Varela, José Pedro - La Educación Del Pueblo
Varela, José Pedro - La Educación Del Pueblo
Varela, José Pedro - La Educación Del Pueblo
TOMO I
JOSÉ PEDRO VARELA
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Librodot La educación del pueblo, Tomo I José Pedro Varela 2
INTRODUCCIÓN
I. Origen de este libro. — II. Digno ejemplo de loe señores Lezica, Lanuz y Fynn. —
III. Movimiento educacionista. — IV. Condiciones de las leyes sobre educación que
deben dictarse, y medios de que la «Sociedad do Amigos» pudiese concurrir a su
formación.
Señores:
En una de las sesiones del mes de mayo próximo pasado, con motivo del pedido que, por
intermedio del señor Romero, le había sido dirigido por los señores Lezica, Lanuz y Fynn, la
Comisión nombró de su seno una Comisión Especial, compuesta de los señores doctores don
Alfredo Vásquez Acevedo, don Alberto García Lagos, del señor don Emilio Romero y yo,
encargada de informar respecto a los estudios que debieran seguirse en una escuela superior,
ampliamente dotada, como la que podría establecerse en el espacioso edificio, especialmente
construido para ese objeto en Villa Colón, por los señores Lezica, Lanuz y Fynn. Ausente el
doctor García Lagos, los señores Romero y Vásquez Acevedo, después que hubimos
cambiado opiniones a ese respecto, tuvieron a bien confiarme la redacción del informe.
Emprendido el trabajo, con el sincero deseo de poner todos los medios a mi alcance para
realizarlo, de la mejor manera que me fuese posible, sentí la necesidad de prestarle
proporciones más vastas que las de un simple informe, para dar base sólida a las ideas que me
proponía exponer, con respecto a la organización y materias de estudio de una escuela
superior, estableciendo sus naturales antecedentes en el programa de estudios y en la
organización de la Escuela Primaria. Por otra parte, la falta casi absoluta de libros en
castellano, sobre materia tan importante y tan útil para nuestro país, hízome concebir la
esperanza de que, una obra que tratase, con algún detenimiento, las principales cuestiones
educacionistas, viniese a llenar un vacío sensible, y a servir eficazmente al progreso de la
educación, difundiendo, por una parte, ideas exactas, sobre asunto tan poco conocido entre
nosotros por más que a todos nos interese, y, por la otra, estimulando, con el ejemplo, a los
hombres ilustrados de nuestro país, para que lo traten con el caudal de luces y de inteligencia
que, sin duda, me ha faltado. ¿He conseguido realizar aquella esperanza? ¿Este libro y el
esfuerzo que él revela, prestarán algún servicio a esa gran causa de la educación del pueblo,
cuya bandera simpática cobija, sin mutilaciones, a hombres de todas las creencias y de todas
las opiniones, de todas las sectas y de todos los partidos? La resolución de la Comisión
Directiva, mandándolo publicar por cuenta de la «Sociedad de Amigos», y bajo sus auspicios,
compensa largamente todo cuanto haya de legítimo en mi vanidad de autor: la manera con que
el pueblo lo reciba, dando simpática acogida a las ideas que sostiene, o dejándolo morir
olvidado en el abandono de la indiferencia, haráme saber, del modo más elocuente, si me han
engañado las sinceras aspiraciones de mi patriotismo, haciéndome realizar un esfuerzo estéril
por ineficaz: si he hecho mal en ofrecer a la «Sociedad de Amigos» este voluminoso
manuscrito, y si la Comisión Directiva ha cometido un error al creerlo digno de presentarse
ante el pueblo, con el augusto atavío de la prensa.
Pero, antes de someter La Educación del Pueblo al fallo supremo de la opinión, séame
permitido buscar atenuaciones, que creo motivadas, contra muchas críticas que pudieran
dirigírseme.
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cuestiones relativas a la educación del pueblo, y de buscar la verdad. Y es esto tanto más
cierto, cuanto que ni remotamente aspiro a los honores de la originalidad. Soy de los que
creen que la educación es una verdadera ciencia, en cuyo campo sólo puede uno agitarse, con
provecho, después de realizar detenidos y meditados estudios. Y en las ciencias no se impro-
visa, ni se inventa, ni es fácil que agreguen en ellas un nuevo descubrimiento, sino aquellos
que han sido dotados por la Naturaleza con cualidades excepcionales.
Es así que La Educación del Pueblo, no es más que un resumen de los libros que he
leído con respecto a educación, escogiendo de entre ellos lo que, con arreglo a mi criterio
propio y a mis propias observaciones, he creído más exacto y más conveniente. En algunos
casos he citado los libros que me han servido de guía: en otros he dejado de hacerlo, porque
he introducido modificaciones en la forma o he aceptado sólo en parte las opiniones de los
autores. Escudo, pues, mi inexperiencia práctica en cuestiones educacionistas, tras de la
reconocida autoridad de la mayor parte de los autores que me han servido de fuente. He
tratado de condensar y coordinar opiniones y experiencias ajenas, como resultado de estudios
hechos a ese respecto, creyendo que serviría con más eficacia la causa de la educación del
pueblo, presentando el ejemplo de otros países, mucho más adelantados que nosotros, y
valiéndome del rico caudal atesorado por ellos, y no tratando de recoger, en cosecha propia,
opiniones que pudieran halagar mi vanidad de autor, que serían originales pero que no
tendrían ni la sanción de la experiencia, ni la autoridad y el prestigio que prestan a las ideas el
que, puestas en práctica, produzcan satisfactorios resultados. Sea útil a mi país, propenda al
desarrollo y mejoramiento de la educación y estarán cumplidas todas las aspiraciones que me
alentaban al escribir La Educación del Pueblo, aunque no refleje prestigio alguno sobre mi
nombre, como escritor público.
II
Y no es sólo esto. Creí también al escribir este libro, que debíamos abarcar en su
conjunto la obra de la educación, y presentar un informe detenido y minucioso a los señores
Lezica, Lanuz y Fynn, que se han hecho acreedores a la simpatía de todos los amantes de la
educación del pueblo, construyendo a sus expensas, en el pueblo de Villa Colón, un vasto
edificio, especialmente destinado para escuela.
Estos ejemplos de inteligente munificencia, son bastante escasos entre nosotros, para
que sean dignos de estimular el aplauso de todos aquellos que saben comprender y apreciar
cuánto influyen en el progreso de la educación, haciendo que los hombres de fortuna dediquen
una parte de su riqueza a servirla eficazmente.
Sabidos son los milagros que los Estados Unidos han conseguido realizar con respecto a la
educación: ellos se deben al esfuerzo reunido de las autoridades y del pueblo, a las enormes
sumas que a ella dedica el Estado, y a las sumas enormes que le dedica la inteligente
filantropía de los hombres de fortuna. Cuéntanse allí por decenas los que han dedicado más de
un millón de pesos para el establecimiento de escuelas, colegios, universidades, etc.; por
centenas los que han dedicado más de cien mil pesos; por millares, los que se han desprendido
de sumas menores con aquel noble objeto: y acaso, no hay un cinco por ciento de los
testamentos hechos por hombres de alguna fortuna, en los que no se encuentre alguna partida,
más o menos importante, dedicada a la educación del pueblo. El americano cree que esta es
una necesidad del Estado, una exigencia de la sociedad y una conveniencia de todos, y
sabiendo cuántos y cuan grandes sacrificios es necesario realizar para que a todos lleguen los
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beneficios de la educación, despréndese, con gusto, de una parte de su fortuna, para alcanzar
la realización de ese gran fin.
Sucede entre nosotros lo contrario. Si escasas son las rentas que el Estado le dedica, más,
mucho más escasas aún, son las dádivas espontáneas que le hace el pueblo.
Es, pues, tanto más digno de encomio el proceder de los señores Lezica, Lanuz y Fynn, y el
ejemplo que dan puede producir resultados tanto más benéficos, estimulando la filantropía
dormida o mal encaminada de nuestros hombres ricos.
Efectivamente, sólo creyendo que es mal dirigida la filantropía del pueblo oriental, puede
explicarse que todo pensamiento de beneficencia encuentre simpática acogida, y que se
levanten cuantiosas suscripciones, para los enfermos, para los pobres, hasta para las fiestas, y
que sean contadas y reducidas, e insignificantes, las donaciones que se hacen a la educación: a
la educación, tan abatida y tan abandonada entre nosotros y que destituye males más grandes
que los de una epidemia, más profundos que los de la mendicidad, más temibles y más crueles
que ninguno.
El edificio de la escuela, es la escuela misma, ha dicho no recuerdo cuál autor,
queriendo significar con esto que allí donde la escuela se presente en condiciones externas,
atrayentes, dignas y convenientes, la educación adquirirá su verdadero desarrollo y toda su
importancia. Así, pues, la iniciativa de los señores Lezica, Lanuz y Fynn al construir el
Colegio de Villa Colón, importa un gran paso en la dirección que debe darse a la filantropía
del pueblo oriental, y es un ejemplo, que los amantes de la educación deben esforzarse por
presentar a todos los que se hallan en posición de poder imitarlo.
III
Pero, como he tratado de demostrarlo en uno de los capítulos de este libro, la acción
individual, por muy decidida que sea, no basta para responder a las múltiples y grandes
exigencias de la educación: es necesario el concurso de los ciudadanos y la acción resuelta del
Estado.
Por mi parte, abrigo el convencimiento de que estamos en víspera de grandes reformas
y de grandes transformaciones educacionistas en la República. Lenta, por falta de medios,
pero constante y decidida, ha sido la propaganda de la Sociedad que nos cabe el honor de
dirigir hoy: relativamente pequeñas son, hasta ahora, las manifestaciones externas de los
resultados de esa propaganda; pero, a nadie se oculta que corrientes simpáticas,
estremecimientos significativos, palpitaciones elocuentes, conmueven de un extremo al otro el
pensamiento de la República, en favor de la educación del pueblo.
En 1868 yo inicio en Montevideo, con el doctor don Carlos M. Ramírez, la formación
de la «Sociedad de Amigos de la Educación Popular»; el mismo año, ese pensamiento
encuentra una repercusión simpática en Nueva Palmira y se organiza allí una Sociedad seme-
jante, con los mismos propósitos y las mismas aspiraciones. Después, la situación política en
que se encuentra la República, exaltando las pasiones, preocupando todos los espíritus con los
acontecimientos del día, contiene el desarrollo de las sociedades educacionistas y el progreso
de aquellas ideas que han de dar por resultado las grandes reformas que presentimos. Mientras
el incendio voraz de la guerra civil ilumina la República con sus resplandores siniestros,
mucho hacen las escuelas en conservarse abiertas, la «Sociedad de Educación» de
Montevideo y la de Nueva Palmira con salvarse del inmenso naufragio que las amenaza, con
mantenerse de pie en medio a las ruinas que las rodean. Pero, cesa el estampido de la lucha,
llega la paz y, tan luego como vuelven las aguas, tranquilizadas, a su cauce, el pensamiento
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IV
Cuando llegue a darse forma a las leyes sobre educación, necesarias para responder a
las exigencias de nuestra época, de nuestras instituciones y de nuestro país, estas condiciones
fundamentales deberán tenerse en cuenta:
1° Dar rentas especiales a la educación, para ponerla al abrigo de las agitaciones
políticas y de las crisis financieras.
29 Descentralizar la administración, para estimular el interés y la actividad local, y dar
independencia a las autoridades y a la administración escolar, para librarla de la acción
deletérea de las pasiones y de los acontecimientos del día.
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Si esto es exacto, —y verdad tan palmaria ,no necesita demostrarse con mayor acopio
de razones, — la cuestión de la educación es la más importante de todas aquellas que pueden
preocupar el espíritu, ya que de ella depende el presente y el porvenir de la humanidad, que
se agitará en esta o en aquella esfera, se lanzará en esta o en aquella vía, según cuales sean los
fines que se proponga la educación que ha de formar las nuevas generaciones.
“La educación no significa sólo el saber leer y escribir, ni aun la adquisición de un
grado, por considerable que sea, de mera cultura intelectual. Es, en su más lato sentido, un
procedimiento que se extiende desde el principio hasta el fin de la existencia. Un niño viene al
mundo, y, desde entonces, empieza su educación. A menudo en la cuna, se ven en su consti-
tución los gérmenes de enfermedades o de deformidad, y mientras cuelga al pecho de la
madre, se empapa en impresiones que conservará durante toda su vida. En el primer período
de la infancia, la trama física se extiende y se robustece: pero su delicada estructura es
influenciada, en bien o en mal, por todas las circunstancias que lo rodean —limpieza, luz,
aire, alimento, calor. Poco a poco el joven ser interno se deja ver. Los sentidos se despiertan.
