Lynch H.M.
Lynch H.M.
Historia de España
5. Edad Moderna
Crisis y recuperación, 1598-1808
Historia de España John Lynch
CRÍTICA
Contraportada
Esta Historia de España dirigida por el gran hispanista británico John Lynch,
prefesor emérito de la universidad de Londres, y escrita por los mayores especialistas
españoles y británicos, quiere ofrecer al lector una exposición narrativa pero rigurosa de
nuestra historia, adecuada a las necesidades de hoy y en la que tengan su lugar los grandes
hechos políticos y las fuertes personalidades que los han conformado, pero que dé cuenta,
también, del conjunto de los hombre y mujeres comunes que hicieron España.
Este quinto volumen, Edad Modena: Crisis y recuperación, 1598.1808, obra del
propio profeson John Lynch, máximo especialista del período, aborda con claridad y rigor
los distintos aspectos de los reinados de los llamados “Austrias menores” y revisa los
tópicos admitidos para ofrecernos una panorámica nueva y más rica de la España del siglo
XVIII y de su imperio americano.
Solapa
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Historia de España John Lynch
Primera parte
AW.K.L.
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PRÓLOGO
Las nuevas investigaciones efectuadas durante los últimos veinte años han
aumentado nuestro conocimiento de la gente, los recursos y las instituciones de España en
la Edad Moderna. Debido a ello, han cambiado muchas de nuestras percepciones, quizá
no tantas como afirman los revisionistas, pero sí las suficientes para impulsar a los
historiadores a reflexionar de nuevo sobre asuntos que ya eran conocidos. Los siguientes
capítulos también han experimentado cambios significativos desde que se publicaron por
primera vez como obra independiente. El incremento de los estudios regionales que se
registró en el último cuarto del siglo XX se refleja en los capítulos dedicados a la historia
económica y social, el tratamiento de la demografía, las estructuras agrarias y las
actividades industriales presenta los resultados de las investigaciones regionales y los
sitúa en un marco nacional o al menos castellano.
El siglo XVII, tal vez aún más que el XVI, se ha beneficiado del resurgimiento de
los estudios históricos en España y de las aportaciones de historiadores de fuera de la
península. Los atributos del gobierno Habsburgo en su fase media se observan ahora con
mayor claridad, sus reyes y los súbditos de éstos se comprenden mejor. El reinado de
Felipe II ha pasado a ocupar el centro del escenario, a la vez que el de Felipe IV y
Olivares se ha estudiado y revaluado extensamente. Y, aparte de los reyes y los favoritos,
las tendencias a plazo más largo del gobierno y su creciente deconstrucción a favor de
bases de poder y grupos de intereses regionales son ahora tenías nuevos de la historia de
los Habsburgo cuyos resultados ya discuten los especialistas. Las investigaciones
modernas han recreado el mundo rural en el que vivía la mayor parte de los españoles y
los registros de los diezmos se han convertido en la clave para abrir la realidad de la
circunstancia de España. Prácticamente ninguna región de la península se ha librado de
que contaran su población, calcularan su producción, analizaran su sociedad y
replantearan su cronología de progreso y recesión, a la vez que se han registrado
ciudades, poblaciones y puertos en busca de señales de industria y comercio. Los últimos
decenios del siglo, en otro tiempo territorio sin mapas, ya han sido explorados y tienen
ahora sus cartas geográficas. Carlos II, al parecer, presidió promesa además de pobreza,
y al extenderse en el tiempo la supervivencia del poder y los recursos de España, se ha
avanzado también la cronología de la recuperación y se ha hecho que la depresión de
mediados de siglo ocupara un espacio más breve y desempeñara un papel menos
importante.
A ojos del historiador, España sin América es incompleta y América sin España es
inimaginable. La interacción de la metrópoli y las colonias siempre ha sido un tema
esencial de estas obras, un tenía que se ha visto reforzado con la ayuda de las
investigaciones modernas. La historia del comercio de las Indias en la segunda mitad del
siglo XVII ha sido objeto de una transformación que la ha hecho irreconocible, al tiempo
que el cálculo de las entradas de metales preciosos procedentes de América ha
experimentado una revolución total. Y detrás del sector atlántico el hogar americano de
los propietarios de minas, los hacendados, los indios y los esclavos merece un estudio más
atento al buscar la explicación última de los cambios habidos en el mundo hispánico.
Los estudiosos del siglo XVII encuentran ahora una España más interesante,
todavía compleja y contradictoria, pero tan sometida a la lógica de las circunstancias y
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los acontecimientos como otros países. He procurado hacer justicia a la nueva historia en
las páginas siguientes y reconocer a sus autores en la bibliografía final. Pero no he
intentado alterar el marco y el carácter esenciales de esta parte de la obra publicada por
primera vez hace casi una década; tampoco he cambiado sus hipótesis y especulaciones
que son inherentes a ella y que pertenecen en realidad al debate inconcluso sobre la
ascensión y la caída de la España de los Habsburgo.
John Lynch
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Capítulo I
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Historia de España John Lynch
1
Citado por Noel Salomón, La campagne de Nouvelle Castille á la fin du XVI siécle d'aprés les Relaciones
topográficas, París, 1964, p. 48.
2
Ibid, p. 96.
3
Actas de las Cortes de Castilla, 1563-1632, 51 vols., Madrid, 1861-1929, XLIII, p. 125.
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Así quedaron anulados los esfuerzos realizados por los primeros Austrias para
recortar y recuperar la jurisdicción privada y los años en torno a 1600 contemplaron «una
reacción feudal», en medio de la cual millares de campesinos castellanos pasaron del
control real al de la aristocracia, teniendo que soportar unos impuestos, unas exacciones y
una justicia más duros. 4
Los campesinos, después de perder su tierra y su libertad en favor de los grandes
magnates, perdieron también sus rentas, pues ahora eran más vulnerables a la exacción de
servicios y a la presión económica. El trabajador castellano se convirtió en una bestia de
carga que soportaba sobre sus hombros toda la pesada estructura de una sociedad
aristocrática, de la Iglesia y el Estado, de los nobles y rentistas, de los comerciantes y
banqueros. Las Cortes de Castilla, que en modo alguno pueden considerarse como una
institución del pueblo llano, describían en 1573 cómo funcionaba uno de los impuestos
fundamentales, la alcabala (impuesto sobre las ventas), en el caso de los cereales:
Los prelados, grandes, señores y caballeros, que son los que recogen todo el
pan en grano que los dichos labradores labran y cultivan, no pagan ninguna cosa; los
prelados, porque son exentos; los grandes y señores, porque ordinariamente no pagan
las alcabalas, y las cargan sobre sus tristes vasallos; y otros caballeros particulares,
porque casi ninguno hay que no tenga tales medios en sus pueblos y tierras con que
salen libres del dicho derecho, y ha de cargar todo sobre los labradores, los cuales no
5
pueden escapar de pagar de un grano que vendan.
Como señalaron las Cortes de 1593, la peculiar estructura impositiva de Castilla
hacía de los campesinos «la gente que sostiene este reino».6 Era su trabajo el que sostenía
al gobierno y la sociedad españoles, financiaba los ejércitos y las flotas y permitía
subvencionar a los aliados. En 1600 el distinguido jurista y arbitrista Martín González de
Cellorigo afirmaba que toda la estructura social y económica de España descansaba sobre
los campesinos, «porque uno que labra ha de sustentar a si, y al señor de la heredad, y al
señor de la renta, y al cogedor del diezmo, y al recaudador del censo, y a los demás que
piden». 7
¿Cuáles eran las cargas que aplastaban a las masas rurales? En primer lugar, el
signo visible de su vasallaje, los pagos en dinero, en especie y en servicios a sus señores.
Variaban de una región a otra y en Castilla no eran tan opresivos como en Aragón y en
Valencia, aunque eso no quiere decir que no fueran onerosos. Más gravoso aún era el
diezmo que debían a la Iglesia y que gravaba los cereales, el ganado y otros productos
agrícolas. En Castilla la Nueva, el diezmo suponía a los campesinos diez o veinte veces
más que las exacciones señoriales, y era imposible evadirlo o reformarlo, pues a la Iglesia
se le reconocía el derecho a disfrutar de los frutos de la tierra, derecho que se hacía cumplir
con todo el rigor de la ley canónica y las sanciones espirituales. Es cierto que el diezmo
financiaba la obra pastoral, social y educativa de la Iglesia, aunque también sus gastos más
extravagantes. Pero para el campesino constituía una pesadilla.
4
Véase F. Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen a l’époque de Philippe II, París, 1949, p.
635, que se refiere a una «reacción señorial», situándola en un período anterior (hay trad. cast.: El
Mediterráneo y el mundo mediterráneo, FCE, Madrid, 19762).
5
Actas de las Cortes de Castilla, VI, p. 369.
6
Ibid, XII, p. 505
7
Memorial de la política necesaria y útil restauración de la República de España (1600), citado por
Salomón, La campagne de Nouvelle Castille, p. 214. Los arbitristas eran literalmente «proyectistas» de
planes de reforma financiera y económica, pero pueden considerarse como los economistas políticos de la
época.
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Además de la visita regular de los bailes y de los encargados de cobrar los diezmos,
el campesino soportaba también las atenciones de los recaudadores reales, que cobraban las
alcabalas, los servicios y, desde finales del siglo XVI, los millones, un nuevo impuesto
sobre los productos alimentarios básicos. Para muchos arbitristas, esta era la gota que hizo
rebosar el vaso. Según Sancho de Moneada, profesor de la Universidad de Toledo, los
millones quitaban «de la boca al pobre jornalero el trago de vino, y a la pobre viuda y
huérfanos la corta ración de vaca, y azeyte, que desen para trasnochar». 8 Pero una vez
pagados los impuestos, el campesino todavía tenía que satisfacer la renta a su señor. En
Castilla la Nueva esta era aún más gravosa que el diezmo y suponía entre un tercio y la
mitad del valor de la cosecha. 9 El campesino estaba atrapado entre la renta y el diezmo y
su única salida era la emigración. En un escrito de 1600, González de Cellorigo
consideraba que la renta era la principal causa de la miseria rural y de la situación
lamentable de los campesinos castellanos, «porque después de aver pagado el diezmo
devido a Dios, pagan otro muy mayor a los dueños de la heredad: tras lo cual se les siguen
innumerables obligaciones, imposiciones, censos y tributos: demás de los pechos, cargas
reales y personales a que los mas dellos son obligados». 10 En conjunto, más de la mitad de
lo que producía el campesino estaba destinado a realizar pagos que enriquecían a las clases
no campesinas. Con el resto tenía que mantener a su familia, hacer frente a los gastos
generales, pagar a los jornaleros y renovar el equipo. 11 ¿Puede sorprender que se viera
obligado a reducir la producción o a abandonar la tierra, tratando de liberarse de una forma
de vida que había llegado a ser intolerable?
La estructura de la sociedad rural era rígida, duro reflejo de los valores
dominantes. 12 En el nivel más bajo se hallaban los jornaleros, los trabajadores sin tierra,
que constituían más de la mitad de la población rural de Castilla la Nueva y que vivían más
como animales que como seres humanos, en chozas de barro o de madera, sin muebles y
con muy pocas pertenencias, durmiendo toda la familia sobre el suelo de tierra. Los
jornaleros eran trabajadores estaciónales, que se desplazaban de un lugar a otro en busca de
trabajo y sustento y en los intervalos desempeñaban algún pobre oficio artesano o pedían
limosna. Por encima de ellos estaban los labradores, campesinos que tenían la posesión de
la tierra en propiedad o, más frecuentemente, en arriendo. En Castilla la Nueva formaban el
25-30 por 100 de la población rural. En su mayoría vivían en una pobreza absoluta y
arrastraban una existencia triste con pocas esperanzas. El campesino podía considerarse
rico si ingresaba 1.000 ducados al año. Algunos lo eran, aunque no más del 5 por 100 de la
población del campo. Eran el único grupo dinámico entre los campesinos y luchaban por
conservar su modesta fortuna en medio de la crisis rural, mirando con desdén a los
jornaleros que estaban por debajo de ellos y con resentimiento a los hidalgos que ocupaban
un escalón superior. Pero no eran agentes de cambio, pues también aspiraban a la
condición de hidalgo y en ocasiones la conseguían. De esta forma, el único elemento
dotado realmente de vigor que existía en el campo no minaba la estructura social, sino que
la reforzaba. En cuanto a los hidalgos, unos eran orgullosos y pobres, otros se veían
obligados a trabajar para ganarse el sustento y todos trataban a toda costa de mantener su
inmunidad fiscal, aunque sólo fuera formalmente. Pero los hidalgos quedaban muy por
8
Sancho de Moneada, Fin y extinción del servicio de millones, en Restauración política de España, Madrid,
1619, fols. 41-41v°.
9
Salomón, La campagne de Nouvelle Castille, p. 243.
10
Citado ibid. p. 245.
11
Ibid. p. 250.
12
Ibid., pp. 257-302.
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detrás de los caballeros y los títulos por lo que respecta a la tierra, los ingresos y el
prestigio. Estos últimos eran los mayores propietarios, la auténtica aristocracia
terrateniente.
Los defectos de la estructura agraria se acentuaron a finales del siglo XVI. La
tierra, la jurisdicción y la inmunidad fiscal otorgaron a la aristocracia un monopolio de
poder en el campo, mientras que el campesino, más vulnerable que nunca, se sumaba al
éxodo cada vez más numeroso hacia las ciudades. Esta es la primera causa de la
despoblación rural. Pero estas ciudades superpobladas se convirtieron en trampas mortales
de otro tipo.
Hacia 1600, España fue golpeada por una enfermedad devastadora, la primera
oleada de un ataque reiterado que diezmó la población española y al que no escapó ninguna
generación del siglo XVII. La primera gran epidemia de peste bubónica penetró por
Santander en 1596 y se difundió hacia el oeste a lo largo de las provincias costeras
septentrionales, provocando una gran mortalidad. Hacia 1598 llegó a la zona central de
España y comenzó a extenderse por las dos Castillas. En 1599 alcanzó Andalucía y sólo en
Sevilla causó 8.000 víctimas. Es difícil calcular el número total de bajas producidas por
este prolongado azote, pero posiblemente llegaron a las 500.000. 13 Existe una relación
directa entre la depresión rural y la elevada mortalidad de estos años azotados por la peste.
Las masas de campesinos indigentes, afectados ya por una grave malnutrición, eran fáciles
víctimas de la epidemia. 14 Al producirse el contagio, la agricultura se deterioró aún más,
porque la fuerza de trabajo estaba debilitada y su número se había reducido. Por lo que
respecta a las ciudades hacinadas, eran intensos focos de infección, que la escasez de
alimentos no hizo sino prolongar. Las zonas de la costa salieron mejor libradas, porque
podían recibir por mar suministros de urgencia. Pero el corazón de Castilla, a merced de un
sistema de transporte lento e ineficaz, estaba aislado del mundo exterior. Sus comunidades
rurales, encerradas en sí mismas, dependían de sus propios recursos agrícolas y para ellas
la coincidencia del hambre y la peste produjo el desastre... y el pánico. Cuando se decretó
la cuarentena en las ciudades se hizo aún más difícil el transporte de los escasos alimentos
disponibles. Y fue la población urbana indigente, que vivía en arrabales insalubres y en
ciudades atestadas de chabolas, la que soportó los mayores sufrimientos. Mientras que los
ricos podían escapar a sus casas solariegas y aislarse tras la protección de sus guardias
armados, los pobres carecían de refugio y si huían de las ciudades eran expulsados de las
aldeas por medio de las armas.
La gran peste de 1596-1602, precursora de otras epidemias mortales, inauguró una
centuria de recesión demográfica. Un decenio más tarde, la sociedad española, imbuida de
una especie de ansia de muerte, depuró sus impurezas y expulsó a los moriscos, últimos
supervivientes del Islam en la península. Estas dos amputaciones privaron a Castilla de
unas 600.000 a 700.000 personas, una décima parte de su población, en el corto período
transcurrido entre 1596 y 1614. España ostentaría las cicatrices de esa herida durante
muchos decenios. Según González de Cellorigo, «la pérdida de la fuerza, el valor y la
grandeza de España» se debía «a la falta de gente que se ha puesto de manifiesto en los
últimos años». Esa carencia era especialmente notoria en la llanura castellana regada por el
13
Antonio Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, Madrid, 1963, pp. 68-70. Los prolífícos
escritos de este distinguido historiador, que destacan por sus aportaciones a la investigación y su inteligencia,
le han convertido en una de las principales autoridades del siglo XVII español. Este libro tiene una deuda
especial para con sus obras
14
J. Nadal y E. Giralt, La population catalane de 1553 a 1717, París, 1960, analizan la relación entre el
hambre y la peste; véase también Vicente Pérez Moreda, Las crisis de mortalidad en la España interior
Siglos XVI-XIX, Madrid, 1980, p. 453, que establece entre 24 y 26 años la expectativa de vida en la España
del siglo XVII.
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Duero, una región que incluía Valladolid, Burgos y Medina del Campo, pero las provincias
de Toledo y Sevilla no le iban a la zaga. Además, no hubo posible respiro. Los años 1630-
1632 fueron particularmente duros, produciéndose una terrible coincidencia de pérdida de
la cosecha, hambre y peste. En 1632, las Cortes se lamentaban:
Ha muerto mucha gente, y han desamparado sus casas y haciendas muchas
familias, perdiéndose las labranzas; faltaron los ganados, consumiéronse muchos
caudales, quedáronse los pueblos más para ser aliviados de trabajos que para acudir al
15
socorro de otros Reinos.
Pero la peste y la despoblación tenían consecuencias añadidas, ya que perturbaban
el comercio y la actividad económica, y la escasez de mano de obra determinó que los
salarios se elevaran hasta un nivel sin precedentes.
La población de Castilla, desmoralizada por la muerte y la destrucción, sufrió un
nuevo castigo durante esos años al producirse una elevación desenfrenada del coste de la
vida. Después de una centuria de inflación constante de los precios, éstos se dispararon de
repente sin control alguno. En Andalucía el precio de los cereales pasó de 430 maravedís
por fanega en 1595 a 1.041 en 1598 y en Castilla de 408 maravedís en 1595 a 908 en
1599. 16 La revolución de los precios culminó en 1601, año en que alcanzaron su cota
máxima. Luego, la inflación continuó a pesar de la recesión demográfica y de la
disminución de las remesas de América. Ahora era producida por la depreciación
progresiva de la moneda de baja ley, especialmente desde los inicios del decenio de 1620.
En Andalucía y en las dos Castillas, el nivel medio de los precios experimentó una
tendencia a la baja en 1601-1610 y el comercio comenzó a disminuir, especialmente hacia
América. 17 Luego, los precios permanecieron estables en los años 1611-1620, con una
ligera tendencia al alza. Esta estabilidad fue perturbada por la ingente acuñación de vellón
(moneda de cobre envilecida) en 1621-1625, cuando el gobierno intentó producir dinero
rápidamente. Los índices subieron en promedio un 20 por 100 en 1621-1630; en 1626-
1627, Castilla experimentó una de las alzas de precios más virulentas de su historia,
subiendo los índices medios 20,21 puntos en dos años. 18 Este fenómeno no fue provocado
por la actividad económica ni por el comercio americano —las importaciones de metales
preciosos disminuyeron bruscamente en 1630—, sino casi exclusivamente por la inflación
monetaria. En 1636-1638 se produjo una nueva elevación de los precios, con un alza de
21,8 puntos en Castilla la Vieja. Después de un breve descenso, los precios volvieron a
subir en 1641-1642, debido al importante incremento del vellón durante las guerras y las
revoluciones de los primeros años del decenio de 1640, pero en 1642 la deflación oficial
hizo que bajaran. Esta situación no duró mucho tiempo y la nueva depreciación del vellón
provocó otra gran oleada alcista en Castilla en 1646-1650, y el alza de precios se agravó en
Andalucía por la gran epidemia de peste de 1648. En 1650 el nivel medio de los precios en
Andalucía, las dos Castillas y Valencia era aproximadamente un 38,7 por 100 más elevado
que en 1625. «Por tanto, el incremento neto a causa del estímulo de la inflación del vellón
en Castilla y la inflación de la plata en Valencia durante el segundo cuarto del siglo XVII
no quedó muy por detrás de la más violenta alza de precios de la plata en cualquier cuarto
de siglo durante la revolución de los precios.» 19
15
Actas de las Cortes de Castilla, LI, p. 97.
16
Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, 1501-1650, Cambridge, Mass.,
1934, pp. 215-216 (hay trad. cast.: El tesoro americano, Ariel, Barcelona, 1983).
17
Ibid., pp. 217-221.
18
Base = 1571-1580.
19
Hamilton, American Dreasure and the Price Revolution in Spain, p. 220.
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20
Ibid., pp. 241-242.
21
Ibid., pp. 273-282.
22
Véase Earl J. Hamilton, «American Treasure and the Rise of Capitalism, 1500-1700», Económica, IX
(1929), pp. 338-357
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23
Ángel González Palencia, La Junta de Reformación, 1618-1625, Archivo Histórico Español, V, Valladolid,
1932, doc. 4.
24
Conservación de Monarquías (1626), Biblioteca de Autores Españoles, 25, Madrid, 1947, pp. 445-447.
25
Restauración política de España y deseos públicos (1619), citado por Domínguez Ortiz, La sociedad
española en el siglo XVII, pp. 26-27
26
Gondomar a Felipe III, 1619, Documentos inéditos para la historia de España, nueva serie, 4 vols.,
Madrid, 1936-1945, II, pp. 131-146.
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bancarrota inevitable. Ese año marcó una nueva fase en el desarrollo de la crisis. Castilla se
tambaleaba bajo los efectos de la inflación del vellón, de la disminución del comercio
americano y de las malas cosechas. En 1628, los holandeses capturaron la flota de la plata
procedente de México y las hostilidades con Francia elevaron aún más los gastos de
defensa. En los años siguientes, las condiciones climáticas adversas produjeron nuevas
pérdidas de cosechas. Hubo que buscar desesperadamente suministros de cereales de
urgencia en el Mediterráneo, en el norte de África y en el Báltico. Los ricos y los
poderosos acapararon las escasas existencias disponibles y la población estaba al borde de
la inanición. 27
El síndrome de pobreza rural, despoblación, caos financiero y recesión del
comercio americano produjo la primera gran crisis de España en la historia moderna. 28 La
crisis puede fecharse entre 1598 y 1620 y se trató de una crisis de cambio, que supuso la
inversión de las tendencias económicas del siglo XVI. Lo peor estaba aún por venir. Desde
1640, la desintegración política y el hundimiento militar se añadieron al desorden
económico y sumieron a España en un estado de depresión absoluta. Además, en ese
momento había menos esperanzas de encontrar ayuda en América.
En el siglo XVI, la economía del mundo hispánico era una economía integrada.
España invirtió recursos humanos, dinero y un esfuerzo prolongado en la colonización de
América y en el desarrollo de sus recursos. Así pues, los cargamentos anuales de tesoros
americanos eran los beneficios de una inversión —la mayor inversión realizada por país
alguno en el siglo XVI— y no la recompensa de un parásito. La inyección de cantidades
crecientes de plata en la península compensó en cierta forma las carencias de la economía
interna. Esos ingresos estimularon a algunos sectores como la construcción naval y, en un
principio, a la agricultura, permitieron equilibrar la balanza de pagos, aliviaron la carga
tributaria y se sumaron a las contribuciones del campesinado castellano para mantener los
ejércitos y las flotas de la nación y para sostener su esfuerzo de guerra en el norte de
Europa. En los años en torno a 1600, la riqueza colonial alivió la marcha negativa de la
agricultura doméstica y, en mayor medida aún, de la industria proporcionando capital para
poder realizar compras en el exterior. Pero esa economía fuertemente entretejida
necesariamente había de contraerse cuando su sector más productivo comenzó a
marchitarse. Entre 1606-1610 y 1646-1650 el volumen del comercio americano descendió
un 60 por 100, de 273.560 toneladas a 121.308. El inicio de este largo período de recesión
puede datarse en 1609 y llevaría algún tiempo superarlo. 29 Sin duda, la crisis del comercio
transatlántico se agravó como consecuencia de los ataques de los enemigos extranjeros y
de la penetración de intrusos de fuera. Pero la causa fundamental que la desencadenó fue la
transformación de las economías coloniales y el desplazamiento del poder económico en el
seno del mundo hispánico.
Las colonias americanas no se orientaban ya exclusivamente a la producción
minera. Es cierto que las tendencias de la producción de plata fueron distintas en México y
Perú. Desde 1545 hasta mediados del decenio de 1560, Perú envió grandes cantidades de
plata, especialmente desde Potosí. Luego se produjo una recesión en los últimos años del
decenio de 1560 y en los primeros del de 1570, hasta que se introdujo el patio o amalgama,
que permitió utilizar los filones de menor contenido de metal y conseguir una producción
27
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 33-34.
28
Para una interpretación, véase P. Vilar, «Le temps du Quichotte», Europe, XXXIV (1956), pp. 3-16 (hay
trad. cast.: «El tiempo del Quijote», en Crecimiento y desarrollo» economía e historia, reflexiones sobre el
caso español, Ariel, Barcelona, 1964, pp. 429-448).
29
Véanse las referencias a H. y P. Chaunu; Séville et l’Atlantique (1504-1650), 8 vols., París, 1955-1959, en
el capítulo VII, infra
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ingente y creciente. Como este proceso no se mantuvo durante todo el siglo XVII, Perú
siguió siendo una economía minera, más «colonial» y menos desarrollada que México.
Pero también Perú tenía otras fuentes de riqueza, que absorbían cada vez mayor capital de
la colonia, quedando menos excedentes para España. La producción minera de México fue
más variable en el siglo XVI hasta la introducción de la amalgama del mercurio en 1553.
Desde entonces la producción de plata aumentó continuamente, aunque en su cota máxima,
en los decenios de 1580 y 1590, probablemente no era más que un tercio o una cuarta parte
de la de Perú. Desde los primeros años del siglo XVII, la minería de plata mexicana sufrió
diversos problemas, como la escasez de capital y de mano de obra y deficiencias técnicas y
costes en aumento, pero sobrevivió en una u otra región y nunca dejó de producir. 30 Por
tanto, las vicisitudes de las remesas de plata americana reflejan más que una simple
recesión de la minería. Son testimonio, también, del desarrollo de las economías
coloniales, de la disminución de la dependencia de la minería de los primeros tiempos, de
la explotación de otras fuentes de riqueza y de la retención de capital para invertirlo
localmente en la administración, la defensa, las obras públicas e inversiones privadas. En
México, el factor demográfico fue suficiente, por sí solo, para estimular un nuevo modelo
de inversión. Los procesos simultáneos de crecimiento de la población blanca y
desaparición de los indios obligaron a los colonos a superar la escasez de mano de obra y,
por tanto, de suministros de alimentos mediante nuevas inversiones en la agricultura, y a
centrarse más en la tierra en detrimento de la minería.
España se veía impotente para impedir este proceso. De hecho, lo había fomentado.
En el proceso de colonización, los españoles llevaron desde la península y las islas
Canarias los animales domésticos, los cereales, hortalizas y frutas que florecieron en las
regiones templadas y montañosas del Nuevo Mundo y también llevaron consigo plantas
tropicales y subtropicales, como la naranja, la caña de azúcar y, más tarde, el café y el
arroz, que arraigaron en las tierras llanas húmedas y más calurosas. Además, los colonos
adoptaron una serie de plantas que cultivaban los indios americanos —cacao, algodón y
maíz— y produjeron cantidades crecientes, convirtiéndolas, junto con el azúcar, los cueros
y la madera, en importantes artículos de comercio. Por lo que respecta a la industria y el
comercio coloniales, la política española fue, en el mejor de los casos, liberal y, en el peor,
demasiado incoherente como para convertirse en un obstáculo de peso. Algunos productos
americanos como el vino —también la viña fue trasplantada desde España— adquirieron
importancia y entraron en competencia directa con las exportaciones españolas, pero
cuando esto se identificó como un peligro, hacia los años 1590, fue imposible invertir el
proceso. La industria textil fue autorizada específicamente. México producía seda en bruto
y manufacturada y la abundancia de lana permitió el desarrollo de una importante industria
textil. También Perú poseía una industria textil, que fue blanco de una política restrictiva,
pero eran demasiados los intereses peruanos implicados como para permitir esas
restricciones. Aunque los productos textiles coloniales eran de inferior calidad y no podían
dominar el mercado de lujo, estaban en condiciones de atender las necesidades del sector
mayoritario del mercado y de arrebatar su control a los españoles. Muchos de los nuevos
productos se vendían fuera de la colonia que los producían Se desarrolló así un comercio
intercolonial con independencia de los españoles y transportado por una marina mercante
construida en los astilleros americanos.
Ese cambio económico fue acompañado de un cambio social. En 1600 ya había
echado raíces la primera generación de españoles nacidos en América, que ocupaban
posiciones dominantes como terratenientes, industriales, comerciantes y capitalistas. Los
blancos hispanoamericanos se autodenominaban criollos y eran conscientes de las
30
John J. TePaske y Herbert S. Klein, «The Seventeenth-Century Crisis in New Spain: Myth or Reality?»,
Past and Presenta, 90 (1981), pp. 116-135.
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Historia de España John Lynch
diferencias que existían entre ellos y los peninsulares; sentían cierta aversión hacia los
inmigrantes españoles y comenzaron a presionar para tener acceso a los cargos públicos. 31
Por supuesto, eran súbditos de la corona, y no eran hostiles a España, pero tampoco se
sentían muy vinculados a ella y no estaban dispuestos a tolerar que nadie interfiriera en sus
intereses privados. La recesión del comercio y la navegación imperiales sentó unas
condiciones favorables al desarrollo de una sociedad independiente y en el curso del siglo
XVII aparecieron élites americanas, élites terratenientes y del comercio en gran escala,
guardianas de los intereses criollos a quienes los administradores del imperio no podían
ignorar.
En definitiva, la crisis del comercio transatlántico en los años posteriores a 1600
tenía su raíz en unas fuerzas económicas que España no podía controlar. El desarrollo del
imperio, la diversidad —nueva— de sus actividades económicas y su creciente
autosuficiencia eran, todos ellos, indicios de que América se estaba liberando de las
exigencias Peninsulares y ya no se contentaba con ser un mero proveedor de metales
preciosos para la metrópoli. En el decenio de 1640, algunos sectores de la economía
americana —construcción naval, agricultura e inversión en el comercio ultramarino— eran
mucho más boyantes que sus homólogos españoles. La independencia económica de
América y sus superiores recursos de capital denotaban que se había establecido un
equilibrio completamente distinto en el seno del mundo hispánico. Cuando menos desde el
punto de vista económico, el elemento dominante era ahora América, y América no
compartía los intereses Peninsulares y europeos de España, ni contribuía en una medida
importante a las necesidades de defensa de España y a su política exterior. Si esta
interpretación es correcta, España habría perdido su riqueza colonial no tanto por la acción
de los enemigos e intrusos extranjeros —los héroes o cabezas de turco habituales según
cuál fuera el punto de vista—, sino por la de sus propios súbditos americanos que ahora
invertían en ellos mismos sus recursos.
La reorientación del mundo hispánico en los años inmediatamente anteriores y
posteriores a 1600 ha pasado inadvertida en gran medida en la historiografía europea. 32
Los estudiosos se han sentido tan impresionados por la decadencia del poder de España en
Europa que han tenido tendencia a verla como un fenómeno producido exclusivamente por
la depresión y la despoblación de la península, por la política exterior suicida de los
gobernantes de España entre 1621 y 1658 y por el incremento relativo del poder de otros
estados. Sin embargo, si lo vemos desde esa perspectiva, ¿cómo explicar determinados
hechos, como que una metrópoli debilitada conservara intacto su imperio americano
durante otros dos siglos y que la unidad del mundo hispánico sobreviviera a todos los
ataques hasta 1810? Ciertamente, la razón es que se trataba todavía de un gran aparato de
riqueza y poder, aunque el centro de gravedad se había desplazado al otro lado del
Atlántico. En efecto, América conservó su propio territorio y, además, defendió las
comunicaciones imperiales. América era ahora el guardián del imperio. Esta es la historia
que se desarrolla en el curso del siglo XVII: no la decadencia del mundo hispánico, sino la
recesión de España dentro de ese mundo.
31
D. A. Brading, The First America. The Spanish Monarchy, Creóle Patriots, and the Liberal State 1492-
1867, Cambridge, 1991, pp. 224-225, 294-299
32
Excepto, por supuesto, para Chaunu; véase infra, pp. 258-268.
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Capítulo II
El rey y su valido
33
Modesto Lafuente, Historia general de España, 30 vols., Madrid, 1850-1867, XI, pp. 77-78.
34
La reciente obra de investigación de Patrick Williams, a la que se hace referencia en las notas siguientes,
ha arrojado luz sobre el reinado de Felipe III. Entre las obras más antiguas, la de Ciríaco Pérez Bustamante,
Felipe III. Semblanza de un monarca y perfiles de una privanza, Madrid, 1950, es una fuente útil de
información pero no de análisis. Las destacadas obras del estadista e historiador del siglo XIX, Antonio
Cánovas del Castillo, Historia de la decadencia española, Madrid, 1854, 2ª ed. 1911, y Bosquejo histórico de
la Casa de Austria, Madrid, 1869, 2ª ed. 1911, son valiosas todavía por su erudición y sus juicios críticos.
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Historia de España John Lynch
función del agrado o de la insatisfacción divinas. Por lo demás, parecía ver su cargo
principalmente como una fuente de patronazgo para la aristocracia española. Su
irresponsable generosidad provocaba la desesperación de sus oficiales del tesoro, aunque
por lo que se sabe nunca iba dirigida a aliviar casos de pobreza real. Más perjudicial
todavía para los intereses del buen gobierno era, sin embargo, su incurable apatía. Felipe
III fue el monarca más perezoso de la historia de España.
El nuevo monarca no podía pretender emular a su padre. Felipe II, además de ser un
gran rey, había sido un gran funcionario. Pero su sistema de gobierno, en el que el rey era
al mismo tiempo consejero, planificador y ejecutor, hacía recaer una carga intolerable
sobre el ocupante del trono. Cuando menos, Felipe III reconoció sus limitaciones. Examinó
brevemente la situación y rápidamente se batió en retirada. Pero antes de hacerlo tomó la
que para un monarca español era una decisión sin precedentes: delegó el poder en un
ministro principal. Sin embargo, incluso en ese raro momento de determinación, no pudo
escapar a su propia mediocridad. Su elección recayó en Francisco Gómez de Sandoval y
Rojas, marqués de Denia y elevado prontamente a la condición de duque de Lerma, su
amigo más íntimo y su confidente, hombre escasamente más apto que el monarca para el
ejercicio del poder.
Lerma y su familia procedían de Castilla la Vieja; había nacido en Tordesillas y
consolidó su linaje desposando a la hija del duque de Medinaceli. En verdad, su condición
social y su amistad con el rey eran sus únicas virtudes para el cargo. La inteligencia y el
buen criterio sólo le adornaban en un grado limitado. A la edad de 45 años carecía todavía
de experiencia política. Sólo había ocupado, sin distinguirse en él, un cargo importante, el
de virrey de Valencia, que le había sido confiado por Felipe II no por sus méritos sino para
apartarle del influible príncipe. Ranke consideraba que Lerma poseía unas cualidades que
le aproximaban a la condición de estadista.35 Es cierto que abogó en todo momento por
una política de paz y que trató de liberar a España de sus compromisos imperiales en el
norte y el centro de Europa. Pero esas cualidades habrían sido más convincentes si Lerma
hubiera mostrado algún tipo de inclinación a utilizar la paz como medio para reformular las
prioridades españolas, aliviar al contribuyente y proseguir una política de ahorros y
reforma. Pero lo cierto es que no parecían interesarle mucho los detalles del gobierno y
cuando estallaba una crisis reaccionaba habitualmente afirmando su intención de retirarse a
la vida religiosa o se metía en cama y se abandonaba a su hipocondría crónica. En este
sentido, al menos, no puede considerársele en modo alguno precursor de Olivares, el gran
valido de Felipe IV.
Lerma quería el poder no para gobernar, sino para adquirir prestigio, y sobre todo,
riqueza. En su afán de conseguirla se mostró activo y sin escrúpulos. Cuando comenzó su
carrera pública tenía dificultades económicas, pero poco a poco amasó una gran fortuna
personal y utilizó sin pudor alguno su poder político para conservarla y acrecentarla. 36 Si
Felipe III fue el monarca más perezoso que ha tenido España, Lerma fue, con mucho, más
codicioso. Su preocupación por sus propios intereses era seguida muy de cerca por la que
sentía acerca de los de su familia y sus amigos. Cesó a García de Loaysa, arzobispo de
Toledo, y a Pedro de Portocarrero, Inquisidor General, y otorgó ambos cargos a su tío
Bernardo de Sandoval. Distribuyó títulos y oficios para seleccionar un grupo de favoritos
35
Leopold von Ranke, L'Espagne sous Charles-Quint, Philippe II et Philippe III, París, 1845, pp. 219-223.
36
«La situación económica del marqués de Denia es extraordinariamente difícil», Mateo Vázquez a Felipe II,
12 de enero de 1585, Correspondencia privada de Felipe II con su secretario Mateo Vázquez, 1567-1591 C.
Riba García, ed., Madrid, 1959,1, p. 351; según el embajador veneciano, Lerma estaba en bancarrota en
1598, Simón Contarini, Relazione de 1605, en Luis Cabrera de Córdoba, Relaciones de las cosas sucedidas
en la corte de España desde 1599 hasta 1614, Madrid, 1857, p. 579. Sobre Lerma, véase también Cánovas,
Decadencia, p. 60.
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hasta que consiguió toda una facción afecta a él. La venalidad de Lerma está fuera de toda
duda, pero es más difícil concluir si ejerció una influencia corruptora sobre la vida pública
española. Una cosa es otorgar favores a los clientes políticos y otra muy distinta pervertir a
toda una administración. Es muy poco probable que el núcleo fundamental de la burocracia
se viera afectado por la influencia de Lerma. El funcionariado español no era tan sensible a
los cambios, pero el rey, en cambio, era más impresionable. Lerma deseaba títulos, tierra y
riqueza y deseaba conseguirlos en Castilla la Vieja, no en Valencia, donde la familia
detentaba el marquesado de Denia. Con este objetivo en mente se trasladó a la capital.
Aunque Felipe III odiaba Madrid, hay que ver la mano de Lerma en la poco afortunada
decisión de trasladar la corte y el gobierno a Valladolid durante 1601-1606. Era una
maniobra dirigida a incrementar su poder personal, su influencia y sus propiedades y fue
seguida de constantes viajes por toda Castilla la Vieja en un momento en que eran cada vez
más graves los problemas de Estado y en el que era necesario tomar decisiones. Fue, pues,
un ejercicio flagrante de irresponsabilidad muy criticado por los contemporáneos. 37
La novedad de un monarca débil y un valido poderoso impresionó de tal forma a
los españoles contemporáneos que consideraron el año 1598 como el fin de una era.
También los teóricos de la política se apresuraron a reaccionar ante ese cambio. En España
ya había quedado atrás la era de los grandes filósofos políticos, al igual que la era de los
grandes monarcas. Los sucesores de Vitoria, Soto y Suárez eran figuras mediocres, autores
que compilaban preceptos de filosofía moral para la instrucción y edificación del
gobernante y sus ministros. 38 Daban por sentado que la forma perfecta de gobierno era la
monarquía personal, no cuestionaban que la soberanía tenía que ser absoluta y nunca se les
pasó por la cabeza considerar la función de las instituciones representativas. Desde luego,
no buscaban los orígenes y la naturaleza del poder sino el ideal del príncipe cristiano. Su
búsqueda era correcta pero vana, pues la monarquía española nunca era tan débil como
cuando más se la exhortaba. Como si hubieran perdido las esperanzas con respecto a los
monarcas, algunos teóricos de la política dirigieron su mirada a los validos de los reyes y
comenzaron a predicar sobre la educación, las cualidades y las tácticas del perfecto
privado. Este tipo de literatura alcanzó la cima de la trivialidad en las conclusiones del
padre José Laynez: «Si el privado es como debe ser es la más noble y rica prenda de la
corona del Rey». Y así como los reyes gobiernan por derecho divino, lo mismo ocurre en
el caso de los validos: «Dios elige privado como Rey». 39 Por ridícula que llegara a ser la
teoría política española en ese período didáctico, reflejaba el punto de vista según el cual
los reyes españoles estaban necesitados de estímulo y sus validos de reconocimiento. Esto
suponía un cambio radical con respecto a la teoría y la práctica de la monarquía en el
reinado de Felipe II. Historiadores posteriores han considerado también que el año 1598
fue un punto de inflexión en la historia de España, el momento en que el gobierno personal
del monarca dejó paso al de los validos. 40
Sin embargo, este proceso ocultaba una continuidad fundamental en la historia de
España, la continuidad de las instituciones, las personas y la política. Así lo apreció una
tradición más antigua de la historiografía española: «lo cierto es que, con menos poder y
menos fortuna, ni Felipe III ni Felipe IV profesaron principios de gobierno diferentes a los
que estableció y practicó Felipe II»; y se ha dicho incluso que no era en el «valimiento», el
cargo de favorito, sino en los consejos «en los que residía, de hecho, todo el poder político
37
Patrick Williams, «Lerma, Old Castile and the Travels of Philip III of Spain», History, 73, 239 (1988), pp.
379-397
38
J. A. Maravall, Teoría española del Estado en el siglo XVII, Madrid, 1944.
39
Ibid., pp. 303-317.
40
Pérez Bustamante, Felipe III, p. 7.
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Historia de España John Lynch
Consejos y consejeros
España seguía gobernada por el aparato conciliar desarrollado por los primeros
Austrias. En este sistema, el poder se distribuía entre una serie de organismos
especializados en diferentes aspectos del gobierno. Pero no se distribuía de manera
uniforme. En la cúspide se hallaba el Consejo de Estado, que se ocupaba de los grandes
tenías de política y que tenía jurisdicción exclusiva sobre la política exterior. Este consejo
no tenía presidente, pues era el rey quien lo convocaba. Todos los demás consejos estaban
subordinados a éste, ya fuera formalmente o en la práctica. De él, había derivado el
Consejo de Guerra, que había comenzado siendo poco más que un comité especializado del
Consejo de Estado. En los últimos decenios del reinado de Felipe II y a raíz de los
crecientes compromisos militares de España, el Consejo de Guerra se había dotado de su
propia secretaría y de una identidad, aunque seguía subordinado al Consejo de Estado tanto
en sus funciones como en su composición. Todos los consejeros del Consejo de Estado
eran miembros de oficio del Consejo de Guerra, aunque no todos asistían a sus sesiones, y
las funciones de este consejo eran simplemente las de ejecutar las consecuencias militares
de la política decidida en el Consejo de Estado.
Había un grupo de consejos superiores o supremos, así llamados porque
teóricamente eran independientes entre sí. Por orden de jerarquía eran el Consejo de
Castilla, el Consejo de Indias, el Consejo de Aragón, el Consejo de la Inquisición, el
Consejo de Italia, el Consejo de Flandes y el Consejo de Portugal. Aunque «supremos»
desde el punto de vista constitucional, de hecho eran, en mayor o menor grado,
básicamente organismos administrativos, que ejecutaban pero no diseñaban la política,
pues los asuntos de importancia, particularmente los que afectaban a la defensa y a la
seguridad, tenían que ser dirigidos al Consejo de Estado. El Consejo de Aragón se ocupaba
de los asuntos de los tres reinos de la Corona de Aragón, es decir Aragón propiamente
dicho, Cataluña y Valencia. Actuaba como enlace entre el rey en Madrid y sus virreyes en
Zaragoza, Barcelona y Valencia. Como los otros consejos de este grupo, tenía su propio
presidente y su secretaría y entre sus miembros había representantes de la pequeña nobleza
y letrados; pero también poseía una característica «constitucional» singular porque sus
consejeros, con la excepción del tesorero general, tenían que ser naturales de la Corona de
Aragón. 43 El Consejo de Castilla ejercía su jurisdicción solamente en los territorios de la
Corona de Castilla y se ocupaba básicamente de los asuntos internos. Pero incluso en este
ámbito especializado las grandes decisiones políticas —por ejemplo, la expulsión de los
moriscos— tenían que ser sometidas al Consejo de Estado. Más humilde todavía era la
función que ejercían los consejos especializados en los asuntos regionales fuera de Castilla
y Aragón: el Consejo de Italia, el Consejo de Flandes y el Consejo de Portugal. Se
41
Antonio Cánovas del Castillo, Estudios del reinado de Felipe IV, 2 vols., Madrid, 1888, I, p. 258.
42
Charles Howard Cárter, The Secret Diplomacy of the Habsburgs, 1598-1625, Nueva York, 1964, pp. 71-
72.
43
Véase supra, pp 10-12, 17-18, 66-67, 234-235, 401-402
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Historia de España John Lynch
ocupaban de los asuntos triviales cotidianos de la administración, una gran parte de los
cuales se referían a las peticiones de pensiones y de promoción, y todos los asuntos de
importancia de su jurisdicción iban a parar al Consejo de Estado. En cambio, el Consejo de
Indias ocupaba un lugar más destacado en la jerarquía administrativa, en correspondencia
con la importancia del imperio ultramarino que administraba. Tenía competencias en todas
las esferas del gobierno colonial, legislativa, financiera, judicial, militar, eclesiástica y
comercial. 44 Su función era tan especializada que necesariamente fue la principal
influencia en la formación de la política colonial. Sin embargo, en los asuntos referentes a
la defensa y seguridad del imperio a veces tenía que someterse a la decisión del Consejo de
Estado y, por otra parte, su control sobre los ingresos y los gastos en las Indias estaba
estrictamente limitado por la jurisdicción fiscal general del Consejo de Hacienda. 45 Éste
administraba los ingresos y los gastos de la Corona; y aunque en el sector de los impuestos
su jurisdicción se circunscribía a Castilla, de hecho tenía responsabilidades internacionales,
pues era Castilla la que financiaba la política general de la monarquía. Pero como esta
política se formulaba en el Consejo de Estado, el Consejo de Hacienda era poco más que
un departamento al servicio de aquél.
El gobierno conciliar, que era en esencia un gobierno mediante comisiones, era
deficiente en dos aspectos: no garantizaba la existencia de un ejecutivo eficaz, ni una
centralización suficiente. Por supuesto, estaba sometido a incesantes presiones. Por toda la
vasta extensión del mundo hispánico, desde los Países Bajos a las Filipinas, centenares de
oficiales ocupaban una gran parte de su vida activa escribiendo informes al gobierno
central, planteando problemas, solicitando consejo y pidiendo que se realizara una acción
determinada. Las oleadas de papel que llegaban a Madrid eran procesadas según un
procedimiento bastante reglamentado. Los secretarios de los consejos seleccionaban y
preparaban el material que debían someter a la atención del rey, el cual, junto con el
secretario, decidía lo que tenía que examinar el consejo correspondiente y solicitaba su
opinión. El consejo analizaba el asunto y presentaba sus conclusiones en una consulta, que
era un documento redactado por el secretario que resumía los diferentes argumentos y que
registraba el voto de cada consejero. La consulta iba entonces a manos del rey, que era
quien decidía, y su decisión retornaba al secretario y/o al consejo para su ejecución. Antes
de que empezara a rebajarse el nivel como consecuencia de la política de nombramientos
desarrollada a lo largo del siglo XVII, los consejos y sus secretarios trabajaban con notable
eficacia y celeridad. Y la consulta era un instrumento útil para el diseño de la política. La
deficiencia del sistema radicaba en que dependía en exceso del ejecutivo, el rey. Era
demasiado lo que dependía de su acción personal. Con Felipe II, que trabajaba de manera
incesante, la maquinaria ya había comenzado a chirriar y durante los reinados de sus
sucesores llegó casi a la parálisis. El retraso se producía en dos momentos clave: tras haber
recibido los documentos pertinentes, el rey tardaba demasiado tiempo en enviarlos al
consejo para que emitiera su opinión; y después de recibir la opinión demoraba demasiado
su actuación al respecto. Especialmente, la eficacia de los consejos subordinados se veía
obstaculizada por las tácticas evasivas del monarca al enviar sus consultas al Consejo de
Estado para una nueva consulta e incluso entonces retrasando su decisión. La preciada
decisión, una vez obtenida, tenía que llegar a un agente distante, o a una serie de agentes,
para su cumplimiento. Ese era el fallo final en el sistema.
44
Ernesto Scháfer, El Consejo real y supremo de las Indias, 2 vols., Sevilla, 1935-1947, ha realizado un
estudio detallado y autorizado del Consejo de Indias, tarea que, exceptuando el Consejo de Estado, no se ha
realizado para ningún otro consejo.
45
Ibid., I, pp. 102-110.
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46
Antonio Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, Madrid, 1960, pp. 171-180.
47
Patrick Williams, «El reinado de Felipe III», en Historia General de España y América, Rialp, Madrid,
1986, VIII, p. 422
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Historia de España John Lynch
51
Contarini, en Cabrera de Córdoba, Relaciones, p. 579.
52
Matías de Novoa, Memorias (Colección de documentos inéditos para la historia de España, LX-LXI,
LXIX, LXXVII, LXXX, LXXXVI, Madrid, 1875-1878), LX, p. 58; Williams, «El reinado de Felipe III», p.
424.
53
Cárter, Secret Diplomacy, pp. 70, 208, 281.
54
Scháfer, El Consejo real y supremo de las Indias, I, p. 178; Cánovas, Decadencia, p. 61.
55
Véase supra, pp. 367-368.
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El «valimiento»
A partir de 1598, el gobierno español comenzó a alejarse del sistema del gobierno
personal practicado por Felipe II y a superar las restricciones que existían para que se
llevara a la práctica. En gran parte, el impulso hacia el cambio procedió de la propia
administración. Pero Felipe III, por mor de su incapacidad, fue responsable del cambio más
trascendental de todos, la creación de un cargo muy próximo al de ministro principal. El
hecho de que no hubiera título para ese cargo, de que el ministro al que eligió fuera su
amigo más íntimo, el duque de Lerma, y de que el nombramiento de este último iniciara
una línea permanente de validos, o favoritos, cuyo mérito principal era su amistad personal
con el rey, ha deslustrado el proceso a los ojos de los historiadores posteriores y oscurecido
aquellos elementos presentes en él que constituían una auténtica novedad institucional. 56
Es cierto que el nombramiento de validos fue, en parte, el sistema mediante el cual los
últimos Austrias, huérfanos del talento y de la voluntad necesarios para el gobierno
personal, trataban de desentenderse de los problemas de gobierno. Pero era algo más que
56
Francisco Tomás y Valiente, Los validos en la monarquía española del siglo XVII, Madrid, 1963, ha
realizado un estudio institucional del valido, muy esclarecedor, en el que nos basamos en las páginas que
siguen. Véase también Cárter, Secret Diplomacy, pp. 66-71, para una destacada revisión del tenía.
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Historia de España John Lynch
eso. En primer lugar, era una forma de adaptarse a las circunstancias, pues la carga que
suponía gobernar España y su vasto imperio era ya demasiado pesada como para que
pudiera soportarla un solo hombre. En cuanto que mero problema administrativo, dado que
la documentación aumentaba inexorablemente día tras día, era más de lo que se podía
esperar que resolviera un ejecutivo unipersonal. Había llegado el momento de que el rey
compartiera su carga y delegara una parte del poder.
En el pasado, la corona había compartido el trabajo administrativo, pero no la
responsabilidad política, con sus secretarios. El secretario, que era menos que un ministro,
había llegado a ser más que un simple oficinista. Tenía acceso a todos los documentos del
Estado, el rey solicitaba su consejo y era el nexo principal entre el monarca y el Consejo.
Los secretarios del Consejo de Estado, en particular, eran figuras clave en la
administración, especialmente bajo Felipe II, que había trabajado mucho con sus
secretarios y muy poco con el Consejo. En verdad, el acceso permanente de los secretarios
a la figura del monarca, en contraste con la irregularidad de las reuniones del Consejo,
debía de resultar mortificante para los consejeros aristócratas, que se consideraban los
consejeros legítimos del rey. Se daban cuenta de que los secretarios ya no eran
simplemente los empleados administrativos del Consejo: el secretario de Estado se había
convertido en el secretario del rey. Sin embargo, el desarrollo de las secretarías no alteró el
carácter del secretario, que siguió siendo un burócrata profesional sin ambición política.
Generalmente, tenía un título universitario y una cierta experiencia en las tareas
administrativas y, en cuanto a la extracción social, procedía de la pequeña nobleza,
cuestión de preferencia personal para Felipe II y motivo de resentimiento para los grandes.
El ascenso del valido comportó el declive del secretario. Francisco Bermúdez de
Pedraza, una autoridad sobre el cargo, se lamentaba en el decenio de 1620 de que habían
quedado atrás los momentos dorados de la secretaría en el siglo XVI, y de su pérdida de
importancia a manos de los validos:
Felipe Tercero el Bueno no tuvo Secretario privado porque los Grandes de
España afectos de su servicio, tomaron este cuydado, despachando con su Real
persona a boca las consultas y los expedientes del Secretario; el exercicio es el que le
hace y no el nombre, y la mayor grandeza deste oficio es aver ocupado los Grandes su
exercicio; y a los Secretarios les quedó el nombre y la pluma, privados de la acción
57
principal de negociar y resolver a boca con Su Magd. las cosas más graves.
Los grandes habían impuesto su criterio y los secretarios de Estado eran ahora
literalmente secretarios del Consejo de Estado. Habían dejado de ser consejeros privados
del monarca para convertirse en simples funcionarios, importantes sin duda, pero
totalmente eclipsados por el valido. Era éste ahora el que supervisaba a los consejos,
controlaba los instrumentos escritos del gobierno y aconsejaba al monarca. Su cargo tenía
un mayor contenido político del que nunca tuviera la secretaría. Era un cargo no
compartido y conllevaba mayor poder. Además, el valido estaba más próximo al monarca,
cuya amistad era, a un tiempo, su distintivo de autoridad y su mérito principal para el
cargo. Por último, la posición social del valido era más sólida, pues procedía siempre de la
alta aristocracia. 58
El ascenso del valido no sólo reflejaba la ineptitud del rey y el desarrollo de la
administración, sino también las ambiciones de la nobleza. En la nueva función
desempeñada por Lerma y por sus sucesores puede verse, tal vez, una cierta reacción de la
alta nobleza contra la figura del secretario, que se interponía entre aquélla y el rey en el
reinado de Felipe II. En este sentido, la aparición del valido significó el intento
57
Citado por Tomás y Valiente, Los validos, p. 50.
58
Ibid. pp. 51-53, 109-110.
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59
El penetrante estudio del patronazgo y el faccionalismo en Inglaterra realizado por sir John E. Neale, «The
Elizabethan Political Scene», Proceedings of the British Academy, XXXIV (1948), aporta una interpretación
que puede utilizarse en el caso de España.
60
Citado en Tomás y Valiente, Los validos, p. 54.
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entre sus familiares y clientes y para erigir una barrera más frente a sus rivales. Al mismo
tiempo, se hizo con aquellos cargos que controlaban el acceso a los palacios reales y con el
gobierno de las ciudades —por ejemplo, Valladolid y Madrid— a las que podía acudir el
rey. De esta forma consiguió aislar al monarca de la influencia de sus rivales e impidió que
todo aquel que no contara con su aprobación se aproximara a la presencia real. Reforzó su
entorno familiar con títulos y alianzas matrimoniales, empezando por conseguir un ducado
para él. Compró palacios, casas, tierras y, por supuesto, jurisdicción y rentas, estas últimas
ya fueran donadas por la corona o compradas como una inversión segura. En 1620, sus
ingresos anuales ascendían a 200.000 ducados y al final del reinado el valor de cuanto
poseía se cifraba en tres millones de ducados. 61 Lerma favoreció sin pudor alguno a sus
parientes, promoviendo a su cuñado, el conde de Lemos, para la presidencia del Consejo de
Indias, el virreinato de Nápoles y la vicepresidencia del Consejo de Italia, y a su hermano
Juan, marqués de Villamizar, al cargo de virrey de Valencia.
Este tipo de patronazgo podía volverse en contra de quien lo ejercía. Así,
promocionar a su hijo mayor, Cristóbal, duque de Uceda, sólo le sirvió para crearse un
rival. Tampoco supo elegir Lerma a alguno de sus criados. Por ejemplo, Don Pedro
Franqueza, uno de los segundones de una familia de la pequeña nobleza catalana venida a
menos, se convirtió en valido de Lerma, lo que le permitió conseguir el título de conde de
Villalonga y los cargos de consejero y secretario de Hacienda, pero el éxito se le subió a la
cabeza y después de una espectacular, pero breve, carrera, fue depurado de la
administración por venalidad flagrante. El ejemplo más destacado de valido privado es el
de Rodrigo Calderón, cuyo rápido ascenso desde la oscuridad a la fama y la fortuna fascinó
y escandalizó, a un tiempo, a los contemporáneos. 62 Comenzó como criado en la casa de
Lerma y pronto se convirtió en su principal «oficial de enlace», que era la misma función
que Lerma ejercía en el caso del rey. Su patrono le consiguió numerosos cargos y
mercedes, entre ellos los títulos de conde de Oliva y marqués de Siete Iglesias, y le ayudó a
conseguir pingües ingresos. A su vez, Calderón formó su propio círculo, bastante más
abajo en la escala, y presumiblemente se creó un buen número de enemigos. Su
comportamiento escandaloso le hizo particularmente vulnerable cuando se produjo la caída
de su patrono. En efecto, su destino fue peor que el de Lerma. Fue arrestado por varias
acusaciones que iban desde el asesinato a la malversación y después de pasar mucho
tiempo en prisión fue torturado, condenado y ejecutado por la facción rival en el siguiente
reinado. La caída de Lerma y Calderón demuestra hasta qué punto era implacable el
sistema de patronazgo y con qué espíritu de revancha actuaban los que estaban fuera del
sistema cuando se integraban en él. Era demasiado lo que estaba en juego como para
esperar que actuaran con clemencia.
La corona era un espectador pasivo de ese proceso, atrapada como estaba en un
sistema que había ayudado a crear. En lugar de distribuir sus favores entre una serie de
ministros, a los que poder enfrentar entre sí, los últimos Austrias permitieron que un solo
hombre monopolizara el patronazgo y el poder. De esta forma perdieron su independencia,
porque estaban sometidos a la presión de un solo interés. Se convirtieron en víctimas de
unos validos y unas facciones políticas poderosas. Lo que había comenzado como una
delegación de poder terminó en la abdicación del control.
Sin embargo, su objetivo original era perfectamente plausible. Aunque no supieran
formular el problema con precisión, de hecho buscaban un ministro principal. Esta
denominación aparece en los textos y documentos oficiales contemporáneos y aunque su
significado no es preciso su utilización permite identificar la condición oficial y pública del
61
Williams, «El reinado de Felipe III», p. 430.
62
Cánovas, Decadencia, pp. 61-62.
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63
Idea de un Príncipe político-cristiano (1640), Biblioteca de Autores Españoles, 25, Madrid, 1947, p. 126.
64
Tomás y Valiente, Los validos, pp. 9 y 161.
65
Ibid., pp. 63-64.
66
Para ejemplos de las relaciones de Lerma con el Consejo de Aragón, véase J. Regla, «La expulsión de los
moriscos y sus consecuencias», Hispania, XIII (1953), pp. 215-267; para el Consejo de Indias, véase Scháfer,
El Consejo real y supremo de las Indias, I, pp. 188-189
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Historia de España John Lynch
Consejo de Hacienda, disponiendo diversos pagos, entre ellos gastos de carácter militar.
Por último, Lerma tenía buen cuidado en mantener en sus manos el control del patronazgo.
En julio de 1605 dio instrucciones al secretario del Consejo de Estado en el sentido de que
todos los asuntos referentes a nombramientos y mercedes tenían que ser sometidos
directamente al monarca y de que el Consejo sólo podía ocuparse de ellos si el rey lo
ordenaba expresamente. En la práctica, todas las decisiones sobre cuestiones de patronazgo
eran tomadas por Lerma, una vez más actuando en nombre del rey, y se hacían llegar al
secretario para que las comunicara al postulante. 67
Durante veinte años, hasta 1618, Lerma era primer ministro en todo, excepto el
nombre. Durante ese período vio aumentar su riqueza y su impopularidad; inevitablemente
se convirtió en el blanco de las críticas por la situación económica y por la política
internacional de España. Su desmedida ambición, su manejo sin escrúpulos del patronazgo
y el comportamiento escandaloso de alguno de sus clientes, en especial Calderón,
ultrajaron a la opinión pública. Sus enemigos comenzaron a afilar sus garras y sus
subordinados empezaron a abandonarle. Durante esos 20 años también creció el rey, si no
en sabiduría al menos en madurez. La tutela del mentor de su niñez, a la que se había
aferrado con alivio cuando era un joven rey de 21 años de edad, resultaba cada vez más
ridícula a medida que alcanzaba la mediana edad. Además, aproximadamente desde 1615
se apoderó de él un sentimiento de desilusión cuando tomó conciencia de las deficiencias
de Lerma y de sus clientes, de la creciente insatisfacción existente en el país y, sobre todo,
de la situación real de las finanzas del Estado. El nombramiento de Fernando Carrillo como
presidente del Consejo de Hacienda en 1609 fue ya un signo de que el rey comprendía que
era necesario reformar la administración. Carrillo había encabezado la acusación contra
Villalonga y estableció sus prioridades políticas; a no tardar se convirtió en un
administrador eficaz y enérgico. Mientras tanto, a medida que el rey se emancipaba de
Lerma, se dejaban oír nuevas voces en los consejos, en especial las de Baltasar de Zúñiga,
que había regresado tras ser embajador en el extranjero, y de fray Luis de Aliaga, el nuevo
confesor. En el escenario internacional, España tenía que hacer frente a nuevos problemas.
La situación se estaba deteriorando en Alemania y era necesario reconsiderar el
compromiso de España con respecto a la causa de los Habsburgo y su posición en los
Países Bajos. Lerma defendía una política de paz y de no intervención en los asuntos del
norte de Europa, política deseable pero que carecía de convicción moral al ser Lerma quien
la propugnaba. En efecto, éste había dejado pasar la oportunidad que ofrecía la paz para
poner en práctica medidas de ahorro y de reforma y, bien al contrarío, había aconsejado
mal al joven rey y había dado peor ejemplo aún de extravagancia privada y despilfarro
público.
La corte y la administración estaban a la expectativa, intentando averiguar quién
sería el próximo candidato para conseguir el favor real, y los clientes esperaban la decisión
del patrono supremo. La oposición al favorito, cada vez más envejecido, fue movilizada
por Aliaga, cuyas opiniones sobre política exterior coincidían con las de Lerma, pero que,
por lo demás, detestaba la influencia de este último en los asuntos públicos. Comenzó así a
formarse una facción anti-Lerma, agrupada en torno a un nuevo aspirante al valimiento,
que no era otro que el propio hijo de Lerma, Cristóbal de Sandoval y Rojas, duque de
Uceda. Por otra parte, en el Consejo de Estado comenzaron a cobrar fuerza los puntos de
vista de Zúñiga, principal defensor de una política de línea dura en el norte de Europa.
Tanto el faccionalismo como la evolución de la política estaban en contra de Lerma. En un
intento desesperado de fortalecer su posición consiguió que Roma le designara para el
cardenalato, típica maniobra de un hombre para quien la política era casi exclusivamente
67
Tomás y Valiente, Los validos, p. 68.
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Historia de España John Lynch
un medio de conseguir prestigio personal. Pero ni siquiera Felipe III se dejó impresionar y
desde abril de 1618 comenzó a retirar a Lerma su confianza, restringiendo su acceso a los
documentos oficiales y advirtiéndole que se preparara para el retiro. Cuando durante los
meses de julio y agosto el Consejo de Estado se mostró dividido, situación poco habitual,
sobre un tenía político importante, si había que intervenir o no en Alemania, Lerma quedó
en franca minoría, impotente para mantener a España apartada de una guerra en la que iba
a verse atrapada durante cuarenta años. En más de una ocasión en el pasado, Lerma había
manifestado el deseo de retirarse a sus propiedades o de abrazar la vida religiosa. Es
posible que en ese momento, en que sus rivales maniobraban para conseguir una buena
posición y cuando actitudes más imperialistas dominaban el Consejo de Estado,
considerara ambas posibilidades, desgarrado entre el atractivo del retiro y la resistencia a
abandonar la corte. A finales de septiembre de 1618, cuando solicitó permiso al rey para
retirarse, su petición fue atendida y la decisión se le comunicó el 4 de octubre. 68 ¿Se retiró
Lerma o fue cesado? Una cierta ambigüedad envuelve esta cuestión. De cualquier forma,
se retiró a sus propiedades de Lerma, al sur de Burgos, y luego a Valladolid, donde murió
el 17 de mayo de 1625.
Felipe III actuó con insólita determinación al aceptar el retiro de Lerma. Según un
cronista anónimo, «que era necesario bramasse alguna vez el cordero; esto a propósito de
cuanto era menester que Su Majestad no viviese siempre con la mansedumbre de su
condición, sino que supiessen sus privados avía cólera en él para sentir y castigar lo mal
hecho, y echar de sí a los autores dello». 69 Además, los clientes de Lerma sintieron
inevitablemente el frío viento que soplaba desde El Escorial y sus favoritos, como
Calderón, fueron perseguidos implacablemente por sus enemigos en el nuevo régimen. Sin
embargo, su caída no dio paso a un cambio total en el gobierno y el núcleo central de la
administración permaneció invariable. En cuanto al gobierno por medio del valido, era
demasiado valioso para el rey, que siguió aferrándose al apoyo que ese sistema le ofrecía.
Uceda sucedió a Lerma en el valimiento y la transferencia en el poder fue
inmediata. 70 Pero fue también incompleta. El 15 de noviembre de 1618, Felipe III
promulgó un decreto mediante el cual revocaba el de 1612. A partir de entonces todas las
declaraciones políticas, las órdenes y las cuestiones de patronazgo emanadas de la voluntad
real sólo llevarían la firma del rey. 71 Esto ponía fin, al menos formalmente, a la delegación
de poder, casi total, del monarca al valido y determinó que los consejos no dependieran tan
estrechamente de Uceda como habían dependido de Lerma. Tal vez esto era un indicio de
que Felipe III había aprendido algunas lecciones y estaba decidido, en esta ocasión, a no
abandonar todas sus responsabilidades. Si esto es así, lo cierto es que no mantuvo sus
propósitos. Al cabo de poco tiempo, Uceda controlaba en buena medida el funcionamiento
de los consejos en nombre del rey y la administración parecía considerarle como ministro
principal. Sin embargo, su posición nunca estuvo tan claramente definida como la de
Lerma. No monopolizó la coordinación entre el rey y los consejos y, hasta cierto punto,
volvieron a cobrar vigencia los canales tradicionales de comunicación. Uceda carecía de
dotes políticas y su régimen era un tanto anodino. ¿Era este hombre monótono un simple
hombre de paja tras el cual actuaban otros consejeros, Aliaga, el guardián de la conciencia
del rey, y Baltasar de Zúñiga en los asuntos exteriores? Si la respuesta a esa pregunta es
afirmativa habría que hablar de reparto del poder delegado, lo que en sí mismo es un
68
Patrick Williams, «Lerma, 1618: Dismissal or Retirement?», European History Quarterly, 19 (1989), pp.
307-332.
69
Tomás y Valiente, Los validos, p. 9.
70
Sobre la caída de Lerma y la sucesión de Uceda, véase Novoa, Memorias, LXI, pp. 145-159.
71
Tomás y Valiente, Los validos, pp. 10-11, 162
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fenómeno político positivo. Pero carecemos de datos para dar una respuesta segura. Si
hemos de creer a los cronistas, Felipe III murió arrepentido de haber abandonado el poder
en manos de los validos. Y el día de su muerte, por deseo expreso del nuevo monarca,
Uceda fue obligado a hacer entrega de los documentos oficiales y del control del gobierno
a Baltasar de Zúñiga.
La base del imperio que heredó Felipe III era Castilla, pero no lo gobernaban las
leyes castellanas ni se aplicaban en todas partes los impuestos de Castilla. Ni siquiera
Felipe II, a pesar de ser un rey absolutista, había intentado desafiar la autonomía de sus
diferentes reinos o incorporarlos a un Estado centralizado. Aunque Felipe III se
autodenominaba rey de España, era primero, y ante todo, rey de Castilla y sólo en ella era
su poder absoluto. Pero incluso en el reino de Castilla las provincias de Vizcaya,
Guipúzcoa y Álava gozaban de un cierto grado de autonomía fiscal y administrativa. Fuera
de Castilla, el separatismo era aún más acusado. La Corona de Aragón, que incluía los
dominios de Aragón, Cataluña y Valencia, tenía consagrada su identidad en unos fueros, o
derechos constitucionales, muy desarrollados. Cada uno de esos dominios era gobernado
independientemente, en cada uno de ellos existían unas leyes y un impuesto fiscal propios
y el rey estaba representado por un virrey. Más limitada aún era la soberanía castellana
sobre Italia, donde los reinos de Sicilia y Nápoles y el ducado de Milán eran gobernados en
nombre del rey de España por virreyes o gobernadores y administrados por sus propias
instituciones. En los Países Bajos, la soberanía española era ejercida, allí donde era
efectiva, por los archiduques, que no eran gobernantes independientes pero tampoco
únicamente meros gobernadores, y que gobernaban por medio de instituciones locales y
con la ayuda de personal nativo. 72 No puede decirse que esta estructura constitucional
fuera federal, pues no existía en el centro organismo federal alguno aparte de la corona. Se
trataba de una unión personal, que respetaba plenamente la independencia de cada una de
las partes. En la práctica, el poder castellano se dejaba sentir hasta cierto punto. La
residencia permanente del monarca en Castilla, la preeminencia de castellanos en los
cargos públicos y el hecho de que los consejos estuvieran radicados en Madrid
determinaban que, en la práctica, la unidad fuera más real que en la teoría. Pero había un
aspecto del gobierno en que los reinos constitutivos de la monarquía eran especialmente
sensibles a los ataques contra sus prerrogativas: los asuntos financieros. Uno de los
mayores problemas a los que tenía que hacer frente el gobierno castellano era convencerles
para que contribuyeran a financiar los gastos comunes proporcionalmente a sus recursos.
Los Países Bajos españoles contribuían con sumas modestas a los gastos generales
de la monarquía, sumas que eran absorbidas en su totalidad por la administración local; los
gastos de defensa eran subvencionados por Castilla. Desde el momento de la disolución de
los Estados Generales en 1600 se recaudaba un subsidio ordinario de 3.600.000 florines
anuales. Lo votaron los diferentes estados provinciales, pero se entendía que no podían
rechazarlo sin comprometer la soberanía del monarca. Para que pudieran discutirlo sin
riesgo para ella, la administración pedía, generalmente, un montante mayor del que
presumiblemente podía conseguir. 73 Además, votaban también —aunque con más
72
Charles Howard Cárter, «Belgian "autonomy" under the Archdukes, 1598-1621», Journal of Modern
History, XXXVI (1964), pp. 249-259.
73
H. Pirenne, Histoire de Belgique, 3ª ed., 7 vols., Bruselas, 1909-1932, IV, p. 402.
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74
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 161-164.
75
lbid., pp. 159-160.
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importante, pero, además, Felipe III heredó las importantes deudas contraídas por su padre.
Ahora bien, su propia extravagancia no sirvió sino para empeorar la situación, pues, en
efecto, el monarca gastaba demasiado dinero en su persona y también en sus favoritos.
Entre los numerosos regalos que hizo al duque de Lerma cabe mencionar los 50.000
ducados que le entregó en medio de la euforia producida por la llegada de la flota de las
Indias. Y los regalos que hizo el rey a algunos de sus súbditos con ocasión de su
matrimonio superaron cualquier cálculo razonable: la extravagancia costó 950.000
ducados, de los cuales 300.000 fueron a parar a manos de Lerma. De hecho, Felipe III
actuaba como si el tesoro público fuera su propiedad privada. Es posible que ese fuera,
tradicionalmente, un supuesto válido, aunque los economistas políticos de la época, los
arbitristas, comenzaban a rechazarlo. 76 Desde luego, Juan de Mariana, el filósofo político
jesuita, se manifestó con toda claridad sobre este tenía: «el rey no puede gastar a su
voluntad el dinero que le entregan sus súbditos como si fueran ingresos de sus posesiones
privadas». 77 Era evidente, incluso para Felipe III, que las cantidades otorgadas por las
Cortes eran de carácter público, lo que las situaba fuera de su alcance; en cualquier caso,
solían ser sumas concretas para hacer frente a capítulos específicos del gasto. Pero había
muchos otros ingresos de los que podía echar mano. Por otra parte, además de su
patrimonio privado, el rey, en su condición de funcionario más alto, disponía de unos
600.000 ducados al año con cargo a los ingresos públicos. Sin embargo, esto no servía, ni
mucho menos, ni para cubrir todos sus gastos: la casa real, el pago del servicio secreto, los
regalos a los clientes, por mencionar tan sólo algunos de ellos. Sólo el mantenimiento de la
familia real costaba a Castilla aproximadamente 1.300.000 ducados al año en el reinado de
Felipe III —más del 10 por 100 del presupuesto—, frente a 1.000.000 de ducados anuales
en el reinado de sus dos antecesores y el de su sucesor inmediato. La cuantía de los gastos
exigía mayores ingresos de los que tenía el gobierno, pero había una resistencia real a
imponer nuevos tributos, porque se sabía que despertaban críticas y rechazo respecto de la
política del gobierno. Como su propia conducta era particularmente vulnerable a las
críticas, el gobierno de Felipe III y Lerma prefirió no despertar intereses hostiles ni
enajenarse a la opinión pública, y decidió dejar las cosas como estaban. De hecho, había
dos alternativas a un incremento de la fiscalidad. La primera era reducir los gastos de
defensa, medida que atraía a Felipe III no por convicción, sino por el principio de que la
paz era más fácil que la reforma. Como también otras naciones tenían interés en poner fin
al largo y costoso conflicto heredado de la centuria anterior, el gobierno español pudo
continuar el proceso de pacificación iniciado por el tratado francoespañol de 1598. La paz
se firmó con Inglaterra en 1604 y en abril de 1607 se concertó un alto el fuego con los
holandeses, al que siguió la Tregua de Amberes en 1609. Ciertamente, el cese de las
hostilidades en el norte de Europa no significó el desarme en los demás lugares y España
continuó soportando pesados compromisos de defensa en Italia, en el Mediterráneo y en el
Atlántico. Pero ya se había recurrido a un segundo expediente, que demostraba que el
gobierno estaba tanto en bancarrota de ideas como de dinero: el envilecimiento de la
moneda.
En 1599, Felipe III se apartó de una larga tradición española de moneda sólida y
acuñó en Castilla una moneda de vellón de cobre puro con el fin de ahorrar la plata que
antes contenía. El beneficio del 100 por 100 que reportó al gobierno esta operación le llevó
a realizar acuñaciones aún mayores de vellón de cobre en 1602 y 1603, a pesar de las
76
José Luis Sureda Cardón, La Hacienda castellana y los economistas del siglo XVII, Madrid, 1949, pp. 77-
79.
77
De mutatione monetae, en John Laures, The Political Economy of Juan de Mariana, Nueva York, 1928, p.
299.
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airadas protestas de las Cortes. En 1608, Felipe III prometió a las Cortes, a cambio de la
concesión de un subsidio, que no realizaría nuevas acuñaciones de vellón durante 20 años,
pero el enorme déficit presupuestario de 1617 le indujo a quebrantar esa promesa y las
Cortes aceptaron una nueva acuñación que permitiera obtener un beneficio de un millón de
ducados. A ella siguió una nueva acuñación en 1621 para obtener 800.000 ducados. En
conjunto, Felipe III acuñó vellón de cobre por un valor de 27 millones de ducados. 78 Las
consecuencias no eran difíciles de prever, al menos para muchas personas que no formaban
parte del gobierno. La inestabilidad monetaria hizo que el oro y la plata desaparecieran de
la circulación y el vellón perdió la paridad con los metales preciosos, aumentando el precio
anual medio en el cambio del vellón por plata del 1 por 100 en 1603 al 3 por 100 en 1619.
Dado que los impuestos se pagaban en vellón pero había que pagar en plata los gastos de
defensa en el exterior, la corona fue uno de los principales perdedores. Además, el
envilecimiento monetario prolongó en el siglo XVII la gran inflación de precios provocada
por la plata americana en el siglo XVI, con una importante diferencia: mientras la
revolución de precios del siglo XVI había sido un proceso constante y continuo, el nuevo
proceso inflacionario se manifestó de forma espasmódica, siendo interrumpido
periódicamente por una súbita deflación, con graves perjuicios para las actividades
comerciales y para todos aquellos que vivían de anualidades, pensiones e ingresos fijos. La
inflación afectó, además, al mayor consumidor de todos, el propio gobierno. Muchos de
estos problemas fueron detectados por los contemporáneos, por las Cortes y los arbitristas.
Mariana escribió un tratado sobre este tenía que publicó en Alemania en 1609. Denunció la
política monetaria de Felipe III calificándola de tributación oculta y advirtió que
provocaría la desaparición del reino del oro y la plata y que desencadenaría la inflación.
Pero el gobierno mostraba una hipersensibilidad respecto a este tenía. Mariana fue detenido
por la Inquisición y acusado de crimen de lesa majestad por criticar la política monetaria
del rey ante una audiencia extranjera y aunque fue liberado un año después su tratado pasó
a engrosar las listas del índice Español. 79
¿Cuáles eran las principales fuentes de ingresos de Castilla? En primer lugar,
estaban los ingresos ordinarios procedentes de la alcabala y los derechos aduaneros. Estos
últimos abarcaban un amplio conjunto de gravámenes sobre el comercio interior y exterior
y constituían un elemento básico de los ingresos, aunque muy vulnerable al fraude. La
alcabala era un impuesto del 10 por 100 sobre las ventas, y las ciudades más importantes se
ponían de acuerdo para pagar una suma fija todos los años. Hacia 1612, este impuesto
reportaba 2.754.766 ducados anuales, más del doble de la suma recaudada en el decenio de
1570. 80 Esta cifra estaba todavía muy por debajo de su rendimiento potencial, pues muchos
lugares y personas, entre ellos los eclesiásticos, estaban exentos del impuesto o pagaban
una tasa reducida. Además, en muchas partes de Castilla la alcabala había caído en manos
de propietarios privados, ya fuera por concesiones realizadas a los nobles más poderosos
durante la Edad Media o mediante compra en el siglo XVI, y el despreocupado gobierno de
Felipe III continuó el proceso de enajenación a cambio de ingresos rápidos, a corto plazo.
Estos ingresos tradicionales de la corona se complementaban con las concesiones de las
Cortes. 81 El servicio ordinario y extraordinario era concedido por las Cortes cada tres años
78
Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, 1501-1650, pp. 73-79, 88-93, 102-
103.
79
Laures, The Political Economy of Juan de Mariana, p. 282; véase también G. Lewy, Constitutionalism and
Statecraft during the Golden Age of Spain: A Study o fthe Political Philosophy of Juan de Mariana, S. J.,
Ginebra, 1960, pp. 30-32.
80
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 194-203.
81
Ibid., pp. 232-238.
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y desde 1591 estaba fijado en una suma de 405.000 ducados anuales. Sin embargo, la
concesión más importante eran los millones, un impuesto sobre productos alimentarios
básicos, del que se esperaba un rendimiento de 2 millones de ducados al año, cifra que, de
hecho, aumentó a 3 millones en los primeros años del reinado, para volver a los 2 millones
de ducados al finalizar el mismo. En un período de inflación, declinó el valor efectivo de
esas concesiones fijas, aunque ocasionalmente se elevara el montante de los millones como
consecuencia del aumento de los precios. Además de esos ingresos ordinarios y
extraordinarios, la corona tenía otros ingresos de origen eclesiástico, que no sólo recibía en
Castilla sino en todos los dominios reales. 82 El más importante de ellos era la cruzada,
procedente de la venta de bulas de indulgencia, cuyo rendimiento anual medio era, sólo en
España, de 800.000 ducados pagados en plata por el banquero que administraba el ingreso.
El subsidio —unos 420.000 ducados al año— era un porcentaje de las rentas de la Iglesia
que se pagaba a la corona para el mantenimiento de los efectivos navales en el
Mediterráneo. El excusado era un ingreso de 250.000 ducados anuales que procedían de las
propiedades eclesiásticas. Finalmente, la corona contaba con los apreciados ingresos
procedentes de las Indias. 83 Sin embargo, la década de 1610-1620 contempló el comienzo
de un notable descenso de las remesas de plata de América, como consecuencia de la crisis
del comercio de las Indias, que afectó tanto a los beneficios públicos como a los
privados. 84 Durante el quinquenio 1611-1615, la corona recibió 7.212.921 pesos, frente a
10.974.318 en el período de máximos ingresos, 1596-1600. El quinquenio 1616-1620
conoció un descenso más acusado aún, situándose las remesas americanas en 4.347.788
pesos, un nivel que sería difícil aumentar durante el resto del siglo XVII.
En 1598, los ingresos estimados de la corona ascendían a 9.731.405 ducados. 85 De
esa suma, 4.634.293 ducados —procedentes en su mayor parte de los impuestos
principales, como la alcabala, los derechos aduaneros y el subsidio— ya estaban asignados
por adelantado a capítulos permanentes del gasto, principalmente los juros (títulos de
deuda pública) y algunos compromisos de defensa, o habían sido enajenados recientemente
a propietarios de impuestos. El resto de los ingresos, algo más de 5 millones de ducados —
procedentes de los millones y el servicio concedido por las Cortes, la cruzada y las remesas
de las Indias— estaba teóricamente libre de cargas, pero en realidad una gran parte estaba
comprometida por adelantado con diferentes banqueros como pago de asientos anteriores o
de contratos de defensa. En su mayor parte, los gastos de defensa se realizaban en los
Países Bajos, que en los doce primeros años del reinado absorbieron más de 40 millones de
ducados. 86 Como los compromisos no dejaron de aumentar llegó el momento en que todos
los ingresos «libres» se asignaban con varios años de adelanto a los banqueros y no
quedaba cantidad alguna para contraer nuevos asientos. Esta situación se produjo en 1607,
año en que el gobierno había anticipado los ingresos hasta 1611 y la deuda total ascendía a
22.748.971 ducados. 87 Para esta situación había un remedio clásico, que se conocía con el
nombre de medio general: se liberaba de sus compromisos a los ingresos asignados y los
banqueros eran indemnizados con juros. 88 Este tipo de operaciones, aunque frecuentemente
82
Ibid., pp. 241-249.
83
Hamilton, American Treasure, pp. 34-38.
84
Véase infra, pp. 218, 243-244.
85
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 3-18.
86
«Relación del dinero remitido a Flandes», 13 de septiembre de 1598-20 de junio de 1609, Colección de
documentos inéditos para la historia de España, XXXVI, p. 509.
87
Actas de las Cortes de Castilla, XXIII, pp. 543-559.
88
Véase Lynch, Los Austrias (1516-1598), pp. 182-183.
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recibían el nombre de bancarrotas, de hecho eran conversiones forzosas de deuda, a las que
Felipe II ya había recurrido en tres ocasiones, aproximadamente cada 20 años. Al recurrir a
la medida en una ocasión, Felipe III podía afirmar no haber sobrepasado su cuota, pero una
vez era suficiente para empeorar el crédito de la corona y el gobierno fue obligado a
replantear su política de defensa. Así pues, la suspensión de pagos de 1607 fue seguida por
la suspensión de la guerra en los Países Bajos en 1609. Y sin embargo, aunque España ya
no estaba implicada en un conflicto armado importante, no terminaron sus problemas
financieros. Una serie de conflictos localizados en Italia, los gastos de defensa en
Alemania, en el Mediterráneo y en el imperio ultramarino, así como los gastos de la corte y
del gobierno, aumentaron el capítulo de gastos por encima del nivel de tiempo de guerra.
En 1615, se preveía que el gasto anual superaría los 9 millones de ducados. 89
Por tanto, en vísperas de iniciarse la guerra de los Treinta Años, las finanzas
españolas estaban sometidas a una fuerte presión. En 1617, una gran parte de los ingresos
asignados no fueron suficientes para cumplir sus compromisos. Los ingresos que
quedaban, es decir los ingresos libres, ascendían a 5.357.000 ducados, frente a unos gastos
que habían aumentado hasta situarse en unos 12 millones de ducados. En esa cifra estaban
incluidos 5 millones en costes de defensa (principalmente en los Países Bajos, donde
España estaba preparando de nuevo el dispositivo militar, y en Milán), 3 millones para
hacer frente a los juros impagados, y el resto para la casa real, los salarios de los oficiales,
las deudas atrasadas y muchos otros gastos. 90 Peor aún se presentaba el presupuesto de
1618: los ingresos «libres» habían descendido a 1.601.000 ducados y eran totalmente
insuficientes para hacer frente a los compromisos contraídos. En ese momento comenzó la
intervención de España en Alemania, a pequeña escala al principio, aunque fue suficiente
para producir un aumento de los gastos. Mucho antes de su llegada, las remesas de las
Indias para 1619 fueron asignadas, a cuenta, a los banqueros.
¿Qué podía hacer el gobierno? No faltaban las recomendaciones. El Consejo de
Castilla examinó detenidamente la situación económica antes de elaborar la memorable
consulta de 1619 sobre la situación de la nación. 91 En ella llamaba la atención sobre los
perjudiciales efectos de una fiscalidad excesiva en Castilla y subrayaba dos causas
específicas del aumento del gasto: el reparto extravagante de mercedes y pensiones y el
exagerado crecimiento de la burocracia, una gran parte de la cual era ociosa y corrupta. Las
consecuencias, concluía, se podían apreciar en la situación financiera: todos los ingresos de
la corona estaban comprometidos por adelantado, excepto los ingresos «libres», que habían
sido anticipados en asientos. Pero Felipe III hacía oídos sordos a cualquier argumento de
este tipo. Ese mismo año, a pesar de la recomendación del Consejo para que se recortaran
los gastos suntuarios, decidió realizar un viaje a Portugal, planeado durante mucho tiempo,
para que su hijo fuera reconocido como heredero, viaje que resultó extraordinariamente
costoso. Sin embargo, se resistía a dar el paso extremo de decretar nuevos impuestos y
prefirió recurrir a métodos más tortuosos, como acuñar nuevas cantidades de vellón,
secuestrar una parte de las remesas de las Indias consignadas a particulares a cambio de
juros y, por supuesto, anticipar ingresos. El último asiento contratado por Felipe III poco
antes de su muerte, ocurrida en marzo de 1621, ascendía a 4,5 millones de ducados, en su
mayor parte para hacer frente a los gastos de defensa en los Países Bajos, en el Atlántico y
89
J. H. Elliott, The Revolt of the Catalans. A Study in the Decline of Spain (1598-1640), Cambridge, 1963,
pp. 187-188 (hay trad. cat.: La revolta catalana, Crítica, Barcelona, 1989).
90
«Relación de la Real Hacienda», 1617, Actas de las Cortes de Castilla, XXX, pp. 15-32.
91
Ángel González Palencia, La Junta de Reformación, 1618-1625, Archivo Histórico Español, 5, Valladolid,
1932, doc. n.° 4.
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en Mediterráneo. Este asiento acaparó todos los ingresos «libres» existentes en ese
momento y los de los años venideros hasta 1624.
El aplastante peso de los gastos de defensa recaía casi exclusivamente sobre
Castilla. Fue inevitable que los castellanos comenzaran a pedir que la carga fiscal fuera
compartida por otros componentes de la monarquía. Este argumento fue desarrollado por
una serie de arbitristas. En un documento presentado a Felipe III en el momento de su
subida al trono, Baltasar Álamos de Barrientos señalaba que «en otros estados todas las
partes contribuyen al mantenimiento y grandeza de la cabeza, como es justo ... Pero entre
nosotros, es la cabeza la que trabaja y sustenta los demás miembros». 92 Pedro Fernández
Navarrete se hacía eco de estos sentimientos al iniciarse el siguiente reinado:
Parece justo que, repartiéndose las cargas en proporción, quedaran por cuenta
de Castilla el sustentar la casa real, guardar sus costas y la carrera de Indias, y que
Portugal pagara sus presidios, y las armadas de la India oriental, como lo hacía cuando
no estaba incorporado con Castilla. Que Aragón e Italia defendieran sus costas, y
sustentaran para ello los bajeles y milicia necesaria; porque no parece puesto en razón
que la cabeza se atenúe y enflaquezca, mientras los demás miembros, que están muy
93
poblados y ricos, miran las cargas que ella paga.
Así pues, a los ojos de los castellanos, las barreras constitucionales de Aragón
preservaban una inmunidad fiscal que era, al mismo tiempo, obsoleta e injusta.
