Descargue como PDF, TXT o lea en línea desde Scribd
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 0
LOS CUENTOS DEL VERANO
EL JARDIN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN
UN CUENTO DE BORGES ELEGIDO POR ISIDORO BLAISTEN <BASEFONT=4En la pgina 242 de la Historia de la Guerra Europea , de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones britnicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillera ) contra la lnea Serre-Montauban haba sido planeada para el v einticuatro de julio de 1916 y debi postergarse hasta la maan a del da veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capit n Liddell Hart) provocaron esa demora -nada significativa, por cierto-. La siguiente declaracin, dictada, releda y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrtico de ingls en la Hoch schule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos pginas iniciales. "... y colgu el tubo. Inmediatamente despus, reconoc la voz que haba contestado en alemn. Era la del capitn Richard Madd en. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quera decir el fin de nuestros afanes y -pero eso pareca muy secundario, o deba parecrmelo- tambin de nuestras vidas. Quera decir qu e Runeberg haba sido arrestado, o asesinado.1 Antes que declin ara el sol de ese da, yo correra la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irla nds a las rdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y t al vez de traicin, cmo no iba a abrazar y agradecer este mil agroso favor: el descubrimiento, la captura, quiz la muerte, d e dos agentes del Imperio Alemn? Sub a mi cuarto; absurdament e cerr la puerta con llave y me tir de espaldas en la estrech a cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareci increble que ese da sin premoniciones ni smbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi p adre muerto, a pesar de haber sido un nio en un simtrico jard n de Hai Feng, yo, ahora, iba a morir? Despus reflexion que todas las cosas que suceden a uno precisamente, precisamente a hora. Siglos de siglos y slo en el presente ocurren los hechos ; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y tod o lo que realmente pasa me pasa a m... El casi intolerable rec uerdo del rostro acaballado de Madden aboli esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pens que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo posea el Secreto. El homb re del preciso lugar del nuevo parte de artillera britnico so bre el Ancre. Un pjaro ray el cielo gris y ciegamente lo trad uje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo fr ancs) aniquilando el parque de artillera con bombas verticale s. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera grita r ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. Cmo hacerla llegar al odo del Jefe? Al odo de aquel hombre enfermo y odioso, que no saba de Runeberg y de m sino que est Pgina 1 EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA"
bamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestra s en su rida oficina de Berln, examinando infinitamente peri dicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorpor sin ruido, e n una intil perfeccin de silencio, como si Madden ya estuvier a acechndome. Algo -tal vez la mera ostentacin de probar que mis recursos eran nulos- me hizo revisar mis bolsillos. Encontr lo que saba que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de nquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves intiles del departamento de Runeberg, l a libreta, una carta que resolv destruir inmediatamente (y que no destru), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y un os peniques, el lpiz rojo-azul, el pauelo, el revlver con un a bala. Absurdamente lo empu y sopes para darme valor. Vagam ente pens que u n pistoletazo puede orse muy lejos. En diez minutos mi plan es taba maduro. La gua telefnica me dio el nombre de una nica p ersona capaz de transmitir la noticia: viva en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren. Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a t rmino un plan que nadie no calificar de arriesgado. Yo s que fue terrible su ejecucin. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un pas brbaro, que me ha obligado a la abyeccin de ser un espa. Adems, yo s de un hombre de Inglaterra -un homb re modesto- que para m no es menos que Goethe. Arriba de una h ora no habl con l, pero durante una hora fue Goethe... Lo hic e, porque yo senta que el Jefe tena en poco a los de mi raza, a los innumerables antepasados que confluyen en m. Yo quera probarle que un amarillo poda salvar a sus ejrcitos. Adems, yo deba huir del capitn. Sus manos y su voz podan golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vest sin ruido, me dije adi s en el espejo, baj, escudri la calle tranquila y sal. La estacin no distaba mucho de casa, pero juzgu preferible tomar un coche. Arg que as corra menos peligro de ser reconocido ; el hecho es que en la calle desierta me senta visible y vuln erable, infinita mente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Baj con lentitud voluntaria y ca si penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqu un pasaje par a una estacin ms lejana. El tren sala dentro de muy pocos mi nutos, a las ocho y cincuenta. Me apresur; el prximo saldra a las nueve y media. No haba casi nadie en el andn. Recorr l os coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que lea con fervor los Anales de Tcito, un soldado herido y feli z. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconoc corri en vano hasta el lmite del andn. Era el capitn Richard Madde n. Aniquilado, trmulo, me encog en la otra punta del silln, lejos del temido cristal. De esa aniquilacin pas a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeado mi duelo y que yo haba ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Arg que no er a mnima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de Pgina 2
trenes me deparaba, yo estara en la crcel, o muerto. Arg (n o menos sofsticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen trmino la aventura. De esa debilidad saqu fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el ho mbre se resignar cada da a empresas ms atroces; pronto no ha br sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecu tor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, d ebe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. A s proced yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraba n la fluencia de aquel da que era tal vez el ltimo, y la difu sin de la noche. El tren corra con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie grit el nombre de la estacin. Ashgrov e?, les pregunt a unos chicos en el andn. Ashgrove, contestar on. Baj. Una lmpara ilustraba el andn, pero las caras de los nios que daban en la zona de sombra. Uno me interrog: Ud. va a casa de l doctor Stephen Albert? Sin aguardar contestacin, otro dijo: La casa queda lejos de aqu, pero Ud. no se perder si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arroj una moneda (la ltima), baj unos esc alones de piedra y entr en el solitario camino. Este, lentamen te, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundan las r amas, la luna baja y circular pareca acompaarme. Por un instante, pens que Richard Madden haba penetrado de al gn modo mi desesperado propsito. Muy pronto comprend que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me record que tal era el procedimiento comn para descubrir el pa tio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pn, que fue gobernador de Yunnan y que renunci al poder temporal para escribir una n ovela que fuera todava ms populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres . Trece aos dedic a esas heterogneas fatigas, pero la mano d e un forastero lo asesin y su novela era insensata y nadie enc ontr el laberinto. Bajo rboles ingleses medit en ese laberin to perdido: lo imagin inviolado y perfecto en la cumbre secret a de una montaa, lo imagin borrado por arrozales o debajo del agua, lo imagin infinito, no ya de quioscos ochavados y de se ndas que vuelven, sino de ros y provincias y reinos... Pens e n un laberinto d e laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algn modo los astros. Absorto en esas ilusorias imgenes, olvid mi destino de perse guido. Me sent, por un tiempo indeterminado, percibidor abstra cto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en m; asimismo el declive que eliminaba cualqui er posibilidad de cansancio. La tarde era ntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. U na msica aguda y como silbica se aproximaba y se alejaba en e l vaivn del viento, empaada de hojas y de distancia. Pens qu e un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros moment Pgina 3