Los deseos y las afecciones asumen una forma más definitiva. Cada objeto que produce una
sensación; cada deseo satisfecho o contrariado: cada acto, palabra, o mirada de afección o de
disgusto, produce su efecto, unas veces ligero e imperceptible, otras obvio y permanente, en la
construcción, en la gestación del ser humano: o más bien en determinar la dirección en que
crecerá y se formará. Al través de los diferentes estados de la infancia, de la niñez, de la
juventud, de la virilidad, sigue el desarrollo de su naturaleza física, intelectual y moral,
ejerciendo sobre él influencia incesante las varias circunstancias de su condición: la
salubridad o insalubridad del aire que respira; la clase y suficiencia de alimento y vestidos; el
grado en que ejercita su poderes físicos; la libertad de que gozan sus sentidos, o el cómo se les
alienta a ejercitarse sobre los objetos externos; la extensión con que hace trabajar sus
facultades de recordar, de comparar, de razonar; lo que oye y lo que ve en el hogar; los
ejemplos morales de los padres; la disciplina de la escuela; la naturaleza y el grado de sus
estudios, recompensas y castigos; las cualidades personales de sus compañeros, las opiniones
y prácticas de la sociedad, juvenil y mayor, en la que se agita y el carácter de las instituciones
públicas bajo cuyo imperio vive. La acción sucesiva de todas esas circunstancias sobre el ser
humano, desde su primitiva infancia, constituye su educación: una educación que no termina
con la llegada a la virilidad, sino que continúa toda la vida”.
Cuando tan variadas circunstancias y tan múltiples impresiones ejercen influencia en
la educación general del hombre, no es posible abrazarla, en su conjunto, al ocuparse de los
conocimiento que una generación debe transmitir a la inmediata que le sucede. En sentido
menos vasto es forzoso considerar la educación, cuando se observa en sus relaciones con la
escuela, y ésta dejará siempre un vacío en la educación general del hombre, por mucho que se
perfeccionen sus procederes y por muy grandes que sean los beneficios que de ella se
reporten. La familia, primero, debe preparar y vigorizar la enseñanza de la escuela: la
sociedad, después, debe desarrollarla y completarla.
Asimismo, encarada en sus relaciones con la escuela, en el sentido concreto de la
palabra educación, todos los pensadores inteligentes rechazan la idea de que la lectura y la
escritura, con algún conocimiento de las cuentas, constituya la educación. La menor exigencia
que cualquier hombre inteligente tiene hoy en su favor, es que su dominio alcance a la triple
naturaleza del hombre: sobre su cuerpo, desarrollándolo, con la observación inteligente y
sistemada de aquellas benignas leyes que conservan la salud, dan vigor y prolongan la vida;
sobre su inteligencia, vigorizando la mente, enriqueciéndola con conocimiento, y cultivando
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los gustos, que se alían con la virtud, y también sobre sus facultades morales y religiosas,
robusteciendo la conciencia del bien y del deber.
“Mucho más arriba que todas las calificaciones especiales para objetos determinados, está la
importancia de formar para el bien, para el deber y para el honor la capacidad que es común a
toda la humanidad. Las ventajas que pertenecen a todos, tienen mucha más importancia que
las peculiaridades de cualquiera que sea. El agricultor hábil, el mecánico ingenioso, el artista
de talento, el legislador o el juez sabio, el maestro perfecto, son sólo modificaciones o
variedades del original hombre. El hombre es el tronco: las ocupaciones y profesiones son
sólo diferentes cualidades del fruto que produce. El desarrollo de la naturaleza común: el
cultivo de los gérmenes de inteligencia, rectitud, benevolencia, verdad, que en todos se
encuentran, eso es lo principal, la aspiración, el fin, el ideal — mientras que la preparación
especial para el campo o para la tienda, para el foro o para el bufete, para la tierra o para el
mar, no son más que incidentes.
“Las grandes necesidades de una raza como la nuestra, en un mundo como el nuestro, son:
Un cuerpo crecido en salud desde sus principios elementales: con fuerza y vida activa en
todas partes: impasible al calor y al frío y victorioso contra todas las vicisitudes de las
estaciones y las zonas; no agobiado por enfermedades, ni deshecho por temprana muerte, y
rejuveneciendo en medio a las fatigas de la edad. Una mente, tan fuerte para la vida inmortal,
como el cuerpo para la mortal; igualmente iluminada por la sabiduría y aleccionada por los
errores del pasado; con conocimiento de las leyes de la naturaleza, guiando sus fuerzas
elementales, como dirige los miembros de su propio cuerpo con los nervios de moción,
aliándose así, para su vigor, con las fuerzas inextinguibles de la Natura, vistiéndose, para su
belleza, con sus encantos sin fin, y donde quiera que vaya, llevando consigo un sol en su
mano, con el que explore los reinos de la Naturaleza y revele las verdades aún ignoradas. Y,
en fin, una naturaleza moral, presidiendo el todo, como una divinidad, alejando la tristeza y el
pesar, brillante en terrestres alegrías e inmortales esperanzas, y transfigurada y elevada por la
soberana y sublime aspiración de conocer y realizar el bien.» 1
Si esos son los fines de la educación, si ella se propone desarrollar y dirigir bien nuestra
entera naturaleza; si su oficio es damos mayor poder en todo sentido: poder de pensar, de
sentir, de querer, de practicar acciones externas; poder de observar, de razonar, de juzgar;
poder de adoptar firmemente buenos fines, y de perseguir eficazmente su realización: poder
de gobernarnos a nosotros mismos y de influenciar a los demás: poder de adquirir y de
conservar la felicidad; — si la inteligencia ha sido creada, no para recibir pasivamente algunas
palabras, fechas, hechos, sino para ser activa en la adquisición de la verdad, la educación debe
inspirarse en un profundo amor de lo verdadero y observar los procederes para investigarlo;
pero, el hombre, así como en todas las circunstancias es el artífice de su fortuna, lo es también
de su propia mente. La inteligencia humana está constituida de tal modo, que sólo puede
desarrollarse por su propia acción, y que en realidad cada hombre debe educarse a sí mismo.
Sus libros y sus maestros no son sino sus ayudantes; el trabajo es suyo. Un hombre no está
educado hasta que no posee la habilidad de poner, en cualquier emergencia, sus poderes
mentales en vigoroso ejercicio, para realizar el objeto que se propone: o, en otras palabras,
mientras que no se halla en aptitud de obrar conscientemente en todas las emergencias de su
vida. Como regla general, y en cuanto sea posible, debe hacerse que los niños sean sus
propios maestros — los descubridores de la verdad — los intérpretes de la Naturaleza — los
obreros de la ciencia: ayudarlos, para que se ayuden a si mismos.
Nada es más absurdo que la noción general de instrucción; como si la ciencia debiera
ser derramada en la mente, como el agua en un pozo, que espera a recibir pasivamente todo
cuanto llega. El crecimiento del saber se asemeja al crecimiento del fruto: aunque causas
externas puedan cooperar en cualquier grado, es el vigor y la virtud interna del árbol el que
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puede conducir los jugos hasta su completa madurez. Pero respetando esa ley ineludible del
desarrollo por el esfuerzo propio, la educación debe proponerse difundir los tesoros del saber
humano, cuya posesión es acaso la única que puede tenerse por todos a la vez. La misma
verdad puede enriquecer y ennoblecer todas las inteligencias al mismo tiempo. La difusión al
infinito no quita nada a su profundidad ni a su valor. Nadie se empobrece porque otros se
enriquezcan con ella. En esa parte de la economía divina, el privilegio de primogenitura
alcanza a todos: y cada hijo e hija de Adán es heredero de su infinito patrimonio. La edu-
cación, el saber como la luz del Sol, puede y debe alcanzar a todos sin que se empañe su
fulgor, ni se aminore su intensidad.
De esa difusión del saber, de esa labor fecunda de la educación, resultan ventajas y
beneficios para el individuo y para la sociedad, que se desconocen a menudo, siendo esa la
única causa que puede explicar el abandono en que, aún hoy, se tiene la educación en muchos
pueblos de la Tierra.
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una nueva empresa, o no salir de viaje en esos días nefastos! ¡Cuántas casas se han quemado
por haberse empezado en martes! ¡Cuántos buques han sufrido naufragio, por haber dejado el
puerto en un día viernes! Y, sin embargo, fue en ese día que Colón se hizo a la vela, en un
viaje que dio por resultado el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Otros, que no atribuyen tal vez ninguna influencia maléfica a los viernes o a los
martes, temen, sin embargo, sentarse a una mesa en la que se encuentran trece personas. Las
más puras alegrías, y las más sinceras expansiones, se amargan cuando son trece las personas
que se reúnen en una misma pieza. Aun en las clases más elevadas de la sociedad, ¿quién no
ha visto alguna vez, cuando se han reunido trece personas en una comida, hacer que se retire
alguno, o buscar un nuevo convidado, para salvarse de las calamidades que resultarían si trece
personas comiesen juntas, en una misma mesa? Otros ven con horror el hecho casual de que el
salero se derrame sobre la mesa, creyendo descubrir en la sal caída sobre el mantel el anuncio
terrible de futuras desgracias. Otros, en fin, encienden velas a santos que conceptúan
milagrosos, y se sienten dominados por el más grande pavor, cuando se oyen los truenos de
una tempestad.
No acabaríamos si fuésemos a mencionar, una por una, todas las preocupaciones
absurdas y los infundados temores, que llenan el espíritu y amargan la vida de los ignorantes,
así entre nosotros como en todos los pueblos de la Tierra.
Lejos de ser inocentes e inofensivas esas supersticiones, tienen a menudo los más
deplorables resultados, y es deber de los padres y maestros el tratar de destruirlas. La
ignorancia de las leyes y la economía de la Naturaleza, es la fuente principal de todas esas
absurdas opiniones. No sólo no encuentran base en la Naturaleza o en la experiencia, sino que
se oponen directamente a ambas. Así, en proporción que avanzamos en el conocimiento de las
leyes y la economía de la Naturaleza, percibimos claramente su futilidad y lo absurdas que
son. Destrúyanse las causas y desaparecerán los efectos. Es la educación la que realiza
fácilmente ese trabajo. Cierto es que el conocimiento de un número dado de lenguas muertas,
de las antigüedades griegas y romanas, de las sutilezas de la metafísica, de la mitología
pagana, de la política y de la poesía, pueden coexistir con esas supersticiones, como sucedía
en el caso del célebre crítico inglés doctor Samuel Johnson, que creía en los aparecidos y en
la doble vista. Por más importantes que en otro sentido sean esos ramos de una extensa y
variada educación, ellos no forman una barrera eficaz contra la admisión de opiniones
supersticiosas. Para conseguir esto la mente debe dirigirse al estudio del universo material, a
contemplar las variadas apariencias que presenta, y a señalar bien el resultado uniforme de las
leyes invariables que lo gobiernan. En particular, la atención debe dirigirse hacia los
descubrimientos realizados en los ramos de la naturaleza y del arte en los dos últimos siglos.
Con ese objeto, el estudio de la historia natural, que observa los varios hechos respecto a la
atmósfera, el agua, la tierra y los seres animados, combinado con el estudio de la filosofía
natural y la astronomía, que explican las causas de los fenómenos de la Naturaleza, tendrá una
juiciosa tendencia para alejar de la mente las nociones supersticiosas y falsas, y presentar a la
vista, al mismo tiempo, objetos de agradable contemplación. Hágase que una persona se
convenza profundamente, desde el principio, de que la Naturaleza es uniforme en sus
manifestaciones, y de que es gobernada por leyes regulares, y pronto se sentirá llena de
confianza, y no se alarmará fácilmente con los fenómenos ocasionales que, a primera vista,
pueden parecer excepciones de la regla general.
Enséñese, por ejemplo, que los eclipses son ocasionados simplemente por la
interposición de un cuerpo opaco: que son el resultado necesario de la inclinación de la órbita
de la Luna hacia la de la Tierra: que si esas órbitas estuvieran en el mismo plano habría un
eclipse de Sol y uno de Luna cada mes, ocurriendo el primero en el cambio y el segundo en la
plenitud, de la Luna; que los que ahora tienen lugar dependen de que la plena o nueva Luna
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cae en, o cerca del punto de intercepción de las órbitas de la Tierra y de la Luna, y que otros
planetas que tienen Luna experimentan también eclipses de una naturaleza semejante.