Naturalmente, los fueros de los reinos del este Peninsular no habían sido pensados teniendo
en cuenta el bienestar de los desfavorecidos; los campesinos y trabajadores urbanos de esos
dominios no vivían en un paraíso exento de impuestos. Pero los impuestos que pagaban
iban a parar a organismos de gobiernos locales, dominados, como en el resto de España,
por la aristocracia y el patriciado urbano. Ciertamente, no iban a manos de la corona. Era,
pues, cierta la acusación de que la periferia contribuía a la corona mucho menos que el
centro. 94 Por ejemplo, en 1610, los ingresos procedentes de Aragón, Cataluña y Valencia
no supusieron, en conjunto, más de 600.000 ducados, mientras que en Castilla sólo la
alcabala y los millones (impuestos que no se pagaban en las tierras de Levante) produjeron
5.100.000 ducados. 95 Hay datos que demuestran que Castilla estaba subvencionando, de
hecho, la administración y, particularmente los dispositivos de defensa de los reinos del
este Peninsular. 96
No es, pues, sorprendente que los oficiales de Hacienda de Felipe III se unieran a
los arbitristas en su petición de una distribución más justa de las obligaciones fiscales entre
las partes constitutivas de la monarquía. Sus peticiones fueron apoyadas por el Consejo de
Castilla en su consulta de 1619, en la que abogaba, entre otras cosas, por una contribución
más cuantiosa de las otras partes del reino, para aliviar a Castilla, pues era de justicia que
«se les pidiera ayudaran con algún socorro y que no cayera todo el peso y carga sobre un
sujeto tan flaco y tan dessustanciado que si no se pone presto y eficaz remedio, está a pique
de dar en tierra». 97 Sin embargo, llevar a la práctica propuestas de este tipo entrañaba
atacar el ordenamiento jurídico y provocar las susceptibilidades del este Peninsular, todo lo
cual no entraba en los planes del gobierno de Felipe III.
92
Citado en Elliott, The Revolt ofthe Catalans, p. 184.
93
Conservación de Monarquías (1626), Biblioteca de Autores Españoles, 25, Madrid, 1947.
94
Para una comparación cuantitativa, véase Elliott, The Revolt of the Catalans, p. 185.
95
Sureda Carrión, La hacienda castellana, p. 114.
96
Elliott, The Revolt of the Catalans, p. 190.
97
González Palencia, La Junta de Reformación, p. 16.
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Historia de España John Lynch
Capítulo III
RECESIÓN Y REACCIÓN
98
Chaunu, Séville et l’Atlantique, VIII, 2, 1, pp. 767-768.
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Historia de España John Lynch
Fueron los Países Bajos, siempre la prueba más severa para los recursos españoles,
los que reaccionaron más fulminantemente ante las dificultades españolas. 99 Desde el
decenio de 1590 y la costosa intervención en Francia, la República holandesa había
realizado nuevos progresos políticos, económicos y militares y el mantenimiento del
«camino español», nexo vital entre la metrópoli y sus distantes dominios, dependía de la
buena voluntad de Francia, que era, de entre las grandes potencias, la que podía bloquearlo.
Los acontecimientos del año 1600 no podían haber sido más negativos. La guerra contra
las Provincias Unidas se libraba ahora también en otro frente —el océano Indico— y en los
Países Bajos el amotinamiento de las tropas que no habían recibido a tiempo su soldada
empeoró las perspectivas españolas. Pero la decisión de Felipe III de continuar la lucha se
vio repentinamente recompensada. 100 En 1602-1603, la expansión cíclica en el comercio
de las Indias reportó beneficios comparables a los obtenidos en los años más brillantes,
1584-1587, y permitió al gobierno aumentar las consignaciones a los Países Bajos. Esto
dio pie a reanudar las operaciones militares y realizar con éxito el asedio de Ostende,
dirigido por un nuevo y brillante comandante militar, Ambrosio Spínola. La victoria de
Ostende de 1604 fue el preludio de una ofensiva a gran escala en el curso de la cual
Spínola penetró en Frisia para abrir una cuña en las Provincias Unidas y cortar sus líneas
de comunicación con Alemania. Pero la campaña de Yssel concluyó bruscamente en 1606.
La dificultad del terreno y la habilidad táctica de los holandeses abortaron la ofensiva
española. Sin embargo, no eran estos los únicos obstáculos, pues otro grave motín de las
tropas españolas, en 1606, desarboló el esfuerzo de guerra desde dentro. La causa del
motín fue la falta de pago a consecuencia de las dificultades financieras derivadas de la
disminución de las remesas de las Indias en los años 1604-1605. 101
La revuelta de los tercios en 1606 quebrantó la convicción española respecto a la
posibilidad de reconquistar las Provincias Unidas y, junto con la suspensión de pagos de
1607 y las pérdidas sufridas en el comercio de las Indias ese mismo año, convenció al
gobierno español de que había llegado el momento de negociar. Sin embargo, una vez más
fue la administración en Bruselas la primera en afrontar la realidad. El archiduque Alberto
era consciente de que las Provincias Unidas nunca aceptarían una rendición incondicional.
Ahora era un Estado, reconocido como tal por muchas potencias europeas, que poseía una
administración eficaz, un próspero comercio internacional y una protección natural contra
cualquier ejército invasor. Pese a sus éxitos iniciales, la reciente campaña había
demostrado simplemente la imposibilidad de reducir a los holandeses por la fuerza. Así, el
archiduque concluyó, por propia iniciativa, un alto el fuego con los holandeses en marzo de
1607. Concesión trascendental de principio, ya que incluía el reconocimiento de la
soberanía de Holanda mientras durase el alto el fuego. 102 Pero aún fueron mayores las
concesiones en las negociaciones subsiguientes, pues era obvio que España tendría que
reconocer la soberanía holandesa en unos términos que no permitirían una cláusula de
salvaguardia en favor de los católicos. Fueron todos ellos duros golpes contra el orgullo
castellano, hasta el punto de que Madrid se resistía a aceptar las recomendaciones de paz
del archiduque, por mucho que contara con el apoyo del experto militar, Spínola. Felipe III
99
P. Chaunu, «Séville et la "Belgique" (1555-1648)», Revue du Nord, XLII, 2 (1960), pp. 259-292; Geoffrey
Parker, The Army of Flanders and the Spanish Road, 1567-1659, Cambridge, 1972, pp. 68-70 (hay trad. cast.:
El ejército de Flandes y el camino español, 1567-1659, Alianza, Madrid, 1986, 2.a ed.).
100
Joseph Lefévre, Spinola et la Belgique, 1601-1627, Bruselas, 1947, pp. 29-31.
101
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 1.143-1.157, 1.189-1.252; para una interpretación diferente
de la historia financiera de esos años y de sus consecuencias políticas, véase Geoffrey Parker, Spain and the
Netherlands, 1559-1659: Ten Studies, Londres, 1979, pp. 40-41.
102
Lefévre, Spinola, pp. 36-44.
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Historia de España John Lynch
intentó evadir la decisión definitiva. El año 1608 constituyó un éxito sin precedentes en el
comercio transatlántico y en agosto el sentimiento de euforia provocado por las masivas
remesas de las Indias indujo al gobierno español a acariciar la idea de romper las
negociaciones de paz y financiar una nueva ofensiva. 103 Pero los ingresos de un año
excepcional no podían solucionar los problemas financieros de España. Esto se reconocía
incluso en Madrid y el gobierno se vio obligado a aceptar lo inevitable y firmar una tregua
de 12 años con las Provincias Unidas en 1609.
La decisión de 1609 constituyó un hito en la política española. España consiguió un
respiro en los Países Bajos, reduciendo su ejército a una fuerza de sólo 15.000 hombres y
recortando la asignación anual de 9 a 4 millones de florines. Es cierto que en ultramar los
holandeses continuaron asediando las posiciones de las potencias ibéricas, aunque tal vez
dirigían más su ofensiva contra Portugal que contra España. Pero, indudablemente, España
había sufrido una derrota política, militar e ideológica, que había supuesto una grave
afrenta para su prestigio. Una derrota de España era, en esencia, una derrota de Castilla,
que diseñaba la política de España y sostenía su función de potencia mundial. Castilla,
frustrada en el exterior y herida en su autoestima, iba a hacer gala de una nueva y más
intensa sensibilidad en sus relaciones políticas; comenzó a buscar compensaciones en
lugares menos alejados y a considerar más atentamente su posición en la península.
La Tregua de Amberes se firmó el 9 de abril de 1609. Ese mismo día, Felipe III
tomó otra decisión, la expulsión de los moriscos de España. 104 La coincidencia en el
tiempo de ambos acontecimientos no es meramente accidental. Los estadistas españoles de
la época basaban sus decisiones en el cálculo y no en el accidente y la política española
nunca fue más calculadora que en 1609. Por fin, la situación internacional era propicia para
una medida que se consideraba necesaria desde el punto de vista de la seguridad nacional.
La distensión alcanzada gracias a la paz con Inglaterra en 1604 y con las Provincias Unidas
en 1609 permitió a España concentrar sus fuerzas terrestres y marítimas en el Mediterráneo
para garantizar la seguridad de la operación contra los moriscos. 105 Pero existía una
conexión más compleja entre los acontecimientos de 1609. Detrás de ellos se vislumbra el
empeoramiento de la situación económica, en el que las fluctuaciones en el comercio de las
Indias eran, al mismo tiempo, un síntoma y una causa. Las restricciones económicas
tuvieron un impacto directo en la posición española en los Países Bajos. Más insidiosos
fueron sus efectos sobre la situación de los moriscos. En un período de empeoramiento del
nivel de vida —los años 1604-1605 contemplaron una pronunciada recesión cíclica en el
comercio de las Indias después de un largo período de expansión— no cabía esperar sino
que se hiciera más agudo el resentimiento de las masas contra una minoría próspera. No
hay que pensar que el gobierno español actuó siguiendo directamente los sentimientos de la
103
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 1.276-1.295. Sobre la tregua de 1609, véase Parker, The
Army of Flanders and the Spanish Road, p. 251.
104
Sobre la expulsión de los moriscos, véanse J. Regla, «La expulsión de los moriscos y sus consecuencias.
Contribución a su estudio», Hispania, XIII (1953), pp. 215-268, 402-479; H. Lapeyre, Géographie de
l'Espagne Morisque, París, 1959; Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos,
Madrid, 1978; y Tulio Halperín Donghi, Un conflicto nacional: moriscos y cristianos viejos en Valencia,
Valencia, 1980.
105
F. Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen a l’époque de Philippe II, París, 1949, pp. 592-
593.
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Historia de España John Lynch
106
P. Chaunu, «Minorités et conjoncture. Cexpulsion des Morisques en 1609», Revue Historique, CCXXV
(1961), pp. 81-98.
107
Véase supra, pp. 291-293.
108
Tulio Halperín Donghi, «Recouvrements de civilisation: les Morisques au Royaume de Valenceau XVI
siécle», Anuales, Économies. Sociétés. Civilisations, XI (1956), pp. 154-182; véase la cita en la p. 178.
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Historia de España John Lynch
Existía una división de opiniones respecto de la cuestión religiosa: ¿No sería posible
asimilar realmente a algunos moriscos a la fe y a la sociedad cristianas? Algunos
representantes de la Iglesia, como fray Luis de Aliaga, el confesor real, y los obispos de
Tortosa y Orihuela, salieron en defensa de los moriscos «bien dispuestos» y de los
auténticos conversos. Pero sus voces eran eclipsadas por otras que expresaban un mayor
fanatismo. Jaime Bleda, fraile dominico y miembro de la Inquisición de Valencia, instó a
Roma a que declarara apóstatas a todos los moriscos e hizo un llamamiento al rey y al
gobierno para que los expulsara en bloque e inmediatamente. Juan de Ribera, arzobispo de
Valencia, cuyo celo excesivo en favor de la evangelización se convertía en hostilidad
cuando aquélla fracasaba, exigió la expulsión de los moriscos por su condición de herejes y
traidores, añadiendo el argumento de que el rey podía resultar beneficiado si confiscaba las
propiedades de los moriscos y los tomaba como esclavos para trabajar en las galeras y en
las minas o para venderlos en el extranjero, «sin ningún escrúpulo de conciencia». Las
opiniones de este tipo no eran bien recibidas en Roma y no eran compartidas por todo el
clero, una parte del cual se mostraba partidario de una política de asimilación paciente, ni
por la Iglesia como institución, que no tenía una opinión oficial. También en los círculos
del gobierno estaba dividida la opinión, tal como se reflejaba en el Consejo de Estado,
entre una mayoría que apoyaba la política de Idiáquez de su expulsión total y aquellos que
veían con buenos ojos los argumentos del duque del Infantado en el sentido de que la
expulsión debía ser discriminada, y no masiva. Obviamente, los más ardientes defensores
de los moriscos eran aquellos que tenían un interés personal, la aristocracia de Aragón y
Valencia, en cuyas propiedades trabajaban los moriscos como tenentes o vasallos. Pero los
nobles no eran los únicos poseedores de haciendas moriscas, pues había otro grupo de
propietarios, rentistas urbanos, el clero y las casas religiosas, que obtenían unas rentas muy
bajas —devaluadas además por la inflación— y a quienes les interesaba librarse de sus
tenentes para poder obtener una mayor rentabilidad de la tierra. 109 En cuanto a la masa de
los campesinos castellanos, sentían envidia y resentimiento hacia sus rivales moriscos y los
consideraban como satélites de la aristocracia terrateniente.
En la raíz del problema morisco había una cuestión demográfica. En vísperas de la
expulsión, la población morisca de España era de 319.000 almas, para un total de 8
millones de habitantes. 110 Pero esos 319.000 moriscos no estaban distribuidos de manera
uniforme por toda la península. Más del 60 por 100 se hallaban concentrados en el
cuadrante suroriental del país. En Valencia, que contaba con la mayor concentración de
población morisca, eran 135.000, aproximadamente el 33 por 100 de la población, un
morisco por cada dos cristianos. A los ojos del gobierno, cuyos oficiales lo mantenían
perfectamente informado sobre estas cuestiones, el problema se veía agravado por el hecho
de que la población morisca aumentaba más rápidamente que la población cristiana. En
Valencia, entre 1565 y 1609, el crecimiento demográfico de los moriscos fue del orden del
69,7 por 100, frente al 44,7 por 100 en el sector no morisco de la población. 111 En Aragón
pasaba algo parecido, aunque a escala más reducida. Allí, había unos 61.000 moriscos,
aproximadamente el 20 por 100 de la población, y su tasa de crecimiento también era
109
Ibid., p. 178.
110
Domínguez Ortiz y Vincent, Historia de los moriscos; p. 83; véase una estimación más baja de la
demografía morisca en Lapeyre, Géographie, pp. 203-204.
111
Ibid., p. 30. «En 1609 —se ha observado con tino— aproximadamente un valenciano de cada tres
obedecía en secreto las leyes del islam», James Casey, The Kingdom of Valencia in the Seventeenth Century,
Cambridge, 1979, p. 2 (hay trad. cast.: El reino de Valencia en el siglo XVII, Siglo XXI, Madrid, 1983). No
se conoce con exactitud la razón de la mayor fecundidad de los moriscos. Parece que se casaban más jóvenes,
pero ¿cuál era la razón? ¿Se debía a las costumbres musulmanas, a la precocidad de los moriscos jóvenes, o a
una determinación comunitaria de sobrevivir?
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Historia de España John Lynch
mayor que la de los cristianos. Por tanto, en el sector delimitado por Zaragoza y Alicante
había una importante morería de unas 200.000 personas, frente a una población cristiana de
600.000, y crecía más deprisa que esta última. Este era el auténtico problema morisco y
parecía insuperable. En efecto, ambas comunidades vivían en mundos diferentes. Las
ciudades eran cristianas, los suburbios moriscos; las tierras ricas de las llanuras eran
cristianas y las zonas de monte bajo y las montañas, moriscas. Y los dos mundos nunca se
encontraban.
En Castilla, la situación era menos tensa. Las antiguas comunidades de mudéjares,
que constituían una pequeña minoría, nunca habían planteado problema alguno. La
dispersión de 84.000 moriscos de Granada por toda Castilla tras ser sofocada su revuelta en
1570 modificó ligeramente el panorama demográfico. En conjunto, los mudéjares y los
moriscos granadinos eran entre 110.000 y 120.000, impopulares, sin duda, aunque no
planteaban amenaza alguna a los 6,5 millones de cristianos que vivían en Castilla. Ni
siquiera las dos comunidades moriscas estaban integradas entre sí y muy poco tenían en
común con sus correligionarios de Aragón y Valencia. No se tomó, pues, contra esta pobre
minoría de pequeños comerciantes y artesanos la medida de 1609. La España musulmana
era la del sureste y era allí donde se creía que existía el peligro real. El rápido crecimiento
demográfico de los moriscos de Valencia y Aragón no tardó en amenazar con restablecer el
equilibrio de poder entre las dos comunidades y, tal vez, incluso de decantar la balanza en
favor del Islam. Así pues, la expulsión de 1609 puede considerarse como el segundo acto
de la Reconquista.
Sin embargo, siguen existiendo algunos puntos oscuros. En último extremo, es
difícil determinar las razones precisas por las que fueron expulsados los moriscos. La
decisión no fue simplemente consecuencia de la «presión demográfica», sobre todo
después de la epidemia y mortalidad de 1596-1602, cuando Castilla comenzó a sufrir
escasez de mano de obra. Es cierto que en Valencia y Aragón los moriscos eran numerosos
e impopulares, pero esa situación existía desde hacía mucho tiempo sin que hubiera
desencadenado una política de expulsión. Este hecho era nuevo y fue responsabilidad de
unas cuantas personas: Felipe III, en quien residía la soberanía, y sus consejeros
inmediatos, que fueron quienes le plantearon la opción. El rey se interesó personalmente
por la evangelización de los moriscos desde el momento de su visita a Valencia en 1599 y
la conversión de los moriscos por medios pacíficos fue la política oficial hasta 1608, a
pesar de las presiones de los extremistas. Luego, el duque de Lerma tomó la iniciativa y en
este asunto desempeñó con diligencia sus tareas políticas y ejecutivas. Bajo su dirección, el
Consejo de Estado debatió la cuestión y en enero de 1608 el Consejo comenzó a propugnar
la expulsión, en razón de la seguridad del Estado, y el 4 de abril de 1609 recomendó
firmemente esta medida al monarca. Felipe III aceptó el consejo y el 9 de abril se decidió
expulsar a los moriscos de todo el conjunto de España, comenzando por Valencia. Como
hemos visto, era allí donde se consideraba más agudo el problema de los moriscos por su
número, su concentración en los enclaves montañosos y su situación cerca de un litoral
accesible desde el norte de África. Era lógico que su expulsión comenzara allí, antes de que
organizaran su defensa o recabaran ayuda en el exterior. 112 Los preparativos empezaron en
el más absoluto secreto: se concentraron las galeras del Mediterráneo, acudió la flota del
Atlántico y se movilizaron tropas. En septiembre, había escuadrones navales acantonados
en tres puertos, Alfaques, Denia y Alicante, y tres tercios procedentes de Italia ocupaban
posiciones estratégicas al norte y al sur de Valencia. El 22 de septiembre, el virrey de
Valencia, marqués de Caracena, ordenó que se publicara el decreto de expulsión. Éste
contenía una cláusula que exceptuaba a los niños de hasta 4 años —elevándose más tarde
112
Pascual Boronat, Los moriscos españoles y su expulsión, 2 vols., Valencia, 1901, II, pp. 150-151
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la edad hasta los 14 años-si sus padres estaban de acuerdo en que se quedaran, y el
arzobispo Ribera protestó en vano que todos los niños moriscos debían ser reducidos a la
esclavitud por el bienestar de sus almas. El decreto autorizaba también la permanencia de
seis familias de cada cien en todas las aldeas para mantener «las casas, los molinos de
azúcar, las cosechas de arroz y las obras de riego, y para iniciar a los nuevos
pobladores». 113 De hecho, fueron muy pocos los que se acogieron a esta medida, que luego
fue suprimida.
Los aristócratas terratenientes de Valencia, patronos y protectores de los moriscos,
ya habían celebrado varias reuniones y organizaron una protesta contra el gobierno de
Madrid, afirmando que la expulsión entrañaría la destrucción de sus propiedades y la
pérdida de sus ingresos. 114 Su protesta fue infructuosa, aunque Lerma había pensado en
algún tipo de compensación. Se permitió a los moriscos que llevaran consigo los bienes
muebles, pero sus casas, sus semillas, sus cultivos, sus árboles y otras posesiones irían a
parar a manos de sus señores como compensación, decretándose la pena de muerte contra
cualquier acto de destrucción o incendio. Pero estas órdenes se interpretaron de muy
diversa manera y muchos moriscos se apresuraron a llevar sus productos y sus propiedades
al mercado. 115 Por lo demás, no causaron problemas. Abandonaron tranquilamente sus
aldeas y conducidos por agentes especiales recorrieron, en largas columnas, el camino que
les llevaba hasta los puertos de embarque.
Allí, a partir del 30 de septiembre, se amontonaron en los barcos que les esperaban,
en su mayor parte barcos mercantes extranjeros atraídos por la oportunidad que se les
presentaba, pues, en una afrenta final, los moriscos fueron obligados a pagar el pasaje.
Partieron para dirigirse al norte de África en convoyes sucesivos y bajo escolta naval.
Durante los 20 primeros días de octubre, unos 32.000 moriscos fueron trasladados por el
Mediterráneo. Los incidentes fueron escasos, pero los que se produjeron tuvieron
repercusiones. Hubo algunos casos aislados de robos y violencia por parte de los capitanes
de los barcos y algunos grupos de moriscos sufrieron robos y ataques a manos de algunos
árabes en el norte de África. Cuando llegaron a Valencia las noticias de estos incidentes, se
recrudecieron los temores de quienes todavía no habían embarcado. La rebelión estalló el
20 de octubre en el remoto valle de Ayora, en el sur del reino, donde unos 6.000
insurgentes desafiaron a las autoridades y se atrincheraron en los yermos de Muela de
Cortes. Cinco días después, 15.000 moriscos protagonizaron un levantamiento más
importante en una zona próxima a la costa del sur de Valencia y los rebeldes tomaron
posiciones en el valle de Laguarda. 116 El gobierno envió a los tercios y a la milicia local y,
entre tanto, continuó embarcando a los moriscos para impedir que se propagara la revuelta.
A finales de noviembre, los rebeldes fueron vencidos y los que sobrevivieron a la matanza
fueron enviados a galeras o expulsados inmediatamente. Para entonces, incluso los más
recalcitrantes estaban resignados a su destino y pocos escaparon de la eficaz maquinaria
que llevó a cabo la expulsión. En los tres primeros meses de la operación, 116.022
moriscos fueron trasladados al norte de África y en 1612, cuando ya habían sido enviados
también los rezagados y los huidos, el número total de moriscos expulsados de Valencia
ascendía a 117.464.
113
Ibid., II, pp. 190-193; Julio Caro Baroja, Los moriscos del reino de Granada, Madrid, 1957, pp. 232-233.
114
Boronat, Los moriscos españoles, II, pp. 183-184.
115
Regla, «La expulsión de los moriscos», p. 231.
116
Florencio Janer, Condición social de los moriscos de España: causas de su expulsión y consecuencias que
esta produjo en el orden económico político, Madrid, 1857, pp. 321-326; Boronat, Los moriscos españoles,
II, pp. 225-227, 234-237, 557-560.
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Historia de España John Lynch
117
Ibid.y II, pp. 296-298; Regla, «La expulsión de los moriscos», pp. 252-255.
118
Lapeyre, Géographie, pp. 100-105; Regla, «La expulsión de los moriscos», pp. 258-262.
119
Ibid., pp. 407-415
120
Lapeyre, Géographie, pp. 204-205.
121
Caro Baroja, Los moriscos, pp. 249-257.
122
Domínguez Ortiz y Vincent, Historia de los moriscos, pp. 204-210.
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Historia de España John Lynch
también eran practicados por españoles. Ni siquiera en Valencia habían sido los únicos
agricultores eficientes. Sin duda, la expulsión constituyó una pérdida de capital y de mano
de obra, pues a pesar de los reglamentos que lo impedían, los moriscos vendieron una gran
parte de sus propiedades y se llevaron consigo el dinero obtenido de la operación, pero
resulta imposible cuantificar esa evasión de capital. A juzgar por los niveles de los salarios
y los precios en aquellos sectores de la economía en los que los moriscos se habían
mostrado más activos, la expulsión tuvo escasas consecuencias materiales, incluso en
Valencia, y la actividad económica continuó inalterada. 123
Sin embargo, una vez dicho todo esto, no puede negarse que la expulsión de los
moriscos fue un acontecimiento importante en la historia de España que no puede
explicarse mediante una simple referencia a los niveles de salarios y precios en
determinadas zonas. La pérdida del 4 por 100 de la población de España puede parecer
pequeña, pero representaba un porcentaje más elevado de la población activa, ya que entre
los moriscos no había hidalgos, soldados, sacerdotes, vagos ni mendigos, y la mayor parte
de los observadores estaban de acuerdo al afirmar que constituían una excelente mano de
obra. En algunos lugares, la deportación de los moriscos abrió una brecha importante por
lo que respecta a la masa de los trabajadores y los contribuyentes y en este aspecto la
despoblación fue una realidad durante muchos decenios. Algunas profesiones se vieron
especialmente afectadas por la escasez de mano de obra y, en consecuencia, por la
elevación de los salarios, caso de la producción de seda, la horticultura y el transporte.
Ciertamente, la disminución más importante de población se produjo en la zona oriental de
España. Aragón perdió una sexta parte de su población, en su mayoría en las zonas de
regadío de Borja, Tarazona y Vega del Jalón, que fueron recolonizadas por cristianos
viejos que no conocían las técnicas agrícolas practicadas por los moriscos y que
permitieron que descendiera la producción. Por su parte, Valencia perdió una tercera parte
de su población. Sin duda, la repoblación permitió una cierta recuperación demográfica en
Valencia gracias a la inmigración desde Castilla y Aragón, aunque la mayor parte de los
nuevos pobladores procedían de las proximidades. Lo cierto es que en Valencia la
expulsión se sumó a la pobreza económica general y al subdesarrollo para producir una
importante despoblación. Cuarenta años después, en 1646, Valencia seguía estando
despoblada. 124 No sólo habían desaparecido las antiguas aldeas moriscas, sino que la
mayor parte de los núcleos cristianos estaban también deshabitados y si las regiones
montañosas estaban todavía vacías, incluso las fértiles huertas en torno a Játiva y Gandía
estaban escasamente pobladas con respecto a la situación de 1609. Con la excepción de la
provincia de Castellón y la huerta de Valencia, todas las regiones del reino de Valencia
experimentaron una importantísima pérdida de mano de obra. Muchas de esas zonas eran
demasiado pobres para atraer nuevos pobladores y en una gran parte de las tierras de los
moriscos las rentas y otros tributos eran demasiado elevados como para que constituyeran
una buena inversión.
123
Earl J. Hamilton, «The Decline of Spain», Economic History Review, VIII (1937-1938), pp. 168-179, que
indica que los salarios en las profesiones que habían desempeñado los moriscos y los precios de los bienes de
primera necesidad, como el azúcar y el arroz, que los moriscos habían producido, no experimentaron cambios
importantes en los años posteriores a la expulsión. El artículo de Hamilton, un tanto exagerado en su
interpretación y poco fiable por lo que respecta a las cifras de población morisca, constituyó una reacción
contra la historiografía anterior. Más equilibrados son los datos que aparecen en las obras de Regla, Lapeyre,
Domínguez Ortiz y Vincent, y Casey.
124
Boronat, Los moriscos españoles, II, pp. 324-354; Regla, «La expulsión de los moriscos», pp. 419-422;
Lapeyre, Géographie, pp. 71-73; Domínguez Ortiz y Vincent, Historia de los moriscos, pp. 211-223; Casey,
Kingdom of Valencia, pp. 6, 34, 58-61.
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125
Sobre las consecuencias de la expulsión sobre las hipotecas, véase Regla, «La expulsión de los moriscos»,
pp. 417-443, y del mismo autor, «La expulsión de los moriscos y sus consecuencias en la economía
valenciana», Hispania, XXIII (1963), pp. 200-218.
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cargas que recaían sobre los moriscos. Algunos terratenientes acrecentaron sus propiedades
con los despojos moriscos y otros, los senyors feudales, estaban más interesados en
afianzar sus derechos sobre la producción agraria que en modernizar sus propiedades. De
una u otra forma, la expulsión de los moriscos deparó ciertas ventajas a la aristocracia
valenciana. 126 Pero, a pesar de las compensaciones que consiguió en forma de tierra y
ventajas financieras, no recuperó la gran prosperidad de la que había disfrutado en el siglo
XVI. Sus ingresos, a pesar de que desde 1609 incrementaron los tributos que cobraban a
sus vasallos, no podían compararse con los de antaño en términos reales. Sus deudas les
abrumaron durante el resto de la centuria y si sobrevivieron en la cima de la sociedad fue
gracias a la ayuda de la corona y como leales servidores suyos. 127 Valencia siguió siendo
una sociedad oligárquica conservadora, en la que, por debajo del monarca, una aristocracia
relativamente reducida concentraba en sus manos el poder económico y social.
Pocos peros pueden ponerse a la expulsión de los moriscos como operación
administrativa. Pocas maquinarias de gobierno europeas podían haber hecho acopio de la
información estadística que la posibilitó y haber organizado la concentración y transporte
de tan gran número de personas. 128 La burocracia española superó esta prueba con gran
eficacia. Realizar una operación de esta envergadura y complejidad era un signo de fuerza,
no de estancamiento. Incluso el tan criticado Lerma consiguió gracias a ella un cierto
crédito, como administrador, ya que no como responsable político. Además, fue un
ejemplo de cómo la política y la dirección centrales podían llegar a las provincias,
desmintiendo al menos en esta ocasión, las críticas que se dirigían habitualmente al
gobierno español. Este aspecto de la operación tuvo consecuencias que trascendieron el
problema de los moriscos.
La expulsión de los moriscos fue una medida decidida y ejecutada por Castilla.
Desde este punto de vista, alteró aún más el equilibrio de fuerzas en el interior de la
península. Desde comienzos del reinado de Felipe II, el poder de Castilla había eclipsado a
los reinos del levante, pues financiar la política de España suponía también controlarla.
Pero el gobierno de Felipe II había tenido buen cuidado de no menoscabar los derechos y
recursos de los componentes no castellanos de la nación. Ahora, al expulsar a los moriscos
de Aragón y Valencia, Madrid estaba atacando la inmunidad de esos reinos y ahondando el
desequilibrio entre el centro y la periferia. De hecho, esto suponía un ataque contra la
aristocracia no castellana. En su origen, la aristocracia de Aragón era militar, con
pronunciados rasgos feudales y señoriales, y debía su existencia inicial al control que
ejercía sobre una importante población morisca. 129 Durante la segunda mitad del siglo
XVI, el poder feudal de la alta nobleza había sido ya erosionado por la jurisdicción real,
que comenzó también a suavizar la severidad de la autoridad señorial privada. 130 La
expulsión de los moriscos supuso un nuevo golpe contra el poder y la riqueza de la
aristocracia aragonesa. Lo mismo puede decirse en el caso de Valencia, donde la alta
126
El tesoro real consiguió importantes beneficios de la administración y venta de las propiedades de los
moriscos; en Alzira, la mayor parte de esas propiedades fueron a parar a la nobleza y a los acreedores,
reforzando así la polarización social en el reino. Véase Encarnación Gil Saura, «La expulsión de los
moriscos. Análisis de las cuentas de la bailía de Alzira: administración y adjudicación de bienes», Hispania,
46, 162 (1986), pp. 99-114.
127
Sobre la aristocracia valenciana después de la expulsión, véase Casey, Kingdom of Valencia, pp. 70 y 125-
126.
128
Lapeyre, Géographie, pp. 212-213.
129
Sobre la aristocracia aragonesa, véase Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 300-
303.
130
Véase supra, pp. 401-408.
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131
Pierre Vilar, La Catalogne dans l’Espagne moderne, 3 vols., París, 1962, I, pp. 588-592 (hay trad. cast.:
Cataluña en la España moderna, Crítica, Barcelona, 1979).
132
Ibid., I, pp. 593-596
133
Ibid., I, pp. 599-602.
134
Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 56-59.
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necesario mediante el comercio exterior determinaron un alza de los precios y una grave
situación de desempleo. Estas condiciones alimentaron el desarrollo del bandolerismo,
como en muchas otras regiones del Mediterráneo. Y el bandolerismo era, al menos en
parte, un fenómeno aristocrático.
La alta aristocracia catalana era perfectamente asimilable a la de Castilla. Escasa en
número y con un solo grande entre sus filas, el duque de Cardona, cooperaba con la corona
y, en general, desempeñaba su función en la vida pública de la monarquía. 135 Pero no era
representativa del noble catalán típico, que era pobre, ignorante y mucho más ajeno a la
vida de la corte con sus cargos y sus oportunidades. El noble catalán era un anacronismo en
la España del siglo XVII. Mientras que los hidalgos pobres del norte de España se
resignaban a vivir como plebeyos o trataban de hacer carrera en Castilla o en las Indias, ya
fuera en el comercio, en la burocracia o en el servicio militar, los nobles catalanes se
mostraban muy poco inclinados a abandonar su tierra y era raro encontrarles en las Indias,
en el ejército, en la burocracia central o en las casas comerciales de Sevilla y Cádiz. Su
alejamiento de la vida de la nación no tenía como única causa el exclusivismo de Castilla,
sino que se debía también al provincianismo de Cataluña. Rechazar la carga del imperio
significaba perder los beneficios que podía reportar. De cualquier forma, el conjunto de la
aristocracia catalana no podía ser utilizada con provecho, dada su mayor afición a las
armas que a los libros. Esta pequeña nobleza, cruel con sus inferiores, limitada y estrecha
en su visión política, poco preparada para ocupar cargos de responsabilidad incluso en
Cataluña, permaneció desempleada o dio rienda suelta a sus energías en el crimen y la
extorsión. El bandolerismo, el contrabando, la falsificación de moneda, tales eran las
principales ocupaciones de una gran parte de la nobleza catalana. Para esos hombres, los
fueros catalanes eran un mecanismo vital de defensa contra la interferencia de los oficiales
reales.
El poder del rey en Cataluña era constitucional y contractual; el ejercicio de la
soberanía dependía de que respetara los fueros. Felipe III visitó Cataluña en 1599 y reunió
las Cortes. 136 A cambio de diferentes concesiones —confirmó privilegios aristocráticos,
distribuyó numerosas mercedes y canceló los impuestos atrasados que los catalanes debían
a la corona—, consiguió un subsidio de 1.100.000 ducados, suma que suponía más del
doble del subsidio más cuantioso concedido a su antecesor. Felipe III y Lerma se
mostraban decididos a dejar las cosas como estaban. Por el momento no tenían muchas
opciones de actuar de otro modo, pues sus preocupaciones, primero en el norte de Europa y
luego en la España musulmana, no les dejaron muchas posibilidades de maniobrar en
Cataluña hasta unos años después de 1609. Una sucesión de virreyes inofensivos
practicaron una política de resistencia contra unas fuerzas considerables. Es posible que la
aristocracia catalana fuera insolvente, pero no carecía de poder. La importancia de la
jurisdicción señorial —el 71 por 100 de toda la jurisdicción estaba en Cataluña en manos
privadas— era un obstáculo constante para la soberanía real. 137 La pobreza de la
aristocracia sólo era igualada por la de la corona, que carecía de ingresos en Cataluña y de
reservas procedentes del exterior para instrumentar una política. Y cuando todo lo demás
fallaba, la nobleza podía recurrir a las llamadas libertades catalanas, que monopolizaba en
interés propio. En esos años se desarrolló una campaña contra el hábito de llevar armas,
campaña que se pensaba que tendría la virtud de resultar poco costosa, pero no consiguió
135
Sobre la aristocracia catalana, véase Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 305-
309.
136
Sobre la política del gobierno de Felipe III en Cataluña, véanse Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 49-
51, 65-66, 104-147, y J. Regla, Els segles XVI i XVII: els virreis de Catalunya, Barcelona, 1956, pp. 123-128.
137
Elliott, The Revolt of the Catalans, p. 98.
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reducir el bandolerismo, pues fue frustrada por la aristocracia que, como de costumbre,
invocó los fueros. Como señaló el virrey Monteleón en agosto de 1603, «la mayor parte de
la gente de aquí está inclinada al vivir con poca quietud entre ellos, siguiendo bandos y
parcialidades, de donde resultan infinitos excesos». Pero si la corona decidía decretar
cualquier medida, probablemente estaba quebrantando una ley catalana, pues como
explicaba el virrey, «la justicia está con las manos muy atadas por los capítulos y
constituciones que sobre ello hay». 138 Los catalanes eran un pueblo difícil de gobernar,
pues al tiempo que rechazaban la intervención criticaban la indiferencia. Era difícil que la
corona pudiera salir ganadora.
Durante el virreinato del marqués de Almazán (1611-1615), la crisis en Cataluña
alcanzó su punto máximo. El bandolerismo se había enseñoreado totalmente del campo.
Los bandidos tenían sus protectores, especialmente entre la nobleza rural, que cobraba una
comisión por sus servicios. También tenían sus enemigos, las bandas rivales, y en cuanto a
los neutrales eran sobornados o aterrorizados para que se mantuvieran en silencio. En
algunas zonas de Cataluña existía un régimen de corte mafioso, sostenido por la violencia y
la extorsión. 139 Tal era la anarquía que reinaba en el país en 1615 que incluso grupos de
intereses locales dirigieron su mirada a la corona en busca de ayuda. El obispo de Vic
señaló en 1615 que
las gentes de este principado hablan mal de los obispos porque no se reúnen
para considerar estos males [el bandolerismo] y pedir remedio para ellos; y dicen que
si el rey envía tropas para ocupar el país le apoyarán para establecer el orden en
Cataluña, como en Castilla, y eliminar las perversas leyes y costumbres que lo
140
impiden.
Sin duda, el obispo exageraba, pero sus palabras reflejan la exasperación
predominante.
Finalmente, el gobierno de Felipe III decidió pasar a la acción. En la fase de
reformulación de la política posterior a 1609 parecía un momento adecuado desde el punto
de vista castellano, pues garantizada la paz en los Países Bajos y expulsados los moriscos,
se habían solucionado los principales problemas políticos y se podría dirigir la atención
hacia Cataluña. El gobierno nombró a un virrey estricto, el duque de Alburquerque, un
aristócrata castellano a quien no le frenaban las ideas constitucionales. Alburquerque tenía
la suficiente dosis de realismo como para comprender que sólo se podía ejercer un
gobierno enérgico a expensas de los fueros catalanes. Convencido como estaba de que lo
que se presentaba como libertad era en realidad exceso licencioso, anunció que «en
llegando a Barcelona acabaré de poner en galeras todo el principado».141 De hecho, cuando
ocupó el cargo en marzo de 1616 descubrió que contaba con algunos aliados, al menos
entre aquellos que daban importancia a la ley y el orden: hombres de negocios, propietarios
en las ciudades y en el campo y campesinos propietarios. Pero también tenía enemigos y el
más encarnizado de ellos era la Diputació, comisión permanente de las Cortes, que era
supuestamente el guardián de los fueros y representante de todo el pueblo catalán, aunque
en realidad se trataba de una oligarquía corrupta que sólo servía a los intereses del sector
aristocrático. La Diputació era el centro de un movimiento antigubernamental
protagonizado por nobles descontentos. Era también un poder financiero con el que había
138
Citado por Regla, Els virreis de Catalunya, pp. 124-125.
139
J. Carrera Pujal, Historia política y económica de Cataluña (siglos XVI-XVIII), Barcelona, 1947, I, pp.
165-175.
140
Citado por Regla, Els virreis de Catalunya, pp. 127-128.
141
F. Soldevila, Historia de Catalunya, 3 vols., Barcelona, 1935, II, p. 262.
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que contar, pues sus ingresos eran cuatro veces superiores a los de la administración real en
Cataluña, y no era en modo alguno un secreto que sus miembros se llenaban los bolsillos
con el importe de los impuestos que supuestamente administraban. 142
El nuevo virrey organizó una operación a gran escala de detención y ejecución de
delincuentes y consiguió aterrorizar a sus aliados aristócratas destruyendo sus castillos y
bastiones. Como era de esperar, se levantaron voces afirmando que las constituciones
estaban siendo violadas y el gobierno central, presa del nerviosismo, ordenó a
Alburquerque, una vez que se llegó a la conclusión de que la situación estaba bajo control,
que respetara los fueros. Sin embargo, cuando abandonó el cargo en 1619 había
conseguido que, hasta cierto punto, el orden prevaleciera sobre el caos y era difícil
modificar su política. De hecho, fue continuada por su sucesor, el duque de Alcalá, que
suscitó más oposición aún que Alburquerque. Sus cualidades personales eran menos
atractivas que las de su predecesor, pero en realidad los grupos de intereses catalanes
objetaban su política. Para reforzar la administración real, Alcalá decidió intensificar la
política fiscal de Alburquerque y reclamar para la corona el «quinto» real a aquellas
ciudades que no lo pagaban y no tenían patente de exención. 143 La medida no dejaba de ser
razonable si se tiene en cuenta los enormes ingresos de la Diputació. En medio de una
protesta creciente, Alcalá amplió decididamente la lista de ciudades que debían pagar el
impuesto y en 1620 decidió incluir a Barcelona, que debería pagar atrasos desde 1599.
Pero Barcelona se negó a pagar y persistía aún en su negativa cuando llegó a su fin el
reinado de Felipe III en marzo de 1621. La actitud de Barcelona reforzó la resistencia
catalana a que continuara la intervención de Castilla. En el proceso de restablecimiento de
la ley y el orden en el principado, la corona y sus representantes se habían enajenado a dos
grupos, la aristocracia rural, que presentó como un agravio la prohibición respecto a las
armas de fuego y la destrucción de los castillos, y las oligarquías urbanas, que se oponían
al pago del «quinto». Sin embargo, estos grupos no tenían ninguna política para la
salvación de Cataluña. ¿Quién podría tomar en serio la petición de los catalanes de una
mayor presencia del gobierno real, cuando siempre habían tratado de obstaculizarlo? Estos
grupos podían impedir la acción del gobierno pero eran incapaces de promoverla. La
iniciativa tendría que partir del gobierno central. La administración de Felipe III era
consciente del problema y en su reajuste general del equilibrio de poder en la península
llevó a cabo una tentativa para reordenar las relaciones de Castilla con Cataluña. Pero no
tenía el vigor necesario para arriesgarse a un enfrentamiento político con el principado y el
problema quedó sin resolver.
La actitud de Cataluña frente a Castilla y al gobierno central parece haber derivado
del razonamiento —posteriormente subrayado por historiadores catalanes— de que como
los catalanes no recibían los beneficios del imperio no se podía esperar que compartieran
sus obligaciones. 144 Se ha citado en especial el monopolio castellano de las Indias
españolas como ejemplo de su exclusividad, cuya lógica recompensa fue el alejamiento de
Cataluña. Sin embargo, históricamente la situación no se había desarrollado así. Los
catalanes afirmaron y comenzaron a practicar sus libertades mucho antes de que España
asumiera una función imperial en Europa y América. Su oposición a las leyes e impuestos
castellanos no fue el resultado de su exclusión del comercio de las Indias, sino anterior a
ese fenómeno. 145 Lo cierto es que los castellanos podían darle la vuelta al razonamiento
con toda justicia: los catalanes no podían esperar ser admitidos en el disfrute de los
142
Elliott, The Revolt oft he Catalans, pp. 92, 101, 120-121
143
Véase supra, p. 49.
144
Véase J Vicens Vives, Aproximación a la historia de España, Barcelona, 1952.
145
Sobre la posición de los súbditos de la Corona de Aragón en relación a las Indias, véase infra pp 208 210.
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Castilla y Portugal
El año 1609 fue un año crítico para Castilla e inauguró una nueva fase en el
equilibrio político de la península. La paz en los Países Bajos dio a Castilla la oportunidad
y el incentivo para eliminar el último vestigio del Islam en España. Esto supuso la ruptura
de las barreras constitucionales que rodeaban a Aragón y Valencia, que quedaron
sometidas a la voluntad de Castilla. A su vez, esto dejó expuesta a Cataluña en una España
cada vez más contraria a que siguiera gozando de estatus especial y de inmunidad fiscal.
Pero 1609 fue también un año significativo para las relaciones de Castilla con Portugal. La
política de paz con las Provincias Unidas fue decidida por Castilla y para Castilla.
Portugal, cuyos intereses ultramarinos eran especialmente sensibles a los cambios en el
escenario internacional, no tenía voz ni voto en la dirección de sus asuntos internacionales.
En consecuencia, no ejerció influencia alguna en la política española respecto de las
Provincias Unidas, aunque éstas eran la mayor amenaza para su imperio.
La población de Portugal, afectada por la emigración a ultramar y por las violentas
epidemias de 1580 y 1598-1599, no experimentó un crecimiento real en este período,
pasando de aproximadamente 1.100.000 almas en 1580 a 1.200.000 en 1640. 146 Los
efectos de la emigración se apreciaban en las crisis periódicas de suministro de alimentos,
porque no había un número suficiente de campesinos para alimentar a los centros urbanos
de crecimiento con una cierta seguridad. Los sectores no productivos de la sociedad —el
clero, los licenciados universitarios, los militares y los burócratas— eran cada vez más
numerosos. La nobleza, deseosa de conseguir pensiones y cargos, se integró en el servicio
del rey en la corte, en la administración o en el imperio. El comercio estaba casi totalmente
en manos de los cristianos nuevos, teóricamente conversos o descendientes de conversos
de la religión judía. Considerados por los portugueses, probablemente con razón, como
criptojudíos, eran perseguidos tanto por la corona como por la Inquisición. Tenían dos vías
de escape principales: podían comprar la inmunidad o emigrar a Amsterdam. Aquellos que
permanecieron desarrollaron una tarea fundamental como hombres de negocios y
constituyeron, de hecho, un sector medio de la sociedad, aunque con la condición de
ciudadanos de segunda clase.
Aunque Portugal fue anexionada a la corona de Castilla en 1580, conservó su
propia identidad. Felipe II respetó las condiciones de autonomía que había acordado en las
Cortes de Tomar. Los puestos de la administración portuguesa estaban reservados a
portugueses, el imperio portugués era administrado por Portugal y su comercio
monopolizado por súbditos portugueses y, desde luego, permaneció más cerrado a los
españoles que el imperio español a los portugueses. Además, Portugal conservó sus propias
instituciones. Naturalmente, la soberanía residía en el rey, que era la cúspide de la
estructura de gobierno. Estaba representado en Lisboa por un virrey o por una junta de tres
146
Sobre la sociedad e instituciones portuguesas bajo el gobierno de los Austrias, véase Damiáo Peres, ed.,
Historia de Portugal, 8 vols., Barcelos, 1929-1935, V, VI; sobre la organización colonial, véase Frédéric
Mauro, «Portugal y Brasil: estructuras políticas y económicas del imperio, 1580-1750», en Leslie Bethell,
ed., Historia de América Latina, Crítica, Barcelona, 1990, pp. 127-149.
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les concedió permiso para abandonar Portugal a cambio de 170.000 cruzados y, luego, se
les ofreció el derecho a permanecer, junto con un perdón general y la posibilidad de
acceder a todos los cargos en Portugal, pero por una suma mayor, diez veces superior. La
opinión portuguesa se sintió ultrajada: de un plumazo, la corona española conseguiría
ingresos y debilitaría la administración. Entonces se decidió enviar a España a los tres
arzobispos para que presentaran sus protestas. Éstos ofrecieron como alternativa a la
corona 800.000 cruzados de las ciudades portuguesas, pero surgió un problema cuando los
contribuyentes designados se negaron a pagar. Entonces, Madrid volvió a establecer
negociaciones con los cristianos nuevos. En esta ocasión retiraron la oferta de acceder a los
cargos públicos y se les ofreció únicamente una actitud de tolerancia por la suma total de
1.700.000 cruzados, lo que de hecho se convirtió en una exacción. Pero la situación
empeoró aún más para los cristianos nuevos cuando en 1610 se anularon todas las
concesiones otorgadas y la Inquisición reanudó sus actuaciones. Una de las pocas
posibilidades de escape que les quedaban a los cristianos nuevos era la de contraer
matrimonio con miembros de familias cristianas indigentes, lo que les daba ciertas
garantías, creándose lo que la Inquisición llamaba «medios judíos» o «cuartos de judíos».
Por el momento, el intento de echar mano a los recursos de Portugal no fue más
allá. Como en el caso de Cataluña, al gobierno de Felipe III le faltaba realmente el valor
que sólo podían darle sus propias convicciones. Pero si en la unión de las coronas Portugal
no perdió su independencia administrativa y fiscal, sí tuvo que renunciar al control de la
política exterior. Y si con la unión consiguió un soberano poderoso, también se granjeó un
temible enemigo. Naturalmente, no puede ser sino materia de especulación si los
holandeses se habrían refrenado indefinidamente en el caso de que Portugal se hubiera
mantenido independiente. Posiblemente, la política de Felipe II en el decenio de 1590,
cuando decretó el embargo de los barcos portugueses en lago y prohibió que continuaran
los intercambios comerciales entre portugueses y holandeses, fue provocativa, pero en
cualquier caso no fue mucho más eficaz que la prohibición del comercio español con los
holandeses y cabe preguntarse si no fueron las medidas de embargo las que indujeron a los
holandeses a dirigirse directamente al Lejano Oriente para conseguir aquellos productos
que antes obtenían en Lisboa, iniciando así el asalto al imperio portugués en Asia. Es
difícil dudar que los holandeses se habrían abierto camino hacia el Lejano Oriente aun en
caso de no haber mediado la provocación de Felipe II. Y hay que decir que si España
granjeó enemigos a Portugal también le reportó metales preciosos, pues para su comercio
con Asia Portugal necesitaba un flujo constante de plata, que sólo las Indias españolas
podían proporcionar. 149 Había, por tanto, argumentos de peso para una integración más
estrecha entre los dos países. Al mismo tiempo, la presión holandesa en el Lejano Oriente
ayudó a precipitar un cambio en los intereses coloniales portugueses. Aunque el imperio
asiático de Portugal sucumbió gradualmente ante la penetración de sus enemigos en los
inicios del siglo XVII, un segundo imperio comenzó a tomar forma en América. Brasil se
convirtió en centro de una atención cada vez mayor y en el decenio de 1620 era ya una
próspera colonia de plantación con una industria azucarera en expansión, una inmigración
creciente y un rendimiento económico para la metrópoli que superaba los costes de su
defensa y administración. 150 Simultáneamente, los comerciantes portugueses aprovecharon
su posición ventajosa en el marco de la unión de las coronas para hacerse un hueco en el
comercio americano de Sevilla y para infiltrarse en las posesiones coloniales de Castilla. 151
149
Chaunu, Séville et l’Atlantique, VIII, 1, p. 261.
150
Véase C. R. Boxer, Salvador de Sá and the Strugglefor Brazil and Angola, Londres, 1952, pp. 1-39.
151
Sobre los portugueses en la América española, véanse Alice P. Canabrava, O comercio portugués no Rio
da Prata, 1580-1640, Sao Paulo, 1944; Boxer, Salvador de Sá, p. 31; Lewis Hanke, «The Portuguese in
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Spanish America, with special reference to the Villa Imperial de Potosí», Revista de Historia de América, 51
(1961), pp. 1-48; Chaunu, Séville et l’Atlantique, IV, p. 570.
152
Frédéric Mauro, Le Portugal et l’Atlantique au XVII siécle (1570-1670), Étude économique, París, 1960,
p. 463.
153
Engel Sluiter, «Dutch Maritime Power and the Colonial Status Quo, 1585-1641», Pacific Historial
Review, XI (1942), pp. 29-41
154
C. R. Boxer, The Dutch in Brazü, 1624-1654, Oxford, 1957, p. 2.
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Pero América era otra cosa. El tratado de 1609 suponía que, no importa qué
ocurriera en el Lejano Oriente, América sería considerada más estrictamente como coto
cerrado de los países de la península ibérica. También esto reflejaba el equilibrio de poder
en ultramar. España sustentaba su posición en el Nuevo Mundo en la ocupación, la defensa
militar y el poder naval. Los holandeses podían abrir pequeñas brechas en el monopolio
español, pero no podían terminar con él. Es cierto que en las Provincias Unidas existía un
«partido favorable a la guerra» que propugnaba un ataque contra Suramérica de magnitud
comparable al realizado en el sureste de Asia. Este partido argumentaba que la tregua de
1609 debía limitarse a Europa y que la guerra tenía que continuar «más allá de la línea».
De hecho, la formulación ambigua de la cláusula 4 del tratado limitaba la tregua a Europa.
Pero también había un límite a lo que los holandeses podían esperar conseguir en la
América española, que era inmune a una penetración a gran escala. En cualquier caso, dado
que los holandeses podían comerciar con relativa libertad con la península ibérica durante
los años de paz, era más fácil realizar un comercio de reexportación a la América española
desde Sevilla que romper el monopolio mediante un ataque directo. Sin embargo, Portugal
era más vulnerable que España, lo cual determinó que la actividad holandesa en América
tendiera a concentrarse en Brasil. Durante los años de tregua, el comercio holandés con
Brasil realizó un progreso notable. 155 La corona española prohibió de forma constante y
explícita el comercio extranjero con la colonia, pero Portugal debilitó, con su actitud, esa
política. Los holandeses comerciaban con Brasil con la connivencia de oficiales y
comerciantes portugueses —cristianos nuevos las más de las veces— de Vianna y Oporto y
eran ellos quienes facilitaban servicios tales como agentes de protección y una bandera de
conveniencia. 156 Los comerciantes holandeses estimaban que en el decenio de 1620
dominaban entre la mitad y las dos terceras partes del tráfico de mercancías entre Brasil y
Europa. En el momento en que llegó a su fin la tregua en las Provincias Unidas se
construían todos los años 15 barcos sólo para el comercio con Brasil, y los barcos
holandeses importaban a través de Portugal 50.000 balas de azúcar, aparte de madera de
Brasil, algodón y cueros. La mayor parte de estos productos brasileños se enviaban a través
de Oporto y Vianna, donde los derechos sobre las importaciones y las reexportaciones eran
mucho más bajos que en el puerto monopolístico de Lisboa. Había también un flujo
comercial de ida, pues Brasil era un mercado para los lienzos y tejidos holandeses. Un
sector de la opinión de las Provincias Unidas propugnaba algo más que un comercio de
contrabando con Brasil. Defendía la anexión de la colonia. Pero el «partido favorable a la
paz» veía con alarma esta propuesta, pues consideraba que la guerra con las potencias de la
península ibérica sólo serviría para perjudicar una actividad comercial rentable. Según un
escritor holandés, el rey de España consideraba el Asia portuguesa «como su concubina, a
la que puede abandonar si es necesario, pero no le importa el coste de mantener América, a
la que considera su esposa legítima, de la que se siente extraordinariamente orgulloso y que
está dispuesto a mantener inviolable». 157 Aquellos holandeses que se oponían a una
expedición a Brasil en el decenio de 1620 estaban convencidos de que si se producía un
ataque contra América el gobierno español reaccionaría mucho más enérgicamente que en
el Lejano Oriente.
También la opinión portuguesa, desilusionada de la unión de las coronas, comenzó
a atribuir las pérdidas portuguesas en el Lejano Oriente a la despreocupación de los
españoles. La acusación era totalmente injusta. Por los términos de la unión, los imperios
de las dos potencias conservaron su independencia, principio que también regía respecto a
155
Mauro, Le Portugal et l'Atlantique, p. 261
156
Boxer, Dutch in Brazil P 20.
157
Citado ibid, p 16.
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sus cargas y sus beneficios. Así lo había querido Portugal. Era fácil para los holandeses
identificar al más débil de los dos asociados y centrar en él sus ataques. En cualquier caso,
el imperio asiático de Portugal, que era fundamentalmente una estructura comercial con
escaso dominio político, no era un objetivo fácil de defender mediante métodos
convencionales de la defensa imperial, como podían aplicarse en América. Eran muy
escasos los mecanismos que pudieran impedir a otras potencias comerciales penetrar en ese
espacio si tenían los suficientes recursos marítimos. No se puede responsabilizar a España
por no poder defender dos imperios al mismo tiempo. Así lo reconocían los
contemporáneos. Los oficiales portugueses que administraban y defendían su imperio
asiático no dieron muestras de resentimiento contra España, y parece que daban por
sentado que existía una división del trabajo con respecto a sus posesiones respectivas. La
prueba para las relaciones entre España y Portugal si los holandeses atacaban Brasil.
Entonces se pondría de manifiesto si España tenía la voluntad y la capacidad de acudir en
ayuda de un dominio portugués situado en el corazón del monopolio ibérico. Sin embargo,
entretanto, los españoles estaban tomando conciencia que mientras que ellos carecían de
estatus jurídico y, desde luego, de privilegio alguno en el imperio portugués, los
portugueses campaban a sus anchas en el imperio de España. Una vez más, esto suscitaba
la cuestión, al menos en el caso de los castellanos, de si quienes obtenían beneficios no
debían asumir obligaciones. El gobierno de Felipe III era consciente de este problema, pero
no se decidió a afrontarlo.
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Capítulo IV
1
Existen algunos estudios generales del reinado. Uno de los primeros historiadores que intentó realizar una
reinterpretación fue A. Cánovas del Castillo, Estudios del reinado de Felipe IV, Madrid, 1888; 2ª ed, 2 vols.,
Madrid, 1927, que sigue siendo todavía una obra valiosa. La obra de Martín Hume, The Court of Philip IV
Spain in Decadence, Londres, 1907, se basa en documentación original y es de gran utilidad a pesar de los
defectos de su análisis. Estas obras han sido superadas por la de R. A. Stradling, Philip IV and the
Government of Spain 1621-1665, Cambridge, 1988, obra de investigación y revisión.
2
Citado por Julián Juderías, Don Francisco de Quevedo y Villegas. La época, el hombre, las doctrinas,
Madrid, 1922, p. 110.
Historia de España John Lynch
reinos». 3 Y es cierto que pasaban por sus manos gran cantidad de papeles, y que anotaba
los documentos de los consejos con sus comentarios y decretos, a veces extensos y de su
propia mano. Desde este punto de vista era un monarca consciente, incluso profesional,
con conciencia política, nada indolente y no menos informado que sus ministros. 4 Si le
preocupaban más los poderosos que los pobres y veía a España más como un problema de
gobierno que de individuos, estas eran también las limitaciones de sus contemporáneos. En
definitiva, sus esfuerzos por intervenir fueron esporádicos y poco convincentes, meros
indicios de un remordimiento periódico, un sustituto de la labor de gobierno más que un
medio hacia ella. Felipe IV tenía demasiado de cortesano como para reproducir los hábitos
de trabajo de Felipe II. Pero al menos la suya era una corte cultivada. Su mecenazgo de la
literatura, el teatro y las bellas artes dio un impulso incuestionable a la cultura barroca de
España, un modelo en su época y un legado para el futuro. La corte de Felipe IV
ejemplificaba el esplendor de la monarquía española, su riqueza y su poder, y las artes se
convirtieron en un escaparate de los valores y ambiciones de la monarquía. 5 Pero el estudio
no era todo su mundo. Más aún le interesaban los deportes al aire libre y las exhibiciones
marciales, las competiciones ecuestres y las corridas de toros. Sin embargo, su pasión por
los caballos era superada por su pasión por las mujeres, exagerada por sus detractores
contemporáneos posteriores, pero lo bastante fuerte como para deteriorar su vida familiar
con su primera mujer, Isabel de Borbón, si no con la segunda, Mariana de Austria. Aunque
tuvo grandes dificultades para dar un heredero al trono, eso no fue óbice para que fuera
padre de cinco o seis bastardos.
Se ha dicho que Felipe IV delegó el poder en Olivares no por su debilidad de
espíritu y de voluntad, sino porque creía que Olivares era el hombre más adecuado para esa
tarea. 6 Felipe IV no fue una simple marioneta. Aunque otorgó su confianza a Olivares,
hubo entre ambos desacuerdos y enfrentamientos abiertos por cuestiones de política. El rey
tenía sus ideas respecto del gobierno y era consciente de sus propios intereses. Conforme
fue creciendo en experiencia exigió una función militar para él, cambios en política
exterior y una revisión de los nombramientos. Pero, generalmente, su voluntad no era lo
bastante fuerte como para prevalecer y se evadía de los deberes públicos refugiándose en
los placeres privados. Buscó en Olivares, hombre capaz y de gran energía, el contrapeso
para su indecisión y su falta de criterio. Es cierto que su decisión de delegar el poder estaba
en consonancia con los hábitos de gobierno del siglo XVII y suponía la necesaria
aceptación de que el rey de España ya no podía administrar sin ayuda los asuntos de su
vasto imperio. Además, su libertad de acción era limitada, pues la alta nobleza castellana
no habría tolerado que el poder supremo fuera ejercido por alguien que no procediera de
sus filas. Olivares era el único miembro de la clase dirigente a quien Felipe IV conocía lo
suficiente como para poder confiar en él. Estos fueron los argumentos con los que luego
justificó su total dependencia de un ministro favorito, estableciendo un contraste entre el
hombre al que había elegido y los numerosos «perniciosos ministros» que le rodeaban,
«desta gente que a mi entender atiende mas a sus intereses propios que al servicio de
Nuestro Señor y a cumplir rectamente con sus ministerios». 7 Sin embargo, este tipo de
3
Citado en Cánovas, Estudios, I, p. 231.
4
Stradling, Philip IV, pp. 276-284.
5
Sobre la cultura y propaganda de la corte, véase J. H. Elliott, Spain and Its World 1500-1700, New Haven,
Conn., y Londres, 1989, pp. 156-160, 164-178 (hay trad. cast.: España y su mundo: 1500-1700, Alianza,
Madrid, 1990).
6
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, Madrid, 1960, p. 9.
7
Felipe IV a sor María de Agreda, 30 de enero de 1647, en Apéndice VIII, Valiente, Los validos, pp. 181-
184.
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autojustificación no puede ocultar el hecho de que Felipe IV hizo algo más que delegar el
poder: renunció a su control. Esto aparece implícito en el consejo, lleno de mordacidad,
que ofrece el mismo Quevedo, que en otro tiempo saludara la llegada del joven rey.
Entregar el poder político a un valido, argumenta Quevedo, supone enajenar la soberanía:
«Quien al rey quita la fatiga y el trabajo de su oficio mal ladrón es, porque le hurta la
honra, el premio y el logro de su cargo»; y asimismo: «el Ministro que guarda el sueño a su
rey, le entierra, no le sirve». Quevedo se dirigió directamente a Felipe IV: «Muy poderoso
y muy alto y muy excelente Señor: los monarcas sois jornaleros, tanto merecéis, como
trabajáis; el ocio es pérdida del salario».8 El abandono de sus obligaciones públicas por
parte de Felipe IV se convirtió en una obsesión para Quevedo, que toma una vez más este
tenía en uno de sus poemas más mordaces:
Filipo, que el mundo aclama
rey del infiel tan temido
despierta, que por dormido
9
nadie te teme, ni te ama.
El hombre que liberó a Felipe IV de esas cargas fue Gaspar de Guzmán, hijo de
Enrique de Guzmán, embajador y virrey bajo Felipe II. 10 La familia era ambiciosa y sus
pretensiones probablemente iban más allá de sus recursos, que, sin embargo, eran
8
Política de Dios y Gobierno de Cristo, en Obras, Biblioteca de Autores Españoles, 23, Madrid, 1946, pp.
23, 69, 72.
9
Citado en Hume, The Court of Philip IV, p. 355, n. 1
10
La figura de Olivares ha sido estudiada en la destacada biografía «psicologista» de Gregorio Marañón, El
conde-duque de Olivares (la pasión de mandar), Madrid, 1936, 4ªed., 1959, fuente valiosa de información
personal pero que carece de contenido político. Esto, y mucho más, es lo que aporta J. H. Elliott, El conde-
duque de Olivares. El político en una época de decadencia, 4ª ed., Crítica, Barcelona, 1990.
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sustanciales. Los Guzmán eran una rama menor de una célebre dinastía nobiliaria
encabezada por el duque de Medina Sidonia. Procedían de Andalucía, donde tenían
propiedades en la región de Sevilla, que rendían al poseedor del título unos ingresos de
60.000 ducados al año. Pero aspiraban a más altas cotas y durante años Gaspar de Guzmán,
y su padre antes que él, intentó convertir su título nobiliario castellano en grandeza de
España. Después de una carrera socialmente, si no académicamente, productiva en la
Universidad de Salamanca —como hacían notar los contemporáneos, fue nombrado rector
antes incluso de conseguir su título universitario— heredó el título y las propiedades de su
padre en 1607 y desde entonces dedicó su energía y su patrimonio a introducirse en la
fuente del poder, la corte de Felipe III. En 1615, después de 8 años de vivir como un
«señorito en Sevilla», consiguió los primeros rendimientos para su inversión, al ser
nombrado para formar parte de la casa del príncipe Felipe, heredero del trono, quien al
parecer al principio manifestó una cierta aversión hacia ese hombre dominante, pero muy
pronto llegaría a confiar en él para todos los detalles de su vida. Olivares consiguió el
control total de la casa del joven príncipe, situando en ella a sus propios hombres. Y a
medida que monopolizó al heredero al trono, le adoctrinó contra Lerma y, luego, contra los
restos de la facción de Lerma. Éstos fueron dispersados en 1621 cuando Felipe IV sucedió
a su padre y Olivares sucedió a Uceda. Cuando su alumno ocupó el trono, Olivares
consiguió todos los cargos y honores que deseaba; pudo comprar nuevas tierras y señoríos
en Andalucía y en 1625 fue nombrado duque de Sanlúcar la Mayor, pasando a ser
universalmente conocido como el conde-duque. Pero lo que ansiaba por encima de todo era
el poder político.
Al principio, Olivares actuó con prudencia en la esfera política, inclinándose
abiertamente ante la mayor experiencia de su tío, Baltasar de Zúñiga, y poniendo gran
cuidado en no ofender la susceptibilidad del nuevo monarca, que parece que durante un
breve período manifestó un cierto rechazo a gobernar por medio de un valido. Pero en su
condición de amigo más íntimo del rey, su situación táctica estaba asegurada.
Gradualmente, y con discreción, comenzó a intervenir en asuntos de gobierno, adquiriendo
cada vez mayor confianza. En agosto de 1622 era ya miembro de una junta formada por
todos los presidentes de los consejos y cuya función era aconsejar al rey sobre los tenías
políticos más importantes. Se rumoreaba que existía un desacuerdo entre Olivares y
Zúñiga, que a los ojos de los cortesanos y oficiales era simplemente el tío del nuevo
valido. 11 La muerte de Zúfliga, ocurrida el 7 de octubre de 1622, clarificó la situación. En
ese momento, el rey entregó el poder de forma oficial, y con exclusividad, a Olivares,
expresando con toda claridad que era el único que gozaba de su absoluta confianza.
Olivares consideró que no era más que lo que merecía, la recompensa a su talento y
dedicación.
Olivares, que tenía entonces poco más de 30 años, era de tez morena y aspecto
robusto, con ojos duros y un porte imperioso. Sus deficiencias estaban a la vista de todos:
ambición desmedida, obstinación, impaciencia con los necios y con sus oponentes y una
carga de peligrosas ilusiones inducidas por el poder que disfrutaba. Pero también sus
cualidades eran destacadas. Poseía una gran visión política y era capaz de mostrar una gran
magnanimidad. Trabajaba sin descanso al servicio del rey. Vivía en el palacio real y
atendía los más mínimos deseos de su señor, además de ocuparse de todos los aspectos del
gobierno. Trabajaba sin parar desde primeras horas de la mañana hasta bien entrada la
noche, concediendo audiencias, asistiendo a reuniones de consejos y juntas, leyendo
despachos, escribiendo memorandos y entrevistándose con el rey. 12 No sólo aportó a su
11
Marañón, El conde-duque de Olivares, pp. 43-52.
12
Ibid., pp. 167-172.
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cargo una gran dedicación, sino también un acusado instinto para el gobierno absoluto y la
capacidad para ejercerlo. Si había un aspecto del gobierno que no comprendía, como las
finanzas, se apresuró a dominarlo. Cuando había un problema urgente que los oficiales no
podían resolver permanecía en vela toda la noche para solucionarlo. En cierto sentido, su
energía e impaciencia eran sus defectos, pues intentaba alcanzar con prisa unos objetivos
que exigían un proceso más elaborado. Su designio de una España más grande era
demasiado ambicioso para el período de recesión en que vivía y, por su parte, carecía de
talento para la maniobra y el compromiso político.
A diferencia de muchos validos y ministros del siglo XVII, a Olivares le interesaba
más el gobierno que el patronazgo. Felipe IV le otorgó poderes casi exclusivos en materia
de patronazgo, poderes que utilizó para recompensar a sus amigos y castigar a sus
enemigos. Pero no le gustaba e intentó librarse de esa responsabilidad, que desde su punto
de vista debía recaer en el rey, mientras él se concentraba en la política y el gobierno. Fue
muy explícito a este respecto y una de las razones era que el control del patronazgo era la
señal del valido, mientras que él prefería ser ministro. En una comunicación que dirigió al
monarca el 4 de septiembre de 1626 afirmaba que si él asumía el control del patronazgo
«cesará también la razón del nombre de privado y lo más apetecido de su ejercicio, porque
de sólo esto se compone», y con ello «la ocupación de los ministros de V.M. que no les
dejan lugar para ninguna cosa de su Real Servicio» 13 . Pero Olivares descubrió que repartir
mercedes, otorgar recompensas en forma de cargos, pensiones y títulos de caballero en las
órdenes militares, era fundamental en el proceso de gobierno y que no podía crear su
propia administración sin contar con una red de clientes reclutada y perpetuada mediante la
concesión de mercedes. 14 El núcleo central de la administración de Olivares lo formaban
sus clientes inmediatos ligados a él por lazos de parentesco, amistad, dependencia y
contactos andaluces. En la corte, los consejos, embajadas y virreinatos pululaban miembros
de su familia, los Zúñiga, Guzmán y Haro. La base de su poder rebasaba los límites de la
corte para introducirse en sectores clave de la administración, unidos por la estructura
piramidal del clientelismo, que funcionaba de arriba abajo, desde el valido, pasando por los
favoritos del valido, a la masa de los clientes en el último peldaño.
Al parecer, Olivares deseaba conseguir una colaboración de trabajo y una división
del mismo entre él y el monarca. Pero como él mismo reconocía, eso dependía de que el
rey trabajara mucho más intensamente de lo que lo había hecho hasta entonces: «que no da
lugar en ninguna manera a que V.M. deje de poner luego el hombro a todo, pena de pecado
mortal irremisible sin restitución». Olivares pretendía educar a Felipe IV en el arte del
gobierno, ampliar sus conocimientos, agudizar su juicio, mejorar sus gustos, todo ello para
hacer de él el gobernante que correspondía a una gran monarquía, Fernando de Aragón,
Carlos V y Felipe II al mismo tiempo. 15 Si Felipe IV necesitaba a Olivares, Olivares
necesitaba al monarca, en parte para que le apoyara frente a sus enemigos y en parte para
legitimar su política y sus proyectos. Por esa razón, nunca intentó reducir al rey a la
condición de simple figura decorativa ni anhelaba el valimiento que, al igual que muchos
de sus contemporáneos, parecía rechazar. Olivares prefería el poder al prestigio, la política
al patronazgo. De hecho, se veía como un primer ministro, un cargo que el gobierno
español necesitaba pero que no poseía. Por tanto, al no existir un solo gran cargo en el
Estado, Olivares tuvo que conseguir una serie de cargos distintos para afianzar su posición
y darle forma jurídica. Aunque no le faltaban deseos de adquirir riquezas, no era tan
13
Olivares a Felipe IV, 4 de septiembre de 1626, en Tomás y Valiente, Los validos, Apéndice V, pp. 171-174
14
Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 130-131, 151-153, 182-183.
15
Ibid., pp. 184-186.
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codicioso como Lerma y le interesaba sobre todo el contenido institucional de los cargos
que ocupaba.
Un título por el que sentía especial predilección era el de Canciller Mayor y
Registrador de las Indias, que le concedió el rey el 27 de julio de 1623. 16 Era este un cargo
que estaba en desuso desde hacía mucho tiempo y que ahora fue restituido para que
Olivares pudiera introducirse en una institución importante, el Consejo de Indias, y para
que pudiera compartir su jurisdicción sobre el imperio ultramarino de España. 17 En el otro
fiel de la balanza, Olivares oficializó su influencia en el gobierno local de Castilla
mediante los cargos de procurador en Cortes y regidor de las ciudades en ellas
representadas. Estos cargos le permitían intervenir no sólo en las Cortes, sino también en
los asuntos internos de las ciudades que las formaban. Naturalmente, su cargo más
importante era el de consejero de Estado, que le abría las puertas a los asuntos de la alta
política. En 1622 fue designado miembro del Consejo, que no tardó en dominar. La
amplitud de ese dominio se aprecia en el hecho de que normalmente no asistía a sus
sesiones, aunque cuando lo hacía sus intervenciones eran extensas y decisivas. También lo
eran cuando actuaba, como podía hacerlo un rey, desde fuera del Consejo. Controlaba su
convocatoria, su orden del día y, dando a conocer sus puntos de vista por adelantado, sus
decisiones. Y si, pese a todo ello, las consultas del Consejo no obtenían su aprobación, las
devolvía para ser revisadas sin siquiera mostrárselas al rey. Por tanto, lo que llegaba
finalmente a manos del monarca, si es que llegaba algo, era una consulta censurada por
Olivares, y lo que resultaba de ella era una decisión aconsejada por Olivares. Éste, al
tiempo que neutralizó personalmente al Consejo de Estado, sustituyó a los presidentes de
los otros consejos por «gobernadores» con poderes más limitados. Le interesaba
particularmente el Consejo de Hacienda, cuyo cometido era encontrar los recursos que
permitieran al conde-duque llevar adelante su política, y los decretos perentorios y
admonitorios que tan frecuentemente llegaban al Consejo, aunque firmados por Felipe IV,
tienen la impronta de los documentos inspirados por Olivares.
Si el patronazgo permitía el funcionamiento del sistema, era la burocracia la que
proporcionaba la continuidad institucional y la que permitió que durante este período el
gobierno actuara con eficacia. Olivares formó su propio equipo de secretarios, encabezado
por su leal servidor y estrecho colaborador Antonio Carnero. Contaba también con los
servicios de los secretarios de la administración oficial. El poder de los secretarios aumentó
a medida que disminuyó el de los consejos. La Secretaría de Estado fue dividida en tres
secretarías, una para Italia, otra para el Norte y otra para España. Ésta se asignó a Jerónimo
de Villanueva, que pasó a ser el nexo fundamental entre el rey y el valido y el hombre más
poderoso de España después de Olivares. 18
El sistema de juntas, que había enraizado firmemente en el reinado anterior,
proliferó aún más con Felipe IV. 19 Generalmente, se considera como un mecanismo que
permitía a Olivares ignorar a los consejos y hacer recaer la administración en manos de sus
hombres. Es discutible si necesitaba o no hacer esto. En cualquier caso, no fue él quien
inventó el sistema, que no fue necesariamente negativo. Probablemente, no era sino la
expresión de la costumbre, por parte de administradores que tienen que trabajar por medio
de comisiones, de crear subcomisiones para asuntos especializados. La mayor parte de las
nuevas juntas tenían funciones administrativas, pero no políticas. La Junta de armadas se
especializaba en los asuntos navales y la Junta de presidios se ocupaba de las guarniciones
16
Tomás y Valiente, Los validos, Apéndice IV, pp. 162-170.
17
Véase Scháfer, El Consejo real y supremo de las Indias, I, pp. 217-227.
18
Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 418-419.
19
Véase supra, pp. 36-37.
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fronterizas. Inevitablemente, la mayor parte de las juntas tenían que ocuparse de conseguir
o administrar dinero. Algunas, como la Junta de Media Anata, la Junta del Papel Sellado y
la Junta de Donativos, se crearon para administrar ingresos extraordinarios que escapaban
de la maquinaria del Consejo de Hacienda. Otras recibían el nombre de Juntas de Medios y
su función consistía en encontrar los «medios» para resolver los omnipresentes problemas
financieros. Generalmente, estas juntas estaban formadas por miembros de los consejos de
Castilla y de Hacienda, además de algunos clérigos y del propio Olivares, y su objetivo era
soslayar a los consejos, poco ágiles y, con frecuencia, poco imaginativos, y encontrar
soluciones para los problemas más urgentes. El número de sus miembros era menor que el
de los consejos y se reclutaban de entre un conjunto muy restringido de personajes
públicos. 20 La Junta de Estado pertenecía a una categoría distinta y no es fácil distinguir la
diferencia de jurisdicción entre ella y el Consejo de Estado. Ambos organismos se
ocupaban de los mismos asuntos, principalmente la política exterior, y algunos miembros
del consejo también pertenecían a la junta. La junta, al igual que el consejo, elaboraba su
orden del día de acuerdo con los tenías que planteaban el monarca u Olivares, y también
dirigía sus consultas al monarca, para que fuera en realidad Olivares quien decidiera el
curso a seguir. Quizá se pretendía que la junta emitiera una segunda opinión sobre aquellas
consultas que desde el punto de vista de Olivares no habían sido suficientemente debatidas
en el consejo o, tal vez, supuso un intento de dotar al valido de una especie de consejo
privado, que se reunía en sus aposentos, que era más flexible que el Consejo de Estado y
que le estaba directamente subordinado. 21
Olivares, en posesión de los principales instrumentos del poder, seguro del apoyo
del rey, marcó la dirección y controló el impulso de la política española durante los 20 años
siguientes. En los asuntos internos era fundamentalmente un reformador, pero los asuntos
internos sólo revestían un interés secundario para él, eran un medio para alcanzar un fin. Su
principal preocupación era la perpetuación de España como una potencia mundial y desde
su punto de vista ese era un problema no de recursos internos, sino de política exterior y
militar.
20
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 185-186. Existía incluso una curiosa Junta de
Conciencia, creada en 1643, para estudiar la justificación de nuevos impuestos, particularmente porque
afectaban a la Iglesia.
21
Tomás y Valiente, Los validos, pp. 81-83.
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con los holandeses y con los demás enemigos de la Iglesia que los asisten; y la
22
principal obligación de V.M. es defenderse y ofenderlos.
Aunque con frecuencia se califica esta política como «imperialismo» español, de
hecho carecía de contenido agresivo y de objetivos expansionistas. 23 España no tenía el
deseo ni los medios para adquirir nuevas posesiones en el sur, en el centro o en el norte de
Europa y la invasión y la soberanía del territorio franceses eran totalmente impensables.
¿Por qué, pues, se preguntaban incesantemente los españoles, despertaba su política tantas
suspicacias y tanta hostilidad en toda Europa?
La respuesta hay que buscarla en dos hechos. En primer lugar, España era una
potencia «imperial» en Europa, en el sentido de que poseía dominios fuera de su metrópoli,
en Italia y en los Países Bajos. En segundo lugar, para preservar las comunicaciones con
esas posesiones necesitaba invadir esferas de intereses e influencias celosamente guardados
por otras potencias. La situación se veía agravada por la convicción existente en el exterior
de que España actuaba movida por un catolicismo agresivo y por una mentalidad
imperialista. Pero esa convicción era completamente errónea, pues aunque los responsables
políticos españoles pudieran invocar piadosamente argumentos religiosos, no se hacían
ilusiones respecto a la posibilidad de extender el catolicismo por la fuerza. También en este
aspecto, como en el político, sólo hablaban de defender las posiciones ya alcanzadas. Su
actitud no carecía de justificación. La España del siglo XVII había heredado determinadas
posesiones en Europa a las que difícilmente hubiera podido renunciar aun si lo hubiera
deseado. La mayor parte de esas posesiones no estaban preparadas para la independencia
nacional y se podía argumentar que ninguna potencia tenía más derecho a ellas que España.
Pero ese argumento no servía en el caso de las Provincias Unidas, que España consideraba
como provincias rebeldes, pero que para cualquier mente mínimamente realista eran un
Estado soberano. Pero incluso en este caso España podía invocar argumentos de legítima
defensa, pues los holandeses pretendían subvertir la posición española en las provincias del
sur de los Países Bajos y, además, libraban una guerra abierta en las posesiones
ultramarinas de los reinos asociados de la península ibérica. Así pues, en los Países Bajos
estaba en juego la defensa del imperio, y la premisa básica de la defensa de los Países
Bajos determinaba con una lógica incontrovertible el resto de la política exterior española.
Para impedir el aislamiento de los Países Bajos, España se vio impulsada a intervenir en
Alemania, a la ruptura con Inglaterra, a entrar en conflicto en el norte de Italia y,
finalmente, a la guerra con Francia. En los albores del siglo XVII, España perdió el control
del corredor militar terrestre de tan vital importancia para el ejército de Flandes. La
recuperación de Francia a partir de 1595 y su reanudación de una política exterior
antiespañola determinaría que en 1631 Francia dominara ya las cabezas de puente hacia
Italia y Alemania y que España hubiera perdido las vías de paso tradicionales de sus
ejércitos. España no podía permanecer impasible ante esos acontecimientos.
22
«Documentos de gobierno del Conde-Duque de Olivares al Rey, en 1621», en Marañón, El conde-duque de
Olivares, pp. 438-440.
23
Para un análisis juicioso de la política exterior española en vísperas de la guerra de los Treinta Años,
véanse Cárter, Secret Diplomacy, pp. 23-49; y Peter Brightwell, «The Spanish Origins of the Thirty-Years'
War», European Studies Review, 12 (1982), pp. 117-141.
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inmediatos. En 1619, un ejército español avanzó desde Normandía para defender Alsacia y
el camino español para los Habsburgo. En julio de 1620, tropas españolas comandadas por
el duque de Feria, gobernador de Milán, ocuparon el valle alpino de la Valtelina, paso vital
que unía los territorios de los Habsburgo españoles y austríacos, e igualmente importante
para las tropas españolas en su trayecto desde Milán a los Países Bajos. 24 En septiembre, el
poderoso ejército español de los Países Bajos, a cuyo frente estaba su distinguido
comandante Ambrosio Spínola, avanzó rápidamente por el oeste de Alemania, atravesó el
Rin y ocupó el Bajo Palatinado. El objetivo principal de esta operación no era desposeer al
elector del Palatinado de su patrimonio mientras estaba ausente combatiendo en las batallas
sin esperanza de los bohemios. Lo que se pretendía era salvaguardar la comunicación de
los Países Bajos con las posiciones aliadas en Alemania y con las posiciones españolas en
el norte de Italia, asegurando el control del paso del Rin.
La presencia de España en el Bajo Palatinado fue vista con malos ojos por los
príncipes alemanes, incluso por los electores católicos y por el duque de Baviera, que había
ocupado el Alto Palatinado y que pretendía conseguir el resto. Pero para España era un
territorio de gran importancia estratégica, sobre todo teniendo en cuenta que la tregua con
Holanda expiraba en abril de 1621 y que los españoles estaban decididos a permanecer allí
hasta haber alcanzado la seguridad de los Países Bajos. En las primeras fases de la guerra
alemana, el Consejo de Estado manifestó, en España, fuertes reservas respecto a una ayuda
continuada al emperador. El dinero era muy necesario en los Países Bajos y no parecía
tener mucho sentido apoyar las ambiciones del aliado del emperador, Maximiliano de
Baviera. Pero en último extremo, se llegó a la conclusión de que España tenía demasiados
pocos aliados en Europa como para permitir la destrucción de los Habsburgo austríacos y
que tenía un interés especial, así como una obligación dinástica, en apoyar la causa
imperial. Así pues, entre 1618 y 1640, en un período de pavorosas dificultades financieras,
España destinó fondos sustanciales a la guerra en Alemania. 25
La razón fundamental de la presencia española en Alemania hay que buscarla en los
Países Bajos. Si la causa imperial y el catolicismo retrocedían en Alemania aumentarían
simultáneamente el aislamiento y vulnerabilidad de los Países Bajos españoles. España
deseaba que la frontera política de los Habsburgo y la frontera religiosa del catolicismo se
mantuvieran más allá de los Países Bajos. Se acercaba el momento de la decisión, una de
las primeras decisiones importantes que Olivares tenía que tomar. La recomendación desde
Bruselas fue prácticamente unánime. Había que renovar la tregua de Amberes, pues con los
recursos existentes era imposible salir victorioso de un enfrentamiento bélico. Esta era la
política del archiduque Alberto y la que, después de su muerte en julio de 1621, siguieron
propugnando su viuda Isabel y su experto en tenías militares, Spínola. Pero Olivares y sus
consejeros en Madrid pasaron por alto sus puntos de vista, decisión que se considera un
error. No se puede negar que la reanudación de la guerra contra Holanda constituyó un
golpe demoledor para la economía española, pero la decisión de reanudarla no
correspondió únicamente a España. También en las Provincias Unidas había un partido
24
Sobre la Valtelina y las líneas españolas de comunicación, véase Parker, The Army of Flanders and the
Spanish Road, pp. 69-77.
25
No existe un estudio completo acerca de la participación de España en la guerra de los Treinta Años, pero
las relaciones españolas con los Habsburgo austríacos y con Alemania han sido bien estudiadas por Bohdan
Chudoba, Spain and theEmpire 1519-1643, Chicago, 1952, pp. 229-261 [hay trad. cast.: España y el Imperio
(1519-1643), Rialp, Madrid, 1963]; la política española en el decenio de 1620 ha sido estudiada por R.
Rodenas Vilar, La política europea de España durante la guerra de Treinta años, 1624-1630, Madrid, 1967;
y dos artículos de Peter Brightwell han supuesto una sustanciosa aportación al tenía, «Spain and Bohemia:
The Decisión to Intervene, 1619», European Studies Review, 12 (1982), pp. 117-141; y «Spain Bohemia and
Europe, 1619-1621», ibid., pp. 371-399.
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favorable a la guerra, que encabezaba el príncipe Mauricio y que estaba formado por los
extremistas calvinistas y los comerciantes de Amsterdam, deseosos de obtener beneficios
en una guerra marítima de las colonias contra las monarquías ibéricas. De hecho, durante
los años de tregua no habían perdido el tiempo y la ofensiva holandesa contra posiciones
portuguesas en los trópicos continuó con la misma fuerza. Si tuvieron menos éxito en el
imperio español ello no se debió a las inhibiciones holandesas, sino a las defensas
españolas. Ahora, la perspectiva de una guerra declarada aumentaría las posibilidades de
acción en las Indias Orientales y Occidentales. 26 La reanudación de la guerra en los Países
Bajos en 1621 no fue una decisión tomada de antemano. Los responsables políticos
españoles debatieron todas las opciones posibles, de ampliar, renovar o poner fin a la
tregua, o incluso de convertirla en una paz permanente, pero en ningún caso hubo una
reacción positiva por parte de los holandeses, que conseguían, y esperaban seguir
consiguiendo, beneficios económicos y financieros de España y de las Indias con
independencia de si había o no una situación de guerra, pero especialmente en caso de
conflicto. Lógicamente, la ofensiva colonial holandesa pesó decisivamente en la decisión
española de reanudar la guerra. En 1588, Felipe II había enviado su armada contra
Inglaterra para atajar en el origen los ataques más encarnizados contra su imperio
ultramarino. De igual forma, en 1621 España reanudó la lucha contra los holandeses en
parte para acabar con la más grave amenaza que se cernía sobre los imperios de la
península ibérica. En ambos casos, los motivos son comprensibles, pero no lo son tanto los
medios utilizados.
En la guerra contra Holanda siempre se habían mezclado motivos diversos. En los
objetivos de guerra españoles estaban presentes tanto las cuestiones de soberanía como las
religiosas y comerciales. Sin embargo, a partir de 1621, aunque sin renunciar a sus
derechos de soberanía y religión, España comenzó a ver la guerra como lo que realmente
era en ese momento, una lucha por la supervivencia económica y por la defensa del
comercio americano. Era un conflicto que había que equilibrar por medio de embargos,
bloqueos fluviales y acciones piráticas, y no mediante campañas terrestres y guerras de
asedio, con el objetivo de destruir el comercio holandés y derrotar al enemigo por medio de
una guerra económica. 27 Parece que Olivares era consciente de ello y bajo su dirección
España consiguió, en cierta medida, aumentar su poder naval en el norte y frenar las
exportaciones y la navegación holandesas, pero lo cierto es que al ver obstaculizada su
acción por políticas e intereses opuestos no pudo llevar a la conclusión lógica sus ideas
estratégicas. Así, España continuó invirtiendo grandes cantidades de dinero en el
mecanismo defensivo de los Países Bajos, dinero que habría resultado más productivo en la
defensa marítima e imperial, pues, al menos en el caso del imperio español, se había
demostrado que los holandeses no eran invencibles. El imperio portugués era el más
vulnerable. Al expirar la tregua de Amberes se llevaron inmediatamente a la práctica los
planes para la creación de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales y en el curso
del año 1623 los holandeses movilizaron una fuerza expedicionaria para lanzar un ataque
contra Brasil. Los servicios de inteligencia españoles mantuvieron a Portugal
perfectamente informado sobre los preparativos y el destino de los holandeses, pero era
difícil defender la extensa línea costera brasileña —uno de los factores de disuasión para
realizar una gran inversión en la defensa imperial— y en mayo de 1624 los holandeses
capturaron Bahía consiguiendo un importante botín de azúcar y otros productos. 28 Ahora
26
Sobre la ofensiva colonial holandesa, véase C. R.Boxer, The Dutch Seaborne Empire 1600-1800, Londres,
1965, pp. 25-27. Sobre las opciones que tenía España, véase Peter Brightwell, «The Spanish System and the
Twelve Years' Truce», English Historical Review, 89, 350 (1974), pp. 270-292.