os de otros hombres, pero no de un pas: no de lucirnagas, pal abras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegu as, a un al to portn herrumbrado. Entre las rejas descifr una alameda y u na especie de pabelln. Comprend, de pronto, dos cosas, la pri mera trivial, la segunda casi increble: la msica vena del pa belln, la msic a era china. Por eso, yo la haba aceptado con plenitud, sin pr estarle atencin. No recuerdo si haba una campana o un timbre o si llam golpeando las manos. El chisporroteo de la msica pr osigui. Pero del fondo de la ntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tena la forma de los tambores y el color de la luna. Lo t raa un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abri el portn y dijo lentamente en mi idioma. -Veo que el piadoso Hsi P'ng se empea en corregir mi soledad. Usted sin duda querr ver el jardn? Reconoc el nombre de uno de nuestros cnsules y repet desconc ertado: -El jardn? -El jardn de senderos que se bifurcan. Algo se agit en mi recuerdo y pronunci con incomprensible seg uridad: -El jardn de mi antepasado Ts'ui Pn. -Su antepasado? Su ilustre antepasado? Adelante. El hmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconoc , encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigi el Tercer Emperador de la D inasta Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramfono giraba junto a un fnix de bronce. Recuerdo tambi n un jarrn de la familia rosa y otro, anterior de muchos sigl os, de ese color azul que nuestros artfices copiaron de los al fareros de Persia... Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy al to, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sa cerdote haba en l y tambin de marino; despus me refiri que haba sido misionero en Tientsin "antes de aspirar a sinlogo" . Nos sentamos; yo en un largo y bajo divn; l de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Comput que antes de una ho ra no llegara mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinacin irrevocable poda esperar. -Asombroso destino el de Ts'ui Pn -dijo Stephen Albert-. Gober nador de su provincia natal, docto en astronoma, en astrologa y en la interpretacin infatigable de los libros cannicos, aj edrecista, famoso poeta y calgrafo: todo lo abandon para comp oner un libro y un laberinto. Renunci a los placeres de la opr esin, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y a un de la erudicin y se enclaustr durante trece aos en el Pab elln de la Lmpida Soledad. A su muerte, los herederos no enco ntraron sino manuscritos caticos. La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea -un mo nje taosta o budista- insisti en la publicacin. Pgina 4
-Los de la sangre de Ts'ui Pn -repliqu- seguimos execrando a ese monje. Esa publicacin fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer captulo muere el hroe, en el cuarto est v ivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pn, a su Laberinto.. . -Aqu est el Laberinto -dijo indicndome un alto escritorio la queado. -Un laberinto de marfil! -exclam-. Un laberinto mnimo... -Un laberinto de smbolos -corrigi-. Un invisible laberinto de tiempo. A m, brbaro ingls, me ha sido deparado revelar ese misterio difano. Al cabo de ms de cien aos, los pormenores s on irrecuperables, pero no es difcil conjeturar lo que sucedi . Ts'ui Pn dira una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otr a: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obr as; nadie pens que libro y laberinto eran un solo objeto. El P abelln de la Lmpida Soledad se ergua en el centro de un jard n tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los homb res un laberinto fsico. Ts'ui Pn muri; nadie, en las dilatad as tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusin de la novela me sugiri que se era el laberinto. Dos circunst ancias me dieron la recta solucin del problema. Una: la curios a leyenda de que Ts'ui Pn se haba propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito: Otra: un fragmento de una carta q ue descubr. Albert se levant. Me dio, por unos instantes, la espalda; abri un cajn del ureo y renegrido escritorio. Volvi con un pape l antes carmes; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligrfico de Ts'ui Pn. Le con incomprensin y fervor estas palabras que con minucioso pincel redact un hombr e de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi ja rdn de senderos que se bifurcan. Devolv en silencio la hoja. Albert prosigui: -Antes de exhumar esta carta, yo me haba preguntado de qu man era un libro puede ser infinito. No conjetur otro procedimient o que el de un volumen cclico, circular. Un volumen cuya ltim a pgina fuera idntica a la primera, con posibilidad de contin uar indefinidamente. Record tambin esa noche que est en el c entro de las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una m gica distraccin del copista), se pone a referir textualmente l a historia de las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y as hasta lo infinito. Imagin ta mbin una obra platnica, hereditaria, trasmitida de padre a hi jo, en la que cada nuevo individuo agregara un captulo o corri giera con piadoso cuidado la pgina de los mayores. Esas conjet uras me distrajeron; pero ninguna pareca corresponder, siquier a de un modo remoto, a los contradictorios captulos de Ts'ui P n. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito q ue usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los vari os porvenires (no a todos) mi jardn de senderos que se bifurca n. Casi en el acto comprend; el jardn de senderos que se bifu Pgina 5