Ensénese que los cometas son cuerpos regulares que pertenecen a nuestros sistema, que
concluyen su evolución y aparecen y desaparecen en determinados períodos del tiempo: que
las auroras boreales, aunque se vean raras veces en los climas del sur, son frecuentes en las
regiones del norte y dan luz a los habitantes, en la ausencia del Sol, relacionándose probable-
mente con los fluidos magnéticos y eléctricos; que los fuegos fatuos, son luces inofensivas,
formadas por el incendio de cierta especie de gases que se producen en los terrenos sobre los
cuales aparecen; que los truenos no son más que el ruido producido por el choque de
electricidades contrarias en las nubes, y que son completamente inofensivos, puesto que
caminando la luz con mucha más rapidez que el sonido, el relámpago nos anuncia el choque
eléctrico y la partida del rayo, si se ha producido, mucho antes de que el trueno llegue a herir
nuestros oídos. Difúndanse en el pueblo en general, los conocimientos racionales de este
orden y aprenderá a contemplar la Naturaleza con tranquilidad y confianza, produciéndose
además el benéfico efecto de que los objetos y los hechos que antes eran considerados con
temor, y como nuncios de desgracia, se convertirán en fuentes de placer y serán observados
con emociones de contento.
Para destruir las pavorosas aprensiones que resultan del temor a los seres invisibles e
incorpóreos, instrúyase al hombre acerca de las variadas ilusiones ópticas a que estamos
sujetos, que nacen de la intervención de las nieblas y de la vaguedad de la visión en la noche,
que nos engaña, a menudo, haciéndonos tomar una mata de pasto que está cerca, por un árbol
a la distancia, y hágasele saber que, bajo la influencia de esas ilusiones, una imaginación
tímida transforma, fácilmente, la imagen vaga de una vaca, o de un caballo, en terrífico
fantasma de monstruoso tamaño; hágasele saber, apoyándose en hechos comprobados y
juiciosamente elegidos para servir de ejemplo, la poderosa influencia de la imaginación, para
crear formas ideales, especialmente cuando se halla dominada por el miedo; los efectos
producidos por el esfuerzo íntimo de la conciencia, trabajada por la culpa; los resultados que
producen los sueños quiméricos, el empleo de fuertes dosis de opio, la embriaguez, las pa-
siones histéricas, y otros desórdenes que afectan la mente. Preséntense a su vista,
experimentos ópticos, y los sorprendentes fenómenos producidos por la electricidad, el
galvanismo, el magnetismo, y los diferentes gases, junto con los resultados obtenidos por la
aplicación de la mecánica: en fin, hágasele ver la locura, el absurdo, la extravagancia de las
nociones que se aplican a las apariciones.
No hay cómo abrigar dudas de que, si conocimientos semejantes se difundiesen a
todos, el efecto sería la desaparición de las supersticiones, puesto que ese efecto se ha
producido siempre en los espíritus ilustrados. ¿Dónde se encuentra el hombre cuyo espíritu,
iluminado por las doctrinas y los descubrimientos de la ciencia moderna, permanece aún
esclavo de nociones supersticiosas y de vanos temores? ¿Qué hombre educado teme un
cometa, un eclipse, un fuego fatuo? ¿A cual se le ha aparecido un espectro levantado de su
tumba? ¿Cuál ha visto en los hechos naturales, como la reunión de trece personas o la caída
de un salero, anuncios de infelicidad y de sufrimiento? Aquellos seres y estos temores sólo
visitan a los ignorantes, o cuando menos a los que no están familiarizados con las ciencias
naturales. La difusión, pues, de los conocimientos útiles, destruye los males de la ignorancia,
males que han causado pesares y desgracias sin cuento a la familia humana.
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En la sociedad moderna, la ley ineludible del trabajo alcanza a todos, de una manera
más o menos directa, y, como todo esfuerzo exige una compensación, tendremos que,
originariamente, será más rico el hombre que, dedicándose a una industria o arte cualquiera,
pueda servirlo mejor, recibiendo por ello mayor retribución.
Parece innegable que, en la realización de un trabajo cualquiera por dos hombres, lo
hará mejor y más rápidamente el que sea más educado, es decir, el que tenga menos
dificultades que vencer, ya sea por estar familiarizado con aquello que lo ocupe, o ya por co-
nocerlo bien de otro modo.
Si esto es exacto tratándose de las meras artes manuales, lo es mil veces más cuando,
estudiando la realidad de las sociedades modernas, se observa al hombre como industrial,
como labrador, como comerciante, teniendo, en todos los casos, necesidad de educación para
vencer las dificultades que a cada paso se le presentan.
Los pasmosos descubrimientos de la industria moderna van suprimiendo, a cada día, el
empleo de la fuerza bruta del hombre, reemplazando la fuerza animal por la de las máquinas.
En todos los ramos de la actividad humana se requiere ya, muy generalmente, al ser
inteligente, que, al realizar su trabajo, ejercita, no sólo las fuerzas físicas, sino principalmente
las cualidades intelectuales que no poseen, ni poseerán nunca, las máquinas inventadas por el
hombre.
Los tristes efectos de la ignorancia se hacen sentir, cada vez más, en la mayor parte de
los pueblos europeos: el desarrollo creciente de la industria, exigiendo el empleo de más
inteligencias, y escaseando el trabajo para el obrero ignorante, crea un desequilibrio que sólo
la mayor difusión de la enseñanza hará desaparecer. Así los brazos que podemos llamar inteli-
gentes, reciben un salario más elevado, y son mil veces más solicitados, que los brazos
ignorantes, y, en consecuencia, la educación aumenta la fortuna del obrero, ya que eleva la
retribución de su trabajo.
Esta verdad se hace más palpable y más evidente a medida que el trabajo se complica,
es decir, que es más inteligente el esfuerzo que se demanda. Un simple dependiente de
comercio, el escribiente de un abogado, el procurador, el empleado, el jefe de la más
insignificante fábrica y, naturalmente, todos los que en la escala social ocupan funciones más
elevadas, obtienen mucha mayor retribución por un trabajo menor, que el obrero, por
inteligente que éste sea. El salario se regula, en realidad, por la educación que tiene el que lo
recibe, considerada ésta en sus relaciones con el trabajo que realiza.
Es por esa razón que la educación es la más valiosa herencia que los padres pueden
legar a sus hijos. Los bienes materiales, por cuantiosos que sean; las posiciones sociales por
elevadas y seguras que parezcan, son siempre instables y están expuestas a los azares de la
fortuna humana. Los únicos que no se pierden jamás, una vez adquiridos, son los que resultan
de la educación.
Los tiempos modernos han presentado de esta verdad ejemplos de una elocuencia tan
incontestable como fecunda para los espíritus observadores. El rey Luis Felipe, siendo
arrojado del trono de Francia, y yendo a vivir en el extranjero del sueldo que ganaba como
maestro, es un alto ejemplo de la instabilidad de la fortuna humana, y de que la educación es
el único bien que no se pierde nunca, y cuyos beneficios podemos utilizar en todas las épocas
de la vida, para salvarnos de los crueles naufragios.
¿Qué otra fortuna, qué otros bienes para vencer las dificultades de vida en el
extranjero, han llevado consigo la gran mayoría de los primeros hombres de las repúblicas
sudamericanas, a quienes las continuas convulsiones políticas arrojaron, proscritos, lejos del
suelo de la patria?
El pauperismo que corroe a las poblaciones europeas, es desconocido en Estados
Unidos, donde la mejor repartición de la riqueza pública hace que alcance a todos lo necesario
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para llenar, al menos, las más apremiantes necesidades de la vida, y si es cierto, que algo, y no
poco, influyen en ese resultado las instituciones políticas, él debe atribuirse, principalmente, a
la generalización de la educación, a la mayor suma de conocimientos que poseen los
norteamericanos, comparados con los pobladores de la Europa.
La educación es, pues, fortuna, fortuna que no se pierde, que no se gasta, que produce
siempre; capital atesorado, que reditúa constantemente, y que los padres pueden, y deben,
legar siempre a sus hijos.
Los poetas y los romancistas se han complacido a menudo en presentarnos con vividos
y alegres colores la vida de los hombres en las épocas de ignorancia de la humanidad; nada es,
sin embargo, más contrario a la verdad. A medida que se remonta la corriente de la historia, se
encuentra al hombre, viviendo con más dificultad, soportando mayores privaciones y mas
grandes dolores, perseguido por el hambre, por la mi-. seria, por la barbarie en todas sus
manifestaciones. No ya en las épocas primitivas del mundo, sino aun en la Edad Media, que
tanto se ha ensalzado por algunos escritores novelescos, ¿cuál era la vida de los hombres y de
las sociedades humanas en los países entonces más adelantados de la Tierra? Impotentes para
vencer, con la ignorancia, los obstáculos que la Naturaleza levanta a cada paso, enemigos
unos de otros, en guerra constante, los hombres vivían en un temor y una lucha sin tregua ni
descanso; unos pocos, los que se llamaban Señores Feudales, manteniéndose del trabajo de
sus Siervos, encerrados dentro los muros de sus castillos, sin más placeres ni más alegrías que
las agitaciones da la guerra; otros, los Siervos, la grande, la inmensa mayoría de las
poblaciones, viviendo en peores condiciones físicas que las de que gozan hoy, en los centros
civilizados, los animales domésticos, y hallándose poco más arriba que éstos en las
manifestaciones embrutecidas de su ser moral. En épocas más recientes, no era más feliz el
estado de los hombres, aun en los grandes centros de población, resultando de esas
deplorables condiciones de la existencia, que el término medio de la vida del hombre fuese
mucho más corto que en la época presente, como ha podido constatarlo la estadística. Pestes y
enfermedades sin cuento, causadas por la falta de cumplimiento de los más elementales
preceptos de la higiene, devoraban materialmente las poblaciones.
«Algunas horrorosas enfermedades han sido extirpadas por la ciencia, otras han sido
proscritas por la Policía, dice Macaulay. El término medio de la vida humana se ha alargado
en todo el reino y especialmente en las ciudades. El ano 1685 no se hizo notar especialmente
por sus enfermedades; sin embargo en 1685 murió más de uno en cada treinta y tres de los
habitantes de la capital. Hoy sólo muere anualmente uno en cuarenta de los habitantes de la
capital. La diferencia de la salubridad entre el Londres del Siglo XIX y el Londres del Siglo
XVII es mucho mayor que la diferencia entre Londres en una época ordinaria y Londres con
el cólera.»
Observaciones semejantes e iguales resultados a los que hace notar el célebre
historiador inglés han podido hacerse con respecto a los demás pueblos de la Europa,
evidenciándose, así, que las mejores condiciones de existencia, que resultan de la mayor difu-
sión de conocimientos entre los hombres, prolongan notablemente el término medio de la vida
humana, y, como consecuencia natural, la vida del individuo.
Y si esto sucede con respecto a la vida corpórea, al tiempo que nuestro cuerpo
permanece animado sobre la tierra, ¿cuánto más no se alarga la vida humana, con los
beneficios de la educación, si la consideramos en relación del tiempo que el hombre necesita
emplear para llenar las necesidades de la vida diaria?
Herederos del caudal atesorado del saber humano, disponiendo de los adelantos y los
descubrimientos realizados por todas las generaciones que sucesivamente han ido viviendo
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él cuestión de trivial importancia. Si el Sol le da luz de día y la Luna de noche, si las nubes
dejan caer sus acuáticos tesoros sobre el campo en que vive, está contento; eso le basta. No
tiene idea del modo cómo la inteligencia puede ser iluminada y desarrollada por la educación:
no comprende las especulaciones intelectuales, ni concibe los placeres que causan:
generalmente desdeña el saber y a menudo lo combate. Sólo aspira a aumentar su fortuna
material y a satisfacer sus apetitos sensuales. Los progresos realizados por la industria, los
descubrimientos de la ciencia, los adelantos de los demás hombres, lo encuentran rebelde,
dispuesto a rechazar todo lo que importe una innovación, sea política, religiosa, social o
industrial, y a defender «lo que se ha hecho siempre», aunque sea, como sucede con la mayor
parte de los agricultores de nuestra campana, perder la cosecha, cuando cae una lluvia, por no
haber tenido la previsión de construir un galpón donde encerrar el trigo antes de separarlo de
la paja.
Si dependiera de él, el mundo moral permanecería siempre, como el mundo físico en
los primeros días de la creación, y los hombres vivirían agregando uno más a los seres
irracionales que pueblan la Tierra. Es evidente que un individuo semejante, —y el mundo
contiene millares y millones de hombres así, — no eleva jamás su mente hasta la altura
tranquila donde halla el hombre ilustrado sus más puras e inefables alegrías. Presa de las
preocupaciones más absurdas, del temor a los espectros, a los maleficios, a loa seres
sobrenaturales, encerrado en un círculo estrecho, ahogado por la atmósfera asfixiante del más
degradante materialismo, el hombre ignorante cruza la vida como una sombra, sin dejar una
huella de su pasaje por el mundo, y sin que una sola alegría verdadera lo compense de sus
temores, de su trabajo y de su miseria.