27
J. I. Israel, The Dutch Republic and the Híspane World, 1606-1661, Oxford, 1982, pp. 150-153.
28
C. R. Boxer, Salvador de Sá and the Síruggle for Brazil and Angola, pp. 41-52.
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Historia de España John Lynch
que habían puesto el pie en Brasil, los holandeses eran una amenaza mayor para la
América española.
Si América entraba en los cálculos de España a la hora de decidir su política en
Europa, lo cierto es que también contribuyó al esfuerzo de guerra español. España entró en
la guerra de los Treinta Años y reanudó el conflicto con los holandeses en condiciones
favorables, al menos en uno de los sectores de su economía, el sector atlántico. El
quinquenio 1616-1620 constituyó una especie de veranillo de San Martín para el comercio
de las Indias, en el que los envíos de metales preciosos aumentaron de 43,1 millones de
pesos en el quinquenio anterior a 49,8 millones. 29 La corona no vio aumentar de igual
modo su porcentaje, pero se benefició indirectamente del auge del sector privado y
directamente de las confiscaciones de las consignaciones a particulares. En el período
1621-1625, los ingresos de la corona por este concepto se mantuvieron en el mismo nivel,
mientras que los envíos a particulares descendieron en unos 3,5 millones de pesos, pero en
general continuó el ciclo comercial favorable, con resultados notables para el esfuerzo de
guerra español. En diciembre de 1621, la flota de Tierra Firme naufragó y se produjeron
pérdidas importantes y al año siguiente la flota de Nueva España también experimentó
pérdidas. Los envíos procedentes de América fueron, pues, escasos en los años 1622-1623
y, en consecuencia, las operaciones militares en los Países Bajos no fueron espectaculares.
Pero en octubre de 1624, las dos flotas llegaron a salvo a España con una de las mayores
remesas de metales preciosos en la historia del comercio de las Indias. 30 No había
problema alguno en el ejército español de los Países Bajos que no pudiera solucionarse con
dinero. Ahora, Spínola, que podía contar con él, consiguió un éxito espectacular en mayo
de 1625, al capturar Breda después de un asedio de 10 meses. Tal vez una prueba más
patente aún de la revitalización española fue la formación y equipamiento de un escuadrón
naval con base en Ostende y Dunkerque para librar una guerra marítima contra el comercio
y la navegación holandeses, aunque finalmente tuvo que ser utilizado principalmente en
una misión defensiva para proteger los convoyes españoles que atravesaban el Atlántico y
el Canal de la Mancha. 31
Igualmente vigoroso fue el esfuerzo de guerra español en América. Madrid
reaccionó con prontitud ante la captura de Bahía, tal vez en razón de que se creía, como
informó a Felipe IV el Consejo de Portugal, que el objetivo último de los holandeses «no
era tanto el convertirse en dueños del azúcar del Brasil como de la plata del Perú». 32 Esta
coincidencia de intereses determinó un notable ejemplo de cooperación lusoespañola. Se
organizó una fuerza expedicionaria conjunta de 52 barcos, con 12.566 hombres y 1.185
cañones, comandada por don Fadrique de Toledo, que atacó Bahía sin tardanza, obligando
a la guarnición holandesa a rendirse el 1 de mayo de 1625, después de un mes de asedio. El
contingente español completó este éxito persiguiendo al enemigo por el Caribe, y allí
también los holandeses fueron rechazados, especialmente en Puerto Rico. Por supuesto, los
holandeses aún no habían dicho la última palabra y durante los años 1626-1627 el
escuadrón mandado por Piet Heyn causó considerables daños a los barcos portugueses en
29
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 34-35; Chaunu, «Seville et la
"Belgique" (1555-1648)», pp. 277, 291; Michel Morineau, Incroyables gazettes etfabu-leux métaux. Les
retours des trésors américains d'aprés les gazettes hollandaises (XVI-XVIII siécles), Cambridge, 1985, p.
250.
30
A. Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», Anuario de Estudios
Americanos, XIII (1956), pp. 311-383, especialmente pp. 338-339.
31
Lefevre, Spinola et la Belgique, 1601-1627, pp. 82-83.
32
Citado en Boxer, Salvador de Sá, p. 55; véase ibid., pp. 56-66 para la reconquista de Bahía, y del mismo
autor, The Dutch in Brazil, 1624-1654, p. 28.
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el Atlántico sur. Pero, por el momento, las defensas navales españolas podían hacer frente
a la amenaza y las flotas cargadas de plata continuaron llegando a España. Y todo ello a
pesar de que España estaba en guerra con dos potencias navales.
Desde 1604, y más específicamente desde 1618, la paz con Inglaterra había sido
uno de los objetivos fundamentales de la política exterior española, porque se pensaba que
de ella dependía la seguridad de los Países Bajos y la posibilidad de que España tuviera las
manos libres para intervenir en Alemania. Durante los primeros años cruciales de la guerra
de los Treinta Años, España había neutralizado a Inglaterra gracias a las negociaciones
para un posible matrimonio angloespañol, al amparo de las cuales Spínola había penetrado
en Alemania, apoderándose del patrimonio del elector del Palatinado, cuñado de Jacobo I
de Inglaterra. 33 En 1624, cuando las negociaciones matrimoniales habían fracasado y los
ingleses estaban convencidos de la mala fe de los españoles, la neutralidad inglesa era
todavía más importante para España, que había visto aumentar sus compromisos en los
Países Bajos, en Alemania y en el norte de Italia. Olivares veía con temor una guerra
inminente. De hecho, sólo cuando apareció una flota inglesa a las puertas de Cádiz en el
otoño de 1625, el gobierno español tuvo que aceptar la idea de una guerra con Inglaterra.
Sin embargo, una vez iniciado el conflicto, Olivares y sus colaboradores se lanzaron a una
frenética tarea de planificación y durante varios meses debatieron seriamente un proyecto
para una invasión de Inglaterra a una escala aún mayor que en el reinado de Felipe II. Pero
mientras los españoles debatían incongruencias, los ingleses las llevaban a la práctica. En
Cádiz, con una fuerza de 90 barcos y 9.000 hombres, cometieron todos los errores
concebibles. Permitieron que escapara la flota española procedente de las Indias, el ataque
contra la ciudad fue mal dirigido y pudo ser repelido por las fuerzas locales y la operación
resultó desastrosa, con la pérdida de 1.000 hombres y 30 barcos. Este conflicto no fue
totalmente responsabilidad de los españoles. Carlos I la inició en 1625, porque las
negociaciones con España no permitieron asegurar la devolución de su patrimonio al
elector del Palatinado. Aunque Felipe IV había prometido utilizar su influencia ante el
emperador en favor de la causa del elector, se había negado, comprensiblemente, a aceptar
la exigencia inglesa de que llevara a cabo la devolución de todo el Palatinado, si era
necesario con la fuerza de las armas.
También con Francia buscó España la paz, pero se preparó para la guerra. Y
también en este caso el problema era el de defender las comunicaciones con los Países
Bajos, en especial a través del paso de la Valtelina, una ruta que los enemigos de Francia y
España en el norte de Italia intentaban amenazar con idéntico ímpetu. En enero de 1625,
los franceses ocuparon la Valtelina y establecieron una alianza con Venecia y Saboya
contra Génova, aliada tradicional de España. Al mismo tiempo, fuerzas navales francesas
bloquearon Génova y amenazaron con cortar las líneas de abastecimiento, de vital
importancia, entre Barcelona, Milán y los Países Bajos. Francia y España se enfrentaron
sin que mediara una declaración formal de guerra. En España, las propiedades francesas
fueron confiscadas, mientras que Francia prohibía el comercio con España. El gobierno
español intrigó con los hugonotes y, por su parte, los franceses ayudaron a los protestantes
suizos. Por otro lado, un escuadrón mandado por el marqués de Santa Cruz levantó el
bloqueo de Génova y las tropas comandadas por el duque de Feria obligaron a los
franceses a retirarse al otro lado de los Alpes. Estos éxitos, a los que se añadió la
inestabilidad política reinante en Francia, dieron ventaja a España y le permitieron salir sin
merma del conflicto. Por el Tratado de Monzón (marzo de 1626) se restableció la paz en
33
Garrett Mattingly, Renaissance Diplomacy, Londres, 1955, pp. 255-268; Cárter, Secret Diplomacy, pp.
120-133.
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Italia y el statu quo en la Valtelina. España pudo seguir utilizando el paso para sus
operaciones militares.
Los años 1624-1626 fueron años de triunfo para Felipe IV y Olivares. En ultramar,
las defensas navales e imperiales de España habían resistido y rechazado los ataques
holandeses. En Europa, se había restablecido el valor militar de España, lo que impulsó a
Velázquez a celebrarlo en su famoso cuadro de Las lanzas, en el que representa la captura
de Breda. En un mensaje dirigido al Consejo de Castilla sobre el estado de la nación,
Felipe IV aludía a las duras consecuencias económicas que ese esfuerzo de guerra masivo
tendría sobre Castilla, pero no pudo reprimir su júbilo por la revitalización del poder
militar español:
Nuestro prestigio ha crecido inmensamente. Hemos tenido a toda Europa en
contra nuestra, pero no hemos sido derrotados, ni hemos perdido a nuestros aliados,
mientras que nuestros enemigos me han pedido la paz. El pasado año de 1625 hemos
tenido a nuestro cargo casi 300.000 hombres de a pie y de a caballo, y en armas a unos
500.000 hombres de las milicias, mientras las fortalezas de España se ponían en estado
de defensa. La flota, que al subir yo al trono sólo tenía 7 barcos, se ha elevado en 1625
a 108 barcos de guerra marítima, sin contar los navíos de Flandes, y las tripulaciones
están formadas por los marinos más diestros que este reino haya tenido nunca ... Este
mismo año de 1626 hemos tenido dos ejércitos reales en Flandes y uno en el
Palatinado, y todo el poder de Francia, Inglaterra, Venecia, Saboya, Suecia,
Dinamarca, Holanda, Brandeburgo, Sajonia y Weimar no ha podido salvar Breda de
34
nuestras victoriosas armas.
Sin embargo, los años siguientes fueron años de decepción y no se materializó la
gran ofensiva en los Países Bajos. La razón fue la escasez de dinero, especialmente por lo
que respecta a los envíos de las Indias, ese ingreso suplementario del que dependía en gran
medida la política exterior española. Aunque las remesas totales de las Indias aumentaron
hasta los 55 millones de pesos en el quinquenio 1626-1630, lo cierto es que hay que
recortar esa cifra por efecto del fraude y el porcentaje que correspondió a la corona fue
escaso. 35 Además, no todos los envíos llegaron a España. En 1628, el escuadrón de Piet
Heyn, que operaba en el Atlántico, capturó toda la flota de plata de Nueva España en el
puerto cubano de Matanzas sin que los españoles ofrecieran prácticamente resistencia. Este
fue el golpe más duro para el orgullo y la hacienda de España desde el descubrimiento de
América, y en cuanto a los holandeses, les sirvió para financiar otra invasión de Brasil dos
años después. El triunfo de Piet Heyn se debió a una combinación de buena fortuna y de
buen oficio marinero. Pero este incidente resultaba poco comprensible dado el buen nivel
alcanzado por las flotas españolas en la carrera de Indias. Eso explica, en parte, la
exasperación que provocó en España. El comandante de la flota, almirante Juan de
Benavides, fue acusado de negligencia grave y después de un proceso que se prolongó
durante cinco años fue ejecutado públicamente en Cádiz. 36 Felipe IV señaló al respecto:
«Os aseguro que siempre que hablo [del desastre] se me revuelve la sangre en las venas, no
por la pérdida de hacienda, sino por la de reputación que perdimos los españoles en aquella
infame retirada, causada de miedo y codicia».37 Pero, desde luego, la pérdida del tesoro fue
34
Citado en Hume, The Court of Philip IV, pp. 156-157.
35
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 34-35; Domínguez Ortiz, «Los
caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», pp. 340-341; Morineau, Incroyables gazettes et
fabuleux métaux, p. 250.
36
A. Domínguez Ortiz, «El suplicio del almirante Benavides», Archivo Hispalense XXIV (1956), pp. 159-
171
37
Citado en Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», p. 341
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Historia de España John Lynch
importante: un millón de ducados, y tres veces más si se cuentan los galeones y las piezas
de artillería, mientras que los particulares perdieron unos 6 millones de ducados. Además,
se produjo en un momento muy inoportuno.
España, ante la dificultad de tener que luchar contra los ingleses y los holandeses
simultáneamente con unos recursos insuficientes, dirigió su mirada a sus aliados en
Alemania. Desde comienzos de 1624, Olivares contemplaba la idea de una liga Habsburgo,
en el seno de la cual España se uniría al emperador y a los príncipes católicos para destruir
a sus enemigos respectivos en Alemania y los Países Bajos. 38 De la misma forma que
España no había dudado en ayudar al emperador cuando éste lo había necesitado, se
consideraba razonable que los alemanes respondieran acudiendo en su ayuda contra
Holanda. La idea cobró nuevo impulso en 1626 pero no prosperó mucho en Alemania. 39 A
pesar de que el emperador y Maximiliano de Baviera deseaban ardientemente contar con la
ayuda española en Alemania, especialmente desde el momento en que se produjo la
intervención danesa en 1626, no estaban dispuestos a malgastar sus recursos en la guerra
de España en los Países Bajos.
Un factor concomitante con la proyectada liga de Olivares era el plan de establecer
una base naval y comercial en el Báltico, dominada por los Habsburgo. El Báltico
interesaba a España, como interesaba al resto de la Europa occidental, como fuente de
abastecimiento de cereales, madera y suministros navales y, asimismo, porque era de hecho
un monopolio de los armadores holandeses. En el curso de los años 1626-1628, Olivares
intentó activar la puesta en marcha de una guerra comercial conjunta de España y el
Imperio contra las Provincias Unidas, que se había planteado por vez primera en los
primeros meses de 1625 y que recordaba a las iniciativas que ya había tomado en este
sentido Felipe II. El plan consistía en establecer una compañía comercial Habsburgo-
hanseática con base en los puertos de la Frisia oriental. Al tiempo que esa nueva compañía
acababa con el control holandés del comercio del Báltico, una flota Habsburgo-hanseática
podría desarbolar la navegación holandesa y atacar a los enemigos de los imperios
ultramarinos de la península ibérica más cerca de su base. 40 Otra idea que se acarició fue la
de alentar a Polonia a entrar en guerra con Suecia y contribuir al poder naval aliado. La
debilidad del plan, que en muchos aspectos era un proyecto tentador y viable, residía en el
hecho de que ninguna de las partes que tenían que llevarlo a efecto estaba preparada para la
tarea. Los protegidos marítimos de España carecían de confianza, sus aliados continentales
se negaban a actuar y su escuadrón de Dunkerque carecía de los recursos necesarios y
estaba abrumado por unos compromisos excesivamente exigentes en el Canal de la
Mancha y en el mar del Norte. Requisito indispensable para una liga comercial y marítima
era la posesión de un puerto en el Báltico por el poder Habsburgo. Para ello, Olivares
dependía del emperador y la negativa de éste a comprometerse a no dejar las armas hasta
haber conseguido ese puerto acabó prácticamente con el proyecto. La hostilidad de la
Hansa y de Baviera fue el golpe de gracia. Así terminó «la operación del Báltico» en 1628-
1629, aguardando cada uno de los aliados a que los otros aportaran algo más, el emperador
38
Michael Roberts, Gustavus Adolphus. A History of Sweden, 1611-1632, 2 vols., Londres, 1953-1958, II,
pp. 315-316.
39
Felipe IV a la archiduquesa Isabel, 9 de septiembre de 1626, 4 de julio de 1628, en Henry Lonchay, Joseph
Cuvelier y Joseph Lefévre, eds., Correspondance de la Cour d'Espagne sur les affaires des Pays-Bas au
XVIIesiécle, 6 vols., Bruselas, 1923-1937, II, pp. 899, 1.242.
40
La historia de esta política ha sido clarificada por José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, España, Flandes
y el Mar del Norte (1618-1639), Barcelona, 1975, pp. 229-230, 236-242, 267-276; véanse también Rafael
Rodenas Vilar, «Un gran proyecto anti-holandés en tiempo de Felipe IV. La destrucción del comercio rebelde
en Europa», Hispania, XXII (1962), pp. 542-558; Israel, The Dutch Republic, pp. 150, 224; Elliott, El conde-
duque de Olivares, pp. 227-229, 336-337.
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Historia de España John Lynch
y los polacos a que España pusiera a su disposición más fuerzas navales y más dinero en el
Báltico, y los españoles a que los aliados intensificaran sus actividades y su apoyo en el
frente militar. Al mismo tiempo, los grupos de intereses de Colonia y Bruselas presionaron
a España para que abandonara el bloqueo económico de las Provincias Unidas. Mientras
los Habsburgo vacilaban, sus enemigos continuaban dominando el Báltico desde el mar.
Esto fue todo lo que España pudo hacer para conservar unas rutas comerciales vitales y
permitir el acceso a la península de barcos procedentes del norte. Una de las consecuencias
del proyecto de Olivares fue que alarmó a Gustavo Adolfo y reforzó sus motivos para
hacer participar a Suecia en la guerra de los Treinta Años. 41
Las frustraciones que sufrió en el norte de Europa indujeron a Olivares a buscar un
terreno más fecundo para el esfuerzo de guerra español. Sus ojos se dirigieron al norte de
Italia, donde en diciembre de 1627 había muerto el duque de Mantua, planteándose un
problema sucesorio. El pretendiente al ducado con mejores derechos era el duque de
Nevers, de Francia, pero Olivares temía que si recibía el título de duque un protegido del
reino de Francia haría peligrar los intereses de España en el norte de Italia y amenazaría
sus comunicaciones estratégicas. Así pues, en marzo de 1628 ordenó al gobernador de
Milán, Gonzalo Fernández de Córdoba, que ocupara el Monferrato, una posición clave en
los estados de Mantua, situado en la frontera occidental de Milán. 42 Pero lo que Olivares
había pensado como una operación rápida y decisiva degeneró en una guerra costosa y
sangrienta. Como era de prever, un ejército francés atravesó los Alpes y muy pronto
España se encontró luchando para salvar Milán. Se envió al gran Spínola para comandar
las fuerzas españolas e imperiales, pero a su muerte, ocurrida el 25 de septiembre de 1630,
la victoria no estaba más cerca y los españoles aceptaron con alivio un armisticio, preludio
de la paz de Cherasco (abril de 1631), que puso fin a un conflicto estéril. España no obtuvo
beneficio alguno de la guerra de Mantua y su responsabilidad en este conflicto supuso
alejarse de la doctrina defensiva que, según se afirmaba, era el principio de su política
exterior. Su prestigio se vio resentido por ambos conceptos, al igual que sus recursos, pues
este error de cálculo de Olivares significó cercenar cualquier esperanza que hubiera
acariciado su administración de conseguir la recuperación financiera. El frente italiano
absorbió todos los ingresos de la corona procedentes de las Indias y una buena parte de las
consignaciones a particulares. De los tres millones de ducados de ingresos privados que
transportó la flota de Tierra Firme en 1629, la corona se apoderó de un millón, que envió
inmediatamente a Italia junto con los 800.000 ducados procedentes del erario público. En
1630, la corona recibió aproximadamente 1,8 millones de ducados de las dos flotas, suma
sustanciosa para el momento, que junto con un «préstamo» de medio millón procedente de
los mercaderes de Sevilla desapareció también en los costos de defensa. 43 En 1631 fueron
a parar al fondo del mar, a consecuencia de un naufragio, tesoros procedentes de América
por un valor de unos 5 millones de ducados. Pero la guerra de Italia no había sido menos
costosa.
La guerra de Mantua no contribuyó en nada al interés primordial de la política
española, el conflicto con los holandeses, sino que fue más bien una distracción de ese
problema. Al coincidir con las dificultades financieras causadas por la pérdida de la flota
de Nueva España en 1628, interrumpió prácticamente la campaña en los Países Bajos. Este
espinoso problema fue ampliamente debatido en el Consejo de Estado a lo largo de 1628,
en el contexto del tenaz esfuerzo del gobierno español por conseguir superarlo. Spínola —
41
Roberts, Gustavus Adolphus, II, pp. 317-318, 346-356.
42
Véase Manuel Fernández Álvarez, Don Gonzalo Fernández de Córdoba y la Guerra de Sucesión de
Mantua y del Monferrato (1627-1629), Madrid, 1955.
43
Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», pp. 342-349.
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Historia de España John Lynch
que fue llamado a Madrid— esbozó dos cursos de acción posibles, a saber: la renovación
decidida de una larga tregua con los holandeses, o el envío de fondos suficientes para
permitir una ofensiva a gran escala. Él se mostró partidario de la tregua, argumentando que
en los 60 años anteriores había resultado imposible reducir a los holandeses por la fuerza.
La respuesta de Olivares fue sorprendentemente poco realista, aun procediendo de él, pues
exigió una decidida reanudación de las hostilidades, sin mencionar en ningún momento
cómo serían financiadas. El objetivo no debía ser una tregua, sino un tratado de paz
definitivo que hiciera de las Provincias Unidas un Estado vasallo de España, obligándolas a
reconocer explícitamente la soberanía del monarca de España y a romper todo tipo de
alianzas con los enemigos de ésta. Tendrían que aceptar la presencia de un delegado
español en todos sus consejos, promulgar sus leyes en nombre de Felipe IV y realizar todos
los años un acto de deferencia hacia él. 44 Ahora bien, la política de Olivares, con todas sus
falsas ilusiones, fue, en esencia, la política que continuó aplicando España. No es
sorprendente que Spínola se negara a llevarla a cabo y a ocupar de nuevo su puesto. En
1629, los españoles perdieron 'S-Hertogenbosch, y al año siguiente los holandeses
volvieron a atacar Brasil, comenzando la conquista de Pernambuco.
¿Qué opciones le quedaban a España? Durante esos años, las remesas americanas
no reportaron ganancias inesperadas. Durante todo el decenio de 1630 los envíos de
metales preciosos disminuyeron con respecto al elevado nivel del período 1616-1630. 45 En
1630 se firmó la paz con Inglaterra y en 1631 con Francia. Pero la decidida incursión de
Suecia en Alemania hizo que empeoraran las perspectivas de los Habsburgo y España no
tenía confianza en la paz con Francia. Hasta entonces, Francia se había limitado a
subvencionar a los enemigos de los Habsburgo, pero en los primeros años de la década de
1630 pareció comenzar a prepararse más decididamente para la guerra. Entre 1632 y 1635,
la política exterior española fue vacilante, pues el gobierno, que temía la posibilidad de un
ataque repentino, no se decidía a atacar primero. Los consejos de Guerra y de Estado
analizaban constantemente el problema y comenzaron a hacer planes para la formación de
un exército real, encabezado por el propio monarca con toda la nobleza y su séquito.
Nunca se determinó si este ejército tendría una función defensiva o si atacaría más allá de
los Pirineos. El plan parecía descabellado, excepto en la medida en que era un pretexto
para conseguir dinero, en lugar del servicio de armas, de la nobleza española. Entretanto,
las fortalezas del Rin cayeron en manos de los protestantes. España tuvo que enviar
refuerzos a Alemania y a los Países Bajos, que ahora se veían también amenazados por
Francia. Al deteriorarse la situación en todos los frentes, Olivares dirigió una vez más su
mirada hacia Alemania.
España todavía poseía una baza en Alemania, el Bajo Palatinado, que era
considerado ahora como un elemento fundamental de sus comunicaciones estratégicas.
Como subrayó Felipe IV en 1638, «el Palatinado es la mejor garantía de nuestra posesión
continuada de los Países Bajos e Italia». 46 Y a pesar de la presión alemana, España estaba
decidida a conservarlo hasta que estuvieran seguras sus posesiones en el norte de Europa.
Era la única compensación que había conseguido del Imperio por su ayuda militar y
financiera y, además, un útil instrumento de negociación en sus intentos periódicos de
interesar a sus aliados alemanes en los problemas de los Países Bajos. Entre 1630 y 1648,
España contó con una importante representación diplomática en Alemania, de la que
formaban parte el conde de Oñate, que había conseguido en 1618 la colaboración de las
44
Lefévre, Spinola et la Belgique, pp. 92-100; sobre Spínola, véase también A. Rodríguez Villa, Ambrosio
Spínola, primer marqués de los Baldases, Madrid, 1905.
45
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 34-35.
46
Felipe IV al cardenal-infante, 5 de noviembre de 1638, Lonchay, Correspondance, III, p. 807.
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dos ramas de los Habsburgo, y Diego de Saavedra Fajardo, teórico político además de
distinguido diplomático. 47 Su propósito era convencer al emperador y a los príncipes
católicos de que la supervivencia del poder Habsburgo en los Países Bajos era tan
importante para Alemania como para España. Para reforzar sus argumentos se enviaron
subsidios a los electores católicos, de quienes se esperaba que contrarrestaran la influencia
del duque de Baviera. A los ojos de los españoles, la oposición de este último a la
intervención alemana en los Países Bajos y su neutralidad con respecto a Francia le
convertían en un grave riesgo para la seguridad, y la misión de Saavedra consistía en
vigilarle, limitar su influencia y conseguir que apoyara la causa de los Habsburgo, en
especial en los Países Bajos. Los responsables políticos españoles reconocían que los
subsidios y la diplomacia no eran suficientes para conseguir una cooperación activa, por
parte de Alemania, en la guerra contra los holandeses o en cualquier conflicto con Francia.
España tendría que convencer a los alemanes con su ejemplo, aportando un poderoso
contingente militar a una fuerza conjunta de las dos ramas de los Habsburgo, que serviría
al mismo tiempo para defender los intereses imperiales en Alemania y los intereses
españoles en los Países Bajos. Dos acontecimientos recientes hacían más apremiante la
necesidad de aplicar una medida de ese tipo. En efecto, en las postrimerías de 1631 los
ejércitos de Gustavo Adolfo y sus aliados alemanes ocuparon el Bajo Palatinado y unos
meses después Richelieu consiguió una serie de posiciones estratégicas en Lorena. Una vez
más las comunicaciones entre Italia y los Países Bajos estaban amenazadas.
Atacada por Suecia y amenazada por Francia, la causa de los Habsburgo exigía una
colaboración renovada entre Viena y Madrid. En febrero de 1632 firmaron un tratado de
ayuda mutua y Olivares gestionó personalmente su aplicación. 48 Los abrumadores
problemas bélicos y financieros habían sumido en una situación de aguda melancolía a
Olivares, que parecía haber perdido la esperanza en el futuro de España. 49 Pero en esta
ocasión sus decisiones fueron acertadas. En el curso de los años 1633 y 1634 se organizó
un poderoso ejército bajo el mando del cardenal-infante Fernando, hermano menor de
Felipe IV, un hombre que exhibía más frecuentemente su espada que su capelo de
cardenal. 50 El cardenal-infante avanzó hacia el norte atravesando los Alpes desde Milán, y
después de que se le unieran las fuerzas imperiales comandadas por el general Gallas
infligió una derrota aplastante a los suecos en Nördlingen en septiembre de 1634. Esta
campaña, una de las más espectaculares de la guerra, interrumpió los éxitos suecos, dejó
todo el sur de Alemania en manos de los Habsburgo y sirvió para que el emperador y sus
aliados recuperaran su confianza. Sin embargo, no aproximó un ápice los ejércitos
imperiales a los Países Bajos. Finalmente, en octubre de 1634 el conde de Oñate consiguió
que el emperador estampara su firma en un tratado ofensivo y defensivo contra los
holandeses. Pero más difícil era conseguir su participación activa en la guerra. Cuando
Francia intervino en 1635, abriendo un nuevo frente en los Países Bajos, las peticiones
españolas de ayuda al Imperio y a los alemanes se hicieron más insistentes. 51 Pero aparte
47
Véase Manuel Fraga Iribarne, Don Diego de Saavedra y Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid,
1956.
48
Sobre los planes para una colaboración militar entre las dos ramas de los Habsburgo, véanse Chudoba,
Spain and the Empire, p. 259; Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 451-453, 465-466.
49
Marañón, El conde-duque de Olivares, pp. 80-82.
50
Véanse A. Van der Essen, Le Cardinal-Infant et la politique européenne de l’Espagne (1609-1634), I,
Bruselas, 1944, y «Le role du Cardinal-Infant dans la politique espagnole du XVIIe siécle», Revista de la
Universidad de Madrid, III (1954), pp. 357-383.
51
El cardenal-infante a Castañeda, 24 de agosto de 1637, Lonchay, Correspondance, VI, p. 399.
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El coste de la guerra
Para los asuntos financieros, Felipe IV contaba con el más profesional de todos sus
consejos, el Consejo de Hacienda. Creado en 1523, reorganizado en 1593 y reformado en
1621, estaba formado ahora por un presidente, 6 consejeros, un fiscal y un secretario. 54
Generalmente, el presidente era un administrador profesional más que un miembro de la
alta nobleza y entre los consejeros había burócratas, miembros de la pequeña nobleza y
banqueros. Su principal función era administrar las rentas reales, ya fuera arrendándolas o
controlándolas desde el gobierno. Los ingresos así conseguidos servían para pagar a los
juristas (propietarios de títulos de deuda del Estado, los juros) y para ofrecer garantías a los
banqueros por sus asientos (contratos para el pago efectivo de los gastos en el interior o en
el extranjero). El Consejo de Hacienda utilizaba a un número muy reducido de sus oficiales
para la recaudación de los ingresos. 55 Las sisas (impuestos indirectos) y subsidios
concedidos por las Cortes eran recaudados por las autoridades locales; la alcabala era un
impuesto de composición que pagaban las localidades y en cuanto a los derechos de
aduanas e impuestos sobre la lana, el tabaco y otros generalmente se arrendaban, utilizando
los arrendatarios su propio personal, para luego pagar el producto directamente a los
propietarios de juros asignados al ingreso en cuestión. Aunque los costes administrativos
eran aparentemente escasos, de hecho el sistema era caro para el erario público y opresivo
para el contribuyente. Los arrendatarios, la mayor parte de los cuales eran hombres de
negocios de Vizcaya o Portugal y, muchas veces, judíos, abrumaban a los contribuyentes
52
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 1.643-1.683.
53
Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», pp. 350-352.
54
Véanse Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 176-180; Elliott, El conde-duque de
Olivares, pp. 89-91, 95-97, 106-107. Carmen Sanz Ayán, «La figura de los arrendadores de rentas en la
segunda mitad del siglo XVII. La renta de las lanas y sus arrendadores», Hispania, 47, 165 (1987), pp. 203-
224.
55
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 176-180.
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56
Para un intento de estimar el nivel de la fiscalidad, véase ibid., pp. 180-185
57
Rafael de Lera García, «Venta de oficios en la Inquisición de Granada (1629-1644)», Hispania, 48, 170
(1988), pp. 909-962.
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deseo de venganza no fue el único móvil de los ataques de Olivares contra la corrupción,
sino que sus reformas constituían un intento decidido de poner freno tanto a los gastos de
la administración como de la población en general. Tenía que comenzar por el rey, que
consideraba el erario público como un patrimonio privado y que, para desesperación de sus
oficiales, lo distribuía con liberalidad a una sucesión incesante de indigentes, nobles,
huérfanos, viudas, antiguos soldados y otros postulantes que pululaban por la corte,
algunos merecedores de su prodigalidad, pero no así la mayor parte de ellos. Olivares
insistía en la necesidad de poner freno a la concesión de mercedes y, de hecho, mientras
conservó su influencia fueron racionadas estrictamente y muchas de las ya concedidas
revocadas. Sólo en los últimos decenios del reinado el débil e irresponsable monarca
levantó las restricciones impuestas por su antiguo ministro e hizo enormes concesiones a
los postulantes, derrochando un tesoro que no estaba en condiciones de sufragarlas.
La casa real era otro de los problemas. Durante los reinados de Carlos V y Felipe II
su mantenimiento costaba a los contribuyentes de Castilla aproximadamente un millón de
ducados al año, en torno al 10 por 100 del presupuesto. Bajo Felipe III esa suma había
aumentado hasta 1.300.000 ducados y las Cortes exigían que se redujera. A instancias de
Olivares, Felipe IV comenzó a reducir los gastos de su casa real, limitando el número de
cortesanos y oficiales, recortando sus salarios, poniendo fin a otros ingresos extravagantes
a los que tenían derecho y, en general, ahorrando dinero. La casa real así «reducida» seguía
siendo ingente, pero cuando menos se había dado el primer paso y se había sentado un
ejemplo. En 1626, dos años después de haber aplicado esas medidas, el rey escribió:
He reformado dos veces mi real casa, y aunque mis servidores son más
numerosos que antes, para pagarles no tengo otra moneda que los honores, y no han
recibido paga pecuniaria. En lo que respecta a mis gastos personales, la moderación de
mi atuendo y mis raros festejos prueban cuan modestos son, y no gasto dinero
voluntariamente en mí mismo, pues trato de dar a mis vasallos un ejemplo para que
58
eviten la vana ostentación.
Hay una cierta exageración en estas afirmaciones, pero si damos crédito a los
registros financieros es cierto que Felipe IV volvió a situar el gasto de la casa real en los
niveles del siglo XVI. 59
58
Citado en Hume, The Court of Philip IV, p. 35; véanse también pp. 131-132, 137-140.
59
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, p. 179.
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60
Hume, The Court of Philip IV, pp. 131-132, 137-140.
61
Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 132-143.
62
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 12-13.
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63
Citado ibid., p. 14.
64
Citado ibid., p. 21
65
Ibid., p. 31
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deseaban realizar una reforma financiera, pues consideraban el tesoro como un simple
instrumento para hacer frente a los costes de la defensa. Los últimos años del decenio de
1620 fueron difíciles para Castilla, con un repunte de la inflación que deterioró aún más el
nivel de vida de la sufrida población, que vivía en difíciles condiciones desde hacía mucho
tiempo. La inflación se vio agravada por las malas cosechas y por la escasez de productos
importados provocada por el cierre parcial de las fronteras en tiempo de guerra. Pero, de
hecho, había sido desencadenada por la masiva acuñación de vellón desde los inicios del
reinado. Entre 1621 y 1626, la corona acuñó 19,7 millones de ducados de vellón, lo que le
reportó un beneficio de 13 millones de ducados. El premio de la plata aumentó
vertiginosamente, del 4 por 100 en 1620 al 50 por 100 en 1626. 66 También el tesoro real
fue víctima de este desorden monetario. En un determinado momento durante la guerra
tuvo que garantizar a los Fugger 180.000 ducados en vellón para que hicieran un pago de
80.000 ducados en plata en Alemania. «¿Cómo haré para rescatar a mis azotados reinos de
la opresión del vellón?», preguntó Felipe IV al Consejo de Hacienda. 67 Una posible
respuesta era no llevando a cabo nuevas emisiones. La acuñación de vellón se suspendió
por un decreto de 8 de mayo de 1626 y el 7 de agosto de 1628 la corona redujo el valor
nominal del vellón en un 50 por 100. 68 Esta brutal medida deflacionista —que la corona
prometió que era su actuación definitiva respecto del vellón— redujo el premio sobre la
plata, aunque con un enorme coste para los poseedores de vellón, a quienes no se
compensó y cuyas pérdidas se pueden calcular en unos 14 millones de ducados. Pero la
medida sirvió para aliviar la situación del tesoro al reducir el premio que tenía que pagar a
los banqueros por la plata. Y, junto con la suspensión de pagos del año anterior, podía
haber sido el punto de partida de una nueva política financiera. En 1627 las flotas de Indias
regresaron con un volumen importante de metales preciosos y, por otra parte, la guerra se
había interrumpido en todos los frentes, en Inglaterra, en los Países Bajos y en Alemania.
Fue ese momento el que eligió Olivares para pasar a la ofensiva e inició una guerra
agresiva y, a la postre, infructuosa en Mantua, la única guerra que perturbó la conciencia
de Felipe IV. Los elevados costes de la guerra de Italia coincidieron (1628) con la pérdida
de la flota de Nueva España, cargada de tesoros, en la bahía de Matanzas. La flota de
Tierra Firme reportó tan sólo 800.000 ducados a la corona, que obtuvo un préstamo
forzoso de un millón de ducados de las consignaciones de plata para los inversores
privados. Para completar los asientos de 1629, Olivares tuvo que recurrir a los financieros
portugueses y convencerles de que aceptaran el 15 por 100 de interés en lugar del 24-30
por 100, tasa habitual en ese momento. Esa medida fue acompañada de otras de menor
fuste, como la venta de hidalguías, de jurisdicción señorial y de cargos municipales, en el
intento de hacer frente a los costes de la defensa para 1629-1630. En definitiva, durante el
período 1627-1634 no hubo reforma financiera alguna, sino tan sólo mayor
irresponsabilidad en medio de la búsqueda frenética de nuevas fuentes de ingresos por
parte de la corona. 69
Los años 1629-1631 fueron años de profunda depresión en España. 70 La crisis
agraria, producida por la combinación clásica de sequía, hambre y malnutrición, elevó las
tasas de mortalidad e indujo a numerosos habitantes de la zona central de Castilla a emigrar
66
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 80-81, 96; Domínguez Ortiz, Política
y hacienda de Felipe IV, pp. 256, 276, n. 16.
67
Citado ibid., p. 38.
68
.Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 83.
69
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 40-49, 359-364, 388-389.
70
Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 408-412.
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hacia el sur para buscar sustento en Andalucía. 71 Aumentaron los precios del pan y se
hicieron necesarias nuevas importaciones de cereales, para lo cual hacía falta plata. El
gobierno oscilaba entre la fijación de unos precios máximos y la liberalización total del
mercado, sin aumentar de manera notable el suministro para los necesitados. «Los
remedios» habituales para la recuperación de la agricultura, la ganadería y la industria, así
como la ayuda a los pobres, fueron tenías de legislación y discusión, pero en todos los
casos chocaron con el muro de la inercia, de la indiferencia, la penuria y la guerra. Y los
recursos del imperio brillaban por su ausencia cuando más se necesitaban. La captura de la
flota cargada de plata a manos de Piet Heyn en 1628 privó al comercio de las Indias de los
ingresos de casi un año entero y la subsiguiente confiscación, decretada por la corona, de
un millón de ducados correspondiente a las remesas de particulares en los galeones de
1629 no contribuyó en modo alguno a restablecer la confianza, revitalizar las inversiones y
poner fin a la recesión que sufría el mundo hispánico. Olivares no pudo contar con un
milagro económico.
Cuando en 1632 la guerra cobró un nuevo impulso en el norte de Europa, Olivares
dirigió una vez más su mirada aterrada hacia los contribuyentes de España y, como de
costumbre, se posó sobre Castilla. 72 Las Cortes, que ya habían mantenido una sesión
particularmente larga en 1623-1629, fueron convocadas de nuevo en febrero de 1632. Se
les pidió que votaran un subsidio trienal de 9 millones de ducados y se les dio 10 días de
plazo para tomar una decisión. Como cabía esperar, las Cortes se mostraron renuentes,
haciendo notar el desastroso estado del país, la multitud de impuestos, los efectos
perniciosos del envilecimiento de la moneda, la venta forzosa de cargos e hidalguías a las
ciudades, que se veían obligadas a pagarlas con los fondos municipales al quedar vacantes,
y a todo ello añadieron sus advertencias habituales respecto a la despoblación y la
indigencia del campo, concluyendo que «quedaron los pueblos mas para ser aliviados de
trabajos que para acudir al socorro de otros Reynos». 73 Entonces comenzaron las
intimidaciones. El monarca advirtió a las Cortes que el Consejo de Hacienda le había
aconsejado que enviara de vuelta a aquellos representantes que no obedecieran y Olivares
intentó impresionar a los procuradores afirmando —no sin cierta exageración— que los
gastos ascendían a más de 18 millones de escudos. Tampoco faltó el habitual comercio de
pensiones y honores. Finalmente, las Cortes votaron 2,5 millones de ducados para un
período de seis años, a razón de 416.666 ducados al año, que se recaudarían mediante
nuevos impuestos sobre el azúcar, el papel, el chocolate, el pescado y el tabaco. Asimismo,
se duplicó el subsidio regular de los millones a 4 millones de ducados anuales mediante
una elevación de los impuestos sobre los productos alimentarios básicos, lo que sirvió para
depauperar aún más el nivel de vida de los pobres.
La expedición del cardenal-infante Fernando a Alemania y los Países Bajos en
1634 fue una gran empresa financiera y en esta ocasión fue necesario recurrir a los ingresos
eclesiásticos. Los costes de la campaña se cubrieron con los numerosos beneficios
eclesiásticos del cardenal-infante, particularmente la rica sede de Toledo y las abadías
portuguesas de Tomar y Crato, mediante la venta de jurisdicción señorial y de cargos
municipales, y a través de la venta a los financieros de una parte de los futuros ingresos de
los millones. Pero la victoria de Nórdlingen, preludio de la intervención francesa en la
guerra, solamente produjo una nueva pesadilla financiera. En el curso del año 1634,
Olivares trabajó frenéticamente con el Consejo de Hacienda y la Junta de Medios para
71
Ángel García Sanz, Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja. Economía v sociedad en
tierras de Segovia, 1500-1814, Madrid, 1977, pp. 82-83; Pérez Moreda, La crisis de mortalidad en la España
interior, pp. 111, 299-300, 459
72
Ciertamente, intentaba también, sin éxito, aumentar la contribución de Cataluña; véase infra,pp. 127-130.
73
Sobre las deliberaciones de estas Cortes, véase Actas de las Cortes de Castilla, XLIX.
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encontrar recursos para el año siguiente. Un decreto del 23 de septiembre fijó los gastos de
1635 en 7.256.000 escudos: 5.656.000 para los Países Bajos, 600.000 para Alemania,
500.000 para el norte de Italia, y el resto para España. Este fue uno de los mayores
presupuestos de defensa de los Austrias. Olivares y sus consejeros eran conscientes de la
imposibilidad de que los banqueros aportaran esa suma y decidieron negociar la obtención
de 5 millones de escudos, intentando otras medidas para cubrir la cantidad restante. Pero el
monarca rechazó indignado esas recomendaciones: «No sé cómo podéis proponer esto sin
ofender al Consejo de Estado, y lo que es más, a mi resolución ... Ordeno que se trabaje en
vencer este negocio a fuerza de trabajo, de intereses y prerrogativas». 74 Ordenó a todos los
altos cargos que compraran juros y se dieron instrucciones a los oficiales locales para que
promovieran una campaña de ventas similar en las zonas de su jurisdicción. Al mismo
tiempo, se obligó a los extranjeros a pagar al tesoro la mitad de los intereses de los juros
que poseían y, olvidando su promesa de 1628, el rey ordenó una nueva alteración de la
moneda en marzo de 1636. 75 Esta medida inauguró un período de confusión financiera. A
partir de 1635, Castilla entró en un período de guerra total y su economía se vio sometida a
unas presiones sin precedentes por la necesidad de hacer frente a los gastos de defensa. Los
planificadores financieros dejaron de planificar, limitándose a reaccionar de forma
desesperada ante las circunstancias que se presentaban, improvisando continuamente y
dirigiendo su mirada cada vez con mayor frecuencia a los indefensos contribuyentes
castellanos. El pueblo se dirigía en vano a su rey para que aliviara sus cargas y, por otra
parte, tampoco podían esperar protección de sus representantes.
74
Citado en Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, p. 48.
75
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, p. 84.
76
Manuel Danvila y Collado, El poder civil en España, 6 vols., Madrid, 1885-1887, VI, pp. 67, 76-77.
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favorecidas a expensas de las que no lo estaban. Una de las concesiones que obtuvieron las
Cortes al conceder por primera vez los millones en 1590 fue un porcentaje del impuesto
para los procuradores y sus concejos municipales. Los generosos viáticos que pagaba la
corona durante las sesiones y las recompensas que ofrecía a cambio del voto hacían aún
más atractiva la representación en Cortes. Por todas estas razones, en los debates sobre los
subsidios no se dejaba oír la voz de los intereses populares, sino la preocupación de los
procuradores por la cuota que podían obtener para ellos y sus familias.
En el reinado de Felipe IV, cuando prácticamente todo parecía estar en venta,
también se podían comprar los escaños en las Cortes. Así, en 1625 Galicia compró la
representación en Cortes y lo mismo hizo Palencia en las postrimerías del reinado. En
1639, Jerez intentó comprar su representación por una suma de 85.000 ducados, para
liberarse del dominio que sobre ella ejercía Sevilla. Los cínicos argumentos utilizados por
el Consejo de Hacienda contra esa solicitud de ingreso constituyen un interesante análisis
del papel de las Cortes. Admitir a Jerez, señalaba el Consejo, sólo serviría para añadir
problemas y gastos al gobierno, que tendría que contar con una ciudad más a la hora de
conseguir una mayoría de los votos y con dos procuradores más a quienes otorgar
concesiones y honores. Para obtener 85.000 ducados, los magistrados municipales de Jerez,
que serían los únicos en salir beneficiados de la representación en Cortes, tendrían que
imponer contribuciones al conjunto de la población, que no conseguiría beneficio alguno.
Por otra parte, Jerez estaba atrasada en el pago de los impuestos ordinarios y era muy
improbable que pudiera recaudar la suma ofrecida. 77 Finalmente, el rey aceptó la solicitud
a condición de que el dinero lo aportaran los 24 magistrados municipales y no los
ciudadanos con sus contribuciones. En ese momento, la solicitud fue retirada.
La razón de ser de las Cortes de Castilla no era la elaboración de leyes, prerrogativa
exclusiva de la corona, sino la de votar impuestos. 78 Por lo que respecta a la fiscalidad, la
soberanía de la corona estaba limitada por el principio básico, establecido en los inicios del
siglo XIV, de que no se podían introducir nuevos impuestos sin el consentimiento de las
Cortes. Durante la mayor parte del siglo XVI, las fuentes ordinarias de ingresos —los
impuestos existentes, las rentas eclesiásticas y las remesas de las Indias— permitieron a la
corona atender sus gastos sin necesidad de acudir con frecuencia a las Cortes en busca de
subsidios extraordinarios. Pero el aumento de los gastos de defensa durante los reinados de
Felipe III y Felipe IV obligó a estos monarcas a recurrir frecuentemente a las Cortes para
obtener nuevos impuestos. Felipe III convocó las Cortes en seis ocasiones y Felipe IV en
ocho, pero en una de ellas la sesión se prolongó durante seis años (1623-1629). La
convocatoria de las Cortes corría a cargo del rey. No existía una normativa general que
regulara la elección de los procuradores y el sistema variaba de una ciudad a otra. En
algunas se realizaban elecciones y en otras se designaban por rotación o por sorteo. El
monarca español no solía acudir personalmente a las Cortes, sino que estaba representado
77
Consulta del Consejo de Hacienda, 21 de julio de 1639, en Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe
IV, Apéndice XII, p. 372. Véase también del mismo autor «Concesiones de votos en Cortes a ciudades
castellanas en el siglo XVII», Anuario de Historia del Derecho Español, XXX (1961), pp. 175-186.
78
Sobre las Cortes de Castilla, véanse Manuel Colmeiro, Introducción a las Cortes de los antiguos reinos de
León y de Castilla, 2 vols., Madrid, 1888; Danvila, El poder civil en España, VI; y la serie de artículos de
Danvila, fundamentalmente documentación, sobre las Cortes de Castilla en el reinado de Felipe IV, en
Boletín de la Real Academia de la Historia, XV (1889), pp. 385-433, 497-542; XVI (1890), pp. 69-164, 228-
290; XVII (1890), pp. 273-321. Son de gran utilidad como material básico. La historia moderna de las Cortes
ha sido prácticamente escrita de nuevo en una serie de artículos fundamentales: Charles Jago, «Habsburg
Absolutism and the Cortes of Castile», The American Historical Review, 86, 2 (1981), pp. 307-326; I. A. A.
Thompson, «Crown and Cortes in Castile, 1590-1665», Parliaments, Estates and Representation, 2 (1982),
pp. 29-45, y «The End of the Cortes of Castile», Parliaments, Estates and Representation, 4 (1984), pp. 125-
133; véase también Stradling, Philip IV, pp. 135-137
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por un ministro, que inauguraba la sesión con un discurso desde el trono, la Proposición, en
el curso del cual apuntaba las razones por las que se habían convocado las Cortes,
particularmente el estado de la hacienda y sus nuevas necesidades, y exhortaba a los
procuradores a cumplir con su obligación. Después de analizar ese discurso y si las
deliberaciones se desarrollaban sin sobresaltos, los procuradores acordaban la suma que se
iba a conceder, indicaban los impuestos mediante los cuales se iba a recaudar e imponían
como condición que el dinero se empleara en el gasto para el que había sido solicitado.
Durante el reinado de Felipe III, las Cortes consiguieron limitar un tanto las prerrogativas
reales. Lerma hizo concesiones que permitieron a los procuradores especificar el uso al que
se destinarían los millones —la defensa costera y marítima, la burocracia y la casa real— y
para ese propósito establecieron una comisión de millones, controlada por las Cortes e
independiente del Consejo de Hacienda. Las Cortes tenían, pues, un cierto poder en cuanto
a la asignación de los recursos, aunque eso no les garantizaba el control financiero; la
votación de subsidios era anterior todavía a la reparación de los agravios. Ese poder
tampoco las convertía en una oposición constitucional, porque estaban divididas en un
número excesivo de facciones rivales, que actuaban movidas por demasiados intereses
privados y estaban excesivamente manipuladas por el gobierno como para que pudieran
formar grupos políticos.
Estos poderes específicos, bien que limitados, junto con las necesidades de la
corona, daban a las Cortes una cierta capacidad negociadora que en ocasiones utilizaban
ventajosamente. Rechazaban especialmente la política monetaria de la corona e hicieron
más de un intento por detener la adulteración de la moneda. Por ejemplo, en 1608
consiguieron, como condición de la concesión de los millones por valor de 2,5 millones de
ducados anuales durante nueve años, la promesa del monarca de no emitir nueva moneda
de vellón bajo ninguna circunstancia durante los 20 años siguientes. 79 Pero en 1617, y ante
el enorme déficit presupuestario, liberaron al rey de su promesa y aceptaron la emisión de
vellón, que rindió a la corona un beneficio de un millón de ducados. 80 A partir de entonces,
Felipe III continuó aplicando medidas inflacionarias sin consultar a las Cortes en todos los
casos y Felipe IV emitió moneda de vellón sin que en ningún caso pidiera su parecer,
aunque ocasionalmente consultó a las Cortes en relación a algunas de las consecuencias de
sus medidas. En abril de 1628, los procuradores votaron la celebración de 500 misas para
«ilustración de su inteligencia» al estudiar la reforma del vellón. 81 Las Cortes tenían más
fuerza cuando una medida financiera concreta exigía la cooperación positiva de la
población. En 1622, el gobierno, que buscaba desesperadamente nuevas fuentes de
ingresos, estableció la Junta Grande, que formuló el proyecto de establecer un sistema de
bancos, capitalizados mediante préstamos forzosos de la población, variables según los
ingresos. Estos bancos tomarían préstamos al 3 por 100 y los darían a un interés del 5 por
100. La junta propuso, además, sustituir los millones por un sistema nuevo de
contribuciones para la defensa nacional.82 La primera propuesta encontró la oposición
declarada de las Cortes y de las ciudades a las que representaban, porque las contribuciones
serían obligatorias y de incidencia desigual. En cuanto a los millones, eran muchos los
grupos oligárquicos urbanos que tenían un interés en ese impuesto y argumentaron que las
Cortes eran el lugar adecuado para debatir la cuestión. En definitiva, las propuestas de la
Junta Grande tuvieron que ser olvidadas.
79
Actas, XXIV, pp. 637-639.
80
Actas, XXX, pp. 109-119; XXXI, pp. 191-193, 196-201.
81
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, p. 83, n. 3.
82
Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 140-143.
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Actas, XL, passim; este no era un procedimiento nuevo sino el retorno a las prácticas del siglo XVI; véase
A. W. Lovett, Philip II and Mateo Vázquez de Leca: The Government of Spain (1572-1592), Ginebra, 1977,
p. 104.
84
Actas, XLII, passim.
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recaerían sobre los grupos privilegiados e improductivos, fueron suprimidos y las Cortes se
limitaron a aprobar los millones, por un valor de dos millones de ducados anuales durante
seis años. El impuesto gravaría los bienes de consumo de primera necesidad. Entre las
condiciones que se pusieron para esta concesión figuraba la de que la corona no impondría
impuestos extraordinarios sin contar con las Cortes. Aunque el rey la aceptó, sus ministros
no tardaron en encontrar la forma de ignorarla. En cuanto al intento de las ciudades de
reservarse la ratificación del voto de los subsidios, no sobrevivió a las Cortes de 1623-
1629. La corona rechazó este procedimiento e insistió en que los procuradores debían tener
pleno derecho de voto. De hecho, este incidente sólo sirvió para resaltar dos características
de las Cortes de Castilla: que prevalecían en ella los intereses de clase y que su función era
limitada.
Cuando Felipe IV convocó las Cortes en 1632, insistió en que las ciudades dieran a
los procuradores plenos poderes, para que así pudieran establecer acuerdos directamente
con la corona. Así ocurrió y durante el resto del decenio y durante la década siguiente
votaron nuevos subsidios que se sumaron a los millones tradicionales. Además, al quedar
alejados del control inmediato de sus ciudades, permitieron que la corona controlara la
administración de los millones. Las Cortes volvieron a la carga en los últimos años del
decenio de 1640 y desafiaron a la corona tanto respecto de la cuantía de los millones como
del derecho a administrarlos. Pero mediante una serie de decretos publicados durante la
década de 1650, el rey pudo sustraer los millones al control municipal y en 1658 consiguió
finalmente que la comisión de millones pasara a depender del Consejo de Hacienda. 85
¿Cómo puede explicarse la sumisión de las Cortes? La razón fundamental era que
no poseían poder legislativo, lo cual reducía su fuerza en el momento de la negociación y
les impedía insistir en la reparación de los agravios antes de la concesión de subsidios.
Además, las Cortes estaban sometidas a diversos tipos de presión por parte del gobierno,
presión que iba desde la celebración de sesiones extraordinariamente prolongadas hasta la
corrupción pura y simple. Los procuradores no obtenían un salario de las ciudades a las
que representaban, pero recibían del gobierno emolumentos de uno u otro tipo. Sus gastos
eran sufragados con una parte de los subsidios que votaban y, además, pasaban una gran
parte del tiempo en Madrid negociando cargos, pensiones y honores para ellos y para sus
parientes, que en casi todos los casos conseguían si cooperaban con la corona. Lerma fue el
primero en utilizar abiertamente el soborno y la corrupción, mientras que Olivares y su
sucesor, Luis de Haro, recurrieron a una mezcla de adulación e intimidación. Por si todo
esto fuera poco, las Cortes tenían que admitir que asistieran a sus sesiones los más altos
cargos de la corona, como el presidente del Consejo de Hacienda y los validos Lerma y
Olivares. 86
Sin embargo, estos factores no explican totalmente la cooperación de las Cortes de
Castilla con la corona. Su subordinación era más aparente que real y ocultaba un cierto
grado de interés personal. Eran generosas, sin duda, pero tendían a manifestar esa
generosidad a expensas de otros sectores de la sociedad distintos de los que estaban
representados en su seno. Las ciudades de Castilla estaban dominadas por oligarquías
aristocráticas, más concretamente, su gobierno y su economía estaban en manos de la
nobleza media y baja, que obtenía allí el poder que no podía aspirar a conseguir en el
centro. Esos grupos oligárquicos estaban estratégicamente situados para defender sus
propiedades e intereses ya que muchos impuestos, desde luego todos los que eran votados
por las Cortes, eran administrados por los municipios. Y a través de los procuradores a los
que enviaban a las Cortes podían influir en la incidencia efectiva de la fiscalidad. En el
85
Jago, «Habsburg Absolutism and Cortes of Castile», pp. 323-325.
86
Cánovas, Estudios, I, pp. 125-133; Marañón, El conde-duque de Olivares, p. 333.
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siglo XVI, las oligarquías de las ciudades más grandes habían insistido en ponerse de
acuerdo para el pago de la alcabala, uno de los impuestos más importantes de Castilla, por
una cantidad fija anual. La razón que aducían para justificar esa medida era que en un
período inflacionista, con un comercio y unos beneficios en expansión, era conveniente
estabilizar un impuesto sobre las rentas en una cantidad fija, particularmente porque este
era uno de los pocos impuestos de cuyo pago no estaba exenta la nobleza. Posteriormente,
para compensar a la corona por las pérdidas respecto de la alcabala, las Cortes autorizaron
una serie de subsidios, conocidos como servicios ordinarios y extraordinarios, que sólo
pagaban los pecheros. 87 La nobleza hizo arbitrariamente que la carga fiscal recayera sobre
otros. Como el número de pecheros era relativamente escaso en el norte de España, región
en la que abundaban los hidalgos, el norte sufrió, de hecho, una sobrecarga fiscal con
respecto al centro y el sur, con la consiguiente penuria económica. Las dificultades en que
se vieron algunas regiones para satisfacer la cuota que les correspondía determinaron que
también este impuesto se estabilizara en una cantidad fija, que desde 1591 era de 405.000
ducados al año. En consecuencia, al igual que la alcabala, el rendimiento que suponía para
la corona no aumentó al ritmo de la inflación. Ello determinó que se complementara con
otros subsidios, conocidos como los servicios de millones, votados por vez primera por las
Cortes en los últimos años del reinado de Felipe II. Tenían que permitir recaudar dos
millones de ducados al año, mediante el gravamen de las cuatro especies, es decir el vino,
la carne, el aceite y el vinagre. Estos subsidios fueron renovados generosamente durante
los reinados de Felipe III y Felipe IV y bajo la presión de la corona tendieron a aumentar y
a afectar a un número creciente de artículos. En 1626, las Cortes aumentaron el subsidio de
millones de dos a cuatro millones de ducados al año, decretándose para ello nuevos
impuestos sobre el papel, la sal y las anclas de los barcos. En 1632, concedieron un
subsidio adicional de 2,5 millones de ducados cada seis años; y de vez en cuando se
votaban subsidios temporales para hacer frente a determinadas partidas del gasto y con
cargo a diferentes artículos de consumo.
La nobleza no estaba exenta del pago de los millones: en la concesión de 1611 se
declaraba explícitamente que no había exenciones. ¿Significaba esto un cambio de política
fiscal por parte de las Cortes? De hecho, este cambio era más aparente que real. En primer
lugar, los impuestos sobre los productos alimentarios esenciales no suponían una carga tan
pesada para los sectores pudientes representados en las Cortes como para las masas de los
trabajadores pobres. Los millones, sumados a la alcabala y a los impuestos indirectos
locales, suponían una carga insoportable para la agricultura y para los campesinos. En
segundo lugar, en un período en que los oficiales financieros de la corona veían con malos
ojos los privilegios fiscales, parecía lógico que la nobleza eligiera el mal menor, un
impuesto sobre las ventas antes que un impuesto sobre la propiedad. Esto fue precisamente
lo que hicieron las Cortes cuando, como hemos visto, rechazaron las propuestas de la
corona relativas a nuevos impuestos sobre los cargos públicos, las pensiones, los juros y
los censos —todos ellos de vital importancia para la nobleza media y baja— y prefirieron
renovar los millones. En tercer lugar, el control que ejercían sobre el gobierno local
permitía a la nobleza administrar los millones de manera que sus miembros pagaran lo
menos posible e incluso que en algunos casos obtuvieran algún beneficio, como ocurría
con los oficiales que controlaban el impuesto y con aquellos nobles que vendían en sus
casas productos no gravados procedentes de sus propiedades, en una forma respetable de
contrabando.
87
Sobre las concesiones de las Cortes, véanse Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 232-
280, y del mismo autor, «La desigualdad contributiva en Castilla durante el siglo XVII», Anuario de Historia
del Derecho Español, XXI-XXII (1951-1952), pp. 1.222-1.268.
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88
Thompson, «The End of the Cortes of Castile», pp. 130-133.
89
José Martínez Cardos, «Las Indias y las Cortes de Castilla durante los siglos XVI y XVII», Revista de
Indias, XVI (1956), pp. 207-265, 357-412.
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Capítulo V
La Unión de Armas
90
Chaunu, Séville et l’Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 1.797-1.848.
91
Conservación de Monarquías, p. 496.
92
Citado en Elliott, The Revolt of the Catalans, p. 192.
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Y la utilidad que se considera por mayor es la disposición para que las demás
provincias, de Aragón, Portugal, Navarra, Vizcaya y Guipúzcoa, que hasta ahora
siendo igualmente interesadas en la defensa y conservación de la monarquía han
estado libres de las cargas con que se ha tratado de ella, hagan otro tal socorro de
soldados, pues no les quedará razón de excusa, así por comprehenderles igualmente
los naturales que obligan a que concurran con igualdad en las cargas todos aquellos a
quien de ser común el beneficio, como porque en este género de socorros no tienen
fuero, ni leyes que lo exenten ni fuera justo que les aprovecharan, cuando los
93
tuvieren.
Pero esto corría el riesgo de quedar en simple aspiración a menos que el gobierno
central se decidiera a forzar la mano. Es cierto que las posesiones italianas contribuían a la
defensa imperial en Italia y probablemente soportaban la mayor carga después de Castilla.
Los Países Bajos contribuían menos, dados sus recursos, pero se hallaban en primera línea
de una guerra casi permanente. Por su parte, Navarra, Aragón y Valencia sólo aportaban
algunas sumas de forma ocasional, y en cuanto a Portugal y Cataluña se negaban en
redondo a contribuir a los gastos generales de defensa, como si no fuera de su incumbencia
lo que ocurría más allá de sus fronteras. 94 Pero la estructura constitucional del imperio
español y la diversidad jurídica que existía en su seno impedían al gobierno central
imponer contribuciones a los dominios periféricos mediante un procedimiento ejecutivo y
suscitaban la cuestión de la prerrogativa real frente a los privilegios regionales. Este es el
problema que heredó Olivares en 1621 y al que dedicó todo su talento febril y dinámico.
Tomó las ideas de uniformidad fiscal que se escuchaban desde hacía algún tiempo y las
incorporó a una teoría del imperio. A continuación, pasó el resto de su vida política
intentando hacer realidad la teoría.
El objetivo de Olivares era racionalizar la maquinaria imperial para convertirla en
un instrumento eficaz de defensa, pero eso sólo se podía conseguir unificando todos los
recursos humanos y económicos de la monarquía para utilizarlos donde y cuando fueran
necesarios. Para ello era necesario unificar el imperio y el obstáculo que lo impedía eran
las diferentes constituciones de las partes componentes. El requisito para un reclutamiento
y una fiscalidad uniformes era la existencia de un cuerpo legal uniforme, lo que,
inevitablemente, quería decir el cuerpo legal castellano. Pero las responsabilidades
producirían recompensas. A cambio de sus sacrificios constitucionales, las provincias
obtendrían los frutos del imperio —cargos y oportunidades— pero también sus cargas.
Estas ideas hacían de Olivares el defensor esforzado no de Castilla, sino de España, una
España nueva y unificada donde derechos y deberes fueran compartidos por igual. 95
Olivares expuso estas ideas en una instrucción secreta fechada el 25 de diciembre
de 1624, que presentó a Felipe IV en los primeros días de 1625. 96 El punto central de su
argumentación era la idea de unificación:
Tenga V.M. por el negocio más importante de su monarquía, el hacerse Rey
de España; quiero decir Señor, que no se contente V.M. con ser Rey de Portugal, de
Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo
mudado y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España, al estilo y leyes
93
Citado en González Patencia, La Junta de la Reformación, p. 406; Elliott, El conde-duque de Olivares, pp.
139-140, 205.
94
Véase Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 157-159.
95
Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 198-208.
96
Reproducida en J. H. Elliott y José F. de la Peña, Memoriales y cartas del Conde Duque de Olivares, 2
vols., Madrid, 1978-1980, I, pp. 49-100; véanse también Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 199-203, y
El conde-duque de Olivares, pp. 192-193 y 207-208.
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de Castilla sin ninguna diferencia, que si V.M. lo alcanza será el Príncipe más
poderoso del mundo.
Pero ¿cómo se conseguiría ese objetivo? Según Olivares, uno de los procedimientos
era poner en práctica la política de atraer a los no castellanos ofreciéndoles favores, cargos,
títulos y esposas en Castilla. Este era el método mejor, pero el más lento. También podía el
rey negociar con las diferentes provincias, pero tendría que hacerlo desde una posición de
fuerza, en un momento en que sus fuerzas armadas no estuvieran ocupadas en los frentes
del extranjero. Quedaba un «tercer camino». El rey podía ir personalmente a la provincia
en cuestión y provocar una rebelión, lo cual le daría pretexto para recurrir al ejército, a fin
de que restableciera la ley y el orden, y así tendría la oportunidad de reorganizar la
provincia en conformidad con las leyes de Castilla y actuando como en territorio
conquistado. Este método, aunque menos justificado que los otros, sería el más eficaz.
Parece que Olivares incluyó el «tercer camino» para que el rey tuviera una visión
completa de las diferentes opciones posibles, pero no porque él pensara que ese era el
curso de acción a seguir. No existen datos que indiquen que intentara en ningún momento
seguir esa vía, pero sí existen numerosas pruebas de que prefería los dos primeros
procedimientos de atracción y negociación, porque era consciente de las aspiraciones de
los no castellanos y de su disgusto por verse excluidos de los honores, cargos y privilegios,
y él siempre había afirmado que había que darles las mismas oportunidades que a los
castellanos.
No son estos los sentimientos de un nacionalista castellano a ultranza, sino que
suponen un concepto del imperio que trascendía el particularismo, ya fuera el de Castilla o
el de los demás reinos. Es cierto que en el curso de los años que siguieron a este memorial
Olivares no aplicó esas ideas de apertura en cuanto a la distribución de cargos, a no ser por
el nombramiento de un aragonés, Miguel Santos de San Pedro, para el puesto de presidente
del Consejo de Castilla. Pero la razón de su desconfianza podría hallarse en la dificultad de
sincronizar esa reforma con la existencia de signos de cooperación por parte de la periferia.
Con toda seguridad, su plan habría suscitado oposición en Castilla y tendría que haber sido
acompañado de una demostración inequívoca de que la periferia comenzaba a asumir sus
obligaciones. Pero, como hemos visto, eso era algo que Olivares no podía garantizar. Sin
embargo, en ningún momento compartió los prejuicios de que hacían gala la mayor parte
de los aristócratas castellanos, que miraban con desdén a los habitantes de las demás
regiones y que les consideraban como ciudadanos de segunda clase. Olivares no tenía
tiempo para una actitud de ese tipo y en 1632, en el curso de una reunión del Consejo de
Estado, recriminó a aquellos que discriminaban a los catalanes: «En decir españoles se
entiende que no hay diferencia de ésta a aquella nación de las que se comprenden en los
límites de España. Y lo mismo que de los catalanes se entiende cuanto a los
portugueses». 97
Como la asimilación era un proceso largo y no se consideraba seriamente el uso de
la fuerza, el memorial de 1624 quedó como un plan a largo plazo, que debía ponerse en
práctica de forma gradual, más que por métodos revolucionarios. Por lo que respecta a la
defensa inmediata del imperio y para remediar la situación de Castilla, Olivares tenía un
segundo plan, cuyo planteamiento era más pragmático. Era la llamada Unión de Armas,
que explicó al Consejo de Estado en un discurso de dos horas de duración que pronunció
en diciembre de 1625. 98 El objetivo de ese proyecto era conseguir un ejército de reservistas
de 140.000 hombres, reclutado y sufragado por las diferentes provincias en porcentajes
distintos, ejército que se utilizaría donde y cuando se produjera una situación de urgencia.
97
Citado en Elliott, The Revolt of the Catalans, p. 204.
98
Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 252-256.
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Cada uno aportaría según sus recursos y recibiría según sus necesidades. Los principios
que animaban el proyecto eran sumamente razonables y sus perspectivas prometedoras,
pues la cooperación militar y financiera podría ser un paso hacia la unificación política.
Pero lo cierto es que el plan chocaba con los derechos autónomos de las regiones. No
parecía probable que un decreto publicado en Madrid pudiera superar los obstáculos
constitucionales para conseguir dinero y tropas en Aragón, Valencia y Cataluña para ser
utilizadas fuera de esas provincias. Tal vez esos eran privilegios arcaicos, anacrónicos en
un Estado del siglo XVII, pero no podían ser ignorados. En el proceso hacia la unificación
no se podía seguir ningún atajo, sino tan sólo un camino largo y tortuoso, lleno de trampas
y obstáculos. Y, además, ¿qué era lo que Olivares podía ofrecer a las provincias al llegar al
final de ese camino?
Solamente una guerra interminable y una Castilla devastada, que no podían suscitar
atracción, sino rechazo.
Las regiones levantinas se prepararon para la batalla, movilizando sus reservas
legales y afilando sus armas constitucionales. Su primera línea de defensa eran las Cortes.
En enero de 1626, Felipe IV inauguró las Cortes de Aragón en Barbastro, Cortes que pese
a los esfuerzos de Olivares —que recurrió a una mezcla de intimidación y soborno—
mostraron una decidida oposición, y no habían hecho aún oferta alguna a la Unión de
Armas cuando en marzo el rey se trasladó a Monzón, donde había convocado las Cortes de
Valencia. También los valencianos se mostraron obstinados. Alegaron que el reino sufría
una gran pobreza como resultado de la expulsión de los moriscos y, como los aragoneses,
se negaron a suministrar tropas para que lucharan fuera de la provincia. Entonces, Olivares
rebajó sus peticiones, decretando la voluntariedad del servicio militar pero insistiendo
todavía en la entrega del dinero necesario para pagar a los hombres. Después de una serie
de largos y ásperos debates, las Cortes de Valencia aceptaron, finalmente, votar un
subsidio de 1.080.000 ducados, que fue aceptado por el rey considerándolo suficiente para
mantener a 1.000 soldados de infantería durante quince años, a razón de 72.000 ducados al
año. Finalmente, los aragoneses aceptaron unas condiciones similares, ofreciendo ya fuera
2.000 voluntarios pagados durante quince años o 144.000 ducados al año para mantener
ese número de hombres. 99
Más difícil iba a ser convencer a los catalanes, que ya habían tenido un
enfrentamiento con Felipe IV debido a su negativa a aceptar un virrey nombrado por
Madrid antes de que el monarca hubiera visitado Cataluña y hubiera realizado el juramento
tradicional de observar sus leyes. Para resolver este conflicto, el gobierno central había
tenido que dar marcha atrás en dos importantes cuestiones que había intentado imponer en
el reinado anterior, a propósito de la prohibición de llevar armas y de los «quintos» de
Barcelona. 100 Cuando el 28 de marzo de 1626, el rey inauguró en Barcelona las primeras
Cortes en 27 años, los catalanes no mostraban mayor disposición a cooperar. 101 Las Cortes
catalanas, a diferencia de las de Castilla, tenían poderes legislativos y consideraban que la
elaboración de las leyes era su primera función, siendo la segunda conseguir la reparación
de los agravios. Sólo después de haber obtenido satisfacción en ambas materias pasaban a
la tercera fase de sus deliberaciones, la concesión de subsidios, para la cual tenía que
existir unanimidad entre los tres estamentos de las Cortes y, por otra parte, eran
99
Danvila, El poder civil en España, III, pp. 59-76, para extractos de los debates en Monzón y Barbastro. Las
sumas votadas, ya de por sí reducidas, resultaron aún más recortadas como consecuencia de la resistencia que
se opuso a la recaudación.
100
Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 148-181; Eulogio Zudaire Huarte, El Conde-Duque y Cataluña,
Madrid, 1964, pp. 1-33; véase supra, pp. 71-75.
101
Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 215-247, y El conde-duque de Olivares, pp. 268-272. Zudaire
Huarte, El Conde-Duque y Cataluña, pp. 35-59.
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102
Citado por Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 230-231
103
Citado ibid., p. 237.
104
J. Nadal y E. Giralt, La population catalane de 1553 á 1717, París, 1960, pp. 40-41, 341-344; Vilar, La
Catalogne dans l’Espagne moderne, I, pp. 617-620, 630.
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quintos a todas las ciudades que votaran el subsidio solicitado y no plantear nuevas
exigencias al respecto hasta las próximas Cortes. Pero la situación no cambió en absoluto
después de varias semanas de debates, negociación e intentos de soborno. El 3 de mayo, las
Cortes se negaron a votar el subsidio en el curso de una sesión tumultuosa. 105 El rey salió
de Barcelona al día siguiente profundamente contrariado.
A su regreso a Castilla, Olivares declaró inaugurada la Unión de Armas, como si
fuera un hecho consumado y Castilla fuera a ser aliviada de sus cargas. Pero era un acto
propagandístico y nadie se dejó engañar. Castilla y sus posesiones continuaron soportando
el mayor peso de los gastos de defensa. A Perú se le asignó una cuota de 350.000 ducados,
a México de 250.000, sumas que se dedicarían a la defensa naval de la ruta transatlántica.
Así pues, las colonias, que ya soportaban una fuerte presión fiscal, también contribuyeron a
la Unión de Armas y, de hecho, su contribución se convirtió en un impuesto
permanente. 106 Pero Cataluña siguió resistiéndose, convirtiéndose, en su mismo
aislamiento, en un problema político y fiscal, problema que Olivares se había
comprometido a resolver. Olivares comenzó a incrementar la presión sobre el principado,
reforzando así el cada vez mayor resentimiento existente en Cataluña y el creciente
sentimiento anticatalán que experimentaba la clase dirigente castellana, y ello en un
momento, 1629-1632, en que la depresión comercial y la peste redujeron aún más su
capacidad fiscal. 107 Recurrió a procedimientos diversos. En primer lugar, intentó acabar
con la independencia del Consejo de Aragón, al que consideraba demasiado vinculado a
los intereses regionales. En febrero de 1628, el rey sustituyó el cargo de vicecanciller,
reservado hasta entonces a los naturales de la provincia levantina, por el de presidente, a la
manera de los restantes consejos, y nombró para el nuevo cargo al marqués de
Montesclaros, íntimo amigo de Olivares. El duque de Medina de las Torres, cuñado de
Olivares, pasó a ser tesorero general. Pero la figura clave del sistema de Olivares era
Jerónimo de Villanueva, un aragonés perteneciente a una dinastía burocrática de rancio
abolengo. En teoría, Villanueva era simplemente protonotario del Consejo de Aragón, un
oficial de la sección de la cancillería del Consejo, pero de hecho era para Olivares lo que
Olivares era para el rey, es decir, un valido. En 1626, comenzó a controlar el Consejo de
Aragón y sus relaciones con las provincias del este Peninsular. Además, fue designado
secretario del Consejo de Estado, miembro del Consejo de Guerra y de todas las juntas
importantes. Hombre poderoso, intolerante e implacable, con una aureola de heterodoxia
religiosa, Villanueva pretendía aliviar a Olivares de la carga cotidiana de los asuntos de las
provincias levantinas, de la misma forma que Olivares aliviaba al monarca de la carga del
imperio.
Entretanto, Cataluña, con Barcelona a la cabeza, se negaba obstinadamente a
cooperar. Olivares decidió entonces recurrir de nuevo a las Cortes catalanas. Es difícil
comprender qué es lo que esperaba conseguir. En lo concerniente a los fueros sólo había,
probablemente, dos formas de actuar: dejar las cosas como estaban o intervenir con rapidez
y energía. En cambio, era muy difícil que un debate prolongado permitiera alcanzar la
pacificación o una aportación económica. Sin embargo, en su segundo llamamiento a
Cataluña, Olivares estaba decidido a dar a las Cortes aún más tiempo para tomar una
decisión. El lugar del rey en Barcelona fue ocupado por su hermano, el cardenal-infante
Fernando, que actuaría simultáneamente como presidente de las Cortes y virrey de
Cataluña, y el conde de Oñate pasó a ser su consejero político. Pero los resultados no
fueron alentadores. Las deliberaciones de las Cortes fueron interrumpidas, mientras la
105
Carrera Pujal, Historia política y económica de Cataluña, I, p. 196.
106
Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», pp. 317-319.
107
Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 248-272.
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Historia de España John Lynch
La rebelión de Cataluña
108
Citado ibid., p. 282; véase también Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 437-440.
109
Domínguez Ortíz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 51 -60.
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110
Informe de Olivares al rey, marzo de 1640, en Cánovas, Estudios, I, p. 414.
111
Véase infra, pp. 140-142.
112
Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 356-361, 375-390; Zudaire Huarte, El Conde-Duque y Cataluña,
pp. 119-126.
113
Elliott, The Revolt of the Catalans, p. 333.
España, incluidas Aragón y Valencia, acudieron a rescatar la ciudad sitiada, pero una vez
más Cataluña estuvo ausente. Naturalmente, los catalanes invocaban sus constituciones,
que prohibían reclutar tropas para luchar fuera de sus fronteras. Pero ninguna potencia
podía librar guerra alguna sobre la base de esos principios, con una mano atada a la
espalda, imposibilitada siempre de prever un ataque o realizar una ofensiva. Sin embargo,
los catalanes no cedían y ahora la resistencia de Barcelona fue reforzada por la de una
revitalizada Diputació, que se presentó una vez más como defensora de las leyes y
libertades de la madre patria y que aprovechó las dificultades financieras de la corona para
adoptar una posición de mayor dureza.
Si las constituciones catalanas frustraban los intereses legítimos de defensa había
una base razonable para modificar las leyes. Esta era, en cualquier caso, la idea de Olivares
y de sus asesores. Cuando planificaron las operaciones militares de 1639 eligieron
deliberadamente Cataluña como escenario en el que desarrollar las operaciones contra
Francia, entre otras cosas, para obligar a Cataluña a contribuir al esfuerzo de guerra,
«viéndose interesada, que hasta ahora ha parecido que no lo está en lo universal de la
monarquía y ni de estos reinos». 114 Lo cierto es que la campaña arrojó escasos resultados
positivos tanto para Madrid como para Barcelona. Las operaciones militares se vieron
seriamente dificultadas por las constantes disputas respecto al reclutamiento y al pago de
las tropas en el principado y por las recriminaciones mutuas sobre las acusaciones
castellanas de que las tropas catalanas protagonizaban una deserción a gran escala. La
ineptitud militar aumentó aún más la confusión y Salces, después de haber sido perdido de
forma infantil, fue recuperado de manera extraña, con un elevado coste en vidas catalanas.
Sin embargo, lo cierto es que a consecuencia de esta campaña Cataluña había sido obligada
a reclutar tropas, estas habían acudido al frente y un ejército real de 9.000 hombres
permaneció acantonado en Cataluña durante el invierno como preparativo para la campaña
de primavera de 1640. Inevitablemente, el ejército infringió las constituciones, que
definían las obligaciones de los catalanes de otorgar alojamiento de tal forma que
resultaban insuficientes para el mantenimiento mínimo de las tropas. A su vez, esto
afectaba al comportamiento de la soldadesca, cuyos excesos no podía impedir el débil
virrey Santa Coloma ni podían ser tolerados por los exasperados catalanes.
A finales de febrero de 1640, Olivares había agotado la paciencia. «Que se ha de
mirar si la constitución dijo esto, o aquello, y el usaje, cuando se trata de la suprema ley,
que es la propia conservación de la provincia ... Los catalanes han menester ver más
mundo que Cataluña.» 115 Ordenó que se tomaran medidas más firmes respecto al
alojamiento y al pago de las tropas en Cataluña, así como para un nuevo reclutamiento. Un
miembro de la Diputació y dos miembros del consejo de la ciudad de Barcelona fueron
encarcelados y se hicieron preparativos para implicar a Cataluña inevitablemente en la
campaña de 1640. No había malicia alguna en la política del conde-duque, que lejos de
intentar provocar la rebelión de los catalanes, creía que eran leales.
También los catalanes consideraron que ya habían soportado bastante y,
repentinamente, en las primeras semanas de mayo de 1640 los resentimientos reprimidos
de los cuatro últimos decenios y la cólera que de forma más inmediata había producido la
presencia del ejército real estallaron en una rebelión abierta. Los campesinos de las zonas
occidentales de Gerona y La Selva atacaron a los tercios allí acantonados. La violencia fue
implacable, organizada y provocada por agitadores. A finales de mayo, fuerzas campesinas
habían penetrado en Barcelona. En junio se les unieron los segadors, trabajadores
temporales, que no tardaron en hacerse dueños de la ciudad. Los jueces reales fueron
114
Citado ibid., p. 361.
115
Olivares a Santa Coloma, 29 de febrero de 1640, ibid., pp. 400-401.
116
Olivares a Santa Coloma, 29 de febrero de 1640, ibid., pp. 400-401.
117
Ibid., pp. 431-432, 459-465; Zudaire Huarte, pp. 249-282.
118
José Sanabre, La acción de Francia en Cataluña en la pugna por la hegemonía de Europa (1640-1659),
Barcelona, 1956, pp. 91-94; Zudaire Huarte, El Conde-Duque y Cataluña, pp. 283-286, 299-300.
Olivares no era la de destruir las constituciones de Cataluña, sino «de otra ninguna cosa
más aquello que precisamente embaraza y se opone a su propio buen gobierno y justicia y
uniformidad con los demás miembros de la corona». 119 Castilla comenzó a movilizarse
trabajosamente y también Cataluña comenzó a supervisar sus defensas. La Diputació no
podía confiar solamente en el patriotismo, pues los catalanes no mostraban mejor
disposición a aceptar el servicio militar para defenderse contra Castilla que la que habían
mostrado para defenderse de Francia. Así, el 24 de septiembre la Diputació dirigió a París
una petición formal para conseguir la protección y ayuda militar de Francia. En octubre
firmó un acuerdo con ese país, por el cual permitía que barcos franceses utilizaran puertos
catalanes y se comprometía a pagar el mantenimiento de 3.000 soldados que Francia
enviaría a Cataluña. 120
Como señaló Olivares, España se enfrentaba a una segunda Holanda. Ahora se
mostraba desanimado y pesimista, convencido de que se trataba de una guerra en la que
nadie podía salir victorioso, «pues [no se puede] esperar buen suceso contra vassallos
propios, siendo la ganancia perdida». 121 Olivares encontraba grandes dificultades para
movilizar un ejército en Castilla y tuvo que recurrir a unos métodos que apenas habían
cambiado desde la Edad Media. Así, se ordenó que las milicias de las ciudades se pusieran
en pie de guerra, que los nobles armaran a sus vasallos y que los hidalgos y los caballeros
de las órdenes militares siguieran al rey a la guerra. 122 El resultado fue desalentador, pues
apenas llegaron al millar los aristócratas y los miembros de la pequeña nobleza que
respondieron al llamamiento, y fue igualmente difícil conseguir tropas. Cuando se organizó
finalmente un ejército de 20.000 hombres, parecía la mayor de las locuras confiar tan
preciado bien al mando del marqués de los Vélez, virrey electo de Cataluña, que carecía de
experiencia militar y que tenía escasas condiciones para el mando. Tortosa fue ocupada sin
gran oposición a finales de noviembre, pero el comportamiento del ejército en su avance
hacia Barcelona, en especial la masacre de prisioneros, reforzó la determinación de los
catalanes de seguir resistiendo. El 23 de enero de 1641, el principado se situó bajo la
jurisdicción del monarca de Francia a cambio de la protección militar francesa. Las fuerzas
conjuntas catalanofrancesas defendieron con éxito Barcelona ante el ejército de Castilla y
el incompetente marqués de los Vélez no tardó en ordenar la retirada. El retorno no se iba a
producir de forma inmediata.
Mientras España sufría un desmembramiento temporal como consecuencia de la
rebelión de Cataluña, los catalanes sufrían males aún mayores. Ahora, con cruel ironía,
habían alcanzado una especie de igualdad con Castilla: en los años posteriores a 1640
también ellos se convirtieron en víctimas de la guerra y también se vieron obligados a
soportar enormes gastos de defensa, así como la inflación monetaria, el estancamiento
económico, la peste, el hambre y, finalmente, la pérdida de un fértil territorio. 123
Recayeron sobre ellos las cargas del poder sin que obtuvieran al mismo tiempo ninguno de
sus frutos. Esta situación era peor que la que habían soportado anteriormente.
La actitud francesa en Cataluña estuvo dominada por consideraciones militares.
Ahora contaban con una base en España, que sería utilizada principalmente para penetrar
en Aragón y Valencia. Nombraron a un virrey francés y llenaron la administración de
119
Instrucciones de Olivares, 11 de agosto de 1640, en Elliott, The Revolt of the Catalans, pp. 497-498
120
Sanabre, La acción de Francia en Cataluña, pp. 103-106.
121
Citado en Elliott, The Revolt of the Catalans, p. 504.
122
Domínguez Ortiz, «La movilización de la nobleza castellana en 1640», Anuario de Historia del Derecho
Español, XXV (1955), pp. 799-823.
123
Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne, I, p. 633.
elementos fieles a Francia. Al mismo tiempo, insistieron en que los catalanes alojaran,
abastecieran y pagaran a las tropas francesas, que cada vez recordaban más a un ejército de
ocupación. 124 Cataluña pasó a ser simplemente uno de los varios escenarios franceses de
guerra. En 1642, con la conquista de Rosellón y la captura de Monzón y Lérida, fue un
escenario victorioso, pero en 1643-1644 los ejércitos de Felipe IV comenzaron a
contraatacar, recuperando Monzón y Lérida donde, en julio de 1644, el rey juró
solemnemente respetar las constituciones catalanas. Entre 1646 y 1648 los franceses fueron
neutralizados en Cataluña y perdieron su libertad de movimiento. Cuando la paz de
Westfalia les privó de la colaboración de sus aliados holandeses y la Fronda comenzó a
ocupar su atención en el interior del país, Cataluña dejó de ocupar un lugar importante en
los proyectos de los franceses.
Francia explotó a Cataluña tanto económica como militarmente. Los comerciantes
franceses saturaron el nuevo mercado de cereales y productos manufacturados y pronto se
hizo evidente que desde el punto de vista comercial el futuro de Cataluña era aún más
difícil con Francia que con Castilla. 125 A diferencia de los holandeses, los catalanes no
podían contar con un comercio colonial en el que cimentar un desarrollo independiente y
como no constituían amenaza alguna para el monopolio americano de Castilla su causa
despertaba poco interés en el escenario internacional. 126 El golpe definitivo para Cataluña
fue la gran peste de 1650-1654 que provocó una gran mortandad —cobrándose sólo en
Barcelona 36.000 víctimas— en una población que se hallaba ya en un estado de
desnutrición como consecuencia de la situación de guerra. 127
Sustituir el dominio de Felipe IV de España por el de Luis XIII de Francia no
resolvió ninguno de los problemas de Cataluña. Todas las quejas que expresaban antes los
catalanes contra Castilla las manifestaban ahora en contra de Francia, aunque en mayor
grado y con una mayor incomprensión por parte del gobierno absolutista de París. Las
divisiones internas, endémicas en el principado, se manifestaron una vez más y Cataluña se
dividió entre los partidarios de Francia y de España, entre el reducido número de quienes
obtuvieron cargos y oportunidades de los franceses y la gran masa de quienes rechazaban
las depredaciones de los ejércitos de Francia y el predominio de sus mercaderes. El
progresivo alejamiento de Cataluña con respecto a Francia ofreció a Felipe IV la
oportunidad de realizar un esfuerzo supremo para recuperar el principado y a mediados de
1651 el ejército español mandado por don Juan de Austria, hijo bastardo de Felipe IV,
avanzó sobre Barcelona e inició un prolongado asedio de la ciudad, mientras las fuerzas
navales establecían un bloqueo. Los franceses no pudieron liberar Barcelona, que se rindió
el 13 de octubre de 1652, aceptando la soberanía de Felipe IV y la figura de don Juan como
virrey, a cambio de la amnistía general y de la promesa del monarca de conservar las
constituciones catalanas. 128 Francia ocupaba todavía el Rosellón y continuó realizando
escaramuzas en la frontera, pero ahora su único objetivo era conseguir una posición
ventajosa de cara a las negociaciones de paz. Esa política dio sus frutos, pues por la paz de
los Pirineos (7 de noviembre de 1659) España —y Cataluña— perdieron el Rosellón y el
Conflent. Pero España había recuperado la lealtad de Cataluña y los catalanes podían
jactarse de haber preservado sus constituciones y privilegios. La clase dirigente catalana
124
Sanabre, La acción de Francia en Cataluña, p. 148.
