El Embudo de La Muerte

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 3

El embudo de la muerte

Haca muy poco que nos habamos casado con Daniela, y ya estbamos en la parte ms oscura de la sombra; cerca de los perros y del Embudo de la muerte. Me cuesta decir que tuve razn. Hubiera preferido que, como tantas otras veces, Daniela tuviera razn. A ella le gustaban el turismo de aventura y los deportes extremos. Su sueo era que yo aprendiera aladeltismo, alpinismo, paracaidismo, y todo ese tipo de ismos que te llevan directo a tumbarte bajo una lpida. Tena pesadillas con mi futuro epitafio: No es que quise hacer escuela; la culpa es de Daniela. Si yo la invitaba a pasar unos das en el casco de una estancia o en la laguna de Junn, ella, por ejemplo, propona que furamos de mochileros al desierto de Atacama a buscar amonites del Jursico para su coleccin de fsiles. En el ltimo viaje de solteros, casi muero infestado por la mordedura de una araa errante brasilea, en un desolado hospital de Manaos. Ah me puse firme. Hace unos das me reproch: -Claro, ahora que nos casamos te achanchaste. De la oficina a casa y de casa al club; o al cine. Ya tens pancita. -No tengo panza!- refut, sacando pecho. Y agregu: -lo mximo que puedo ofrecerte este fin de semana largo es ir al Delta del Paran. -Est bien. Pero despus escalamos el monte Everest. -Dame tiempo. Puede ser?- respond. Busqu una lista de lugares posibles, no ms de la primera seccin de islas. Llam a la Secretara de Turismo de Tigre y una empleada me inform que los recreos y cabaas se encontraban cubiertos debido a la llegada de un contingente de ancianos japoneses. -Y si nos quedamos en casa?- arriesgu. -Es lo ltimo que hara. El sbado a primera hora vamos a la estacin fluvial, que algo vamos a encontrar, as, improvisado, todo sale ms lindo- dijo Daniela, sin dejarme opciones. Y eso hicimos. En el muelle trece, esquivando a los turistas, dimos con un tal seor Pedro, un hombre mayor, bajo y enrgico, que tena una lancha vieja, pero en buen estado. Nos recomend hospedarnos en la Casona de Sicilia, en la segunda seccin de las islas. -comer y dormir en la Casona es muy barato. Si se animan a cruzar el Embudo de la muerte, los llevo. -Qu es eso?- pregunt Daniela entusiasmada. -Es una leyenda. Dicen que all muri ahogada una mujer y que su nima se convirti en un remolino que todo lo traga y luego lo lanza hacia arriba, con un chorro de agua. Daniela qued encantada por la posibilidad cierta de un peligro. Despus de atravesar el ro Lujn y de zarandearnos por el paso de yates prepotentes y lanchas colectivas, iniciamos un montono andar entre arroyos y canales. Los rboles comenzaron a formar un arco casi perfecto encima de nosotros.

-Esto es muy agreste. Capaz que hasta hay puma- dijo Daniela. El seor Pedro respondi: -No, pumas, no. -Jaguares?- arriesgu. -No, jaguares, no. Respir ms tranquilo. Sin pumas ni jaguares, al menos no haba grandes felinos; quedaba la posibilidad de los gatos monteses. -No, gatos monteses, no. -Qu hay deinteresante?- pregunt Daniela, supongo que con la ilusin de que hubiera algn depredador natural de especie humana, para que todo resultara ms romntico. -Estn los perros. La respuesta me alivi, pero me preocup una mueca maliciosa, secreta, que se form en los labios del viejo. La oscuridad era casi total; la techumbre vegetal no dejaba filtrar un rayo de sol; pasamos del canto de los pjaros al silencio; y del silencio a un estruendo lejano que se fue haciendo ms y ms fuerte. De pronto, los ruidos fueron ensordecedores, el canal comenz a ensancharse y al tomar una curva vimos un enorme crculo de espuma donde las aguas se revolvan sin cesar. -Ahora es cuando!- grit Pedro. Solo haba un margen muy estrecho por donde la lancha poda cruzar. Con la pericia de un domador, el viejo super el remolino, un remolino singular que ya tragaba aguas y luego las vomitaba con fuerza, para volver a tragarlas. Un fenmeno inexplicable. -Cmo puede existir tal cosa?- chill Daniela, aferrada a mis antebrazos. -Es la ahogada, que tiene hambre- susurr Pedro. Nos internamos en un arroyo diminuto cuando un coro de ladridos feroces nos alarm. Un montn de perros-luego sabramos que eran seis- flacos, de cuello largo, con bocas babeantes y ojos rojizos se arrojaron al agua en un intento desesperado por abordar la lancha. Uno de ellos lleg a encaramarse sobre la proa, pero el viejo lo ahuyent con un palo. Abandonaron la persecucin con aullidos lastimeros. Al descender en el muelle corrodo de la Casona, Daniela vibraba y yo, solo temblaba. Le pagamos el viaje al lanchero y prometi volver el domingo a la tarde. Nos recibi una anciana esmirriada, de ojos grande, negros, que sonri con dulzura, dejando ver los espacios vacos entre diente y diente. -Pasen al cuarto y bajen a desayunar- ofreci. Poco despus, en la galera, la mujer nos trajo un t sin gusto y unas galletas de agua sin sal. -El viaje nos abri el apetito- dije en tono ligero, pero ofuscado por la humildad de la vianda. -Mis cachorros comern muy bien- respondi la anciana y dio media vuelta, hacia el monte. -Ir a buscar huevos de gallina?- murmur. -Qu tierna! Para ella somos dos cachorros. Viste lo que fue ese remolino? No fue genial? Si te hubieras visto la cara! y los perros? Guau!- dijo Daniela. Contempl la belleza de aquella casona, una belleza decadente, incluso abandonada, pero con un encanto que superaba cualquier falta de confort. Y entonces no muy lejos, escuch a la anciana decir: -Cachorros, cachorritos...la comida ya est lista. Vengan cachorritos.

Me faltaban unos segundos para decirle a Daniela que tenamos que correr, correr, correr porque all, detrs del ceibo, vena la vieja con los seis perros, todos juntitos, como si fueran una sola bestia. Franco Vaccarini

También podría gustarte