Por el contrario, el hombre ilustrado, cuya mente se halla iluminada por la luz de la ciencia,
tiene visiones, y sentimientos, y placeres, a que es completamente extraña la ignorancia. Con
las numerosas y multiformes ideas que ha adquirido, penetra en un nuevo mundo, rico en
escenas, objetos y movimientos que el hombre ignorante no concibe siquiera. El puede trazar
la corriente del tiempo desde su principio, y deteniéndose al seguir su curso, observar los más
memorables acontecimientos que se han producido, desde las edades primitivas hasta el día de
hoy: la grandeza y decadencia de los imperios, las revoluciones de las naciones, las luchas de
los hombres entre sí y de la humanidad con la naturaleza, los sucesos que han seguido su
marcha, regular para la mirada del pensador ilustrado, aunque inexplicable para la ignorancia,
los progresos de la civilización, de las artes y de las ciencias, las revoluciones y los cambios
que se han producido en la naturaleza física del globo terráqueo, y, en una palabra, la
peregrinación del hombre, como ser inteligente, que observa y atesora sus observaciones, para
transmitirlas a las generaciones que le suceden, formando con ellas el caudal inagotado e
inagotable de la sabiduría humana. La mirada mental del hombre ilustrado puede recorrer el
mundo en todos sus varios aspectos: contemplar los continentes, las islas y los océanos que
rodean su exterior; los ríos que bordan la Tierra con largas cintas de plata; las cadenas de
montañas que diversifican su superficie; la naturaleza exuberante de los trópicos y la
naturaleza helada de los polos. Al amor apacible de la lumbre, en las frías noches de invierno,
respirando el aire vivificante del hogar tranquilo, el hombre ilustrado puede recorrer con la
mente las razas y los pueblos que se esparcen sobre la superficie de la Tierra, observar sus
usos, sus costumbres, su religión, sus leyes, su comercio, los progresos de su industria, su
arte, sus ciencias, las ciudades en que se aglomeran, las campanas que cultivan, respirando en
ellas el perfume de las flores, acogiéndose a la grata sombra de los árboles, oyendo el
murmullo de las fuentes, viendo los animales que pacen la hierba, los reptiles que entre ella se
deslizan o las aves que vuelan en el espacio y se posan sobre las ramas de los árboles y,
levantando su vista de la tierra a los cielos, el hombre ilustrado puede recorrer con su espíritu
el firmamento, con sus millares de luminosas estrellas, con sus flamígeros cometas, con sus
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planetas, con sus constelaciones, con su sol, con todas sus maravillas: y, descendiendo del cie-
lo a su propio ser, el hombre ilustrado puede recorrer en sí mismo la clave de sentimiento
delicados, desconocidos del hombre sin educación, oyendo la música inefable de la
conciencia, satisfecha de amar y obrar el bien.
Y ¿cuáles de los groseros y torpes placeres de loa ignorantes, pueden compararse con
las puras e intensas alegrías de los hombres cultos e ilustrados? Ora se entreguen a las
especulaciones del espíritu ora se abandonen a las expansiones del alma, u ora dejen mani-
festarse libremente los sentimientos, hay siempre en las alegrías y en los placeres del hombre
ilustrado el armónico consorcio de la naturaleza y del arte, de la imaginación y de la razón,
del ser humano y del saber. Fuentes de la sabiduría, vosotras sois también las fuentes de la
verdadera felicidad!!
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«La criminalidad está, pues, en razón inversa no del número de las iglesias, sino del
número de las escuelas.»
El mismo resultado constata el señor don Fernando Garrido en «La España
Contemporánea»:
«El siguiente cuadro va a demostrarnos, dice, que la instrucción se generaliza
proporcionalmente a la disminución del clero:
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población se elevaba sólo a 3:316.536 habitantes, la pena de prisión fue aplicada a 15.4.83
personas o 1 sobre 214. En 1864, cuando la población había alcanzado a la cifra de 4:114.141
amias, esa pena no alcanzó más que a 11.998 personas, en consecuencia 1 en cada 342,
comprendidas en estas, no sólo las que fueron detenidas por muy ligeras contravenciones
contra las disposiciones policiales, que son castigadas actualmente con más severidad que
antes, sino también, las 298 personas presas en ese año por deudas.
“Por lo que respecta al número de condenados durante los dos años que se comparan,
la proporción no es menos satisfactoria.
“En 1845 hubo 1.732 condenaciones por violación de las leyes de la moral: en 1864 no
hubo más que 938. Entre éstas el número de los adulterios había disminuido de 149 a 67, el de
los comercios ilegítimos de 1.565 a 881, la mitad poco más o menos.
“En 1845 se aprisionaron 12.661 personas por delitos cometidos en detrimento de los
particulares, y en 1864 sólo 3.874. El número de los envenenamientos y asesinatos era de 3 a
5 como en 1845, pero en 1864 el de muertes con premeditación había disminuido de 72 a 5,
el de los homicidios de 79 a 19. El número de los infanticidios había aumentado
desgraciadamente de 56 a 72. El de los malos tratamientos en general había disminuido de
5.379 a 2.828, y el de los individuos detenidos por injurias, de 1.580 a 650.
“El número de personas detenidas por ataques a la propiedad se elevó en 1845, a
4.913, mientras que no subió en 1864 sino a 3.316. En este número las condenaciones por
muerte y brigandaje había disminuido de 20 a 7 y las de robo con efracción de 2.520 a 1.371.
“Las condenaciones por crímenes y contravenciones de la ley, de toda especie, daban
en 1845 un total de 31.711, en todo el reino, y en 1864 ese número no se elevó sino a 21.599.
En consecuencia hubo una disminución de poco más o menos un 33 %, al mismo tiempo que
la población se había aumentado cerca de un 25 %. En el primer año fue condenado 1 en cada
104 habitantes, y en el segundo 1 en cada 190”.
Aun cuando se refiere a época no muy reciente, parécenos ventajoso reproducir la
siguiente comparación que establece Mayhew en la obra que hemos citado ya varias veces:
«En Inglaterra y el país de Gales, dice, el número total de convictos de muerte en 1826 fue de
13, y el de heridas con intención de matar de 14: mientras que en España el número de con-
victos en el mismo año fue, por muerte 1.233, y por heridas con intención de matar 1.773, o
más de cien veces más que el primer país.
«El interesante informe de Mr. Duruy sobre la instrucción primaria en Francia da a
este respecto cifras concluyentes. Así, el número total de los acusados por crímenes, de edad
de menos de 21 años, que había disminuido solamente de 235 en el período decenal de 1828-
1836, al período decenal de 1838-1847, decreció de 4.152, es decir casi dieciocho veces más,
en el período 1838-1847, al período 1853-1862. En 1847 se contaban 115 jóvenes de menos
de 16 años conducidos ante la justicia; en 1862 no hubo más que 44. En Alemania, en Prusia,
en Inglaterra, a medida que la educación se mejora y se difunde, el número de los crímenes
disminuye. En las prisiones de Vaud, de Neufchátel, de Zurich, hay uno o dos detenidos: a
menudo están vacías. En el país de Badén, en el que desde treinta años se ha hecho mucho por
la instrucción pública, de 1854 a 1861 el número de los presos ' ha bajado de 1.426 a 691: así,
se suprimen algunas prisiones. La Baviera, tristemente célebre por el número de sus
nacimientos ilegítimos, ve al fin disminuir la humillante cifra”.
Así el hecho es constante y los resultados son siempre los mismos: la mayor difusión
de la educación en el pueblo produce la disminución de los crímenes y los vicios. Mejorando
sus condiciones materiales y morales, la sociedad, como el individuo, a medida que se educa,
ve disminuir, progresiva y relativamente, el crimen, los vicios, la violación de la ley, moral y
política, — en una palabra, todos los actos punibles del hombre en sociedad. Es que la
educación, purificando la conciencia individual, es la barrera más poderosa que puede
oponerse al desborde de las malas pasiones, que engrendran el crimen.
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Sensible es que la falta absoluta de datos estadísticos nos impida hacer para la
República Oriental las observaciones que hemos hecho para otros países. Si así no fuese,
estamos seguros de que los números, las cifras, los hechos, vendrían a demostrar que, también
entre nosotros, como en todas partes, la criminalidad está en relación directa con la ignorancia
e inversa con la ilustración del individuo. Las cifras, no hay que dudarlo, serían espantosas y
hablarían alto y fuerte, aun a los espíritus más reacios, para convencerlos de que la sociedad
oriental está al borde del abismo, y no podrá salvarse de caer en él, si no reacciona contra el
deplorable abandono en que ha vivido hasta ahora, con respecto a la educación, y no hace que,
en pocos años, puedan decirse de la República Oriental estas bellas palabras que aplica Mr.
Laveleye a la República del Norte: «En Estados Unidos, dice, cuando se grita ¡a la
ignorancia!, es como cuando se grita ¡fuego!: cada uno corre para combatir el mal y no se
detiene hasta que no lo ha vencido”2.
1. Habríamos deseado agregar un cuadro semejante, relativo a la República Oriental,
para establecer comparaciones 3 sacar las naturales deducciones, pero no nos ha sido posible
hacerlo porque faltan absolutamente datos que puedan llamarse serios. En la interesante obra
sobre Estadística de 1« República, publicada recientemente por Mr. Vaillant, no has más con
respecto a la criminalidad que un cuadro del movimiento de la cárcel de Montevideo en los
años 1868, 1870 1871; pero ese cuadro presenta resultados irrisorios, que abogan poco en
favor de la exactitud de los datos estadísticos trasmitidos por las oficinas públicas, o al menos
en favor de lo que se persiguen entre nosotros los criminales. Basta decir que, según ese
cuadro, entraron a la cárcel en 1868, 7 asesinos, en 1870, 16 y en 1871 nada más que 1. —
¿Apoyándonos en esos datos, vamos a decir, acaso, que el asesinato disminuyó en la
República en la proporción de 16 a 1, precisamente en los años en que la guerra civil
enconaba las pasiones y abría ancho campo a su desborde? Constatamos, pues, los resultados
de la educación para disminuir el crimen, en otros países: cuando tengamos verdadera
estadística en la República, seguramente podremos constatar entre nosotros el mismo
resultado.
Con el objeto de presentar de un golpe el resultado uniforme que constatan los datos
estadísticos, hemos condensado en el siguiente cuadro los que respecto a la Suecia nos tras-
mite M. de Laveleye:
2 Instruction du Peuple
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3Los gastos para la educación, que eran en 1860 de 40 millones de pesos, se han elevado en 1870 a muy cerca de 100
millones de pesos, lo que da en diez años un aumento de 60 millones.
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Argentina, diremos nosotros), en los países de origen latino, no menos que en los de origen
anglosajón, se han puesto seriamente a la obra”.
El movimiento es, pues, universal: acaso el único pueblo que permanece indiferente,
en presencia de esa cruzada contra la ignorancia, es la España, víctima expiatoria de sistemas
políticos y religiosos que la historia no ha juzgado aún con toda la severidad que merecen.
Y es que el pasmoso crecimiento de los Estados Unidos del Norte, la fuerza incontrastable
que han adquirido, en apenas un siglo de existencia, su fortuna, su prosperidad, su grandeza,
presentando el ejemplo práctico de los milagros que opera la difusión de la enseñanza, ha
despertado la actividad dormida de todos los pueblos, más, acaso, que los escritos y los
trabajos de los más distinguidos pensadores. En los últimos anos, las catástrofes que han
pesado sobre la Francia, y la marcha triunfal de la Alemania, han convencido, aun a los más
reacios y a los más rutineros de los hombres de Estado de todas las naciones, de que la
educación es el poder, es la fortuna, es la prosperidad.
Gracias a la organización inteligente de sus escuelas, a la difusión del saber a todas las
clases sociales, a la educación del pueblo, la Prusia, hace apenas un siglo oscuro principado,
la Alemania, ayer no más cuerpo dislocado, sin poder y sin influencia, se han convertido en la
nación más poderosa de la Europa, y han asombrado al mundo con sus victorias sobre el
pueblo más guerrero de la Tierra. El ejército francés, hasta entonces hijo mimado de la
Victoria, se ha batido con las escuelas alemanas en la campaña de 1870-71 y ha sido vencido:
debía suceder, la inteligencia es más fuerte que la fuerza.
Junto a la Alemania, una nación pequeña, sin veleidades guerrera, ni aspiraciones contrarias
a la democracia, la Suiza, ha realizado también milagros, gracias a la organización de sus
escuelas y a la difusión de la enseñanza.