125
E. Giralt, «La colonia mercantil francesa de Barcelona», Estudios de Historia Moderna, VI, Barcelona,
1956, pp. 217-278.
126
Sanabre, La acción de Francia en Cataluña, pp. 354-355.
127
Nadal y Giralt, La population catalane, pp. 42-44.
128
Sanabre, La acción de Francia en Cataluña, pp. 533-544; Regla, Els virreis de Catalunya, pp 142.
había aprendido varias lecciones. Para conservar su estatus y sus propiedades y para
garantizar la ley y el orden necesitaban contar con un gobierno soberano, pues su país no
poseía los recursos necesarios para la independencia y no deseaba ser un satélite de
Francia. Era de España de la que podía obtener las mejores condiciones.
Pero antes de descubrir eso habían provocado el derramamiento de sangre y las
privaciones de su pueblo y habían causado una profunda herida al resto de España. Se hace
difícil definir con precisión la importancia de la rebelión catalana en la crisis que afectó a
España a mediados de la centuria. También en Inglaterra hubo una guerra civil en el mismo
período y, sin embargo, el país salió de ella como una gran potencia militar. Un factor
fundamental en la crisis de España fue la depresión del comercio de las Indias a partir de
1629. 129 El colapso de las defensas marítimas, el declive de la navegación española, la
contracción del comercio con América y la consiguiente disminución de las remesas de
metales preciosos se concitaron para provocar una aguda crisis en el Atlántico español, una
crisis que los observadores posteriores han considerado temporal, pero que no era tal a los
ojos de los contemporáneos. La crisis del comercio colonial no sólo afectó directamente a
los ingresos de la corona, sino que además redujo la afluencia de capital privado hacia
Castilla, perjudicando así al conjunto de la economía. Esta era una situación nueva y habría
quebrantado el poder de España aunque no se hubiera producido la rebelión de Cataluña.
Pero la depresión del sector atlántico fue una de las razones por las que la corona tuvo que
recurrir a otras posesiones —entre ellas Cataluña y Portugal— para conseguir ingresos
adicionales, y esta fue una de las causas del alejamiento de esas provincias. En este punto,
la revolución catalana desempeñó un papel fundamental. En efecto, impidió a España
explotar la inestabilidad interna de Francia y la implicó en una desastrosa y costosa guerra
civil en el mismo momento en que necesitaba todas sus escasas reservas de dinero y
recursos humanos para las campañas en el exterior. Se hizo necesario dirigir esas reservas
hacia Cataluña y eso precipitó el hundimiento de España. Al mismo tiempo, la rebelión
catalana ofreció un ejemplo y una coyuntura favorable a los portugueses y les alentó a
luchar por su propia independencia. A su vez, esto recrudeció la crisis en el sector del
Atlántico.
La secesión de Portugal
Cataluña era una pequeña parte del imperio español, un país orientado hacia el
Mediterráneo y el pasado. La rebelión catalana planteó a España un grave problema de
seguridad pero no un problema económico. Portugal constituía un riesgo aún mayor para la
seguridad, porque Portugal era más valioso por su condición de potencia atlántica con un
imperio ultramarino.
Como Cataluña, Portugal era un problema fiscal para Castilla. No aportaba ingresos
regulares a la hacienda central y sus defensas en la península tenían que ser costeadas por
Castilla, de la que se esperaba, además, que acudiera periódicamente a la defensa de Brasil.
Por ello, Olivares pensó en integrar también a Portugal en su Unión de Armas y decidió
ofrecer a los portugueses, como a los catalanes, que pudieran gozar de una mejor posición
y de mayores oportunidades en la monarquía. 130 Continuando la política iniciada por
Lerma, aunque no con mucho más éxito que él, intentó primero infiltrarse en la
administración portuguesa. Para ello designó en 1634 a la princesa Margarita de Saboya
129
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 1.793-1.851.
130
Marañón, El conde-duque de Olivares, pp. 317-318, 441-442.
para que se encargara del gobierno del país, con un grupo de asesores castellanos, lo cual
provocó un gran resentimiento en la burocracia portuguesa. Luego intentó que Portugal
contribuyera, para lo cual instauró una imposición de 500.000 cruzados anuales para
costear su propia defensa. En el período 1619-1630, Lisboa ya había realizado una serie de
contribuciones extraordinarias de una u otra forma, en algunos casos donativos voluntarios,
las más de las veces préstamos forzosos, por un valor de un millón de cruzados. 131 Pero las
nuevas exigencias sólo sirvieron para aumentar la irritación de los mercaderes portugueses.
Esas medidas provocaron también revueltas antifiscales en 1637 tanto en Évora como en
otras ciudades, pero como en esencia se trataba de un movimiento protagonizado por las
clases menos favorecidas, del que se mantuvieron alejados los dirigentes portugueses,
fueron sofocadas sin dificultad. Las divisiones de clase en Portugal jugaban a favor del
gobierno español. En tanto que las capas bajas de la sociedad y el bajo clero rechazaban
tradicionalmente el dominio español, la aristocracia lo aceptó porque el hecho de
pertenecer a un imperio más extenso le ofreció nuevas oportunidades. Sin embargo, en
1640 también la aristocracia portuguesa se puso en contra de España, siendo la causa de su
resistencia la cuestión relativa al servicio militar. En efecto, Olivares no sólo pretendía
conseguir dinero en Portugal, sino también tropas. Se reclutaron unos 6.000 soldados para
servir en Italia, pero la rebelión de Cataluña determinó que se integraran en el ejército
reclutado para el frente catalán. Olivares pretendía, sobre todo, movilizar a la nobleza
portuguesa, con el duque de Braganza a la cabeza, de manera que contribuyera a vencer la
revolución de Cataluña en lugar de fomentarla en su país. Pero la nobleza portuguesa,
considerando que había llegado el momento de pasar a la acción, se negó a alejarse del país
y en el otoño de 1640 algunos nobles comenzaron a planear la revolución.
La llamada a prestar servicio militar fue la oportunidad, más que la causa, de la
resistencia portuguesa. En un país que todavía recordaba la independencia que había
disfrutado en el pasado tenía que existir un resentimiento patente ante la pérdida de la
soberanía que la unión de las coronas había provocado. Pero cabe preguntarse la razón por
la que la nobleza portuguesa, que había apoyado la unión, retiró su lealtad en 1640. Los
intentos de Olivares de obligar a Portugal a entrar en la Unión de Armas fueron demasiado
tímidos como para provocar una revolución. La rebelión de Cataluña dio a los portugueses
un modelo y una oportunidad más que un motivo. La causa real del alejamiento portugués
hay que buscarla en otra parte, en un sector que los portugueses valoraban especialmente y
en el que tenían intereses vitales en juego, el imperio ibérico ultramarino. Olivares
argumentaba que puesto que Castilla había ayudado a Portugal en sus intentos de recuperar
Brasil, Portugal tenía que ayudar a Castilla a recuperar Cataluña. Pero, ¿cómo había
actuado Castilla en Brasil? Si la clase dirigente portuguesa dejó de encontrar ventajas en la
unión con España, ¿fue acaso porque los intereses transatlánticos que unían a Portugal y
España en 1621 ya no existían en 1640?
La pérdida de su imperio asiático por parte de Portugal no fue una prueba válida de
la colaboración de los dos reinos ibéricos. Un imperio comercial en el que Portugal no
tenía prácticamente productos con los que comerciar no era viable económicamente y los
portugueses no creían en realidad que España fuera responsable de su defensa. 132 De
cualquier manera, la pérdida del comercio de especias fue compensada con creces por la
formación de un segundo imperio portugués en Brasil. El azúcar brasileño fue una de las
industrias que consiguió un crecimiento más espectacular en los inicios del siglo XVII.
Hacia 1627-1628 había en Brasil 200 molinos de azúcar, la mayor parte en el noreste y un
promedio de 300 barcos cargados de azúcar partían de la colonia todos los años
transportando entre 70.000 y 80.000 sacas de azúcar, que alcanzaban un valor de unos 4
131
Mauro, Le Portugal et l'Atlantique, pp. 468-469.
132
Véase supra, pp. 75-82.
millones de cruzados cuando llegaban a los puertos portugueses. 133 Aunque los holandeses
se habían infiltrado en el comercio del azúcar, esta era una importante actividad para
Portugal que rendía suculentos beneficios. En consecuencia, su defensa era una prueba
crucial para la asociación de los reinos ibéricos. La amenaza más seria procedía de la
Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales, cuyos barcos interceptaban a un gran
número de buques mercantes portugueses en el Atlántico sur, apropiándose de su
cargamento. Frecuentemente, se sugería que la mejor manera de defenderse de los ataques
holandeses sería organizar un sistema de convoyes similar al que operaba en el caso de la
navegación transatlántica española, y en 1628 Felipe IV dio instrucciones al Consejo de
Portugal para que analizara esa posibilidad. 134 Pero la idea fracasó debido a la forma en
que estaba organizado el comercio de Brasil, que no se canalizaba a través de puertos
monopolísticos, así como a la oposición de los productores, mercaderes y armadores, que
no podían o no querían invertir el capital necesario para dotarse de escoltas más numerosas
y mejor armadas. Por tanto, difícilmente se puede hacer responsable a España de la
situación de las defensas marítimas portuguesas.
Los holandeses no sólo atacaban el comercio de azúcar en el mar, sino que
intentaron apropiarse de él en el lugar de origen. Su primera conquista en Brasil suscitó
una rápida respuesta y España colaboró de forma importante en la expedición de socorro
que reconquistó Bahía en 1625. 135 Pero en 1630 la Compañía Neerlandesa de las Indias
Occidentales utilizó las ganancias obtenidas con la captura de la flota de la plata
procedente de México en 1628 para organizar una segunda expedición que ocupó Olinda y
Recife. En sólo unos pocos años los holandeses habían echado los cimientos de una nueva
colonia en el noreste de Brasil, situada en la rica provincia de Pernambuco. Allí
permanecerían durante un cuarto de siglo acaparando casi la mitad del comercio del
azúcar. A menos que las potencias ibéricas pudieran enviar una expedición de socorro y
una flota capaz de enfrentarse al poder marítimo holandés en el Atlántico sur, había una
posibilidad real de que el enemigo conquistara todo el litoral brasileño y comenzara a
penetrar en la América española.
Olivares comprendió que la unión de las coronas estaba en dificultades. La
devolución de Pernambuco pasó a ser una condición indispensable de una paz hispano-
holandesa, a pesar de lo mucho que España necesitaba la paz. En 1635, Olivares estaba
decidido incluso a ofrecer a los holandeses Breda, 200.000 ducados y el derecho a cerrar el
Escalda, si devolvían Pernambuco. Pero los portugueses no se conformaban con la
actividad diplomática, sino que querían ayuda militar y naval. Los españoles estaban
dispuestos a proporcionarla, pero no pudieron hacerlo con rapidez. Seis años llevó
organizar una expedición de socorro y fue en septiembre de 1638 cuando zarpó de Lisboa
una fuerza conjunta. Don Fadrique de Toledo, el hombre que había triunfado en 1625, no
aceptó el mando de esa fuerza afirmando que era insuficiente. Ciertamente, los 41 barcos y
los 5.000 soldados que la formaban configuraban una fuerza inferior a la que se había
enviado en 1625, un signo más del deterioro de los recursos españoles, pero los refuerzos
llegados de Buenos Aires y Río de Janeiro permitieron reunir finalmente 86 barcos y
10.000 soldados, lo que suponía una clara superioridad numérica sobre los holandeses. Si
la expedición fracasó no fue, pues, por la insuficiencia de la fuerza, sino por la incapacidad
de su comandante, el portugués conde da Torre, a quien se le entregó el mando sólo
después de que hubiera sido imposible encontrar a un hombre de talento. Da Torre
133
Boxer, Salvador de Sá, pp. 178-181.
134
Ibid., pp. 182-184.
135
Véase supra, pp. 496-497.
rica heredera criolla en Tucumán, lo que le convirtió en dueño de una serie de propiedades
estratégicamente situadas en la ruta hacia Potosí. 141 Otros consiguieron cargos. En Perú los
portugueses destacaron en el sector naval, como pilotos y armadores. Algunos se asentaron
en ciudades y puertos como comerciantes residentes, adquiriendo entre otras cosas el
monopolio de la lana de vicuña, y otros se convirtieron en pequeños terratenientes. 142
También llegaron a México, donde la mayor parte de ellos consiguieron mejorar su
posición como granjeros independientes y comerciantes y como asalariados. Por ejemplo,
en la provincia de Tulancingo constituían entre el 10 y el 15 por 100 de la población de
europeos varones adultos. 143 Esta invasión portuguesa de las Indias españolas fue uno de
los beneficios más importantes que consiguió Portugal de la unión de las coronas. Al
menos en este sector se cumplió temporalmente la oferta de oportunidades de Olivares,
pues no fueron los castellanos quienes se infiltraron en el imperio portugués, sino los
portugueses quienes penetraron en el imperio de Castilla.
Richelieu ya había prometido a los portugueses la ayuda de Francia si estallaba una
rebelión y, al mismo tiempo, esperaban que los holandeses reducirían la presión que
ejercían sobre sus territorios coloniales si declaraban su independencia de España. Los
portugueses tenían otra baza que jugar en la persona de Dom Juan, séptimo duque de
Braganza, quien, pese a ser una persona débil y vacilante, podía alegar derechos dinásticos
al trono portugués y era un símbolo de la unidad nacional. Desde hacía algún tiempo, un
núcleo de nobles influyentes portugueses le presionaban para que se proclamara rey y
cuando Olivares intentó alejar a la nobleza del país Dom Juan y sus seguidores no tuvieron
más remedio que comprometerse. Así lo hicieron el 1 de diciembre de 1640, cuando el
duque de Braganza fue proclamado rey en Lisboa con el nombre de Juan IV de Portugal. 144
Aunque una parte de la nobleza, del alto clero y de los comerciantes se sentían vinculados
a España, de hecho no organizaron un auténtico movimiento de resistencia a la
independencia, que fue recibida con entusiasmo por la masa de la población. Contaba
también con el importante apoyo de los jesuitas portugueses, que intervinieron de forma
importante en el movimiento y que posiblemente influyeron de forma decisiva para que
Brasil se sumara a la causa en los primeros meses de 1641.145
En tanto en cuanto el frente catalán absorbiera las energías de España en la
península no había posibilidad alguna de recuperar Portugal. Por tanto, España tuvo que
situarse, por el momento, a la defensiva contra los portugueses hasta que consiguiera tener
las manos libres para reducirlos. Por su parte, tampoco los portugueses podían librar una
guerra ofensiva contra España, aunque Juan IV lo hubiera deseado. Se veían obligados a
dar prioridad a la defensa de Brasil, pues el azúcar brasileño financiaba en gran medida su
independencia y sus fuerzas armadas. La mayor amenaza para las vitales posesiones
coloniales procedía de los holandeses, no de España. Aquéllos concluyeron con Portugal
una tregua de 10 años en junio de 1641, pero lejos de ayudarla en contra del enemigo
141
Boxer, Salvador de Sá, pp. 96-110.
142
María Encarnación Rodríguez Vicente, El Tribunal del Consulado de Lima en la primera mitad del siglo
XVII, Madrid, 1960, pp. 70-73, 173, 264-265, 268-269.
143
Woodrow Borah, «The Portuguese of Tulancingo and the Special Donativo of 1642-1643», Jahrbuch für
Geschichte von Staatt Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, IV (1967), pp. 386-398.
144
Sobre el movimiento de independencia portugués, véanse Peres, ed., Historia de Portugal, V-VI; Virginia
Rau, D. Catalina de Bragança, Lisboa, 1941.
145
Boxer, Salvador de Sá, pp. 142-147. Aunque en Suramérica la corona española había apoyado a los
jesuitas en su conflicto con los tratantes de esclavos paulistas, en el Lejano Oriente se había mostrado más
favorable a los métodos misioneros de los dominicos que a los de los jesuitas; véase Chaunu, «Autour de
1640», p. 55.
común explotaron sus dificultades. Así, en agosto de 1641 ocuparon Luanda, centro del
tráfico de esclavos de Angola, amenazando con privar a Brasil de la mano de obra
necesaria para las plantaciones. 146 Los portugueses, que sólo podían contar ahora con su
propia iniciativa, comenzaron a contraatacar. En 1648, reconquistaron Luanda y en 1654
recuperaron Recife y expulsaron a los holandeses de Brasil. Ahora tenían las manos libres
para centrar su atención en España. Con la muerte de Juan IV (6 de noviembre de 1656) y
la regencia de su viuda, Doña Luisa de Guzmán, adoptaron una actitud más beligerante,
aunque sólo fuera para demostrar a Francia que podían ser unos aliados valiosos y para
disuadirle de que firmara una paz por separado con España. 147 Mientras las fuerzas navales
españolas estaban totalmente ocupadas en la guerra contra la Inglaterra de Cronwell, los
portugueses invadieron España en 1657, amenazando seriamente Badajoz. En enero de
1659, fueron las fuerzas españolas las que invadieron Portugal, pero el ejército español
sufrió una terrible derrota en Elvas. Francia abandonó a Portugal en la paz de los Pirineos
de 1659 y apenas le compensó de algún modo permitiendo el envío de voluntarios al
mando del conde Schomberg. Fue la alianza inglesa de 1661 la que permitió a Portugal
superar el aislamiento diplomático, y desde ese momento pudo contar con el apoyo del
poder naval de los ingleses y con la ayuda de un contingente militar inglés.
Para España, la guerra fue una sucesión de derrotas sin cuento. Después de 40 años
de continuos conflictos bélicos la población española ya no podía soportar más. Era
imposible suscitar entusiasmo y conseguir un ejército y oficiales adecuados. Felipe IV tuvo
que recurrir a los tercios alemanes e italianos, que, pese a estar comandados por don Juan
de Austria, el vencedor de Cataluña, no impresionaron a los portugueses, siendo derrotados
por Schomberg en la batalla de Ameixial en junio de 1663. A duras penas fue posible
organizar un nuevo ejército al mando de un veterano soldado, el marqués de Caracena, que
también fue derrotado, en esta ocasión en Vila Vinosa, el 17 de junio de 1665, poco antes
de que se produjera la muerte de Felipe IV. En ese momento, la guerra era tan sólo la
guerra de Felipe IV, quien, con su concepción de la soberanía rígidamente dinástica, se
aferraba obstinadamente a la convicción de que los portugueses eran súbditos rebeldes a
los que había que reducir a cualquier precio. El gobierno que le sucedió no tenía ni la
voluntad ni los recursos suficientes para proseguir la guerra; y el 13 de febrero de 1668 la
viuda de Felipe IV, la regente Mariana de Austria, reconoció la independencia de Portugal.
Las rebeliones de Cataluña y Portugal hicieron añicos las política del conde-duque,
Olivares fue víctima de las circunstancias económicas y de sus ilusiones políticas. Entre
1638 y 1641, el comercio transtlántico, tan importante para España, sufrió un profundo
desplome. Si hubo un punto de inflexión definitivo en el poder económico de España, sin
duda fue este. 148 Inevitablemente los ingresos y el crédito del Estado se vieron afectados.
En 1640 no llegaron tesoros de las Indias. En 1641 la flota de Tierra Firme sólo reporto a la
corona medio millón de ducados, suma al que siguió una consignación igualmente ridícula
146
Boxer, Salvador de Sá, pp. 168-170, 248-292.
147
Sobre la diplomacia portuguesa en este período, véase Eduardo Brazáo, A restauracáo. Relaçoes
diplomáticos de Portugal de 1640 a 1688, Lisboa, 1939; sobre las relaciones luso-francesas, véase Edgar
Prestage, The Diplomatic Relations of Portugal with France, England and Holland from 1640 to 1688,
Watford, 1925, pp. 1-98.
148
Chaunu, Séville et l’Atlantique, VIII, 2, 2, pp 1.797-1848.
en la flota de Nueva España. 149 En ambas ocasiones, la corona confiscó la mitad de las
remesas a particulares y compensó a los comerciantes con vellón. Esa era una política
suicida. La confiscación de la plata de los particulares, junto con los costes cada vez más
elevados de la defensa por medio de convoyes, alentó aún más el fraude, agravó la crisis
del comercio de las Indias y redujo los ingresos de la corona. A partir de 1640, las finanzas
del Estado se hallaban en una situación de auténtico caos. La población estaba ya exangüe
por efecto de la fiscalidad y había dos nuevos frentes a los que atender.150 Las emisiones
de vellón se multiplicaron incesantemente, pero elevaron de tal forma el premio sobre la
plata que los adelantos de los banqueros empezaron a resultar prohibitivamente onerosos.
En consecuencia, en septiembre de 1642 el gobierno se vio obligado a realizar una
devaluación del 25 por 100, que fue, de hecho, una imposición inmoral y un nuevo golpe
para el ahorro privado. 151
Estos sacrificios podrían haber sido tolerables si hubieran servido para conseguir
buenos resultados. Pero las campañas de Cataluña y Portugal pusieron de manifiesto la
terrible incompetencia de la administración y la incapacidad para prever los
acontecimientos. Aunque Olivares siempre había considerado la guerra como un
instrumento fundamental de la política, nada había hecho para proveer a España de una
maquinaria militar adecuada a sus necesidades. Las tropas profesionales ya estaban
desplegadas en Italia, Alemania y los Países Bajos, pero no hubo prácticamente
organización alguna para reclutar un ejército nacional en Castilla. Las tropas reclutadas que
tuvieron el infortunio de verse obligadas a luchar parecían una hueste feudal, sin entrenar,
inexperimentada y mandada por auténticos aficionados. Mientras España se desgarraba,
Olivares trataba febrilmente de reparar los daños, pero su tiempo se estaba acabando. En
septiembre de 1642 se perdió Perpiñán, que pasó a manos de Francia. El ejército real, tan
frecuentemente anunciado y tan trabajosamente formado, el ejército en el que Olivares
había depositado todas sus esperanzas, avanzó dificultosamente desde Aragón hacia
Lérida, la llave de Cataluña. Allí fue claramente derrotado y perdió 5.000 hombres. 152
Tanto a la hora de la retirada como del ataque, el desorden fue total y los pobres
supervivientes que llegaron a Zaragoza, donde no pudieron conseguir ni alimentos, ni
alojamiento, ni medicinas, fueron víctimas de una grave falta de dirección.
El fracaso hizo vulnerable a Olivares, que ya había perdido el apoyo de importantes
grupos políticos y sociales, especialmente el estamento judicial y la nobleza. El Consejo de
Castilla, organismo formado por jueces y abogados influyentes, muchos de ellos nobles y
poseedores de grandes fortunas, se hallaba en el centro de este conflicto
«constitucional». 153 Al Consejo le correspondía la nada envidiable tarea de legalizar y
aplicar muchas de las cuestionables medidas fiscales adoptadas por el conde-duque, como
la confiscación de las consignaciones de plata de las Indias a particulares. Al tomar cada
vez más medidas de ese tipo se encontró con la oposición de los consejeros y los miembros
del aparato judicial. Los jueces pertenecían a un grupo más amplio, y muy poderoso, el de
los letrados, que se sentían además ultrajados por la situación cada vez peor de la justicia
real. Esta se veía afectada por un doble proceso. Por una parte, la inercia y el descuido
administrativo llevaban a la corona a permitir que la jurisdicción de los tribunales
149
Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», pp. 358-360.
150
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 62-64.
151
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, p. 86.
152
Sanabre, La acción de Francia en Cataluña, pp. 211-212.
153
Janine Fayard, Les membres du Conseil de Castille d l'époque moderne (1621-1746), Ginebra, 1979, pp.
10-30 (hay trad. cast.: Los miembros del Consejo de Castilla, 1621-1746, Siglo XXI, Madrid, 1982).
municipales adquiriera más importancia a expensas de las audiencias reales. Así, los
beneficios obtenidos de un número menor de procesos tenían que ser divididos entre un
número mayor de oficiales, ya que la corona creó y vendió muchos cargos burocráticos de
segundo orden en las chancillerías, que eran los altos tribunales de justicia. 154 Al mismo
tiempo, y con el fin de obtener ingresos a corto plazo, la corona vendía sus tierras,
impuestos y jurisdicción, los llamados bienes de realengo, que frecuentemente iban a parar
a manos de nobles ambiciosos.
Olivares contemplaba a la aristocracia con una mezcla de esperanza y desconfianza,
pues veía a los nobles como una fuente de posibles ingresos y un núcleo de oposición.
Primero pidió su colaboración militar, solicitándoles que se unieran al ejército real al frente
de contingentes reclutados y pagados por ellos mismos. Y si no querían prestar servicio
militar estaba dispuesto a aceptar dinero. Como le dijo Felipe IV al andaluz marqués de
Jódar en 1629: «Le encargo que me provea tantos soldados como pueda reclutar, y si la
escasez de habitantes no lo permite, entrégueme el dinero para que pueda reclutar y pagar a
otros». 155 A partir de 1630 se impusieron levas a los títulos de nobleza y a los prelados y se
inventariaron las posesiones de las órdenes militares para imponerles contribuciones. De
esta forma, los grupos privilegiados, normalmente exentos del pago de los impuestos,
hubieron de contribuir directamente por primera vez, aunque se presentó en forma de una
conmutación en efectivo del servicio armado que la nobleza estaba obligada a prestar a la
corona. En 1632 se requirió a seis de los grandes de España más adinerados que equiparan
cada uno a 4.000 hombres y en 1634 se exigió a ocho de ellos 1.500 hombres a cada uno.
Hacia 1640, cuando los acontecimientos en Cataluña y Portugal exigían medidas
desesperadas, Olivares comenzó a actuar de forma más autoritaria, exigiendo el servicio de
toda la nobleza sin excepciones. Incluso el monarca se alarmó y le advirtió que «nada hay
de mayores consecuencias que la condición de las familias más importantes de Castilla» 156
Los nobles reaccionaron de distintas formas. Algunos, como el duque de Híjar y el duque
de Sessa, vieron con buenos ojos sus dificultades en Cataluña y trataron de explotarlas.
Otros fueron más allá aún. En 1641, el duque de Medina Sidonia, primo de Olivares y
hermano de la nueva reina de Portugal, encabezó un movimiento conspiratorio para alejar
del poder a Olivares y convertir a Andalucía en un reino independiente. Sin embargo, la
oposición de la mayor parte de la nobleza adoptó formas menos excéntricas. Primero
condenaron al ostracismo a Olivares, protagonizando durante sus últimos años de gobierno
una auténtica huelga de grandes que les llevó a abandonar la corte y también al rey. 157
Luego, en 1642, mientras Olivares estaba ausente en Aragón, concretaron más su oposición
y parece que presionaron al monarca. El movimiento fue organizado por el conde de
Castrillo, miembro de la familia Haro, que actuaba llevado por motivos políticos y
personales. En efecto, Olivares se había granjeado la enemistad de los Haro, que estaban
estrechamente emparentados con él, al legitimar a un hijo bastardo, Enrique Felípez de
Guzmán, y darle el derecho de sucesión de sus títulos y propiedades. 158
154
Richard L. Kagan, Lawsuits and Litigants in Castile 1500-1700, Chapel Hill, N.C., 1981, pp. 220-230
(hay trad. cast.: Pleitos y pleiteantes en Castilla, Junta de Castilla y León, Valladolid, 1991).
155
Citado por Stradling, Philip IV, pp. 158-159.
156
Citado ibid., p. 120.
157
Sobre la «huelga de los grandes», véanse Marañón, El conde-duque de Olivares, pp. 89-100; Elliott, El
conde-duque de Olivares, pp. 591-592 y 625.
158
Marañón, El conde-duque de Olivares, pp. 285-301; Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 598-599 y
611-612.
159
Citado por Elliott, El conde-duque de Olivares, p. 286.
160
Sobre la caída de Olivares, véanse Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 619-629; Stradling, Philip IV,
pp. 134-137.
161
Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 619-629 y 654-657.
162
Ibid.y pp. 653-654.
163
Felipe IV a sor María de Agreda, 30 de enero de 1647, en Valiente, Los validos, p. 183.
advertir al Consejo que la falta de tan buen ministro no la ha de suplir otro sino yo mismo,
pues los aprietos en que nos hallamos piden toda mi persona para su remedio». 164
La determinación de Felipe IV no tardó en flaquear. No mejoró de pronto su
capacidad de discernimiento ni se hizo más fácil la labor de gobierno. Necesitaba
consejeros y ministros, no importa el nombre que se les diera, y los encontró en un grupo
de consejeros pertenecientes a la aristocracia, de entre los cuales surgieron favoritos,
aunque no un único favorito. 165 El que más se acercó a esa condición fue Luis de Haro,
sobrino de Olivares, hombre discreto y modesto de unos 45 años y cuyo ascenso al poder
fue menos llamativo y menos completo que el de Olivares. Felipe IV había sido amigo de
Haro desde la niñez y admiraba sus cualidades y no tardó en aceptar sus decisiones,
además de seguir sus consejos. A mediados de 1643, a Haro se le tenía si no por el sucesor
de Olivares, al menos como un primus inter pares. Había otros nobles favoritos del
monarca, como el duque de Medina de las Torres, que acumuló cargos, consiguió formar
una clientela y se convirtió también en asesor del rey. Pero Haro parecía tener un poder
más estable. Nadie, ni el rey ni la nobleza, veía en él una posible amenaza y el monarca
nunca prescindió de él. Felipe IV se sentía demasiado avergonzado y Haro era demasiado
discreto como para reconocer su posición especial y ambos evitaban los términos de valido
y ministro. El rey, de quien se apoderaba un sentimiento de culpabilidad, daba seguridades
a sor María, que desaprobaba su conducta: «siempre he rehusado darle el carácter de
Ministro, por huir de los inconvenientes pasados». 166 A pesar de todo, en 1647 Haro
acumulaba ya tantos cargos como Olivares. Le ayudaba en sus quehaceres una Junta de
Estado, que se reunía en su casa, como había ocurrido en tiempos de su tío. Aunque no
pertenecía al Consejo de Estado, dirigía sus asuntos desde fuera y controlaba los
documentos del Estado y su distribución entre los diferentes consejos como lo habían
hecho los anteriores validos. En general, tenía tanto poder como Olivares, aunque tal vez
existía una nueva división del trabajo entre el rey y el valido, atendiendo aquél a un mayor
número de asuntos que anteriormente. Haro carecía de títulos oficiales y no utilizó ni
siquiera los títulos personales que había heredado de su tío. Pero, en los últimos años del
decenio de 1650, Felipe se refería a él en los documentos oficiales como su primer
ministro; en el Tratado de los Pirineos le menciona como su primer y principal ministro. 167
Aunque ese título era general y ocasional, lo cierto es que Haro era un auténtico primer
ministro, y siguió siéndolo hasta su muerte en 1661. Felipe IV no le sustituyó y en los
últimos cinco años de su reinado, ya fuera porque no encontrara a nadie en quien poder
confiar o porque el deber le atraía más ahora que los placeres de la carne, dirigió
personalmente los asuntos de gobierno, escuchando los consejos de mucha gente, pero sin
conceder el poder a nadie. A medida que la corona se liberó del control político de un
valido dominante y de su facción, gradualmente reconstruyó sus relaciones con el resto de
la nobleza, reduciendo las demandas de dinero y de servicio militar que había planteado
Olivares, alejando sus ambiciones del centro de poder y permitiéndoles actuar como
soberanos en sus dominios. 168
164
«Comunicación del Rey al Consejo de la Cámara», 24 de enero de 1643, en Marañón, El conde-duque de
Olivares, p. 464.
165
Stradling, Philip IV, pp. 246-247, 267, distingue entre privados, o consejeros muy allegados, que
continuaron siendo utilizados por Felipe IV, y un valido, favorito único, que no existió a partir de 1643. «La
época del valido había llegado a su fin con la desaparición de Olivares.»
166
Véase nota 78, supra.
167
Tomás y Valiente, Los validos, pp. 20, 185-186.
168
Stradling, Philip IV, pp. 167-171.
La guerra y la paz
169
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 64-68.
alianza de los Habsburgo había quedado obsoleta. Cuanto más se prolongaba la guerra de
los Treinta Años, más grande se hacía el abismo existente entre Madrid y Viena. En los
primeros años de la década de 1640 ya no tenían los mismos objetivos bélicos. Para
España, el principal peligro procedía de Francia y de las Provincias Unidas, mientras que el
mayor enemigo del emperador era Suecia. España no veía con buenos ojos que sus
preciados subsidios fueran absorbidos por la guerra con Suecia y desde 1640 los redujo de
manera drástica. También acogió de muy mal grado que el emperador no apoyara la
posición de España en el Palatinado y que estuviera dispuesto a sacrificar sus intereses para
contentar a Francia y a Suecia, como lo hizo efectivamente en 1648.
La alianza con la rama austríaca de los Habsburgo había sido muy costosa para
España y le había reportado escasos beneficios. Ahora pudo concentrar todos sus recursos
en la lucha contra Francia y contra Holanda. Lamentablemente, el hundimiento del
comercio hispanoamericano desde 1638 impidió a las fuerzas españolas de los Países Bajos
seguir contando con los tesoros de las Indias. 170 En 1643, el ejército mandado por
Francisco de Meló, gobernador portugués de los Países Bajos españoles, inició una
ofensiva contra los franceses sin contar con una caballería adecuada porque los caballos
eran demasiado caros. El 19 de mayo fue derrotado en Rocroi por el joven comandante
francés duque de Enghien, sufriendo 14.000 bajas entre muertos y heridos. Aunque los
mercenarios huyeron, los veteranos españoles lucharon hasta la muerte. Rocroi se ha
ganado una reputación legendaria como la mayor derrota sufrida por la incomparable
infantería española y con frecuencia se considera que marca el final del poderío militar
español. Pero en medio de una guerra que había comenzado 25 años antes y que aún se
prolongaría durante quince años más, una batalla no podía tener una importancia
trascendental. España aún seguiría luchando durante mucho tiempo. Su esfuerzo militar en
los Países Bajos no cedió y aunque sufrió nuevos reveses, entre ellos la pérdida de
Dunkerque, consiguió mantener su posición en las provincias del sur. Allí, a pesar de las
bancarrotas, de los motines y de los fracasos, España tenía el historial más brillante de
Europa de la organización financiera y militar. Las inyecciones masivas de dinero, las rutas
de abastecimiento militar, la maquinaria para el mantenimiento del ejército durante más de
70 años constituían una auténtica proeza de organización militar que equivalían a una
especie de victoria. En ultramar, los holandeses seguían siendo incapaces de vulnerar las
defensas coloniales españolas y su expedición a Chile en 1642 se saldó con un clamoroso
fracaso.
Pero el gobierno español se vio obligado a aceptar, no sin renuencia, que no podía
luchar contra las Provincias Unidas y contra Francia simultáneamente. En julio de 1644,
Felipe IV publicó un decreto en el que comunicaba a sus ministros que la falta de recursos
le inducía a buscar la paz lo antes posible en todos los frentes. Pero los enemigos de
España conocían su debilidad y supieron explotarla. Especialmente, Francia era un difícil
enemigo cuya peligrosidad aumentaría aún más si, como parecía posible, firmaba la paz
con el emperador y concentraba sus ataques sobre España. Por ello, España anticipó la paz
de Westfalia, que puso fin a la guerra de los Treinta Años, firmando una paz por separado
con los holandeses en enero de 1648. Era una medida lógica, porque la mayor amenaza
para la seguridad Peninsular procedía de Francia y las exigencias de Mazarino, en especial
la propuesta de enviar ayuda a los rebeldes portugueses a través del territorio español, eran
sencillamente intolerables. 171 En enero de 1648, el gobierno español ya había llegado a un
acuerdo con los holandeses sobre las condiciones generales para un tratado de paz, que
170
Chaunu, «Séville et la "Belgique" (1555-1648)», p. 277.
171
Sobre la paz con los holandeses, véase Parker, The Army of Flanders and the Spanish Road, p. 261. Sobre
la política española en Westfalia, véase Fraga Iribarne, Don Diego de Saavedra y Fajardo y la diplomacia de
su época, pp. 564-591.
constituyeron la base del tratado de Münster del 24 de octubre de 1648. En virtud de sus
cláusulas, España reconoció a las Provincias Unidas como un Estado soberano e
independiente, no consiguió la apertura del Escalda ni la tolerancia oficial para los
católicos, dos de sus objetivos más importantes para la firma de la paz, y reconoció
explícitamente el derecho de los holandeses a conquistar todo el territorio colonial
portugués que reclamaban, aunque a los ojos de los españoles los portugueses todavía eran
súbditos de Felipe IV. 172 España conservaba el sur de los Países Bajos y apartaba a los
holandeses de la alianza con Francia. Parecía un pobre resultado para una guerra que había
durado 80 años.
El reconocimiento de la independencia holandesa, aunque era duro para España,
suponía simplemente aceptar una realidad que existía desde hacía mucho tiempo. Con ello
se perseguía aislar a Francia en un momento en que ese país se veía debilitado, además, por
la inestabilidad interna. En último extremo, España no pudo explotar el movimiento de la
Fronda que había estallado en contra de Mazarino, porque no contaba con recursos
suficientes para organizar una operación a gran escala. Pero al menos recuperó Dunkerque
e inició también la recuperación de Cataluña. La guerra exigió más sacrificios a Castilla.
La corona confiscó un millón de las consignaciones a particulares procedentes de las
Indias, anticipó los ingresos hasta 1655 y en noviembre de 1651 emitió moneda de vellón
hasta alcanzar el nivel anterior a la deflación de 1642. 173 La subida de precios provocada
por esas medidas se vio agravada por las malas cosechas de cereales; en Andalucía se
produjeron graves disturbios y Sevilla estuvo a merced de la multitud durante varios días.
En 1652, el gobierno llevó a cabo una nueva deflación, pero para entonces el vellón estaba
totalmente desacreditado y el desorden monetario no podía ser peor. Los gastos estimados
para 1653 —11,3 millones de ducados— eran muy superiores a los ingresos procedentes
de los impuestos ordinarios, los préstamos forzosos y la venta de cargos. Ello obligó al
gobierno a recurrir de nuevo a la suspensión de pagos. Si España hubiera podido financiar,
en ese momento, una gran operación bélica, probablemente habría conseguido una paz
favorable, antes de que Francia se recuperara de la inestabilidad política y de los problemas
en que se había visto sumida su agricultura y antes de que firmara una alianza con
Inglaterra. Pero lo cierto es que España apenas tenía recursos para mantener su posición en
los diferentes frentes. En las Cortes de 1655, el discurso pronunciado por el monarca
afirmaba que no había sido posible alcanzar una paz general. Enumeraba las posiciones
recuperadas en Italia, en los Países Bajos y en Cataluña y señalaba que las insurrecciones
de Sicilia y Nápoles también habían sido superadas. Los gastos de defensa entre 1649 y
1654 habían ascendido a 66,8 millones de escudos, gastos a los que se había hecho frente
sin decretar nuevos impuestos, «quanto quiera que haya sido forzado S.M. a usar de otros
medios de su regalía». Antes que nuevos impuestos, el monarca solicitaba «un medio
universal que rinda lo mismo, y que con igual proporción grave a los que tienen caudal y
no caiga sobre el pobre mendigo, sobre el jornalero, el oficial y otras personas que sólo se
sustentan del trabajo personal». Naturalmente, las Cortes eran la última institución de la
que se podía esperar apoyo para ese impuesto. Se limitaron a votar la renovación de los
subsidios anteriores, con una suma adicional de 2 millones de ducados por la venta de
cargos, y la reforma financiera se dejó para otro momento. Sin embargo, las exigencias de
la guerra indujeron a la corona a imponer una innovación fiscal con repercusiones sociales.
En 1657 introdujo un nuevo impuesto, la media anata (una suma equivalente a la mitad de
los ingresos anuales) sobre todas las mercedes, pensiones y anualidades otorgadas por
172
Boxer, The Dutch Seaborne Empire, p. 27.
173
Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», pp. 366-368, y Política y
hacienda de Felipe IV, pp. 68-75.
Felipe IV y sus predecesores, del que sólo quedarían exentos quienes estuvieran sirviendo
en las fuerzas armadas, sus familiares dependientes y los soldados veteranos
discapacitados. Era este el tipo de impuesto al que las Cortes, dominadas por la pequeña
nobleza, siempre se habían opuesto. Fue utilizado frecuentemente por Felipe IV y su
sucesor, aunque la nobleza se valió de su influencia para conseguir la exención del
impuesto, que procuró cada vez menos recursos. 174
Aunque España no contaba con los medios necesarios para llevar a cabo una gran
ofensiva, todavía era capaz de defenderse y el hecho de que consiguiera neutralizar a
Francia desdice el supuesto declive de su poderío militar. Sin embargo, en ese momento la
balanza militar se había decantado en contra de España como consecuencia de la entrada
en guerra de Inglaterra. El gobierno español tenía motivos para esperar un resultado más
favorable de su política hacia los ingleses, inspirada en el pragmatismo y no en la
ideología. En el decenio de 1640, Felipe IV practicó una política de estricta neutralidad con
respecto a la guerra civil inglesa y prestó escaso apoyo a la causa de los Estuardo. No tardó
en reconocer a la nueva república y, sabedor de que era una amenaza para el equilibrio de
poder, se mostró dispuesto a conseguir su alianza, o al menos su neutralidad, casi a
cualquier precio. Pero el precio que había puesto Cromwell era demasiado elevado, pues
pretendía conseguir una declaración explícita de tolerancia religiosa con respecto a los
ingleses residentes en España y la posibilidad de que los comerciantes ingleses participaran
directamente en el comercio colonial español. Eran peticiones gratuitas, ya que el problema
religioso se había contemplado en anteriores tratados y los ingleses participaban
indirectamente en el comercio con las Indias españolas a través de la actividad
reexportadora que se realizaba desde Sevilla. En verdad, esas exigencias eran tan
provocativas que presumiblemente habían sido planteadas para que fueran rechazadas.
Como si pretendiera dejar claro que eso era así, Cromwell endureció aún más su postura,
incluyendo entre sus peticiones la cesión de Calais y Dunkerque.
Parece que ya en abril de 1654 Cromwell había decidido entrar en guerra con
España. Desde agosto planeaba una expedición de pillaje y en diciembre, sin que mediara
declaración de guerra, dio vía libre a esa operación con instrucciones «de atacar a los
españoles en las Indias Occidentales». La operación estuvo mal planeada y mal ejecutada;
sus comandantes no pudieron superar las defensas españolas en La Española, que era el
objetivo principal, y tuvieron que contentarse con la captura de Jamaica. 175 Entretanto, otro
escuadrón inglés patrullaba por aguas de Cádiz, a la espera de interceptar las flotas
cargadas de plata. Felipe IV no daba crédito a esas noticias. En junio de 1655 no prestó
atención a las advertencias del duque de Medina, que afirmó que había que tomar medidas
defensivas: «No se puede creer que ingleses ayan de romper la fe pública y la paz que ay
entre ésta y aquella Corona, y así no hay que hacer prevención ninguna, sino enviar a
lebante los quatro baxeles y patache y dar prisa al despacho de la flota». 176 El monarca
español estaba decidido incluso a pasar por alto —al menos por el momento— la conquista
de Jamaica si eso podía facilitar la paz con Inglaterra. Pero Cromwell no deseaba la paz.
Fue la última desgracia para España, después de una guerra larga y penosa, tener
que enfrentarse súbitamente con una nueva potencia militar cuya política exterior se
sustentaba en motivos religiosos y económicos y que había fijado su atención en España
para conseguirlos ambos. Felipe IV se vio obligado a librar con Inglaterra una guerra que
174
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, p. 74
175
Sobre el «designio occidental» de Cromwell, véanse I. A. Wright, ed., Spanish Narratives of the English
Attack on Santo Domingo, Camden Miscellany, XIV, Londres, 1926; J. M. Incháustegui, La gran expedición
inglesa contra las Antillas Mayores. Tomo I: El plan antillano de Cromwell, 1651-1655, México, 1953.
176
Citado en Domínguez Ortiz, «España ante la Paz de los Pirineos», Hispania, XIX (1959), p. 548. De
hecho, la flota que regresaba de las Indias cargada de plata en 1655 consiguió llegar a puerto
177
Véase C. H. Firth, The Last Years ofthe Protectorate, 1656-1658, 2 vols., Londres, 1909, II, pp. 260-261,
que, sin embargo, exagera la trascendencia del desastre; el comercio transatlántico había sufrido tantos
reveses durante los dos últimos decenios que la pérdida de las remesas de un año no podía resultar decisiva.
178
F. J. Routledge, England and the Treaty of the Pyrenees, Liverpool, 1953, p. 9
179
Para las recomendaciones de la Junta de Estado, véase ibid., p. 17
español sobre la ruta imperial que iba desde Milán a los Países Bajos. 180 Sin embargo, el
tratado no fue un desastre para España por lo que respecta a las cláusulas territoriales. Su
principal defecto era que había sido firmado con varios años de retraso.
La experiencia no enseñó lección alguna a Felipe IV. Es cierto que tras la caída de
Olivares hizo un esfuerzo decidido para gobernar personalmente y devolver la confianza a
sus escépticos súbditos, no sólo llevando a sus ejércitos a Aragón, sino participando
directamente en el gobierno. Su fortaleza ante la adversidad de la vida pública y las
desgracias de su vida privada le hicieron objeto de una cierta compasión cuando en 1644
perdió a su esposa, la reina Isabel, y dos años más tarde a su único hijo y heredero, Baltasar
Carlos. Por lo demás, sus súbditos no se dejaron impresionar. El rey parecía ser más
consciente, pero los objetivos políticos fundamentales no habían variado, la guerra
continuaba y la monarquía seguía estando desmembrada. La filosofía política que
determinaba sus decisiones no se alteró por efecto de los acontecimientos de 1640-1659.
Su concepción de la monarquía no era la de una monarquía nacional que trascendiera los
intereses dinásticos. Aunque afirmaba amar a sus súbditos y deseaba aliviar sus penurias,
se veía por encima de todo como representante de la dinastía de los Habsburgo, cuyas
posesiones tenía que preservar. Esas posesiones eran para él una propiedad vinculada a
perpetuidad y no estaba dispuesto a afrontar la responsabilidad de enajenar o perder una
parte de su sagrada herencia. En ningún momento se le ocurrió preguntarse si la
perpetuación de la presencia española en los Países Bajos o en Portugal reportaba beneficio
alguno a sus súbditos españoles. El único criterio que guiaba su actuación eran sus
derechos legales. Esto explica que subordinara casi por completo la política interna a la
política exterior y, asimismo, que se obstinara en continuar la guerra en defensa de las
posesiones de los Habsburgo. En 1648 renunció, no sin renuencia, a la guerra con los
holandeses para concentrarse en el conflicto con Francia. Seis años después, cuando
todavía no había terminado la guerra con Francia, se granjeó un segundo enemigo,
Inglaterra. En 1659, puso fin a una guerra en la que España había estado inmersa durante
40 años sólo para embarcarse en un nuevo conflicto, contra Portugal. Una vez más cometió
un error de cálculo, porque los portugueses no tardaron en superar su aislamiento,
estableciendo una alianza con Inglaterra que les permitió defender con éxito su
independencia. La guerra con Portugal asestó el golpe definitivo a las tambaleantes
finanzas de la corona. La campaña tuvo un coste de unos 5 millones de ducados al año.
Entre 1660 y 1665, en el paroxismo final de la fiscalidad, el gobierno utilizó todos los
expedientes aberrantes que conocía la administración de los Austrias: impuestos sobre los
juros, manipulación monetaria, aumento de la alcabala, nuevos impuestos sobre los
productos alimentarios básicos, adelanto de los ingresos y, en 1662, una nueva suspensión
de pagos 181 . En 1664, el endeudamiento total de la corona totalizaba 21,6 de ducados.
Felipe IV legó a su sucesor un erario público vacío, una moneda desacreditada y una
multitud de nuevos impuestos ya enajenados a los financieros. Y Portugal conservaba su
independencia.
Felipe IV murió el 17 de septiembre de 1665. Los últimos meses de su vida fueron
un período de aguda melancolía. Tampoco sus súbditos tenían muchos motivos para la
alegría. El futuro político parecía poco prometedor, porque si Felipe IV no dejó un
problema sucesorio, sí dejó un problema en su sucesor, su hijo Carlos, un hijo que había
engendrado cuando ya era anciano y que estaba destinado a ser el más degenerado de todos
los Austrias españoles. Los españoles buscarían en vano una nueva dirección para sus
180
Ibid. pp. 67-70, 81; véase también Juan Regla, «El tratado de los Pirineos de 1659», Hispania, XIII
(1953), pp. 101-166.
181
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 81-85.
asuntos. También las perspectivas económicas eran sumamente difíciles. España había
estado en guerra durante más de medio siglo, la población había sido sometida a la carga
de los impuestos y del reclutamiento por encima de lo que podía soportar y había sido
diezmada por las enfermedades epidémicas. Al mismo tiempo, la aportación de las
colonias, de importancia vital para España, había disminuido enormemente. Los ingentes
gastos de la guerra no habían producido unos resultados acordes con tan extenuante
esfuerzo. Pero aún quedaban aspectos positivos. El imperio colonial español estaba todavía
intacto, al menos territorialmente, y el poder militar de España, aunque fuertemente
erosionado, no se había eclipsado por completo. Habían sido necesarios los esfuerzos
combinados de Francia e Inglaterra para obligarle a sentarse a la mesa de negociaciones en
1659, lo cual no habrían podido conseguirlo ninguna de las dos potencias por separado.
Pero en realidad, los esfuerzos de España en el norte y el centro de Europa no habían
rendido fruto alguno. La alianza Habsburgo estaba periclitada y las comunicaciones
imperiales habían sido dislocadas. Si España conservaba el sur de los Países Bajos no era
tanto por su presencia militar como porque las otras potencias no llegaban a un acuerdo
para ofrecer una soberanía alternativa.
Las naciones pueden recuperarse de las consecuencias de la guerra y reconstruir su
trayectoria. Pero la postración de España era tan prolongada que parece indicar la
existencia de una enfermedad mucho más profunda. La guerra y la fiscalidad no sirvieron
sino para añadir una carga adicional a una sociedad que ya soportaba el lastre de los
privilegios y a una economía debilitada ya por una serie de defectos estructurales.
SOCIEDAD Y ECONOMÍA
1
Domínguez Ortiz ofrece un análisis cuidadoso de las fuentes y métodos para el estudio de la historia
demográfica española en este período, así como las estimaciones de población, en La sociedad española en el
siglo XVII, pp. 53-157; véanse también Jordi Nadal, La población española (siglos XVI a XX), 3.a ed.,
Barcelona, 1973, pp. 16, 37-88; María F. Carbajo Isla, La población de la Villa de Madrid. Desde finales del
siglo XVI hasta mediados del siglo XIX. Madrid, 1987.
2
Véase Karl F. Helleiner, «The Population of Europe from the Black Death to the Eve of the Vital
Revolution», The Cambridge Economic History of Europe, IV, Cambridge, 1967, pp. 1-95.
3
Lapeyre, Geographie, pp 30, 203-205, véase supra, pp 61-66.
4
Nadal y Giralt, La population catalane de 1553 a 1717, pp 19-23, 337.
Historia de España John Lynch
5
Pergerto Saavedra, Economía, política y sociedad en Galicia La provincia de Mondoñedo 1480-1830,
Madrid, 1985, pp 66-70.
6
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, gráfico frente a la página 112; para el decenio de
1590, véase Annie Molinié-Bertrand, Au Siécle d'Or. L'Espagne et ses Hommes. La Populacion du Royaume
de Castille au XVIe siécle, París, 1985, p. 307.
7
Pérez Moreda, Las crisis de mortalidad en la España interior. Siglos XVI - XIX, pp. 452-471.
8
Bartolomé Bennassar, Recherches sur les grandes épidémies dans le Nord de l'Espagne a la fin du XVIe
siécle, París, 1969, pp. 49-53.
9
A Domínguez Ortiz, Orto y ocaso de Sevilla Estudio sobre la prosperidad y decadencia de la ciudad en los
siglos XVI y XVII, Sevilla, 1946.
10
Esta es la estimación de Lapeyre, Domínguez Ortiz eleva la cifra a 300 000, véase supra, pp 61-62 66-67
dejando Castilla casi vacía detrás de sí. Pero era una impresión errónea. Los datos que han
llegado hasta nosotros indican que durante todo el período colonial se concedieron 150.000
licencias de emigración, de las cuales 40.000 corresponderían al siglo XVII, es decir, un
promedio de 400 al año. 11 Desde luego, es una cifra demasiado baja: la documentación es
incompleta y por su misma naturaleza no registra el gran número de emigrantes ilegales.
Una mezcla de labor de cálculo y trabajo de adivinación permite llegar a una estimación de
4.000 a 5.000 emigrantes al año, número insignificante en una población de 7 millones de
habitantes. 12 Pero, probablemente, la mayor parte de ellos procedían de Castilla y
constituían una sangría más en los recursos de la región.
Es imposible precisar con exactitud las consecuencias demográficas de la guerra.
Sin duda, España, como nación guerrera que era, sufrió grandes pérdidas. Hay que tener en
cuenta que durante la primera mitad del siglo XVII estuvo inmersa en una guerra casi
permanente. Pero no se trataba de una guerra total; la masa de la población no se hallaba en
el frente de guerra y en un principio tampoco estaba sujeta al servicio militar. España tenía
fuerzas en lucha en los Países Bajos, Alemania, Italia y en la frontera francesa. Eran tropas
profesionales, con un núcleo de voluntarios y un gran número de mercenarios extranjeros.
También sus fuerzas navales estaban formadas por profesionales. La balanza de la guerra
naval se inclinaba en contra de España y sus marinos, sobre todo en las grandes derrotas
como la batalla de las Dunas (1639), experimentaron numerosas bajas en el curso de la
centuria. Sin embargo, todo eso ha de ser considerado como los riesgos normales del
servicio regular. Pero la situación cambió a partir de 1635. La guerra con Francia obligó al
gobierno a ampliar el ámbito del reclutamiento forzoso, a movilizar a la aristocracia, a la
pequeña nobleza y a sus séquitos, a organizar milicias urbanas y a reclutar un contingente
de quintos forzosos en cada comunidad. A partir de 1640, la península se convirtió también
en escenario de la guerra y el conflicto de Castilla con Cataluña y Portugal adquirió el
carácter, si no de guerra total, al menos de una guerra a muerte, en la que el pillaje y la
devastación adquirieron grandes proporciones, en la que se mataba a los prisioneros y era
necesario realizar numerosas levas. Para luchar en el frente catalán, el gobierno pretendía
alistar a 12.000 hombres al año en Castilla, estableciendo cupos en cada comarca. La carga
recaía especialmente sobre el sector más pobre de la población, por cuanto la nobleza y los
ricos pagaban para que les sustituyeran en la milicia o compraban un cargo que conllevaba
la exención del servicio militar. En cuanto a la guerra con Portugal, en un principio
consistió en escaramuzas a lo largo de la extensa frontera y fue en gran medida una
operación de contención. Pero a pesar de ello se cobró un alto precio y las bajas fueron
numerosas entre la población civil. En especial, Galicia tuvo que soportar constantes levas.
A partir de 1659, el intento de reconquistar Portugal se llevó a cabo con ejércitos reducidos
formados en su mayor parte por soldados extranjeros.
Por consiguiente, el mayor esfuerzo militar se concentró en los años 1635-1659, y
fue en ese período cuando se produjeron mayores tasas de mortalidad por efecto de la
guerra. Pero la muerte se producía más por otras causas que durante la batalla. En efecto, la
guerra desencadenaba enfermedades y hambre y las perpetuaba. Es probable que muriera
más gente a causa de los efectos secundarios de la guerra, por efecto de la peste y la
malnutrición, que por la espada y las balas. En Aragón, la presencia del ejército y de la
11
Véase un análisis de esos datos en Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII pp 86-91, y G
Céspedes del Castillo, «Las Indias en el siglo XVII» en J Vicens Vives, ed , Historia social y económica de
España y América, 5 vols , Barcelona, 1957-1959, III, p 497, véase supra, pp 185-186 infra, p 209.
12
La estimación corresponde a Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, p 90 Otra
estimación, que sitúa en 200 000 el numero de emigrantes para el periodo 1601 1650, no se aleja de la
anterior; véase Magnus Morner, «La emigración española al Nuevo Mundo antes de 1810 Un informe del
estado de la investigación», Anuario de Estudios Americanos, 32 (1975), pp 43-131.
corte en 1645-1650, devastó el campo, como consecuencia del consumo de las cosechas, la
confiscación de animales y de medios de transporte y el reclutamiento de los campesinos, y
provocó una crisis de subsistencia. Luego, la epidemia de 1651 azotó a la población
debilitada por el hambre; y el destino de Aragón ilustra la combinación clásica de guerra,
hambre y peste, que redujo a la región a una economía de subsistencia. Sólo en Zaragoza
murieron más de 6.000 personas en 1652-1653. 13 En general, es difícil calcular las bajas
producidas por la guerra, pero una estimación razonable apunta a un promedio anual de
20.000 bajas al año (incluida Cataluña), elevando el número total a 288.000 para el período
crucial de 24 años. 14 El supuesto de un número de bajas elevado se ve reforzado por el
porcentaje anormalmente elevado de viudas registradas en el censo de 1646. Por ejemplo,
en Mérida las viudas constituían una sexta parte de la población.
El síndrome de la peste, el hambre y la guerra produjo la catástrofe demográfica en
España. El gobierno era consciente de la crisis, aunque sólo fuera por los informes que
recibía de los recaudadores de impuestos y de los sargentos encargados del reclutamiento.
Pero no poseía estadísticas fiables. Consideraba la guerra como inevitable y en materia de
salud pública estaba a la altura de otros gobiernos de la época. Los niveles de higiene eran
extraordinariamente bajos y los recursos médicos muy primitivos. Al Estado le interesaban
más las consecuencias de la despoblación que sus causas. Ocasionalmente afrontaba el
problema, pero sin que ello produjera efectos tangibles. 15 Entre los planes de reforma
alumbrados al inicio del reinado de Felipe IV figuraba la creación de una Junta de
Población, posiblemente con la intención de crear industrias y atraer extranjeros, pero
como carecía de los fondos necesarios pronto interrumpió su actividad. Y en un intento de
elevar la tasa de natalidad, el gobierno declaró exentos del pago de impuestos a aquellos
padres de familia que tuvieran ocho o más hijos. A estos prolíficos españoles se les
denominaba, en son de burla, «hidalgos de bragueta».
La aristocracia
que veía con malos ojos las pretensiones de los comerciantes, los profesionales y otros
grupos urbanos. Por su parte, la corona preservaba a la nobleza, incluso frente a sí misma.
Los nobles tenían que conseguir el permiso real para casarse, para enajenar su patrimonio,
para hipotecar sus propiedades, en definitiva, para todo aquello que pudiera debilitar a la
clase a la que pertenecían, porque, aunque un tanto ingenuamente, la corona consideraba a
la nobleza como una reserva de talento al servicio del país. También el sistema educativo
favorecía a la nobleza, pues monopolizaba los Colegios Mayores, instituciones creadas
originalmente para financiar los estudios de alumnos inteligentes procedentes de familias
pobres. Los que estudiaban allí eran promocionados de manera automática para ocupar
puestos en la Iglesia y el Estado. Un título universitario era una cualificación para ocupar
un cargo y en el curso del siglo XVI las universidades habían contribuido a la formación de
un grupo social nuevo y homogéneo, los letrados, un cuerpo de prelados, consejeros,
magistrados y estadistas con preparación jurídica, junto con una élite burocrática de la que
formaban parte dinastías de letrados que ocupaban puestos clave en España y en el
imperio. Tenían preferencia los castellanos que podían hacer gala de limpieza de sangre,
así como aquellos que tenían conexiones familiares, los licenciados de Salamanca, Madrid
y Alcalá y los antiguos profesores. En el siglo XVII, sin embargo, la depresión económica
puso fin al boom académico del siglo XVI y empeoró las perspectivas laborales de los
universitarios. El resultado fue un mayor exclusivismo y un énfasis aún mayor en lo
utilitario. El ideal de una universidad no era la erudición, sino llegar a ocupar un cargo. Los
Colegios Mayores comenzaron a admitir a los hijos de sectores más poderosos, no sólo a la
aristocracia sino a las familias de letrados, que sólo deseaban estudiar derecho y que
querían hacerlo sin tener que pagar un alto precio. Las universidades comenzaron a estar
dominadas por los estudios de derecho y las cátedras universitarias se convirtieron en coto
cerrado no de los eruditos, sino de letrados que las ocupaban provisionalmente, con sus
miras puestas en metas más elevadas. Y si los Colegios Mayores continuaron reclutando a
sus alumnos de entre las filas de las clases privilegiadas, quienes en ellos se titulaban
alcanzaban una fácil promoción en el aparato del Estado. Constituían el 58,5 por 100 de los
oidores de la chancillería de Valladolid en el reinado de Felipe III, porcentaje que se elevó
hasta el 61,5 por 100 en el reinado de Felipe IV y al 66,7 por 100 en el de Carlos II. En
cuanto al Consejo de Castilla, pasaron del 57,9 por 100 en el reinado de Felipe III, al 68,5
por 100 en el de su sucesor y al 72,5 por 100 en tiempo de Carlos II. 16 Por consiguiente,
las universidades, y su fruto principal, los letrados, estaban dedicados casi exclusivamente
al servicio del Estado y no tenían recursos alternativos. Cuando la economía entró en una
fase de depresión en el siglo XVII, tanto la sociedad como el Estado se vieron afectados:
las universidades sufrieron las consecuencias de la merma de ingresos, las familias de la
escasez de fondos para la educación y los titulados universitarios de la falta de
oportunidades. En ese momento, las universidades carecían de reservas para poder
mantenerse. Por lo que respecta a su extracción social, los estudiantes universitarios
pertenecían a familias hidalgas, y no del pueblo llano. Para los hijos primogénitos de la alta
nobleza había una institución especial, el Colegio Imperial de Madrid, fundado por los
jesuitas en el reinado de Felipe IV con el objetivo específico de formar un grupo de élite.
El Colegio encontraba su justificación en la alegación
de que las repúblicas bien gobernadas han librado la mayor parte de su
felicidad en la buena educación de su juventud, y aunque interesa que se extienda
mucho a la gente común, mucho más importa que no les falte a los hijos de los
16
Richard L. Kagan, Students and Society in Early Modern Spain, Baltimore, 1974, p. 93, para este y otros
detalles curiosos; véase también Janine Fayard, Les membres du Conseil de Castille á l’époque moderne
(1621-1746), Ginebra-París, 1979, p. 35.
príncipes, y gente noble, porque es la parte más principal de la República, la qual, con
sus buenas o malas costumbres, lleva tras sí todo lo demás, y porque con el tiempo
17
viene a parar el gobierno y la administración del Reino.
En España, la educación superior se había convertido en un instrumento poderoso
para la perpetuación del dominio social y político de la aristocracia.
En el curso de su historia, la aristocracia española engendró su propia jerarquía y
sus propias distinciones. Esto era inevitable en una clase que, en los albores del siglo XVII,
había ido creciendo hasta contar con 650.000 representantes en Castilla, aproximadamente
el 10 por 100 de la población. 18 A la nobleza de sangre original se le unieron, en los siglos
XVI y XVII, gran número de hidalgos, que compraron, consiguieron o demostraron su
condición nobiliaria. Ante semejante invasión, la nobleza más antigua y más adinerada
intentó perpetuar las distinciones sociales parapetándose en las filas de los grandes y los
títulos. Este reagrupamiento de la aristocracia se acentuó en el curso del siglo XVII, y al
finalizar el período existía un verdadero abismo entre los grandes y los títulos, por un lado,
que constituían la auténtica nobleza, y la masa de caballeros e hidalgos, que poseían poco
más que un escudo nobiliario. La prueba definitiva era de carácter económico: unos eran
más ricos que otros. Como afirmaba Lope de Vega,
No dudes que el dinero es todo en todo.
Es príncipe, es hidalgo, es caballero,
es alta sangre, es descendiente godo.
El lugar más bajo de la jerarquía estaba ocupado por un gran número de hidalgos,
nobles por herencia o por adquisición reciente, pero cuya pobreza o falta de cargos les
impedía continuar progresando. Se distribuían, sobre todo, por el norte de Castilla y las
zonas montañosas de Cantabria. Algunos conseguían el sustento a duras penas gracias a
sus pequeñas propiedades, otros realizaban trabajos considerados innobles y no eran pocos
los que tenían que recurrir a la mendicidad. Constituían el blanco elegido por los autores
satíricos. Más hacia el sur, los hidalgos que poseían alguna fortuna preferían el título más
ilustre de caballero. Los caballeros pertenecían a las capas medias de la nobleza. Vivían en
las ciudades y obtenían la mayor parte de sus ingresos de sus propiedades, que
complementaban con las anualidades que les rentaban sus juros y censos. Frecuentemente,
eran titulares de regimientos, lo que les daba la oportunidad de llegar a ser procuradores en
Cortes y, de esa forma, evitar que los impuestos afectaran a las propiedades e intereses de
su clase. Pero los caballeros, especialmente los de nuevo cuño, aspiraban a metas más
altas. A fin de enaltecer su posición, a veces compraban, cuando no la habían heredado,
jurisdicción señorial, convirtiéndose así en señores de vasallos, cuyo número era de 254 en
Castilla a comienzos del siglo XVII. Por encima de todo, anhelaban ser caballeros de
hábito y comendadores, no porque las órdenes militares desempeñaran ya función alguna,
sino porque conferían un honor intachable, prueba de pureza racial y de nobleza, mientras
que las encomiendas suponían pingües ingresos. 19 En el siglo XVII, cuando aumentó la
presión por los hábitos, Olivares los vendió por centenares y el gobierno de Carlos II
degradó aún más su valor.
Provisto de un señorío, un hábito y tal vez una encomienda, el caballero intentaba
hacerse un hueco en las filas de los títulos. Éstos se distinguían por su posición y su
17
Citado por Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, p. 289; véase también J. S. Díaz,
Historia del Colegio Imperial de Madrid, Madrid, 1952.
18
John C. Salyer, «La política española en la época del mercantilismo», Anales de Economía, 31 (1952), pp.
319-321. Véase también Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII pp. 189-191.
19
Ibid., pp. 200-201.
riqueza, y en la consideración popular eran la auténtica nobleza. Una vez más, el criterio
era la riqueza, especialmente en el siglo XVII. Aquellos que poseían dinero suficiente para
comprar tierra, jurisdicción y vasallos, para vivir una vida fácil y de ostentación y para
adelantar sumas sustanciales al erario, podían esperar ascender del rango de simple
caballero al de conde o marqués. A su vez, el aumento de importancia de la clase de los
títulos incrementaba el valor de la grandeza, el grupo más exclusivo y con mayor
conciencia de clase. Esta lucha constante por la promoción, en la que los caballeros
trataban de convertirse en títulos y los títulos en grandes, producía una especie e movilidad
social y modificaba la composición de la nobleza. El siglo XVI contempló un moderado
movimiento ascendente: los 20 grandes y 35 títulos existentes originalmente habían
aumentado hasta 99 a finales del reinado de Felipe II, 18 duques, 38 marqueses y 43
condes. Felipe III aceleró el proceso, creando otros 20 marquesados y 25 condados. Felipe
IV, en un reinado más largo —44 años— y más pobre, creó 66 marqueses y 25 condes.
Carlos II, durante su reinado de 35 años, sancionó la creación de tantos títulos como en los
dos siglos anteriores: 5 vizcondes, 78 condes y 209 marqueses. 20
Cuando en 1520 Carlos V definió legalmente la grandeza, estaba formada por 20
familias, entre ellas los duques de Medinaceli, Alburquerque, Medina Sidonia, Alba, Frías
y Béjar. Los primeros grandes eran un grupo selecto y poderoso con privilegios políticos y
diplomáticos específicos; y para mantenerles alejados de la política, los primeros Austrias
los utilizaron —así como a sus fortunas— en la guerra y en la diplomacia antes que en la
administración central. Al acceder el trono el más influible Felipe III, los grandes
aumentaron su presencia en la corte, donde negociaron los mejores nombramientos en el
Consejo de Estado y en los virreinatos. Felipe IV aumentó enormemente su número. En
1627, había 168 nobles titulados en Castilla, lo que supone un incremento de casi 50 desde
el año 1600. De ese número, 25 eran duques (todos los grandes), 70 marqueses (9 grandes)
y 73 condes (7 grandes). El número total de 41 grandes duplicaba al de comienzos del siglo
XVI. 21 En 1640, la corona creó 10 nuevos grandes, cada uno de los cuales se comprometió
a llevar un contingente militar al frente catalán.22 Los grandes más antiguos mostraban una
actitud de desdén hacia los recién llegados y miraban con desconfianza a quien los había
encumbrado. Olivares devolvió, a su vez, ese sentimiento de antipatía, convirtiendo a sus
oponentes en enemigos declarados. Haro trató con más deferencia a los grandes, y en el
reinado de Carlos II alcanzaron el apogeo de su poder. 23 Para satisfacer su orgullo y
exclusivismo se introdujeron mayores sutilezas, con la distinción más complicada entre
grandes de primera, de segunda y de tercera clase. Sin embargo, todos ellos eran
extraordinariamente ricos, poseedores de las mayores fortunas del reino. Esa era
precisamente la razón por la que eran grandes y la base de su resurgimiento en el siglo
XVII.
Mientras los grandes y los títulos contemplaban el panorama desde la atalaya de su
encumbrada posición, los nobles más humildes tenían que trabajar duramente para
conservar su estatus. Para conseguirlo o confirmarlo, tenían que demostrar su linaje, su
pureza de sangre —lo que significaba no tener antepasados judíos— y su exención de los
impuestos. A menos que un hombre fuera de notoria hidalguía, su pretensión de integrarse
en la nobleza suponía generalmente un proceso largo y costoso, porque debía contar con la
oposición de sus enemigos o de los restantes contribuyentes. Sin embargo, se consideraba
20
Ibid., pp. 209-222.
21
Elliott, El conde-duque de Olivares, pp. 195-197.
22
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 218-219.
23
Véase infra, pp. 316-320.
que las ventajas justificaban la lucha y en muchos casos así ocurría con toda probabilidad.
La ley trataba mejor al noble que al pechero, y aquél no podía ser ni torturado, ni
condenado a galeras ni encarcelado por deudas. Por otra parte, la nobleza daba acceso a la
burocracia. Los mejores cargos públicos eran monopolizados por los nobles, que también
ocupaban prácticamente la mitad de los cargos municipales. El Consejo de Estado estaba
siempre dominado por la alta nobleza. En los demás consejos había un mayor porcentaje de
hidalgos y caballeros, pero no representantes del pueblo llano. Y otros cargos importantes,
como el de corregidor, eran detentados generalmente por caballeros. Finalmente, la
nobleza suponía inmunidad fiscal, que era, de hecho, la prueba crucial de hidalguía. Los
nobles de menor rango, que ocupaban los márgenes de su clase, miraban siempre con
ansiedad los censos fiscales, que eran los que separaban a los pecheros (contribuyentes) de
los hidalgos. El privilegio fiscal se vio fuertemente erosionado en el siglo XVII por el
incremento de los impuestos indirectos —principalmente los millones— y otros tributos
que creó la corona para conseguir que la nobleza contribuyera, en ocasiones de forma
importante. 24 Pero se resistían con todas sus fuerzas al pago de los impuestos personales,
como el servicio ordinario y extraordinario, porque la exención identificaba su estatus y
tenía un gran valor simbólico. También tenían inmunidad fiscal en determinados impuestos
municipales, entre ellos la sisa, y en algunas ciudades existían tiendas especiales para los
nobles, donde podían comprar los alimentos libres del impuesto sobre la venta. No hay que
olvidar tampoco las ventajas financieras de los privilegios fiscales, pero aún mayor era su
valor en términos de prestigio, pues confería honor y estatus social y para alcanzarlo
muchos castellanos estaban dispuestos a sacrificarlo todo.
La nobleza no era sinónimo de riqueza, pero el pobre hidalgo del norte de Castilla,
tan ridiculizado entonces y después, no era una figura típica en toda España. En los demás
lugares, la nobleza conseguía algo más que simplemente sobrevivir. Sin embargo, la fuente
de la riqueza del noble era tan importante como su magnitud. ¿Podía trabajar un noble? Era
esta una cuestión muy debatida en la literatura jurídica y genealógica, y la respuesta era
que no debía hacerlo. Pero lo cierto es que los empobrecidos hidalgos tenían que trabajar y
en el norte de España se veían obligados a desempeñar ocupaciones que, en sentido
estricto, eran incompatibles con la nobleza. Aparte de éstos, una serie de títulos y
caballeros participaban en la industria y el comercio, lo cual se consideraba aceptable en
tanto en cuanto no dirigieran sus propias empresas y éstas no estuvieran asentadas en su
casa. En los puertos comerciales, especialmente en Sevilla y Cádiz, donde tenían el
ejemplo de los extranjeros, los españoles no veían incompatibilidad alguna entre la nobleza
y las iniciativas comerciales, siempre que éstas se desarrollaran al por mayor, con éxito y a
gran escala.
Sin embargo, en la práctica los aristócratas negociantes eran escasos. Los ingresos
de la nobleza procedían principalmente de la tierra, asegurados por la primogenitura y la
vinculación y reforzados por los señoríos. Se hace difícil saber si los ingresos procedentes
de la agricultura disminuyeron en el siglo XVII. El hecho de que un noble poseyera una
gran propiedad, o incluso la ampliara, no significaba que lo hiciera por motivos
económicos. La tierra era una inversión social más que económica. Normalmente, los
aristócratas no eran agricultores interesados en mejorar sus tierras y tenían que darse unas
condiciones excepcionalmente favorables para que se decidieran a invertir en la extensión
de las tierras cultivables. Los precios agrícolas descendieron durante el período 1605-1612,
no crecieron más rápidamente que los precios no agrícolas en 1612-1625 y quedaron muy
24
Dominguez Ortiz, «La desigualdad contributiva en Castilla durante el siglo XVII», Anuario de Historia del
Derecho Español, XXI-XXII (1951-1952), pp. 1.222-1.268.
por detrás de estos últimos en los años 1625-1665. 25 El hecho de que los aristócratas
fueran incapaces de aumentar sus ingresos con los productos procedentes de la tierra podría
explicar su cada vez mayor ansiedad de complementar sus recursos con concesiones y
cargos. Quienes no lo conseguían y continuaban viviendo exclusivamente de sus rentas
agrarias solían pasar apuros económicos. Los aristócratas más afortunados diversificaban
sus fuentes de ingresos. 26
Frecuentemente, los ingresos procedentes de la tierra se complementaban con las
rentas señoriales. El almirante de Castilla era señor de 97 ciudades y aldeas, el duque del
Infantado de 800 y tenía el derecho de nombrar a 500 oficiales. La aristocracia había
adquirido señoríos, ya fuera en virtud de su posesión inmemorial, por concesión real o
mediante compra. 27 Los primeros Austrias vendieron señoríos procedentes, en su mayor
parte, de tierras desamortizadas de las órdenes militares, pero Felipe IV, que practicó la
venta a mucha mayor escala, enajenó también jurisdicción real. 28 La jurisdicción señorial
sobre ciudades y aldeas reportaba a los nobles vasallos, cargos y, con frecuencia, rentas, las
más importantes de las cuales eran las alcabalas. Por consiguiente, las ganancias de los
nobles suponían pérdidas para la corona, la cual también perdía ingresos procedentes de
impuestos importantes, de la resolución de numerosos procesos legales y los ingresos que
reportaban los litigios. Frecuentemente, las alcabalas se vendían junto con los señoríos, y a
mediados del siglo XVII más de 3.000 ciudades y aldeas de Castilla pagaban la alcabala a
sus señores en lugar de a la corona. 29 Paradójicamente, al tiempo que los Austrias
enajenaron jurisdicción, también intentaron recuperarla, ya fuera por decreto o, más
frecuentemente, recurriendo a la justicia. En los decenios de 1630 y 1640, el fiscal del
Consejo de Hacienda, Juan Bautista Larrea, inició una serie de acciones legales contra
determinados nobles cuyo derecho de posesión de alcabalas era cuestionable. Pero esa
campaña no tuvo éxito en todos los casos y lo más que consiguió el gobierno de Felipe IV
fue obligar a algunos de los nobles más adinerados a entregar una suma fija al erario
público. No fue hasta el siglo XVIII cuando se emprendió con decisión la incorporación de
señoríos.
En el curso del siglo XVII, la depresión económica general acentuó la tendencia de
la nobleza a desempeñar cargos en la corte y en la administración municipal. Al mismo
tiempo, mejoraron sus oportunidades en el aspecto educativo gracias a que pudieron
usurpar los fondos de los Colegios Mayores, consiguiendo acceso gratuito a la educación
universitaria. Gracias a ello, ocuparon las embajadas y los consejos, consiguieron
corregimientos, escaños en las Cortes y envidiables beneficios en la Iglesia. Acaparaban la
mayor parte de los ingresos que la corona arrendaba y realizaban importantes inversiones
en juros y censos. Por supuesto, eran vulnerables a la adversidad económica y a las
medidas políticas del Estado, al igual que el resto de la sociedad. La inflación monetaria
25
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 260-261; Carmelo Viñas y Mey, El
problema de la tierra en la España de los siglos XVI-XVII, Madrid, 1941, p. 30
26
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 223-228.
27
Alfonso María Guilarte, El régimen señorial en el siglo XVI, Madrid, 1962, pp. 1-12 173-201, 285-324;
Salvador de Moxó, «Los señoríos. En torno a una problemática para el estudio del régimen señorial»,
Hispania, XXIV (1964), pp. 185-236, 399-430; Henry Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, 1665-
1700, Londres, 1980, pp. 228, 232, 236-237.
28
Salvador de Moxó, La incorporación de señoríos en la España del Antiguo Régimen, Valladolid, 1959, pp.
13-18.
29
Salvador de Moxó, «Los orígenes de la percepción de alcabalas por particulares», Hispania, XVIII (1958),
pp. 307-339; véase también del mismo autor, La alcabala. Sobre sus orígenes, concepto y naturaleza, Madrid,
1963.
afectó a quienes vivían de ingresos fijos. La aristocracia de Aragón y Valencia sufrió los
efectos de la desaparición de la mano de obra morisca en 1609. Y a partir del decenio de
1620, todo el conjunto de la nobleza fue objeto de una atención más estricta por parte de
los ministros de Hacienda. Olivares estaba convencido de que la inacción convertía a los
nobles en elementos perturbadores. Su idea era crear una nobleza de servicio, movilizar a
los señores y a su séquito para que participaran en la guerra a expensas de su señor. 30 Si lo
preferían, podían comprar la exención. En octubre de 1632, el duque de Béjar, el duque de
Medina Sidonia y el marqués de Priego tuvieron que aportar 3.000 hombres cada uno al
ejército real, lo que suponía despoblar sus propiedades. Un año más tarde se les pidió que
aportaran 4.000 hombres. Estas exigencias eran tan frecuentes que en 1638 el duque de
Béjar comenzó a plantear objeciones. 31 Muchos de los nobles que se negaron a aportar lo
que se les pedía fueron alejados de la corte hacia sus propiedades, con la advertencia de
que aumentaran sus ahorros para poder ayudar después a la corona. Esta fue una de las
razones por las que Felipe IV y Olivares perdieron el apoyo de la nobleza. Sería necesario
todo el tacto de Haro para recuperarlo.
Sin embargo, los peores enemigos de los nobles eran ellos mismos. A pesar de sus
importantes ingresos —de los productos de sus propiedades, los derechos señoriales,
rentas, censos y juros—, una gran parte de la alta nobleza vivía al borde de la bancarrota.
Sus dificultades no derivaban, como ellos afirmaban, de los gastos que les ocasionaba el
servicio a la monarquía y la etiqueta de la corte, sino, fundamentalmente, de su ineptitud.
Administraban con tal ineficacia sus propiedades que de no haber existido el impedimento
de la vinculación habrían empezado a vender sus posesiones. Pese a todo, muchos de ellos
intentaron hacerlo. Generalmente, la corona negaba el permiso para enajenar parte alguna,
por pequeña que fuera, de una propiedad, pero era más indulgente respecto a las peticiones
—que se agolpaban en el Consejo de Castilla— para hipotecarlas. Los nobles, que carecían
de profesionalidad en la gestión de sus asuntos, estaban inmersos, además, en un sistema
muy costoso. Los grandes nobles tenían importantes gastos generales, pues tenían que
observar un determinado estilo de vida y mantener una gran casa, y al mismo tiempo se
esperaba de ellos que repartieran limosnas con generosidad y actuaran como benefactores
de fundaciones, asilos y hospitales, aspectos todos ellos que suponían una merma de los
ingresos de cualquier aristócrata respetable. Por una u otra razón, muchos nobles, incluso
los de más alta alcurnia, estaban fuertemente endeudados y cualquier situación especial —
el servicio a la corona o la dote a una hija— les ponía en aprietos. Incluso el condestable de
Castilla, Bernardino de Velasco, señor de vastos territorios, tuvo que alegar que se hallaba
en dificultades financieras en 1635, afirmando que al heredar su patrimonio lo había
encontrado «hipotecado hasta 400.000 ducados y la mayor parte de esa suma se había
gastado al servicio de la corona». La propiedad de los Enríquez, almirantes de Castilla,
estaba permanentemente asediada por los acreedores, ya que estaba sobrecargada de
deudas y gastos. En 1640, el duque del Infantado pagaba 30.000 ducados al año en
concepto de devolución de hipotecas y en 1661 el gobierno asumió la administración de
esas propiedades para pagar a los acreedores y asignar unos ingresos al duque. El duque de
Osuna, gran señor de Andalucía con importantes ingresos procedentes de la tierra, de
derechos feudales y de juros, tenía dificultades para vivir de sus ingresos. En los años
centrales de la centuria, las deudas de la casa de Pastrana ascendían a 400.000 ducados y el
Consejo de Castilla tuvo que hacerse cargo de la administración de sus rentas. 32
30
Elliott, El conde-duque de Olivares, p. 499.
31
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 228-232.
32
Para este y otros ejemplos, ibid pp. 232-242.
33
Charles Jago, «The "Crisis of the Aristocracy" in Seventeenth-Century Castile», Past and Present, 84
(1979), pp. 60-90.
34
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, p. 47.
35
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 147-154
36
Ángel García Sanz, Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja. Economía y sociedad en
tierras de Segovia, 1500-1814, Madrid, 1977, pp. 219-220; Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century,
pp. 262-263.
37
Juan Regla, «La expulsión de los moriscos y sus consecuencias en la economía valenciana», Hispania,
XXIII (1963), pp. 200-218.
38
Citado por Sureda Cardón, La hacienda castellana y los economistas del siglo XVII, p. 168.
39
Carbajo, Isla, La población de la Villa de Madrid, pp 138-140, 302-335; véanse diferentes estimaciones en
David R. Ringrose, Madrid and the Spanish Economy, 1560-1850, Berkely y Los Angeles, 1983, pp 28-58,
106-107 (Hay traducción española: Madrid y la economía española 1560-1850, Alianza, Madrid, 1985).
finales del siglo XVII. 40 La mayor parte de los hombres de negocios de la ciudad
desertaron de su clase. Mientras que en 1535 acudieron 119 comerciantes a la reunión del
consulado (gremio de comerciantes), en 1661 ese número se había reducido a 8, que
constituían la mayoría de los miembros del gremio. 41
La función del hombre de negocios, que dejaron de desempeñar los españoles, pasó
a manos de los extranjeros. 42 Desde el siglo XVI, los principales banqueros de la corona
habían sido extranjeros. Hacia 1620, el negocio de los asientos estaba dominado por
italianos, principalmente genoveses. Los Fugger, cuyos días de mayor gloria ya habían
pasado, todavía poseían dos activos importantes, el arrendamiento de la cruzada, uno de los
ingresos más lucrativos en España, y la mina de mercurio de Almadén. No importa quiénes
fueran los asentistas extranjeros, eran un grupo odiado, considerados popularmente como
las sanguijuelas de la economía española, acusados de enriquecerse a expensas del tesoro y
del contribuyente, de cobrar unos intereses excesivos, de apropiarse de las mejores rentas y
de utilizar su derecho de exportar plata en nombre de la corona como cobertura de sus
transacciones privadas. Aunque había una parte de verdad en estas afirmaciones, en
realidad los banqueros extranjeros no hacían sino atender una demanda, de una proporción
tal que escapaba por completo a la capacidad de los financieros españoles, y teniendo en
cuenta la falta de solvencia de su cliente. Finalmente, cuando sus recursos experimentaron
una importante merma como consecuencia de la suspensión de pagos de 1627 y las
insaciables peticiones de Felipe IV y Olivares, a los italianos se les unieron una serie de
financieros portugueses.
Los marranos portugueses eran judíos conversos, algunos de ellos descendientes de
judíos españoles expulsados en 1492. Desempeñaban un destacado papel en el comercio
interno e internacional de Portugal, en el que monopolizaban prácticamente el tráfico de
esclavos, al mismo tiempo que comerciaban con especias, azúcar y otros productos
coloniales. En Portugal eran vulnerables, porque la Inquisición desconfiaba de su ortodoxia
y el pueblo envidiaba su riqueza. Por ello, se felicitaron de la unión de las coronas y
comenzaron a buscar nuevos horizontes en España. A cambio de una importante
subvención a la corona obtuvieron el derecho de emigrar en 1601 y muchos de ellos
entraron inmediatamente en España. Allí ampliaron sus operaciones económicas y no
tardaron en ser acusados de todo tipo de delitos, desde acaparar el comercio de las Indias a
organizar la prostitución. El privilegio de 1601 fue revocado en 1610, pero consiguieron
evadir la ley. Desde comienzos del reinado de Felipe IV se convirtieron en arrendatarios de
diversas rentas de la corona, en especial de los derechos de aduana interiores. Olivares,
quien al parecer estaba libre de prejuicios raciales, les introdujo en el negocio de los
asientos y su patrocinio les permitió libertad de movimiento en la península y, hasta cierto
punto, les protegió frente a las actuaciones de la Inquisición. 43 Además del pequeño grupo
40
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 143-145.
41
El número de pólizas de seguro contratadas en Burgos disminuyó de forma drástica en el primer decenio
del siglo XVII; véase R. S. Smith, The Spanish Guild Merchant. A History of the Consulado 1250-1700,
Durham, N.C., 1940, p. 71 [hay trad. cast.: Historia de los consulados de mar (1250-1700), Península,
Barcelona, 1978]; véase también Manuel Basas Fernández, El Consulado de Burgos en el siglo XVI, Madrid,
1963.
42
A. Girard, «Les étrangers dans la vie économique de l'Espagne au XVIe et XVIIe siécles», Annales
d'Histoire Économique et Sociale, XXIV (1933), pp. 567-578; A. Domínguez Ortiz, «Los extranjeros en la
vida española durante el siglo XVII», Estudios de Historia Social de España, IV 2 (1960), pp. 293-426; H.
Sánchez de Sopranis, «Las naciones extranjeras en Cádiz durante el siglo XVII», Estudios de Historia Social
de España, IV, 2 (1960), pp. 643-877.
43
A. Domínguez Ortiz, «Los conversos de origen judío después de la expulsión», Estudios de Historia Social
de España, III, 1955, pp* 226-431; Boyajian, Portuguese Bankers, pp. 2-13, 44, 133-180.
de asentistas —Duárte Fernández, Simón Suárez, Manuel de Paz y Juan Núñez Saravia—
otros hombres de negocios portugueses de menor envergadura penetraron en España para
desplegar su iniciativa y hacer fructificar su capital, y especialmente para hacerse un hueco
en el comercio de las Indias. En 1640, había unos 2.000 comerciantes portugueses
solamente en Sevilla. No todos estos inmigrantes pudieron escapar intactos. Uno de los
principales asentistas, Juan Núñez Saravia, fue acusado de judaizante y de exportar plata a
otros comerciantes en el extranjero, por lo que pasó cinco años en prisión. Otros
comerciantes portugueses sufrieron también multas y confiscaciones. 44 Sin embargo, en
conjunto los portugueses que se afincaron en Castilla obtuvieron buenos dividendos de su
dinero bajo la protección de Olivares, e incluso en los primeros años de la rebelión
portuguesa las autoridades españolas les protegieron del odio popular. Sin embargo, tras la
caída de Olivares, su posición se hizo más vulnerable. Además, algunos de ellos sufrieron
las consecuencias de la bancarrota del Estado de 1647 y, por lo demás, la economía
castellana se hallaba demasiado deprimida como para permitirles obtener pingües
beneficios. 45 Así pues, en los años centrales del siglo XVII se produjo una nueva salida de
comerciantes y capital de España, porque los portugueses se trasladaron hacia el norte de
Europa en busca de nuevas oportunidades, quedando tan sólo en España algunos
administradores de rentas de la corona.
