época, una generación, y aun dos poetas congeniales a través de los siglos. En cualquier caso, una cosa es una poética como sistema de preferencias y rechazos más o menos conscientes de un autor, otra cosa es una poética tal como el lector o el crítico pueden deducirla de las obras terminadas. En el primer caso se trata de un instrumento de trabajo, que, en combinación con un estado de ánimo, una inspiración, un ensueño, participa de un trabajo cuyo producto es el poema; en el segundo, se trata en cambio de una suerte de construcción para la cual un poema o varios, de un autor o muchos, no son puntos de llegada, sino puntos de partida. Esta diferencia puede parecer obvia, y sin embargo no lo es: permítaseme apuntar que, por otra parte, no creo que la obligación del lector —incluyendo en esta categoría al crítico— sea la de colegir de la obra de un autor exactamente los mismos impulsos y líneas de trabajo que el autor pensó para sí. Concebir en estos términos la tarea del crítico sería condenarlo a un trabajo ocioso, que el poeta bien podría ahorrarle escribiendo sus propias críticas —eventualmente podría escribirlas no además de los poemas, sino en lugar de ellos—. Por suerte la cosa no es así: el poeta nunca sabe del todo lo que quiere, para averiguarlo es que escribe, y para averiguarlo mejor es que sigue escribiendo; y aun si cree saber, no sabe; por eso las tensiones entre lo que el poeta piensa que piensa y lo que otros leen en él deben ser en principio bienvenidas como un avatar más de la aventura del poema. Nótese, además, que cuando leemos primero la recensión de un libro, o bien un texto sobre él en el que se lo valora o juzga o pone en contexto, y luego leemos el libro, tenemos a menudo la impresión de que el reseñista se quedó corto o se pasó de rosca o estuvo leyendo un libro diferente del que uno lee; o sea, la impresión de que la lectura ajena no está dando cuenta del libro, no de este libro. Pensando la cuestión me he asomado a la melancólica conclusión de que esto no se debe a las limitaciones del crítico, sino que es algo inherente a la propia crítica. Aun en el caso de las mejores lecturas ajenas, de las que incluso nos llevan a leer mejor los textos, a ver cosas que no hubiéramos sido capaces de ver por nosotros mismos, la impresión de que algo se escapa, de que algo no está bien, persiste. Pudiera darse el caso de que lamentáramos la pérdida de alguna torpeza o confusión o niebla que empañaba nuestra lectura, reemplazada por la meridiana luz de la lectura de otro. Pudiera ser que esta sensación de pérdida no fuera una obcecación, sino la defensa de un error que estaba presente en nuestra lectura y que era en algún sentido fértil, o, por decirlo de otro modo, la reivindicación de un sueño enroscado en esa lectura imprecisa o equivocada. Esto, que es frecuente cuando uno contrasta su propia lectura de un libro cualquiera con la de otro lector, se multiplica cuando se trata de una lectura que otro hace de un texto propio. En ocasiones parece que alguien nos hubiera robado un cepillo de la ropa y lo usara para limpiarse los dientes, o al revés; o, en una versión menos paranoica, que un niñato un poco alocado se hubiera puesto a desarmar un juguete sin mirar primero si el juguete en cuestión era un robot villano o un plato volador, o sin advertir que era un transformer, o sea, un robot y un plato volador a la vez. A veces parece que la lectura ajena se inventa cosas completamente absurdas, o que no inventa nada y solo repite lo que está, o que deduce un programa donde no había más que una broma, o que… Otras veces, uno nota con delicia que el lector ha picado en un anzuelo que uno había dejado suelto por ahí, a propósito o, mejor aún, sin darse cuenta. En suma, además de ser algo maleable, donde se unen obsesiones, destrezas, manías, cada poética y cada poema es también un campo de batalla entre el autor y el lector y entre los lectores y sus lecturas entre sí.

    Hechas estas precisiones —o divagaciones— acerca de qué es para mí una poética, quisiera anotar algunos ingredientes de mi poética tal como me la represento, tal como creo verla funcionar al día de hoy; insistiendo en que se trata de un instrumento bastante inorgánico, de una serie de artículos de fe provisionales —y espero que no del todo aburridos, o decepcionantes en relación al aparatoso prólogo que los precedió—.