«Tiempo es ya de darnos prisa, dice Mr. Duruy hablando de ella. En la pacífica pero
terrible lucha en que se hallan empeñadas las naciones industriales, no estará reservada la
victoria a la que ofrezca mayor número de brazos o mayor suma de capital, sino a aquella
cuyas clases obreras sean más arregladas, más inteligentes y más educadas. Si alguno duda de
la revolución que se opera, fije" la vista en la Suiza, aquel país lleno de lagos y montañas, que
tan bello ha hecho la Naturaleza, negándole, sin embargo, las condiciones necesarias para
hacerlo el asiento de industria; país querido de los artistas y de los poetas, pero sin puertos, ni
ríos navegables, sin canales y sin minas. Y con todo, del seno de esa esterilidad se exportan
anualmente productos bastantes para hacer frente a los consumos importados, y, sobre todo, a
los doscientos millones de francos en mercancías que la Francia sola vende a aquel pueblo,
que, en otro tiempo, sólo ofrecía mercenarios a los ejércitos extranjeros, como su único ramo
de industria. Hoy posee tal número de hombres inteligentes que, en cualquier parte del mun-
do, una colonia suiza ocupa el primer lugar y, en casi todas las grandes casas de comercio, se
encuentran hábiles dependientes venidos de Bale, de Zurich o Neufchátel.» Es la obra de la
escuela, es el resultado infalible de la educación del pueblo.
De este lado del Atlántico, los Estados Unidos, aliando la escuela con la democracia,
los dos grandes principios de la sociedad moderna, han sabido convertirse, en cien años de
vida independiente, en la más grande, en la más rica y en la más feliz de las naciones mo-
dernas.
Tales ejemplos hacen inútil todo comentario. Los hombres de Estado, los pensadores, los
hombres de buena voluntad, los patriotas de todos los países, debieran abrigar, como la más
grande de las aspiraciones, el hacer suyas, aplicándolas a su patria, las nobles palabras
pronunciadas hace algunos años por Mr. Garfield en el Senado de Estados Unidos: «Si se me
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preguntara hoy, decía, de qué me envanezco más en mi propio Estado (Ohio), no señalaría las
brillantes páginas de sus fastos militares, ni los heroicos soldados y oficiales que dio para la
lucha; no señalaría los grandes hombres pasados y presentes que ha producido, sino que
mostraría sus escuelas públicas; mostraría el hecho honorífico de que durante los cinco años
de la última guerra, ha gastado 12:000.000 de pesos para mantener sus escuelas públicas: no
incluyo en la suma lo gastado en la enseñanza superior. Señalaría el hecho de que cincuenta y
dos por ciento de las rentas cobradas en el Ohio, durante los cinco últimos años, a más de los
impuestos para pagar su deuda pública, ha sido para el sostenimiento de escuelas. Yo
mostraría las escuelas de Cincinnati, de Cleveland, de Toledo si hubiese de ostentar ante un
extranjero las glorias del Ohio. Mostraríale los mil trescientos edificios de escuela, con sus
setecientos mil niños en las escuelas de Ohio. Mostraríale la cifra de tres millones de pesos
que ha pagado este último año: y, a mi juicio, esta es la verdadera medida para apreciar el
progreso y la gloria de los Estados”4.
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La misma atmósfera que se respira en las democracias está llena de ideas respecto a
los derechos políticos y sociales, a las relaciones de gobernantes y gobernados, a la propiedad,
a la omnipotencia del pueblo. Falsas o verdaderas, todos adquieren ideas, más o menos
elementales, respecto a sus derechos, y entre nosotros, aun el más oscuro habitante de nuestra
campaña, en las agitaciones políticas, en el tumulto de la vida revolucionaria, en los
campamentos de la guerra civil, en las elecciones farsaicas de una república, sin republicanos,
ha adquirido ideas con respecto a su derecho, que robustecen y desarrollan la tendencia, vaga
pero constante, a la independencia, a la libertad que vive y palpita en todos los hombres y que
sólo el despotismo puede ahogar por completo. En bien o en mal, para servir la civilización o
para combatirla, para aumentar su felicidad o hacerla imposible, los pueblos que han adoptado
la forma democrático - republicana, se agitan siempre: no se encuentra en ellos el marasmo
estúpido de las sociedades monárquicas; no es sólo la ignorancia absoluta lo que los gangrena,
cuando viven como las repúblicas sudamericanas: son también los malos hábitos, las ideas
falsas, las malas pasiones en ebullición, las aspiraciones ilegítimas en ejercicio, en una
palabra, el esfuerzo realizado sin conciencia.
Resultan de ahí, bajo el gobierno democrático, males y desgracias sin cuento, que sólo
la educación del pueblo puede destruir.
«Ningún hombre, dice un distinguido pensador, por mera intuición o instinto, forma
opiniones justas sobre mil cuestiones, respecto a la sociedad civil, a su jurisprudencia, a sus
deberes locales, nacionales e internacionales. Muchas verdades, vitales para la felicidad
pública, difieren tanto, en la realidad, de la apariencia que ofrecen a los espíritus sin
ilustración, como el tamaño aparente del Sol difiere de su tamaño real que, en verdad, es
tantas veces mayor que la Tierra, aun cuando, para el ojo ignorante, parece tantas veces
menor6. Y sí, dejando al hombre en la ignorancia, hemos de llamar al ciudadano a una vida
activa, haciéndole correr todos los peligros que ofrecen nuestras instituciones, cuando no son
ayudadas por una instrucción especial, si hemos de poner en sus manos todos los instrumentos
y auxilios que ofrece, así al ignorante como al hombre ilustrado, nuestra doctrina de la
igualdad democrática, el resultado será que tenga un poder de hacer mal mucho mayor, que el
que los ignorantes han tenido hasta ahora bajo el gobierno monárquico, que sofoca y anula la
personalidad humana. Es una verdad por todos sabida que las instituciones libres multiplican
la energía humana.
En un gobierno despótico las facultades humanas son mutiladas y paralizadas; en una
república crecen con intensa fuerza y se producen con incontrastable impetuosidad. En el
primer caso están circunscriptas y estrechadas en un limitado rango de acción: en el segundo
tienen ancho campo y vasto espacio, y pueden elevarse a la gloria o sepultarse en la ruina. De
aquí que la ignorancia del pueblo, bajo el gobierno despótico, sea una causa de desgracia, de
aniquilamiento, y de impotencia, pero no un peligro; mientras que la ignorancia, bajo el
gobierno republicano, es una amenaza constante y un peligro inminente. Bajo el gobierno
despótico el hombre del pueblo, ignorante, se iguala casi al ser irracional: mientras que en la
república, el solo roce de las instituciones libres evoca pasiones, y aspiraciones, que, sin
destruir la ignorancia, la desencadenan, y la hacen más temible. La ignorancia, bajo el
despotismo produce ese orden enfermo que Alfieri llamaba una vida sin alma: bajo la
república, incuba y produce los motines, las asonadas, las revueltas constantes, la violación de
las leyes, el falseamiento de las instituciones, la anarquía erigida en gobierno, en una palabra,
el caos ocultándose bajo el título y las formas aparentes de las instituciones libres.
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Al abordar este punto, que no es posible dejar de tratar en un libro sobre educación, pisamos
un terreno ardiente, y estamos expuestos a chocar con viejas y modernas preocupaciones, con
mal entendidos sentimientos de patriotismo, con mezquinas ideas respecto a la libertad, con
pequeñeces de partido, que aspiran a los honores de doctrinas, con rencillas de barrio que se
cubren con el título de grandes cuestiones nacionales: y no es nuestro objeto, ni nuestra
aspiración, provocar controversias políticas, alterando la tranquilidad del espíritu, y turbando
la serenidad de la augusta esfera de la propaganda educacionista, con el choque de pasiones y
de ideas a que son, y deben ser, extraños los intereses educacionistas del pueblo oriental.
Vivimos demasiado a prisa en este país: las exigencias de todos los días nos apremian
demasiado, para que hayamos tenido tiempo de detenernos a estudiar, tranquilamente, todas
las grandes cuestiones que preocupan a la sociedad moderna. Para probarlo, hasta recordar
que, al ano, acaso no se publica en la República un solo libro original. La controversia está
circunscrita, entre nosotros, a la prensa diaria: y, natural y forzosamente, se resiente del tono
agrio y del sabor amargo de la polémica. No es raro, pues, que al tratar de la educación en sus
relaciones con la vida democrática, lo que tan íntimamente se relaciona con todas las
cuestiones políticas de nuestro país, y aún con todas las cuestiones primordiales de política
militante, abriguemos nosotros, periodistas ayer, el temor de desvirtuar la palabra tranquila
del propagandista de educación, con la frase severa, ruda, a veces agresiva del periodista
político. Para salvarnos de ese peligro, y conservar a este libro su completa imparcialidad en
las cuestiones de política militante, de controversia y de polémica diaria, preferimos traducir
los siguientes párrafos de la interesante obra de Mr. Laveleye que lleva por titulo
“L'Instruction du peuple”:
“En Europa, dice, los pueblos se imaginan que para fundar la república y la libertad
basta proclamar la una y decretar la otra. Se derroca un gobierno, se vota una nueva
constitución, se adoptan los emblemas republicanos, se cambian los nombres de las calles, se
inscribe una divisa igualitaria en el frontis de los monumentos, y después, si se encuentran
resistencias, si las disidencias se acentúan, si, en fin, el nuevo edificio amenaza derrumbarse,
se grita ¡a la traición!, se acusa a la reacción.
“Los americanos, aclarados por una larga experiencia de las instituciones libres, no
ignoran que para fundar o mantener la república, es necesario crearle el medio que la haga
viable, y que ese fin no se alcanza sino al precio de esfuerzos incesantes y de muy grandes
sacrificios. En las sociedades primitivas, entre los galos, entre los germanos, y aún hoy en los
cantones montañosos de la Suiza, la libertad reina sin tantos esfuerzos, porque las relaciones
de los hombres entre sí son sencillas, y casi iguales sus condiciones ; pero, en nuestras
sociedades, donde la desigualdad de las fortunas provoca la hostilidad de las clases, donde las
necesidades del Estado exigen pesados impuestos, donde las relaciones son tan complicadas,
es un problema muy difícil el hacer coexistir la libertad y el orden, bajo un régimen que deja
al voto de toaos los ciudadanos la creación de todos los poderes. Los americanos gozan bajo
este aspecto de condiciones que no posee ningún país europeo. Los Estados de la Unión
Americana fueron fundados por hombres de élite, profundamente religiosos, que huían de su
patria para conservar su libertad. Aquellos hombres habían heredado de sus antecesores el
hábito del self government: habían adoptado un culto que, mejor que ningún otro, prepara al
hombre para pensar y obrar por sí mismo. Consagraron en sus constituciones los derechos que
se llaman los grandes principios del 89. New-Jersey, Rhode-Island, Massachussetts
proclamaron todas las libertades modernas sin restricción. El principio de la soberanía del
pueblo, formulado en términos precisos, (we put the power in the people) ha sido aplicado con
tanta consecuencia que todos los funcionarios, aun los jueces, son elegidos directamente y por
un tiempo muy corto: y esas constituciones se han mantenido desde hace dos siglos y medio.
Los americanos tienen, pues, la tradición de la libertad.
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eran vanos discursos. Toda su influencia se empleó sin cesar en favorecer el desarrollo de la
instrucción pública. Ha resultado de aquí que el primer artículo del credo político de los
americanos, y el más universalmente admitido, es este: el deber más sagrado, y el más grande
interés de la nación, es poner al alcance de todo niño el grado de instrucción que es
indispensable para llenar los deberes del ciudadano.
«En Europa ya no se niega la utilidad de la enseñanza popular, desde que recientes
acontecimientos han venido a mostrar que ella es indispensable, aun en el ejército. Se elogian
con gusto las ventajas que de ella resultan, pero se obra como si no se creyera nada de ello.
(¿No sucede lo mismo entre nosotros?) En América, el primer servicio del Estado es la ins-
trucción pública, y jamás los contribuyentes hesitan en votar los gastos que ella exige. Aquí,
consideramos la enseñanza, sobre todo, como un interés privado, al que el padre de familia
debe proveer; allí, se ve en ella un interés público, de primer orden, del que el Estado debe
tener cuidado. La práctica de las instituciones republicanas exige que todo hombre, si es
elector, sea al menos capaz de emitir un voto reflexivo y sensato. La educación universal es,
pues, la condición del sufragio universal. ¿Cómo se mantendría la república teniendo por base
la ignorancia y la inmoralidad? Los ciudadanos pueden ser alternativamente jurados, testigos,
magistrados municipales, soldados: para llenar debidamente todas esas funciones cívicas
cierta instrucción es necesaria, no sólo para el individuo, sino, aun, para la marcha regular de
las instituciones libres. La instrucción de todos los ciudadanos siendo, pues, necesaria para la
salud del Estado, es el Estado el que debe proveerla, pues la experiencia ha demostrado, de
una manera irrefutable que los esfuerzos individuales, aún sostenidos por el sentimiento
religioso o filantrópico, no bastan en este caso.