Entretanto, otros extranjeros ocuparon el vacío que habían dejado españoles y
portugueses. El comercio ultramarino de España, especialmente el comercio de las Indias,
atrajo hacia sus puertos a un número creciente de comerciantes extranjeros que se
desempeñaban como importadores, exportadores, representantes y agentes. 46 Este era
simplemente un nuevo signo del subdesarrollo del país. España era un buen mercado de
exportación de productos manufacturados y una buena fuente de determinadas materias
primas. Como los extranjeros tenían los productos, el capital y los barcos, controlaban por
completo las operaciones de importación y exportación, reduciendo a sus homónimos
españoles a poco más que a meros comisionistas. Muchos de los comerciantes extranjeros
se afincaron en España con carácter permanente. Podía encontrárseles especialmente en
Sevilla y Cádiz, donde supervisaban la reexportación de sus productos a las Indias
españolas. En el transcurso del siglo XVII, a genoveses y flamencos se les unió en los
puertos de Andalucía un número cada vez mayor de naturales de países no aliados de
España, sobre todo franceses, ingleses y holandeses. España practicaba una política liberal
en materia de inmigración y en el extranjero se exageraba en gran manera su reputación de
intolerancia religiosa. Hacia mediados del siglo XVII, los ingleses habían conseguido
establecer una relación aceptable con la Inquisición y residían n España sin ser hostigados.
Incluso en tiempo de guerra, en que su posición era inevitablemente más difícil, muchos de
ellos decidieron permanecer en el país. El número real de extranjeros en España es objeto
de especulación. En 640, en Sevilla había unos 12.000, una décima parte de su población.
En 1665, después del azote de la gran peste, la ciudad contaba todavía con 7.000
extranjeros. En conjunto, en 1650 había en el país entre 120.000 y 150.000 extranjeros
residentes. 47 De hecho, ellos formaban la clase empresarial de España.
44
A. Domínguez Ortiz, «El proceso inquisitorial de Juan Núñez Saravia, banquero de Felipe IV», Hispania,
XV (1955), pp. 559-581.
45
J. Caro Baroja, Los judíos en la España moderna y contemporánea, 3 vols., Madrid, 1962, PP. 68-131;
Henry Kamen, The Spanish Inquisition, Londres, 1965, pp. 221-226.
46
Sánchez de Sopranis, «Las naciones extranjeras en Cádiz durante el siglo XVII», PP-47-659.
47
Domínguez Ortiz, «Los extranjeros en la vida española durante el siglo XVII», pp. 389-391.
48
Linda Martz, Poverty and Welfare in Habsburg Spain. The Example of Toledo, Cambridge, 1983, pp. 45-
89, 199; Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 277-280.
49
Martz, Poverty and Welfare in Habsburg Spain, pp. 90-91,
50
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 175-182, 207-212.
51
Stradling, Philip IV, pp. 203-206.
52
Antonio Domínguez Ortiz, Alteraciones andaluzas, Madrid, 1973, pp. 92-148.
populares, tumultos por causa del pan y los impuestos, no rebeliones regionales. Exigían la
sustitución de algunos oficiales, pero no la autonomía andaluza. Este tipo de movimientos
se convirtieron en un rasgo habitual de la vida rural durante la segunda mitad del siglo
XVII, reapareciendo en Galicia en 1673 y en Cataluña en 1688-1689. La rebelión de
Cataluña tuvo su origen en las malas cosechas y la escasez de trigo, y las exigencias de
impuestos y de alojamiento de las tropas durante la guerra con Francia enconó aún más la
situación. Bajo la dirección de una serie de cabecillas catalanes se convirtió en una revuelta
rural armada y en un ataque contra las autoridades regionales, pero no consiguió el apoyo
de la oligarquía local y finalmente fue aplastada por las fuerzas del virrey. 53
La alianza entre la corona y la aristocracia era demasiado estrecha y las fuerzas de
la ley y el orden demasiado sólidas como para dejar una posibilidad a la revolución social.
Después de todo, la masa de indigentes españoles aceptó su destino con callada
resignación. Su único portavoz eran algunos arbitristas que, sin embargo, no siempre
llegaban al fondo del problema, que no era otro que la mala distribución de la propiedad
agraria. Muchos de ellos criticaban la injusticia fiscal o, como decía Jacinto de Alcázar
Arriaza, «la desigualdad en la formalidad de los impuestos, que los pagan pobres y gran
parte los disfrutan ricos». 54 Por su parte, Fernández Navarrete criticaba la inmunidad
fiscal: «No siendo justo que exención de unos sea daño de otros, y que toda la carga venga
a estar sobre los débiles hombros de los labradores y jornaleros». 55 El padre López Bravo
escribió al inicio del reinado de Felipe IV en contra de la distribución de la propiedad: «Es
altamente nociva la pobreza que tiene su origen en una injusta distribución de la riqueza,
porque de esta desigualdad nacen, por una parte, la torpeza y la holgazanería de los
poseedores, y por otra la servidumbre, la miseria y la desesperación de los que nada tienen.
Resultando de esto que unos y otros abandonan los pueblos y se trasladan a la ciudad,
donde vienen a confluir todos los bienes y todos los males: los pobres, porque siguen como
esclavos de los ricos y éstos porque en todo aparecen más desenfrenados en el lujo y los
placeres». 56 En el decenio de 1620, el benedictino Benito de Peñalosa y Mondragón
registra la «extrema miseria de los campesinos españoles, las comidas groseras, los ajos y
cebollas, las migas y cecina dura, la carne mortecina, el pan de cebada y centeno»; sus
bastas ropas, «las abarcas, los sayos gironados y caperuzas de bolo, los bastos cuellos y
camisones de estopa, los zurrones y toscos pellizos y zamarros adobados con miera»; sus
miserables moradas, «las chozas y cabañas», y sus pobres posesiones, «algunas mal
aderezadas tierras, y algunos ganados flacos y siempre hambrientos por carecer de pastos
comunes». 57
Los campesinos españoles eran unas víctimas sin esperanza de la sociedad señorial
en la que vivían, una sociedad rígida en su estructura e inmutable en sus ideales. Sin duda,
el subdesarrollo inmovilizó a esta sociedad y prolongó su estancamiento. Tal vez, el
desarrollo económico habría elevado el nivel de vida de los campesinos e impulsado la
aparición de una clase media. Pero la rigidez social era al mismo tiempo causa y efecto de
la depresión económica. En España, las inversiones reflejaban la estructura de la sociedad.
Cuando no se despilfarraba en un consumo ostentoso, el capital tendía a situarse en
asientos, juros y censos, es decir, préstamos destinados a financiar los gastos del Estado y
53
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 213-218.
54
Citado en Sureda Cardón, La hacienda castellana y los economistas del siglo XVII, p. 181.
55
Citado ibid., p. 194.
56
Citado por J. Regla, «La época de los dos últimos Austrias», Historia social y económica de España y
América, III, p. 272.
57
Citado ibid., pp. 325-326.
de los consumidores, en lugar de dedicarse a iniciativas productivas. Una de las razones era
que el interés de las inversiones —el 7 por 100 en el caso de los censos, mucho más en el
de los asientos— era más elevado que en otras actividades. Según los arbitristas, la
agricultura rendía un dividendo de tan sólo el 4 por 100. Pero la razón fundamental hay que
buscarla en unos ideales fuertemente enraizados, que valoraban más el honor y el estatus
que la actividad empresarial. Aun cuando hubiera sido posible reducir el nivel de consumo
de los sectores de ingresos más elevados, no habría existido seguridad alguna de que los
ahorros se hubieran invertido en la agricultura y en la industria.
La agricultura y la industria
58
Manuel Colmeiro, Historia de la economía política en España, publicado en 1863, 2 vols., Madrid, 1965,
II, pp. 657-717.
59
Citado por Boronat, Los moriscos españoles y su expulsión, II, p. 329.
60
Regla, «La expulsión de los moriscos y sus consecuencias en la economía valenciana», pp. 221-222.
61
David Vassberg, Land and Society in Golden Age Castile, Cambridge, 1984, pp. 141-147 hay trad. cast.:
Tierra y sociedad en Castilla, Crítica, Barcelona, 1986).
62
Salomón, La campagne de Nouvelle Castille, pp. 256-266.
63
Actas, XV, p. 748.
64
Informes de los corregidores, c. 1600, en Viñas y Mey, El problema de la tierra en la España de los siglos
XVI-XVII, Apéndice I.
65
Gondomar a Felipe III, 1619, Documentos inéditos para la historia de España, nueva serie, 4 vols.,
Madrid, 1936-1945, II, pp. 131-146.
por cuya paga y las costas y vejaciones de cobradores, han sido causa destas
66
despoblaciones.
Otros observadores atribuían la despoblación rural a la venta de tierras baldías. La
enajenación de las tierras baldías, autorizada por Felipe II y sus sucesores, privó a los más
pobres de las parcelas que se suponía que tenían que recibir de forma rotatoria, dejándoles
sin pasto para sus ovejas y sus cabras y sin la leña de los bosques, todo lo cual había sido
siempre de uso comunitario en las aldeas. En 1628, el arbitrista Barbón y Castañeda
subrayaba: «Si la venta de comunes baldíos se hace en los demás reinos de España, soy de
parecer se verá en ellos la misma ruina que en las de la vieja Castilla; pues, como todos
sabemos, la población de las villas y lugares se hace con las franquezas, exenciones y
preeminencias que en ellas se dan a los pobladores». 67 Hacia la década de 1660, después
de una centuria de guerra y de todo tipo de calamidades, la situación se había deteriorado
aún más. Según un memorial escrito por un ministro real en 1669:
Ha llegado esta Monarquía al estado más infeliz que es creíble, y está lo más
aniquilada y postrada que hasta hoy se ha visto. Y esto, Señora, me toca de
experimentarlo y tocarlo cada día, porque por la ocupación de mi oficio llego a
muchos lugares que eran, pocos años ha, de mil vecinos, y no tienen hoy quinientos, y
los de quinientos apenas hay señales de haber tenido ciento; en todos los cuales hay
innumerables personas y familias que se pasan un día y dos sin desayunarse, y otros
meramente con hierbas que cogen en el campo y otros géneros de sustento, no usados
68
ni oídos jamás.
Obviamente, este tipo de declaraciones no son fiables desde el punto de vista
estadístico y sus autores tienden a generalizar a partir de la situación de un lugar concreto.
Pero sus conclusiones generales se ven corroboradas por los documentos públicos, en
especial los documentos financieros. La despoblación alcanzaba un punto en que las
comunidades tenían que solicitar que se rebajara la cuota tributaria que se les había fijado
en los registros de 1591-1594. La administración sólo concedía una reducción cuando una
comunidad había perdido la mitad o un tercio de su población. Los datos que han llegado
hasta nosotros revelan que 156 comunidades solicitaron, y en la mayor parte de los casos
consiguieron, la reducción de su cuota tributaria a lo largo del siglo XVII y esas
comunidades eran tan sólo una parte de las que se despoblaron. 69 La mayor parte de ellas
se hallaban en las dos Castillas, Extremadura y Andalucía, es decir, en la España seca. La
zona de máxima despoblación es la que se extiende en torno a Guadalajara y Toledo, en
Castilla la Nueva. Los habitantes de esas inhóspitas llanuras y abruptas sierras ganaban a
duras penas su sustento gracias al cultivo de la vid y el olivo y, posteriormente, del
monocultivo cerealístico. Los bruscos cambios climáticos de la segunda mitad del siglo
XVII y, en especial, una serie de desastrosas heladas arruinaron ese cultivo marginal y
desencadenaron el éxodo masivo de quienes lo practicaban, la mayor parte de los cuales se
dirigieron, presumiblemente, hacia la cercana Madrid.
Ya se han señalado algunas de las causas de la despoblación rural: la peste, el
hambre y la guerra. Además de esas adversidades clásicas, este período conoció una serie
de obstáculos institucionales al progreso agrícola. Uno de ellos, aunque probablemente el
menos importante, era el control de los precios del trigo. Durante todo el siglo XVI, el
gobierno aplicó esos controles en el intento de evitar el alza de los precios. Naturalmente,
66
Citado por Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, p. 119.
67
Citado ibid., pp. 119-120.
68
Citado por el duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, 2ª ed., 2 vols., Madrid, 1954, I, P. 396
69
Domínguez Ortiz publica los detalles en La sociedad española en el siglo XVII. Apéndice I, pp. 325-337.
esta política favorecía al consumidor frente al productor, cuyos costes también sufrían los
efectos de la inflación, y era muy impopular entre los agricultores y campesinos. En la
primera mitad del siglo XVII hubo un movimiento gradual hacia la libertad comercial de
los cereales, en un intento tardío de aumentar la producción y aliviar la miseria rural. Entre
1619 y 1628, y de nuevo entre 1632 y 1650, los agricultores tuvieron libertad para vender
sus productos a unos precios no regulados. Pero para entonces la agricultura estaba ya
demasiado estancada como para responder ante únicamente la eliminación del control de
los precios. Pero lo cierto es que la política de control de los precios nunca se había
aplicado totalmente y los campesinos habían ideado los procedimientos para exceder los
precios máximos. Por consiguiente, ese factor no fue una causa fundamental de la
depresión agrícola. 70
La fiscalidad era uno de los grandes obstáculos para la agricultura en España. Sobre
las espaldas del campesino castellano recaían una carga tras otra, hasta que el peso era tal
que ya no podía soportarlo. Además, se trataba de una carga que no era compartida de
forma equitativa. Mientras proliferaban los grupos improductivos, que disfrutaban de
inmunidad fiscal, como los nobles, el clero, los oficiales militares y los funcionarios de la
Inquisición, el productor campesino contribuía de forma desproporcionada. Primero
pagaba los derechos a su señor, que en Castilla la Nueva suponían el 5 por 100 de los pasos
del campesino. A continuación, estaban los diezmos a la Iglesia, un décimo de la
producción dividido entre la Iglesia y el Estado. Esta era una de las partidas más gravosas,
entre 10 y 20 veces más elevada que los derechos señoriales. Después, pagaba impuestos a
la corona, los servicios y millones sobre los bienes de consumo de primera necesidad. Por
último, pagaba la renta a su señor y los plazos de su hipoteca. Las rentas eran elevadas en
Castilla y constituían la mayor carga, representando para el campesino casi cuatro veces
más que la cuantía del diezmo. Es cierto que el campesino tal vez arrendaba tan sólo una
parte de las tierras que trabajaba, mientras que el resto correspondían a tierras baldías o
eran de su propiedad. Pero los diezmos estaban en relación con la producción, mientras que
la cuantía del arriendo no descendía ni siquiera en los años malos. Cuando éstos llegaban,
el campesino podía verse obligado a solicitar un censo, préstamo de tipo hipotecario con un
interés al 5 por 100, lo que suponía un nuevo pago y una nueva amenaza. A finales del
siglo XVI, la suma de los pagos al Estado, la Iglesia y los señores consumía más del 50 por
100 de la producción de un campesino en Castilla la Nueva. 71 En otras palabras, más de la
mitad de la cosecha que con tanto trabajo conseguía el campesinado de Castilla la Nueva
servía para enriquecer a las clases no campesinas. Y con la suma ridícula que le quedaba
tenía que vivir, sostener a su familia, pagar a los trabajadores, renovar el equipo y comprar
las simientes. No puede sorprender que muchos campesinos, desesperados, decidieran
abandonar la lucha, algunos porque ejecutaban sus hipotecas y otros simplemente porque
huían del arrendador de impuestos y del perseguidor de los morosos.
El campesino se veía atrapado entre el recaudador de impuestos y el gran
terrateniente. Era muy difícil acabar con la concentración de las tierras en manos de la alta
nobleza y muy fácil que aquélla se intensificara. La aristocracia, establecida en sus vastos
latifundios, garantizadas sus propiedades por el mayorazgo y fortalecida por el poder
señorial, se hallaba en una posición inexpugnable que sólo su propia ineptitud podía
socavar. Y, además, los nobles estaban bien situados para conquistar nuevas metas. Como
dominaban los niveles más altos de la administración y el gobierno municipal podían
apropiarse de las tierras comunales con toda impunidad y sin grandes desembolsos. Se
70
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 254-256.
71
Salomón, La campagne de Nouvelle Castille, pp. 212-251; Vassberg, Land and Society in Golden Age
Castile, pp. 217-218; Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 200-204, 234, 243.
hacían también con propiedades que antes pertenecían a pequeños propietarios, incapaces
de hacer frente a sus gastos, sus impuestos y el pago de las hipotecas. Los censos,
préstamos hipotecarios, sólo ofrecían alivio momentáneo al pequeño campesino y en
general tendían a arruinarle. 72 Llegó el momento en que muchos de ellos se vieron
obligados a redimir sus hipotecas a expensas de sus propiedades, que vendían a sus vecinos
más poderosos, ansiosos de redondear sus posesiones. Muchos propietarios aristócratas
eran señores absentistas para quienes sus propiedades eran un símbolo de estatus más que
una inversión. La gran propiedad era una institución social, no económica. Era una tierra
desperdiciada y raramente llegaba a ser una unidad eficiente de producción. Además la
concentración de la tierra en manos de la élite constituía un nuevo obstáculo para la
transformación y el cambio.
En su mayor parte, el agro castellano era autosuficiente, pero se detraía parte de su
riqueza para hacer frente a los gastos del Estado y para pagar las importaciones. El Estado,
la Iglesia y los grandes señores esquilmaban al campesinado cobrándole impuestos,
diezmos, derechos señoriales y plazos de hipotecas y el dominio de la gran propiedad le
hacía perder su independencia. Una gran parte de esos ingresos se concentraba en manos
de las élites de la tierra, que además de cobrar las rentas y los derechos feudales se habían
convertido en dueños de los diezmos, alcabalas y otros impuestos por concesión de la
corona. En algunos casos, la suma que los campesinos pagaban al Estado era inferior a la
que entregaban a la élite terrateniente, que en ocasiones absorbía hasta el 50 por 100 de la
producción agrícola. Una parte de esos ingresos la conseguían en efectivo, pero cobraban
un porcentaje importante en forma de trigo, cebada, centeno y vino, que en muchos casos
era difícil de intercambiar por otras formas de riqueza. 73 Pero los señores podían dedicar la
tierra al pastoreo, para obtener lana, que era un producto que podían vender, y almacenar
los cereales y otros productos hasta que sobrevenía un momento de escasez, durante el cual
subían los precios y conseguían buenas ventas, táctica que no podían permitirse los
pequeños campesinos. De esta forma, las clases rentistas convertían sus posesiones en
dinero en efectivo, que utilizaban no para invertirlo en el sector agrario, sino para adquirir
productos suntuarios importados, con lo cual no sólo descapitalizaban la agricultura, sino
que también desprotegían la industria.
La agricultura, deprimida por la fiscalidad y por la estructura agraria, sufrió
también las consecuencias de la tradicional inclinación de Castilla hacia la ganadería. 74 Es
cierto que la ganadería respondía a las demandas del mercado. Generalmente, los rebaños
de ovejas eran rentables y la lana era un producto valioso. Para algunos campesinos, la cría
de ovejas era la vía que les permitía escapar de la pobreza y en cuanto a los exportadores
era la actividad económica más provechosa. Pero habría que responder a este interrogante:
¿existía en España el equilibrio correcto entre las tierras de pasto y el arado?
La Mesta, la organización de ganaderos trashumantes, ya había ganado la batalla
por conseguir el acceso a las tierras comunales y baldías, a los barbechos que se extendían
junto a los campos de labor y a otras tierras de propiedad municipal. Continuaba en vigor
la notable ley de posesión, por la cual se concedía a los miembros de la Mesta la tenencia
permanente de cualquier campo que pudiera ocupar, y Felipe II y sus sucesores reforzaron
la legislación anterior en favor de la ganadería y en contra de la agricultura. 75 El efecto
72
Salomón, La campagne de Nouvelle Castille, pp. 245-247.
73
García Sanz, Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja, pp. 382-384.
74
Véase supra, pp. 25-27, 140-142, 169-170.
75
J. Klein, The Mesta. A study in Spanish Economic History, 1273-1836, Cambridge, Mass., 1920, pp. 93-94,
322 (hay trad. cast.: La Mesta, Alianza, Madrid, 1990).
acumulativo de esta política fue que impidió la extensión de las tierras cultivables en el
centro y el sur de Castilla y que aceleró la despoblación rural. Sin embargo, en la segunda
mitad del siglo XVI el poder de la Mesta había comenzado a declinar. Sus rebaños de
ovejas y su producción de lana dejaron de aumentar, sus beneficios disminuyeron como
consecuencia de la fuerte presión fiscal y su posición jurídica fue gradualmente erosionada.
En el curso de una sucesión de importantes procesos legales, los miembros de la Mesta
perdieron una serie de privilegios con respecto a las tierras de pasto. Sus oponentes eran las
ciudades y los grupos de intereses agrarios locales, que litigaban por la posesión de las
tierras comunales. Pero en ese enfrentamiento no salió vencedora la agricultura. Los
nuevos constructores de cercados fueron simplemente la rama sedentaria de la industria
ganadera, que levantaba los cercados para obtener pastos para los bueyes y campos para los
cerdos y para las ovejas estantes, cuyo número era muy superior al de las ovejas
trashumantes. A finales del siglo XVII, la Mesta había retrocedido aún más bajo la presión
de terratenientes, labradores y campesinos independientes, pero lo mismo había sucedido
con la agricultura. 76 La consecuencia de ese proceso fue que España continuó
experimentando crisis periódicas de subsistencias y que siguió dependiendo de la
importación de cereales del extranjero. Valencia importaba de la zona del Mediterráneo y
Andalucía del norte de Europa. En 1635, durante la guerra con las Provincias Unidas y
Francia, en que se prohibió negociar con el enemigo, San Sebastián se quejaba de que
Guipúzcoa sufría una gran escasez de cereales, porque sus abastecedores habituales,
holandeses y franceses, eran excluidos de los puertos españoles. 77
La agricultura, acosada por el hombre y por la naturaleza, produjo rendimientos
cada vez menores en la primera mitad del siglo XVII y no dio signos de recuperación hasta
los años posteriores a 1660. Las cosechas eran más escasas que en el siglo XVI y un 50 por
100 más reducidas que a finales del siglo XVIII. 78 Ciertamente, el retroceso demográfico
era una de las causas principales de la disminución de los rendimientos pero, además,
apenas hubo progreso técnico, que de haber existido habría permitido a los campesinos
aumentar la producción, recortar los costes y absorber la pérdida de mano de obra. El
aumento de la producción agrícola en la Castilla del siglo XVI se cimentó
fundamentalmente en la extensión del área cultivada y no en una mejora real de la
productividad. El único cambio tecnológico que se produjo —la sustitución de los bueyes
por mulas para arar la tierra— tenía sus pros y sus contras. Las mulas se adaptaban mejor,
tenían mayor movilidad y eran más económicas, pudiendo además arar una mayor
extensión de tierra. Pero el arado era más superficial y eso hacía descender los
rendimientos. Además, consumían (en forma de cebada) un porcentaje importante de la
cosecha que producían. 79 Por otra parte, la agricultura extensiva había llevado a muchos
agricultores hacia suelos montañosos más superficiales, que eran erosionados fácilmente y
resultaban menos productivos. Por consiguiente, el laboreo de tierras marginales fue otro
de los factores que contribuyó al descenso de la productividad.
La depresión agrícola afectó al conjunto de España, aunque se pueden establecer
variaciones regionales y diferencias cronológicas en el fenómeno. La agricultura catalana
escapó a la grave crisis que afectó a la industria y al comercio y continuó dando respuesta,
aunque débilmente, a la demanda de los mercados extranjeros. Mientras tanto, en Valencia
76
ibid., pp. 279, 337-343.
77
A. Domínguez Ortiz, «Guerra económica y comercio extranjero en el reinado de Felipe IV», Hispania,
XXIII (1963), pp. 94-95.
78
Gonzalo Anes, Las crisis agrarias en la España moderna, Madrid, 1970, pp. 338-350.
79
Vassberg, Land and Society in Golden Age Castile, pp. 158-159.
84
Carla Rahn Phillips, Ciudad Real, 1500-1750: Growth, Crisis, and Readjustment in the spanish Economy,
Cambridge, Mass., 1979, pp. 124-126.
85
J. Carrera Pujal, Historia política y económica de Cataluña, II, p. 459.
86
Gondomar a Felipe III, 1616, en Sureda Cardón, La hacienda castellana y los economistas del siglo XVII,
pp. 123-124.
87
Sobre la industria española en el siglo XVII, véanse Colmeiro, Historia de la economía política en España,
II, pp. 783-797; J. Carrera Pujal, Historia de la economía española, 5 vols., Barcelona, 1943-1947, I -II;
Santiago Rodríguez García, El arte de las sedas valencianas en el siglo XVIII, Valencia, 1959; Kamen, Spain
in the Later Seventeenth Century, pp. 71-74.
88
García Sanz, Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja, pp. 53-54, 82-84, 145-146, 216-
218.
89
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 136-139.
el sector de los tejidos de calidad, porque los compradores preferían los artículos
extranjeros al producto nacional, que carecía de variedad y refinamiento. Hasta cierto
punto, la producción textil española no supo adaptarse a los cambios que habían
experimentado los gustos del consumidor. Cuando se hundió el mercado internacional de
lana a comienzos del siglo XVII, los industriales españoles no supieron adaptar sus
productos tan rápidamente como lo hicieron los del norte de Europa. Perdieron el mercado
nacional ante la competencia de los tejidos ingleses. Inglaterra poseía un cuasi-monopolio
de los tejidos de lana ligeros y de fibra larga, especialmente adecuados para los países
mediterráneos, y fue esto, en parte, lo que permitió a los fabricantes de estambre ingleses
dominar el mercado español en el siglo XVII. 90
España había poseído una pequeña pero activa industria metalúrgica, aglutinada en
el norte, en las provincias de Vizcaya y Guipúzcoa. Hacia 1550, la componían unas 300
forjas, que contaban con grandes martillos hidráulicos y con una producción de unos
300.000 quintales (3.300 toneladas) de hierro y acero al año. 91 Las dos terceras partes de
esa producción consistían en armas, componentes para barcos y artículos de quincallería,
produciéndose el resto en forma de lingotes. Los pedidos derivados de las necesidades de
defensa constituyeron, evidentemente, un estímulo para la industria metalúrgica y
excedieron su capacidad. En los primeros decenios del siglo XVII, las empresas españolas
proveían todavía todo tipo de armas, pero ya no a la misma escala en que habían abastecido
a la Armada Invencible de 1588. Para entonces, la producción de manufacturas de hierro y
acero parece haber descendido a unos 100.000 quintales al año. Un informe de 1634
estimaba que 80.000 quintales de hierro y acero al año, unas tres cuartas partes en forma de
productos manufacturados, se enviaban por barco a través de Bilbao hacia otras zonas de
España, a las colonias y al extranjero. 92 La industria ya no podía hacer frente a las
necesidades internas. Ya en 1619, el arbitrista Sancho de Moneada afirmaba que a pesar de
que se exportaba mineral de hierro el país tenía que importar todos los años manufacturas
de hierro y de acero por un valor de 2 millones de ducados. En las postrimerías del siglo
XVII, se hundió incluso la producción de mineral de hierro. Entre 1650 y 1700, las forjas
de Liérganes producían tan sólo un promedio de 4.000 quintales al año, frente a 24.000 en
1639 y 20.000 en 1703. 93 En cuanto a las manufacturas, España se veía obligada ahora a
importar armas. El centro más notorio de fabricación de espadas y dagas había sido
Toledo, pero hacia la década de 1650 sus forjas habían cesado su producción casi por
completo. Vizcaya todavía tenía una cierta producción, pero a unos precios
extraordinariamente elevados. 94 En la segunda mitad del siglo XVII, el país tenía que
importar los artículos de quincallería de Inglaterra y Francia, que suministraban también
una gran parte del equipo militar. España, potencia militar durante tanto tiempo, ya no
poseía ni siquiera una industria de armamento suficiente.
La industria de construcción naval había experimentado un gran desarrollo en el
siglo XVI, gracias al estímulo de los pedidos para el comercio de las Indias y para atender
90
P. J. Bowden, «Wool supply and the woollen industry», Economic History Review, 2ª serie, IX (1956-
1957), pp. 44-58.
91
T. Guiard Larrauri, Historia del Consulado y Casa de Contratación de Bilbao y del comercio de la villa
(1511-1880), 2 vols., Bilbao, 1913-1914; J. Caro Baroja, Los Vascos. Etnología, San Sebastián, 1949, pp.
255-271.
92
Guiard, Historia del Consulado, I, p. 526.
93
osé Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, Historia de una empresa siderúrgica española: los altos hornos de
Liérganes y La Cavada, 1622-1834, Santander, 1974, pp. 21-22,94-96, 238-240.
94
Ibid., pp. 259-260.
las necesidades de defensa. 95 Ahora, los pedidos eran menos abundantes y más difíciles de
cumplir. Los astilleros de Barcelona, a los que la guerra naval de Felipe II contra el Islam
sacó del estancamiento, no mantuvieron el mismo nivel de producción en el siglo XVII,
porque los armadores tendían cada vez más a alquilar o a comprar barcos en Italia. 96 La
actividad era más intensa en los astilleros del norte de España que en los de Cataluña.
Aunque tenían una gran dependencia de la importación de madera y suministros navales
del Báltico, hasta el momento habían conseguido sobrevivir al intento de los enemigos de
España en el norte de Europa de cortar esos abastecimientos vitales. En los años de mayor
auge del siglo XVI había momentos en que los astilleros de Bilbao poseían pedidos para la
construcción de barcos, por un total de 15.000 toneladas. 97 La producción se mantuvo,
aunque a menor escala, en los primeros decenios del siglo XVII y siguieron
construyéndose barcos para la armada, para la marina mercante (incluidos los barcos para
el transporte del hierro) y para la industria pesquera. En 1630, el consulado de Bilbao
señaló que durante los 20 años anteriores se habían construido en los astilleros del puerto
40 galeones, muchos de ellos con un desplazamiento de 600-700 toneladas. En 1640,
estaban en construcción 4 barcos grandes y en 1662 esa cifra había aumentado a 10. 98 En
1673, se construyeron en Guipúzcoa y en Asturias 5 barcos para la flota del Atlántico, con
un volumen de entre 400 y 900 toneladas. 99 En 1677-1679, se construyeron 5 barcos en los
diferentes astilleros de Guipúzcoa. Uno de los principales constructores de la primera
mitad de la centuria fue Pedro de Colima, que en 1638 se comprometió a construir 12
galeones de 800 toneladas y al año siguiente 6 galeones de 850 toneladas, todos ellos en
los astilleros de San Sebastián, Ubursil y Osorno. 100
La construcción de 6 barcos en los astilleros vascos para la marina real en 1625-
1628 demuestra que España era todavía una gran potencia marítima y poseía los recursos
navales necesarios para seguir ocupando un lugar destacado en el concierto mundial.101
Todavía era capaz de conseguir capital, mano de obra, materias primas y tecnología para
construir barcos de gran tamaño. Es discutible si esos barcos tenían unos niveles de calidad
comparable a los del norte de Europa, pero lo cierto es que los barcos a los que hemos
hecho referencia prestaron un buen servicio a la marina. Si había problemas económicos,
éstos no se planteaban necesariamente en los astilleros. Era más costosa la explotación de
un barco que su construcción. Mientras que la construcción de cada uno de los 6 galeones
costó 15.696 ducados, era necesario el doble de esa cantidad para equipar y hacer navegar
el galeón para un trayecto completo en la carrera de las Indias. Sin embargo, a pesar de que
en 1628 perdió toda una flota cargada de tesoros como consecuencia del ataque de los
holandeses en Matanzas, España dio muestras de un gran poder de recuperación y reanudó
la navegación hacia las Indias casi sin interrupción alguna. Esos 6 barcos mencionados
estuvieron operativos en las flotas de las Indias entre 1629 y 1635, y en las flotas del
95
Véase supra, pp. 148-150.
96
Carrera Pujal, Historia política y económica de Cataluña, II, pp. 333-369.
97
Gervasio de Artíñano de Galdárano, Historia del comercio con las Indias durante el dominio de los
Austrias, Madrid 1917, pp. 247-248; véase del mismo autor La arquitectura naval española (en madera),
Madrid, 1920.
98
Guiard, Historia de Consulado, I, p. 531; véase del mismo autor La industria naval vizcaína. Anotaciones
históricas y estadísticas, Bilbao, 1917.
99
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, p. 115.
100
José de Veitia Linaje, Norte de la contratación de las Indias Occidentales [1672], Buenos Aires, 1945, p.
667. El precio que se fijó era de 30 ducados por tonelada.
101
Carla Rahn Phillips, Six Galleons for the King of Spain, Baltimore, MD, 1988, pp. 54-56.
102
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 1.046, 1.520-1.521, 1.597
103
Arte de navegar, 1612, citado en Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen, p 399.
104
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VI, 1, pp. 114-167; VIII, 2, 2, pp. 1.563, 1.682,1.757-1.758, 1.831.
105
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, p. 115.
106
Véase A. P. Usher, «Spanish Ships and Shipping in the 16th and 17th centuries», en Facts and Factors in
Economic History. Essays presented to Edward Francis Gay, Cambridge, Mass., 1932, pp. 189-190.
107
«Diálogo entre un vizcaíno y un montañés sobre construcción de naves», 1640, en Chaunu, Séville et
l'Atlantique, V, p. 369; sobre el abandono de la construcción naval en España, véase Veitia Linaje, Norte de
la contratación de las Indias Occidentales, p. 665.
otra parte, el nivel técnico era muy bajo y la industria no se adaptaba a los cambios, pues
seguía construyendo galeones grandes y pesados, auténticos castillos flotantes que eran
muy inferiores a los barcos de Europa en cuanto a maniobrabilidad y adaptabilidad.
Si las industrias textil, metalúrgica y de construcción naval experimentaron
problemas de diversa gravedad en el siglo XVII, parece que las industrias de sustitución de
importaciones corrieron mejor suerte. En Barcelona y Valencia, las manufacturas de
cerámica y de vidrio, que utilizaban materias primas locales, mantuvieron su nivel y
probablemente la producción era suficiente para atender a las necesidades del mercado
nacional, aunque era un mercado poco importante, ya que el vidrio se utilizaba menos para
las ventanas en España que en el resto de Europa. La manufactura de cuero de Córdoba
(zapatos) y Ciudad Real y Ocaña (guantes) parece haber sufrido una cierta recesión,
aunque seguía abasteciendo el mercado interno. La fabricación de jabón continuaba Triana
(Sevilla) y Valencia, e incluso llegó a exportar una parte de la producción En cambio, las
manufacturas de papel, aunque continuaban existiendo Segovia, Gerona y Cuenca, no
podían satisfacer la demanda nacional y España tuvo que importar gran cantidad de papel
durante todo el siglo XVII. 108 No existen datos suficientes para realizar una evaluación
cuantitativa de la industria española en el siglo XVII y sólo es posible formarse una idea
general. Parece posible establecer dos conclusiones. En primer lugar, la imagen tradicional
de hundimiento universal y total es exagerada. En efecto, subsistieron una serie de
industrias ligeras, que utilizaban materias primas locales y que abastecían el mercado
interior, sustituyendo eficazmente a las importaciones. Ahora bien, y esta es la segunda
conclusión, en tres ramas de la industria que en Europa se hallaban en expansión —textil,
metalúrgica y de construcción naval—, España experimentó una grave recesión quedando
muy por detrás de sus rivales del norte de Europa. Perdió los mercados de exportación,
naturalmente, pero también perdió una gran parte de los mercados nacionales y coloniales,
ante el empuje de ingleses, franceses y holandeses.
108
Colmeiro, Historia de la economía política en España, II, pp. 783-797.
109
Sobre el pensamiento económico contemporáneo, véase E. J. Hamilton, «Spanish Mercantilism before
1700», en Facts and Factors in Economic History, pp. 214-239; Robert S. Smith, «Spanish Antimercantilism
of the Seventeenth Century», Journal of Political Economy, XLVIII (1940), pp. 401-411; J. Larraz, La época
del mercantilismo en Castilla, 1500-1700, 2ª ed., Madrid, 1944.
afirmaba que los países que sólo producían productos primarios eran pobres y sufrían un
déficit comercial, porque el valor unitario de sus exportaciones era inferior al de los países
que exportaban productos manufacturados. Continuaba afirmando que España debía
industrializarse y que eso era esencial para hacer frente a las necesidades de defensa y para
abastecer a las colonias, pero además era necesario proteger la industria estableciendo la
prohibición absoluta de que entraran en el país productos manufacturados extranjeros. La
política de prohibición de importaciones se consideró en numerosas ocasiones y se adoptó
algunas veces. Un decreto publicado en la célebre Pragmática de Reformación (10 de
febrero de 1623) prohibía bajo pena de multa y confiscación la importación de productos
textiles, de cuero y otras manufacturas para el mercado interno, so pretexto de que
competían con los productos españoles, dejaban sin trabajo a las fábricas y artesanos
españoles y desequilibraban la balanza de pagos. 110 Ante el aluvión de protestas de los
exportadores extranjeros y de los importadores españoles, el gobierno se vio obligado a
conceder tantas exenciones que el decreto quedó en papel mojado. La prohibición sólo
sirvió para provocar una disminución de la actividad comercial o, lo que es más probable,
una expansión del contrabando, aspectos ambos que eran perjudiciales para el erario
público. La razón fundamental para el fracaso de esa medida es que si no realizaba
importaciones del exterior España se veía obligada a prescindir de los productos
manufacturados. En efecto, eliminar la competencia no era suficiente para reanimar la
industria española. Los mercantilistas no explicaron nunca dónde se podían encontrar los
factores de producción. ¿Quién iba a suministrar el capital y los conocimientos
empresariales y técnicos necesarios para la expansión industrial? ¿Acaso la
industrialización no serviría simplemente para desviar unos recursos que podían ser más
productivos si se dedicaban a aumentar la producción de lana, de bienes agrícolas y de
otros productos primarios para los que había un mercado de exportación? Pero lo cierto es
que España ni siquiera obtenía buenos resultados como exportador de materias primas.
El comercio exterior
110
Domínguez Ortiz, «Guerra económica y comercio extranjero en el reinado de Felipe IV», Hispania, XXIII
(1963), pp. 71-110.
productos manufacturados procedentes del norte de Europa, productos del Báltico como
madera y hierro, pescado y ocasionalmente cereales, casi todo ello en barcos extranjeros,
mientras que los comerciantes locales se contentaban con recibir comisiones por su labor
de intermediarios. 111 El comercio de Cataluña alcanzó un incremento del 60 por 100 en el
período 1664-1699, aunque sufría un fuerte desequilibrio, ya que importaba productos
textiles, especias y pescado, exportando tan sólo algunos productos regionales. De la zona
costera septentrional, donde los puertos vascos estaban relativamente libres del pago de
derechos de aduanas, España exportaba lana y hierro, comercio que suscitaba una gran
competencia entre Bilbao y Santander. En los inicios del siglo XVII, la región servía
únicamente como centro de distribución de la lana castellana y de productos extranjeros y
estaba dominada por la presencia de comerciantes del exterior, de manera que la economía
local sólo disfrutaba de una parte de los beneficios de ese intercambio comercial. Sin
embargo, a finales de la centuria, los comerciantes locales de Bilbao obtuvieron lo que les
correspondía.
La lana seguía siendo el más importante artículo de exportación español. En las
últimas décadas del siglo XVI, se consideraba que la lana española era superior a la inglesa
en cuanto a su pureza y superaba claramente a su rival en los mercados laneros
continentales. 112 Mantuvo su reputación hasta bastante más allá de los años centrales del
siglo XVII. Entretanto, había conseguido un buen mercado en Inglaterra. Los
manufactureros ingleses comenzaron a incrementar sus importaciones de lana española de
calidad a partir del decenio de 1620, siendo esta lana la que permitió al West Country
iniciar la producción de un nuevo tipo de tejido, que recibía el nombre de tejido español o
mixto, un producto de gran calidad que tenía gran éxito en el norte de Europa. 113 En 1667,
cuando estaba en vigor el tratado angloespañol, se estimaba que España exportaba entre
36.000 y 40.000 fardos de lana al año, con 8 arrobas de lana en cada uno de los fardos. A
Holanda y Hamburgo iban a parar 22.000 fardos y a Inglaterra entre 2.000 y 7.000. 114 Pero
si la lana española era de buena calidad también tenía un precio muy elevado, consecuencia
no sólo de las tendencias inflacionistas en España, sino también de los impuestos con que
el gobierno gravaba las importaciones de lana. Hacia 1667, esos impuestos eran tan
elevados que provocaron las quejas del consulado de Bilbao en el sentido de que
equivalían casi al valor del artículo que gravaban. 115 En 1680, se estimaba en Inglaterra
que la lana española de calidad era «casi dos veces más cara que nuestra mejor lana
inglesa». 116
A raíz del hundimiento de Burgos, el comercio de la lana quedó casi por completo
en manos de los comerciantes de Bilbao. Bilbao exportaba también hierro, un mineral de
gran calidad procedente de su hinterland, del que existía una demanda constante. En 1680,
se dejaron oír voces en Inglaterra contra el gran incremento de la importación de hierro
español, que perjudicaba a la industria nacional. 117 Gracias a la lana y al hierro, Bilbao
disfrutó de una cierta prosperidad en el siglo XVII. Aunque los libros de contabilidad del
consulado, que registran los ingresos, no son un índice válido de la actividad comercial, al
111
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 120-121, 123-125.
112
Bowden, «Wool supply and the woollen industry», p. 48.
113
Ibid., pp. 56-58.
114
Jean O. McLachlan, Trade and Peace with Old Spain, 1667-1750, Cambridge, 1940, pp. 8-9.
115
Klein, The Mesta, p. 46; Smith, The Spanish Guild Merchants pp. 74-75.
116
«Discourse of Trade», 1680, en J. R. McCulloch, ed., Early English Tracts on Commerce Cambridge,
1954, p. 322.
117
Ibid., p. 418.
vez nos permiten hacernos una idea general al respecto. Los ingresos medios anuales del
consulado de Bilbao eran de unos 607.000 maravedís en el período 1590-1596, 565.000 en
1600-1625, 725.000 en 1626-1651, 1.850.000 en 1651-1677 y 2.555.000 en 1677-1701. 118
Estos datos parecen indicar que Bilbao continuó participando activamente en el comercio
marítimo y que no sufrió el destino de otros centros comerciales de España. El volumen del
movimiento portuario de Bilbao en este período se puede deducir a partir del impuesto de
caridad que pagaba cada barco al entrar y al salir del puerto. Una media de 209 barcos al
año pagaban el impuesto en el período 1601-1626; 184 en 1626-1651; 211 en 1651-1675;
213 en los años 1675-1700. 119
En la primera mitad del siglo XVII, el comercio exterior español se desarrolló en
unas condiciones de guerra casi permanente. Sin embargo, la guerra no produjo nunca la
interrupción total del comercio, ni siquiera con los países enemigos. En el largo conflicto
con Inglaterra, que se prolongó hasta 1604, y con las Provincias Unidas hasta 1609, España
tuvo que permitir que sus enemigos transportaran a la península cereales y productos
manufacturados, porque necesitaba esas importaciones y carecía de los barcos necesarios
para transportarlos. Para el resto del comercio con el norte de Europa, los españoles
dependían de los barcos de la Hansa. Por consiguiente, la ruta entre Cádiz y el norte de
Europa todavía estaba activa. Tras la reanudación de la guerra entre España y las
Provincias Unidas en 1621, los holandeses continuaron comerciando con España,
recurriendo a procedimientos diferentes, introduciendo sus mercancías a través de Francia
y Portugal. El comercio era tan activo que el Consejo de Castilla se quejó al respecto en
1624: «Los holandeses comerciarán con los ingleses sus mercaderías, y metiéndolas en
estos Reynos sacarán de ellos el oro y la plata que les da fuerzas para perseverar en la
desobediencia». 120
El gobierno español intentó trasladar la guerra al frente comercial y en octubre de
1624 creó el Almirantazgo de Sevilla, una especie de compañía comercial cuya función era
proveer convoyes armados para el comercio con el norte de Europa, atacar a los barcos
holandeses y mantenerlos alejados de la península. 121 Para cumplir esos objetivos, la
compañía organizó una armada de 24 barcos de guerra y buques mercantes, financiada con
el importe del botín conseguido, con las confiscaciones realizadas y con los recursos
derivados del impuesto del 1 por 100 que gravaría los productos exportados desde
Andalucía al norte de Europa. Ante las dificultades que existían para mantener convoyes
armados para el comercio de las Indias, no ha de sorprender que el Almirantazgo no
pudiera funcionar en la forma propuesta. No tardó en convertirse en una simple institución
burocrática, con sede en Madrid, que mantenía una red de agentes que se encargaba de
confiscar los bienes que las potencias enemigas introdujeran en la península. 122 Los
ingleses en el curso de la guerra de 1625-1630, y los franceses durante el conflicto de
1635-1659, sufrieron las consecuencias de sus acciones. Lo mismo ocurrió en el caso de
los holandeses hasta 1648. Estos eran, en efecto, el blanco específico de este tipo de guerra
económica, pero se trataba de un enemigo dotado de gran habilidad. No tardaron en idear
diversos procedimientos para evadir el embargo. Uno de los métodos más habituales, que
118
Smith, The Spanish Guild Merchant, p. 89.
119
Ibid., pp. 89-90.
120
Citado por Domínguez Ortiz, «Guerra económica», p. 75; véase también Mauro, Le Portugal et
l'Atlantique au XVIIe siécle, p. 342.
121
A. Domínguez Ortiz, «El Almirantazgo de los Países Septentrionales y la política económica de Felipe
IV», Hispania, XXVII (1947), pp. 272-290.
122
Domínguez Ortiz, «Guerra económica», pp. 78-81, 85.
123
Informe del consulado de Sevilla, 1627, ibid., pp. 85-86.
124
En los años 1636-1637 se produjo una expansión de la demanda en el comercio de las Indias que reforzó
la necesidad de los productos franceses; véase Chaunu, Séville et l’Atlantique, V, P. 237; VIII, 2, 2, p. 1.757.
125
Domínguez Ortiz, «Guerra económica», pp. 96-98.
126
Ibid., pp. 99-100.
127
«Discourse of Trade», 1680, en McCulloch, Early English Tracts on Commerce, pp.390-391.
128
A, Girard, Le commerce français á Séville et Cadix au temps des Habsbourgs. Contribution a l’étude du
commerce étranger en Espagne aux XVIIe et XVIIIe siécles, Burdeos, 1932, pp 133-186.
129
Véase Ralph Davis, «English Foreign Trade, 1660-1700», Economic History Review, 2ª serie, VII (1954-
1955), pp. 150-166.
130
McLachlan, Trade and Peace with Old Spain, p. 10.
131
«The Humble Complaint of Merchants, 1660-1664», en J. O. McLachlan, «Documents illustrating Anglo-
Spanish trade between the commercial treaty of 1667 and the asiento contract of 1713», Cambridge
Historical Journal, IV (1932-1934), pp. 299-311; véase especialmente p. 303.
132
Sobre el tratado de 1667, véase ibid, pp. 304-308, y del mismo autor Trade and Peace with Old Spain, pp.
20-22.
libras, mientras que sus exportaciones a ese país totalizaban 354.165 libras; en 1698-1699,
el valor de las importaciones fue de 574.628 libras y el de las exportaciones de 469.903; en
1699-1700, las importaciones totalizaron 610.912 libras y las exportaciones 545.056.
Normalmente, el desequilibrio en contra de España oscilaba entre las 100.000 y las
200.000 libras. 133
En el siglo XVIII, los economistas y oficiales españoles responsabilizaron a los
tratados comerciales de los males que sufría España en el sector del comercio. 134 Pero lo
cierto es que los tratados no habían creado las condiciones económicas, sino que reflejaban
simplemente la inferioridad de España en materia de manufacturas, recursos de capital y
navegación. A los contemporáneos les afectaba de manera especial «la sangría» de los
metales preciosos de España. En último extremo, eran el beneficio que obtenía España de
su inversión en las Indias, parte importante de la economía española. Normalmente, se
reinvertía no en la producción nacional —tal vez con la excepción de la construcción
naval—, sino en el comercio exterior. Sin embargo, en tanto en cuanto España obtuviera en
América suficientes beneficios como para compensar su déficit comercial en Europa podía
mantener su posición. Pero en los años centrales del siglo XVII los ingresos procedentes de
América disminuyeron de forma radical. La crisis en el comercio de las Indias provocó una
grave perturbación de la economía española y contribuyó a provocar su grave recesión.
Pero también el comercio de las Indias fue víctima de esa depresión.
133
McLachlan, «Documents illustrating Anglo-Spanish Thide», pp. 310-311, y Trade and peace with old
Spain, gráfico 1.
134
A Christelow» «Great Britain and the trades from Cadiz and Lisbon to Spanish America and Brasil 1759-
1783», Híspanic American Historical Review, XXVII (1947), pp. 2-29, y del mismo autor «economic
Backround of the Anglo-Spanish War of 1762», Journal of Modern History, XVIII (1946), pp 22-36; véanse
también Regla, «La época de los dos últimos Austrias», Historia económica de España y América, pp. 348-
350; Girard, Le commerce françáis a Séville et Cádiz, pp. 115-134.
1
Sobre el monopolio y su organización, véase supra, pp. 201-207.
2
Recopilación de leyes de los reynos de las Indias [1681], 3 vols., Madrid, 1943, IX, XXVII, p. 28. El
decreto de 1596 no hacía sino legitimar una práctica existente y se hacía eco de disposiciones legales de 1564
y 1591; véase Artíñano, Historia del comercio con las Indias, p. 118.
Historia de España John Lynch
mencionaban los requisitos que debían cumplir los 30 electores del reino, incluían
específicamente a los súbditos de la Corona de Aragón. 3 El gran jurista Juan de Solórzano
subrayaba en su Política Indiana (1646), tal vez influido por la revuelta catalana de 1640,
que los súbditos de la Corona de Aragón «parecían» haber sido clasificados como
extranjeros por lo que hacía referencia a las Indias, pero admitía que la fuerza de la
costumbre les permitía entrar allí. 4 La Recopilación de 1680, codificación general de las
leyes de Indias, no albergaba esas dudas, sino que se limitaba a recoger el contenido del
decreto de 1596. Por consiguiente, Castilla no poseía el monopolio de la emigración. Si
fueron pocos los aragoneses y catalanes que se trasladaron a América no fue, desde luego,
por razones jurídicas. 5
Otra cosa era el comercio. Andalucía estaba en mejor situación que ninguna otra
región de España para el comercio transatlántico. 6 En los primeros años de la empresa
colonial, los catalanes no mostraron ningún interés hacia América. Posteriormente, en
1522, solicitaron permiso para comerciar pero se les negó.7 Pero todos los hombres de
negocios de Europa sabían que no era necesario atravesar el Atlántico para obtener la plata
americana. Todo lo que hacía falta era conseguir contactos en Sevilla o Cádiz. Esos puertos
estaban abiertos tanto a los extranjeros como a los catalanes, a los que, desde luego,
encontramos allí en el siglo XVI. Una serie de comerciantes catalanes traficaban con
América a través de Sevilla y las islas Canarias, no de forma aislada, sino en el marco de
una tradición continua del comercio catalán que gradualmente estableció una red de
intereses para Cataluña en el Atlántico español. 8 A partir de 1513, pero sobre todo desde el
decenio de 1530, una serie de dinastías de comerciantes catalanes forjaron lazos
comerciales con Tierra Firme y con Nueva España, mientras que otros catalanes eran
propietarios, capitanes o pilotos de barcos en la carrera de Indias. A mediados de la
centuria, aproximadamente las tres cuartas partes de los productos textiles catalanes que se
vendían en Castilla eran exportados a las Indias. 9 Si esa actividad no fue abandonada en los
años posteriores a 1600, lo cierto es que tampoco se expandió. Aragón se veía paralizado
por la recesión económica y por el estancamiento que culminó con la expulsión de los
moriscos. 10 Y en cuanto a Cataluña, invirtió sus energías comerciales, antes y después de
la revuelta de 1640, en el intento de revitalizar lo que constituía su interés primordial, el
comercio mediterráneo. Sólo en los últimos decenios de la centuria, especialmente a partir
de 1680, la modesta recuperación económica que experimentó Cataluña le permitió pensar
3
«...y no han de ser extranjeros de los Reinos de España, y se entiende no serlo los de la Corona de
Aragón...» Véase R. Konetzke, Colección de documentos para la historia de la formaron social de
Hispanoamérica 1493-1810, 3 vols., Madrid, 1953-1962, II, p. 294; María E. Rodríguez Vicente, El tribunal
del consulado de Lima en la primera mitad del siglo XVII, Madrid, 1960, P. 319.
4
F. Rahola, Comercio de Cataluña con América en el siglo XVIII, Barcelona, 1931, p. 13.
5
C. Bermúdez Plata, Catálogo de pasajeros de Indias durante los siglos XVI, XVII y XVIII, 2 vol., Sevilla,
1932-1940, da las cifras oficiales para las primeras décadas, aunque no son las cifras concretas: en 1509-
1538, de un total de 13.399 emigrantes 89 eran aragoneses, 48 valencianos y 38 catalanes; véase J. Rodríguez
Argua, «Las regiones españolas y la población de América (1509-1538)». Revista de Indias, VIII (1947), pp.
698-748.
6
Véase supra, pp. 201 -203.
7
Carrera Pujal, Historia política y económica de Cataluña, I, pp. 298-299, 303-304.
8
Carlos Martínez Shaw, «Sobre el comerç cátala amb América al segle XVI», Segones Jornades d'Estudis
Catalano-Americans. Maig 1986, Barcelona, 1987, pp. 33-39.
9
Carrera Pujal, Historia política y económica de Cataluña, I, pp. 321-324; Vilar, La Catalogne dans
l'Espagne moderne, I, p. 537.
10
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, pp. 249-250.
11
Carlos Martínez Shaw, Cataluña en la Carrera de Indias 1680-1756, Barcelona, 1981. pp. 80-82.
12
Guiard Larrauri, Historia del Consulado y Casa de Contratación de Bilbao, I, pp.445-450.
13
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, pp. 228-233.
14
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 140-142.
15
Chaunu, Séville et l’Atlantique, VIII, 1, pp. 294-329; Domínguez Ortiz, Orto y ocaso de Sevilla, p. 89.
16
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 142-143.
o un 400 por 100 más altos que en España. Sin embargo, los intereses del Estado y de los
comerciantes coincidían en algunos puntos, pues ambos deseaban excluir a los
competidores extranjeros. Aunque la presencia de estos últimos era permanente, sólo a
partir de 1620 comenzaron realmente a socavar el monopolio. Hasta entonces, el dominio
de Sevilla fue total y España recibió la mayor parte de los beneficios que generaba
América.
Había, pues, un monopolio de Estado y un monopolio privado. En el siglo XVI el
Estado, representado por la Casa de la Contratación, era el elemento dominante, pero en el
siglo XVII los comerciantes del consulado modificaron el equilibrio del poder y eran ellos
los que determinaban muchas de las reglas del juego. Aunque el comercio se organizaba en
ferias que se celebraban siempre en los mismos lugares, esa organización se desarticuló en
los años posteriores a 1600. Cuando los intercambios comerciales comenzaron a realizarse
al margen de las ferias de Portobelo, el monopolio oficial resultó erosionado y el Estado
comenzó a perder ingresos. El refuerzo del monopolio de los comerciantes a expensas del
Estado se aprecia también en la modificación de las funciones de la Casa de la
Contratación y del consulado de Sevilla. El control del comercio, que en el siglo XVI
correspondía a la Casa de la Contratación, pasó gradualmente a manos del consulado. Y el
consulado no sólo controlaba el comercio con América, sino también muchas de las
atribuciones fiscales del Estado, pues administraba la avería, nombraba a los principales
oficiales de las tropas, concedía licencias a los extranjeros y, por último, organizaba el
pago de indultos para compensar el fraude existente. Por consiguiente, el monopolio
adquirió la forma de un conglomerado de disposiciones legales de la corona, organismos
públicos, intereses privados y mecanismos de defensa. El modelo se puede describir en
términos jurídicos, pero no funcionaba de acuerdo con la ley. Existía un monopolio real,
distinto del monopolio formal, y el monopolio real representaba un compromiso entre
intereses diferentes. Era la interacción de esos intereses la que abría brechas en el sistema
oficial. Generalmente, un monopolio constituye un estímulo para diferentes alternativas, y
una de esas alternativas era el fraude, un fraude de gran alcance en el que estaban
implicados comerciantes, oficiales, extranjeros y contrabandistas.
17
Guillermo Céspedes del Castillo, La averia en el comercio de Indias, Sevilla, 1945; Chaunu, Séville et
l'Atlantique, I, pp. 169-237.
18
Chaunu, Séville et l'Atlantique, I, p. 204; VI, cuadros 183-184.
19
C. H. Haring, Trade and Navigation between Spain and the Indies in the time of the Habsburgs,
Cambridge, Mass., 1918, pp. 83-86.
20
Chaunu, Séville et l’Atlantique, IV, pp. 571-572.
21
Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», Anuario de Estudios
Americanos, 13 (1956), p. 314.
22
Ibid., pp. 317-319.
23
Rodríguez Vicente, El tribunal del consulado de Lima, pp. 144-147; María Encarnación Rodríguez
Vicente, «Los cargadores a Indias y su contribución a los gastos de la Monarquía, 1555-1750», Anuario de
Estudios Americanos, 34 (1977), pp. 211-232.
24
J. H. Parry, The Sale of Public office in the Spanish Indies under the Habsburgs, Berkeley y Los Angeles,
1953, pp. 48-58.
25
Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», pp. 342-352; Rodriguez
Vicente, El tribunal del consulado de Lima, pp. 149-150.
26
Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de Felipe IV», p. 362.
27
Ibid., pp. 370-372.
las concesiones se realizaban con cargo a los tesoros coloniales. Generalmente, los
beneficiarios eran cortesanos y miembros de la alta nobleza. Algunos ejemplos bastan para
ilustrarlo. 28 A doña Leonor Moscoso, con ocasión de su matrimonio en 1653, una
concesión de 3.000 ducados al año sobre una encomienda vacante, con vigencia para dos
generaciones; a Juan de Palafox y Cardona, hijo del marqués de Ariza y sobrino del obispo
Palafox, 2.000 ducados al año sobre una serie de encomiendas vacantes en Guateníala; a
doña Antonia de Mendoza, condesa de Benavente y dama de honor de la infanta, 6.000
ducados en 1665 sobre encomiendas vacantes; a doña Antonia María de Toledo, viuda del
conde de Priego, 2.000 ducados en 1666 sobre encomiendas vacantes para que mejorara su
posición económica. De hecho, muchos pobres indios que apenas ganaban su sustento en la
sierra peruana trabajaban para los nobles castellanos que se hallaban en apuros
económicos.
El pillaje y el parasitismo convirtieron el fraude y el contrabando en una forma de
vida. El sistema de monopolio y los precios elevados creaban unas condiciones de mercado
que favorecían el contrabando, los impuestos y las confiscaciones lo incitaban, los oficiales
corruptos lo permitían y autoridades navales colaboraban en él. La estrecha alianza entre
los mercaderes de Sevilla y la Casa de la Contratación determino que el control de las
aduanas fuera uno de los puntos débiles del monopolio 29 . El contenido de las mercancías
se gravaba por el valor declarado no por su valor comprobado. Naturalmente, en muchos
casos se hacían declaraciones falsas e infravaloradas para evadir los derechos de aduana 30 .
En el viaje de ida, el objetivo era evitar mostrar el registro de Sevilla en el puerto de
entrada en las India, y en el de regreso evitar el registro en el momento de partir de las
Indias, de manera que no pudiera verificarse la exactitud de las declaraciones en Sevilla.
En ambos casos, se pagaban menos impuestos. Otro expediente utilizar los barcos de
guerra de la escolta para transportar mercancía, con 1o cual se evitaba el registro por
completo, en connivencia con los capitanes de los barcos, que a veces permitían también
que los barcos descargaran en puertos no autorizados. De esa forma, gracias a la existencia
de redes familiares, al soborno de los oficiales o al engaño puro y simple, Sevilla y Cádiz
se convirtieron en centros activos de fraude y fue en esas ciudades donde comenzó a
practicarse la evasión fiscal. En la flota de Portobelo de 1624, sólo el 14,8% de la
mercancía que transporta la flota (por un valor de 9,3 millones de pesos) había sido
registrado en Sevilla e incluso un porcentaje más reducido, el 11,5% se comercializó en la
feria, yendo el resto de la mercancía directamente a Perú. 31
El contrabando de la plata procedente de las Indias era también muy intenso y
adoptaba dos formas fundamentales: evasión del quinto real en la mina y la evasión del
registro en el puerto. Una vez más los métodos eran diversos, desde el soborno de los
capitanes de los barcos, pasando por la declaración de un peso inferior al real por lo que
respecta ,a los lingotes hasta el cargar la mercancía en el último momento evitando la
inspección detallada. Un procedimiento muy utilizado en Perú era el de consignar plata
registrada a personas inexistentes en Panamá, donde teóricamente permanecía el envío,
siendo eliminado del registro. Entonces, esa plata se transportaba a través del istmo hasta la
flota que esperaba en Portobelo para realizar el viaje de regreso a España. El objetivo del
fraude en las consignaciones de plata no era simplemente evitar el pago de la avería, sino
también el de conseguir plata sin registrar para comerciar, que era mucho más valiosa que
28
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 246-247.
29
Véase supra, pp. 204-205.
30
Chaunu, Séville et l'Atlaníique, I, pp. 88-121.
31
Enriqueta Vilar Vilar, «Las ferias de Portobelo: apariencia y realidad del comercio con Indias».Anuario de
estudios americanos, 39 (1982), pp 275-340, especialmente 321.
32
Rodríguez Vicente, El tribunal del consulado de Lima, pp 262-263.
33
Ibid., p. 259.
34
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 1, p. 398.
35
Estas cifras han sido tomadas de Morineau, lncroyables gazettes et fabuleux métaux, pp. 247-248, 250,
262, que basa sus cálculos en una serie de fuentes no oficiales, que arrojan unas cifras más realistas y, en
general, más elevadas que las de Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 34-38,
que son cifras oficiales basadas en las importaciones registradas y que no tienen en cuenta el tesoro que
evadía el control en los centros mineros y el que llegaba a España sin ser registrado. Sobre la recuperación
del mercado y del tesoro americano a partir de 1660, véase infra, pp. 249-257.
36
Véase infra, pp. 259-260, 272-278, 294-298.
37
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, p. 37.
38
Haring. Trade and Navigation between Spain and the Indies, p. 112.
La penetración extranjera
39
Existe una extensa bibliografía al respecto; véanse en particular K. R. Andrews, The Spanish Caribbean.
Trade and Plunder 1530-1630, New Haven, Conn., 1978, y Enriqueta Vila Vilar, Historia de Puerto Rico
1600-1650, Sevilla, 1974, pp. 131-156.
40
Raúl A. Molina, Las primeras experiencias comerciales del Plata: el comercio marítimo, 1580-1700,
Buenos Aires, 1966, pp. 134-145
41
Carlos Sempat Assadourian, El sistema de la economía colonial. Mercado interno, regiones y espacio
económico, Lima, 1982, pp. 72-75; Zacarías Moutoukias, Contrabando y control colonial en el siglo XVII,
Buenos Aires, 1988, pp. 119-133, 142-148.
42
Rodríguez Vicente, El tribunal del consulado de Lima, p. 71.
43
Ibid., pp. 73-74; Boyajian, Portuguese Bankers, pp. 122-124
44
Manuel Tejardo Fernández, Aspectos de la vida social en Cartagena de Indias durante el seiscientos,
Sevilla, 1954. Sobre los portugueses en México, véase supra, pp. 141-143.
45
Haring, Trade and Navigation between Spain and the Indies, pp. 107-108.
46
A. Domínguez Ortiz, «La concesión de "naturalezas para comerciar en Indias" durante el siglo XVII»,
Revista de Indias, XIX (1959), pp. 227-239.
recibió muy duros ataques en los decenios de 1630 y 1640. 47 En efecto, las demandas cada
vez más frecuentes de los comerciantes extranjeros para adquirir la nacionalidad española
respondían, fundamentalmente, al deseo de eliminar a los intermediarios españoles para
vender directamente a las Indias desde sus sedes comerciales de Andalucía. A partir de
1645 aproximadamente y bajo la presión de los intereses monopolistas de Sevilla, la
corona comenzó a endurecer las condiciones que daban acceso a la nacionalización. Sin
embargo, posteriormente, sobre todo desde los primeros años de la década de 1680, volvió
a suavizarse la política al respecto y hacia finales de la centuria la aristocracia comercial de
Cádiz, que participaba legalmente en el comercio de las Indias, estaba formada en su
mayor parte por extranjeros, sin hacer mención de los numerosos oriundos de otros países
que comerciaban a través de intermediarios españoles. 48 La utilización de intermediarios
estaba perfectamente organizada. Con frecuencia, se les da el nombre de agentes
comisionistas, y tal vez algunos de ellos eran, pues se encargaban de que los productos
extranjeros pasaran por los servicios de inspección y registro, luego los cargaban en los
barcos a su nombre finalmente vigilaban que los beneficios fueran a parar directamente al
propietario. 49 Pero algunos de ellos eran algo más que meros agentes. Eran una parte
importante del comercio triangular entre Europa, Andalucía y las Indias. Los extranjeros
llevaban sus manufacturas a Andalucía, donde compraban productos andaluces, vino,
aceite y frutos secos. Estas operaciones causaban un importante déficit comercial a los
españoles, déficit que era necesario compensar mediante el comercio con las Indias.
Muchos comerciantes sevillanos enviaban a América productos españoles y extranjeros por
cuenta propia y los beneficios que obtenían les permitían afrontar los pagos en el exterior,
consiguiendo importantes ganancias, o comisiones, de esas transacciones. En el curso del
siglo XVII, los extranjeros necesitaron recurrir cada vez menos a los canales oficiales a
medida que las operaciones de carga y descarga de las flotas se fueron trasladando de
Sevilla a Cádiz y sus puertos satélites. 50 Allí, lejos de la vigilancia directa de la Casa de la
Contratación, los «metedores» podían trasladar directamente la mercancía desde los barcos
extranjeros a las flotas una vez completada la última inspección. 51 De esta manera, los
comerciantes extranjeros evadían el registro, los derechos de aduana y la avería y vendían
sus productos en el mercado americano a un precio más bajo que sus competidores
españoles. Ello obligaba a estos últimos a recurrir al contrabando para sobrevivir. El
gobierno reaccionó aplicando la fórmula habitual de sancionar la transgresión de la ley e
imponer un impuesto a los culpables; los extranjeros quedaron incluidos también en las
confiscaciones que se imponían a los comerciantes andaluces y en las multas que se
exigían por el fraude cometido en el pasado. Los extranjeros no sólo suministraban
mercancías al comercio americano, sino también capital y barcos. Cuando holandeses,
franceses e ingleses empezaron a conseguir beneficios cada vez más grandes en las Indias,
también empezaron a reinvertir una parte de sus ganancias. En la primera mitad del siglo
XVII, el comercio no se basaba completamente en el capital extranjero, sino que recibía
también importantes inversiones de capital americano. Pero la dependencia de los
extranjeros era suficientemente grande como para alarmar a algunos comerciantes
españoles. A instancias del consulado de Sevilla, la corona promulgó un decreto en 1608
47
Chaunu, Séville et l'Atlantique, V, p. 413.
48
Raimundo Lantery, Memorias de Raimundo Lantery, mercader de Indias en Cádiz, 1673-1700, Publícalas
Alvaro Ricardo y Gómez, Cádiz, 1949.
49
Girard, Le commerce françáis á Séville et Cadix au temps des Habsbourgs, p. 87.
50
Véase supra, pp. 210-212.
51
Chaunu, Séville el l’Atlantique, IV, p. 536; V, p. 368
prohibiendo a los comerciantes extranjeros que vendieran sus productos a crédito a los
armadores españoles, para cobrar posteriormente en las Indias. 52 Pero este decreto, como
muchos otros, fue papel mojado. Como los comerciantes españoles raramente poseían el
capital necesario para realizar sus compras, no tenían más remedio que recurrir a la
financiación extranjera para que no se interrumpiera la actividad comercial.
La ley excluía del comercio de las Indias no sólo a los extranjeros, sino también a
los barcos extranjeros. Pero una vez más lo que la ley prohibía era favorecido por las
condiciones existentes. El declive cada vez mayor de la marina mercante española obligó
al gobierno a aceptar que era necesario contar con barcos extranjeros en el comercio de las
Indias. Sin embargo, intentó imponer que los propietarios y las tripulaciones de los barcos
fueran españoles. 53 Pero en el reinado de Felipe IV, en especial a partir del decenio de
1630, tampoco este punto se cumplió y el gobierno no tuvo más remedio que permitir que
se contrataran barcos de propiedad extranjera y aceptar que en sus tripulaciones hubiera
tanto españoles como extranjeros. 54 Sin duda, el recurso a los barcos extranjeros para el
transporte significaba que aumentaban las oportunidades de cometer fraude y, además, era
una medida a la que se oponían con toda energía los propietarios y constructores de barcos
españoles. Debido a la presión de estos últimos, un decreto de julio de 1642 prohibió la
presencia de barcos construidos en astilleros extranjeros en el comercio de las Indias. El
decreto, con el que se pretendía estimular la construcción naval española, no hacía sino
reinstaurar prohibiciones anteriores, con la diferencia de que la situación de la industria de
construcción naval española en el decenio de 1640 hacía más difícil aún su aplicación. 55
De cualquier forma, los barcos extranjeros eran de vital importancia para el transporte de
determinados cargamentos como los suministros navales, de los cuales existía una
constante demanda de los otros competidores de España, los astilleros del Nuevo Mundo.
Dadas las circunstancias, lo máximo que podía hacer la Casa de la Contratación era dar
preferencia a los barcos españoles cuando verdaderamente existían.
Es imposible calcular el alcance de la penetración extranjera en el comercio
americano, dado que se producía por métodos poco ortodoxos. 56 En 1628, el consulado de
Sevilla —parte interesada propensa a la exageración— señalaba al gobierno que para el
comercio de las Indias se necesitaban cada año productos extranjeros por valor de más de 6
millones de ducados. La venta de productos americanos y españoles apenas permitía cubrir
la mitad de esa suma, lo cual hacía imposible un reciente decreto en el que se insistía en
que el pago de los productos del exterior debía realizarse totalmente en mercancías y no en
metales preciosos.
Aun conduciéndose seis millones de ducados (de frutos) extranjeros, el
consumo es tan grande que necesitamos de sus géneros, y se conoce la carestía y falta,
como se ha visto en la de las lanas ... La flota de Nueva España que en 15 de julio
salió de Cádiz este año es buen exemplo, pues sólo fuera cargada de vinos si las naos
de Francia no llegaran, y aun llegando tan en sazón llevó la mitad de la ropa que aquel
Reyno ha menester ... y es de temer que no abasteciéndose las Indias por el camino
52
Ibid., IV, p. 393.
53
Girard, Le commerce Francais d Séville et Cadix, p. 21
54
Sobre el número y origen de los barcos extranjeros, véase Chaunu, Séville et l'Atlantique, V, pp. 342, 364,
390, 404-408, 432-437.
55
Haring, Trade and Navigation between Spain and the Indies, pp. 258-261; véase supra, pp. 196-198
56
Además, se basaba, en parte, en el comercio portugués a Brasil y en su reexportación través del Río de la
Plata.
ordinario, los enemigos por indirectos les acudan, y los naturales los admitan
57
obligados de la necesidad.
Durante la mayor parte del siglo XVII, la intervención de los comerciantes
extranjeros en el comercio de las Indias respondió al libre juego de la oferta y la demanda.
Salvo en aspectos de detalle, los intereses del consulado de Sevilla coincidían en lo
fundamental con los de los comerciantes extranjeros. Durante la segunda mitad del siglo, el
consulado protegió en todo momento a los extranjeros de las inspecciones de sus cargas y
ganancias y recurrió a servicios o indultos en vez de aplicar la ley, porque los extranjeros
tenían una participación muy activa en los negocios españoles. 58 Por razones fiscales, el
Estado colaboró con el consulado para mantener la presencia de los extranjeros mediante
pagos compensatorios. En efecto, los comerciantes extranjeros y españoles de Andalucía
colaboraron para conseguir que desde Madrid se toleraran las prácticas ilegales a cambio
de donativos por valor de 3,5 millones de pesos y de indultos que ascendieron a casi 6
millones de pesos en un plazo de 50 años (1650-1700). El proceso culminó en la
transferencia de la sede del comercio de las Indias de Sevilla a Cádiz, donde las
oportunidades para la intervención extranjera eran mayores. De esta forma, algunos
extranjeros privilegiados entraron a formar parte del monopolio y pudieron disfrutar de sus
beneficios pagando las penalizaciones necesarias. La mayor parte de los extranjeros
encontraban en Andalucía unas condiciones favorables para sus operaciones. Pero algunos,
como daba a entender el consulado de Sevilla, sentían la tentación de conseguir la riqueza
de las Indias más cerca de su fuente, en el Caribe y el Pacífico.
En el curso del siglo XVI, los marinos españoles perfeccionaron la técnica para
mantener una comunicación regular entre Andalucía y América mediante dos grandes
flotas al año, que navegaban en forma de convoyes, una a Tierra Firme y otra a Nueva
España. 59 Navegaban desde Cádiz o Sanlúcar, la flota de Nueva España en mayo (si estaba
preparada) y la de Tierra Firme en agosto.
Primero se dirigían hacia el suroeste, a la costa de África, para luego continuar
hasta las Canarias, desde donde tomaban el rumbo oeste-suroeste hasta alcanzar los vientos
alisios que les conducían hacia el oeste, a la Deseada o alguna otra de las islas de
Barlovento. Desde allí los galeones, nombre con el que se designaba a la flota de Tierra
Firme, se dirigían hacia el suroeste, a Cartagena y Portobelo (4.300 millas y 8 semanas
desde Cádiz), mientras que la flota ponía rumbo al noroeste, hacia La Española, Cuba y
Veracruz (4.860 millas desde Cádiz). La ruta de regreso hacia España pasaba por Cuba y el
canal de las Bahamas, que era el punto más peligroso de todo el trayecto. Una vez
57
Citado por Domínguez Ortiz, «Guerra económica y comercio extranjero en el reinado de Felipe IV»,
Hispania, XXIII (1963), pp. 92-93; de hecho, el decreto fue derogado.
58
Sobre la participación extranjera a finales del siglo XVII, véase infra, pp. 255-257.
59
Existen dos descripciones clásicas, «institucionales», de la carrera de las Indias, que contienen ambas
valiosas fuentes; José de Veitia Linaje, Norte de la contratación de las Indias Occidentales [1672], Buenos
Aires, 1945, realizada por un tesorero de la Casa de la Contratación; Rafael Antúñez y Acevedo, Memorias
históricas sobre la legislación y gobierno del comercio de los españoles con sus colonias en las Indias
Occidentales, Madrid. 1797. Fernando Serrano Mangas. Los galeones de la carrera de Indias, 1650-1700,
Sevilla, 1985. en un estudio moderno en el que su autor ha realizado una buena labor de investigación.
sorteados sus huracanes y arrecifes, las flotas ponían rumbo al noreste hasta alcanzar los
vientos fuertes del norte, dirigiéndose luego hacia el este hasta las Azores y Sanlúcar. 60
Aunque la ruta que siguieron las flotas era conocida, éstas sufrieron pocas pérdidas
a consecuencia de los ataques enemigos. El sistema de convoyes redoblaba la fuerza de las
tropas, los barcos mercantes llevaban armamento y contaban con una escolta naval, por lo
general 8 galeones en el caso de la flota de Tierra Firme (la famosa armada de la guardia
de la carrera de Indias) y dos para la flota mexicana. Tal vez esta fuerza no era la más
adecuada, pero pocas veces podían las potencias enemigas reunir un contingente mayor. En
septiembre de 1628, una flota holandesa superior numéricamente —31 barcos, 700 cañones
y 3.000 hombres— atacó a la flota de Nueva España, formada por unos 20 barcos, en la
costa de Matanzas, en Cuba, destruyéndola y capturando su ingente tesoro, valorado en
unos 6 millones de pesos según los holandeses. Este desastre se debió, en parte, a una
insólita falta de información sobre los movimientos del enemigo, pero sobre todo a los
errores de dirección. El comandante español, almirante Juan de Benavides, pagó su
negligencia con la horca. 61 En 1656, un escuadrón inglés de la flota de Blake capturó a la
nave capitana y a otro galeón de la flota de Tierra Firme cuando ésta se aproximaba a
Cádiz, consiguiendo un botín de unos 2 millones de pesos. A continuación, los ingleses
persiguieron a la flota que se había refugiado en las Canarias, donde, en abril de 1657, la
destruyeron casi por completo y los españoles sólo consiguieron salvar una parte del
tesoro.
Estos fueron los únicos desastres importantes ocurridos en la carrera de Indias por
causa de ataques enemigos. Los elementos causaron destrozos mucho mayores a las flotas.
Los comandantes de las flotas, acuciados por el escaso tiempo reservado para las
operaciones portuarias, por los retrasos en el suministro de la plata y los productos
comerciales, por los elevados gastos que suponía permanecer durante el invierno en las
Indias y por la impaciencia de un gobierno necesitado de la plata, frecuentemente tomaban
riesgos excesivos al navegar fuera de la estación adecuada. En 1622, 5 buques mercantes y
3 galeones de la flota de Tierra Firme se hundieron en medio de las tormentas perdiendo un
importante cargamento de metales preciosos. En 1624, la misma perdió 3 galeones en un
naufragio, junto con 433.770 ducados de la plata consignada a la corona y un millón de
ducados de los comerciantes privados. En 1631, la flota de Nueva España zarpó de
Veracruz al final de la estación y sufrió el embate de un huracán en la costa de Yucatán. La
almiranta se hundió con toda la plata y la mayor parte de los barcos mercantes se
hundieron o encallaron, desastre que Olivares lamentó, afirmando que la aflicción que le
producía su pérdida no podía expresarse con palabras. 62 En 1641, la flota de Nueva
España, que navegaba de nuevo una vez terminada la estación propicia, fue destruida por
un huracán al salir del canal de las Bahamas; la almiranta se dirigió a Santo Domingo
donde se hundió y la capitana, tras sobrevivir a la travesía, terminó por hundirse en la barra
de Sanlúcar. Entre ambas se perdieron 770.000 pesos de la corona y 1.070.000 de los
comerciantes, aunque posteriormente fue posible rescatar la mayor parte de la carga de la
capitana. 63 Las actividades de piratas y corsarios eran insignificantes cuando se comparan
con los huracanes del estrecho de las Bahamas. Grupos internacionales de piratas
infestaban el Caribe desde sus bases, como Tortuga, hostigando al comercio local y
atacando a asentamientos españoles indefensos. Pero eran operaciones de poca monta, aun
60
Haring, Trade and Navigation between Spain and the Indies, pp. 201-230.
61
Fernández Duro, Armada española, IV, pp. 97-106.
62
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, p. 283.
63
Artíñano, Historia del comercio con las Indias, p. 346.
cuando adquirieron mayor envergadura desde principios del siglo XVII. Tampoco la
actividad de los corsarios era especialmente trascendente, limitada como estaba a las partes
menos prósperas y peor defendidas del imperio español. Las ganancias que reportaba la
actividad corsaria de los ingleses eran tan insignificantes que apenas servían para hacer
frente a los gastos. Los ingleses preferían el contrabando, aunque incluso este era menos
importante que el comercio con Sevilla. Sin embargo, a partir de 1625, franceses, ingleses
y holandeses llegaron a las Pequeñas Antillas, donde se asentaron y actuaron como
intrusos, comerciando con Venezuela y con las islas próximas, vendiendo productos
textiles y esclavos negros que intercambiaban por tabaco y cacao y acaparando una gran
parte del comercio local. 64
Las oportunidades para llevar a cabo una actividad de contrabando en el Caribe, a
la que los españoles daban el nombre de rescate, eran cada vez más numerosas. Era
imposible realizar una vigilancia permanente de toda la zona. El sistema de flotas era
adecuado para el suministro de los mercados importantes de México y Perú. Pero las
pequeñas poblaciones alejadas de las principales rutas comerciales se veían privadas de
todo tipo de productos. Por ello, se permitió la existencia de barcos de permiso que se
separaban de las flotas y se dirigían sin escolta a algunos puertos. Pero estos barcos que
navegaban en solitario eran el blanco preferido de los corsarios y por ello tendieron a
desaparecer. Jamaica fue una de las víctimas de esa negligencia. Hacia 1634 se habían
interrumpido casi totalmente los vínculos entre la isla y España. Veinte años después la isla
pasó a poder de Inglaterra. 65 Asentamientos como Jamaica y Venezuela ocupaban también
un lugar secundario en la lista de las prioridades defensivas de los españoles, que
otorgaban mayor importancia a La Española y Cuba, por su mayor valor estratégico. Por
consiguiente, los parientes pobres del comercio de las Indias eran extraordinariamente
vulnerables a la penetración comercial de los extranjeros y menos favorables al comercio
español en las raras ocasiones en que llegaba. La principal zona de contrabando era la costa
de Tierra Firme, desde Trinidad a Maracaibo. 66 La base de la economía allí eran el tabaco
y el cacao; y como la salida de estos productos en las flotas anuales era insuficiente, el
comercio cayó en manos de extranjeros, ingleses, holandeses y portugueses, que
suministraban también esclavos negros necesarios para las plantaciones de la costa.
Naturalmente, este comercio se realizaba en la periferia del imperio español y no afectaba a
las principales fuentes de riqueza, México y Perú. Pero, no obstante, era una nueva brecha
en el monopolio y se realizaba desde unas bases que amenazaban las comunicaciones
imperiales de España. Las colonias extranjeras que proliferaron en las Pequeñas Antillas a
partir de 1625 se hallaban peligrosamente próximas a la ruta que seguían las flotas para
entrar en el Caribe. Más peligrosos aún eran los asentamientos ingleses en las islas de
Santa Catalina y Tortuga. Este movimiento hacia el centro neurálgico del imperio español,
hacia las rutas de regreso de las flotas de la plata, era considerado como una grave amenaza
para la seguridad. Ninguna potencia podría haber organizado la defensa militar y naval de
todos los sectores de tan vasto imperio. Por tanto, la primera reacción de España ante la
agresión extranjera fue establecer un orden de prioridades, abandonando los asentamientos
que se consideraban de poca importancia para concentrarse en la defensa de México y Perú
y de los centros comerciales que conducían hasta allí. Este proceso podría ser calificado
como de retirada estratégica, primero de las Pequeñas Antillas y luego de Jamaica. Era una
política racional cuya aplicación no entrañaba pérdidas importantes para España. También
64
Haring, Trade and Navigation between Spain and the Indies, pp. 118-122.
65
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, p. 570; véase también Francisco Morales Padrón, La Jamaica
Española, Sevilla, 1952.
66
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, p. 626.
Recuperación de San Juan de Puerto Rico, de Eugenio Caxes (Museo del Prado)
67
Fernández Duro, Armada española, IV, p. 109.
68
D. Rowland, «Spanish Occupation of the Island of Old Providence or Santa Catalina, 1641-1670»,
Hispanic American Historical Review, XV (1935), pp. 298-312; Fernández Duro, Armada española, IV, p.
338.
69
R. D. Hussey, «Spanish Reaction to Foreign Aggression in the Caribbean to about 1680». Hispanic
American Historical Review, IX (1929), pp. 286-302; Andrews, The Spanish Caribbea , pp. 234-236;
Enriqueta Vila Vilar, Historia de Puerto Rico 1600-1650, pp. 137-150.
70
Veitia Linaje, Norte de la contratación, pp. 540-556; Artíñano, Historia del comercio con las Indias, pp.
103-106; Bibiano Torres Ramírez, La Armada de Barlovento, Sevilla, 1981
71
Chaunu, Séville et l'Atlantique, V, pp. 409-412.
72
Hussey, «Spanish Reaction to Foreign Aggression in the Caribbean», p. 295.
deseaban la paz para consolidar sus posesiones y ampliar sus operaciones comerciales y así
se firmaron una serie de tratados que reconocían la situación existente por lo que se refiere
a la ocupación efectiva. En 1648, el tratado de Münster otorgaba a los holandeses todo el
territorio que ocupaban en América —que no era muy extenso— a cambio de la promesa
de no comerciar con los dominios españoles. En 1670, el tratado de Madrid sancionaba la
retención, por parte de Inglaterra, de sus posesiones en las Indias Occidentales y en
América, siendo la contraprestación la promesa de no participar en el comercio ilegal.
Entretanto, las bandas de piratas independientes, los bucaneros, se habían convertido
también en un problema internacional y en 1680 tanto los ingleses, franceses y holandeses,
como los españoles, empezaron a actuar contra ellos. Como resultado de todo ello,
desapareció el sentimiento de urgencia con respecto a la política de defensa en el Caribe.
Por su parte, España no pudo invertir la tendencia económica que determinaba que el
contrabando fuera, a pesar de las promesas que se hacían en los tratados, una práctica
extendida y lucrativa, que profundizaba la brecha que ya en Cádiz se había abierto en el
monopolio.
73
Ricardo Levene, Investigaciones acerca de la historia económica del virreinato del Plata, 1.a ed., 1927-
1928, 2ª ed., 1952, reeditado por la Academia Nacional de Historia, Obras de Ricardo Levene, 2, Buenos
Aires, 1962, pp. 141-184; Mario Rodríguez, «The Génesis of Economic Attitudes in the Río de la Plata»,
Hispanic American Historical Review, XXXVI (1956), pp 171-1891; Raúl A. Molina, «Una Historia Inédita
de los primeros ochenta años de Buenos Aires. El "Defensorio" de D. Alonso de Solórzano y Velazco, Oidor
de la Real Audiencia (1667)», Revista de Historia de América, 52 (1961), pp. 429-497.
transportar plata, defender la ruta de la plata y escoltar a los convoyes comerciales entre
Arica, El Callao y Panamá. Estaba dividida en dos flotillas, cada una de las cuales la
componían dos galeones y un patache, la primera activa en el sur y la segunda en el norte,
llegando, si era necesario, hasta aguas de México, mientras que el quinto galeón
permanecía como reserva en El Callao. 76
Durante algunos años después de la intrusión de los ingleses en el siglo XVI el
Pacífico español disfrutó de un período de calma. Esta se vio perturbada por la aparición de
invasores holandeses, a los que los españoles daban el nombre de pechelingues, palabra
que derivaba del nombre de la isla de Flesinga. La ofensiva holandesa fue anunciada por
dos expediciones de poca envergadura (1598-1600) organizadas en busca de comercio,
bases y una ruta hacia las Indias Orientales. La primera gran expedición la organizó la
Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales en agosto de 1614, en el período de la
tregua con España. La componían 4 grandes buques de guerra fuertemente armados y 2
barcos más pequeños y a su frente estaba el almirante Joris van Speilbergen, alemán al
servicio de la compañía. Su objetivo último era comerciar y reforzar el poder naval en las
Molucas, pero pretendía también atacar al imperio español. 77 La expedición penetró en el
Pacífico a través del estrecho de Magallanes en mayo de 1615 y a medida que avanzaba
hacia el norte entraron en funcionamiento los sistemas de alarma de la costa. Al llegar al
sur de El Callao encontró el camino bloqueado por un escuadrón español formado por 7
barcos (la flotilla meridional reforzada por buques mercantes) a cuyo frente estaba Rodrigo
de Mendoza. Hubo un enfrentamiento el 17-18 de julio en el que los españoles fueron
totalmente derrotados, perdiendo 2 barcos de guerra y 450 hombres. Los holandeses, que
tenían a su alcance toda la costa occidental, sin oposición alguna, evitaron El Callao,
evadieron a la armada del norte y navegaron hacia Acapulco, donde se aprovisionaron a
cambio de devolver a prisioneros peruanos. En diciembre, abandonaron las aguas de
México para atravesar el Pacífico y no se encontraron con el galeón de Manila.