rcan era la novela catica; la frase varios porvenires (no a to dos) me sugiri la imagen de la bifurcacin en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirm esa teor a. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta c on diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pn, opta -simultneamente- por todas. Crea, as, diversos porvenires, diversos tiempos, que ta mbin proliferan y se bifurcan. De ah las contradicciones de l a novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios d esenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso pue de matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc tera. En la obra de Ts'ui Pn, todos los desenlaces ocurren; c ada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna v ez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta cas a, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciacin incurable , leeremos unas pginas. Su rostro, en el vvido crculo de la lmpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Ley con lenta precisin dos redacciones de un mismo captulo pic o. En la primera, un ejrcito marcha hacia una batalla a travs de una montaa desierta; el horror de las piedras y de la somb ra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victor ia; en la segunda, el mismo ejrcito atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuacin de la fiesta y logran la victoria. Yo oa con dece nte veneracin esas viejas ficciones, acaso menos admirables qu e el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un homb re de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las pala bras finales, repetidas en cada redaccin como un mandamiento s ecreto: As combatieron los hroes, tranquilo el admirable cora zn, violenta la espada, resignados a matar y a morir. Desde ese instante, sent a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululacin. No la pululacin de los d ivergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejrcitos, sino una agitacin ms inaccesible, ms ntima y que ellos de algn modo prefiguraban. Stephen Albert prosigui: -No creo que su i lustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzg o verosmil que sacrificara trece aos a la infinita ejecucin de un experimento retrico. En su pas, la novela es un gnero subalterno; en aquel tiempo era un gnero despreciable. Ts'ui P n fue un novelista genial, pero tambin fue un hombre de letra s que sin duda no se consider un mero novelista. El testimonio de sus contemporneos proclama -y harto lo confirma su vida- s us aficiones metafsicas, msticas. La controversia filosfica usurpa buena parte de su novela. S que de todos los problemas, ninguno lo inquiet y lo trabaj como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, se es el nico problema que no figura en l as pginas del J Pgina 6
ardn. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. Cm o se explica usted esa voluntaria omisin? Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos ; al fin, Stepehn Albert me dijo: -En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, cul es la nica palabra prohibida? Reflexion un momento y repuse: -La palabra ajedrez. -Precisamente -dijo Albert-. El jardn de senderos que se bifur can es una enorme adivinanza, o parbola, cuyo tema es el tiemp o; esa causa recndita le prohbe la mencin de su nombre. Omit ir siempre una palabra, recurrir a metforas ineptas y a perfr ases evidentes, es quizs el modo ms enftico de indicarla. Es el modo tortuoso que prefiri, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pn. He confrontado cen tenares de manuscritos, he corregido los errores que la neglige ncia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he credo restablecer, el orden prim ordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea un a sola vez la palabra tiempo. La explicacin es obvia: El jard n de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo conceba Ts'ui Pn. A diferenc ia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no crea en un ti empo uniforme, absoluto. Crea en infinitas series de tiempos, en una red creci ente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paral elos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se co rtan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilida des. No existimos en la mayora de esos tiempos; en algunos exi ste usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. E n ste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardn, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un err or, un fantasma. -En todos -articul no sin un temblor- yo agradezco y venero su recreacin