«La escuela primaria, afirman los americanos, es la base y el cimiento de su poderosa
república. Gratuita para todos, abierta a todos, recibiendo en sus bancos niños de todas las
clases y de todos los cultos, hace olvidar las distinciones sociales, amortigua las animosidades
religiosas, destruye las preocupaciones y las antipatías, e inspira, a cada uno, el amor de la
patria común y el respeto de las instituciones libres: es una institución admirable y que explica
el éxito de la democracia en Estados Unidos. Uno se asombra al ver las masas de extranjeros,
que la inmigración les lleva cada ano, absorbida en el acto por la nacionalidad americana. Es
la escuela la que desde la primera generación les imprime el sello de las costumbres na-
cionales, les comunica las ideas reinantes y, así, los hace capaces de ejercer los derechos del
ciudadano. Sin la escuela, la Unión habría dejado de existir desde hace largo tiempo,
destrozada por las facciones, sepultada por las olas de ignorancia que le envía sin cesar la
Europa, la Irlanda sobre todo8. Cálculos recientes muestran que, si toda la inmigración
hubiera cesado desde 1810, la población libre de los Estados Unidos, en lugar de elevarse en
enero de 1864 a 29:902.000, no habría alcanzado más que a 10 millones y medio, poco más o
menos. Los inmigrantes y sus descendientes forman, pues, las dos terceras partes de la
población. Es por la educación, que el núcleo primitivo, tan inferior en número a los
elementos extranjeros, ha llegado a asimilárselos y a comunicarles las cualidades origínales y
fuertes, que distinguen a la antigua raza anglosajona y puritana.
«¿Cuántas veces, durante la guerra civil, no se ha predicho que los Estados del Oeste
iban a separarse de los de las costas del Atlántico, y que la California formaría también una
república independiente, en las riberas del Pacífico? Y, en efecto, los amigos de la causa del
Norte no han dejado de temerlo. Aquellos Estados lejanos habrían podido creer que era un
medio cómodo de escapar al impuesto de sangre, y al pago de su parte en la deuda federal: ni
siquiera han soñado hacerlo. Los maestros de escuela, venidos en gran número de la Nueva
8 El mismo peligro nos amenaza, aun cuando pocos irlandeses lleguen a la República, y nosotros no
tenemos establecida la escuela que ha de salvarnos. ¿No la estableciéremos?
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que nadie tiene el derecho de practicarlas. Así, la libertad propia tiene por límite insalvable la
libertad ajena. Mientras que una acción no daña a nadie, o daña solo al que la practica, el indi-
viduo es libre de hacerla; pero cuando con ella causa perjuicio a otro, comete un abuso, que el
poder público debe impedir, como encargado de garantir a todos los miembros de la
comunidad, el pleno goce de su libertad y su derecho. Todo el que comete un acto injusto o
perjudicial cae bajo la acción de la justicia: el poder público, reprime el abuso, ya que no lo
prevenga.
Y estos principios, que sirven de base a la sociedad, Son aplicables lo mismo a la
educación de los niños, que a todos los actos del hombre. Si el Estado exige ciertas
condiciones para el ejercicio de la ciudadanía, que sólo pueden adquirirse por medio de la
educación, el padre que priva a su hijo de esa educación, comete un abuso, que el poder
público debe reprimir, por una parte, en defensa de los derechos del menor, que son
desconocidos, por la otra en salvaguardia de la sociedad que es atacada en sus fundamentos,
con la conservación y propagación de la ignorancia».
Nadie niega al Estado la facultad de obligar a los padres y tutores a dar al niño el
alimento necesario para el desarrollo de su parte física. ¿Cómo, entonces, puede negársele la
facultad de obligarlos igualmente a que les den, o al menos no les priven, del alimento
intelectual que necesitan para el desarrollo de su ser espiritual?
No quiere decir esto, sin embargo, que el Estado pueda imponer al padre la clase de
alimento, físico o intelectual, que debe dar al niño; no: lo que puede y debe exigir es que lo
nutra convenientemente, en su doble naturaleza físical y moral.
El Congreso Internacional de Beneficencia reunido en Francfort en 1857, consagró
ese principio en los términos siguientes: «La instrucción elemental, la que es indispensable a
todos, debe ser obligatoria, en el sentido de que ningún padre o tutor puede abstenerse de
hacer participar a su hijo o a su pupilo, de los beneficios que ella ofrece, conservando, sin
embargo, la plena y entera libertad de escoger el modo de enseñanza, la escuela y el instructor
que juzgue conveniente.»
El doctor Stubenrauch, miembro informante de la Segunda Sección, justificaba del
modo siguiente el principio que el Congreso acababa de votar unánimemente:
«A primera vista podría encontrarse una especie de contradicción entre la
proclamación, por una parte, del principio de la instrucción obligatoria y, por la otra, del
principio de la libertad de enseñanza: pero esta contradicción no es más que aparente: se
resuelve en definitiva, por una armonía de las más completas. Reconocemos, en efecto, la
libertad individual del hombre; pero esa libertad tiene sus límites: es el interés social, es la ley
la que debe regular su ejercicio, dando su alta sanción a las obligaciones que tienen su origen
en los preceptos de la religión y la moral.
“La libertad del padre o del tutor, y su derecho sobre el hijo o el pupilo, no alcanza
hasta el abuso de ese derecho: hasta exonerarlos de las obligaciones que les corresponden. El
niño tiene también, por su parte, un derecho no menos sagrado: el de ser admitido a los
beneficios de una educación conforme a su destino. Es, seguramente, al padre o al tutor que
pertenece el proteger el ejercicio de ese derecho del niño; pero, bajo este aspecto, el Estado
tiene, igualmente, una tutela que ejercer. Debe velar para que los padres no desconozcan sus
obligaciones; debe ayudarlos, y si es necesario, obligarlos a hacer lo que exige el bienestar
futuro de sus hijos. Estos no están en estado de protegerse a sí mismos contra los resultados
de la imprevisión, de la mala voluntad, o de la ceguedad de sus padres. ¿Dónde irían a
refugiarse, si el Estado no les tendiese una mano protectora?
“Pero aquí no sólo está en juego el interés de los hijos: hay también el interés de la
sociedad que exige, imperiosamente, que se agote, en cuanto sea posible, la fuente de los
vicios, de la miseria y de los crímenes, que llevan el desorden a su seno. Y esta fuente es, ante
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todo, la ignorancia y la falta de educación; se, recoge lo que se siembra; y si se tolera, bajo
pretexto de los derechos de la autoridad paterna, la especie de homicidio moral de que los
malos padres se hacen responsables respecto a sus hijos, uno debe resignarse, para siempre, a
ver crecer el número de los pobres, de los mendigos, de los vagabundos y de los criminales.
Así, bajo este aspecto aun, la intervención del Estado está perfectamente justificada. Ella se
resume en el derecho de impedir el abuso, de proteger los intereses legítimos. Es en este
sentido que la instrucción debe ser obligatoria. Pero, dados Usos límites, la libertad recobra
sus derechos y quiere que el padre de familia tenga la elección del modo de enseñanza, de la
escuela, y del preceptor que juzgue más conveniente”10.
Mr. Rendu, en el informe que dirigió al Gobierno francés en 1853, se expresa, poco
más o menos, en los mismos términos:
«Que el padre mismo dé la educación en la familia, dice; que confíe su hijo a la
escuela pública, a la escuela de sus hermanas, o a, la escuela laica, que escoja la escuela
privada, no es solo soberano, sino independiente, en el desempeño de una misión que no
recibe de la ley, sino de Dios; en el desempeño de esa misión no reconoce, y el Estado mismo
no le reconoce, más que un juez, su conciencia.
«Pero que el padre deserte su rol natural, que olvide la práctica de sus primeros
deberes, la sociedad, por el órgano de sus representantes, interviene para salvaguardar en el
alma del niño las condiciones de la vida moral. La sociedad, obsérvese bien, obra entonces en
nombre de un doble derecho: en nombra del débil que toma bajo su tutela: en nombre de su
propio derecho, puesto que se trata de uno de sus miembros. ¿Dónde está la opresión, dónde
el abuso de fuerza?; y ¿esta intervención del poder público no es el mejor homenaje que
puede prestarse, en una sociedad cristiana, a la dignidad del alma humana?»
Encarando la cuestión, exclusivamente, desde el punto de vista de las conveniencias y
los derechos del Estado, Macaulay decía, en la Cámara de los Comunes de Inglaterra, en
1847: «Todos reconocen que el deber más sagrado de un gobierno es tomar medidas eficaces
para garantir las personas y las propiedades de la comunidad, y que el gobierno que descuida
ese deber es incapaz. Admitido esto, yo pregunto: ¿puede negarse que la educación del pueblo
es el medio más eficaz de proteger las personas y la propiedad?... Dejad a un lado la
educación, y ¿cuáles son nuestros medios? La fuerza militar, las prisiones, las celdas so-
litarias, las colonias de criminales, el cadalso, —todos los otros aparatos de las leyes penales.
Si, pues, hay un fin que el gobierno se propone alcanzar, — si solo hay dos caminos para
alcanzarlo, — si uno es elevando el carácter moral e intelectual del pueblo, el otro
infligiéndole castigos, ¿quién puede dudar de cuál es el camino que todo gobierno debiera
tomar? Me parece que no puede haber una proposición más extraña que esta: el Estado debe
tener el poder de castigar, está obligado a castigar a los súbditos por no conocer su deber; pero
al mismo tiempo, no puede tomar medidas para hacerles saber cuál es ese deber.»
Muchas páginas tendríamos que llenar si fuésemos a citar las opiniones de todos
aquellos que sostienen la legitimidad y la conveniencia de la instrucción obligatoria. Aún
cuando este principio no está en vigencia en muchas naciones, puede decirse, sin embargo,
que el derecho a la ignorancia es universalmente desconocido, puesto que, como sucede entre
nosotros, el sufragio no alcanza a los que no saben leer y escribir. La ignorancia no es un
derecho, es un abuso.
Obsérvese, sin embargo, cuan monstruoso es el hecho que se produce en todos los
pueblos que, como la República Oriental, sin tener establecida la instrucción obligatoria,
suspenden al ignorante en el ejercicio de la ciudadanía. Es un principio universalmente admi-
tido que la pena sólo debe aplicarse al que cometa la culpa; y sin embargo, en este caso, el
culpable es el padre o el tutor que deja sin educación al niño, y el castigado, el suspendido en
10 L’Instruction du Peuple.
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frutos de una buena educación. La gratuidad .es el medio: pero si ese medio no consigue el
fin, estamos obligados a tomar medidas, para que ese fin se alcance, de modo que el dinero no
se gaste inútilmente. Si tomamos el dinero de los ciudadanos, para instruir todos los niños, es
necesario que todos reciban instrucción; de otro modo, no se justificarían los impuestos que
levantamos.» «Es simplemente una cuestión de defensa social, dice el Superintendente de
Rhode-Island. Preguntáis lo que haréis de los ignorantes: yo os pregunto lo que ellos harán de
nosotros. Si tenemos el derecho de enviar un hombre a la horca, con más razón tenemos el
derecho de enviar un niño a la escuela. El número de los jóvenes criminales aumenta más
rápidamente que nuestra riqueza. Es necesario secar esa fuente de desorden que amenaza
nuestro porvenir. Si no queréis forzar a todos los padres a instruir a sus hijos, preparaos a
agrandar vuestras prisiones»... Mr. Barnard constata, con un legítimo orgullo, que, en cifras
redondas, los Estados Unidos cuentan 8:000.000 de alumnos en 38:000.000 de habitantes y
500.000 maestros, lo que hace 13 maestros por cada 1.000 habitantes, un maestro para cada
16 alumnos y 21 alumnos por cada 100 habitantes; pero no oculta que hay 3 millones de
iletrados, de los cuales 1:346.200 blancos. Lo que es afligente, sobre todo, es que la
ignorancia crece. Así en el New Hampshire se contaban en 1840 cerca de 1.000 adultos de
raza blanca iletrados, en 1870 se han encontrado 7.591. En Maine el número se ha elevado de
3.000 a 13.291; en Pennsylvania de 13.000 a 177.611: en Nueva York de 47.000 a 189.943:
en el Tennessee, Estado del Sur, de 62.000 a 106.538. La ignorancia se ha desarrollado, pues,
más rápidamente que la población, a pesar de los gastos enormes hechos para combatirla. Es-
tos temibles progresos del mal prueban que no basta consagrar millones, sin contar, para la
fundación de escuelas. Es necesario, también, obligar a los padres de familia a instruir a sus
hijos. La experiencia de los Estados Unidos es el más poderoso argumento en favor de la
instrucción obligatoria. — ¿Pero esta medida no ataca la autoridad paterna? No, se contesta:
el padre que no puede dejar morir de hambre a sus hijos, menos puede privar su espíritu del
alimento espiritual que le es indispensable para cumplir su destino, y para no turbar el orden
social. «El padre, dice el Superintendente de Connecticut, que para aprovechar el trabajo de
sus hijos los priva de instrucción, comete un delito que la ley debe reprimir; roba a sus hijos
arrebatándoles los medios de desarrollarse, y roba al Estado privándole del poder, de la
riqueza, de la seguridad, que traen consigo los ciudadanos inteligentes, virtuosos e
instruidos.» La opinión se forma rápidamente en América, y bien pronto la instrucción
obligatoria será decretada por todos los Estados. Existe ya en Massachusetts y Connecticut, y
entre los antiguos Estados esclavócratas, las dos Carolinas acaban , de inscribir el principio en
su nueva Constitución.»