Después de esta desagradable experiencia, los españoles comenzaron a preocuparse
por sus defensas. El virrey de Nueva España inició la construcción de una fortaleza en
Acapulco y en Perú se reforzaron las defensas navales. De ello se encargó el valioso virrey
príncipe de Esquilache, quien ordenó construir 3 fuertes en El Callao, estableció una nueva
unidad militar cuya misión era servir en El Callao y escoltar la plata hasta Panamá, y
aumentó el potencial de la armada, incrementando su poder de fuego y el número de
hombres. Pero su programa de defensa era muy caro y para financiarlo hacía falta una parte
de los beneficios del imperio, incluido el quinto real. Las remesas enviadas a España se
redujeron, y eso se consideró extremadamente perjudicial ya que estaba a punto de
iniciarse la guerra de los Treinta Años. Por ello, Esquilache fue llamado a la península y la
defensa de las colonias se sacrificó a la política europea. 78
Pero Esquilache tenía razón. En 1616, el holandés Jacob Lemaire descubrió un
nuevo paso —no menos peligroso ni más corto— hacia el Pacífico al sur de Tierra del
Fuego, a través del estrecho que todavía lleva su nombre. Esto anunció una serie de nuevos
ataques. En abril de 1623 zarpó de Holanda la llamada flota de Nassau. Estaba formada por
11 barcos, fuertemente armados, y 1.637 hombres bajo el mando del almirante Jacques
76
El sistema de convoyes peruano nunca fue tan riguroso como el sistema transatlántico, pues los
comerciantes preferían realizar sus tratos comerciales al margen del convoy, ya que el peligro de los piratas
era intermitente y deseaban evadir el registro; véase Helmer, «Le Callao», pp. 174-176.
77
Véase Peter Gerhard, Pirates on the West Coast of New Spain 1575-1742, Glendale, 1960, pp. 108-121,
obra cuyo contenido es mucho más rico de lo que indica su título; para las investigaciones más recientes,
véase Peter T. Bradley, The Lure of Peru. Maritime Intrusión into the Sea, 1598-1701, Londres, 1989, pp.
32-46.
78
Helmer, «Le Callao», pp. 153-157; Bradley, The Lure of Peru, pp. 47-48.
l’Hermite, y su objetivo no era sólo atacar a los puertos y los barcos españoles e imponer el
comercio de contrabando, sino además desafiar la soberanía española en el Pacífico
estableciendo un puesto militar y comercial en Perú o Chile, aliándose para ello con los
indios descontentos. 79 La expedición penetró en el Pacífico a través del estrecho de
Lemaire en febrero de 1624 y arribó a El Callao el 8 de mayo, sólo 5 días después de que el
virrey, que había sido alertado, hubiera despachado a Panamá la flota del tesoro, que
transportaba la plata de la corona de los dos últimos años, por un valor de unos 9 millones
de pesos. 80 En ese momento murió l’Hermite y a su sucesor, el joven e inexperto Hugo
Schapenham, le perdió su indecisión. Un ataque mal organizado contra El Callao fue
repelido y a partir de ese momento los holandeses recorrieron durante más de 4 meses la
costa peruana, consiguieron pocas cosas aparte de destruir Guayaquil y granjearse una
mala reputación por matar a los prisioneros. La expedición alcanzó la costa de México en
octubre, pero Acapulco contaba ya con una fortaleza y se negó a aprovisionarles. Los
holandeses fueron acosados en otros puntos de la costa y en noviembre abandonaron la
espera del galeón de Manila y zarparon para atravesar el Pacífico. Esta expedición se saldó
con un fracaso y permitió a los españoles tomarse la revancha de derrotas anteriores.
Las autoridades españolas realizaron un estudio profundo de las necesidades
defensivas que había puesto de relieve la expedición de la flota de Nassau y decidieron dar
prioridad a la defensa por tierra frente a la defensa marítima. Pero después de todo se
durmieron en los laureles. El virrey Esquilache había intentado crear una nueva y más
potente armada del mar del sur para patrullar las costas de México, América central, Perú y
Chile. La idea fue discutida una y otra vez en Perú y España entre 1624 y 1635, cifrándose
las necesidades en 10 galeones y 7.000 hombres, con un coste estimado de un millón de
pesos. 81 Finalmente, el plan se abandonó, no porque no hubiera dinero en Perú, sino
porque la corona quería utilizar ese dinero en Europa. De hecho, las autoridades españolas
se limitaron a buscar informadores, a introducir unas pequeñas mejoras en la defensa naval
y a construir nuevas fortalezas en torno a El Callao, aparte de continuar confiando en la
invulnerabilidad natural del Pacífico. Por el momento, su actitud parecía justificada. En
efecto, tras el fracaso de 1624, los holandeses limitaron sus ataques a la fachada atlántica
de América Su último intento serio de penetrar en el Pacífico español fue la expedición
organizada por Hendrick Brouwer bajo los auspicios de la Compañía Neerlandesa de las
Indias Occidentales. Una vez más pretendieron establecer una colonia comercial. El
escuadrón holandés arribó a la isla de Chiloé en mayo de 1643. Aunque Brouwer murió
unos meses después, sus hombres permanecieron en Valdivia, construyeron un fuerte y
atacaron a los españoles. Pero se encontraron con una tierra inhóspita y con unos indios
poco amistosos y se marcharon en octubre de 1643. Así pues, lo cierto es que los
holandeses causaron pocos problemas en el Pacífico español. La consecuencia más notable
de su presencia fue que obligó a las autoridades españolas a reconsiderar las necesidades
de defensa aumentando la asignación de esa partida en el tesoro de Lima: 200.000 pesos en
1624, 948.000 en 1643. El virrey, marqués de Mancera (1639-1648), inició un amplio y
costoso programa de defensa desde el norte hasta el sur del virreinato. Se organizó una
expedición marítima para refundar y fortificar Valdivia. Cuando el inglés John Narborough
llegó allí en 1669 en una expedición de reconocimiento, encontró esa plaza ocupada,
defendida y cerrada a los extranjeros. Asimismo, se construyó la muralla de El Callao, que
rodeaba toda la ciudad. Se construyeron también nuevos galeones y se ampliaron y
79
Gerhard, Pirates on the West Coast of New Spain, pp. 123-129; Chaunu, Séville et l'Atlantique, V, pp. 74-
79.
80
Bradley, The Lure of Peru, pp. 51-52, 55-56.
81
Chaunu, Séville et l'Atlantique, V, pp. 75-79.
equiparon las fuerzas militares. La suma de 1,5 millones de pesos que se envió a España en
1624 podía haberse multiplicado por dos, según se informó, de no haber sido por los costes
de la defensa. 82
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVII nuevas fuerzas enemigas
penetraron en el Pacífico, en esta ocasión desde el Caribe. Eran los bucaneros, los bandidos
internacionales de las Indias. Desde el decenio de 1640 hasta el de 1670, los bucaneros,
aliados con los indios de Costa de los Mosquitos, impusieron su dominio sobre la costa
oriental de la América Central, aún sin colonizar en su mayor parte, y organizaron
periódicamente operaciones de saqueo hacia el interior. El río San Juan, en Nicaragua,
permitía el acceso a la costa del Pacífico a pesar de las fortificaciones españolas. En 1660,
Henry Morgan encabezó una incursión contra Costa Rica, aunque fue repelido. Regresó
para capturar Portobelo, que conservó durante algún tiempo en el verano de 1668. En enero
de 1671, Morgan condujo una expedición a través del istmo de Panamá, derrotó a una
fuerza española de 2.000 hombres, se mantuvo en la ciudad durante un mes, atacó otros
asentamientos costeros y partió en el mes de marzo con un importante botín. 83 Esto era una
invitación para que otros actuaran de igual forma.
El istmo de Panamá era el nexo vital entre la ruta de la plata procedente de Perú y
la ruta transatlántica de España. Su lejanía siempre lo había protegido Ahora, tras la
captura de Jamaica por los ingleses en 1655, desapareció esa protección. Era necesario
garantizar la seguridad militar y naval. Después del ataque de Morgan se reforzaron las
defensas de Portobelo y Panamá, se aumentó la dotación de sus guarniciones y se comenzó
a vigilar estrechamente la ruta de la plata a través del istmo. Pero a escasa distancia del este
de Panamá, en la provincia de Darién, los pantanos y la jungla habitados por indios hostiles
a los españoles constituían otro posible acceso hacia el Pacífico. Esta ruta de la jungla se
convirtió en «una vía rápida interoceánica para los bucaneros». 84
En abril de 1680, piratas ingleses organizaron una gran invasión del Pacífico.
Primero capturaron a todos los barcos que navegaban por el golfo de Panamá y luego,
después de atacar, saquear y capturar un cargamento de plata en las proximidades,
navegaron hacia el sur por la costa del Pacífico a las órdenes de Bartholomew Sharp.
Durante más de un año sometieron a pillaje a la costa occidental de Suramérica, incluido el
puerto de embarque de la plata de Arica, y capturaron dos valiosos barcos cargados de
plata. Finalmente se marcharon por el cabo de Hornos y llegaron a Barbados en febrero de
1682. Este era el ataque más grave contra el Pacífico español que se había producido hasta
el momento. El móvil no había sido el deseo de conquista y de colonización, sino el
saqueo. Los barcos mercantes, los asentamientos más remotos y la seguridad en general se
vieron directamente amenazados. Los españoles se vieron obligados a extender por tierra
unos recursos de defensa más escasos en un momento en que su fuerza naval en el Pacífico
estaba una vez más debilitada, y era incapaz de ayudar a los puertos, proteger a los
mercantes y enfrentarse a los piratas. De nuevo reapareció el viejo dilema: ¿Había que
incrementar los barcos de guerra o las fortificaciones? ¿Qué era menos costoso? 85 Los
españoles estimaron el daño que habían sufrido los barcos y los puertos en más de 4
82
Bradley, The Lure of Perú, pp. 85, 86-100; Kenneth J. Andrien, Crisis and Decline: the Viceroyalty of
Perú in the Seventeenth Century, Albuquerque, N.M., 1985, p. 67.
83
Gerhard, Pirates on the West Coast of New Spain, pp. 139-141.
84
Ibid., p. 146; véase también G. Céspedes del Castillo, «La defensa militar del istmo de Panamá a fines del
siglo XVII y comienzos del XVIII», Anuario de Estudios Americanos, IX (1952), pp. 235-275.
85
Bradley, The Lure of Peru, pp. 126-127.
86
Artíñano, Historia del comercio con las Indias, p. 225.
87
Gerhard, Pirates on the West Coast of New Spain, pp. 154-194.
88
Bradley, The Lure of Perú, pp. 140-141, 159-160.
89
Céspedes, «La defensa militar del istmo de Panamá», pp. 250-251.
90
Lawrence A. Clayton, «Local Initiative and Finance in Defence of the Viceroyalty of Peru: the
Development of Self-Reliance», HAHR, 54, 2 (1974), pp. 284-304; Bradley, The Lure of Peru, p. 164.
En el siglo XVI, el comercio de las Indias conoció dos fases expansivas, la Primera
de 1504 a 1550, y la segunda entre 1562 y 1592, separadas ambas por una recesión a
mediados de siglo, que se prolongó durante 12 años. Luego se invirtió la tendencia, entre
1593 y 1622, y se produjo una larga depresión que se prolongó desde 1623 hasta 1650. 92
91
Peter T. Bradley, «The Cost of Defending a Viceroyalty: Crown Revenue and the Defence of Peru in the
Seventeenth Century», Ibero-Amerikanisches Archiv, 10, 3 (1984), pp. 267-289, y The Lure of Peru, pp. 192-
194; John J. TePaske, «The Fiscal Structure of Upper Peru and the Financnig of Empire», en Karen Spalding,
ed., Essays in the Political, Economic and Social History of Colonial Latín America, Newark, Delaware,
1982, pp. 69-94, esp. pp. 76-80; Pérez Mallaína y Torres, La Armada del Mar del Sur, pp. 130-133, 286-288.
92
Chaunu ha identificado esas tendencias y ha computado las estimaciones. Varios autores han realizado
valiosas reseñas de esa gran obra: H. G. Koenigsberger, English Historical Review (1961), pp. 675-681; C.
H. Haring, «Trade and Navigation between Spain and the Indies: a Review - 1918-1958», Hispanic American
Historical Review, XL (1960), pp. 53-62; Robert S. Smith, «Seville and the Atlantic; Cycles in Spanish
Colonial Trade», Journal of Economic History, XXII (1962), pp. 253-259. Ha sido objeto de un juicio más
crítico por parte de W. Brulez, «Seville et l’Atlantique: quelques réflexions critiques», Revue Belge de
Philologie et d'Histoire, XLII (1964), pp. 568-592. Al no existir estadísticas de producción, Chaunu supone
que las estadísticas de tonelaje —capacidad de transporte de los barcos que zarpaban desde duda, hay
márgenes de error debidos al fraude, a las llegadas y salidas a otros puertos distintos de Sevilla y Cádiz, por
el hecho de que algunos barcos no completaban su capacidad de carga y por la tendencia de otros a la
El tráfico de barcos entre España y América se multiplicó por cuatro entre 1506 y 1620,
pasando de 226 travesías (salidas y entradas) en el quinquenio 1506-1510 a 867 en el
quinquenio 1616-1620. El número de travesías alcanzó tres máximos quinquenales, 874 en
1546-1550 886 en 1586-1590 y 965 en 1606-1610, pero descendió a 366 en 1646-1650 y la
media de 1641-1650 fue prácticamente igual a la de 1521-1525. El tonelaje bruto (viaje de
ida y de vuelta) aumentó de 15.680 toneladas en 1511-1515 a 273.560 en 1606-1610. Entre
esa fecha y 1646-1650 experimentó un descenso del 60 por 100, situándose en 121.308
toneladas. El período en su conjunto puede dividirse en una larga fase de expansión, que
culminó en 1608, y un prolongado período de contracción, interrumpido por breves
repuntes.
Hasta el siglo XVII, hubo más o menos un equilibrio entre el tráfico comercial de
Tierra Firme (principalmente Perú) y de Nueva España. Algo más del 40 por 100 del
comercio se dirigía a Tierra Firme, y algo menos de ese porcentaje a Nueva España,
dirigiéndose el resto hacia las islas del Caribe. Hasta aproximadamente 1570-1580, los
cereales, el aceite y el vino eran los productos que predominaban en las exportaciones a
América. Pero a partir de esos años, cuando los colonos ya podían contar con carne, trigo y
maíz de producción local, habiendo aumentado también su producción de vino, los
artículos alimentarios dejaron paso a los productos textiles y a la quincallería. Hasta
aproximadamente 1580-1590, los productos españoles dominaron el comercio, pero luego
los procedentes del norte de Europa y de Francia socavaron el monopolio español. En
cuanto a las importaciones procedentes de América, estaban dominadas por los metales
preciosos, cuyo valor ascendía a más del 90 por 100 de las ganancias.
En los primeros años del siglo XVII, las flotas de ida transportaban vino, aceite,
mercurio, hierro y quincallería, productos textiles, libros y papel. Ahora bien, el contenido
de las exportaciones de las colonias se estaba modificando, lo que demuestra que se había
producido un cambio en las economías americanas. En 1594, los metales preciosos
constituían el 95,62 por 100 de las importaciones totales procedentes de América. 93 En
1609, habían descendido al 84 por 100, siendo el resto productos agrícolas y coloniales, la
mayor parte de ellos procedentes de México. En este período, México exportaba plata,
cochinilla, cueros, índigo, lana, tintes, maderas tintóreas, plantas medicinales y,
especialmente en los años 1600-1620, productos de seda procedentes de China que habían
sido reexportados desde Manila. 94 En 1609, México exportó a España 3,3 millones de
pesos de metales preciosos (consignados a la corona y a particulares) y exportó otros
productos por valor de 1,8 millones de pesos, el 35 por 100 del valor del cargamento. 95 La
exportación por parte de México de otros productos distintos de los metales preciosos
adquirió cada vez mayor importancia a medida que la colonia diversificó su economía. En
cambio, la economía peruana, más «colonial» en su estructura, estaba más estrechamente
vinculada a la minería y Perú exportaba escasos productos a España aparte de la plata.
sobrecarga, así como por las pérdidas de barcos durante el trayecto. Pero Chaunu toma en cuenta
prácticamente todas las contingencias posibles y, en particular, ha previsto las críticas referentes a la relación
entre el tonelaje y el volumen de mercancía transportada, mostrando que los armadores compraban o
alquilaban buques de un tonelaje determinado según la coyuntura comercial. Los armadores españoles no
carecían de instinto económico hasta el punto de infrautilizar sus barcos durante un largo período.
Finalmente, Chaunu no sólo computa la actividad comercial española, pues el Atlántico que es objeto de su
estudio es el Atlántico europeo, porque es indudable que la mayor parte de los comerciantes europeos
preferían comerciar a través de Sevilla en lugar de hacerlo directamente en las Indias
93
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 33-34.
94
François Chevalier, «Les cargaisons des flottes de Nouvelle Espagne vers 1600», Revista de Indias, IV
(1943), pp. 323-330.
95
Ibid., p. 329.
Los años transcurridos entre 1592 y 1622 constituyen un período intermedio entre
la expansión y la contracción, un período en el que, sin duda, hubo signos constantes de
prosperidad, pero también signos inequívocos de incertidumbre que indican que se estaba
produciendo la inversión de la tendencia anterior. 96 En los años finales de este período, las
travesías (salidas y entradas) disminuyeron el 10 por 100, pasando de 867 en 1616-1620 a
775 en el quinquenio 1621-1625. También comenzó a cambiar la importancia relativa de
Tierra Firme y Nueva España. Entre 1581 y 1590, a Tierra Firme había correspondido la
contribución más importante, tanto por lo que respecta al comercio como a la plata, en la
gran expansión de esos años, pero entre 1596 y 1620 la situación se mantuvo gracias a las
contribuciones crecientes del comercio de Nueva España. A partir de 1620, Nueva España
disminuyó de nuevo su aportación y aumentó una vez más la importancia de Tierra Firme.
Los precios y el comercio de las Indias fluctuaron en períodos más o menos regulares,
existiendo entre ambos una correlación estadística. El final de la expansión correspondió a
la inversión de la tendencia de los precios hacia 1605, a la que siguió la depresión de los
precios reales en 1609-1612. La inflación subsiguiente fue producida, de manera artificial,
por la alteración de la moneda, en especial desde el decenio de 1620, que no fue favorable
ni para el comercio de las Indias ni para ninguna otra actividad comercial.
La gran inflación del siglo XVI había sido producida, en gran medida, por las
importaciones de metales preciosos. Estas comenzaron a descender, pasando de 58,2
millones de pesos en el quinquenio 1591-1595, a 40,3 millones en el de 1601-1605 y a
44,2 millones de pesos en el quinquenio 1631-1635. Los ingresos de la corona por ese
concepto descendieron casi el 40 por 100, de 10,9 millones de pesos en 1596-1600 a 6,5
millones en 1601-1605. Hubo una larga fase intermedia entre 1616 y 1645, en que apenas
superaron los 4 millones de pesos en ninguno de los quinquenios, para producirse luego un
nuevo descenso, hasta 1,6 millones en 1646-1650 y 606.524 pesos en 1656-1660. 97 La
disminución de los ingresos de la corona por concepto de las remesas de metales preciosos
es un nuevo signo de la transformación que estaba experimentando el imperio, pues hasta
cierto punto se debía al incremento de los costes de la administración y la defensa de las
colonias, una especie de inversión en las Indias. La inversión de la tendencia respecto a las
consignaciones de metales preciosos a particulares se produjo con posterioridad a la de los
caudales públicos, pero a pesar de las fluctuaciones la tendencia se mantuvo a la baja hasta
1651-1665. ¿Qué relación existe entre las remesas de metales preciosos, los precios y el
comercio? ¿Qué efectos tuvieron las grandes cantidades de plata y oro que llegaron a
España procedentes de América entre 1501 y 1650? Esta masiva importación de metales
preciosos afectó directamente a los precios, que a su vez estimularon el comercio o, cuando
las importaciones se estancaron y disminuyeron, provocaron su retroceso. Los metales
preciosos permitían a los comerciantes conseguir el capital necesario para realizar nuevas
inversiones y cuando el tesoro disminuía, el comercio carecía de financiación. Pero cuanto
96
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 852-1.525.
97
Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, pp. 34-38; Morineau, lncroyobles
gazettes et fabuleux métaux, cuadro 42, p. 250. Es difícil relacionar los ingresos del tesoro y los resultados
del comercio, porque los metales preciosos eran el artículo que más se prestaba al fraude, y éste adoptaba
formas diversas: el contrabando, la infravaloración en el registro y el tráfico comercial que no se registraba.
Hamilton indica que el margen de error debido al fraude podría ser del 10 por 100, pero parece un porcentaje
demasiado bajo. Otros autores afirman que el 50 por 100 o más del tesoro americano escapaba al control de
la Casa de la Contratación en los decenios posteriores a 1630, porcentaje que, probablemente, es demasiado
elevado. Una estimación reciente sugiere el 15 por 100 como porcentaje más probable. Con toda
probabilidad, la plata no registrada salía de España y constituía el beneficio de los comerciantes extranjeros,
mientras que la mayor parte de la plata registrada permanecía en España y se reinvertía en el comercio de las
Indias. Por consiguiente, las estadísticas tienen cierto valor. Véanse Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2,
p. 902; Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, pp. 238-250. Hamilton expresa las cantidades en
pesos de mina (450 maravedís), y Morineau en pesos de a ocho reales (272 maravedís).
más se expandía el comercio americano en la segunda mitad del siglo XVI, mayor era la
necesidad de metales preciosos para mantenerlo. En efecto, el tesoro producía la inflación,
lo que significaba que, de hecho, el rendimiento de la minería disminuía progresivamente:
el mismo éxito de la minería americana provocó el descenso del valor de su rendimiento.98
Durante el siglo XVI, los precios se cuadruplicaron en España. En el mismo período, el
valor del oro y de la plata, como mercancías, disminuyó aproximadamente el 75 por 100.
Para prolongar la expansión, para mantener el poder adquisitivo del oro y de la plata, la
producción minera tenía que crecer más deprisa que los precios y el comercio y esto sólo
podía conseguirse explotando nuevas minas o a través de un gran perfeccionamiento de la
tecnología. Sin embargo, hacia 1590 los españoles habían agotado la riqueza mineral de
América disponible de forma inmediata, sin renovar los métodos de producción. Con las
técnicas primitivas de producción de los colonos, la economía de la América española
había alcanzado los límites de su expansión y, además, se veía gravemente afectada por la
escasez de mano de obra producida por la disminución de la población india. De forma
simultánea, los colonos comenzaron a autoabastecerse y a disminuir su dependencia de las
importaciones europeas. Esa creciente autosuficiencia del imperio fue un factor
determinante de la crisis del comercio de las Indias. Hasta 1622, las curvas de los precios y
del comercio permanecieron prácticamente igualadas. Pero, entretanto, la economía
española se había debilitado enormemente debido al extraordinario incremento de los
salarios provocado por la gran escasez de mano de obra que se produjo a raíz de la
epidemia de peste de 1599-1600 y de la expulsión de los moriscos en 1609.
No obstante, incluso en este período el comercio de las Indias fue capaz todavía de
obtener excelentes resultados. El año 1608 fue el «año que batió todos los récord». 99 El
año anterior había conocido la mayor recesión hasta el momento, pues los viajes de ida
disminuyeron de 98 en 1606 a 37 en 1607 (el 62 por 100) y el tonelaje de 23.286 toneladas
a 9.783 (el 57 por 100). 100 En 1608, fueron despachados a América convoyes muy
nutridos, con un total de 202 barcos y 54.093 toneladas, lo que supuso un incremento del
445,9 en el número de barcos y del 452,9 por 100 en cuanto al tonelaje. Este resultado fue
un 50 por 100 mejor que el del año récord anterior, de 1596, y nunca sería igualado.
Ciertamente, el año 1608 fue como un rayo de luz en medio de la oscuridad circundante,
un año de frágil prosperidad que se consiguió a expensas de los años subsiguientes. En
1609, el tráfico comercial volvió a la norma habitual: 138 barcos y 32.536 toneladas
despachados a América. 101 En Sevilla existían serios temores de que el mercado mexicano
estaba saturado y, además, había otros signos ominosos. En efecto, la flota de Tierra Firme
de ese año trasladó a Sevilla a una horda de peruleros, quienes, como su nombre indica,
eran agentes de empresas de criollos de Perú. No estaban vinculados a las prácticas
comerciales monopolistas, como lo estaban los mercaderes de Sevilla, llevaban consigo
grandes capitales para invertirlos en Europa y eran, si cabe, competidores más difíciles que
los extranjeros. 102 La presencia de los peruleros en Sevilla, sus inversiones de capital
americano en un comercio que, teóricamente, era monopolio de España, eran un nuevo
indicio de la reorientación del imperio y de su creciente independencia económica. La
reacción habitual de los monopolistas ante la crisis era restringir el comercio, provocar la
escasez y elevar los precios. Los peruleros se opusieron a esa práctica y en 1610,
98
Véase el agudo análisis de Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, p. 917.
99
Ibid., VIII, 2, 2, p. 1.276.
100
Ibid, VIII, 2, 2, p. 1.236
101
Ibid, VIII, 2, 2, p. 1.299.
102
Ibid, VIII, 2, 2, pp. 1.330-1.332, véase infra, pp. 262-263.
103
Ibid., VIII, 2, 2, pp. 1.336-1.345, 1.499.
104
Ibid., VIII, 2, 2, pp. 1.415-1.417.
105
Ibid., VIII, 2, 2, pp. 1.541-1.543.
106
Ibid., VIII, 2, 2, pp. 1.534-1.535.
107
Una vez más, estas son las cifras oficiales del tesoro registrado, pero dando por supuesto que el
contrabando era aproximadamente igual en ambos sectores, reflejan la posición relativa.
108
Para un análisis más pormenorizado de la crisis de México, véase infra, pp. 268-282
109
Pierre Chaunu, Les Philippines et le Pacifique des Ibériques, París, 1960, pp. 96-97, l00-101, 202-203,
222-223.
110
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, p. 1.563.
111
Ibid., VIII, 1, pp. 224-228
112
Ibid., VIII, 2, 2, p. 1.645.
Matanzas constituyó también un terrible golpe psicológico que elevó la tensión nerviosa en
la carrera de Indias y aceleró su desplome.
El comercio americano sufrió las consecuencias del episodio de Matanzas en el
período inmediatamente posterior. Los años 1629-1631 fueron catastróficos. 113 La
presencia de los holandeses en Brasil minó la confianza de los inversores y obligó a la
carrera de las Indias a reforzar las defensas, carga que la ya debilitada actividad comercial
no podía soportar. La avería ya no era suficiente para financiar ni siquiera las necesidades
mínimas de defensa y sólo permitía cubrir el 50 por 100 del costo de la armada de la
guardia. La escasez cada vez mayor de marinos y, por tanto, su elevado coste salarial,
alcanzaron un punto tal que la marina se vio obligada a completar las tripulaciones con
esclavos. El tráfico (ida y regreso) cayó de 143 travesías en 1630 a 79 en 1631 (el 44 por
100) y el tonelaje bruto de 59.025 toneladas a 22.367 (el 60 por 100). 114 En 1635, la guerra
con Francia obligó al gobierno a desviar algunos de los galeones transatlánticos para
integrarlos en la flota de España y su lugar fue ocupado por nuevos barcos extranjeros, al
igual que sus tripulaciones y sus oficiales. 115 En los años 1637-1638, se registró la
desaparición casi total de barcos españoles del comercio de las Indias y los que quedaron
eran viejos y escasamente aptos para navegar. En conjunto, este fue un decenio de
depresión para Sevilla y Cádiz.
La catástrofe de 1629-1631 se repitió en 1639-1641. 116 En el decenio 1632-1641, el
promedio anual de travesías (ida y regreso) fue de 94, cifra que en los años 1639-1641
descendió a 69. El comercio carecía del capital necesario: las remesas de plata americana,
que totalizaron 49,8 millones de pesos en el quinquenio 16i6-1620, descendieron a 44,2
millones en el quinquenio 1631-1635 a 45 millones en el de 1636-1640. En 1639, se
suprimió la flota que tenía que dirigirse a Nueva España para concentrar los recursos
disponibles en la de Tierra Firme. A partir de ese momento, el coste de las armadas recayó
cada vez más sobre el tesoro real, pues el consulado de Sevilla, que en 1640 firmó un
contrato de tres años en concepto de la avería, tuvo que declararse en bancarrota. El
debilitado tejido comercial sufrió nuevos desgarros como consecuencia de la crisis política
de 1640. Es cierto que la rebelión de Cataluña no tuvo repercusiones directas en Sevilla ni
afectó directamente al comercio de las Indias. 117 Pero no puede decirse lo mismo de la
revuelta de Portugal. Portugal era un sector importante del Atlántico español y su pérdida
fue consecuencia de la depresión económica y del consiguiente freno que se planteó a la
penetración portuguesa en el imperio español. Su revuelta reforzó el sentimiento de
incertidumbre en Sevilla y afectó directamente a la inversión. 118 Además, el conflicto
militar en la península disparó el presupuesto de defensa del gobierno y desató la mayor
inflación de vellón hasta el momento, lo que suponía una gravísima dificultad para el
comercio. Por si eso fuera poco, en 1641 se produjo un gran desastre en el mar, que reveló,
en pequeña escala, la crisis que afectaba al conjunto del mundo atlántico. El convoy que
regresaba de Nueva España sufrió los embates de un huracán en el canal de las Bahamas,
perdiéndose 10 barcos con un total de 5.000 toneladas. 119 No fue este un desastre fortuito.
113
Ibid., VIII, 2, 2, pp. 1.653-1.684.
114
Ibid., VIII, 2, 2, p. 1.677.
115
Chaunu menciona «l’importation massive de navires anglais et hanseates» en 1635-163 , bid., VIII, 2, 2,
pp. 1.757, 1.796.
116
Ibid., VIII, 2, 2, pp. 1.793-1.851.
117
Ibid., VIII, 2, 2 pp. 1.831-1.832.
118
Sobre la reacción contra los portugueses en el imperio español, véase supra, pp. 542-543.
119
Véase supra, p. 628.
En efecto, los barcos se hallaban en un estado lamentable, deteriorado aún más porque la
atonía del mercado provocó su inmovilización en Veracruz durante más de un año,
expuestos en las aguas cálidas de los trópicos a la broma, el molusco que deteriora el casco
y el cordaje, tan temido por los marineros. Además, la flota carecía de recursos económicos
para ser reparada. Entonces, zarpó de La Habana más de tres semanas después de la última
fecha (20 de agosto) establecida por la observación meteorológica como margen de
seguridad antes de los huracanes. Ignorar la experiencia de un siglo y medio de navegación
atlántica era una invitación al desastre, además por un cargamento, en el mejor de los
casos, mediocre. Este episodio fue realmente un signo de los tiempos. La depresión
continuó durante el resto del decenio. En 1650, el tráfico (de ida y de regreso) fue de
solamente 51 travesías, con un tonelaje bruto de 14.022 toneladas. 120 Los convoyes
navegaban sin contar con toda la escolta prevista, Porque la defensa de Europa exigía
desviar barcos de guerra hacia otros cometidos. Los barcos americanos eran más
numerosos que los construidos en España, lo que suponía un paso más hacia la ruptura del
monopolio y hacia el control americano del comercio, cuyo primer signo fue la aparición
de los peruleros. Continuaba la contracción del sector mexicano, cuya contribución a las
exportaciones coloniales cayó del 40 por 100 en 1636-1640, al 22 por l00 en el quinquenio
1646-1650, mientras que el porcentaje de Tierra Firme se elevó del 60 al 78 por 100. Se
mantuvo, pues, la cuantía de los envíos de tesoro desde Perú, mientras disminuía la de
Nueva España.
A partir de 1650, el comercio atlántico decayó aún más. Los días dorados de Sevilla
eran ya cosa del pasado y Cádiz se hizo con los restos de la antigua prosperidad. Las
operaciones navales inglesas de 1656-1657 iniciaron un nuevo período de inseguridad,
produciendo la pérdida de una parte importante de la flota de Tierra Firme en Cádiz, en
1656, y de la de Nueva España en las Canarias al año siguiente. 121 En 1659, la flota de
Tierra Firme transportó un importante cargamento, correspondiente a tres años. Fue
desviada a Santander para evitar que se repitiera lo de 1656, pero Santander carecía aún de
la más modesta maquinaria de control de la que existía en Sevilla y Cádiz y las
oportunidades para el fraude eran ilimitadas. La flota de Nueva España de 1661 fue
desviada a La Coruña, con resultados similares. Una consulta de la Junta de Guerra daba
testimonio de la impotencia de los españoles. 122 Informaba que numerosos barcos
extranjeros esperaban en Cádiz para hacerse con la plata que llegaba en las flotas de
regreso. En 1659 y 1661, navegaban a Santander y La Coruña acompañando a las flotas y
allí continuaron las operaciones. Se consideraba muy peligroso tomar medidas demasiado
rigurosas para contrarrestar esas acciones, ante el temor de provocar un ataque armado que
España no estaba en condiciones de rechazar. El informe justificaba incluso la situación,
afirmando que los extranjeros tenían derecho a recibir la plata por sus importantes
exportaciones hacia América.
Sin embargo, las flotas continuaron navegando y tras los terribles reveses de 1650-
1659, consecuencia de la difícil situación internacional, hubo signos de revitalización del
comercio y del incremento de las remesas de metales preciosos. El gobierno contribuyó
también a la recuperación suprimiendo la avería e iniciando una nueva política comercial.
La situación exigía remedios desesperados. El gobierno no tenía crédito en el exterior y
para conseguir barcos de guerra extranjeros que escoltaran a los convoyes se veía obligado
120
Chaunu, Séville et l’Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 1.867-1.868, 1.876. 1.952.
121
Véase supra, pp, 155-156, 228.
122
Septiembre-octubre de 1661, citado por Domínguez Ortiz, «Los caudales de Indias y la política exterior de
Felipe IV», p. 376.
a firmar costosos contratos cada año con mercaderes privados, cuya capacidad de crédito
era mayor que la de la corona. Y cuando intentaba recortar las pérdidas aumentando la
avería, la medida sólo servía para intensificar el fraude. Finalmente, llegó un momento en
que el gobierno decidió solicitar a los mercaderes el pago de una contribución fija, dejando
en suspenso el sistema fiscal. Un decreto del 11 de marzo de 1660 determinaba que a partir
de ese momento los tesoros privados y las mercancías enviadas desde las Indias ya no
estarían sometidos a las formalidades del registro y no sería necesario pagar ningún
impuesto ad valorem de almojarifazgo ni derecho alguno de importación. En su lugar, se
fijaba una cuota fija que tendrían que pagar los comerciantes de Andalucía y de las Indias
por los gastos de los convoyes y armadas. Con ese nuevo sistema se pretendía recaudar
790.000 ducados, cuota compartida entre Perú, Nueva España, Cartagena y el tesoro real, y
que, se creía, serviría para hacer frente a los gastos de una armada de la guardia para los
galeones de Tierra Firme y de dos escoltas para la flota de Nueva España. 123 Este nuevo
dispositivo también conoció diversas vicisitudes en el curso de la centuria, pero era más
realista que la avería. Aunque, aparentemente, Andalucía quedaba exenta del impuesto, de
hecho pagaba la cuota correspondiente a Nueva España. Por consiguiente, el consulado de
Sevilla solicitó una redistribución de la cuota, que fue aceptada en 1667: el tesoro real,
150.000 ducados; Perú, 350.000; Andalucía 170.000; Nueva España, 90.000; Cartagena y
Nueva Granada, 30.000. El total ascendía a 790.000 ducados.
El comercio continuó, aunque las travesías eran menos frecuentes. Así, entre 1650
y 1699 sólo hubo 25 flotas y 18 galeones, una media de un convoy a Nueva España cada
dos años y cada tres a Tierra Firme. Pero en estas flotas se concentraba un gran volumen de
exportaciones y las ganancias acumuladas eran mayores. Los comerciantes continuaban
utilizando barcos españoles, que se construían en los astilleros españoles. En el período
1650-1699, el número de barcos nacionales en la carrera de Indias ascendió a 289, el 31
por 100 del total. Los astilleros de la América española proveyeron 211 barcos (el 22,6 por
100) y 275 (29,5 por 100) eran de construcción extranjera, siendo 155 de origen
desconocido. La utilización de barcos españoles se incrementó especialmente en los
decenios de 1670 y 1680, coincidiendo con un aumento de las exportaciones. ¿Significa
esto que la depresión había sido superada, o incluso que se había invertido la tendencia?
Los registros oficiales muestran que el comercio de las Indias descendió de 6.573
barcos en 1600-1650 a 1.835 en 1650-1699, lo que supone que la segunda mitad del siglo
acumuló tan sólo el 22 por 100 del tráfico de toda la centuria. 124 Sin duda, la tendencia a la
baja cedió un tanto a partir del decenio de 1650, pero para entonces la depresión era tan
profunda que los repuntes de las décadas de 1660 y 1670 tuvieron una importancia
limitada. El número de barcos y el volumen de tonelaje a partir de 1650 ponen de relieve
que la tendencia al descenso que había comenzado en 1620 continuó e incluso se agudizó
hasta 1715. La media móvil de barcos y de tonelaje descendió inexorablemente durante
esos años. El carácter negativo de la tendencia se aprecia cuando se tienen en cuenta los
promedios decenales de tonelaje bruto del tráfico de ida: 1641-1650, 7.345 toneladas;
1651-1660, 4.559 toneladas; 1661-1670, 4.511 toneladas; 1671-1680, 4.797 toneladas;
1681-1690, 3.898 toneladas; 1691-1700, 3.481 toneladas; 1701-1710, 1.729 toneladas.
Esto significa un descenso del tráfico del 76,5 por 100 entre 1641-1650 y 1701-1710 y
pone de manifiesto la depresión permanente del comercio de las Indias a partir de 1650,
depresión que alcanzó una cota importante en 1685-1700 y, sobre todo, en 1700-1715.
¿Hay que concluir pues, que los signos de recuperación de 1660, 1662, 1675, 1678 y 1695
123
Chaunu, Séville et l'Atlantique, V, pp. 415-416; Céspedes, La avería en el comercio de Indias pp. 89-96.
124
Lutgardo García Fuentes, El comercio español con América, 1650-1700, Sevilla, 1980, - 164, 203-207,
230-231, 232-236.
no fueron más que fluctuaciones aisladas, simples destellos en medio de las tinieblas de la
depresión?
El conjunto de los datos no es tan negativo. Las investigaciones modernas parecen
indicar que la supresión de la avería en 1660 inauguró una nueva política comercial y una
recuperación ininterrumpida del comercio transatlántico que puede apreciarse en el
aumento de las exportaciones a las Indias, en el incremento de los avalúos de las flotas, en
el aumento de las remesas de metales preciosos, en la imposición de mayores indultos y en
el crecimiento comercial de Cádiz. 125 Lutgardo García Fuentes sostiene que los barcos no
constituyen el único, y tal vez tampoco el más certero, indicador del comercio de las Indias
en este período. Es cierto que las estadísticas del comercio oficial en el período 1650-1700
muestran un descenso hasta el 22 por 100 del conjunto de la centuria. 126 Pero las cifras
oficiales del movimiento y tonelaje de los barcos no aportan toda la información. Si, al
margen de las flotas, el tráfico ilegal era intenso, en los convoyes oficiales también viajaba
un volumen importante de mercancías fraudulentas. En teoría, las flotas tenían que navegar
todos los años, pero durante un período de tiempo hubo más y mayores intervalos, la
mayor parte de ellos decididos por el consulado de Sevilla para impedir una mayor
saturación del mercado americano con productos europeos. En la segunda mitad de la
centuria, sólo el 60 por 100 del número teórico total de flotas anuales fueron despachadas a
Nueva España y únicamente el 40 por 100 a Tierra Firme. 127 ¿Son estos datos
concluyentes? Antonio García-Baquero indica que no puede ignorarse que, entre 1641 y
1710, el tráfico comercial descendió el 76,5 por 100 y sostiene que la tendencia negativa
iniciada en 1620 perduró y mantuvo al comercio de las Indias en un estado de depresión. 128
Las exportaciones de España a América constituyen otra fuente de información.
Pese a que disminuía el volumen de las exportaciones computado por el tonelaje y el
número de barcos, el valor de las exportaciones estaba aumentando. 129 En 1660, se inició
una larga tendencia alcista en el comercio colonial, siendo el grueso de las exportaciones a
América productos manufacturados no españoles. Las exportaciones de aceite de oliva,
licores, productos textiles, quincallería y papel, aumentaron notablemente, siendo el
incremento más pronunciado partir de 1670. También se elevaron los avalúos de los
convoyes a efectos fiscales, pasando las flotas de 150 millones de maravedís en 1662 a 299
en 1695 y los galeones de 86 millones en 1665 a 206 en 1695, lo que confirma la tendencia
positiva de las exportaciones y de la recuperación del comercio de las Indias durante esos
años. 130 En 1673, la Casa de Contratación consideraba e el valor de los bienes enviados a
Nueva España oscilaba entre 4 y 8 millones de pesos y los enviados a Tierra Firme entre 10
y 20 millones. El aumento de las exportaciones europeas a América en el período 1650-
1700 contribuiría a explicar las abundantes remesas de metales preciosos que han revelado
las investigaciones de Michel Morineau. Esas tendencias pueden corresponder también a
una actividad económica sostenida y a la expansión del consumo en las colonias, que
125
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 249; García Fuentes, El comercio español con
América, pp. 230-233, y «En torno a la reactivación del comercio indiano en tiempo de Carlos II», Anuario
de Estudios Americanos, 36 (1979), pp. 251-286. Las cifras acerca del origen de los barcos difieren
ligeramente con respecto a las que menciona la fuente citada supra, p. 196.
126
García Fuentes, El comercio español con América, p. 218.
127
Ibid., p. 164.
128
Antonio García-Baquero González, Cádiz y el Atlántico (1717-1778), 2 vols., Sevilla, 1976, I, p. 150; II,
gráficos 3, 4, 6, 7 y 13, y del mismo autor, «Andalucía y los problemas de la carrera de Indias en la crisis del
siglo XVII», Coloquio de Historia de Andalucía, 1980, estudio cedido amablemente por el autor.
129
García Fuentes, El comercio español con América, pp. 229-236.
130
Ibid., pp. 239-326; García Fuentes, «En torno a la reactivación del comercio indiano», PP- 263-266.
absorbían cada vez mayor cantidad de productos europeos. Este fenómeno es muy anterior
a las reformas borbónicas y refuerza el punto de vista de que el comercio libre del siglo
XVIII fue efecto, más que causa, de un prolongado período de crecimiento de la economía
atlántica.
La revitalización del comercio americano se reflejó en la afluencia de metales
preciosos, cuyo volumen es difícil de precisar debido al fraude, el contrabando y el
comercio directo, transgresiones de la ley que hasta cierto punto se compensaban mediante
los indultos. Los envíos declarados para el período 1650-1700 ascienden tan sólo a 43,6
millones de pesos. El 45 por 100 de esa suma fue transportado en las flotas de Nueva
España y el 55 por 100 en las de Tierra Firme; el 49 por 100 fue a parar a las arcas reales y
el 51 por 100 a poder de particulares. Dado que en la primera mitad de la centuria se
declararon 366,2 millones de pesos, se produjo un descenso del 88 por 100. 131 Pero el
volumen de metales preciosos registrados en la Casa de la Contratación es poco realista,
cuando menos por lo que respecta al sector privado, y la cuantía de los indultos parece
indicar que las remesas fueron más cuantiosas. Entre 1684 y 1700, en especial los indultos,
aumentaron extraordinariamente con respecto a los que se pagaron tres decenios antes,
alcanzando los 500.000 pesos en 1684 y 1695. En 1698, la corona exigió un elevado
servicio al consulado de Sevilla, estimando que durante ese año el almirante de los
galeones había transportado ilegalmente 11 millones de pesos y el de la flota 10
millones. 132 Pero el indulto más espectacular es el de 1692. A la partida de los galeones de
España en 1690 se exigió un pago de medio millón de pesos, compensación modesta por la
voluminosa carga transportada al margen del registro. Al regreso, se amenazó a los
galeones con una inspección oficial, y para evitarlo el consulado se apresuró a ofrecer 2,5
millones de pesos, suma que fue aceptada por la corona. Entre una oleada de protestas
contra la distribución del indulto, que favoreció inevitablemente a los principales
culpables, los poderosos mercaderes de Sevilla y sus colegas franceses, los comerciantes
peruanos declararon que Perú producía cada año unos 6 millones de pesos en plata y oro,
de manera que en 5 años sin que se despachase ninguna flota habría acumulado unos 30
millones de pesos. Las dos terceras partes de esa cantidad, es decir, 20 millones de pesos se
gastaron en Portobelo en la compra de mercancías francesa, genovesa e inglesa, siendo los
productos españoles «tan pocos que nunca». 133 Es lógico suponer que la plata se dirigía
hacia el extranjero. De hecho, en los galeones de 1690 salieron de Perú 36 millones de
pesos, de los cuales 27 millones se gastaron en Portobelo y Cartagena, por lo que los
comerciantes peruanos que viajaban en los galeones llevaron consigo 9 millones de pesos.
Pero lo cierto es que se descargaron de la flota 40 millones de pesos. Estas cifras no son
indicativas de una depresión y los datos existentes acerca del valor de las exportaciones y
de las remesas de metales preciosos confirman la conclusión de que «en los tres últimos
decenios de la centuria, el comercio indiano pasaba por momentos de relativos optimismo
y prosperidad». 134
Los envíos de plata seguían siendo abundantes si se computan las fuentes no
oficiales. 135 Esas fuentes indican que tras una caída de las remesas hacia 1650, cuya única
causa fue la perturbación del comercio debido a las condiciones de guerra, que determinó
131
García Fuentes, El comercio español con América, pp. 381, 388-389. 132.
132
Ibid., p. 383.
133
García Fuentes, «En torno a la reactivación del comercio indiano», pp. 269-270.
134
Ibid., p. 267.
135
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 249; Morineau utiliza únicamente fuentes no
oficiales, es decir, gacetas e informes consulares holandeses y de otros países europeos, que considera
registros fiables, precisos y profesionales, más realistas que las estadísticas oficiales españolas.
que los metales preciosos quedaran retenidos en América, las cantidades de los envíos no
sólo se recuperaron en la segunda mitad del siglo XVII, sino que fueron bastante más
elevadas que durante el supuesto período de máximo esplendor en 1580-1620. Además, las
remesas de metales preciosos durante la segunda mitad del siglo XVII fueron un 50 por
100 mayores que en la primera mitad del siglo y más elevadas que durante los primeros 50
años del siglo XVIII, con excepción de algunos años en torno a 1730. 136 La distribución de
esas sumas no es menos significativa que su volumen. Las naciones extranjeras
concentradas en Sevilla y Cádiz, en espera de recibir las ganancias que les reportaban sus
exportaciones, obtenían el porcentaje más importante del tesoro, mientras España quedaba
en una posición secundaria en un comercio que teóricamente controlaba.
El período comenzó de forma positiva. Los galeones de 1659 (que se dirigieron a
Santander) transportaron unos 25 millones de pesos (3,5 millones para la corona), y otros
10 millones llegaron en otros barcos, siendo ese año el de mayor abundancia desde 1595.
Eso fue un anticipo de lo que iba a ocurrir. Las cifras que poseemos para distintos años
indican que las remesas de metales de metales preciosos fueron importantes: 10 millones
de pesos en 1666, 1671, 1672 y 1683; 18 millones en 1682; 25 millones en 1663 y 1693;
29 millones en 1673; 30 millones en 1670 y 1697; 36 millones en 1686 y 1692; 41
millones en 1698; 42 millones en 1676 y 46 millones en 1679. Estas cantidades, que
procedían tanto de Tierra Firme como de Nueva España, superaban con creces las cifras
récord anuales del siglo XVI. En efecto, la cifra máxima de 35 millones de pesos en 1595
fue superada al menos en seis ocasiones. 137 Ciertamente, no volvió a existir la regularidad
de tiempos anteriores. A unos años malos seguían otros de abundancia y algunos años no
llegaba cantidad alguna. Las fluctuaciones eran causadas por una combinación de factores
internacionales, económicos y americanos. El descenso de 1680-1684 tuvo como causa la
guerra europea que interrumpió el ritmo de los convoyes. Por consiguiente, es necesario
agrupar los envíos por quinquenios y realizar los cálculos en promedio.
La estructura del comercio hispanoamericano de las últimas décadas del siglo XVII
es diferente a la del período anterior. La ley reservaba una tercera parte del espacio de
carga a las exportaciones agrícolas andaluzas, formadas casi en su totalidad por vinos y
aguardientes, y en el período 1680-1699 descendieron los envíos de vino, compensados por
el incremento del aguardiente. Naturalmente, los bienes fundamentales de las
exportaciones no eran los productos agrícolas, sino los tejidos caros de lino, seda y lana,
que acaparaban un porcentaje muy importante del valor de las exportaciones y una gran
parte de los cuales Procedían de Francia. También se había modificado el destino de los
metales Preciosos. Teóricamente, la nueva estructura podía haber incluido a comerciantes
españoles de otras regiones. Pero éstos no se apresuraron a aprovechar la ruptura del
monopolio. Cuando los catalanes comenzaron a exportar desde Cádiz, aproximadamente a
partir de 1680, intercambiando vino, aguardiente y frutos por cacao de Venezuela, tabaco
de Cuba, y cochinilla de América Central, no constituyeron una fuerte competencia para
los andaluces y extranjeros ya establecidos en Cádiz. 138 Los franceses ocupaban, sin duda
alguna, el primer lugar y les seguían los genoveses, ingleses, holandeses, flamencos,
españoles y alemanes.
136
Ibid., pp. 39, 117, 249. Queda por resolver la cuestión de cómo conciliar el aumento de las remesas de
metales preciosos con la recesión de la producción minera americana, o intervalo entre dos épocas de apogeo,
durante el siglo XVII. Existen dos posibilidades, que aquí se apuntan como hipótesis: 1) es posible que las
estadísticas oficiales exageren el descenso de la producción en el Alto Perú y en Nueva España; 2) las
remesas de metales preciosos podrían proceder de recursos acumulados en épocas de mayor prosperidad.
137
Ibid, p 237.
138
Martínez Shaw, Cataluña en la carrera de Indias, pp. 80-82.
CUADRO 1
Remensas de metales preciosos procedentes de América por quinquenio, en millones de pesos, 1580-1699
1580-1584 48 1620-1624 50 1660-1664 65
1585-1589 43,2 1625-1629 42,2 1665-1669 61,3
1590-1594 30,4 1630-1634 39,8 1670-1674 87
1595-1599 78,4 1635-1639 68,8 1675-1679 84,5
1600-1604 55,5 1640-1644 45,2 1680-1684 51,5
1605-1609 51,8 1645-1649 36,6 1685-1689 78
1610-1614 43,1 1650-1654 39 1690-1694 81,8
1615-1619 47,4 1655-1659 51,6 1695-1699 65,5
FUENTE: Morieau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, pp 250, 262, que revisa las cifras de Hamilton para
el período anterior.
CUADRO 2
Estructura del comercio hispanoamericano, en millones de libras
Lino Lana Seda Mercería Cera Quincallería Varios Total %
Francia 10.004 2.704 1.440 20359 500 17.043 39.3
Génova 5.366 1.590 375 7.331 16.9
Inglaterra 380 3.700 868 1.332 6.280 14.5
Holanda 570 2.120 1.000 260 666 160 400 5.176 11.9
Flandes 320 347 1.980 160 2.807 6.4
España 1.200 1.200 2.400 5.5
Hamburgo 2.186 80 2.266 5.2
Total 13.460 8.907 9.006 7.057 2.658 240 1.975 43.303
Fuente: Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 276; cantidades revisadas y ajustadas.
139
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 302; Girard, Le commerce français a Séviile et
Cadix, pp. 323, 414,445-455; John Everaert, «Le commerce colonial de la "Naüo Flamande" á Cadix sous
Charles II», Anuario de Estudios Americanos, 28 (1971), pp. 139-151.
140
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, pp. 288-289.
141
Antonio Domínguez Ortiz, Orto y ocaso de Sevilla, Sevilla, 1946; Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1,
pp. 191, 320; García-Baquero, Cádiz y el Atlántico, I, pp. 104-107, y «Andalucia y los problemas de la
carrera de Indias», pp. 9-15.
142
García Fuentes, «En torno a la reactivación del comercio indiano», p. 281.
En la plenitud del imperio, España controlaba por completo sus colonias. 1 Los
burócratas españoles ocupaban los puestos del gobierno y los comerciantes españoles
atendían sus necesidades materiales. España aportaba manufacturas, equipos e incluso
productos alimentarios para obtener el máximo beneficio con el mínimo costo. El pago se
exigía en metales preciosos, prácticamente el único artículo de interés para la metrópoli.
Por consiguiente, los núcleos centrales del imperio eran las colonias argentíferas de
México y Perú, cuyas sociedades y economías giraban en torno a la producción minera.
Los demás asentamientos ocupaban un rango inferior y recibían el mínimo apoyo
compatible con la defensa imperial. El sistema era paternal, benevolente, pero, sobre todo,
explotador. Y el equilibrio de poder se decantaba claramente del lado de la metrópoli.
Este primitivo imperialismo no podía perdurar. La riqueza mineral era muy
abundante y engendraba otras actividades. Gradualmente, las sociedades americanas
adquirieron una identidad y una vida propias, desarrollando nuevas fuentes de riqueza,
reinvirtiendo en la producción y reforzando sus economías de subsistencia mediante la
producción de alimentos, vino, aceite y tejidos. Cuando llegó a su final el primer ciclo
minero en México, la colonia reorientó la economía en torno a la agricultura y la ganadería
y comenzó a autoabastecerse de algunos productos manufacturados. Perú poseía todavía
una considerable capacidad minera y se «desarrolló» menos que México, pero también
diversifico su economía, explotó sus recursos naturales y absorbió su propia riqueza.
Cuando se hicieron más patentes las desigualdades, las carencias y los precios elevados del
sistema monopolístico español, las colonias ampliaron las relaciones económicas mutuas y
surgió un importante comercio intercolonial, independiente de la red comercial
transatlántica. El crecimiento económico entrañó el cambio social, formándose una élite
criolla de terratenientes y comerciantes, cuyos intereses no siempre coincidían con los de la
metrópoli, especialmente en sus insistentes demandas de propiedades y mano de obra. Los
colonos ambicionaban también los cargos públicos, un derecho defendido por el
distinguido jurista español Juan de Solórzano, que afirmaba que los criollos tenían talento
y experiencia para ocuparlos y además tenían derecho a ser promocionados en su propio
país. 2 Aunque la élite colonial nunca adquirió un poder político oficial, sus miembros eran
1
Sobre el imperio español en América merece la pena consultar Lyle N. McAlister, Spain and Portugal in
the New World 1492-1700, Oxford, 1984, estudio moderno bien realizado; véanse también los capítulos
correspondientes de Bethell, ed., Historia de América Latina, I-IV; James Lockhart y Stuart B. Schwartz,
Early Latín America, Cambridge, 1983.
2
Bradmg, The First America, pp. 224-225.
Historia de España John Lynch
un grupo poderoso al que los burócratas no podían ignorar. De hecho, el gobierno colonial
español se cimentó en el compromiso entre la soberanía imperial y los intereses regionales.
Los virreyes rebajaban las exigencias de la corona, persuadían a los criollos para que
colaboraran y negociaban su obediencia en lugar de imponerla.
El nuevo equilibrio de poder entre la metrópoli y las colonias se reflejó, como
hemos visto, en la distribución de los metales preciosos. La disminución del porcentaje que
iba a parar a manos de la corona y de los comerciantes españoles no fue causada
únicamente por la recesión de la industria minera y por el creciente dominio de los
comerciantes extranjeros, sino también por la redistribución de la riqueza que tuvo lugar en
el mundo hispánico y que significó que las colonias conservaran un porcentaje más elevado
de su propia producción y utilizaran los capitales que generaban para invertirlos en
América y para hacer frente a los gastos de administración y de defensa. América comenzó
a vivir más para sí misma, a dar menos a España y a reducir su participación en los
compromisos europeos de España. La recesión de España supuso el desarrollo de América.
La pérdida de poder de la península se dejó sentir también fuera de las colonias
mineras. No fue, sin embargo, una tendencia universal, pues algunas zonas de América
sufrieron una recesión real. Por ejemplo, América Central experimentó una terrible
depresión, prácticamente en todos los sectores de su economía, a lo largo del siglo XVII,
en que se convirtió en una zona «rural, autárquica y aislada», aunque no necesariamente
menos dependiente de las economías exteriores. 3 Pero en otros lugares fue diferente. En
los primeros años del siglo XVII, sobre todo hacia 1620, aparecieron nuevas economías de
plantación, autosuficientes en su desarrollo, al margen de la carrera de Indias y fuera del
control de España. A diferencia de las minas, las plantaciones no trabajaban para España,
sino que vendían sus productos directamente a extranjeros o a otras colonias y utilizaban
un tipo de barco que ya no tenía el comercio de monopolio: barcos pequeños de gran
movilidad, que navegaban en solitario o en flotillas y en los que las operaciones de carga y
descarga se realizaban con gran rapidez. Las plantaciones de tabaco reportaron una
modesta prosperidad a las costas olvidadas de la zona oriental de Tierra Firme y a las islas
adyacentes, a Trinidad, Cumaná, Caracas, Riohacha, Maracaibo y Margarita. 4 En 1621,
Trinidad producía 6.000 arrobas de tabaco al año y Cumaná 12.000. Surgió entonces un
activo comercio de contrabando en el que no tardaron en participar portugueses, ingleses y
holandeses. Los barcos de esclavos servían para un doble objetivo, ya que introducían en el
país mano de obra y transportaban al exterior la producción. Muchos de esos cargamentos
de esclavos, autorizados por la corona española para Perú y México, fueron desviados
como consecuencia de la demanda creciente en las nuevas plantaciones, cuya situación les
permitía ampliar sus inversiones y competir por la mano de obra con las colonias más
antiguas. Al iniciarse el decenio de 1620, los portugueses monopolizaban prácticamente el
comercio del tabaco, enviándolo directamente a Europa. Cuando en 1621 el gobierno
español fue alertado e intentó imponer un monopolio estatal sobre el tabaco, era ya
demasiado tarde, pues los productores preferían el tráfico más regular y los precios más
elevados que ofrecían los contrabandistas. Al ciclo del tabaco siguió el del cacao. A finales
del siglo XVI, surgieron plantaciones de cacao en los valles centrales de Venezuela y en
1630 ya se habían plantado medio millón de árboles en los diferentes centros de
producción. El cacao hizo nacer una aristocracia criolla de propietarios de plantaciones, los
«grandes cacaos», que realizaron inversiones en la compra de esclavos negros, ampliaron
sus propiedades y se enriquecieron gracias a un lucrativo comercio de exportación. El
3
Murdo J. MacLeod, Spanish Central America. A Socioeconomic History, 1520-1720, Bekeley y Los
Ángeles, 1973, pp. 341, 388-389.
4
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, pp. 602-612.
cacao no sólo se exportaba a España, sino también a México, lo que permitió que llegara a
Venezuela cada vez mayor cantidad de plata mexicana.
La expansión de la actividad económica en las colonias era fruto de un modelo de
inversión —capital americano en la economía americana— que, aunque modesto en sus
proporciones, estaba al margen del sector transatlántico. Los comerciantes americanos
comenzaron a diversificar sus operaciones y a modificar sus opciones. La creación del
consulado de Lima en 1613 fue la respuesta de los comerciantes de Lima a los
inconvenientes que presentaba el comercio con España a través de las flotas y de otras
instancias del monopolio. 5 El objetivo era controlar, regular y americanizar el comercio de
importación de Perú e imponer unas nuevas reglas de juego a los agentes monopolistas de
Sevilla. Se produjo un conflicto abierto entre los dos grupos y los hasta entonces dóciles
representantes de Sevilla en América se convirtieron en «traidores peruleros» para sus
antiguos patronos.
Durante el siglo XVI, las ferias de Portobelo eran el lugar de intercambio de los
productos europeos y de la plata peruana. En los primeros decenios del comercio de las
Indias, cuando los «comerciantes de Perú» eran simplemente los agentes de las casas
sevillanas, los productos se enviaban a Portobelo, donde los recibía un agente que pagaba
por ellos en plata. Esos agentes no se asentaron en Perú, sino que después de hacer fortuna
regresaron a España, y desde allí enviaron a sus propios agentes a Perú. El ideal era que el
padre permaneciera en Sevilla mientras sus hijos eran enviados a Panamá o Perú. Si estos
primeros comerciantes no se asentaron en Perú, tampoco les permitían sus casas de Sevilla
que hicieran inversiones a largo plazo en la colonia. 6 Pero cuando, finalmente, los
comerciantes de Perú comenzaron a echar raíces en el país, encontraron excesivamente
restrictivo el comercio español e intentaron sortearlo. Como hemos visto, una de las formas
de conseguirlo era comerciar con México a cambio de productos chinos, que escapaban al
control de Sevilla, no pagaban la avería y tenían unos precios bajos. Este tipo de comercio
colonial no suponía una amenaza directa para Sevilla, pero estaban surgiendo otros
problemas. Desde principios del siglo XVII, la disminución de los beneficios y las
transformaciones que había sufrido el comercio transatlántico provocaron el
enfrentamiento entre los mercaderes de Sevilla y Lima respecto a su participación en los
beneficios. Los intervalos entre las flotas eran más prolongados, lo que suponía tener que
esperar más tiempo para recoger los frutos de las inversiones. Por otra parte, el poder
adquisitivo de la plata estaba disminuyendo. 7 Finalmente, era necesario actuar con el
máximo cuidado en el mercado peruano, que era ya autosuficiente en algunos productos,
pero con frecuencia estaba saturado de importaciones de lujo.
Las dificultades crecientes del comercio transatlántico tuvieron una serie de
consecuencias. Sólo aquellos mercaderes que poseían cuantiosos recursos de capital podían
sobrevivir, lo que hacía que el comercio se fuera concentrando paulatinamente en un grupo
cada vez más reducido, fundamentalmente los comerciantes del consulado de Lima. 8
Además, habían ahora una tendencia a diversificar las inversiones en el comercio,
transporte y créditos internos, e incluso en la producción local, muchas veces a través de
5
Rodríguez Vicente, El tribunal del consulado de Lima, pp. 26-30; Javier Tord y Carlos Lazo, Hacienda,
comercio, fiscalidad y luchas sociales (Perú colonial), Lima, 1981, pp. 45-56.
6
James Lockhart y Enrique Otte, Letters and People of the Spanish Indies. The Sixteenth Century,
Cambridge, 1976, pp. 88, 109. Los comerciantes y emigrantes que no tenían hijos intentaban hacer participar
a sus sobrinos; si eso no era posible, tal como afirmaba Pedro García Camacho en Lima, en 1580, «así me
sirvo de personas, criados y esclavos, que me destruyen mucha hacienda, de quien no tengo confianza».
Véase Enrique Otte, ed., Cartas privadas de emigrantes a Indias, 1540-1616, Sevilla, 1988, p. 403.
7
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, p. 197.
8
Tord y Lazo, Hacienda, comercio, fiscalidad y luchas sociales, p. 110.
9
Citado por Chaunu, Séville et l'Atlantique, IV, p. 316.
10
Casa de la Contratación al Consejo, 15 de julio de 1620, en Chaunu, Séville et l'Atlantique, IV, p. 566.
11
Sobre los peruleros, véase especialmente Margarita María Suárez Espinosa, Las estrategias de un
mercader: Juan de la Cueva, 1608-1635, Pontificia Universidad Católica del Perú, Memoria para obtener el
grado de bachiller, Lima, 1985, pp. 15-16, 21-34, que los considera un factor importante de la autonomía
económica de Perú; véase también Chaunu, Séville et l’Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 1.330-1.332.
directamente con comerciantes extranjeros y no tener que soportar una excesiva carga
fiscal. En efecto, lo cierto es que nadie deseaba alejar a los peruleros, excepto tal vez el
consulado. En el resentimiento de los monopolistas había algo más que simple
antiamericanismo. El contador Antonio de Rojas se quejó de los intrusos a Olivares en
1623:
Hase de prohibir que vengan de Tierra Firme los que llaman peruleros a
España a hacer los empleos, cosa tan dañosa como tienen advertido muchos pláticos
del comercio y del daño que este género de gente hace en él; que para sus
particularidades era menester otro particular discurso, y no corto. Son los zánganos de
esta colmena del comercio de España con Indias, los que la destruyen y quitan la
granjeria a los naturales, y no son dueños de la hacienda que manejan, sino
encomenderos; recogen toda la plata que de la tierra adentro de las Indias había de
venir a emplearse en Puertovelo en las flotas y no emplean en ellas, con que no hay
quien compre las mercaderías y se venden a precios que pierden los cargadores;
viénense a emplear a España, atraviesan las mercaderías que hay en la playa y
12
encarécenlas, con daño del comercio.
Los comerciantes de Sevilla no podían competir con estos capitalistas americanos,
que entraban en contacto directo con los suministradores extranjeros y que, si era
necesario, utilizaban su capital fuera de España. Los peruleros representaban la
determinación de los comerciantes peruanos de imponer los términos del comercio, de
acabar con el control del más valioso mercado de América por parte de los monopolistas
españoles y de llevar a esa colonia, en proceso de desarrollo, las mercancías que
necesitaba. Y hay que decir que los peruanos actuaban desde una posición de fuerza,
porque la carrera de Indias necesitaba su capital. Esa era la razón por la que recibían un
trato preferente de la corona, especialmente en lo tocante a las confiscaciones, de las que
quedaban exentos o por las cuales les compensaban en moneda de plata.
El comercio transatlántico no sólo llegó a depender del capital americano, sino
también de la utilización de barcos americanos. En el decenio de 1640, los barcos
construidos en los astilleros americanos suponían como mínimo el 30 por 100 de las flotas.
Compartían el lugar de privilegio con los barcos extranjeros y eran mucho más numerosos
que los españoles. Esta nueva brecha en el monopolio español decantó aún más la balanza
del lado de América. Esto fue posible gracias al desarrollo de la industria de construcción
naval de América, una de las industrias más firmes en el Nuevo Mundo y una nueva salida
para el capital americano y español.
La Habana era el centro más importante en la construcción naval. De sus astilleros
salían el 75 por 100 de los barcos americanos utilizados en el comercio transatlántico.13
Cuba contaba con la ventaja de poseer una gran abundancia de materias primas,
especialmente una madera excelente. Asimismo, la isla era una base estratégica en la
defensa del Caribe y de las flotas de la plata que regresaban, a las que ofrecía los servicios
necesarios para realizar las reparaciones. El primer estímulo importante para la
construcción naval en Cuba fue la conquista y ocupación de Florida (1565-1574), para la
cual aportó la mayor parte de los barcos. Entre 1572 y 1590, Cuba construyó un gran
número de fragatas y posteriormente galeones pesados, y en el período 1608-1630 los
pedidos se multiplicaron, procedentes en parte de los comerciantes españoles para sus
flotas transatlánticas, y también del Estado para la escolta de las armadas.
Aproximadamente desde 1620, Cuba tuvo que importar madera de las islas adyacentes y
del continente para complementar sus recursos. En cuanto a los suministros navales —
12
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, p. 294, n. 6.
13
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, p. 667.
hierro, clavos, aparejos, brea, alquitrán y cáñamo— sus astilleros tenían que importarlos de
Europa a través de Sevilla. Sin embargo, en el curso del siglo XVII Cuba llegó a importar
directamente esos productos de Europa. 14 El gobierno español, que ahora dependía más de
los astilleros americanos que de los españoles, tuvo que relajar el monopolio para facilitar
el envío de esos materiales navales a América. Por ejemplo, en 1608, después de haber
encargado a los astilleros de La Habana la construcción de varios galeones para la Armada
de Barlovento, firmó un contrato con los destacados hombres de negocios de Amberes,
Denis y Jacques l’Hermite, para el abastecimiento del material naval directamente desde el
Báltico a La Habana. A cambio, se les concedería el derecho a comerciar con La Habana,
que al parecer utilizaron en mucha mayor medida de lo concedido. 15
Hay que hacer mención de otros astilleros americanos, que aunque no alcanzaron la
importancia del de La Habana en la navegación del Atlántico, construyeron barcos para el
comercio y la navegación locales, contribuyendo de ese modo al desarrollo de una
economía americana independiente. En Maracaibo se desarrolló la industria de
construcción naval precisamente porque hasta sus orillas no llegaban los barcos
transatlánticos debido a la dificultad de navegación. En el siglo XVI, se crearon astilleros
locales para atender las necesidades de la zona, construyendo pequeños barcos adecuados
para la navegación de cabotaje en el Caribe. Maracaibo podía obtener brea en las
proximidades y madera en las colinas de Mérida. Se benefició del desarrollo del comercio
del tabaco y el cacao, que permitió invertir más capital en la marina mercante. Los barcos
construidos en esos astilleros aumentaron de tamaño y al final de la década de 1630
alcanzaban un máximo de 180 toneladas, especializándose en un tipo de barco más
parecido a los holandeses que a los españoles, muy apto para la navegación y que
conjugaba una gran capacidad de carga con un escaso calado. Cartagena fue otro centro
secundario de construcción naval. Sus astilleros adquirieron importancia en la segunda
mitad del siglo XVI, principalmente para realizar trabajos de reparaciones para la flota de
Tierra Firme y para pequeñas operaciones defensivas, como la construcción de galeras para
equipar las patrullas formadas para luchar contra los corsarios. Pero conoció su fase de
crecimiento importante en los primeros años del siglo XVII, como consecuencia de la
recesión de los astilleros españoles. A partir de entonces comenzó a construir grandes
galeones para la carrera transatlántica y a mediados de la centuria de sus astilleros salían
barcos de 600 toneladas. 16
Naturalmente, todo este proceso no pasó desapercibido. En España existían
numerosos prejuicios contra la construcción naval americana y se hacían numerosos
comentarios negativos sobre su elevado costo, su mala calidad y, sobre todo, su
peligrosidad como instrumento de independencia económica. La primera de esas críticas
era exagerada, la segunda falsa, pero la tercera era totalmente acertada, pues por lo que
respecta a la construcción naval para el Atlántico la balanza se había decantado claramente
hacia el oeste, desplazándose de España a América.
La navegación del Pacífico, aislado del tráfico transatlántico, dependía
necesariamente de los astilleros locales, los cuales construían barcos como los que los
españoles utilizaban en el Atlántico, generalmente más pequeños, pero también galeones,
barcos de tres mástiles de costados elevados y con buenas cualidades marineras. En
Panamá existieron astilleros casi desde el primer momento de su fundación y hacia el
decenio de 1530 la industria había alcanzado un desarrollo importante, gracias a los
suministros locales de madera y a la demanda del comercio del litoral del Pacífico. Al
14
Ibid., VIII, p. 566, n. 3.
15
Ibid., I, pp. 205-206; V, p. 1.622 A, n. 2.
16
Ibid., VIII, 1, pp. 1.033, 1.037-1.038.
comenzar el siglo XVII, en esos astilleros se construían barcos pequeños de entre 45 y 130
toneladas. Realejo, en Nicaragua, tenía incluso mayores reservas de materias primas. Podía
obtener diversos tipos de madera adecuada en los bosques próximos a la costa, tenía acceso
a depósitos de brea y se utilizaban la pita y la cabuya, fibras locales, para construir cables y
cordajes en la cercana isla de Puna. 17 A mediados del siglo XVI, Realejo había superado a
Panamá y producía barcos de hasta 700 toneladas para la travesía transpacífica hasta
Manila.
Ahora bien, era de Guayaquil de donde procedían los mejores, los más grandes y
los más numerosos barcos de la costa del Pacífico. En los albores del siglo XVII, los
astilleros del río Guayas se convirtieron en uno de los centros de construcción naval más
activos del mundo hispánico, gracias al estímulo que suponían los contratos de defensa, las
necesidades del comercio costero del Pacífico y la demanda de galeones para la ruta
transpacífica. Guayaquil, una ciudad en la que vivían unos 200 españoles, contaba con
unos recursos extraordinarios. En los bosques tropicales de las proximidades había grandes
reservas de madera, que podía trasladarse a la costa por un laberinto de ríos navegables; en
la vecina Piura había depósitos de copey que permitían obtener alquitrán y brea para
complementar las importaciones procedentes de Nicaragua; en Portoviejo, la fibra de
cabuya sustituía perfectamente al cáñamo; de Chimbo, puerto fluvial interior, procedía la
tela para las velas y, finalmente, el cobre se importaba de Chile. Por consiguiente, la
técnica española trabajaba casi por completo con material americano. Los únicos productos
que sus astilleros tenían que importar de España eran los clavos y anclas, porque en ese
momento no se explotaban en América depósitos de hierro. Esos productos constituían un
capítulo importante en los costos de la industria, pero que ésta podía sufragar. 18 La fuerza
de trabajo la componían negros y mulatos, que constituían la reserva de mano de obra
cualificada, y de las finanzas de la industria se encargaban criollos y europeos.
Los pedidos procedían tanto del sector estatal colonial como del sector privado.
Aproximadamente desde 1610, y como consecuencia de la penetración holandesa en el
Pacífico, Perú aumentó sus gastos de defensa y Guayaquil consiguió contratos importantes
para la construcción de grandes barcos de guerra. Entre 1616 y 1620, los pedidos de Lima
ascendieron a 25,8 millones de maravedís, el 12,3 por 100 de los fondos que el gobierno
remitía a España. A partir de esa fecha, las cifras se mantuvieron con pocas oscilaciones y,
así, en el quinquenio 1641-1645, los pedidos navales totalizaron 36,2 millones de
maravedís, el 8 por 100 de los envíos a España. 19 En 1644, el Jesús María, un monstruo de
1.000 toneladas y 44 cañones, que era el galeón más grande de la flota del Pacífico en el
siglo XVII, zarpó de Guayaquil para prestar servicio en la ruta El Callao-Panamá, de forma
que a los costes de producción se añadían los elevados gastos de mantenimiento. Diez años
más tarde, falto de tripulación y con un exceso de carga, y transportando 9 millones de
pesos de plata de contrabando, el barco se hundió en los bajíos de la costa de Guayaquil,
constituyendo una pérdida para la marina pero un beneficio para el erario público. 20 En la
segunda mitad del siglo aumentaron aún más las inversiones peruanas para hacer frente a
17
Woodrow Borah, Early Colonial Trade and Navigation between México and Perú, Berkeley y Los
Ángeles, 1954, pp. 5, 65-66.
18
La difícil tarea de calcular los costes de construcción ha sido realizada por Lawrence A. Clayton, Caulkers
and Carpenters in a New World: The Shipyards of Colonial Guayaquil, Ohio University, Center for
International Studies, Latin America Series n.° 8, Athens, Ohio, 19 » pp. 88-94. Los barcos de entre 600 y
1.000 toneladas costaban al menos 125.000 pesos en el deceru de 1640 y 200.000 pesos en el de 1670.
19
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, pp. 1.089, 1.168-1.169.
20
Pérez-Mallaína y Torres, La Armada del Mar del Sur, pp. 44-45, 200, 281-282.
las necesidades de defensa, haciendo disminuir las remesas de metales preciosos enviadas a
España.
Es difícil precisar el porcentaje de las inversiones debidas a las necesidades
defensivas que fue a parar directamente a los astilleros de Guayaquil. Los costes de
construcción de los barcos de la armada real no podían ser sufragados exclusivamente por
el tesoro de Lima y tenían que ser compartidos con el consulado. Tampoco conocemos de
forma pormenorizada la relación entre los propietarios y constructores de barcos
mercantes, aunque probablemente eran los mismos en algunos casos. La familia Castro,
una dinastía comercial establecida en el decenio de 1570 por Toribio de Castro Grijuela,
construía barcos para la corona y para su propia empresa, comerciaba en España y en el
Lejano Oriente y protegía sus intereses haciendo sentir su presencia o su influencia en la
burocracia. 21 No obstante, a finales del siglo XVII, los pedidos y los fondos de los
astilleros de Guayaquil procedían más de los armadores y mercaderes de Lima que de los
empresarios locales. Fuera como fuere, la iniciativa seguía siendo totalmente americana.
Como tal, tenía un triple significado. En primer lugar, la construcción naval de Guayaquil
se había convertido en una industria de primer orden, absorbiendo tanto capital estatal
como privado y estimulando a la economía local. En segundo lugar, los astilleros eran un
eslabón importante en la cadena de comunicaciones y de defensa del imperio. En tercer
lugar, constituyen un ejemplo más de la americanización de la economía colonial en el
siglo XVII.
Sin embargo, la inversión en la construcción naval no es más que un aspecto de la
autosuficiencia de América en materia de defensa. La defensa militar y naval en México y
Perú se financiaba con fondos procedentes del tesoro local. Se trataba de gastos
importantes en fortificaciones, guarniciones, buques de guerra y tripulaciones. Además,
esos dos virreinatos eran responsables de los costes de defensa del resto de América en
forma de situados (subsidios, principalmente para la defensa) asignados a las zonas del
imperio a las que se atribuía una importancia estratégica y que carecían de los recursos
necesarios para hacer frente a esos gastos. Perú era responsable de la defensa del mar del
Sur y, asimismo, subvencionaba a Chile, Panamá y la distante Cumaná. Por su parte,
Nueva España proveía los situados para las costas e islas del Caribe desde Florida hasta
Paria, y, también, para las Filipinas. Por ejemplo, en 1664, se dieron instrucciones a Lima
para que aportara 105.150 pesos anuales para las defensas militares de Panamá; en 1673,
esa cifra se elevó hasta 275.314 pesos. El virreinato tenía que dar también una subvención
de 212.000 ducados al año para el ejército de Chile. También sobre Nueva España recaían
pesadas cargas. A mediados del decenio de 1630, los gastos de defensa a los que tenía que
hacer frente superaban los 400.000 pesos, y esa cifra no hizo sino aumentar durante el resto
de la centuria.
América no sólo era autosuficiente en materia de defensa, sino que, además,
contribuía a la defensa del Atlántico. La Armada de Barlovento, en teoría un escuadrón del
Caribe, era financiada por el tesoro de Nueva España y subvencionada por el consulado de
México. Pero, de hecho, ya hemos visto que invariablemente tenía a su cargo la tarea de
escoltar al convoy que realizaba la travesía entre España y América y en más de una
ocasión fue asignada a la marina de España durante largos períodos. 22 Esto significaba
simplemente que Sevilla no quería, o no podía, aportar los fondos necesarios para defender
los convoyes, viéndose América obligada a pagar las tres cuartas partes del coste de la
defensa de las comunicaciones transatlánticas. 23 He aquí una nueva prueba del
21
Clayton, Caulkers and Carpenters, pp. 230-233.
22
Véase supra, pp. 230-233.
23
Chaunu, Séville et l'Atlantique, V, p. 420.
desplazamiento del poder económico que estaba teniendo lugar en el mundo hispánico. Los
comerciantes de América, que ya controlaban el comercio del Pacífico entre Acapulco y
Manila, dominaban cada vez más la ruta del Atlántico.
Normalmente, no se considera que los gastos de defensa sean un instrumento
importante de crecimiento económico. Pero pueden tener una importancia vital para los
países en proceso de desarrollo. De hecho, pueden ser una forma le ayuda económica de la
metrópoli a sus dependencias. Esto es lo que ocurrió en la América española: los contratos
para la defensa del imperio eran para las colonias y no para España. Naturalmente, en esos
contratos hay un aspecto peculiar, en el sentido de que se financiaban con capital que se
generaba en América a través de la producción de metales preciosos. He aquí un ejemplo
más de la inversión de capital americano en la economía del Nuevo Mundo. Esos contratos
de defensa estimulaban el crecimiento, activando no sólo los astilleros, fundiciones de
cobre y fábricas de armas, sino también otras empresas secundarias que abastecían a esas
industrias. Aumentaban el empleo en los diferentes sectores e, indirectamente, fomentaban
la agricultura, ya que era necesario alimentar, vestir y pagar a los trabajadores, las
tripulaciones y las guarniciones.
24
Woodrow Borah, Silk Raising in Colonial México, Berkeley y Los Ángeles, 1943, pp. 32-38.
25
Ibid., pp. 85-101; véase infra, pp. 303-304.
26
Woodrow Borah, New Spain's Century of Depression, Berkeley y Los Ángeles, 1951, P- 18; Sherburne F.
Cook y Woodrow Borah, Essays in Population History, 3 vols., Berkeley y Los Angeles, 1974-1979, II, pp.
197-198.
México, pasando de 18.000 a 48.000 almas. Mientras que en 1570 la población blanca de
la capital suponía el 28,5 por 100 de la población total de la colonia, hacia 1640 el
porcentaje era ya el 38,4 por 100, lo cual testimonia el desarrollo de una gran ciudad de
estilo europeo, centro de producción y, sobre todo, de consumo. Las clases altas de la
población blanca constituían una aristocracia colonial, de la que formaban parte
encomenderos y mercaderes. Los encomenderos eran descendientes de los conquistadores,
que habían conseguido el favor real. Vivían de los ingresos que les proporcionaban los
tributos o el trabajo de los indios que les habían sido encomendados. A finales del siglo
XVI, muchos de ellos comenzaron a complementar la posesión de indios con otro gran
signo de nobleza, la posesión de tierra, y a asociar encomiendas y haciendas. Esta era la
aristocracia clásica. De ella formaban parte también muchos que habían hecho fortuna en
el comercio del Atlántico y el Pacífico, hombres como Simón de Haro, prior del consulado
de México en 1650, cuya fortuna se estimaba en 600.000 pesos. 27 Frecuentemente, el
capital acumulado procedente de los beneficios del comercio se invertía en propiedades
agrarias, por cuanto el comerciante mexicano, como el español, buscaba el prestigio social
en la posesión de la tierra. Una parte del capital iba a parar también a la minería.
Normalmente, el propietario de minas no era un capitalista adinerado ni ocupaba un lugar
destacado en la jerarquía social. Por supuesto, había riqueza en la minería, pero esa riqueza
no iba a parar exclusivamente a manos de los propietarios de las minas y a los buscadores;
una gran parte de ella la obtenían quienes proporcionaban la mano de obra y la
financiación, que formaban parte de la aristocracia colonial y que no participaban
directamente en las operaciones de la minería.
Al tiempo que aumentaba la población blanca, los indios estaban en proceso de
desaparición. La población india de la zona central de México, que en 1518 debía de ser de
unos 25,2 millones de almas, descendió a 16.871.408 en 1532, a 2.649.573 en 1568, a
1.372.228 en 1595, y a 1.069.255 en 1608. 28 Sólo en el Valle de México, la población
nativa disminuyó bruscamente de 1.500.000 almas en vísperas de la conquista, a 325.000
en 1570, y a 70.000 a mediados el siglo XVII. 29 Este desastre demográfico, «una de las
mayores catástrofes en la historia de la raza humana», fue resultado de un conjunto de
factores, siendo uno de los más importantes las enfermedades epidémicas, particularmente
los brotes de 1545-1548 y de 1576-1581. Los indios mexicanos fueron víctima de
enfermedades importadas, de las cuales no estaban inmunizados. Los grandes agentes
mortales fueron la viruela, el sarampión, el tifus y las fiebres tifoideas, aunque también el
paludismo y la gripe se cobraron un alto precio. Sin embargo, la resistencia de la población
india a las enfermedades fue debilitada por el impacto de la conquista y la dominación, por
los cambios ecológicos que comportó la perturbación de su economía y por el deterioro del
suministro le alimentos. Los habitantes nativos perdieron una parte de su tierra y de sus
recursos hídricos, que fueron a parar a manos de los españoles, que importaron ganado
vacuno y lanar, que se extendió por la tierra que la población india en retroceso dejaba
27
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, p. 733; sobre la estructura social de la colonia, vease L. N.
McAlister, «Social Structure and Social Change in New Spain», Híspanie American Historical Review, XLIII
(1963), pp. 349-370.
28
Woodrow Borah y Sherburne F. Cook, The Aboriginal Population of Central México on the Eve of the
Spanish Conquest, Berkeley y Los Ángeles, 1963, pp. 4, 88; Cook y Borah, The Indian Population of Central
México 1531-1610, Berkeley y Los Ángeles, 1960, p. 48; Borah y Cook, The Population of Central México
in 1548: A Critical Analysis of the Suma de visitas de pueblos, Berkeley y los Angeles, 1960. Para un breve
análisis del estado de la investigación sobre la demografía india en las colonias de la América española, véase
Linda A. Newson, Indian Survival in Colonial Nicaragua, Norman, Oklahoma, 1987, pp. 5-14.
29
Charles Gibson, The Aztecs under Spanish Rule. A History of the Indians of the Valley of México 1519-
1810, Stanford y Londres, 1964, pp. 136-141
abandonada y que, a menudo, invadió las reservas de tierra que necesitaba el sistema
nativo de rotación de cultivos. Finalmente, el acaparamiento de los escasos recursos de
agua disponibles por las granjas, ranchos y molinos de harina españoles perjudicó
enormemente a la agricultura india. 30 Si los indios abandonaron la tierra para buscar
sustento en otras actividades, en las minas y obrajes, las condiciones de vida inhumanas
causaron estragos en sus cuerpos y sus mentes, ya debilitados por la indigencia. Los indios,
sin dirección y sin tierra, quedaron reducidos a una posición subordinada, de
contribuyentes y proveedores de fuerza de trabajo. Entonces, buscaron refugio en e1
alcohol: «Pocos pueblos a lo largo de la historia se han mostrado más propensos a la
embriaguez que los indios de la colonia española». 31 Las condiciones mejoraron, pero
lentamente. Después de la gran tragedia demográfica, se tocó fondo en los años 1620-1625,
en que la población india de la zona central de México era aproximadamente de 730.000
almas, el 3 por 100 de su cuantía total en el momento en que llegaron los europeos. 32
Dando por sentado que hubo variaciones regionales, parece que, en algún momento entre
1625 y 1650, la población de las ciudades indias comenzó a recuperarse.
Unas pérdidas humanas de esa envergadura necesariamente habían de afectar a la
estructura económica de la colonia. Para una población de colonos más numerosa existía
un número menor de indios que proveyera sus necesidades, especialmente tras el terrible
descenso de población que produjo la epidemia de 1576-1581. La escasez de mano de obra
afectó a todos los sectores de la economía, a la agricultura, la minería y la manufactura. El
descenso de la mano de obra significaba que era necesario trabajar más duramente y
provocó una competencia implacable para conseguir la que quedaba. Fue necesario idear
nuevos sistemas de contratación. Por otra parte, desde aproximadamente 1570 y hasta
mediados del siglo XVII, al tiempo que la colonia se adaptaba a la profunda crisis de mano
de obra y hasta que la población india comenzara a recuperarse, Nueva España
experimentó una prolongada crisis económica. 33
México se puede dividir, aproximadamente, en dos partes, el sur, húmedo, y el
norte, seco, situándose la frontera entre ambas a unos 150 Km. al norte de Ciudad de
México. Esa división era también demográfica: en el sur, la densidad de población —
indios pacíficos y sedentarios— era relativamente alta; en cambio, las tribus del norte eran
dispersas, nómadas, salvajes e indomables. El norte de México era la zona minera,
mientras que el sur era agrícola.
La región de Puebla se especializó en la producción de cereales y maíz, para
abastecer a las flotas transatlánticas y al mercado de Ciudad de México. Cuernavaca era
una de las principales zonas azucareras. Aunque la producción de azúcar nunca alcanzó en
México la importancia de la industria en La Española, es posible señalar dos ciclos, el
primero hasta 1570, seguido de una recesión provocada por el desvío hacia la minería de la
escasa mano de obra disponible, y un segundo período de crecimiento, aproximadamente
30
Lesley Bird Simpson, Exploitation of Land in Central México in the Sixteenth Century, Berkeley y Los
Ángeles, 1952.
31
Gibson, The Aztecs under Spanish Rule, p. 409.
32
Cook y Borah, Essays in Population History, III, pp. 95-102, computan un total de 702.929 a partir de una
lista de ingresos de 1646, que se refiere a una fecha entre 1620 y 1625. Las estimaciones anteriores situaban
el punto más bajo en 1650, aunque José Miranda, «La población indígena de México en el siglo XVII»,
Historia Mexicana, 12 (1962-1963), pp. 182-189, ya había conjeturado que la inversión de la tendencia a la
baja comenzó en los decenios de 1620 y 1630.
33
Esta es la hipótesis, brillantemente argumentada, de Woodrow Borah, New Spain's Century of Depresión.
desde 1618. 34 Cuernavaca era también el centro de producción de índigo, desde donde se
extendió a otras partes de México. Mixteca, con su población india relativamente
numerosa, producía sal, algodón y maíz, pero era también el principal centro de producción
de seda en bruto y de cochinilla, que, después de la plata, era la exportación más
importante de la colonia. Más al sur todavía, en Oaxaca, se extendía el territorio del
Marquesado del Valle, el vasto territorio otorgado a Cortés. Allí, los agentes de Cortés se
habían apresurado a introducir los productos agropecuarios europeos y se cultivaba
también el maíz. Oaxaca, al igual que Mixteca, producía cochinilla para la exportación. Tal
era, en pocas palabras, la economía del sur, que se vio gravemente perturbada por la
despoblación india. La escasez de mano de obra determinó un acusado descenso de la
producción de alimentos y los centros urbanos, que acogían a la población blanca en
aumento, empezaron a sufrir problemas de abastecimiento y, desde el decenio de 1570, una
grave escasez. 35 En 1595, el virrey Velasco informó, llenó de pesimismo, a Felipe II:
«Todos los productos escasean tanto y su precio aumenta tan deprisa, que antes de que
hayan pasado muchos años, esta tierra experimentará una gran escasez y necesidad, como
la que existe ahora en España». 36
Las medidas adoptadas para hacer frente a la crisis constituyeron, de hecho, un
intento de imponer un sistema de racionamiento. A partir de 1595, la imposibilidad de que
la producción de alimentos aumentara al mismo ritmo que la población blanca provocó un
descenso del nivel de vida y situó al sector más pobre de la población blanca en el límite de
la subsistencia. Y la agricultura tenía que competir con la minería por la mano de obra.