    Vamos, entonces, de nuevo: creo que, a diferencia de este texto, un poema debe empezar in media res, debe arrancar, no comenzar; arrancarse a sí mismo de la nada convencido de que quiere existir, y aun de que es necesario que exista; esto último es evidentemente una barbaridad, un error, un pecado originario, en el sentido de que sin esta petulancia original el poema no podría existir. En el principio no puede haber una puesta en situación, porque eso sería entrar en un terreno de explicaciones, y un terreno de explicaciones es un terreno de disculpas; en el principio debe haber cólera —como la cólera de Aquiles— o desesperación o capricho, iluminación; aburrimiento puede haber, siempre que uno esté verdaderamente aburrido, o sea harto incluso del aburrimiento; y conviene, además, que algo se mueva, ya sea en la gramática, ya sea en la escena.

    Esta apología de un comienzo abrupto es en realidad consecuencia de una preferencia más general, la de andar a los saltos: ni en su nacimiento ni en su desarrollo el poema puede dar todas las conexiones, no tiene por qué buscar y hasta debería evitar la ilación completa de sus maniobras; más que sus premisas, debe buscar sus conclusiones, por poco concluyentes que estas parezcan; no debe enamorarse de su propia complejidad, ni de su simplicidad, ni de su marcha; más bien, debería ejercerlas: ser complejo, ser simple, andar, reírse (aunque no, claro, de sus propios chistes); también puede llorar, pero sin condolerse de sus propias lágrimas.

    Un poema no es una reflexión, es una acción; no es un pensamiento, aunque puede dar lugar a muchos pensamientos; o mejor: del mismo modo que un poema suscita sentimientos en la medida en que no es la expresión completa y cruda de un sentimiento, suscita ideas en la medida en que no es una idea. Incluso cuando Lucrecio desarrolla una suerte de sistema atómico, su perdurabilidad poética no está obviamente en la verdad de este sistema sino en sus imágenes de la voz pasando los tabiques a través del vacío, el frío penetrando en los huesos por sus huecos invisibles: el vértigo, en fin, de un mundo poroso que resuena a través de los siglos haciendo inmortal su atómico poema.

    ¿Por qué la poesía es otra cosa que la exposición de las ideas y los sentimientos que la suscitan? Tengo la sospecha de que esto está ligado al origen de la poesía como canto, como expresión métricamente construida y públicamente ejecutada; es posible que este origen condicione toda su existencia, incluso hasta nuestra época; la constricción formal del verso sería, casi seguramente es, su meollo artístico, incluso cuando los metros regulares han cedido paso al verso libre. Y ya que estamos: la capacidad del verso libre de recrear en nuevas condiciones una relación entre el impulso rítmico y la lengua real, hablada, me parece clave en la posibilidad de escribir poesía hoy; y los saltos —también podríamos llamarlos, más técnicamente, elipsis— son un resto, un señalamiento de la especificidad musical de la poesía. Toda anécdota, descripción, reflexión, razonamiento, deben subsumirse en esa música: no debería haber, sin embargo, delectación en lo musical, a riesgo de caer en la expresión banal o amanerada. En mi experiencia, la chispa salta cuando la exigencia métrica está en un extremo de la cuerda y la persecución de otra cosa está en el otro extremo: y una de mis persecuciones predilectas es, de hecho, la de los límites de lo que la poesía puede cantar sin dejar de ser poesía. Esta experimentación tal vez sea un capricho, pero no es una veleidad: el interés no es sorprender a otros, sino escuchar yo mismo cómo suena un asunto, un giro, una articulación, una palabra que no parecían posibles de meter en poesía. Me interesan las articulaciones muy fuertes o muy débiles, la frase sintácticamente compleja o la desarticulada totalmente en función artística; y detesto tanto la expresión media, regular, literaria, con su ordenada sucesión de sujeto y predicado, sustantivos invariablemente adjetivados, etc., como la manía seudonovedosa (ya horriblemente anticuada, de hecho) de acumular frases sustantivas, escapando de los verbos conjugados como del demonio: lo cual es, me parece, un modo fácil de crear desorden o impersonalidad.

    Una fábula de Esopo cuenta que un

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