del jardn de Ts'ui Pn. -No en todos -murmur con una sonrisa-. El tiempo se bifurca pe rpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo. Volv a sentir esa pululacin de que habl. Me pareci que el h medo jardn que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infin ito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, sec retos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alc los ojos y la tenue pesadilla se disip. En el amarillo y negro jardn haba un solo hombre; pero ese hombre era fuerte c omo una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitn Richard Madden. -El porvenir ya existe -respond-, pero yo soy su amigo. Puedo examinar de nuevo la carta? Albert se levant. Alto, abri el cajn del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo haba preparado el revlver. Dispar con sumo cuidado: Albert se desplom sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muert e fue instantnea: una fulminacin. Lo dems es irreal, insignificante. Madden irrumpi, me arrest Pgina 7
. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berln el secreto nombre de la ciudad que deben at acar. Ayer la bombardearon; lo le en los mismos peridicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinlogo St ephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a travs del estrpito de la guerra) la ciudad que se llama A lbert y que no hall otro medio que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contricin y cansancio. Pinturas: Pablo Siquier 1 Hiptesis odiosa y estrafalaria. El espa prusiano Hans Raben er alias Viktor Runeberg agredi con una pistola automtica al portador de la orden de arresto, capitn Richard Madden. Este, en defensa propia, le caus heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor) Isidoro Blaisten (1933, Entre Ros) Redactor publicitario, periodista, fotgrafo y librero. Es auto r de La felicidad, Anticonferencias, Dublin al Sur, Cerrado por melancola y Al acecho, entre otros libros de cuentos. "El jar dn de senderos que se bifurcan toca el corazn de la literatur a. En ocho carillas asistimos a una historia policial, una inda gacin metafsica sobre el atenaceante problema del tiempo, una desmitificacin de la novela como gnero literario y la invenc in de un laberinto que no est en el espacio. Borges resuelve el enigma con un crimen, su oculta y desolada nobleza, y nos mu estra la salida del laberinto. La relectura constante de El jar dn de senderos que se bifurcan implica para m la frecuentaci n de la felicidad, porque su riqueza es eterna. En cada relectu ra surgen nuevas y asombrosas relaciones y la capacidad de desc ubrimiento es infinita. Este cuento logra un momento supremo y por su concisin ejemplar, su belleza alucinante y su maestra es uno de los mejores cuentos del mundo y permanecer para siem pre por encima d e modas, trivialidades, escndalos y tentaciones. Jorge Luis Borges (1899-1986) Poeta, ensayista, es figura sobresaliente de toda la literatura argentina del siglo XX. En 1914, a comienzos de la Primera Gue rra Mundial, Borges fue con su familia a Ginebra donde aprendi francs y alemn. A fines de 1919, cruz a Espaa donde establ eci amistad con el movimiento ultrasta espaol. Regres a Bue nos Aires en 1921 y a partir de entonces, sus libros comenzaron a aparecer. Fervor de Buenos Aires es de 1923. Su biografa de Evaristo Carriego, de 1930. Historia universal de la infamia, de 1935. Luego de la muerte de su padre, en 1938, pasaron ocho aos de gran produccin literaria. Ficciones, El Aleph y otras Pgina 8
historias y la creacin junto con Adolfo Bioy Casares de los te xtos de Bustos Domecq (seudnimo inventado a partir de la combi nacin de apellido de sus respectivos ancestros). En 1955, Borg es fue director de la Biblioteca Nacional, momento en que la ce guera lo invadi totalmente. De ese mismo ao es El libro de ar ena. En 1960 publica El hacedor, El libro de los seres imaginar ios, en 1967, y El Informe de Brodie, en 1970. Pablo Siquier Naci en Buenos Aires en 1961. Estudi en los talleres de Arace li Vzquez Mlaga y Pablo Bobbio y en la Escuela Superior de Be llas Artes Prilidiano Pueyrredn. Siquier trabaja con smbolos a partir de una fra geometra que tanto se diluye en un laberi nto infinito o queda encerrada en los lmites precisos del univ erso del cuadro. El recurso es la repeticin sustentada en un o ficio obsesivo que transforma el juego del laberinto en un leng uaje paradigmtico, como en las telas de Vasarely o en los exqu isitos dibujos de Escher. El laberinto y la engaosa certeza de esas lneas trazadas sin dejar huella remiten curiosamente a l a ficcin borgeana. Siquier expuso por primera vez en 1991. Obt uvo una mencin en el Premio Costantini en 1997 y fue nominado para el Premio Konex. Pgina 9