La zona minera de México se extendía, básicamente, por el norte, en Nueva
Galicia, donde se hallaban las minas más importantes, sobre todo Zacatecas y San Luis
Potosí, y en Nueva Vizcaya, cuyos centros principales eran Durango y Santa Bárbara, a los
que se añadió posteriormente Parral. 37 Estos asentamientos eran una especie de islas
remotas en medio de un mar poblado de tribus hostiles y rebeldes. La zona minera era una
frontera, cuya expansión promovió la pacificación y la colonización, aunque con grandes
dificultades y con un coste muy elevado. En efecto, cuanto más avanzaba hacia el norte la
frontera minera más hostiles se mostraban los indios. San Luis Potosí, el filón más rico
después de Zacatecas, empezó a explotarse en una fecha relativamente tardía, 1591,
después de que el virrey hubiera negociado una tregua con los chichimecas, tregua que
permitió establecer una colonia de tlaxcalos —pueblo amistoso— para iniciar la
explotación. Cuando, con la expansión hacia el norte a partir de 1600, se inauguraron
nuevas minas, estas eran caras de mantener y en todos los casos sufrieron de escasez de
tropas y armas. En el distrito más septentrional de Parral, en 1652 se informó de un caso de
canibalismo: supuestamente, los rebeldes chichimecas habrían devorado a un misionero
jesuita. 38
La producción argentífera de México alcanzó la cota máxima en el decenio de
1590. A partir de entonces, muchos propietarios de minas consideraron que los beneficios
eran insuficientes para cubrir los costes de la mano de obra y el equipo y comenzaron a
recortar las inversiones. Pero a la gran expansión no siguió, de forma inmediata, una
34
Francois Chevalier, La formation des grands domaines au Mexique. Terre et société aux XVIe-XVIIe
siécles, París, 1952, p. 96.
35
Borah, New Spain's Century of Depression, pp. 22-26.
36
Ibid., p. 23.
37
Robert C. West, The Mining Community in Northern New Spain: The Parral Mining District, Berkeley y
Los Ángeles, 1949, pp. 10-14.
38
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, p. 776.
39
D. A. Brading, Miners and Merchants in Bourbon México 1763-1810, Cambridge, 1971, pp. 8-12; D. A.
Brading y Harry E. Cross, «Colonial Silver Mining: México and Peru», Hispanic American Historical
Review, 52, 4 (1972), pp. 545-579.
40
P. J. Bakewell, Silver Mining and Society in Colonial México: Zacatecas 1546-1700, Cambridge, 1971, p.
226 (hay trad. cast.: Minería y sociedad en el México colonial, FCE, Madrid, 1976).
41
TePaske y Klein, «The Seventeenth-Century Crisis in New Spain: Myth or Reality?», pp. 116-135, esp. p.
128; West, The Mining Community in Northern New Spain, pp. 12-14; acerca del impacto de la fundición
sobre la producción, véase Peter Bakewell, «La minería en la Hispanoamérica colonial», en Bethell, ed.,
Historia de América Latina, III, pp. 49-91.
42
Chevalier, La formation des grands domaines au Mexique, pp. 178-180.
43
Incluso en Zacatecas, en 1570 sólo había 300 españoles y 500 esclavos; en 1605, había aprobadamente
1.000 europeos; véase J. H. Parry, The Audiencia of New Galicia in the Sixteenth Century, Cambridge, 1948,
p. 186.
absentismo. La corona accedió a las peticiones de los colonos de mano de obra india,
sancionando el repartimiento (trabajo forzado asalariado), que se aplicó tanto a la minería
como a la agricultura. Pero este sistema sólo permitía obtener una fuerza de trabajo poco
estable y sin cualificar, mientras que desde el decenio de 1570 la industria tuvo que hacer
frente a una serie de problemas técnicos cada vez más complejos, relacionados con el
drenaje, la mayor profundidad de los pozos y el proceso de amalgama, para los cuales se
necesitaban trabajadores cualificados y permanentes. Además, las minas más ricas —
Zacatecas San Luis, Durango, Guanajuato, Parral— estaban situadas en el norte, donde la
población india, nómada y hostil, no se adaptaba al repartimiento. Por consiguiente, las
minas del norte siempre prefirieron la mano de obra libre, que era atraída de la zona
meridional y central de México gracias a los elevados salarios, para luego conservarla
mediante el peonaje por deudas.
Estas dificultades se agravaron como consecuencia de la catástrofe demográfica
que asoló a los indios, especialmente desde 1570. Entonces, una mano de obra diezmada
tenía que repartirse entre los diferentes sectores de la economía, y verse sometida a unas
condiciones relativamente más duras. Por ejemplo, las minas de Pachuca, en el centro de
México, que antes de la gran epidemia de 1576 tenían una cuota de repartimiento de 1.108
indios a la semana, sólo contaba con 57 en 1661. 44 La corona se vio obligada a imponer
una medida de reducción de la mano de obra, dando prioridad a los sectores más
importantes, como la agricultura y la minería.45 Una serie de decretos de finales del siglo
XVI prohibían la utilización de indios en determinadas industrias que se consideraban
especialmente perjudiciales para su salud, sobre todo el refinado del azúcar y la producción
textil. Al mismo tiempo, se intentó impedir el traslado de indios a grandes distancias, lo
cual marginaba a las zonas más septentrionales. Esa política no fue muy estricta y pudo ser
soslayada y la minería simplemente tuvo que competir con la agricultura, las obras
públicas y el sector de la construcción para conseguir la mano de obra necesaria.
El bajo rendimiento técnico y la gran disminución de la mano de obra de
repartimiento obligaron a los mineros a buscar otras fuentes de aprovisionamiento. Una de
ellas fueron los esclavos negros. Entre 1519 y 1650, México importó al menos 120.000
esclavos, las dos terceras partes de todos los africanos embarcados hacia la América
española. 46 La población negra aumentó de 20.000 almas en 1570 a 35.000 en 1650,
existiendo además 100.000 mulatos y zambos. Esto fue una respuesta directa a la
desaparición de población india. Los negros se utilizaban en plantaciones y ranchos, en las
refinerías de azúcar y en las fábricas textiles (donde se prohibió la mano de obra india) y,
asimismo, en el sector de los servicios de las ciudades. Algunos de ellos fueron a parar
también a las minas del norte, aunque no en gran número. Los esclavos suponían un
importante desembolso de capital. A comienzos del siglo XVII, un esclavo negro costaba
400 pesos, el equivalente de unos 8 meses de salario de un indio de repartimiento. 47 Su
salud se había deteriorado desde su partida de África y no estaban preparados para trabajar
en el clima seco y frío de la meseta septentrional; en cualquier caso, odiaban la minería y
se resistían con todas sus fuerzas a trabajar en ella. 48 Por estas razones, los esclavos negros
rara vez constituyeron más que un porcentaje moderado de la mano de obra de la minería:
44
Borah, New Spain's Century of Depression, p. 26.
45
Ibid., pp. 34-36.
46
Gonzalo Aguirre Beltrán, La población negra de México, 1519-1810, México, 1946, PP-199-222; véase
también Rolando Mellafe, La esclavitud en Hispanoamérica, Buenos Aires, 1964.
47
Gibson, The Aztecs under Spanish Rule, p. 244.
48
David M. Davidson, «Negro Slave Control and Resistance in Colonial México, 1519-1650», Hispanic
American Historical Review, XLVI (1966), pp. 235-253.
en los primeros años del siglo XVII eran tan sólo el 6 por 100 de toda la mano de obra de
Zacatecas y el 10 por 100 de la de Pachuca. 49 Había también otros esclavos, los llamados
«gente de guerra», indios rebeldes capturados en la guerra, que probablemente superaban a
los negros en la industria de la minería, aunque tampoco eran muy numerosos.
Así pues, las minas utilizaban cada vez más mano de obra libre, indios procedentes
de la zona central de México, mulatos y mestizos, atraídos todos por los elevados salarios
y, tal vez más incluso, por la seguridad de obtener alimento y vestido. La mano de obra
libre era más cara —4 reales al día frente a un real que se pagaba a los indios de
repartimiento— pero tenían mejor preparación técnica y los mineros los preferían,
reteniéndolos frecuentemente mediante el peonaje por deudas. En 1600, superaban en
número a los indios de repartimiento en la mayor parte de las minas y hacia 1650 los
habían desplazado casi totalmente. En Zacatecas, toda la mano de obra india estaba
formada por trabajadores libres y en Parral casi todos los trabajadores asalariados se
contrataban libremente. 50 Hacia el año 1600, el número total de trabajadores que
intervenían en la producción de plata en Nueva España era de 9.143, cifra algo inferior a
los 9.900 que trabajaban en Potosí (sin contar las otras minas del Alto Perú). La mano de
obra mexicana incluía a 1.263 esclavos negros (el 13,8 por 100), mientras que en Potosí
eran muy pocos los negros que trabajaban en las minas. En Nueva España, algo más de las
dos terceras partes de la mano de obra de las minas de plata (el 68,5 por 100) eran indios
asalariados, que se concentraban en el oeste y en el norte, donde los indios se resistían al
reclutamiento forzoso. Los trabajadores de repartimiento se concentraban en el centro y en
el sur, donde los indios eran más sedentarios y ya estaban acostumbrados al trabajo
forzoso. 51 Naturalmente, la utilización de mano de obra libre no podía solucionar el
problema de la escasez de fuerza de trabajo. Simplemente, permitía a las minas competir
con más posibilidades de obtener la mano de obra disponible, particularmente frente a la
agricultura, que necesitaba alimentar a una población blanca cada vez más numerosa y que
también reclutaba gran número de trabajadores en el mercado libre.
Las consecuencias de la escasez de mano de obra se dejaron sentir con mayor
fuerza porque coincidieron con otras dificultades que afectaban a la industria minera,
especialmente la tendencia al alza de los costos. Mientras que los mineros recibían un
precio fijo por la plata —un peso por onza— tenían que hacer frente a unos costos en
concepto de mano de obra, alimentación y equipo cada vez más elevados. Habían
conseguido que el quinto real se redujera a un décimo y a continuación intentaron evitar
incluso este último impuesto Para conseguir sus beneficios rápidamente y evitar tener que
recorrer largas distancias hasta la caja real más próxima para el ensaye y el señoreaje, los
mineros se acostumbraron a vender la plata en la mina directamente a los comerciantes, a
menudo a un precio más bajo. Una vez el producto en su poder, los comerciantes ocultaban
una parte al registro y al fisco, conservando así una mercancía sumamente valiosa con la
que luego podían comerciar. Así, los capitalistas de fuera llegaron a ejercer un gran control
sobre la industria, porque también realizaban los suministros a las minas y frecuentemente
adelantaban préstamos a los mineros sobre los beneficios futuros. A mediados del decenio
de 1630, la corona dejó de distribuir mercurio a crédito y muchos mineros que habían
acumulado deudas no pudieron hacer frente a sus obligaciones y se vieron obligados a
abandonar la minería. Esto también favoreció a financieros de Ciudad de México y reforzó
49
West, The Mining Community in Northern New Spain, p. 53.
50
Ibid., pp. 48-51; Bakewell, Silver Mining and Society in Colonial México, pp. 121-129.
51
Peter Bakewell, Miners of the Red Mountain. Indian Labor in Potosí, 1545-1650, Albuquerque, 1984, pp.
183-184 (hay trad. cast.: Mineros de la Montaña Roja, Alianza, Madrid, 1989).
su control de la industria. Una vez que el crédito para la compra de mercurio dependía de
Ciudad de México, sólo se asignaba a las minas más productivas, viéndose obligados a
interrumpir su actividad los productores marginales. Vemos, pues, que una gran parte de
los beneficios de la minería no iban a parar a manos de los mineros, que de esa forma no
tenían margen suficiente para la reinversión en un momento en que la explotación
planteaba nuevos problemas.
En los primeros años del siglo XVII, el proceso de amalgama para refinar la plata,
que se había introducido en el decenio de 1550, se utilizaba ya en la mayor parte de las
minas, procesándose por ese procedimiento las dos terceras partes de la producción
mexicana. La amalgama revolucionó la minería, porque permitió obtener rendimiento del
mineral con un menor contenido de plata, precisamente en el momento en que comenzaba
a ser más abundante. 52 Pero para realizar la amalgama se necesitaba equipo y mano de obra
adicionales y una serie de elementos, particularmente el mercurio, que eran escasos y
caros. El agotamiento de los ricos filones próximos a la superficie obligó a descender a
mayor profundidad —hasta los 100 metros— para buscar las vetas con un menor contenido
de mineral de plata, proceso que se vio favorecido por el nuevo método de la amalgama.
La existencia de minas de mayor tamaño y más profundas se hizo más frecuente en el siglo
XVII. En Parral, cuyo período de mayor auge comenzó en el decenio de 1630, el pozo más
profundo alcanzaba los 128 metros y en Real del Monte se excavó un pozo de más de 200
metros a finales de la centuria. Pero a medida que se alcanzaba mayor profundidad
aumentaban los costes y también las dificultades técnicas. El refuerzo, iluminación y
ventilación de los pozos y las operaciones de arrastre resultaban más complicados y más
caros. El mayor problema eran las inundaciones, porque la técnica de drenaje era
sumamente primitiva y algunos mineros encontraban tan caro el drenaje que preferían
abandonar las minas. Finalmente, la amalgama exigía un mineral muy fino y la maquinaria
trituradora, así como las numerosas mulas necesarias para hacerla funcionar, eran un gasto
adicional. En resumen, la minería exigía ahora una gran inversión de capital para obtener
un producto final cuyo rendimiento disminuía sin cesar. Esto persuadió a muchos mineros
a volver al sistema de fundición a finales del siglo XVII, aunque para ello necesitaban
encontrar nuevos filones ricos en mineral de plata.
Los gastos necesarios para conseguir los suministros aumentaban aún más los
costos. Hasta cierto punto, los centros mineros eran unidades autosuficientes, porque la
industria estimulaba la existencia de ranchos ganaderos y el cultivo de cereales en las
proximidades. 53 La meseta del norte del país constituía un lugar apto para el ganado, que
se multiplicó enormemente en el período 1560-1620. Los ranchos locales, muchas veces
propiedad de mineros, que diversificaban así su inversión, suministraban mulas para fuerza
motriz, pieles y grasas para diversas operaciones mineras y carne para los trabajadores. 54
Pero la agricultura no se desarrolló al mismo ritmo que la ganadería y algunos centros
necesitaban importar cereales. Por lo demás, todos ellos tenían que importar una serie de
productos, como el azúcar, el vino, los productos textiles, la quincallería y otras
manufacturas. El comercio entre Ciudad de México, centro distribuidor de las
importaciones europeas y de los bienes producidos localmente, y los asentamientos
mineros del norte era una de las principales actividades comerciales de la colonia. Según
una estimación de 1673, todos los años se enviaba mercancía desde la capital hasta Parral
52
Modesto Bargalló, La minería y la metalurgia en la América Española durante la época colonial, México,
1955, pp. 107-133, 203-214.
53
West, The Mining Community in Northern New Spain, pp. 57-91.
54
Chevalier, La formation des grands domaines au Mexique, pp. 167-168.
por un valor de 600.000 pesos. 55 Las minas tenían que competir con otros sectores por esos
suministros, que no en todos los casos eran abundantes, y habían de hacer frente a elevados
costes de transporte, porque los centros del norte se hallaban a dos o tres meses de camino
de la capital.
Pero era el mercurio el producto que planteaba el problema más grave de
suministro. Las fuentes de mercurio eran —y siguen siendo— muy escasas en todo el
mundo. Por una notable coincidencia, España poseía no sólo las minas de plata más
grandes del mundo, sino también dos ricos y explotables depósitos de mercurio, las minas
de Almadén en la península y de Huancavelica en Perú. Las minas mexicanas exigían entre
5.000 y 6.000 quintales de mercurio cada año. El consumo aumentó de 263 quintales al año
en 1559 a 1.387 en 1569, a 6.557 en 1589, y varió entre 3.000 y 3.700 quintales en el
período 1597-1606. 56 Hasta aproximadamente 1580 esas necesidades se atendían con la
producción de Almadén y Huancavelica, pero posteriormente, debido a la demanda
creciente de las minas de plata peruanas, México pasó a depender únicamente de Almadén.
Incluso algunos años, México tenía que competir con Perú por las exportaciones de
Almadén, aunque en el período 1612-1618 Zacatecas, en un momento en que su
producción todavía estaba aumentando, consumía entre 1.180 y 2.330 quintales de
mercurio cada año. 57 El destino de la minería mexicana estaba ligado al de Almadén, en un
momento en que la producción de las minas de mercurio ya había comenzado a descender.
La producción fluctuó entre 4.526 quintales en 1622, 6.936 en 1624, 4.797 en 1631 y un
promedio de sólo unos 2.000 quintales anuales en el decenio de 1670.58 Según los mineros
el elevado precio del mercurio —su distribución y su venta eran un monopolio del
Estado— era uno de los principales factores que hacía subir sus costos. El déficit en la
producción de mercurio y la necesidad de obtener más ingresos determinaron a la corona
en 1643 a dejar de conceder crédito por las ventas de mercurio y a exigir dinero en efectivo
y la liquidación de las deudas. Muchos mineros no pudieron soportar estas medidas. Sin
embargo, cronológicamente el problema del abastecimiento del mercurio fue un factor
relativamente tardío en la depresión del sector minero y que añadió, en suma, una carga
más a un sector ya debilitado.
Al interrumpirse el progreso del primer ciclo minero de México, la economía de la
colonia se reorientó hacia la agricultura y hacia la producción para la subsistencia o para el
consumo regional. La sociedad mexicana se agrupó en torno a una institución que iba a ser
dominante durante las tres siguientes centurias, la hacienda, la gran propiedad que producía
cereales y ganado para el mercado, base característica de la nueva aristocracia colonial. La
hacienda surgió en un período de crisis económica, cuando los indios no podían seguir
sosteniendo a los encomenderos y a las ciudades. Era una forma de escapar a la
dependencia directa de las debilitadas comunidades indias para conseguir productos
alimentarios. Ciertamente, las propiedades seguían utilizando mano de obra india, pero, por
lo que respecta a la producción de alimentos para la comercialización, era más fácil
organizar a los indios en propiedades supervisadas por los españoles que si tenían que
realizar esa actividad en sus propias comunidades. 59
55
West, The Mining Community in Northern New Spain, p 85.
56
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 1.958-1.980.
57
Bargalló, La minería y la metalurgia, p. 273.
58
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, p. 1.973; sobre las razones de las dificultades de Almadén,
vinculadas al declive de los Fugger, véase Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 144-146.
59
Borah, New Spain's Century of Depression, p. 32.
60
Gibson, The Aztecs under Spanish Rule, pp. 274-276; Chevalier, La formation des grands domaines au
Mexique, pp. 113, 127-128.
61
Lesley Byrd Simpson, The Encomienda in New Spaiw The Beginnings of Spanish Mexico, Berkeley y Los
Ángeles, 1950.
62
Chevalier, La formation des granas domaines au Mexique, p. 231. Se trata de una obra inteligente y amena
sobre la formación de los latifundios. Para nuevas investigaciones y conclusiones véase Eric Van Young,
«Mexican Rural History since Chevalier: The Historiography of the Colonial Hacienda», American Research
Review, 18, 3 (1983), pp. 5-61.
63
Borah, New Spain's Century of Depression, pp. 36-42.
64
Lesley Byid Simpson, «Mexico's Forggotten Century», Pacific Historical Review, XXII (1953), pp. 113-
121, especialmente p. 120.
65
Gibson, The Aztecs under Spanish Rule, p. 255.
66
Ibid., pp. 323-334.
67
Fernando B. Sandoval, La industria del azúcar en Nueva España, México, 1951, pp. 23-44, 45-51.
fértil, abundante agua y un equipo costoso. Cada una de las haciendas contrataba a
centenares de peones, a los que había que alimentar y emplear, y de hecho se convirtieron
en unidades autónomas de producción. Por tanto, el azúcar exigía una importante inversión
de capital. Normalmente atraía un importante flujo de capital, de fuentes privadas y de
instituciones religiosas, generalmente en forma de préstamos hipotecarios a un interés del 5
por 100, 68 lo que indica que las plantaciones azucareras estaban bien situadas en los
mercados regionales y coloniales.
Sin embargo, la típica hacienda mexicana no era la granja, ni la plantación
azucarera, sino el rancho ganadero. En los vastos, despoblados y semiáridos territorios del
norte, la ganadería era una evidente adaptación al medio. Como hemos visto, hasta cierto
punto su expansión fue de la mano del progreso de la minería de frontera y se establecieron
nuevos ranchos junto a los caminos que conducían a las minas de plata, especialmente en
los alrededores de Zacatecas y Querétaro. 69 A comienzos del decenio de 1580, unas
200.000 ovejas, 100.000 vacas y 10.000 caballos pastaban en los ranchos a algunos
kilómetros al sur de Querétaro. La ganadería era más barata y necesitaba menos mano de
obra india que la agricultura. Y necesitaba grandes propiedades: algunos ganaderos de la
región de Valles tenían 150.000 cabezas de ganado y se consideraba que un rebaño de
20.000 era insignificante. Cada hacienda aspiraba a ser autosuficiente. Además de pasto
para sus rebaños, los grandes ganaderos intentaban adquirir tierras fértiles para obtener
cultivos de subsistencia y ampliar sus propiedades para controlar el suministro de agua de
ríos o arroyos. La ganadería en esta escala podía ser arriesgada porque siempre había un
peligro de saturación. Pero normalmente, el ranchero tenía dos salidas principales: las
pieles eran un buen producto de exportación y la lana era necesaria para la industria textil
de la colonia.
Por consiguiente, al perder impulso la actividad minera la tierra pasó a ser en
México una fuente de ingresos más importante. La hacienda se convirtió en un
microcosmos de la autosuficiencia económica de México y de su independencia creciente.
Ciertamente, los trabajadores de una hacienda, que vivían en un nivel de mera subsistencia,
no constituían un mercado de consumo y la mayor parte de los campesinos de México no
producían excedentes agrícolas ni consumían productos urbanos. Pero la hacienda del siglo
XVII no encarnaba el abandono del mercado para reducirse a una economía de
subsistencia. La hacienda podía generar actividades adicionales, pues necesitaba importar
algunos bienes de consumo y proporcionaba materias primas para la producción de la
colonia y para exportarlas a otros mercados urbanos o de ultramar. Además, la hacienda
activaba el comercio regional e intercolonial, en proceso de expansión en el siglo XVII.
Finalmente, era el núcleo esencial de las economías locales autosuficientes con su propio
centro urbano, economías que podían sobrevivir sin necesidad del comercio transatlántico,
intercambiando diversos productos con otras localidades y comerciando especialmente con
Ciudad de México, que era un mercado, un centro distribuidor, una fuente de capital y una
metrópoli nueva. 70
No hay que confundir cambio económico con depresión económica. Aunque
ciertamente se produjeron algunas fluctuaciones cíclicas moderadas, lo cierto es que los
ingresos del erario mexicano fueron durante todo el siglo XVII más elevados que en el
68
Ibid., pp. 114-123.
69
William H. Dusenberry, The Mexican Mesta. The Administration of Ranching in Colonial México, Urbana,
Illinois, 1963, pp. 35-39, 174-191; Chevalier, La formation des grands domaines au Mexique, p. 141.
70
William B. Taylor, Landlord and Peasant in Colonial Oaxaca, Stanford, California, 1972, p 19.
XVI. 71 Aunque los ingresos del Estado no son prueba del éxito económico, son un
indicador válido a largo plazo. El aumento de ingresos de la hacienda mexicana
procedentes de impuestos y de otras fuentes apunta hacia una actividad económica
sostenida que no es fácil de conciliar con una hipótesis de depresión absoluta. Además, un
porcentaje creciente de esos ingresos se invertía en la colonia y en sus dependencias para
sufragar la administración y obras públicas y de defensa, lo que significaba que la riqueza
de México sostenía ahora a México y no a España. Mientras que en el período 1611-1620,
el 55 por 100 de los ingresos públicos se enviaba al exterior, ese porcentaje había
disminuido hasta el 21 por 100 en el período 1691-1700. Una proporción creciente de los
ingresos mexicanos se asignaban a las Filipinas: en 1601-1610, España recibía el 90 por
100 de las remesas mexicanas, y las Filipinas tan sólo el 10 por 100; en 1691-1700, el
porcentaje correspondiente a las Filipinas había aumentado al 38 por 100. Así pues, aunque
los ingresos del tesoro colonial aumentaron durante toda la centuria, las remesas a España
disminuyeron de 10 millones de pesos en el decenio 1601-1610 a 2,7 millones en el de
1691-1700. Estos indicios oficiales de actividad apuntan a la transición de una estructura
económica a otra, de una economía minera a otra de base más amplia. El período de
transición fue realmente crítico para la economía mexicana, pero era una crisis de cambio
más que de estancamiento.
71
John J. TePaske, La Real Hacienda de Nueva España: La Real Caja de México (1576-1816), México,
1976; TePaske y Klein, «The Seventeenth-Century Crisis in New Spain: Myth or Rcality?» pp. 116-135;
sobre el aumento de los ingresos, véase también Chaunu, Séville et l’Atlantique, VII , I, pp. 753, 759-767,
799-802.
72
Descripción del Virreinato del Perú. Crónica inédita de comienzos del siglo XVII, Boleslao Lewin, ed.,
Rosario, 1958, p. 19.
73
Estas cifras excluyen el Alto Perú, región para la que la misma fuente da un total de 7.000 almas en 1570 y
50.000 en 1650: Ángel Rosenblat, La población indígena y el mestizaje en América. 2 vols., Buenos Aires,
1954,1, pp. 59, 76-77, 88, 225. Una estimación más reciente de la población europea da la cifra de 25.000 en
1619 y 80.000 a comienzos del decenio de 1680: Kenneth J. Andrien, Crisis and Decline: The Viceroyalty of
Perú in the Seventeenth Century, Albuquerque, N-M., 1985, pp. 29-30.
74
Noble David Cook, Demographic Collapse: Indian Perú, 1520-1620, Cambridge, 1981, PP- 113-114, 246.
75
Sobre la «desestructuración» de la sociedad india, véase Nathan Wachtel, The Vision of the Vanquished.
The Spanish Conquest of Perú through Iridian Eyes 1530-1570, Hassocks, 1977, PP. 86-98.
76
Véase, sin embargo, John Howland Rowe, «The Incas under Spanish Colonial Institutions», Híspanic
American Histórica! Review, XXXVII (1957), pp. 155-199, estudio clave, aunque tal vez parcial, que
concluye que el dominio español sobre los indios peruanos conllevó «explotación económica y degradación
personal... en un grado extremo»; para una buena descripción del gobierno español sobre los indios en el
nivel de oficial de distrito, véase Guillermo Lohmann Villena, El corregidor de indios en el Perú bajo los
Austrias, Madrid, 1957.
77
Cook, Demographic Collapse, pp. 222-226, menciona otros peligros para la salud provocados por los
métodos del cultivo de la coca en Los Andes.
78
Manuel Belaunde Guinassi, La encomienda en el Perú, Lima, 1945, pp. 218-249; Marvin Goldwert, «La
lucha por la perpetuidad de encomiendas en el Perú virreinal, 1550-1600», Revista Histórica (Lima), XXII
(1955-1956), pp. 336-360; XXIII (1957-1958), pp. 207-245; Guillermo Céspedes del Castillo, «La sociedad
colonial americana en los siglos XVI y XVII», en J. Vicens Vives, ed., Historia social y económica de
España y América, III, pp. 388-578, especialmente pp. 518-524; esta obra es una excelente síntesis de la
historia social y económica de la América española hasta 1700.
79
Rodríguez Vicente, El tribunal del consulado de Lima, pp. 40-41, 51, 56, 69, 75-76.
80
Richard Konetzke, «La formación de la nobleza en Indias», Estudios Americanos, III, 1951, pp. 329-357;
Guillermo Lohmann Villena, Los americanos en las órdenes nobiliarias, 1529-1900, 2 vols., Madrid, 1947;
sobre las actividades empresariales de la aristocracia colonial, véase Pohl, «Zur Geschichte des adligen
Unternehmers im spanischen Amerika (17./18. Jahrhunder)», Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft
und Gesellschqft Lateinamerikas, II (1965), pp 218-244.
dineros a emplear a España y a México, y [a] otras partes. Y hay algunos que tienen trato
en la gran China, y muchos mercaderes tienen renta». 81 En Potosí, Antonio López de
Quiroga, un gallego que conoció el éxito económico al invertir en el refinado de la plata,
en exploraciones, en la compra de tierras y en el comercio, en todo momento se dejó guiar
por sus instintos empresariales y nunca se consideró otra cosa que un pilar de la sociedad
colonial. 82 La riqueza así conseguida servía para eliminar las barreras sociales y promover
la fusión de clases terratenientes y mercantiles de Perú mediante alianzas matrimoniales
que era otro de los procedimientos por el que los descendientes de ricos mercaderes podían
ennoblecerse y que a la aristocracia le permitía revitalizar su fortuna.
La fuente última de la riqueza de los comerciantes, en realidad de toda la riqueza en
Perú, era la minería de la plata, que era el mercado al que abastecían los mercaderes y la
industria que financiaban. Pero la economía peruana tenía que proveer lo necesario para el
sustento de la minería y de sus industrias secundarias. Y tenía, además, que alimentar a
Lima, capital de Perú y de la industria minera, una ciudad donde vivían 10.000 blancos,
10.000 negros y 5.000 indios. 83 Al norte y al sur de Lima, en los valles de la zona costera
de Perú, surgió una economía de tipo mediterráneo a medida que la región desarrolló sus
centros de producción de alimentos, de cultivos comerciales y de materias primas. En la
proximidad inmediata de Lima, unas 200 chacras (granjas o pequeñas propiedades) bien
regadas abastecían a la capital de trigo, maíz y pienso para los animales. Estos productos se
complementaban con otros que se distribuían en la costa por mar. La región situada al
norte de Lima —Guanbacho, Lasma y La Barranca— suministraba los productos de los
fértiles valles del Callejón de Huaylas, donde muchos residentes de Lima poseían
propiedades que producían trigo, maíz, lino, hortalizas, frutas, aves de corral, cabras,
cerdos, mulas, sebo, pieles, carbón y leña. Las plantaciones de la costa suministraban
algodón y azúcar, productos que en Chancay, donde los jesuitas tenían propiedades,
alcanzaron una dimensión comercial muy importante. En toda la costa existía una gran
demanda de mano de obra y se levantaban quejas de que los indios de la mita (que era la
forma que adoptaba el repartimiento en Perú) estaban disminuyendo, lo que tal vez es una
prueba más de que la economía agrícola se hallaba en expansión. Más al norte, la región de
Trujillo también tenía sus valles bien regados, en los que trabajaban negros e indios y en
los que el uso del guano como abono permitió aumentar la productividad. Allí, el trigo y el
maíz eran excelentes inversiones, que producían rendimientos del 500 y el 200 por 100,
respectivamente. Trujillo producía también algodón y azúcar, vino aceitunas, así como una
variedad de frutos; contaba con una serie de molinos de harina, azúcar y algodón y
exportaba sus productos hacia el norte Panamá, y hacia el sur, a Lima.
Al sur de la capital, el producto más destacado era el vino, cuya importancia sólo
era superada por la plata —aunque a gran distancia— como motor de la economía peruana.
En el siglo XVI, las cepas andaluzas, sobre todo de Málaga, se exportaron con la bendición
oficial hacia Perú, donde comenzaron a ser cultivadas por esclavos negros en el valle del
Pisco, Ica y Nozca, produciendo vinos de gran calidad y una variante local conocida como
pisco. La producción era abundante y se vendía más allá de los límites de Perú, en Chile,
Nueva Granada, Tierra Firme, América Central y México, donde se intercambiaba por la
seda mexicana. Muy pronto quedaron atrás los días en que la flota de Tierra Firme
81
Descripción del Virreinato del Perú, p. 59.
82
Peter Bakewell, Silver and Entrepreneurship in Seventeenth-Century Potosí. The Life and Times of Antonio
López de Quiroga, Albuquerque, N.M., 1988, pp. 151, 172-177 (hay trad. cast.:Plata y empresa en el Potosí
del siglo XVII, Pontevedra, 1988).
83
Hermer, «El Callao (1615-1618)» p 151 n 125 Rosenblat, La población indígena y el mestizaje en
América, p 225, menciona unas cifras mucho más altas para la población de Lima en 1630, tomando tal vez
una zona más amplia: 25.000 blancos, 30.000 negros y 5.000 indios
84
Borah, Early Colonial Trade and Navigation between México and Perú, p. 124.
85
Robert G. Keith, Conquest and Agrarian Change: The Emergence of the Hacienda Syst on the Peruvian
Coast, Cambridge, Mass., 1976; Manuel Burga, De la encomienda a la hacienda capitalista. El Valle de
Jequetepeque del siglo XVI al XX, Lima, 1976.
86
Rowe, «The Incas under spanish Colonial Institutions», pp. 179-183.
87
Magnus Mórner, «Economía rural y sociedad colonial en las posesiones españolas de Sudamérica»,
Historia de América Latina III, pp 122-147.
88
Luis Miguel Glave y Maria Isabel Remy, Estructura agraria y vida rural en una región andina:
Ollantaytambo entre los siglos XVII y XIX, Cuzco, 1983, pp. 80-87, 94-96.
89
Ibid, pp. 146, 150-151.
90
Pablo Macera, Instrucciones para el manejo de las haciendas jesuitas del Perú (ss. XVIII), Nueva Crónica,
vol. II, fase. 2, Lima, 1966, pp. 16-23; esta es una colección de instrucciones a los administradores de las
propiedades jesuitas, precedida de una buena introducción; Nicholas P. Cushner, Lords of the Land. Sugar,
Wine and Jesuit Estates of Coastal Perú, 1600-1767, Albany, N.Y., 1980, pp. 28-29.
91
Macera, Instrucciones, pp. 32-49; Cushner, Lords of the Land, pp. 113-134.
92
Sin embargo, durante el período colonial existió un núcleo de artesanos peruanos, del que formaban parte
indios, mestizos y negros, y que ha sido bien estudiado por Emilio Harth-Terré, Artífices en el virreinato del
Perú, Lima, 1945, El indígena peruano en las bellas artes virreinales, Cuzco, 1960; y con Alberto Harth-
Terré, Márquez Abanto. Perspectiva social y económica del artesano virreinal en Lima, Lima, 1963.
93
Rowe, «The Incas under Spanish Colonial Institutions», pp. 177-179; F. Silva Santisteban, Los obrajes en
el virreinato del Perú, Lima, 1964.
94
Luis Miguel Glave, Trajinantes: caminos indígenas en la sociedad colonial, siglos XVI/XVII, Lima, 1989,
pp. 37, 84.
95
Ibid., pp. 161, 174-175, 275-276.
96
Véase infra, pp. 303-307.
97
Helmer, «Le Callao (1615-1618)», pp. 160-162.
98
Ibid., pp. 171-172.
mercancías. Por otro lado, reflejaba el desarrollo cada vez mayor de Perú: el comercio
costero e intercolonial era mucho más activo que el tráfico a Panamá, signo de que la
colonia reducía cada vez más su dependencia con respecto al tráfico transatlántico. La
economía peruana era autosuficiente y durante el siglo XVII se expansionó con
independencia de la economía española y consiguió sobrevivir sin la producción masiva de
plata que exigía España. Poseía sus propios motores comerciales, uno de los cuales era la
plata, pero incluso en el sector minero Perú comenzaba a quedarse para sí una parte cada
vez mayor de la producción.
Potosí era una creación española, no inca. Situado a gran altura en los Andes, su
extraordinaria elevación hacía que la minería fuera posible y trágica al mismo tiempo,
posible porque esa situación eliminaba las dificultades de la inundación y el drenaje, que
era uno de los mayores problemas de la minería del Nuevo Mundo, y trágica porque el
esfuerzo que tenía que realizar la mano de obra en una atmósfera en la que escaseaba el
oxígeno —el cerro de Potosí estaba situado a más de 5.000 metros de altura sobre el nivel
del mar— era demasiado intenso incluso para los indios del altiplano, que se veían
obligados a trabajar en una altitud que estaba por encima de su capacidad física. Potosí se
erigió sobre los cimientos de la plata extraída tan costosamente para convertirse en la
ciudad más importante de América y de todo el mundo hispánico, con una población que
pasó de 120.000 almas en 1580 a 160.000 en 1650. 99 A los ojos de los moralistas, Potosí
era una Babilonia monstruosa del Nuevo Mundo, que satisfacía tanto el vicio a gran escala
como la demanda de plata europea. Y en verdad, muchos de sus habitantes eran parásitos
que vivían gracias a los préstamos y a su ingenio. Como escribió un observador a Felipe II
en 1595, «hay tres mil personas entre españoles, portugueses y de otras naciones, los dos
mil gente moza, baldía y desocupada, que no tiene otro oficio que jugar, beber, adulterar,
robar y matar». 100 Allí, al igual que en México, los beneficios más sustanciosos de la
actividad minera no iban a parar a manos de los propietarios de las minas, sino a las de
aquellos que podían financiar la mano de obra y los costos de funcionamiento, en esencia,
los capitalistas de Lima.
A diferencia de México, donde el real de minas era un conjunto de minas granjas y
ranchos estrechamente interconectados, los asentamientos mineros peruanos, debido a que
estaban situados a gran altura, en un clima frío y un suelo árido, carecían de la base natural
necesaria para la aparición de centros satélites de suministro en las cercanías inmediatas.
Así, era necesario transportar los alimentos y otros suministros desde fuera, a veces
recorriendo grandes distancias. Los indios de la mita llevaban consigo sus propios
productos, «chuño» (patatas congeladas secas) y coca. Por lo demás, había que transportar
los suministros de alimentos y las maderas necesarias para la mina desde los valles lejanos
de Yungas, especialmente de Cochabamba, o desde las regiones agrícolas de las laderas
occidentales de los Andes, como Arequipa. Las mulas necesarias para el trabajo de las
minas se llevaban desde el noroeste, del Río de la Plata, y Tucumán y Santa Cruz de la
Sierra enviaban también trigo, frutas y algodón, mientras que de las lejanas pampas
99
Lewis Hanke, The Imperial City of Potosí. An unwritten chapter in the history of Spanish America, La
Haya, 1956, pp. l, 3; sobre Potosí, véase también la crónica monumental de Bartolomé Arzáns de Orsúa y
Vela, Historia de la Villa Imperial de Potosí. Lewis Hanke y Gunnar Mendoza, eds, 2 vols, Providence, R.I.,
con importantes estudios introductorios por parte de los editores.
100
Citado por Maria Helmer, «Luchas entre vascongados y “vicuñas” en Potosí», Revista de Indias, XX
(1960), pp 185-195, un buen estudio de los conflictos sociales en Potosí a través del análisis de la obra de
Alberto Crespo Rodas, La guerra entre vicuñas y vascongados, Potosí 1622-2625, Lima 1965, y Gunnar
Mendoza, L., Guerra civil entre vascongados y otras naciones de Potosí. Documentos del archivo nacional
de Bolivia, 1622-1641, Potosí, 1954. Véase también Gwendolin B. Conn «Suplí and transportation for the
Potosí mines, 1545-1640», Hispanic American Historical Review, XXIX (1949), p 25-45.
procedían las pieles y el sebo, que también eran suministrados por Chile y el norte de Perú.
Para la importación de productos peruanos, americanos y europeos, entre ellos el vital
suministro de mercurio, Potosí dependía del puerto de Arica, situado a unos 700 kilómetros
de distancia, y del sistema de transporte controlado por Arica, 2.000 mulas y 12.000 llamas
a cuyos lomos se transportaban el mercurio y las mercancías, así como la plata que se
exportaba, y Arica desarrolló en sus proximidades un activo sector agrícola que proveía
forraje para los animales de carga.
La producción argentífera de Potosí alcanzó su punto máximo hacia finales del
siglo XVI. Gracias, en parte, a la mano de obra barata y a los nuevos métodos de procesar
el mineral con mercurio, la producción empezó a aumentar desde mediados del decenio de
1570. Las exportaciones registradas hacia España se multiplicaron por cuatro, pasando de
4,6 millones de pesos en el quinquenio 1571-1575, a 19,1 millones en el de 1581-1585 y a
23,9 millones en el de 1591-1595. La producción de plata alcanzó el máximo en 1592,
cuando el Cerro Rico de Potosí rindió una cifra récord de 7,7 millones de pesos, lo que
equivalía aproximadamente al 44 por 100 de los gastos anuales de la corona en España y
Europa a mediados del decenio de 1570. Desde los primeros años de la década de 1590, la
producción tendió a decrecer, aunque el declive no fue catastrófico; la producción de plata
disminuyó de 4.753.179 pesos en 1600, a 2.952.562 en 1650. Hubo un período de
estabilización en 1660-1690, en que se mantuvo una producción muy uniforme, alcanzando
1.319.420 pesos hacia 1700, y sólo hacia 1710 el volumen de plata registrado en el tesoro
de Potosí descendió a los niveles de principios del decenio de 1570. Mientras tanto, incluso
en la segunda mitad del siglo XVII, era posible obtener beneficios en la extracción y
refinado, como lo demostró Antonio López de Quiroga, cuyas actividades produjeron entre
la séptima y la octava parte de la producción de plata de Potosí y cuyo éxito se debió a la
perseverancia, a la capacidad de dirección y a sus dotes para reducir costes, invertir
sabiamente e integrar sus operaciones. 101 A partir de 1590, la producción de plata se
estabilizó, aunque el nivel de producción fue bastante elevado hasta 1650. López de
Quiroga demostró que, incluso en un momento en que existían problemas en la minería era
posible continuar la actividad y mantener la producción y la rentabilidad. En la segunda
mitad de la centuria, aunque la producción disminuyó, la tendencia fue más de recesión
gradual que de hundimiento absoluto. La recesión minera en Perú se produjo más tarde que
en México y fue mucho menos dura. Los factores que afectaban a la producción eran
similares en ambas colonias, pero menos agudizados en Perú. En primer lugar, se
plantearon una serie de problemas y aumentaron los costes. El agotamiento de los filones
accesibles obligó a realizar las extracciones de mineral a mayor profundidad, lo que
planteaba mayores problemas técnicos, que la industria no estaba equipada para resolver.
En las galerías más profundas se obtenía un tipo de mineral que necesitaba un tratamiento
más complejo para poder obtener toda la plata que contenía, y esto quedaba fuera del
alcance de los conocimientos geológicos de los mineros peruanos. En esa situación de
estancamiento técnico, para aumentar la producción había que ampliar la superficie de la
explotación minera. El descubrimiento de los ricos filones de Oruro en 1608 compensó el
estancamiento de Potosí, hasta que las nuevas minas comenzaron a sufrir problemas
parecidos. La tendencia a la baja de Potosí se compensó con los nuevos hallazgos de
Chocaya y Caylloma en el decenio de 1630 y, asimismo, en Carangas y Chucuito, pero en
ellos, como en Oruro, pronto se agotaron las vetas más ricas y más accesibles. La
extracción de mineral a mayor profundidad suponía mayores costes para conseguir un
menor rendimiento y a ello se añadía el problema del suministro de mercurio.
101
Bakewell «Registered Silver Production in the Potosí District, 1550-1735», Jahrbuch für Geschichte von
Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, 12 (1975), pp. 67-103, y Silver and Enterpreneurship in
Seventeenth-Century Potosí, pp. 16, 154-155, 164
La gran expansión de la producción de plata a finales del siglo XVI fue posible
gracias a la introducción del patio, o amalgama, en Potosí hacia 1580, una innovación que
se vio alentada por el gran rendimiento de la mina de mercurio de Perú en Huancavelica. 102
Entre 1559 y 1660, Huancavelica produjo 21,8 millones de toneladas de mercurio, frente a
15,1 millones de toneladas que se importaron desde Europa (principalmente desde
Almadén). 103 Sólo durante los años de crisis de 1606-1610, 1621-1625, 1626-1630 y 1631-
1635 descendió la producción de Huancavelica hasta el punto de no superar las
importaciones europeas, pero incluso en esas ocasiones no quedó muy rezagada. Pero las
minas de plata del Alto Perú necesitaban al menos 6.000 quintales de mercurio al año,
5000 para Potosí y el resto para las minas pequeñas. Y a partir de 1595,la producción de
Huancavelica comenzó a fluctuar. Algunos de sus problemas eran típicos de la minería del
mercurio: los mineros eran pequeños operadores que necesitaban cobrar rápidamente por el
producto de su trabajo, pero la compra y venta del mercurio era un monopolio estatal y en
ocasiones el Estado s atrasaba varios años en los pagos, lo que obligaba a los mineros a
recortar la producción. Por lo demás, los problemas de la industria eran los mismos que los
de la minería de plata: crecientes dificultades técnicas, costes en aumento e,
inevitablemente, disminución de la mano de obra por efecto de la mortandad, el absentismo
y la competencia de otros sectores. El trabajo en Huancavelica entrañaba riesgos
especiales, sobre todo el de intoxicación por el mercurio y el indio mitayo podía
considerarse afortunado si continuaba vivo después de haber trabajado en sus galerías
subterráneas. 104 La brutal explotación de la mano de obra india suscitaba ocasionalmente la
preocupación de oficiales, representantes de la Iglesia y personas con sentimientos
humanitarios. Aunque sus intervenciones eran transitorias y, en conjunto, no servían para
mucho, a veces afectaban a la producción a corto plazo, como ocurrió en 1591-1610,
cuando la producción disminuyó en un 50 por 100 debido en gran medida a las reformas
introducidas por el virrey Velasco. 105 En el segundo decenio del siglo XVII aumentó la
producción y, aunque volvió a descender en 1626-1630, luego se mantuvo. Sin embargo,
con la excepción de los años 1651-1660, nunca volvió a alcanzar la cota máxima del siglo
XVI y a partir del decenio de 1650 descendió aún más. En las postrimerías de la centuria
estaba estancada de nuevo y mostraba una tendencia a la baja. Huancavelica continuó
siendo un gran azote para las comunidades andinas. Pero, además, los indios sufrían
también el acoso de Potosí, otro explotador de la escasa mano de obra.
Hasta el decenio de 1560, las minas peruanas funcionaron con mano de obra más o
menos libre, atraída hacia la mina por el dinero fácil y los buenos beneficios. En algunos
casos, los indios eran enviados por sus jefes para que ganaran la plata suficiente que les
permitiera pagar el tributo de la comunidad. Cuando comenzó a disminuir el mineral con
alto contenido de plata y las minas se hallaban a mayor profundidad y rendían menos
beneficios, el trabajo comenzó a ser más exigente y los salarios más reducidos y los indios
lo abandonaron. Para revitalizar la industria, aprovechar el nuevo proceso de refinado
mediante amalgama y evitar que cayeran los ingresos de la corona, el virrey Francisco de
Toledo instituyó la mita en los primeros meses de 1573. Era este un sistema de mano de
102
Guillermo Lohmann Villena, Las minas de Huancavelica en los siglos XVI y XVII, Sevilla, 1949.
103
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, p. 118
104
Mientras que en 1596 se utilizaban 1.300 indios de mita en Huancavelica, apenas 620 un siglo después, lo
que indica que se había producido una importante despoblación; v Bargalló, La minería y la metalurgia, p.
257, y Arthur P. Whitaker, The Huancavelica Mercury Mine. A Contribution to the History of the Bourbon
Renaissance in the Spanish Empire, Cambridge, Mass., 1941, p. 15.
105
Lohmann Villena, Las minas de Huancavelica, pp. 180, 207, 354-360; véase también Carlos Contreras, La
ciudad del mercurio: Huancavelica, 1570-1700, Lima, 1982.
obra india forzosa, según el cual cada año un número de indios tenía que ir forzosamente a
trabajar a las minas. La mita produjo la revitalización de la industria minera y alentó a los
azogueros, dueños de las minas, a reanudar sus actividades. Pero el coste fue enorme. En
primer lugar, al garantizar a los azogueros una mano de obra obligada, la corona creó una
clase privilegiada en Potosí, aceptando, de hecho, compartir costes y beneficios con ella: la
corona aportaría el mercurio y la administración de la mita y los azogueros harían
funcionar las minas y los molinos. En segundo lugar, el aumento de la producción hubo de
ser pagado por los indios en forma de trabajo: los ingresos de la corona y los beneficios
privados eran antes que el bienestar de los indios. Los trabajadores forzados eran la mano
de obra sin cualificar, a la que se encargaba especialmente el transporte del mineral a la
superficie, por una pobre recompensa, mientras que los trabajadores asalariados, los
«mingas», realizaban las tareas más especializadas y rentables.
Los trabajadores de las minas de Potosí se reclutaban forzadamente entre los 119
poblados indios de la zona montañosa existente entre Cuzco y Tarija. Esta, la célebre mita
de Potosí, aportaba, según el sistema establecido, unos 4.500 obreros que trabajaban por un
período de 4 meses, es decir, 13.500 al año, que procedían de una reserva de 86.000
hombres. 106 Era una carga aplastante para la zona y contribuyó también a despoblar las
comunidades indias. Es cierto que sólo afectó a una parte limitada de la población india, y
que cada individuo sólo trabajaba 4 meses en un período de siete años. Pero era una
experiencia traumática que destruía unos cuerpos ya debilitados por la malnutrición. Los
indios, que trabajaban bajo tierra —donde en ocasiones permanecían ininterrumpidamente
de lunes a sábado, e incluso se les obligaba a trabajar en domingo— en una atmósfera en la
que escaseaba el oxígeno y que estaba cargada de anhídrico carbónico, húmeda y calurosa,
eran azotados por los capataces para que cumplieran el trabajo asignado y finalmente salían
al exterior tambaleándose y sudando, donde las temperaturas estaban por debajo de cero.
Los indios supieron desarrollar sus propios mecanismos de resistencia y de
supervivencia y muchos huían de las aldeas a las que habían sido asignados para refugiarse
en las provincias «libres» o en las ciudades. Pero muchos permanecían en sus casas y
realizaban otras actividades económicas que les permitían conseguir la plata suficiente para
liberarse del trabajo forzado en la mina, pagando a los patronos el equivalente del salario
de un trabajador libre. Así, en muchos casos, la mita era entregada a los azogueros no en
forma de indios reclutados forzadamente, sino en plata —7 pesos a la semana por cada
mitayo, o 112 pesos por cuota anual—, que se utilizaba para encontrar sustitutos en el
mercado libre de trabajo o, simplemente, como una alternativa a la minería. En un período
de costos crecientes y de beneficios en descenso, muchos propietarios de minas preferían
abandonarlas y vivir de los ingresos que obtenían de sus «indios de faltriquera», como se
les llamaba. Hacia 1660, las entregas en plata por concepto de la mita totalizaban 587.000
pesos al año, mientras que la suma que obtenía la corona de la producción de Potosí no
superaba los 300.000. 107 Por consiguiente, la mita de Potosí se transformó en un impuesto
metálico que no beneficiaba a la corona sino a los azogueros. El elemento clave en esa
operación eran los jefes indios, los kurakas, responsables de recaudar el dinero y de
organizar sus comunidades para conseguirlo. Hasta cierto punto, los kurakas se integraban
en el sistema de explotación, aunque también ellos eran víctimas de la tortura y la
extorsión cuando no entregaban el dinero a los propietarios de las minas. Pero los indios no
eran víctimas pasivas de la colonización española, sino que aprendieron a explotar la
competencia que existía por obtener su fuerza de trabajo y aprovechaban la oportunidad
106
Existen dos excelentes trabajos sobre la mita: Bakewell, Miners of the Red Mountain; Jeffrey and Cole,
The Potosí Mita 1573-1700: Compulsory Iridian Labor in the Andes, Stanford, Caloforina, 1985
107
Cole, The Potosí Mita, pp. 39, 44-45, 148-149, n. 54.
corona advirtió oficialmente a los encargados del ensaye en Potosí. La reacción del virrey,
el marqués de Mancera, fue la reacción típica de quien pretende mantener el statu quo:
prefirió no presionar en exceso sobre los intereses locales. Advirtió que si se removían los
problemas en Potosí tal vez se ahuyentaría a quienes vendían plata adulterada a la ceca,
que en muchos casos eran los mismos que concedían créditos a las minas y eso
interrumpiría las actividades y provocaría tumultos en las calles. Pero el Consejo de Indias,
impulsado por el rechazo de las monedas de Potosí en España y por los acreedores
españoles en Europa, insistió en perseguir a los culpables. Un nuevo presidente de la
Audiencia de La Plata, Francisco de Nestares Marín, sacerdote y antiguo inquisidor en
España, tomó las medidas necesarias para restaurar el valor de la moneda de Potosí e
impuso multas a tres comerciantes de La Plata, responsables de la adulteración. En 1650,
ordenó dar garrote al principal culpable, Francisco Gómez de la Rocha, autor de los «pesos
rochunos». La corona española no se podía arriesgar a comprometer su credibilidad
financiera en Europa, pero en el Alto Perú esa inusual alteración del consenso sólo sirvió
para enajenar a numerosos grupos de intereses locales. 111 El presidente Nestares Marín
murió la misma noche que Francisco de la Cruz, también en circunstancias sospechosas.
Un tercer aspecto objeto de conflictos y compromisos coloniales es el de los cargos
públicos. La presión de los peruanos para participar en la administración y la necesidad del
gobierno de obtener fondos encontraron solución en venta de oficios. Desde el decenio de
1630, los americanos tuvieron la oportunidad de acceder a diversos cargos, si no por
derecho, mediante compra o en beneficio. En efecto, la corona comenzó a vender cargos en
la administración de hacienda en 1633, corregimientos en 1678 y cargos de oidores en las
audiencias en 1687. 112 Los peruanos aprovecharon esas oportunidades con efectos
evidentes: la venta de cargos daba a quienes los compraban una cierta independencia en la
administración y tendía a eliminar el aislamiento con respecto a la sociedad local que la
corona deseaba para su burocracia colonial. Y si la «peruanización» de la burocracia fue
una victoria para las élites criollas, fue también un nuevo golpe para las comunidades
étnicas y para aquellos grupos que ponían a contribución sus tributos y su mano de obra,
cada vez más indefensos en el nuevo sistema. La venta de cargos fiscales a partir de 1633
diluyó la autoridad real en el aspecto en que era más importante. En Perú, los oficiales del
tesoro no actuaban como ejecutivos del gobierno imperial, sino como mediadores entre las
exigencias financieras de la corona y la resistencia de los contribuyentes. Se estableció una
alianza no expresa entre los oficiales regionales y los intereses locales —comerciantes,
propietarios de minas y otros hombres de negocios— que dominó la hacienda, y la
consecuencia fue que se relajó el control imperial, aumentaron las oportunidades de fraude
y de corrupción y disminuyeron las remesas a España. 113
La caída de la producción de plata y la recesión del comercio transatlántico durante
la primera mitad del siglo XVII causaron la reducción de los ingresos del tesoro de Lima.
Se manifestó una continuada tendencia a la baja en las remesas enviadas a España, de 379
millones de pesos en 1601-1610, a 33,7 millones en 1641-1650 y 24 millones en 1681-
1690, tendencia sólo ocasionalmente interrumpida con ocasión de alguna extorsión fiscal
111
Arzáns, Historia de la Villa Imperial de Potosí, II, pp. 190-191; Guillermo Lohmann Villena, «La
memorable crisis monetaria de mediados del siglo XVII y sus repercusiones en el virreinato del Perú»,
Anuario de Estudios Americanos, 33 (1976), pp. 579-639; Bakewell, Silver and Entrepreneurship in
Seventeenth-Century Potosí, pp. 36-42; Glave, Trajinantes, pp. 182-191.
112
Alfredo Moreno Cebrián, «Venta y beneficios de los corregimientos peruanos», Revista de Indias, 36,
143-144 (1976), pp. 213-246.
113
Kenneth J. Andrien, «The Sale of Fiscal Offices and the Decline of Royal Authority of the Viceroyalty of
Perú, 1633-1700», Hispanic American Historical Review, 62, 1 (1982),pp. 49-71.
excepcional. 114 El intento del gobierno colonial de conseguir ingresos sin suscitar el
rechazo de los contribuyentes locales indujo a recurrir al crédito, a recortar fondos que
normalmente se enviaban a España, a la venta de juros, títulos de propiedad de la tierra y
cargos públicos, y todo ello mientras el clero, los terratenientes, los comerciantes y otros
grupos de élite evadían en gran medida los nuevos impuestos. Estas medidas desesperadas
no eran necesariamente signos de depresión económica. Los azogueros seguían obteniendo
beneficio del pago de la mita en dinero, y los corregidores del fraude de los ingresos en los
tributos. Por su parte, los encomenderos se convirtieron en hacendados, consolidando y
racionalizando sus propiedades, que convirtieron en empresas comerciales. El descenso de
los precios no era un síntoma de estancamiento, sino consecuencia de una importante
producción agrícola impulsada por la demanda del mercado. 115 En cuanto a los
comerciantes, Lima era todavía un centro de comercio ultramarino, un lugar donde todavía
se podían obtener beneficios y decidir inversiones. En resumen, las élites locales, que
durante mucho tiempo se habían ocupado de acumular capital, ahora intentaban protegerlo
frente al recaudador de impuestos y estaban más interesados en el gasto público en Perú
que en que se enviara dinero a España.
Por consiguiente, la crisis fiscal no fue consecuencia de la depresión económica,
sino de la desorganización fiscal y administrativa 116 . La corona socavó totalmente la
eficacia de su propia burocracia financiera cuando en 1633, y bajo la presión de Felipe IV
y Olivares, necesitados urgentemente de dinero, aprobó la venta sistemática de todos los
altos cargos de la hacienda, permitiendo así que ésta quedara en manos de oficiales
corruptos e inexperimentados con estrechos vínculos con la sociedad local. 117 Esta fue la
razón por la que el estado colonial comenzó a desfallecer en Perú, a medida que los criollos
compraron cargos en el seno de la administración financiera, establecieron redes familiares
y políticas y se integraron en grupos de intereses locales. El proceso tuvo también
consecuencias para la sociedad india, que se enfrentaba ahora a una alianza de burócratas,
corregidores e intereses mineros y terratenientes. Mientras los virreyes se veían atrapados
entre la preocupación por conseguir ingresos y el temor a provocar una rebelión, a los
oficiales locales les correspondía intentar mantener una situación de consenso, apaciguar a
quienes buscaban mano de obra y excedentes, ignorar la presión sobre los recursos indios
y, al mismo tiempo, llenar sus propios bolsillos. Evitaban el enfrentamiento y el conflicto,
pero a expensas del control imperial, y, al recurrir a la venta de tierras, juros y cargos
obtenían ciertamente algunos ingresos, pero el precio a pagar por ello eran la solvencia y el
buen gobierno. Después de un descenso gradual de los ingresos de la corona en la primera
mitad de la centuria, se produjo una fuerte caída a partir de 1660 aproximadamente y las
remesas de plata que se enviaban desde Lima hasta Sevilla disminuyeron de 14,8 millones
de pesos en 1631-1640, a 1,2 millones en 1681-1690. 118
El volumen de los envíos desde Perú a España dependía no sólo de los ingresos,
sino también de los gastos de la corona. A pesar de la disminución gradual de la
producción de plata en Potosí desde 1640, seguía siendo suficiente para permitir que el
114
Andrien, Crisis and Decline, p. 34. Los impuestos sobre la plata eran la fuente principal,
aproximadamente el 55 por 100, de los ingresos de la corona en Potosí: TePaske, «The Fiscal Struture of
Upper Peru and the Financing of Empire», pp. 69-94.
115
Glave y Remy, Estructura agraria y vida rural en una región andina, pp. 140-160; Glave, Trajinantes,
pp. 207-213.
116
Andrien, Crisis and Decline, pp. 74-75.
117
Ibid., pp. 103-104, 115-116; Glave, Trajinantes, pp. 193-194.
118
Andrien, Crisis and Decline, p. 67.
tesoro real siguiera ingresando sumas importantes. 119 Entre 1561 y 1700, el Alto Perú
envió a Lima más de 200 millones de pesos, suma que utilizó el virrey para hacer frente a
los gastos locales, enviando luego los excedentes a España. Hacia 1650, comenzaron a
disminuir los envíos de dinero del Alto Perú, primero lentamente y luego en una cuantía
importante, cuando empezó a bajar la producción minera y a subir los gastos. Las
consecuencias fueron graves para Lima, pero más aún para España. Entre 1591 y 1600, las
remesas enviadas a España desde Lima ascendieron a 20 millones de pesos, una media de 2
millones de pesos al año. En el período 1600-1650, se enviaron más de 70 millones de
pesos, algo menos de 1,5 millones de pesos anuales. «Pero 1650 marca el punto de
inflexión a partir del cual los envíos de plata desde Perú destinados a la corona comenzaron
a descender drásticamente.» 120 En efecto en la segunda mitad del siglo (entre 1651 y 1700)
las remesas de metales preciosos enviadas desde Perú a España sólo totalizaron 16
millones de pesos, con una media anual de unos 320.000 pesos, es decir, menos de la
cuarta parte de la suma que se enviaba en los 50 años anteriores. Dos razones explican ese
hecho: por un lado, Lima obtenía menos ingresos del Alto Perú y, por otro, los costes
administrativos y de defensa del virreinato aumentaron de forma vertiginosa. En el siglo
XVII, la necesidad de fortalecer la defensa imperial determinó importantes aumentos de los
gastos militares y navales. En el período 1601-1650, se invirtieron en el virreinato 40
millones de pesos en materia de defensa, una media de 800.000 pesos al año, es decir, el 20
por 100 de los ingresos totales. Pero continuaron los envíos a España, a razón de 1,5
millones de pesos al año, suma que prácticamente doblaba la que se utilizaba en los gastos
militares. En el período 1650-1700, los costes de defensa aumentaron solamente 6 millones
de pesos en el virreinato, totalizando 45 millones de pesos, pero ese incremento coincidió
con el descenso de los ingresos del Alto Perú. Y mientras que los ingresos que obtenía el
erario de Lima de otras administraciones de hacienda descendió el 47 por 100 con respecto
a los 50 años anteriores, las remesas a España descendieron el 79 por 100. 121 Además, la
defensa no era el único capítulo de gastos locales, pues se invertían sumas adicionales en la
administración virreinal, en salarios, pensiones, mercedes y, sobre todo, en la compra de
mercurio. A pesar de que desde 1660 aproximadamente, el gobierno empezó a ver
disminuir sus ingresos, la administración virreinal gastaba un porcentaje cada vez mayor de
esos ingresos en Perú. Mientras que entre 1591 y 1600, la hacienda de Lima invertía en el
virreinato el 36 por 100 de sus ingresos, ese porcentaje aumentó hasta el 95 por 100 en los
años 1681-1690, en su mayor parte en la defensa y «situados», como la flota del Pacífico,
la construcción naval y las fortificaciones del estrecho de Magallanes, de Valdivia, Lima,
El Callao y, sobre todo, Panamá, que era el objetivo central de la actividad de los corsarios
en las últimas décadas de la centuria. 122 Así pues, un porcentaje muy elevado de los
ingresos peruanos se invertían en Perú. En cierta manera, la colonia se había convertido en
su propia metrópoli.
119
TePaske, «The Fiscal Structure of Upper Perú and the Financing of Empire», p. 75.
120
Ibid., p. 79; John J. TePaske y Herbert S. Klein, The Roy al Treasuries of the Spanis Empire in America, 3
vols., Durham, N.C., 1982, II, pp. 322-332
121
TePaske, «The Fiscal Structure of Upper Perú and the Financing of Empire», pp 78-80.
122
Andrien, Crisis and Decline, pp. 33-34.
El comercio interamericano
123
Manuel Moreyra y Paz-Soldán, Estudios sobre el tráfico marítimo en la época colonial, Lima, 1944, pp.
67-87.
124
Borah, Early Colonial Trade and Navigation between Mexico and Perú, p. 125.
125
Rodríguez Vicente, El tribunal del consulado de Lima, pp. 227-228.
126
Borah, Early Colonial Trade and Navigation between Mexico and Perú, pp. 80-95.
127
Ibid., pp. 95, 121.
128
William Schurz, The Manila Galleon, Nueva York, 1939.
la porcelana, los perfumes y las joyas chinas comenzaron a fluir hacia Acapulco, donde
encontraron un mercado bien dispuesto, porque el comercio de las Filipinas ofrecía el
suministro de productos suntuarios, e incluso de necesidades vitales de especias, hierro y
cobre, a unos precios muy por debajo de los productos importados desde España o incluso
de los más baratos —y más bastos— artículos procedentes de los obrajes mexicanos. Hacia
1590, en Perú se pagaba por los tejidos chinos la novena parte de lo que costaban los
tejidos españoles. El inicio del intercambio comercial entre Manila y Acapulco coincidió
con un notable incremento de la producción argentífera de Potosí, que inmediatamente
actuó a modo de imán. Los mercaderes peruanos tenían vedado el acceso directo a Oriente,
pero al disponer de mayores recursos de plata podían pujar más alto que los mexicanos por
las importaciones chinas en el mercado de Acapulco, para luego reexportarlas a Perú en
cantidades ingentes y crecientes. Hacia 1590, el valor del comercio entre México y Perú,
incluidas las reexportaciones de artículos chinos, ascendía a 2 o incluso 3 millones de
pesos al año. 129 El volumen del comercio había aumentado incluso en 1602, cuando el
cabildo de Ciudad de México afirmaba que todos los años iban a parar 5 millones de pesos
a las Filipinas y, por tanto, a China. La mayor parte de esa suma procedía de Perú, que
importaba casi toda la mercancía, por la que pagaba unos 3 millones de pesos. Para
entonces, México era simplemente un centro distribuidor para la reexportación de
productos orientales hacia Perú, y las manufacturas mexicanas —muchas de las cuales no
podían ser producidas en Perú— suponían tan sólo en torno al 10 por 100 del valor del
comercio. Ciertamente, una de las industrias mexicanas, la producción y manufactura de
seda, fue víctima de la competencia china, que, junto con la escasez de mano de obra india
y la política de la corona, acabaron por arruinar la industria.130
La misma prosperidad del nuevo comercio engendró una serie de problemas. El
gobierno imperial era consciente de la dependencia económica de Perú y se alarmó ante el
drenaje de plata hacia el Lejano Oriente. Los monopolistas españoles se sintieron
agraviados ante la competencia y la pérdida de mercado. Por consiguiente, los intereses
Peninsulares se conjugaron para recortar el comercio con las Filipinas y detener la
actividad de reexportación hacia Perú. 131 Su reacción debe ser contemplada en el contexto
del intento desesperado de los mercaderes españoles, en un período de recesión comercial,
de reservarse Perú, que era el mercado más valioso. Al mismo tiempo, intentaban también
cerrar una nueva brecha abierta en las defensas del monopolio, Buenos Aires y la ruta de la
pampa hacia Perú. 132 En 1593, se prohibió el envío de mercancías chinas a todas las
colonias con la excepción de México. Al mismo tiempo, restringió el comercio entre
México y las Filipinas a dos únicos barcos y se autorizó la importación de productos de
Manila por valor de 250.000 pesos al año y envíos de plata a las Filipinas por valor de
500.000 pesos. Estas disposiciones sólo sirvieron para desviar el comercio entre México y
Perú hacia los canales de contrabando, cuya actividad era tan intensa que la corona intentó
imponer ulteriores restricciones. Así, en 1604 redujo el volumen de los dos galeones de
Manila de 200 a 300 toneladas; se limitó el comercio entre México y Perú a 3 barcos
anuales de 300 toneladas, que podían transportar productos de México y Perú, pero no
efectivo, y los barcos sólo podían arribar a los puertos de Acapulco y El Callao. 133 Otros
decretos redujeron la navegación entre México y Perú a dos barcos anuales y
129
Borah, Early Colonial Trade and Navigation between México and Perú, pp. 116-124.
130
Borah, Silk Raising in Colonial México, pp. 85-101.
131
Borah, Early Colonial Trade and Navigation between México and Perú, pp.124-127.
132
Véase supra, pp. 234-235.
133
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1, p. 759.
134
Rodríguez Vicente, El tribunal del consulado de Lima, pp. 244-252, 270.
135
Eduardo Arcila Farías, Economía colonial de Venezuela, México, 1946, pp. 87-98; véanse también
Antonio Arellano Moreno, Orígenes de la economía venezolana, México, 1947, y Federico Brito Figueroa,
La estructura económica de Venezuela colonial, Caracas, 1963.
136
Eduardo Arcila Farías, Comercio entre Venezuela y México en los siglos XVII y XVIII, México, 1950, pp.
51-61, 72-73.
compras de cacao por parte de México totalizaron 321.792 reales y las de España (todos
los productos) descendieron a 44.400. En 1660, las exportaciones venezolanas a México se
cifraron en 572.720 reales y los envíos a España totalizaron tan sólo 61.650. Aunque a
partir de esta fecha aumentaron las exportaciones de cacao a España, fue mayor aún el
incremento de los envíos a México. En efecto, en el período de 1661-1700, México
importó 273.763 fanegas de cacao venezolano, un 200 por 100 de incremento con respecto
a los 40 años anteriores. 137 Entre 1684 y 1720, México fue prácticamente el único mercado
para Venezuela, porque el comercio con España se interrumpió casi totalmente, no sólo por
lo que respecta al cacao sino también a los cueros y el tabaco, que los holandeses
transportaban directamente a Europa. En el último decenio del siglo XVII, en tanto que
México consumió 108.801 fanegas de cacao venezolano por un valor de 17 millones de
reales, las compras españolas por todos los productos apenas alcanzaron los 2 millones de
reales. 138
La única competencia para Venezuela podía proceder de Guayaquil, donde la
producción de cacao aumentó en el mismo período. Pero Venezuela salió vencedora en el
enfrentamiento por el dominio del mercado mexicano, gracias en parte al apoyo de España.
La política de la corona, dentro de los límites de su poder efectivo, era la de regular el
comercio intercolonial de manera que hubiera una distribución de actividades y mercados y
que ningún monocultivo colonial quedara excluido totalmente. Así, al igual que
desalentaba las exportaciones de azúcar de México, que podía desarrollar actividades
alternativas, para proteger a las islas del Caribe, también puso trabas a las exportaciones de
cacao de Guayaquil, para favorecer a Venezuela. 139 Al actuar así, la corona fomentó el
crecimiento de Venezuela, de manera que llegó un momento en que apenas tenía necesidad
de España. Entonces, la colonia desarrolló su modesta economía con independencia de la
metrópoli, recibiendo plata de México, que reinvertía en sus plantaciones y en su marina
mercante, y generando ingresos suficientes para costearse su administración y su defensa.
La autonomía colonial
El crecimiento del comercio intercolonial a principios del siglo XVII exigió, como
requisito previo, el desarrollo de las economías coloniales por lo que respecta a los
productos agrícolas, la viticultura y las manufacturas locales, actividades que generaron un
excedente suficiente para exportar a otras colonias y establecer una división intercolonial
del trabajo. El capital se acumuló también y se exportó para realizar compras en otras
colonias. Por ejemplo, Perú exportó capital para pagar las importaciones procedentes de
México y, a través de México, los productos chinos. El monopolio español tenía que contar
con todos esos fenómenos. El desarrollo de las economías independientes en América fue
una amenaza permanente para Sevilla, que tuvo que modificar el monopolio. Esta es la
razón por la que algunos mercaderes españoles intentaron participar en el comercio
intercolonial, con el objeto de diversificar sus inversiones. Finalmente, el comercio
colonial fue una consecuencia del crecimiento demográfico de las colonias, del aumento
del mestizaje y de la recuperación de la población india desde aproximadamente 1630.
Además, los indios estaban ahora más integrados en la economía colonial como
proveedores de mano de obra y consumidores de distintos bienes y, por su parte, también
137
Ibid., pp. 106, 134-135.
138
Ibid., p. 56.
139
Ibid., pp. 195-216, 249-278.
tenían que ajustar su producción para poder pagar el tributo y atender las restantes
obligaciones.
La intensificación del comercio directo, la expansión del comercio colonial y la
penetración del mismo centro neurálgico de la carrera de las Indias por comerciantes
americanos son indicadores de la creciente libertad de América con respecto al control
monopolístico y de un nivel importante de autonomía colonial en el ámbito económico. No
hay que confundir cambio económico con depresión económica. La producción minera no
se había hundido en México ni en Perú y si había terminado el primer período de apogeo,
lo cierto es que todavía podían obtener buenos rendimientos.140 La agricultura no se
estancó en un nivel de mera subsistencia; tanto en México como en Perú, la
comercialización y la producción para los mercados regionales estimularon el uso de la
tierra y la inversión en haciendas. En el sector público, los ingresos fiscales hacen pensar
más en el crecimiento que en la depresión. 141 Sin duda, la extorsión fiscal más que el
crecimiento económico explica el incremento de los ingresos impositivos a corto plazo.
Pero el aumento de ingresos a través de un período largo, incluido el de los impuestos que
gravan la producción, sólo puede producirse si la economía es capaz de sostenerlo. No sólo
estaba modificándose el volumen de ingresos coloniales sino también su destino. Cuando
en una colonia no hay excedentes para la metrópoli, o si los hay están en descenso, no
necesariamente ha de hablarse de depresión económica, sino que es posible que la colonia
esté alcanzando un cierto grado de crecimiento autónomo y de libertad con respecto al
control monopolístico. Hubo un período entre 1650 y 1750 en que la América española
atravesó por una situación de estas características, en que los ingresos de las colonias se
invertían en la administración, la defensa y los servicios coloniales, y en que las colonias
más importantes asignaban subvenciones a otras dependencias coloniales secundarias
cuyas economías no estaban relacionadas directamente con la metrópoli, sino más bien con
las de los donantes. El hecho de que los ingresos se gastaran en «colonias clientes», y no
en el lugar donde se originaban, no quita fuerza al argumento de la autonomía colonial. Lo
mismo cabe decir acerca de la expansión del comercio interregional. 142
Siendo cierto que la recesión de la producción minera y los costes de la
administración y la defensa local durante el siglo XVII recortaron los excedentes
coloniales, y que las colonias habían alcanzado un grado de autosuficiencia en la
agricultura y las manufacturas y mediante la inyección de plata en sus economías, ¿se
puede concluir a partir de ello que había disminuido la dependencia de las colonias con
respecto de la metrópoli? En primer lugar, es evidente que los ingresos públicos sólo eran
una parte de los beneficios que producía la minería y el comercio; los principales recursos
de capital estaban en manos privadas y su destino es más problemático. En segundo lugar,
es evidente también que el vínculo esencial a través del Atlántico se establecía con los
tejidos de calidad, quincallería, papel, esclavos y el crédito comercial y el capital que
140
Para un análisis útil de la situación de la investigación sobre la minería, véase Rosario levilla Soler,
«Minería americana y la crisis del siglo XVII. Estado del problema», Suplemento de anuario de Estudios
Americanos. Sección Historiografía y Bibliografía, 47, 2 (1900), pp, 61-81.
141
Las cifras de TePaske y Klein en The Royal Treasuries of the Spanish Empire in America, aunque han
sido objeto de críticas y de revisión en los últimos años, especialmente por lo que respecta al siglo XVIII
(véase Híspanic American Historical Review, 64, 2, 1984), siguen siendo un guía importante sobre las
tendencias relativas y siguen arrojando fructíferos resultados.
142
Este tipo de errores conceptuales pueden encontrarse en J. I. Israel, «The Seventeeenth-Century Crisis in
New Spain: Myth or Reality?», Past and Present, 97 (noviembre) pp. 144-156.
suministraban los comerciantes en Sevilla, de todo lo cual dependía la vida colonial. 143
Estos eran los artículos de precio elevado, más valorados en el comercio colonial y todos
los cuales procedían del exterior. Así pues, Sevilla continuó drenando plata de Perú y
México según el sistema monopolista. Naturalmente, muchos de esos productos no los
producían ni distribuían españoles, sino extranjeros y, en consecuencia, los beneficios iban
a parar también al extranjero, por consiguiente, aunque Sevilla continuó dominando el
comercio de las Indias en el papel de intermediario, la antigua metrópoli no era ya la única
en beneficiarse de sus colonias. Aunque la autosuficiencia fuera limitada y continuara la
situación de dependencia, esta no era igual que en el siglo XVI, sino menos completa y
permitía más opciones a las colonias. Hasta cierto punto, se invirtieron las condiciones y el
comercio de las Indias pasó a depender del capital americano. Por ejemplo, los
comerciantes peruanos se adaptaron al cambio; protegidos por su producción minera,
continuaron invirtiendo en el comercio transatlántico, pero al margen de las ferias oficiales.
Además, la América española no era simplemente una economía atlántica, sino que
contaba con un fuerte mercado interno. Las colonias se sustentaban gracias a la circulación
regional de mercancías. 144 Producían productos agrícolas locales y algunos productos
manufacturados, que vendían en otras regiones. Los mercados mineros de Potosí y
Zacatecas eran importantes centros de consumo, así como generadores de crecimiento. En
el siglo XVII, estos mercados regionales eran principalmente consumidores de productos
coloniales, siendo comparativamente escasas las manufacturas europeas. 145 El mayor
porcentaje de artículos que se consumían antes del siglo XVIII —productos textiles,
tabaco, productos alimentarios— procedían de las propias colonias. Perú alcanzó un
elevado grado de autosuficiencia y de integración regional. Así, en 1603 sólo el 9,5 por
100 de los productos que consumía Potosí procedían de fuentes no americanas, porcentaje
que sólo aumentó ligeramente durante los 150 años siguientes. 146 Naturalmente, el
desarrollo de los mercados internos no era incompatible con la participación de las colonias
en la economía atlántica. La América española poseía una economía dual: por un lado, era
un mercado interno; por otro, era productor de metales preciosos y consumidor de
productos europeos. Estas funciones eran complementarias y no se hallaban bajo el control
exclusivo del monopolio español.
El siglo XVII fue un período de transición en el mundo hispánico, en que se
diluyeron los controles imperiales, el gobierno colonial comenzó a adoptar posturas de
compromiso, las economías regionales absorbían sus propios beneficios y los criollos
entraron en posesión de lo suyo. En ese proceso, México Perú y las colonias secundarias
contribuyeron a crear un segundo imperio español, cuyas sociedades y economías se
habían emancipado de su primitiva independencia con respecto a España.
143
Carlos Sempat Assadourian, «La producción de la mercancía dinero en la formación del mercado interno
colonial. El caso peruano, siglo XVI», en Enrique Florescano, ed., Ensayos sobre el desarrollo económico de
México y América Latina, 1500-1975, México, 1979, pp. 232-235, 281-282.
144
Carlos Sempat Assadourian, El sistema de la economía colonial. Mercado interno, regiones y espacio
económico, Lima, 1982, pp. 85-88; Juan Carlos Garavaglia, Mercado interno y economía colonial, México,
1983, pp. 20, 382-383.
145
Se ha puesto en duda la tendencia hacia el comercio interregional en el siglo XVII. Se ha afirmado que
entre los decenios de 1630 y de 1670 se produjo una contracción de esa actividad comercial, incluso por lo
que respecta al comercio en Perú, México y las Filipinas, debido a la depresión de las economías mineras y a
la escasez de capital en las colonias; véase Murdo J. Macleod «España y América: el comercio atlántico,
1492-1720», en Bethell, ed., Historia de América Latina, II, pp 45-84. Esto puede ser cierto en el caso de
colonias secundarias de América Central, susceptibles de sufrir recesión incluso en los momentos de mayor
auge, pero no ha de aplicarse necesariamente a México o Perú, cuya «depresión» ha sido exagerada.
146
Sempat Assadourian, El sistema de la economía colonial, pp. 112, 278-293.
1
La obra tradicional sobre el reinado de Carlos II es la del duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, 2ª
ed , 2 vols , Madrid, 1954 Esta crónica, que relata año por año los acontecimientos políticos del reinado, es
casi ilegible, pero es el fruto de toda una vida de estudio y se basa en una documentación original a la que se
hace mención en el prologo La peculiar forma en que escrita esta obra es consecuencia, en parte, del hecho de
que toda la colección de libros, transcripciones y notas del autor fueron destruidos durante la Guerra Civil
Existen dos estudios anteriores del reinado muy inferiores Julián Juderías, España en tiempo de Carlos II el
Hechizado, Madrid, 1912, Ludwig Pfandl, Carlos II, Madrid, 1947 Todos ellos han sido superados por la
obra de Henry Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, 1665-1700, Londres, 1980.
Historia de España John Lynch
caritativas, pero para una gran parte del clero se trataba simplemente de una carrera. El alto
clero, cuyos miembros eran hijos de la aristocracia, compartía los ideales y las
características de su clase. En cuanto a la masa del bajo clero, en su mayor parte de origen
humilde, tenía pocas esperanzas de promoción, pero muchos habían entrado en el
sacerdocio para escapar a la miseria que existía fuera del claustro y cuando menos esto lo
consiguieron. La riqueza de la Iglesia procedía, en su mayor parte, de sus tierras y del
trabajo de otros, es decir, de las rentas y de los diezmos. Es difícil determinar la extensión
de las propiedades que controlaban las instituciones eclesiásticas. A mediados del siglo
XVIII, suponía, en Castilla, alrededor del 15 por 100 de la tierra, y el 24 por 100 de todas
las rentas agrarias. 5 Además de la tierra que poseía directamente en manos muertas, la
Iglesia contaba con el señorío eclesiástico, que le otorgaba jurisdicción señorial e ingresos
en las ciudades y tierras en ella comprendidas. Finalmente, como último baluarte, la Iglesia
contaba con su propio fuero, que daba al clero una amplia inmunidad frente a la
jurisdicción civil y le permitía defender sus intereses —y sus propiedades— en el marco
del derecho canónico y en tribunales eclesiásticos. 6
La omnipresencia del clero, su seguridad económica y las amplias prerrogativas
que le garantizaba el fuero engendraron un cierto anticlericalismo en el resto de la sociedad
y fueron objeto de enfrentamiento con el Estado. En las Cortes de 1621, Mateo Lisón,
representante de Málaga, denunció «los perjuicios de tantas fundaciones y capellanías, y
tanta acumulación de bienes raíces en el brazo eclesiástico». En 1626, las Cortes se
quejaron de los eclesiásticos que «iban metiendo poco a poco, con dotaciones, cofradías,
capellanías o compras, a todo el reino en su poder», y exigieron a la corona que pusiera fin
a la acumulación de propiedades en manos muertas, particularmente porque estaban
exentas de impuestos. Este tipo de críticas se generalizaron aún más en el reinado de
Carlos II. En su informe sobre la situación en Valladolid en 1683, en un momento de
graves dificultades económicas, un ministro de la corona afirmaba que
la parte más importante de los habitantes la forman los capítulos eclesiásticos
y demás clero de la Universidad, la Cancillería, el Colegio y la Inquisición, y de los 53
conventos de religiosos que hay allí, además de 17 parroquias y otros oratorios, todos
los cuales emplean a la gente únicamente para el servicio de sus ministerios ... Parece
7
que esta ciudad está compuesta solamente de consumidores.
Es cierto que Valladolid es un caso excepcional, en cuanto que centro de actividad
eclesiástica, y era fácil acusar a la Iglesia de unos problemas que la administración no
podía resolver. Sin embargo, el número de eclesiásticos en un país en el que faltaban, sin
ninguna duda, trabajadores productivos, llamaba necesariamente la atención de aquellos
ministros que buscaban soluciones para la penuria económica. Llevado de esa
preocupación, el gobierno de Carlos II tomó una medida sin precedentes y en 1689 dirigió
una circular a todos los obispos de España pidiéndoles que suspendieran temporalmente las
ordenaciones de sacerdotes:
El número de los que se han ordenado de primeras órdenes estos últimos años
es tan grande que apenas se halla mozo soltero en muchos lugares que no esté
ordenado de ellas; y muchos de crecida edad, después de haber enviudado, las
5
John Lynch, El siglo XVIII, Crítica, Barcelona, 1991, p. 242.
6
Véase Quintín Aldea, S. J., Iglesia y Estado en la España del siglo XVII (Ideario político-eclesiástico),
Comillas, 1961.
7
Citado por Henry Kamen, «The Decline of Castile: the last crisis», Economic History Review 2ª serie, XVII
(1964-1965), pp. 63-67, véase especialmente p. 70
procuran y consiguen, y casi todos las desean, para gozar del privilegio del fuero, vivir
8
con más libertad, excusarse de pagar los tributos y otros motivos temporales.
De hecho, la Iglesia no estaba totalmente exenta de impuestos. Sus servicios eran
indispensables para recaudar la cruzada, que sólo en la península rendía 800.000 ducados
de plata al año. Además, la Iglesia pagaba los tercios reales, Que eran un porcentaje de los
ingresos que obtenía de los diezmos, el subsidio, un impuesto anual sobre los bienes raíces,
que rendía 420.000 ducados, y el excusado, un tipo de diezmo, que producía 250.000
ducados. 9 El Papado concedió también una serie de impuestos oficiales sobre el clero
español, las décimas eclesiásticas, asignadas de tiempo en tiempo a necesidades de defensa
y que ascendían a varios centenares de miles de ducados. Finalmente, el clero estaba
sujeto, aunque con gran disgusto por su parte, al pago de los millones, aunque también en
este caso se necesitaba periódicamente el permiso del Papa, no siempre concedido con
entusiasmo. En 1656, se produjo una especie de revuelta del clero, encabezada por el
arzobispo Pedro de Tapia, de Sevilla, y por el obispo Juan de Palafox, de Osma, revuelta
que respondía a las peticiones constantes de dinero y a las acusaciones por parte del
gobierno de que el clero no contribuía a las necesidades nacionales. En el reinado de
Carlos II, el arzobispo de Toledo se negó taxativamente a que el clero de su jurisdicción
pagara los millones. Para entonces, la Iglesia se hallaba en mejor posición aún para
defenderse, porque el arzobispo de Toledo y los confesores reales ocupaban puestos
importantes en los diferentes consejos.
Sin embargo, la Iglesia no podía competir en privilegio y poder con la aristocracia
secular, que alcanzó ahora su mayoría de edad política, si no su madurez. La monarquía de
Carlos II era una especie de monarquía aristocrática, donde los grandes se reunían para
formar o derribar un gobierno sin tener en cuenta la voluntad real. En este reinado
aumentaron los miembros de la alta nobleza, a medida que un número cada vez mayor de
nobles, algunos de los cuales acababan de obtener esa condición, fueron promovidos a las
filas de la grandeza. Carlos II dobló el número de aristócratas castellanos titulados, creando
12 nuevos vizcondes, 80 nuevos condes y 236 nuevos marqueses. Además, 26 nobles
alcanzaron el rango de grande, y mientras que en 1627 sólo había 41 grandes, en 1707
totalizaban 113. La mayor parte de los nuevos títulos se vendieron por dinero, siendo el
precio cada vez más elevado, a medida que aumentaban las necesidades del gobierno. 10
También en la Corona de Aragón aumentaron y se vendieron honores y premios. Este
movimiento ascendente sirvió para reforzar la intolerancia y el exclusivismo de las viejas
casas aristocráticas, pero también para aumentar la riqueza y el poder del grupo en su
conjunto. Los nuevos grandes eran hombres ricos que habían comprado su posición.
Después de todo, la riqueza era la prueba definitiva para alcanzar la grandeza. Los grandes
poseían las mayores fortunas del reino, algunos de ellos 100.000 ducados anuales, y la
mayor parte no menos de entre 40.000 y 80.000. En los primeros años del siglo XVII, los
ingresos se calcularon en 5 millones de ducados, sin contar el valor de sus propiedades; a
mediados de la centuria se estimaron en 7 millones de ducados, mientras que 11 arzobispos
y 55 obispos obtenían 1,7 millones. Hasta cierto punto, la aristocracia terrateniente se
benefició de la depresión económica. Las crisis agrarias del siglo XVII arruinaron a
muchos pequeños campesinos y favorecieron la concentración de la propiedad. Los
8
Citado por Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, p. 510.
9
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 193-232.
10
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII pp. 219-221; Kamen, Spain in the Later
Seventeenth Century, pp. 249-253; I. A. A. Thompson, «The Purchase of Nobility un Castile, 1552-1700»,
Journal of European Economic History, 8, 2 (1979), pp. 313-360, concede mas importancia a las mercedes
que a la venta de títulos.