Así la doctrina de la instrucción obligatoria hace rápidos progresos en todo el mundo,
apoyada por el doble poder de la razón y de la experiencia, de la teoría y de la práctica. Toca a
los hombres de Estado de la República Oriental, hacer que no continuemos por más tiempo
rezagados en la marcha del progreso, y, encarando esta gran cuestión en todas sus múltiples y
variadas fases, aceptar el ejemplo de otros países, para responder a las exigencias de la
democracia, de la república y de la civilización.
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establecida aquélla obligan a los niños a abonar una cuota, más o menos fuerte, por la
asistencia a la escuela. En Estados Unidos, en algunos Estados, Connecticut, Nueva York,
Michigan, Nueva Jersey, se exigía una retribución escolar, que en los últimos años ha sido
suprimida. En Alemania y en Suiza, a pesar de estar establecida la instrucción obligatoria, se
exigía retribución escolar. Sin embargo, aumenta cada día el número de los Estados que adop-
tan el principio de la educación pública gratuita. En Italia, en Dinamarca, en Portugal, en
varios de los cantones suizos, se ha establecido la gratuidad de la enseñanza; la España
misma, por un artículo de la Constitución del 69 suprimió la retribución escolar, y la Prusia ha
hecho lo mismo en su Constitución actual.
Por lo demás, la cuestión de la enseñanza gratuita se resuelve fácilmente. ¿Es
necesario, para la conservación del orden social y para el juego armónico de las instituciones,
la difusión universal de la enseñanza, en las sociedades democráticas y en los países repu-
blicanos? ¿Es necesario educar al ciudadano para que pueda desempeñar sus deberes y hacer
un uso consciente de su derecho? ¿La educación hace desaparecer las causas de malestar de la
sociedad, aminora la miseria, los crímenes y los vicios? Si se contesta afirmativamente a estas
preguntas, habrá de reconocerse que la educación como el ejército, como la policía, como la
justicia, es un servicio de utilidad pública, que debe ser pagado por la nación: y, a nuestro
modo de ver, esto se hace más evidente cuando prevalece el principio de la instrucción
obligatoria. El Estado exige de todos los ciudadanos la posesión de ciertos conocimientos,
necesarios para el desempeño de la ciudadanía, y, respondiendo a esa exigencia, ofrece,
gratuitamente a todos, los medios de educarse. Así, el Estado, junto con la obligación pone el
medio de cumplirla: con la instrucción obligatoria, la escuela gratuita.
Si bajo el punto de vista social así se justifica y se explica la gratuidad de la
enseñanza, bajo el punto de vista de la vida democrática ella tiene una importancia
trascendental, que da a esa condición de que la escuela sea gratuita a la vez que obligatoria, el
carácter imperativo de una necesidad.
Para que el sentimiento de la igualdad democrática se robustezca en el pueblo, no
basta decretarla en las leyes: es necesario hacer que penetre en las costumbres, que viva, como
incontestable verdad, en el espíritu de todos: que oponga a la tendencia natural de las clases a
separarse, a las aspiraciones de la posición y de la fortuna a crearse, una forma especial, la
barrera insalvable del hábito contraído y de la creencia arraigada. Sólo la escuela gratuita
puede desempeñar con éxito esa función igualitaria, indispensable para la vida regular de las
democracias.
«Gratuita para todos, abierta a todos, recibiendo en sus bancos niños de todas las
clases y de todos los cultos, hace olvidar las disensiones sociales, amortigua las animosidades
religiosas, destruye las preocupaciones y las antipatías, e inspira a cada uno el amor de la
patria común y el respeto por las instituciones libres.» Así, en la práctica diaria de la vida
escolar, se forman el carácter y los hábitos del futuro ciudadano, acostumbrándolo a no pagar
tributo a las preocupaciones, y a las costumbres malas, que crean y perpetúan las clases, las
razas, las aristocracias, en todas sus variadas formas.
Los que una vez se han encontrado juntos en los bancos de una escuela, en la que eran
iguales, a la que concurrían usando de un mismo derecho, se acostumbran fácilmente a
considerarse iguales, a no reconocer más diferencias que las que resultan de las aptitudes y las
virtudes de cada uno: y así, la escuela gratuita es el más poderoso instrumento para la práctica
de la igualdad democrática.
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No; seguramente no. Con formas más o menos materiales, más o menos concretas,
más o menos vagas, el sentimiento religioso vivirá siempre en el hombre, y el misterio de lo
desconocido solicitará activamente los impulsos del amia humana. Pero la enseñanza religiosa
debe dejarse a la familia y al sacerdocio.
La escuela tiene por fin desarrollar las fuerzas, físicas, morales e intelectuales del niño,
dándole conocimientos útiles, desarrollando su inteligencia, preparándolo para la práctica de
todas las virtudes y el cumplimiento de todos los deberes sociales. La Iglesia, soberana en su
esfera, se reserva la transmisión de las verdades reveladas que constituyen el dogma. De ese
modo se armonizan las exigencias del individuo, como ser laico, y las de la sociedad; y las
exigencias del individuo, como ser religioso, y las de la Iglesia.
Así, parécenos que una de las mejores soluciones dadas en la práctica a esta cuestión,
se encuentra en el artículo 21 del primer proyecto de ley presentado a las Cámaras Holandesas
en 1855-56. He aquí el texto de ese artículo: «La instrucción debe servir para desarrollar los
sentimientos morales y religiosos.
«Los instructores se abstendrán de enseñar, de hacer o de permitir todo lo que pueda
herir las creencias religiosas de las comuniones a las cuales pertenezcan los niños que
frecuenten la escuela.
«La enseñanza de la religión es abandonada a las diversas confesiones. A este efecto,
los locales de escuela estarán a la disposición de los discípulos fuera de las horas de clase».
«Así, al instructor laico el cuidado de desarrollar la moralidad, los principios religiosos
comunes a todas las creencias, los sentimientos de tolerancia y de caridad.
«A los ministros del culto, la enseñanza de las verdades reveladas, enseñanza en la que
el Estado no tiene nada que ver, y que no está inscrita entre las materias obligatorias.
«Respeto a todos loa cultos en el seno de la escuela14».
14 E. Laveleye.
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los miembros de la comunidad y les sea útil. Pero veamos cuáles son los resultados que de la
educación clásica se obtienen.
Mr. Robert Lowe, en un discurso pronunciado en el Instituto filosófico de Edimburgo
y reproducido en el periódico Ambas Américas, que se publicaba en Nueva York, bajo la
dirección del señor Sarmiento, — Mr. Lowe, hablando de lo que un inglés educado podría
ignorar, dice: «Probablemente no sabrá nada de la anatomía de su cuerpo; no tendrá la más
ligera idea de la diferencia que hay entre sus venas y sus arterias, o de si el bazo está colocado
al lado derecho o al izquierdo; no conocerá las verdades más sencillas de la física; no podrá
explicar lo qué es un barómetro o un termómetro; nada sabrá de las leyes más sencillas de la
vida animal o vegetal; podrá ser que no conozca la aritmética y así permanecerá toda su vida.
Su letra es execrable... No le importa conocer la historia moderna o el origen de las actuales
formas de gobierno de la Europa: no le hace falta saber nada de la Edad Media, y eso que se
ha hecho materia de sumo interés, porque, como sabemos, uno de los más grandes cismas de
la Iglesia de Inglaterra, ha provenido de que la gente forma las más exageradas y absurdas
ideas acerca de la deliciosa perfección de todas las cosas en ese horrible período, el medio de
los siglos de ignorancia, y esto se debe a una supina ignorancia de lo que debiera saberse; y en
efecto, muchos han llegado a persuadirse de que lo mejor que hacer pudiera la sociedad
moderna, con todos sus recurso» y adelanto», sería retroceder con paso acelerado al estado de
cosas que existía cuando se emprendió la Primera Cruzada. Otra cosa hay que es muy
dolorosa — la completa ignorancia de las antigüedades y leyes patrias. Un inglés educado
conoce las antigüedades y leyes de Grecia y Roma; pero de las de Inglaterra, que en tanta
relación están con nuestra libertad y nuestros asuntos de ayer, no sabe nada absolutamente. En
cuanto a lenguas modernas se está haciendo un débil esfuerzo para enseñarlas, pero no es
nada efectivo y, si es cierto que al idioma inglés ha de darse preferencia entre las lenguas
modernas, también lo es que éstas han de preferirse a las antiguas. Yo me he encontrado en el
extranjero con media docena de individuos de Oxford, ninguno de los cuales podía hablar una
palabra del francés o del alemán para hacernos servir lo que queríamos; y, si el sirviente no
hubiese sido mejor educado que nosotros, y no hubiese conocido más idioma que el suyo,
bien podíamos haber muerto de hambre. Así pues, creo que se convendrá conmigo, en que,
como decía el doctor Johnson hablando de las provisiones de la Venta de la Montaña, «el
catálogo negativo es muy copioso». De consiguiente, resumo lo que tengo que decir sobre
este punto en esta observación: que nuestra educación no nos comunica los medios de adquirir
conocimientos, ni tampoco los de transmitir éstos... Acabo de hablar de la historia y lenguas
modernas; pero, ¿qué es todo ello comparado al infinito campo que la Naturaleza nos ofrece,
al mundo nuevo que nos presenta la Química, ese mundo viejo al que la Geología ha dado
vida, la asombrosa generalización respecto a las plantas y animales, y a todos esos estudios y
especulaciones que son la gloria y las prerrogativas y la sangre vital del tiempo en que
vivimos, y de todo lo cual la juventud, casi en su totalidad, no sabe nada? No es mucho decir
que en estos días el hombre, en realidad bien educado, ha empezado su educación
generalmente después que ésta se ha considerado terminada, después de haberse hecho todo
lo que el contraído sistema actual hacer pudiera. Tiene que empezar a educarse de nuevo, con
la conciencia de que ha malbaratado los más preciosos anos de su vida, a trueque de
adquisiciones inútiles e infructuosas, no desagradables en sí, pero que no fueron sino la senda
torcida, ni son sino los ribetes y aliños de la sólida instrucción que constituye el caudal de un
gentleman, de un hombre bien educado. ¿Y cómo es que con una historia como la nuestra, con
una literatura como la nuestra, como la que la Europa moderna abre a nuestros ojos,
habríamos de volver la cara a este espléndido banquete, contentándonos con roer la corteza,
seca y mohosa, de una lengua y una civilización que hace más de dos mil años que pasó? Este
fenómeno se explica fácilmente: cuando se dotaron nuestras grandes escuelas y universidades
en su mayor parte, no existía realmente la literatura inglesa: la historia moderna no había
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con la caída del Imperio Romano, y un nuevo modo de ser brotó de aquellas ruinas: el sistema
feudal y las formas de gobierno de la Edad Media, que han producido el estado actual de la
Europa. Nada de eso se enseña a nuestra juventud, nunca se leí pone de frente la cuestión,
antes se fija y limita su atención a las disensiones, guerras e intrigas de repúblicas pequeñas,
cuyos habitantes, los de todas ellas juntas, casi no eran tantos como los que cuenta Londres.
Hay, además, otra enorme falta en dirigir la mente de la juventud, exclusivamente a la
antigüedad, y es que el modo de concebir la sabiduría que tenían los antiguos, carece
completamente de lo que forma nuestra concepción. No creo que nadie, en el estudio de la
antigüedad, tropezará con lo que hoy está en los labios de todo el mundo, la idea del progreso.
Era la noción de los antiguos, a ese respecto, que la sabiduría tenía un grado fijo, a donde
había de llegar, y que no podía pasarse de él por más que se pusiese empeño. Si un hombre
quería procurarse conocimientos, no se sentaba a interrogar la Naturaleza, ni a estudiar sus
fenómenos, ni a analizar e inquirir, sino que, a la carrera, se ponía en camino para Egipto o
Persia, u otra parte más distante, esperando encontrar algún sabio que colmase sus deseos. Así
sucedió con Tales, el mismo Platón, y todos los grandes hombres de la antigüedad. Ahora
bien: no es pequeño el defecto de un sistema de educación que aparta de la juventud la idea
que es hoy la clave de la sociedad moderna, esto es, la de no considerar las cosas como
estacionarias, sino que la humanidad ha estado en continuo movimiento siempre, avanzando
de mal en peor, o viceversa, según sea el caso. Y esta concepción del progreso, de un cambio
y desarrollo incesantes, aunque no podamos señalarlos día por día, no se halla consignada en
las páginas del mundo antiguo; y no juzgo demasiado pedir el que, entre otras, se inculque
esta idea a la juventud, antes de emprender el estudio del estado de una sociedad en que jamás
tal idea penetrara. No me detendré a criticar la moral y metafísica de los antiguos; supongo
que ellos sabían de la ciencia del entendimiento tanto como nosotros, ni mucho más ni mucho
menos; y, sin ser irrespetuoso, diré que entre ellos, (me abstengo de decir entre nosotros) no
había dos que fuesen de una misma opinión. Se nos hace conocer demasiado la antigüedad, se
nos exige que sepamos cuántos Arcontes había en Atenas, aunque probablemente no sabemos
cuántos Lores, Cancilleres hay en Londres. El discípulo debe conocer todos aquellos
tribunales, aunque casi no sepa los nombres de los suyos; debe hacerse cargo de las leyes e
instituciones de los antiguos, cosas esas excesivamente repulsivas al gusto juvenil, y que sólo
sirven para ser comparadas con nuestras instituciones, respecto a las cuales se encuentra en la
más perfecta ignorancia.»
Los graves defectos que observa el señor Lowe, con respecto a la enseñanza clásica en
Inglaterra, son igualmente aplicables a los mismos estudios seguidos en otros países; aun
entre nosotros, siempre que se trata de la instrucción superior, se sienten los resabios del
clasicismo que ha dominado hasta no hace mucho, omnipotente, el pensamiento educacionista
del mundo.
Ya hoy, sin embargo, se opera en todas partes una revolución a ese respecto: a medida
que la democracia se extiende y que la educación se democratiza, empieza a reconocerse la
necesidad de hacer que la instrucción superior esté al alcance de todos, preocupándose,
principalmente, de transmitir conocimientos e informes útiles, que formen y preparen el
hombre y el ciudadano, dejando a las escuelas especiales el trabajo de profundizar estudios
determinados, para formar los literatos y los agricultores, los filólogos y los mecánicos.
En Alemania, en Estados Unidos, en Francia, en Inglaterra, en todas partes, los
hombres más eminentes se preocupan de reformar el programa de los estudios superiores. En
Alemania y en Estados Unidos, se han introducido ya bastantes reformas, asignando a las
ciencias físicas y a los conocimientos generales, el lugar que les corresponde en los estudios
superiores, y restringiendo la extensión y la importancia de los estudios clásicos.
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«Si queréis, dicen los alemanes, según Mr. Baudoin15, dar por base a la enseñanza de
humanidades una lengua fundada en un sistema gramatical, simple, concreto y sintético,
escoged las lenguas modernas que reúnen ese triple carácter, y cuyo conocimiento se hace, de
día en día, más necesario, a medida que las relaciones internacionales se multiplican y se
extienden. Ellas ofrecen al espíritu de los niños dificultades bastante serias para poderle servir
de gimnástica intelectual y encierran también magníficos modelos de composición de todo
género, de los que pueden extraerse, para adornar la memoria, máximas tan elevadas y, por lo
menos, tan puras como las que se encuentran en los autores antiguos.
«Que los cursos de lenguas antiguas sean conservados en los Gimnasios y en los
Seminarios; que los jóvenes destinados a las carreras liberales, al foro, a la medicina, al
sacerdocio, estudien el latín y el griego, esto es indispensable y lógico, puesto que los unos
deben buscar el origen, y en consecuencia el verdadero sentido de las leyes en los fragmentos,
más o menos cicerónicos, del Digesto; que los otros emplean siempre fórmulas latinas y las
etimologías griegas para ocultar su ciencia y el secreto de las preparaciones farmacéuticas;
que el clero, en fin, debe celebrar los oficios en latín y estudiar sin cesar la doctrina católica
en los padres de la Iglesia. Nadie, en Alemania, ha pensado jamás, ni nadie piensa, en
suprimir el culto de las bellas letras; eso sería arrancar a la patria su diadema. Pero, ¿por qué
forzar a los que tienen la felicidad de poder hacer algunos estudios, a consagrar ocho o diez de
sus mejores años, en torturarse la memoria para aprender lenguas que no se hablan ya y que
no pueden serles de ninguna utilidad práctica? ¿Por qué obligarles a gastar su inteligencia y su
tiempo, del que cada partícula es tan preciosa, en ocupaciones ingratas, sin perspectiva de
porvenir, y que sólo pueden inspirarles disgustos por el trabajo y las letras? Dejemos a los que
tienen el gusto de hacerlo, la necesidad, o la desocupación, el cultivo de las lenguas antiguas;
es un estudio útil y noble que dulcifica las costumbres y hace la gloria de los pueblos. Pero
demos a aquellos a quienes las exigencias de la vida apremian y empujan, un conocimiento
completo de la lengua materna, y de la de los pueblos con los que mantenemos relaciones más
frecuentes, y sobre todo, apresurémonos a desarrollar en ellos, desde temprano, el espíritu de
observación, esa facultad importante sin el cual pasarían al través de la vida como ciegos, sin
distinguir ninguna de las maravillas con que la Providencia la ha enriquecido. Y, no es el
estudio de las lenguas y de las sociedades, desaparecidas del movimiento general desde hace
mil ochocientos años, el que es capaz de hacer nacer esa preciosa facultad de la observación:
son las ciencias, las ciencias solas, que dirigen hacia el mundo físico los pensamientos y las
miradas, dando, así, a ese deseo un alimento inagotable y poderosos modelos. En efecto, a
medida que el joven estudia las ciencias matemáticas, físicas, químicas, naturales, siente
despertarse en sí mismo una curiosidad escrutadora; se acostumbra a ver, a formarse ideas
propias, a recoger los hechos que observa, a someterlos al control de la experiencia, a buscar
su encadenamiento y las leyes a que están sometidos. Bien pronto el espíritu de investigación
se apodera de su inteligencia, lo lleva a interesarse, más y más, en todo lo que lo rodea, en
todo lo que pasa a su vista, y cuando sale de la Realschulen para entrar en la vida activa, no es
un extranjero arrojado en medio de un mundo desconocido del que jamás hubiese oído hablar.
Las lenguas modernas, unidas a las ciencias físicas y naturales, he ahí la instrucción que
conviene dar a los jóvenes a quienes se quiere preparar para las diversas condiciones de la
vida real y, al mismo tiempo, hacerles alcanzar cierto grado de cultura liberal.»
El principio dominante en la sociedad moderna es ese sentimiento de igualdad, que
tiende, cada día más, a no establecer diferencia alguna entre las clases sociales, sobre todo
15 Rapport sur l’état de l’enseignement par M. Baudoin— 1865. Este interesante libro ha sido traducido al castellano por
el señor don Agustín Ríus, y se ha publicado en Barcelona en 1866, bajo el título de «La Enseñanza Primaria y
Especial en Alemania.»
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respecto a la educación general. Un sistema de enseñanza pública que abra las puertas a unos
y las cierre a otros, es, y debe ser, enérgicamente rechazado por ese sentimiento.
Después de haber obtenido un primero e importante triunfo con las leyes que
proclaman la instrucción obligatoria y gratuita, la igualdad no puede admitir un sistema de
enseñanza secundaria que organice dos órdenes de establecimientos, de los que, unos sólo for-
marían obreros o industriales, mientras que los otros prepararían y producirían los
magistrados, los altos funcionarios, las personalidades prominentes del Estado. A pesar de las
pequeñas diferencias de sus programas, esa es, acaso, la diferencia radical que existe en
Alemania entre las Realschulen y los Gimnasios. Sin embargo, en unos y otros
establecimientos, los programas se modifican, y el pensamiento que domina es dar
satisfacción a todas las necesidades de la sociedad moderna, por medio de un sistema de
educación general, que abrace a la vez, el elemento literario y el elemento científico. Pero esta
conciliación de los dos sistemas, no ha satisfecho, ni a los que consideran el estudio de las
lenguas y la literatura antigua como la condición indispensable de toda educación superior, ni
a los que, considerando como una necesidad urgente la reforma de la instrucción secundaria
general, piensan que sería necesario abordar resueltamente la cuestión y tener el valor de
reducir a su más simple expresión el estudio del griego y del latín, para dar al estudio del
mundo real y al cultivo de las lenguas vivas un tiempo mucho más útilmente empleado.
«Habría, sin embargo, dice Mr. Hippeau16, un medio de responder a todas las
exigencias, de dar satisfacción, a la vez, a los que desean no ver descender el nivel de los
elevados estudios, que hacen la gloria del espíritu humano, y a los que quieren que las genera-
ciones modernas no permanezcan extrañas a las conquistas de la ciencia, en el dominio de las
realidades físicas; a los que, en fin, tienen en igual estimación, y juzgan igualmente necesario,
lo que he designado, con el estimable Clavel, bajo el nombre de estudios antiguos y de
estudios modernos. El problema ha sido resuelto, muy sencilla y naturalmente, por los
Estados Unidos. Los diversos establecimientos instituidos para la enseñanza primaria y la
enseñanza secundaria, han sido concebidos con arreglo a un plan general, formando una
especie de escala ascendente y continua, de la que cada grado, siguiendo al que le precede,
conduce al que le sigue. En esta escala se coordinan la enseñanza primaria elemental, la
enseñanza primaria superior, la enseñanza clásica, la enseñanza de las universidades, las
grandes escuelas especiales.
«No tengo necesidad de entrar en ningún detalle respecto de la instrucción primaria
elemental y de sus diferentes grados, en los que las lecciones sobre objetos ocupan un lugar
importante. Los establecimientos de instrucción primaria superior corresponden a las escuelas
intermedias superiores, a las Realschulen de la Alemania, y a nuestra enseñanza secundaria
especial. No son, nótese bien, escuelas profesionales. Este nombre, que se da algunas veces
impropiamente en Francia a escuelas como las de Turgot y Chaptal, por ejemplo, no conviene
sino a los establecimientos que preparan realmente discípulos, que han concluido sus primeros
estudios, para tal o cual profesión particular: escuelas de comercio, de artes y oficios, de
industria, de derecho, de medicina, de navegación, de guerra, etc. Se trata, al contrario, en esta
enseñanza media, de dar una instrucción general, en la que forman la base, el idioma nacional
y los idiomas extranjeros, la Historia, la Geografía, las Matemáticas, la Física, la Química, la
Historia Natural, todo estudiado de la manera más seria. El estudio detenido de la historia y
las instituciones políticas de los Estados Unidos acaba esta sólida educación, que bastaría para
dar a la República hombres ilustrados, capaces de llenar con inteligencia los deberes que
incumben a todos los ciudadanos de un Estado libre. Todos los niños de los dos sexos pueden
participar gratuitamente de todos los grados de esta enseñanza primaria, elemental y superior.
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Están organizados de modo que cada uno de ellos forme un conjunto de conocimientos,
bastante para aquellos discípulos que quieran contentarse con ellos o se encuentren en la
imposibilidad de llevar más adelante sus estudios. Los que, después de haber llegado a la edad
de quince o dieciséis años salen de la escuela superior, no se encuentran, absolutamente, en el
caso en que estarían los discípulos de nuestros Liceos que abandonasen sus estudios clásicos
después de haber cursado el cuarto o el tercer año. Se sabe que la enseñanza clásica está
organizada de tal modo que es indispensable continuarla hasta el fin, bajo pena de no saber
nada definitivo y completo. Es en seguida de la enseñanza recibida en la escuela superior, que
empieza, en Estados Unidos, la enseñanza clásica, propiamente dicha, en la que el estudio de
las lenguas y la literatura antiguas ocupa el primer lugar. Los progresos de los discípulos, que
han recibido ya una dilatada instrucción, son rápidos. Su número se disminuye con el de todos
los que han tomado otras direcciones.
«El colegio no «e puebla, pues, sino con una juventud bien preparada, que no entra en
él sino con el deseo bien pronunciado de seguir los cursos y en una edad en que puede
aprovecharlos bien. En fin, después de tres o cuatro años (de 15 a 18 o 19 años) de estudios
científicos y literarios, seriamente seguidos, los discípulos pueden hacerse inscribir en los
cursos de las facultades de Derecho o de Medicina, o entrar en las numerosas escuelas
especiales o profesionales, que los Estados Unidos han establecido para la agricultura, la
industria, las minas, el comercio, etc.
«Tal es, en general, y desligado de los detalles que harían comprender mejor su
importancia, el sistema general de la enseñanza pública en los Estados Unidos».
Y tal es, agregaremos nosotros, el que debiera adoptarse en la República Oriental.
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