13
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, p. 249.
14
Véanse María Dolores Mateos, Salamanca, en Miguel Artola, ed., La España del Antguo régimen,
Salamanca, 1966, p. 14; Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 29, 159-16O; Stradling, Philip
IV, p. 235.
15
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, p. 221.
16
Véase infra, pp. 343-347.
poder, que a veces se manifestaba en forma de rebelión popular en las ciudades pequeñas.
La violencia era sofocada de manera implacable; ante la inexistencia de una fuerza de
policía, la propia nobleza controlaba el cumplimiento del orden y dominaba la milicia
local. Sin embargo, no hay datos que revelen la existencia de sentimientos
antiaristocráticos en el conjunto de la sociedad ni un amenaza real a la estructura social. La
alianza estrecha entre la corona y la nobleza presentaba un frente unido ante el resto de la
sociedad.
Durante la mayor parte del período de los Austrias, la relación entre la nobleza y la
corona se asentó sobre un compromiso: los nobles campaban a sus anchas en sus bastiones
provinciales, mientras el monarca ejercía una soberana indiscutida en el centro. En el caso
de un monarca fuerte como Felipe II,, la balanza se decantaba hacia la corona, pero con
Carlos II el equilibrio se rompió y la nobleza demostró su poder. Primero los grandes
expresaron de forma equívoca que no tolerarían que hubiera ministros ajenos a la nobleza,
luego calibraron la debilidad de la reina madre y de su hijo y llegaron a la conclusión de
que se les podía dominar por la fuerza y, finalmente, expulsaron a los validos plebeyos y
los sustituyeron por aristócratas. Pero a pesar de su poder, la nobleza era una clase
dirigente poco apta, dividida generalmente en grupos de intereses según líneas de familia o
de facción y pocas veces capaz de llevar a cabo una acción política conjunta. Por otra
parte, sus intervenciones eran meramente destructivas y carecían de un programa político.
Los nobles no colaboraban con los ministros que ellos mismos designaban ni les apoyaban.
En cuanto participaban en política hacían patentes su ineptitud y su parasitismo. No ha de
sorprender que fueran rápidamente desplazados cuando ascendió al trono una nueva
dinastía.
Que el gobierno español necesitaba un primer ministro era algo que reconocían ya
tanto los reyes como los teóricos de la política. Desgraciadamente, el cargo apareció
asociado con el valido, que monopolizaba la confianza y el patronazgo del monarca, así
como sus obligaciones políticas. Por consiguiente, despertó los prejuicios de los
moralizadores y las sospechas de la nobleza, que veían al valido como una barrera que se
interponía entre ella y la corona. En sus últimos años, Felipe IV sucumbió a esos prejuicios
y gobernó sin un primer ministro y dispuso en su testamento que no hubiera lugar para un
valido después de su muerte. Nombró a la reina madre, Mariana, regente y vigilante del
heredero al trono, el joven Carlos, hasta que éste cumpliera 14 años. Tenía autorización
para ocuparse de los documentos de Estado y remitirlos, para su deliberación, a una Junta
de Gobierno, formada según las condiciones especificadas en el testamento de Felipe IV.
Estaría constituida por el presidente del Consejo de Castilla, el vicecanciller de Aragón, el
arzobispo de Toledo, el Inquisidor General, un consejero de Estado y un grande aún por
designar. Así, aunque la reina madre detentaba, en cierto sentido, el poder ejecutivo, no
poseía un poder omnímodo, pues tenía que contar con el parecer de la Junta, que debía
reunirse diariamente. 17 No hay lugar a dudas respecto a lo que pensaba Felipe IV, Mariana
era una mujer inestable, ignorante y obstinada, incapacitada para gobernar un imperio
vasto y complejo. Si se la dejaba sola tendría que recurrir a un valido. Desde el punto de
vista de Felipe IV, la solución consistía en otorgar el poder no a una sola persona —
ciertamente había pocos candidatos destacados para ocupar el cargo de primer ministro—,
17
Valiente, Los validos, p. 21.
18
Para un relato contemporáneo de la política española entre 1665 y 1675, véase « histórica de la menor edad
de Carlos II y estado de la monarquía durante este período» Colección de documentos inéditos para la
historia de España, LXVII, pp. 3-68.
19
Citado por Tomás y Valiente, Los validos, p. 23.
20
Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, pp. 87-89.
21
Ibid., I, pp. 111-112.
facción o grupo político que le apoyara y su posición dependía exclusivamente del apoyo
de la reina, cuyo poder tampoco era soberano. Mariana podía considerar a Nithard como
primer ministro, pero la administración se negaba a considerarlo como otra cosa que un
valido cuya influencia sobre la reina era secreta y siniestra. En 1668, el Consejo de Castilla
dirigió una consulta a la reina solicitándole que eligiera «una persona por cuyas manos
pasan los asuntos del gobierno». La «persona» a la que se proponía tácitamente era, sin
duda, don Juan de Austria. Pero en el seno del Consejo no había unanimidad: cuatro
consejeros expresaron un punto de vista minoritario, argumentando que Felipe IV sabía lo
que hacía cuando había decretado esa forma de gobierno y evitado dar todo el poder a un
solo hombre. Naturalmente, este argumento era válido tanto contra Nithard como contra
don Juan. En esta ocasión, la reina se inclinó del lado del informe minoritario e intentó
mantener un equilibrio más ajustado entre la Junta y el valido.
El punto mínimo de acuerdo en el gobierno era la oposición a Nithard. ¿Era ello
suficiente para otorgar el poder a don Juan? Así lo creía él y en octubre de 1668 reanudó
sus actividades de conspiración con más decisión. La Junta tuvo noticia de ello y ordenó su
detención, pero los militares se resistían a cooperar y una filtración de la Junta puso a don
Juan sobre aviso. Así, consiguió escapar a Aragón y Cataluña, denunciando la «tiranía y la
maldad execrable del padre Nithard», y consiguió un cierto apoyo en los reinos levantinos.
En Barcelona fue recibido con respeto por el virrey, el duque de Osuna, e incluso más
cordialmente por funcionarios locales. Desde allí dirigió una campaña de propaganda
política contra Nithard y pidió su destitución. Fuera de Cataluña, sus exigencias fueron
recibidas con cautela por las autoridades públicas, que estaban de acuerdo con él con
respecto a Nithard, pero que rechazaban su abierta presión sobre la corona. Su campaña fue
bien acogida fuera de los núcleos dirigentes y obtuvo un gran apoyo popular. 22 Incluso en
el gobierno parecía existir una fisura en la solidaridad de la Junta y don Juan parecía contar
con un cierto apoyo. El Consejo de Castilla se negó a iniciar actuaciones judiciales contra
él y a finales de 1668 otros consejos se habían distanciado también de la reina y del valido.
La tendencia en la administración no era tanto a apoyar a don Juan como a adoptar una
postura de prudente espera. Lo que creían ver era una amenaza de violencia. En enero de
1669, don Juan salió de Aragón y se dirigió a Madrid, negándose a disolver las fuerzas que
había reunido hasta que la reina destituyera a Nithard. La amenaza fue suficiente —unos
400 soldados de caballería— para persuadir a la Junta de Gobierno y al Consejo de Castilla
que era necesario aceptar y la reina, aunque renuentemente pero sin posible alternativa,
destituyó al valido y le envió fuera del país. 23
El programa de don Juan y de su facción aristocrática, según quedó expuesto por
una activa maquinaria propagandística, era de un impecable reformismo: reorganización de
la hacienda y alivio de la carga fiscal, justa distribución de mercedes, mejora del ejército,
«brazo derecho de las monarquías», buena administración de la justicia, cuidadosa
formación del rey, sustitución de los hombres de Nithard y la promesa de que el confesor
real nunca volvería a controlar el reino. 24 Esto parecía más una carta magna de los
privilegios de la aristocracia que un nuevo programa para el pueblo. En cualquier caso,
todo quedó en simple promesa. Después de sustituir a Nithard, único punto en el que
existía unanimidad, don Juan no consiguió el cargo de primer ministro. Afirmó que no lo
deseaba: «No sólo no he pensado jamás en la civil ambición de alzarme con el manejo del
22
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 333-335.
23
Ibid, I, pp. 139-150; Tomás y Valiente, Los validos, pp. 25-26, 61-62; Antonio Canovas del Castillo,
Bosquejo histórico de la Casa de Austria, Madrid, 1911, p. 337.
24
Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, pp. 153-154. Ibid, I, pp. 139-150; Tomás y Valiente, Los validos, pp.
25-26, 61-62; Antonio Canovas del Castillo, Bosquejo histórico de la Casa de Austria, Madrid, 1911, p. 337.
gobierno, sino que me contento con ser tenido por el más indigno de todos los hombres el
día en que se viera que lo procuro o solicito». 25 Lo cierto es que no consiguió alcanzarlo.
La opinión política no estaba preparada todavía para un golpe de Estado militar y tampoco
don Juan de Austria sabía cómo ejecutarlo. Tras unos meses de incertidumbre pareció
perder su energía y decidió tomar el camino fácil, aceptando el nombramiento de vicario
no general de Aragón y Cataluña y estableciéndose en el palacio episcopal de Zaragoza. En
cuanto a sus seguidores, no formaban una oposición compacta capaz de sustituir a los
ministros principales y a los miembros de los consejos, de manera que siguieron sirviendo
a sus superiores constitucionales. Desde mediados de 1669 a 1673, la reina madre gobernó
con el asesoramiento de la Junta de Gobierno y con su colaboración. Parecía estar
cumpliéndose el testamento de Felipe IV.
Sin embargo, este sistema de gobierno era tan vulnerable como antes. El semigolpe
de 1669 había conmovido a la reina madre pero no le había hecho cambiar. Don Juan no
había sabido aprovechar su éxito y la aristocracia, aunque pudiera agitarse, no se había
agrupado todavía para formar una oposición capaz de controlar el gobierno. Así, en 1673
los observadores políticos ya habían identificado a un sucesor de Nithard. El nuevo valido,
Fernando Valenzuela, demostró al menos que en la España del siglo XVII el éxito podía
conseguirse con un determinado tipo de talento. Valenzuela era un aventurero. Nacido en
1636, hijo de un oscuro oficial del ejército, se inició en la vida al servicio del duque del
Infantado. Después de una carrera militar nada brillante en Italia retornó a Madrid cuando
tenía 23 años, como un joven elegante e inculto, que merodeaba por los aledaños de la
corte sin cargo alguno y sin perspectivas de conseguirlo. 26 En 1661, la boda con una dama
de honor de palacio le permitió conseguir el nombramiento de caballerizo de la reina y
actuó oficiosamente como una especie de factótum de la vida nocturna de Felipe IV.
Sobrevivió en la nueva corte al servicio de la reina y Nithard, y en 1671 se vio
recompensado con el hábito de Santiago. Comenzaron a circular rumores, difundidos
principalmente por el arzobispo de Toledo, de que Valenzuela mantenía relaciones
sexuales con la reina, lo cual era falso y, en el caso de Mariana, no estaba nada en
consonancia con su forma de ser. Lo que necesitaba era un consejero en el que poder
apoyarse. Era una mujer ignorante y desconcertada, incapaz de tratar o de enfrentarse con
una institución como la Junta de Gobierno sin apoyo personal. Por eso recurrió a
Valenzuela en busca de información sobre la gente y los problemas y en busca de consejo.
En 1673, le nombró primer caballerizo e intendente y superintendente de obras del palacio,
lo que le permitió el acceso a la casa real sin ningún tipo de restricción. En 1674, fue
promovido al Consejo de Italia, aunque esto en realidad era más un ingreso que un cargo.
De hecho, Valenzuela, a diferencia de Nithard, no recibió un nombramiento importante en
esa etapa. Era simplemente el confidente más allegado de la reina, y aunque esto le hacía
ser influyente, no le permitía manejar los asuntos del gobierno directamente. Pero
consiguió reforzar su posición mediante una actividad de autopropaganda. Su nombre
figuró en una serie de actos de liberalidad por parte de la corte, pan y corridas de toros para
el populacho de Madrid, mercedes y cargos para la aristocracia, contratos para banqueros y
comerciantes. 27
La influencia sobre la reina y en los asuntos de patronazgo no fueron los únicos
factores que influyeron en el meteórico ascenso de Valenzuela. También ayudó la
25
Citado, Ibid, I p. 151.
26
Sobre Valenzuela, véase ibid., I, pp. 185-190, 194-201, 225-242, 244-252, 257-261.
27
Para comentarios de la época sobre Valenzuela, véase «Documentos referentes a don Fernando de
Valenzuela, primer marqués de Villasierra», Colección de documentos inéditos para la historia de España,
LXVII, pp. 135-457.
28
Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, pp. 178-182.
29
Ibid., I, pp. 211-226.
30
Ibid., I, pp. 235-242; Tomás y Valiente, Los validos, pp. 28-30, 103-105; Cánovas, Caso de Austria, p. 347.
La mayor parte de los ministros del rey aceptaron el decreto que les ordenaba
despachar con Valenzuela, pero lo hicieron con renuencia y dos de ellos, el duque de
Osuna y el conde de Peñaranda, se negaron a aceptarlo y se unieron abiertamente a la
facción de los descontentos. Eran éstos la alta nobleza castellana, ofendida en sus valores
sociales por el predominio del advenedizo Valenzuela. Consideraban intolerable que sus
intereses estuvieran a merced de un vulgar plebeyo. Su candidato para el cargo era don
Juan de Austria, un hombre de sangre real, aceptable desde el punto de vista de su clase y
que gozaba de gran popularidad. Y don Juan se convirtió en su portavoz. La nobleza se
agrupó, constituyó un sólido grupo de oposición y dejó oír su voz.
El 15 de diciembre de 1676 publicaron un manifiesto firmado por 24 miembros
destacados de la nobleza, entre ellos don Juan de Austria, los duques de Alba, Osuna,
Medina Sidonia, Arcos, Gandía, la duquesa del Infantado y los condes de Benavente y
Monterrey. Este documento de la grandeza atribuía el desorden y el descontento que
reinaban en el país «por causa de las malas influencias y asistencia al lado de Su Majestad
la Reina, su madre, de la cual producían cuantos males ... y la mayor de todas la execrable
elevación de don Fernando Valenzuela». 31 Exigía del rey «separar totalmente y para
siempre de la cercanía de S.M. a la Reina su madre, aprisionar a don Fernando Valenzuela
y establecer y conservar la persona del Sr. don Juan al lado de S.M.». Los firmantes se
comprometían por su «honor, fe y palabra de caballero» a utilizar todos los medios
posibles para alcanzar esos objetivos «sin reserva alguna» y a servir con sus «personas,
casas, estados, rentas y dependientes». Pero la unanimidad entre los grandes no era total.
Uno de ellos, Pedro de Aragón, se negó a firmar el manifiesto porque le habían prometido
un alto cargo, y otros, como el duque de Medinaceli y el conde de Oropesa, se mantuvieron
al margen porque no les agradaban las connotaciones políticas del documento. A la hora de
la verdad, las personas, las propiedades y los seguidores de los grandes no fueron
suficientes, o no fueron suficientemente movilizados, para realizar un golpe de Estado
civil. En efecto, fue necesaria también la intervención del ejército, la actividad
conspiradora de don Juan de Austria y el apoyo de las regiones.
Don Juan de Austria gozaba de una cierta influencia en Aragón, una región a la que
se había trabajado durante algún tiempo, presentándose como defensor de sus fueros y
representante de sus intereses. Aragón estaba detrás de él y dispuesta a actuar. También
gozaba de gran apoyo en Cataluña, donde se le recordaba como el general que había
contribuido a expulsar a los franceses, el hombre que había negociado unas condiciones
favorables al llegar a su fin la revuelta catalana y como el virrey que había mediado entre
Cataluña y Madrid. A raíz de su visita subsiguiente en 1668, don Juan de Austria había
conseguido un grupo de apoyo en el principado. Los catalanes que aspiraban al crecimiento
económico y veían sus esperanzas frustradas por Madrid, dirigieron la mirada hacia don
Juan de Austria como el adalid que obtendría nuevas victorias en beneficio de sus fueros y
abriría nuevas vías para su comercio. 32 Aunque no contaba con el apoyo específico de
31
Para un resumen del texto, véase Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, pp. 244-245.
32
Ferran Soldevila, Historia de Catalunya, 3 vols., Barcelona, 1935, II, pp. 345-350.
33
Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, p. 254.
34
Ibid., I, pp. 246-262.
35
Maravall, Teoría española del estado en el siglo XVII, pp. 305-306, describe con cierta exageración, a don
Juan como precursor del dictador moderno.
parte de la aristocracia. Es cierto que don Juan de Austria fue aclamado por la multitud y
que contaba con el apoyo popular. Pero los sectores populares no constituían una base de
poder. Lo importante era el apoyo de los nobles que podían aportar soldados para el golpe
y defenderlo después. En esta ocasión, los grandes de España supieron superar su
inseguridad política, ya que no su ineptitud, y actuaron conjuntamente por primera vez. Lo
que les indujo a actuar fue la promoción formal de Valenzuela al cargo de primer ministro.
Para ellos, para quienes España era una extensión de sus propiedades, fue un atentado a su
honor, su exclusivismo y su elitismo que el rey eligiera a su primer ministro no entre la
clase dirigente natural, sino en las filas del pueblo llano o de los pobres. La durísima
sentencia que se pronunció contra Valenzuela pretendía ser una advertencia contra
cualquier nueva subversión de la estructura social. Los Grandes no se rebelaron para
restablecer la monarquía personal ni para revitalizar el gobierno conciliar ni tampoco para
erigir una barrera institucional contra el poder absoluto de un primer ministro. Al contrario,
pretendían imponer el gobierno personal de don Juan de Austria, a quien consideraban
como representante, un hombre en quien podían confiar para que defendiera sus intereses
de clase. Pero no era ese un programa político. Y en cuanto a don Juan aspiraba a obtener
poder personal, el poder que se le había escapado en las dos ocasiones anteriores.
El nuevo líder fue saludado como un mesías político. 36 De hecho, era un caudillo,
un hombre fuerte, un distribuidor de mercedes, un gobernante que improvisaba porque
vivía al día. 37 Recompensaba a unos y castigaba a otros. Los amigos de Valenzuela fueron
cruelmente perseguidos y todo aquel noble destacado que no hubiera firmado el manifiesto
de los grandes era objeto de sospecha. Nuevos personajes fueron promovidos, no por sus
méritos, sino por sus antecedentes como rebeldes. Por ejemplo, el duque de Alba fue
nombrado presidente del Consejo de Italia, a pesar de su notoria incompetencia. Para
satisfacer a sus seguidores aragoneses, don Juan de Austria insistió en que el rey visitara
Zaragoza. Allí, las Cortes votaron un pequeño subsidio —56.000 libras anuales durante un
período de 8 años para mantener una fuerza de 1.500 hombres— a cambio de la
cancelación de todas las deudas contraídas con la corona y de que ésta no volviera a pedir
subsidio alguno durante los 20 años siguientes. Ciertamente, el precio del éxito de don
Juan era la inmunidad aristocrática. No fue mucho el apoyo económico que le brindaron
los grandes de Castilla. Cuando en 1678 solicitó un donativo, uno tras otro, todos los
miembros de la alta aristocracia, cuyas rentas y propiedades estaban ahora exentas de
cualquier tributo, se negaron a contribuir. Como de costumbre, fueron los banqueros, los
comerciantes y los asentistas quienes tuvieron que rebuscar en sus bolsillos y el
contribuyente común el que tuvo que incrementar su aportación. La guerra devoraba el
dinero tan pronto como se recaudaba. Tal vez, Luis XIV era el peor enemigo de don Juan
de Austria, pues era él quien hacía que se elevaran los costes de defensa para España. Tras
una precaria paz que se prolongó durante 4 años, Francia invadió de nuevo los Países Bajos
en 1672. En la guerra subsiguiente, España y sus aliados —las Provincias Unidas—
sufrieron una derrota tras otra. Los ejércitos españoles sufrían una fuerte presión en los
Países Bajos, en Cataluña y en Sicilia, donde una insurrección local dio a Francia la
oportunidad de intervenir. En la paz de Nimega (agosto-septiembre de 1678), España no
tenía fuerza alguna y se vio obligada a ceder el Franco Condado (por el que realmente no
merecía la pena luchar) y otros territorio estratégicos en los Países Bajos. La pérdida de
provincias distantes era menos importante que la presión a que se veía sometida la
36
Para un relato contemporáneo de los acontecimientos de 1677-1678, véase «Diario de Noticias, de 1677-
1678», Colección de documentos inéditos para la historia de España, LXVII, pp. 69-133. Véase tambien
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 340-341.
37
Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, pp. 271-315, considera a don Juan de Austria como un cacique.
economía española. Ahora más que nunca, el gobierno necesitaba economizar. A partir de
1677, Castilla cayó en la más profunda crisis económica del siglo XVII, tal vez incluso de
toda su historia. 38 Don Juan de Austria no podía ejercer la dirección en este aspecto del
gobierno. La decepción comenzó a crecer al empeorar la crisis económica ante la inacción
del gobierno. Un periódico satírico que circulaba por Madrid se preguntaba: ¿Hay menos
impuestos? ¿Menos donativos? ¿Ha bajado el precio de los alimentos? ¿Ha sido reparada la
flota? ¿Hemos perdido menos en la guerra? ¿Hay mejores perspectivas de que la gente
encuentre alivio, de que se salve el reino y mejore nuestra situación? En medio de un
creciente descontento, don Juan de Austria comenzó a perder el apoyo del ejército y de la
Iglesia. Después de una guerra desastrosa y una paz ignominiosa, el ejército estaba
desocupado y desmoralizado y don Juan no tenía remedio para sus quejas. Mientras tanto,
la jerarquía religiosa comenzaba a pensar de otra manera acerca de la misión mesiánica que
habían atribuido al nuevo caudillo. Sus dudas se vieron reforzadas cuando descubrieron
que el clero no disfrutaba de la misma inmunidad fiscal que la aristocracia y cuando se le
hizo pagar un subsidio más elevado, además de un donativo.
Don Juan de Austria reaccionó ante las críticas de dos maneras. Destituyó a sus
ministros y colocó a sus más fieles seguidores, la mayoría de ellos personajes de segunda
fila, al frente de las presidencias, consejos y virreinatos. Por otra parte, silenció a la
oposición mediante los métodos habituales del caudillo, conduciendo a sus enemigos a la
cárcel o al exilio. La propia corona era su prisionera. El rey estaba constantemente
vigilado, se supervisaban todas sus audiencias y sus apariciones públicas y se abrían todas
sus cartas. Pero eso no podía sustituir a las medidas de gobierno. Con un gobierno en
desintegración y sin ideas y con un resentimiento cada vez mayor, a don Juan de Austria
sólo le salvó del desastre político su muerte, ocurrida el 17 de septiembre de 1679.
Retorno al gobierno
Si la caída de Valenzuela puso fin a la serie de validos del siglo XVII, la muerte de
don Juan de Austria acabó con el breve experimento del caudillismo en España. Entre 1680
y 1691, el gobierno español fue reconstruido sobre unos cimientos más sólidos y, a pesar
de la falta de dirección de los últimos años de gobierno de los Austrias, dejó como legado
una administración mejor organizada. Carlos II no contribuyó en nada a este progreso.
Ocasionalmente, se ocupaba de los asuntos políticos en los escasos momentos en que
mejoraba su salud, pero en general su anormalidad física y mental significó que el gobierno
recayera en otras manos. Fueron éstos primeros ministros, no validos, pues
paradójicamente para abdicar la responsabilidad en un valido el rey necesitaba dosis de
determinación para sostener a su favorito frente a la oposición. Los nuevos primeros
ministros alcanzaron el poder no por designación personal del monarca, sino a través de
una intensa intriga política. Los candidatos que lo conseguían lo hacían en función de un
compromiso entre las necesidades del gobierno y las exigencias de la aristocracia. Por
consiguiente, combinaban algunas cualidades de hombres de Estado, exigencia mínima en
un país que se hallaba en una situación de depresión, y la posición social, condición para
que fueran aceptados por los nobles. No eran esclavos de su clase, pero tenían que actuar
dentro de la estructura social existente y esto era inevitablemente un obstáculo para la
reforma. Además, una nueva dimensión se había añadido a la política. En 1679, Carlos II
contrajo matrimonio con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV. Ese matrimonio
38
Véase infra, pp. 347-356.
39
Sobre la administración de Medinaceli, véase Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, pp 352-425.
40
E. Shäfer, El Consejo real y supremo de las Indias, I, p. 277.
41
Véase infra, pp. 351-353.
42
Shafer, El Consejo real y supremo de las Indias, I, p. 363.
43
Girard, Le commerce français á Séville et Cadix, pp. 159-170.
44
Véase supra, pp. 251-257.
El tejido de la vida española estaba demasiado exhausto como para que fuera
posible conseguir un súbito rejuvenecimiento. Lo más que la administración de Medinaceli
pudo hacer fue aportar estabilidad política, incorporar nuevos talentos a las tareas de
dirección y elevar el nivel del gobierno. Tuvo también el valor de mantener la política
deflacionaria y se negó a recurrir al procedimiento fácil de manipular el sistema monetario
como habían hecho administraciones anteriores. Ello supuso que la vida siguiera siendo
dura para la masa de la población, e incluso la aristocracia llegó a verse afectada. Los
informes recibidos acerca de la difícil situación por la que atravesaba la península
indujeron a Luis XIV a atacar de nuevo, invadiendo los Países Bajos y Cataluña. Es cierto
que fue una guerra a pequeña escala, pero que obligó a realizar unos dolorosos gastos
defensivos y a firmar otro tratado de paz desfavorable (Ratisbona, agosto de 1684), por el
cual España perdió Luxemburgo.
Hacia 1684, Medinaceli vivía más de las promesas que de las realidades y había
agotado ya el crédito que le concedieron sus patrocinadores. Por consiguiente, aceptó
compartir la carga con alguien más. En junio de 1684, el conde de Oropesa, miembro del
Consejo de Estado desde 1680, fue nombrado presidente del Consejo de Castilla. Oropesa
tenía la talla suficiente como para convertir ese nombramiento en un auténtico gobierno
conjunto, y con el apoyo caprichoso de las dos reinas y de los aristócratas decepcionados
desplazó gradualmente a Medinaceli, el cual dimitió en abril de 1685. Carlos II ni elegía ni
destituía a sus primeros ministros, pues le eran impuestos por una especie de acuerdo
aristocrático. El monarca aceptó, pues, sin inconveniente alguno, la subida al poder de
Oropesa. El autor de un documento escrito años más tarde para desacreditar a Oropesa lo
describía de esta guisa:
Posee un ventajoso talento, un bien templado juicio, una noticia universal de
cosas prácticas adquirida en los libros; aplicación en los negocios, facilidad en
comprenderlos, claridad en explicarse, suavidad en su trato y moderación en sus
costumbres. Si esto basta para ser buen ministro, para ser valido y buen primer
45
ministro no basta.
Pero lo cierto es que Oropesa estaba más preparado para el cargo que ningún otro
candidato. Entre las necesidades del gobierno y las exigencias faccionales, parece que su
nombramiento inclinó la balanza hacia aquéllas. Era un hombre de ideas, capaz y enérgico,
cuyo único inconveniente aparente era tener una esposa sumamente ambiciosa. Oropesa
tuvo además la fortuna de contar en el ejecutivo con un colaborador de gran altura. Veitia
Linaje había dimitido junto con Medinaceli y le sucedió en la Secretaría del Despacho
Manuel Francisco de Lira, que había sido diplomático y secretario de los asuntos de Italia
en el Consejo de Estado, hombre muy capaz aunque intolerante.
Oropesa era partidario de aplicar una política de reforma fiscal, administrativa y
eclesiástica y estaba dispuesto a revitalizar la economía mediante una moderada
inflación. 46 Influido por el sistema francés de gobierno y desconfiando de la eficacia del
Consejo de Hacienda, asignó los asuntos fiscales a un nuevo departamento, la
Superintendencia de Hacienda. No había muchos candidatos destacados para ese puesto y
la mera imitación de los procedimientos franceses no podía revitalizar las finanzas y la
economía de España. Pero el mayor interés de esta medida es que fue el primer intento de
constituir un ministerio al margen del sistema conciliar, presagiando las reformas
45
Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, p. 419.
46
Para un examen más completo de esta política, véase infra, pp. 352-354. Sobre los acontecimientos de
1685-1688, véanse los comentarios contemporáneos en «Cartas del duque de Montalto a D. Pedro Ronquillo,
embajador en Inglaterra (1685-1688)», Colección de documentos inéditos para la historia de España,
LXXXIX, pp. 299-475.
borbónicas del siglo XVIII. El Colbert español era el marqués de Los Vélez, un hombre
bondadoso y consciencioso, aunque no estaba dotado de una gran inteligencia. Según los
rumores que corrían, estaba descontento con su cargo anterior de caballerizo mayor de la
reina, porque su excesiva obesidad le impedía incluso montar a caballo. Como
superintendente de finanzas actuó con energía y no tardó en elaborar un amplio informe
que serviría de documento de trabajo para la preparación de una nueva estructura fiscal. 47
Así, Oropesa y Los Vélez dieron un nuevo impulso a la reforma fiscal, cuyo objetivo no
era sólo reducir el déficit presupuestario crónico, sino también introducir una cierta medida
de justicia social en la fiscalidad. Si sus proyectos no alcanzaron el éxito que merecían se
debió a la oposición de los diferentes grupos de intereses, la Iglesia, la aristocracia y los
altos cargos. Pero se aplicaron una serie de medidas secundarias y el reajuste monetario
permitió una cierta mejora de la economía. Como ocurre con muchos gobernantes que
aplazan los problemas, Oropesa se vio obligado a canalizar sus ideas fiscales por una vía
más segura mediante la creación de comisiones reales. Creó una Junta de Medios,
compuesta por los representantes de los diferentes consejos y presidida por el marqués de
Los Vélez para estudiar las propuestas de reforma; y para dar mayor peso a esas propuestas
organizó una Junta de Estado.
Oropesa, al ver frustrados sus intentos de reforma financiera, dirigió su atención a
la reforma de la burocracia y de la Iglesia. 48 El problema en ambos casos era el del número
excesivo de sus miembros. Oropesa inició una campaña contra el gran número de falsas
vocaciones en la Iglesia. Envió una circular a los obispos solicitando que se suspendieran
temporalmente las nuevas ordenaciones e intentó restringir la fundación de nuevas casas
religiosas. A iniciativa suya, una junta especial investigó el poder de la Inquisición. Esa
comisión criticó la excesiva jurisdicción y los exagerados privilegios e inmunidades del
tribunal y recomendó que no se decretaran penas de excomunión por razones temporales,
que pudiera existir derecho de apelación ante los tribunales seculares contra las sentencias
injustas, que se definieran más estrictamente los fueros del tribunal y que se investigaran
sus fraudes fiscales. Pero era mucho más fácil formular esas propuestas que aplicarlas. No
obstante, Oropesa no cejó en sus presiones y obtuvo algunos resultados, aunque sólo fuera
el dar publicidad al problema.
Amenazar a la aristocracia con impuestos, a la Iglesia con reformas y a la
burocracia con una reducción del personal que la componía entrañaba enfrentarse con los
sectores más poderosos de la sociedad española. La administración de Oropesa no fracasó;
como se verá, contribuyó a la lenta recuperación de España de su prolongada depresión.
Pero muchas de sus propuestas eran prematuras y estaban fuera de lugar en ese momento y
en ese lugar. Reportaron a Oropesa una gran impopularidad, lo que significaba acusaciones
de mal gobierno por las partes interesadas que se oponían a sus reformas. Sus enemigos
encontraron un aliado en la persona de la nueva reina. Tras la muerte de María Luisa en
febrero de 1689, Carlos II se casó con Mariana de Neoburgo, hija del elector palatino y
hermana del emperador Leopoldo. Era una mujer calculadora a quien no le fue difícil
dominar a su marido y que se convirtió en centro de una intensa intriga política. Además,
le desagradaba la figura del primer ministro. Pero el matrimonio tuvo ulteriores
repercusiones para Oropesa, pues indujo a Luis XIV a declarar de nuevo la guerra a
España. Como ya era habitual, hubo que hacer grandes desembolsos para hacer frente a los
gastos de defensa, sin que pudiera mostrarse a cambio algún dato positivo, sino únicamente
las predecibles derrotas en los Países Bajos e Italia y la inevitable invasión de Cataluña. El
47
Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, pp. 446-447.
48
Sobre la reforma administrativa, véase infra, pp. 356-363, 365-368.
primer ministro era ahora vulnerable, tanto en el frente interno como en el de la política
exterior. Presionado por la reina y por una serie de Grandes descontentos, Carlos aceptó,
contra su voluntad, solicitar la dimisión de Oropesa, lo cual ocurrió el 25 de junio de
1691. 49
Después de la caída de Oropesa, el gobierno quedó a la deriva sin un primer
ministro. La reina Mariana, apropiándose la soberanía que correspondía su esposo,
introdujo a sus propios clientes en el Consejo de Estado. En la Secretaría del Despacho
situó a un individuo particularmente rudo y servil, Juan de Ángulo, a quien apodaban el
Mulo. A éste le sucedió otro cliente de la reina, aunque más presentable, Alonso Carnero.
Además, colocó en uno u otro puesto a una serie de ambiciosos consejeros alemanes. Pero
también era necesario contentar a la aristocracia castellana. Eran tantos los aspirantes a los
altos cargos y al puesto de primer ministro que el poder hubo de ser repartido
artificialmente entre una serie de candidatos. Siguiendo el consejo del duque de Montalto,
Carlos fue impelido a publicar un decreto en 1693, la llamada planta de gobierno, que
establecía una especie de junta superior de ministros, entre los cuales se repartían los
despojos. Los candidatos elegidos recibieron los títulos de lugarteniente general y
gobernador y se les asignaron distintas regiones en las que pudieran desplegar su talento.
El condestable fue nombrado lugarteniente general y gobernador de Castilla la Vieja;
Andalucía y las islas Canarias fueron para el almirante, el conde de Melgar; Aragón y
Cataluña para el conde de Monterrey, y Castilla la Nueva para el propio Montalto. 50 Una
vez alcanzado este acuerdo, continuaron las maniobras y los cuatro jefes supremos
quedaron reducidos a un triunvirato. Montalto se hizo cargo del gobierno de los reinos
aragoneses y de Navarra, junto con la presidencia del Consejo de Indias; Galicia, Asturias
y las dos Castillas quedaron a merced del condestable, hombre singularmente estúpido y
engreído, y de Andalucía y Canarias se hizo cargo el almirante. Luego, el triunvirato se
deshizo y quedaron finalmente dos grandes personajes, Montalto y el almirante. Éstos se
enfrentaron por el botín, secundados por sus respectivas facciones y las ridículas divisiones
territoriales desaparecieron gradualmente. En 1696, la reina degradó a Montalto y
prescindió de Carnero. En ese momento, España estaba prácticamente sin gobierno, pues el
único sobreviviente de la planta de gobierno, el almirante, no osaba dar ningún paso sin la
aprobación de la reina, y a ésta le interesaban más otras cosas que el gobierno de España.
Uno de los mayores obstáculos para la recuperación de España durante la segunda
mitad del siglo XVII fue el imperialismo francés. Cualquier vecino de Francia corría el
riesgo de ser agredido, pero España era especialmente vulnerable porque estaba expuesta
en diversos frentes. Desde el punto de vista territorial, no experimentó pérdidas de
importancia ante los ataques de Luis XIV, aunque éste redujo sistemáticamente sus
posesiones en Renania y los Países Bajos y lanzó repetidos ataques en el norte de Italia y
en Cataluña. El verdadero coste para España ha de computarse en hombres y en dinero.
Aunque todavía era capaz de enviar subsidios a sus ejércitos de ultramar, tenía que pagar a
sus soldados en plata, que escaseaba en España, donde la moneda era casi exclusivamente
el vellón. En cuanto a la península, las únicas defensas de España eran el patriotismo de
sus súbditos y su enérgica aversión a la invasión o dominación extranjeras. La aristocracia
ya no desempeñaba una función militar y las defensas materiales eran casi inexistentes.
Cuando en julio de 1691 se publicó un decreto ordenando un reclutamiento general, se
constató que el país tenía «barcos y tropas insuficientes para su defensa ... y en muchas
49
Lira ya había dimitido de la Secretaría del Despacho; véase Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, pp; 542-
545.
50
Ibid., II, pp. 45-46; Cánovas, Casa de Austria, pp. 383-384.
51
Citado por Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVIII, p. 368, n. 4.
52
Véase M. A. Thompson, «Louis XIV and the Origins of the War of the Spanish Succession», Transactions
of the Royal Historical Society, 5ª serie, IV (1954), pp. 111-134.
53
Tomás y Valiente, Los validos, pp. 35, 191-192.
Capítulo X
Durante los últimos decenios del gobierno de los Austrias, España parecía un
cadáver, atacado por aristócratas parásitos y por los extranjeros que pululaban por doquier.
Este parecía ser el terrible castigo de una sociedad que daba la espalda al mundo y a la
época en que vivía. El castigo fue duro y tal vez inevitable. Y, sin embargo, se ha
exagerado la imagen convencional de la postración final de España, o quizá carece del
sentido del contraste y de la cronología. En efecto, a partir del decenio de 1680, el país
comenzó a salir de su letargo y a revitalizarse en medio de las ruinas del gobierno y de la
economía. La reforma flotaba en el ambiente. Sus autores eran apenas un puñado, y se
sentían inseguros de sí mismos y frustrados por sus conciudadanos. Pero apartaron los
escombros del pasado y levantaron indicadores para el futuro. Este movimiento de
recuperación pudo observarse de forma nebulosa en Castilla y acaso con mayor claridad en
la periferia.
La zona oriental de España avanzaba con independencia de Castilla. La segunda
mitad del siglo XVII fue un período dorado para la autonomía provincial. Tras el costoso
fracaso con que se saldó el intento de imponer la uniformidad constitucional y fiscal, el
gobierno central dejó a las regiones completamente a su aire. Don Juan de Austria apeló a
Aragón y Cataluña —fue el primer político en hacerlo— no para reivindicar sus derechos,
sino para apoyar unos derechos ya reivindicados. Dejar a las regiones a su aire significaba
dejarlas en manos de las clases dirigentes. En Aragón, esa medida perpetuó el
estancamiento y la provincia se convirtió en una colonia económica de Francia. En
Cataluña, condujo a una primera etapa de progreso económico y en Valencia desembocó
en una revuelta campesina.
En las últimas décadas del siglo XVII, Cataluña comenzó a resurgir de su
prolongado letargo. 54 A ello contribuyeron dos condiciones de carácter constitucional. La
autonomía monetaria permitió a Cataluña quedar al margen de la sucesión de inflaciones y
deflaciones impuestas por el Estado en Castilla. En Cataluña, la política monetaria
respondía a consideraciones comerciales y no a criterios fiscales. A partir de 1659, la
provincia gozó de una relativa estabilidad monetaria y evitó los peores efectos de la brutal
deflación decretada en Castilla en 1680. Sin embargo, en el período 1688-1699, Cataluña
atravesó por una fase inflacionista, en la que no se produjo la consabida elevación de los
salarios, que permitió una rápida acumulación de beneficios y creó las condiciones para
54
J. Vicens Vives, Manual de historia económica de España, con la colaboración de J. Nadal Oller,
Barcelona, 1959, pp. 422-423.
poder realizar nuevas inversiones. 55 Otro estímulo importante fue la libertad de comercio
impuesta en el tratado de los Pirineos (1659). Mientras el vecino reino de Aragón sufría los
efectos de una política inflacionista, que sólo servía para fomentar el contrabando y la
producción de bienes de baja calidad, los catalanes apenas dispusieron de protección
arancelaria y eso les obligó a mejorar sus resultados. El reto que suponía la libertad de
comercio permitió que su industria textil conociera una cierta renovación y expansión,
desprendiéndose de arcaicos privilegios y equipándose para competir en mejores
condiciones con los productos franceses, ingleses y holandeses. 56
Después de un período de estancamiento en 1664-1674, el comercio marítimo
inició una fase de mayor actividad en los últimos años del decenio de 1670. Según los
datos del periatge (derechos del gremio mercantil), aumentó notablemente hacia 1680 y al
finalizar la centuria su situación era mucho mejor que en los inicios de la misma. 57 En los
últimos años de la década de 1690, el tráfico en el puerto de Barcelona se había casi
duplicado con respecto a 1600. Barcelona albergaba ahora grandes empresas que
comenzaban a abandonar el mercado reducido del mundo mediterráneo para abrirse al
mundo exterior, hacia Cádiz y Lisboa, comprando productos coloniales —azúcar, cacao y
tabaco— e intentando importar productos catalanes a los mercados coloniales. 58 La marina
mercante catalana fue reconstruida y dotada de armamento para que pudiera hacer frente a
los corsarios. Aunque Barcelona era el centro de la actividad comercial, la actividad
productiva se desarrollaba en otras partes. Las industrias artesanales de la capital estaban
todavía deprimidas en la segunda mitad del siglo XVII, especialmente en los sectores
sedero y textil. En cambio, las provincias progresaban constantemente. La producción de
vino y de aguardiente conoció un cierto auge, gracias a que se exportaba a todas las zonas
de España, particularmente a Andalucía, donde comenzaba a penetrar en el comercio de las
Indias. El aguardiente se vendía también a los ingleses y holandeses y ese mercado
adicional permitió la expansión del viñedo, mientras que una parte de los beneficios iba a
parar a manos de otras industrias locales. La producción textil era mucho mayor en las
provincias que en Barcelona y parecía estar asimilando los adelantos técnicos introducidos
por Francia. Por otra parte, en los puertos pequeños del principado existía una activa
industria de construcción naval en pequeña escala. Esta descentralización económica era
consecuencia no sólo de la menor carga fiscal que soportaban las provincias, sino también
del crecimiento de la población rural, que convertía al interior del principado en una buena
fuente de mano de obra. No importa cuál fuera la razón la inflación de los precios agrícolas
era un signo de acumulación de beneficios en las zonas rurales. 59 En este período
desapareció el bandolerismo y los campesinos se dedicaron al trabajo.
La atmósfera era adecuada para que surgieran una serie de ambiciosos proyectos
para promover el comercio exterior. Era este un fenómeno bien conocido en el siglo XVII.
Pero las propuestas catalanas, a diferencia de lo que había ocurrido anteriormente con los
arbitristas castellanos, eran más un síntoma de optimismo y de renacimiento incipiente que
una reacción ante la depresión. Las ideas procedían, hacia 1680, de individuos y consorcios
que aspiraban a obtener el arrendamiento de los impuestos municipales de Barcelona y que
55
Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne, I, pp. 639-641, 646.
56
José Fontana Lázaro, «Sobre el comercio exterior de Barcelona en la segunda mitad del siglo XVII. Notas
para una interpretación de la coyuntura catalana», Estudios de Historia Moderna, V (1955 [1957]), pp. 197-
219.
57
Ese derecho aumentó de 4.000 libras al año en 1664-1665 a 5.997 en 1680-1681 y a 9.785 en 1698-1699;
Smith, The Spanish Guild Merchant, p. 140.
58
Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne. I, pp. 648-649.
59
Ibid., I, pp. 650-653.
Al igual que Cataluña, Valencia disfrutó sus fueros sin objeción alguna durante el
reinado de Carlos II. La corona ejercía un poder limitado a través de su rey y su
jurisdicción sobre una serie de ciudades de la provincia, pero el virrey tenía que actuar en
el marco de los fueros. La ciudad de Valencia era administrada por el Consejo de Ciento,
cuyos miembros procedían de los diferentes grupos sociales, ostentando la representación
mayoritaria, aunque la influencia más decisiva la ejercían los miembros de los gremios. Y
la Diputación, comisión permanente de las Cortes formada por dos nobles, dos miembros
del clero y dos representantes del pueblo, supervisaba la observancia de los fueros y la
administración de los impuestos. Incluso en aquellas ciudades que se hallaban bajo la
jurisdicción real, el poder del monarca se limitaba prácticamente a los aspectos
contributivos, invirtiéndose localmente el producto de los impuestos. La mayor parte de las
ciudades, y sus habitantes, estaban sometidos a la jurisdicción señorial o eclesiástica,
donde la voluntad del rey apenas se dejaba sentir. Algunos de esos nobles ostentaban
títulos de Castilla, como el duque de Medinaceli y el duque del Infantado; otros, como el
duque de Gandía eran grandes magnates territoriales, auténticos soberanos en sus
propiedades.
El acontecimiento más significativo de la historia moderna de Valencia fue la
expulsión de los moriscos, que perjudicó a una agricultura ya en fase de estancamiento, y
que agravó los problemas de la provincia durante muchas décadas a partir de 1609. 64 Sus
consecuencias se dejaron sentir también fuera de la economía rural, pues los numerosos
censos (préstamos hipotecarios) que gravaban las propiedades arrendadas por los moriscos
se habían constituido con capital perteneciente a grupos urbanos e instituciones
eclesiásticas. Esas inversiones se vieron sometidas a un grave riesgo. La corona intentó
compensar a los terratenientes por la pérdida de la mano de obra mediante diversos
expedientes, siendo uno de ellos la reducción de la tasa de interés sobre los censos. Pero en
cualquier caso, las dificultades de repoblar las tierras abandonadas por los moriscos
produjeron con frecuencia el impago o el atraso de los intereses sobre los censos. Así pues,
la expulsión de los moriscos perjudicó primero a la producción agrícola, afectó luego a la
aristocracia feudal y, finalmente, penalizó a los acreedores de esta última. En muchos
casos, los acreedores pertenecían a las capas medias urbanas y se vieron obligados a gastar
sus ahorros, lo que precipitó la quiebra del banco municipal de Valencia en 1613. 65 La
aristocracia terrateniente, además de ser compensada por la pérdida de sus vasallos
moriscos, disfrutó de una posición de fuerza para dictar las condiciones de la repoblación.
Valencia perdió más del 25 por 100 de sus 450.000 habitantes y la mayor parte de los
expulsados eran tenentes o vasallos de la aristocracia. No hubo un gran aflujo de
inmigrantes para llenar el vacío y a mediados del siglo XVIII la población de Valencia
todavía no había alcanzado el nivel de 1609. 66 Por consiguiente, el poder de la aristocracia
no se debía a que existiera un excedente de mano de obra, sino a su soberanía territorial.
Algunos colonos procedían de otras provincias y se produjo una cierta migración interna
porque algunos artesanos de las ciudades y campesinos de otras zonas más deprimidas se
instalaron en las tierras moriscas para tratar de encontrar un medio de vida. Pero lo que
encontraron no era una situación idílica.
64
Juan Regla, «La expulsión de los moriscos y sus consecuencias en la economía valenciana», Hispania,
XXIII (1963), pp. 200-218; Eduardo Asensio Salvado, «El arbitrista Jerónimo Ibáñez de Salt y su programa
de recuperación de la economía valenciana en 1638», Estudios de Historia Moderna, IV (1954), pp. 225-272;
Casey, The Kingdom of Valencia, pp. 5, 38-44.
65
Regla, «La expulsión de los moriscos y sus consecuencias en la economía valenciana», pp. 206,216-217.
66
Véase supra, pp. 67-71, 183-184.
67
Francisco de P. Momblanch y Gonzálbez, La segunda Germania del reino de Valencia, A1icante, 1957,
pp. 19-27, 43-49.
68
Casey, The Kingdom of Valencia, p. 76.
69
Ibid., pp. 102-103.
cerca de la aldea de Cela de Núñez. Algunos fueron hechos prisioneros y el resto huyó
desordenadamente a las montañas. El rey ofreció entonces una amnistía y se prestó a
escuchar a los rebeldes, pero no a los cabecillas, llegando incluso a poner un alto precio
por la entrega de los dos jefes rebeldes más importantes, ya fuera vivos o muertos. Los
aldeanos aceptaron la oferta e intentaron de nuevo una acción legal, pero sin más éxito que
antes. Pero, dividido el movimiento, la rebelión había quedado prácticamente sofocada tres
semanas después de iniciarse. García nunca fue capturado, pero Navarro fue hecho
prisionero y ejecutado. Otros rebeldes fueron enviados a galeras o hubieron de pagar
multas muy elevadas. Pero el espíritu de rebelión no se extinguió, a pesar de la dura
represión. Después del año 1700, durante la guerra de Sucesión, los campesinos de
Valencia intentaron nuevamente sacudirse el yugo señorial, pero la causa de los Austrias
que habían abrazado estaba condenada al fracaso y la victoria de Felipe V fue la victoria de
la aristocracia terrateniente.
70
Ringrose, Madrid and the Spanish Economy, pp. 105-106, 251-252, 314-316.
ese decenio, los castellanos sufrieron las consecuencias de azotes de proporciones bíblicas.
El enemigo más implacable fue el clima. 71 No era esta una experiencia nueva, pues el país
había sufrido sus efectos desde el comienzo del reinado. Había habido malas cosechas en
1665-1668, que produjeron una brusca subida de los precios de los productos agrícolas,
durante la cual el precio del trigo más que se duplicó entre 1663 y 1668. 72 En 1670, las
cosechas fueron destruidas por las plagas de langosta en la provincia de Granada. Pero
estos eran tan sólo los primeros avisos.
En la primavera de 1677, unas lluvias torrenciales provocaron una ingente pérdida
de cosechas en el sur de España y una situación de hambre en Andalucía. Siguieron
entonces dos años de sequía en la misma región y luego un terremoto en octubre de 1680.
Después de un breve respiro, Andalucía sufrió dos años más de sequía en 1682-1683,
seguida por un terrible diluvio en el invierno de 1683-1684. La lluvia cayó incesantemente
en toda Andalucía, los ríos desbordaron sus orillas, las cosechas quedaron inundadas y el
escaso ganado que había superado las recientes sequías desapareció en las inundaciones.
En la provincia de Granada, los cuatro primeros meses de 1684 fueron como un monzón:
cosechas, caminos, puentes y molinos fueron destruidos o dañados y sólo en la ciudad de
Granada 6.000 hogares sufrieron daños. Después de esta catástrofe Andalucía no podía
esperar recoger cosecha alguna en 1684 y tres años más tarde la región se vio afectada de
nuevo por la sequía. Mientras tanto, el norte y el centro de España no salieron indemnes.
En 1679-1681, hubo fuertes inundaciones y además las cosechas fueron perjudicadas aún
más por el granizo Las grandes tempestades de 1684 afectaron incluso a La Mancha y en
1685 Galicia sufrió una fuerte sequía.
Necesariamente, estas condiciones climáticas tenían que afectar al suministro de
alimentos. La España rural era la base de la economía y la cosecha era su piedra angular.
Una mala cosecha era un desastre para el campesino y suponía el hambre para los
indigentes de las zonas rurales. La sequía provocó la destrucción de muchas comunidades,
al suscitar enfrentamientos por los alimentos y los derechos de riego. Andalucía en
particular fue una gran zona catastrófica en 1683-1684, escenario de una grave crisis de
subsistencias. La escasez de alimentos y el alza de los precios hicieron desaparecer del
mercado el aceite, el pan y otros productos básicos. Sevilla, que era habitualmente uno de
los graneros del sur y un importante suministrador de aceite y ganado, alcanzó las cimas de
la depresión. En 1684, las autoridades municipales informaron al gobierno de la penuria de
su población después de 8 años de sequía:
Llegándose a esta debilidad con la fatal sequía del año 1683, cuya seca
esterilizó los campos, no cogiéndose ningunos frutos, estrechándose la necesidad
común hasta llegar a la extrema miseria, a buscar los hombres yerbas silvestres con
73
que sustentar los cuerpos.
El cronista Francisco Godoy escribió:
En todo el año 1683, hasta fines de noviembre, no se vio la menor lluvia. La
tierra de casi toda Andalucía se secó. Los frutos se quemaron; los árboles se ardían;
los granos se fueron a mendigar en otras provincias ... Encarecióse el pan, y por su
carestía murieron muchos... En toda Andalucía no permaneció alguno que no quedase
necesitado. Dueño de ganado hubo que de 1.600 reses vacunas no le quedaron más de
71
Véanse los destacados estudios de Antonio Domínguez Ortiz, «La crisis de Castilla 1677-1687», Revista
Portuguesa de Historia, X (1962), pp. 436-451; Kamen, «The Decline of Castile: the last crisis», pp. 63-76; y
José Calvo Poyato, «La última crisis de Andalucía en el siglo 1680-1685», Híspania, 46, 164 (1986), pp.
519-542.
72
Earl J. Hamilton, War and Prices in Spain 1651-1800, Cambridge, Mass., 1947, pp. 23.
73
Citado por Domínguez Ortiz, «La crisis de Castilla en 1677-1687», p. 439.
200 a causa de la sequedad y falta de sustento ... Yo conozco persona que sobre la
pérdida de ganado cogió solas dos cargas de paja de 1.300 fanegas de grano que
74
sembró.
Y cuando llegaban las lluvias, no aliviaban la situación, sino que producían nuevos
desastres. Por toda Andalucía, los campesinos hambrientos se hacinaban en las ciudades
durante esos años. La ayuda que prestaban los organismos civiles y eclesiásticos era
totalmente insuficiente para superar esa situación y no sirvió para impedir una gran
mortandad. Si el hambre causaba no pocas víctimas, igualmente terribles eran sus efectos
secundarios. La malnutrición generalizada provocó que la población fuera fácil presa de las
enfermedades endémicas y, por si eso fuera poco, en una cruel coincidencia la peste visitó
esa regiones debilitadas.
Al parecer, durante la segunda mitad del siglo XVII, se invirtió la tendencia
demográfica descendente, pero en el decenio de 1680 hubo una breve recesión en Castilla,
provocada por las epidemias de 1676-1685, que, aunque no fueron tan virulentas como las
dos precedentes, se prolongaron durante más tiempo La peste comenzó en Cartagena en
junio de 1676, tal vez importada del Mediterráneo oriental. 75 Las medidas de cuarentena
fueron ineficaces y la infección se extendió a través de Murcia y luego hacia el este por la
costa, hasta llegar a Andalucía. Málaga fue gravemente afectada. En Antequera se afirmó
que habían muerto 12.000 personas. Muchas aldeas perdieron la mitad de sus habitantes y
los recursos municipales disminuyeron fuertemente porque los ingresos locales se invertían
en medidas preventivas y en reglamentos de cuarentena. La enfermedad afectó
especialmente a la Andalucía oriental. Entre 1679 y 1681, Granada sufrió duramente sus
efectos y casi simultáneamente se vieron infectadas Jaén, Córdoba y Sevilla. En la zona
que se extiende al sur de Córdoba murió el 74,8 por 100 de los afectados, y en conjunto
falleció entre el 5,5 y el 6,5 de la población. 76 En Sevilla, un predicador prometió que la
ciudad quedaría a salvo de la peste si se clausuraban los teatros. La medida parecía sensata
y fue observada, pero para entonces la ciudad ya estaba infectada. Las malas cosechas de
1682-1683 permitieron un nuevo brote de la epidemia, que se prolongó desde 1683 hasta
1686. Al tiempo que se recrudecía en Andalucía, la peste penetró también en algunas zonas
de La Mancha y Extremadura. El terror llegó hasta la corte cuando la epidemia alcanzó
Castilla y se aproximó a Madrid. El número de muertos fue importante en las provincias de
Burgos, Toledo, Madrid y Valladolid. El impacto demográfico fue menos grave de lo que
cabía pensar, pero no dejó de ser importante. La mortandad total durante el decenio de la
muerte que se inició en 1676 fue, tal vez, de unas 250.000 personas. 77 Estos terribles
reveses se produjeron durante la crisis de los años 1680-1684, cuando el clima, las malas
cosechas y las enfermedades contagiosas se concitaron contra la población de Castilla
reduciéndola una vez más. También la economía se vio afectada. El comercio resultó
perjudicado por las medidas de cuarentena, que perturbaban las comunicaciones sin
impedir el contagio. Al mismo tiempo, disminuyeron los ingresos de los impuestos y la
escasez de mano de obra afectó a la agricultura y a otros sectores de la economía.
Pero además de esas calamidades naturales, Castilla sufrió la más grave crisis
monetaria de la centuria. El desorden monetario no era simplemente un síntoma de una
economía enferma, sino que exacerbaba, y, al mismo tiempo reflejaba la depresión. El
objetivo fundamental de la inflación monetaria era salvar el déficit producido como
74
Citado ibid., p. 440, n. 14.
75
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 75-81.
76
Calvo Poyato, «La última crisis de Andalucía», p. 531.
77
Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, pp. 75-81.
78
Hamilton, War and Prices in Spain 1651-1800, pp. 9-35.
79
Base 1671-1680; véase Hamilton, War and Prices in Spain 1651-1800, pp. 119, 121, 240.
80
Marqués de Villars, Mémoires de la cour d'Espagne, 1678-1682, Londres, 1861, p. 3.
81
Hamilton, War and Prices in Spain 1651-1800, p. 219.
82
Ibid., pp. 20-21.
Se autorizó también la acuñación de vellón de cobre puro con un valor facial algo más
elevado que su valor intrínseco. No se produjeron nuevos cambios en la moneda de vellón
durante el período de los Austrias; la producción de vellón se limitó estrictamente, aunque
sólo fuera por la imposibilidad de conseguir cobre, y, por otra parte, la vida económica no
volvió a verse perturbada por nuevos episodios repentinos de inflación y deflación.
La devaluación masiva de la moneda decretada en 1680, que redujo el valor de un
marco de vellón en un 75 por 100, de 12 a 3 reales, aunque necesaria, tuvo unas durísimas
consecuencias a corto plazo. El objetivo de la medida era que volvieran a circular el oro y
la plata. Se pretendía también reducir los precios, que eran trágicamente elevados para
quienes vivían de ingresos fijos. Por consiguiente, fue acompañada de otros decretos, entre
los cuales destaca el del 27 de noviembre de 1680, que fijaba los precios en un nivel
artificialmente bajo. La combinación de deflación y control de precios provocó un
hundimiento de los precios sin parangón en la historia española: los precios cayeron casi el
50 por 100 en dos años. Todo el mundo sufrió las consecuencias, desde el mendigo hasta el
monarca. La escasez de dinero paralizó prácticamente todos los sectores de la economía. El
gobierno intentó en vano aumentar la cantidad de moneda en circulación acuñando plata
americana cuando llegaba, comprando objetos de plata para acuñarlos y prohibiendo la
manufactura de artículos de cobre, que se necesitaba para la acuñación del vellón. Pero la
moneda desapareció de la circulación, los trabajadores no cobraban sus salarios, la
población perdió sus ahorros y el comercio local quedó paralizado. Los artesanos, los
campesinos y los terratenientes no dejaban de quejarse amargamente por la falta absoluta
de dinero y por los precios mínimos que obtenían por sus productos. Ciudades y aldeas no
podían pagar sus impuestos y el gobierno se vio obligado a condonar los atrasos,
especialmente en la zona central de Castilla. En octubre de 1681, el Consejo de Hacienda
analizó la posibilidad de suprimir todos los impuestos creados desde 1656, rebajando la
sisa municipal y estableciendo nuevas cuotas para la alcabala, porque las comunidades no
podían pagar las cantidades fijadas.83
Los bajos precios de los productos agrícolas afectaron al conjunto de la economía
castellana y las repercusiones se dejaron sentir sobre el comercio y la industria. La retirada
de la antigua moneda en virtud de los decretos de 1680 significó en muchos lugares, de
hecho, la paralización del comercio local y en a1gunas partes de Castilla fue necesario
recurrir al trueque ante la falta de buena moneda. Los comerciantes no podían hacer frente
a sus pagos ni cobrar el dinero que les debían, y los administradores y arrendatarios de
caudales públicos que poseían solamente moneda antigua, eran totalmente insolventes. El
crédito de los financieros se interrumpió y los banqueros perdieron la mitad de su capital
como consecuencia de la devaluación. También el comercio ultramarino se vio afectado.
Según el embajador francés, «el comercio de lana de Segovia, casi el único del que todavía
obtienen ganancias los españoles, descendió mucho como consecuencia de la devaluación,
que hizo doblar el precio de la lana. Los extranjeros no podían comprarla a menos que los
españoles redujeran el precio en la proporción correspondiente». 84 En conjunto, los años
1680-1682 fueron realmente trágicos para España, tal vez uno de los períodos más duros
que había sufrido su población. Y la agonía continuó.
Las comisiones de investigación permanecían reunidas continuamente, pero era
difícil encontrar soluciones. En noviembre de 1683, el gobierno admitió que la escasez de
dinero estaba perjudicando al comercio, así como a los ingresos de la Iglesia y de los
terratenientes privados, y se solicitó al Consejo de Castilla que propusiera una solución. El
Consejo ofreció diversas soluciones, ninguna de ellas muy convincente. Entretanto, las
83
Domínguez Ortiz, «La crisis de Castilla en 1677-1687», p. 449.
84
Villars, Mémoires, p. 276.
noticias que llegaban a Madrid del sur de España en 1684 no podían ser peores. En
respuesta a la solicitud de mayores esfuerzos contributivos llegaron una serie de informes
que eran un coro de lamentaciones. Por ejemplo, Córdoba insistía en su ruina absoluta:
Por la gran necesidad que en esta ciudad y su reino se padece, y que
despoblándose [los pueblos] se ha poblado esta ciudad de tanto mendigo, cuya
extrema necesidad los precisa a hacer [por tolerancia] los frutos y las mieses comunes,
la cortedad de las cosechas, mortandad de ganados, ruina de labradores, con gran
quiebra de las rentas eclesiásticas y seglares, quedándose por cultivar la mayor parte
de las campiñas, que es el único caudal de este reino, y sus dueños sin renta, los
labradores sin el ejercicio que los mantenía, y los jornaleros y oficiales sin hallar quien
los ocupe, perdidos los comercios por la gran falta de moneda, y por la que ha salido el
pago de los granos que de fuera de estos reinos se han introducido por la mar ... La
85
continuación del contagio por tiempo de siete años.
Aunque Andalucía encabezaba la lista de las zonas asoladas, Castilla la Nueva no le
iba muy a la zaga. En el curso de 1684, el Consejo de Hacienda recibió numerosas
peticiones de diversas comunidades para que se redujera su cuota tributaria como
consecuencia de la despoblación, la escasez de dinero y los bajos precios. Muchos pueblos
se quejaban de que su población había disminuido enormemente desde 1680, en una de
1.286 a 792 habitantes, en otra de 500 a 158, en otras de 400 a 200, y de 200 a 80. En todos
los casos, la razón que se daba era el bajo precio de los productos agrícolas desde la
drástica deflación de 1680. Un informe de un ministro del Consejo de Hacienda resumía
así 1a situación en 1685:
Considerando el miserabilísimo estado en que generalmente está todo el reino
de Castilla, y en general éste de Andalucía, donde los más poderosos se hallan sin
caudal, los medianos muy pobres, los oficiales de todas artes y oficios vagabundos
unos y los más pidiendo limosna, los pobres mendigos muriéndose muchos de hambre,
como lo han experimentado los hermanos de la santa caridad que los han enterrado,
por faltarles hasta lo que se les daba en las porterías de los conventos, porque éstos ni
para sí tienen; sucediendo lo mismo en las mujeres, a quienes la suma necesidad, aún
tiene pidiendo de puerta en puerta, porque el trabajo de sus manos no da para el
sustento; a otras, retiradas, sin tener con qué salir ni aun a misa, y otras (que es mayor
86
dolor) les ha viciado, en todas las edades, para poder apenas alimentarse.
Uno de los objetivos de la gran deflación de 1680 era que volvieran a circular el oro
y la plata. En 1686, el gobierno realizó una revaluación parcial de la plata, medida que
había sido solicitada desde hacía algún tiempo como estímulo económico y como
procedimiento para impedir su salida al extranjero. 87 Por un decreto del 14 de octubre, la
moneda de plata fue devaluada aproximadamente el 20 por 100. El premio de la nueva
emisión se fijó en el 50 por 100 con referencia al vellón y el de la antigua en el 87,5 por
100. Así permanecieron durante el resto de la centuria. Esta devaluación de la plata, la
primera en el espacio de dos siglos, fue, de hecho, una medida inflacionista, pero positiva y
justificada. Puso fin a un largo período de inestabilidad monetaria, permitió que la plata
comenzara a afluir nuevamente al mercado, los precios dejaron de caer y experimentaron
una ligera recuperación y el gobierno facilitó la situación aliviando algo la presión fiscal.
Incluso el tiempo mejoró, de manera que durante una serie de años las cosechas fueron más
abundantes. Además, el país no volvió a verse afectado por ninguna epidemia importante
85
Citado por Domínguez Ortiz, «La crisis de Castilla en 1677-1687», p. 449.
86
Citado por Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, p. 396.
87
Hamilton, War and Prices in Spain 1651-1800, pp. 22-23, 31.
88
Véanse diferentes interpretaciones en los tres estudios citados en la n. 18 y, asimismo, Kamen, Spain in the
Later Seventeenth Century, pp. 67-112.
89
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 42-45, 61-62; García Sanz, Desarrollo y crisis del
Antiguo Regimen en Castilla la Vieja, pp. 74-76.
90
Saavedra, Economía, política y sociedad en Galicia, pp. 70-73.
91
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 75-81.
92
Ibid., pp 89-90; García Sanz, Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja, p. 105.
93
Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne, I, pp. 640-653.
la Vieja, de 57,4 a 75,2 y en Andalucía del índice 60 al 63,7. 94 Esta estabilización de los
precios se prolongó desde mediados del decenio de 1680 hasta el de 1730, para producirse
luego una subida mayor, especialmente en la segunda mitad del siglo XVIII. Por
consiguiente, ni en los precios ni en la moneda se produjo una brusca ruptura en 1700. El
abismo de la gran depresión de España puede circunscribir al período 1640-1685 y cabe
situar la sima más profunda en los años 1676-1685 La gran devaluación de 1680, efecto y
causa de la crisis, devolvió finalmente la confianza en la moneda española, lo cual a su vez
sirvió de estímulo a financieros e industriales. Y la elevación lenta y segura de los precios a
partir de 1686 aunque no fue generadora de desarrollo, era al menos un signo de que la
gran depresión ya había sido superada, y la economía comenzó a responder a la moderada
inflación, tal vez, el último decenio del gobierno de los Austrias fue un período de
esperanza más que de tribulaciones.
La reforma de la burocracia
pasaban el resto de sus días no sólo buscando un nombramiento que satisficiera sus
ambiciones, sino acumulando tierra, mayorazgos y anualidades, en tanto que los menos
privilegiados, entre los cuales había no pocos conversos llenaban los escalones inferiores
de la profesión. Pero la situación estaba cambiando. La devaluación de los títulos
universitarios y la disminución del número de alumnos de los colegios mayores que se
produjo hacia 1680 empezaron a repercutir en la composición de los consejos. En el
reinado de Felipe V era menos frecuente que en tiempos de Carlos II que los hijos de los
miembros del Consejo de Castilla asistieran a la universidad o entraran en la carrera
administrativa, eligiendo en cambio la Iglesia o el ejército, lo que puede significar que el
letrado estaba perdiendo prestigio o estatus. Esto no afectó al poder de los consejos, que
alcanzó su cima en el reinado de Carlos II. Como señaló el asesor Jean Orry en 1703, «son
los consejos los que gobiernan el Estado y distribuyen todos los cargos, todos los favores y
todas las rentas del reino». 96
Aquellos que no poseían título universitario pero que contaban con otros
argumentos que podían compensar esa carencia —ya fuera su condición nobiliaria o su
relación de parentesco con algún oficial— tenían otro medio de ingresar en la burocracia, a
través de los oficios llamados de capa y espada. El nombramiento para esos cargos
dependía tan sólo del favor real, no había limitación por lo que respecta a su número y no
requería titulación académica alguna. Los salarios de estos oficiales adicionales suponían
una carga excesiva para el Estado. El número de este tipo de cargos excedía de tal forma
las necesidades de los consejos que periódicamente se habían desplegado esfuerzos
dirigidos a controlarlos. Por ejemplo, en 1661 Felipe IV decretó que los consejeros de capa
y espada nombrados para la Junta de Guerra debían esperar a que se produjera una vacante
antes de integrarse en ella, aunque podían cobrar sus salarios desde la fecha de su
nombramiento.
El crecimiento de la burocracia fue superfluo y perjudicial. Durante los 35 años del
reinado de Carlos II fueron nombrados no menos de 72 consejeros Para el Consejo de
Indias: 24 de ellos eran nombramientos de capa y espada. En total, 48 eran consejeros
togados, 23 de los cuales murieron mientras ejercían el cargo, 13 de ellos sólo lo
detentaron durante un corto período y 19 fueron rápidamente promovidos al Consejo de
Castilla. Esta falta de continuidad en el servicio era un grave obstáculo para la eficacia de
la administración. En efecto, durante esos 35 años solo 10 consejeros permanecieron en el
Consejo de Indias durante más de 10 años. 97 Pero había otras anomalías, una de las cuales,
que se había puesto en boga recientemente, consistía en nombrar consejeros
supernumerarios, tanto togados como de capa y espada, que ya detentaban otros cargos,
con frecuencia en el extranjero. El único objetivo de esa medida era incrementar los
salarios. Por ejemplo, don Pedro Ronquillo fue nombrado consejero de Indias (y también
de Castilla) cuando ocupaba un cargo en los Países Bajos y, luego, el de embajador en
Londres, sin que llegara nunca a poner un pie en la sala del Consejo. 98 A veces, los
antiguos secretarios del Consejo de Estado eran nombrados para el Consejo de Indias a
modo de pensión de jubilación.
Finalmente, había otro camino aún para acceder a los cargos: mediante la compra.
Se consideraba como un acto de patriotismo, no de corrupción, y el cargo así obtenido se
detentaba en propiedad, generalmente con derecho de renuncia, lo que significaba que su
propietario podía venderlo, legarlo a sus descendientes o regalarlo. La venta de oficios
96
Citado ibid., p. 171.
97
Scháfer, El Consejo real y supremo de las Indias, I, p. 269.
98
Ibid., I, pp. 269-270.
afectó no sólo a los cargos notariales y municipales, muy numerosos, sino también a los
oficios asalariados en la administración central, incluidos cargos en la administración de
justicia que, estrictamente hablando, eran invendibles. A finales del reinado de Felipe IV,
los altos cargos administrativos de los sectores judicial y financiero, cuya venta se
consideraba por todo el mundo como muy poco recomendable, se ofrecían al mejor postor
de manera rutinaria. 99 El sistema entrañaba dos tipos de abusos: por un lado, situaba en
puestos de responsabilidad a individuos que, moral o intelectualmente, no estaban
capacitados para desempeñarlos y, por otro, estimulaba la malversación, pues los
candidatos que conseguían su objetivo tenían que pagar los intereses del capital que habían
tomado a préstamo para comprar el cargo. En el reinado de Carlos II se multiplicaron y se
vendían incluso los nombramientos para los consejos. Al menos dos consejeros de capa y
espada del Consejo de Indias, ambos miembros de la alta aristocracia, el duque de Guastala
y el marqués de Iscar, consiguieron sus nombramientos mediante el pago de un servicio
sustancial. Y aunque la ley prohibía la compra de todos los cargos de la administración de
justicia, Martín de Solís fue nombrado fiscal del Consejo de Indias, previo pago de 14.500
ducados. Hacia finales del reinado, un niño de nueve años, el marqués de La Laguna,
conde de Paredes, heredó el cargo de su padre en el Consejo de Indias junto con otras
propiedades.
Con más rapidez aún se multiplicaban los oficiales de segunda fila. En 1690, sólo
en el Consejo de Indias había 75 oficiales. Su número total de funcionarios, de un centenar,
incluía 50 oficiales supernumerarios a sueldo en todos los grados de la jerarquía, desde el
consejero hasta el conserje. Esta expansión no se produjo en respuesta a un incremento de
los asuntos a despachar, sino a las peticiones que generaba el ejercicio del patronazgo. El
exceso de personal era una enorme carga financiera que determinaba el atraso habitual en
el pago los salarios. El volumen de atrasos se fijaba en agosto de 1668 en 164.453 ducados.
Tal vez, este no era un problema grave para los supernumerarios aristócratas, pero obligaba
a los funcionarios de menor rango a vivir constantemente a base del crédito o de la
corrupción. Aparte de los salarios —o de las pensiones para las viudas—, los oficiales del
consejo obtenían otros ingresos, que constituían una carga adicional sobre el presupuesto
financiero de los consejos un momento en que las remesas procedentes de Perú eran cada
vez más reducidas e irregulares. Así pues, la posición financiera del Consejo de Indias era
peor en el reinado de Carlos II que en cualquier período anterior. Idénticos problemas por
lo que respecta al personal y a las finanzas se abatían sobre los demás consejos.
El hecho de que la burocracia se convirtiera en una especie de seguridad social para
sus miembros significó su deterioro como instrumento de gobierno. Sus procedimientos
exigían una reforma drástica. La consulta, que originalmente era un procedimiento útil para
resumir tenías y opiniones, degeneró en un ejercicio prolijo y sin sentido. La práctica de
registrar la opinión y los argumentos de cada uno de los consejeros se seguía incluso
cuando existía unanimidad o un alto grado de coincidencia. Se cometían, además, una serie
de irregularidades en la elaboración de las consultas. A mediados del siglo XVII, los
consejeros adoptaron la práctica de abandonar la mesa del consejo después de los debates,
expresando sus opiniones en privado, para añadirlas, una vez completada la consulta, o
para hacerlas llegar directamente al rey sin seguir el canal del consejo. La repetida
prohibición de esta práctica en los decenios de 1650 y 1660 indica que era difícil
erradicarla. 100 En el reinado de Carlos II se realizaron nuevos intentos de reformar el
procedimiento de la consulta, aunque sin mucho éxito. 101
99
Parry, The Sale of Public Office in the Spanish Indies under the Habsburgs, pp. 5, 48.
100
Tomás y Valiente, Los validos, pp. 201-202.
101
Véase «Orden de la Reina Gobernadora», 26 de julio de 1672, ibid., pp. 209-210.
del Consejo de Estado, sino que tenía atribuciones universales y combinaba unciones de
asesor y secretario de la jefatura del gobierno, ya fuera esta Junta de Gobierno o, como
posteriormente, un primer ministro. Desempeñaron ese cargo hombres de cierta altura y
distinción como Blasco de Loyola, Pedro Fernández del Campo, Jerónimo de Eguía, José
de Veitia Linaje y Manuel de Lira. La importancia de ese cargo determinó que fuera
altamente codiciado y explica la sorpresa que provocó el nombramiento de personajes no
aptos para desempeñarlo en el decenio de 1690.
En el reinado de Carlos II, la mediocridad de la corona y el poder de los grandes
impidieron que se produjeran nuevos avances en esa dirección. Hasta que el poder político
de los nobles no hubiera sido quebrantado por una monarquía fuerte, absoluta tanto en su
práctica como en su teoría y capaz de elegir el primer ministro sin tener en cuenta si era o
no un miembro de la alta nobleza, el ejecutivo no estaría en condiciones de prescindir
completamente de los consejos aristocráticos y de controlar plenamente la administración.
Se llevó a cabo un intento de elaborar una alternativa a la administración conciliar cuando
en 1687 el conde de Oropesa creó un nuevo cargo, la Superintendencia de Hacienda,
entendida como un ejecutivo único sobre los asuntos financieros. Se inspiró en la práctica
francesa y fue un precursor del sistema que se desarrollaría en él siglo XVIII. Pero no
llegaron a especificarse con exactitud las funciones de ese cargo y su relación con el
Consejo de Hacienda. 104
Por consiguiente, el gobierno de Carlos II tuvo que aceptar la existencia de los
consejos e intentar mejorar su funcionamiento. Tres intentos de reforma vieron la luz. El
primero se produjo en 1677 y su objetivo, tal como se definía en el decreto real del 6 de
julio, era «evitar el gran retraso en el despacho eficiente de los asuntos, ocasionado por el
incremento del número de ministros, así como el coste creciente de los salarios». Sólo
conocemos los detalles por lo que respecta al Consejo de Indias, pero parece que se
tomaron medidas similares para los demás consejos. El personal del Consejo y de la
Cámara de Indias quedó reducido a un presidente, ocho consejeros, un fiscal, dos
secretarios y ocho oficiales subordinados, y se insistió en que los consejeros tenían que
haber servido en las colonias. 105 Pero esta reforma tan positiva fue prácticamente anulada
por la disposición final, que concedía que ningún presidente en funciones tendría que dejar
su cargo y que el consejo adquiriría su nueva dimensión por el procedimiento de no cubrir
las vacantes cuando éstas se produjeran. Naturalmente, eso habría supuesto mucho tiempo,
dado el gran número de funcionarios. Este decreto fue escasamente efectivo y se
perpetuaron los abusos de siempre.
El gobierno abordó nuevamente el problema en 1687, a instancias de Oropesa.
Mediante un decreto del 31 de enero, se ordenó la supresión total de los cargos que habían
sido adquiridos en los consejos, dejando a los propietarios únicamente el título y condición
y un interés del 5 por 100 sobre la suma que habían pagado por el cargo. El decreto
determinaba también la supresión de los cargos supernumerarios conseguidos por
concesión real cuando quedaran vacantes y afirmaba que bajo ningún concepto existirían
en el futuro cargo supernumerarios. 106 Era esta una medida limitada, pero parece que fue
más eficaz, en la práctica, que la de 1677.
La reforma importante fue la de 1691, que también preparó Oropesa, aunque su
destitución le impidió aplicarla personalmente. Un decreto del 17 de julio limitó el número
de miembros de los consejos por razones de eficacia y ahorro. En el caso del Consejo de
104
Véase supra, pp. 335-336.
105
Shafer, El Consejo real y supremo de las Indias, I, pp. 275-276.
106
Ibid.. I, p. 278.
Indias, esto supuso que su composición quedara educida a un presidente, ocho consejeros
togados, dos de capa y espada, dos secretarios y un fiscal y nueve oficiales de menor rango.
Éstos seguirían recibiendo los salarios habituales, pero se reducían sus otros ingresos.
Todos los consejeros por encima de ese número tendrían que retirarse, aunque continuarían
recibiendo la mitad de su salario y tendrían opción a ocupar las vacantes que se
produjeran. 107 Como medida general, el decreto anulaba todas las mercedes y concesiones
realizadas por la administración sin conocimiento del rey. Se publicaron decretos similares
respecto a los demás consejos y el conjunto puede considerarse como un importante
anuncio de reforma administrativa. Sin embargo, no bastaba con una declaración de buenas
intenciones, y las dificultades se plantearon en el momento de la ejecución. Estas medidas
no solucionaron los problemas financieros de los consejos, ni acabaron con los retrasos en
el pago de los salarios. Es cierto que en 1694, el Consejo de Hacienda pasó a ser el
administrador único de los impuestos en Castilla, decisión que anticipaba también la
racionalización del siglo XVIII, pero no consiguió el control financiero sobre la burocracia.
Por tanto, cada uno de los consejos continuó poseyendo su aparato financiero y sus propios
ingresos, y no eran controlados ni pagados por el tesoro público. Además, para dar
satisfacción a los clientes, se hicieron excepciones —en dos casos se incluyeron incluso en
el decreto— permitiendo el nombramiento de consejeros adicionales de capa y espada.
Finalmente, la ejecución del decreto se vio seriamente dificultada por el hundimiento del
gobierno tras la salida de Oropesa, aunque cabría añadir que el primer gobierno borbónico
encontró igualmente difícil aplicar la reforma burocrática. Por todas estas razones la
situación no varió sustancialmente. Cuando llegó a su final el régimen de los Austrias en
1700, el número de miembros del Consejo de Indias, que se había fijado en 10 por el
decreto de 1691, había aumentado a 19, 7 de ellos de capa y espada, y había un importante
retraso de 5 años en el pago de numerosos salarios. 108
Los precursores
Los años anteriores y posteriores a 1680 fueron años críticos para España, pues fue
entonces cuando la depresión del siglo XVII, agudizada desde 1640, alcanzó su mayor
intensidad. Pero, a pesar de todo, la más negra oscuridad dejó entrever los primeros rayos
de luz. Tras la corrupción y la improvisación a que lo habían sometido los últimos validos
y el primer caudillo, el país recuperó la cordura y la estabilidad política durante los
mandatos de Medinaceli y Oropesa, progreso que sólo se vio interrumpido por el problema
sucesorio Cataluña comenzó a emerger de su provincianismo, a revitalizar su economía y a
dirigir la mirada hacia el mundo exterior. Por su parte, Castilla echó los cimientos de su
futura recuperación económica sobre la base de la racionalidad monetaria y una inflación
moderada. Al haber más bocas que alimentar, la agricultura aumentó la superficie cultivada
e incrementó la producción. Se inició además, un programa de reforma administrativa, más
cargado de promesas que de realidades, es cierto, pero que luego sería imitado por el
primer monarca Borbón. Los datos que poseemos, aunque fragmentarios, permiten
establecer un nuevo marco para la historia moderna de España, pues si esta hipótesis es
correcta es necesario revisar la cronología de la depresión. España no pasó de forma
107
Ibid.. I, pp. 279-285.
108
Sin embargo, el Consejo de Indias consiguió elaborar en 1681, 78 años después de que se iniciara el
proyecto, la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, compilación de 6.400 leyes en cuatro
volúmenes, «un notable monumento de legislación colonial»; véase C. H. Haring, The Spanish empire in
America, Nueva York, 1952, p. 102.
repentina del oscurantismo a la ilustración en 1700 con la muerte del último y decrépito rey
Austria y el advenimiento del primer Borbón reformador. Si los logros de los últimos
gobiernos de los Austrias fueron mayores de lo que cabía esperar de sus recursos, los de los
primeros Borbones no cumplieron las expectativas. Por consiguiente, en una cronología
alternativa habría que hablar de un período, entre 1685 y 1760 aproximadamente, en el que
los gobiernos sucesivos detuvieron, si no invirtieron, la tendencia declinante. A éste habría
seguido, entre 1760 y 1790, un programa de reforma más vigoroso que modernizó el
gobierno de España y fortaleció su economía. 109
En Castilla, los ministros intentaron construir sobre la base de la reforma monetaria
de comienzos de la década de 1680 poniendo orden en las finanzas del gobierno. Durante
la primera parte del reinado, éstas continuaron sumidas en el caos. Había demasiados
impuestos, demasiados oficiales y arrendadores de impuestos y el rendimiento era
demasiado bajo. Las exenciones y el fraude, el coste de la recaudación tributaria y la
inflación mermaban aún más los ingresos. 110 El gobierno sobrevivió asignando, con varios
años de adelanto, impuestos y otras formas de ingresos a los banqueros y acreedores, a
cambio de dinero en efectivo, y consiguiendo préstamos de financieros y particulares con
la garantía de los juros, que se convirtieron en un lastre que entrañaba obligaciones
permanentes. El reinado anterior había legado una fuerte carga, pues el 15 de noviembre de
1663 Felipe IV había declarado la bancarrota final y había convertido las deudas en juros.
El juro era un contrato por el que una persona o institución, a cambio de un adelanto de
capital a la corona, ya fuera voluntario o forzoso, obtenía una pensión anual con cargo a un
ingreso especifico. 111 Se convertía, entonces, en una propiedad que se podía heredar o
vender. Los propietarios de juros eran los hospitales, monasterios, viudas, caballeros,
gentes de las ciudades, en definitiva, todos aquellos que no podían o no querían trabajar o
arriesgarse en el mundo de los negocios. Pero en el reinado de Felipe IV se obligó a
muchos mercaderes y hombres de negocios a comprar juros o se les entregaron como pago
por sus capitales confiscados. 112 Personas influyentes como banqueros y asentistas
especulaban con estos instrumentos comprando juros depreciados para luego persuadir a
los responsables de Hacienda para recibir los ingresos correspondientes a su valor nominal.
Ya en el reinado de Felipe III, los juros representaban la ingente suma de 4,5 millones de
ducados, casi la mitad de las rentas totales de la corona, y se cargaban sobre las rentas más
lucrativas y seguras. En 1667, totalizaban 9 millones de ducados y eran la mayor carga que
pesaba sobre el erario público. El superintendente de Hacienda, el marqués de Los Vélez,
afirmó el 10 de mayo de 1687:
Para la gran maquinaria de esta monarquía sólo le quedan a Vuestra Majestad
los ingresos aportados por las provincias de Castilla, cuyo valor asciende a 84.197.790
reales de vellón; la suma enajenada y destinada a los juros asciende a 122.971.550
113
reales, siendo el déficit de 41.578.230 reales.
Una parte sustancial de los ingresos obtenidos de los juros se dedicaba a los gastos
de defensa, que seguían constituyendo la mayor carga sobre los recursos del Estado. En
1680, los gastos previstos totalizaban 19,5 millones de escudos, los ingresos disponibles
109
Naturalmente, hay otras revisiones de la cronología en el siglo XVIII; váse Lynch, El siglo XVIII. pp. 12-
13.
110
Véase supra, pp. 731-735.
111
Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 315-329.
112
Aunque por razones de conveniencia se hace referencia a los juros como títulos de la deuda, no lo eran en
el sentido moderno, pues sólo estaban asignados a determinadas rentas públicas, no a su totalidad.
113
Citado por Kamen, «The Decline of Castile: the last crisis», p. 65.
8,7 millones y el déficit se situaba en 10,8 millones. 114 Como la moneda de plata era la
única aceptada en el extranjero, la corona tenía que utilizar la que tenía para realizar los
pagos en el exterior, utilizando en el interior el vellón, que era la moneda en la que se
recaudaban los impuestos. El premio sobre la plata ascendió al 190 por 100 en 1675 y al
275 por 100 en 1680. Enviar un millón de ducados a los Países Bajos costaba 2.750.000
ducados. 115
Entre 1683 y 1685, el gobierno inició el debate de la reforma de la estructura fiscal.
En 1686, la Junta de Medios del Consejo de Castilla manifestó su apoyo al principio de
que la carga tributaria tenía que recaer con mayor fuerza sobre los grupos de ingresos
elevados. Propuso la reducción de los millones, que gravaba productos alimentarios
básicos, y que aumentaran la alcabala y otros impuestos que afectaban más a los ricos. Esta
conclusión la hizo suya en 1687 el marqués de Los Vélez, flamante superintendente de
Hacienda, que elaboró un extenso informe sobre la reforma financiera. 116 Según ese
informe, los ingresos estaban descendiendo a 7-9 millones de ducados, mientras que los
gastos aumentaban, hasta 10-11 millones. El descenso correspondía a los millones, que
originalmente se había establecido como un impuesto sobre artículo básicos de consumo
como alternativa a la imposición directa de las clases privilegiadas, los nobles y el clero.
Los ingresos generados por los millones disminuyeron gradualmente por la excesiva
burocracia que exigía, por la asignación de juros a ese impuesto y por los fraudes
cometidos por la nobleza y el clero que vendían directamente al consumidor artículos sobre
los que cargaban el montante del impuesto, del que luego se apropiaban. El marqués de
Los Vélez afirmaba que «los millones constituyen el impuesto más injusto y gravoso del
reino», porque gravaba principalmente a los pobres, beneficiaba a los ricos en lugar de a la
hacienda y no rendía más de 1,5 millones de ducados.
Aunque la mayor parte de los ministros estaban de acuerdo en que era necesario
abolir los millones y sustituirlo por un impuesto directo, temían las consecuencias de la
pérdida de 1,5 millones de ducados al no existir todavía un sustituto seguro. Por
consiguiente, la corona designó una nueva comisión del Consejo de Castilla, presidida por
el superintendente de Hacienda, para examinar la situación financiera en general y la
propuesta de reducir los millones en particular. Entretanto, se llevó a cabo un intento de
eliminar los abusos administrativos relacionados con ese impuesto y de conseguir que
también el clero lo pagara. Teóricamente, el clero no estaba exento del pago de los
millones, pero oponía resistencia y se refugiaba en la necesaria sanción periódica por parte
del Papado. En esta ocasión, el arzobispo de Toledo, cardenal Portocarrero, se opuso a
permitir la recaudación del impuesto en su diócesis, so pretexto de que la autorización
Papal no había llegado todavía, y amenazó a los recaudadores con la excomunión. Se
mantuvo inflexible a pesar de las admoniciones de Oropesa, del confesor real y del propio
Carlos II. Finalmente, en febrero de 1688 la comisión presidida por Los Vélez rindió su
informe, que concluía que, aunque era de importancia vital aliviar la carga fiscal, había que
mantener los millones, porque era necesario para atender los gastos de defensa. Podría
haber añadido que era un sustituto de la imposición directa de las clases privilegiadas.
Frustrada así la reforma en profundidad por la rígida estructura social de Castilla, la
administración de Oropesa hizo cuanto pudo para ajustar el sistema fiscal. El Consejo de
Hacienda comenzó a vigilar más de cerca los contratos para la recaudación de impuestos,
que generalmente se arrendaba a hombres de negocios y a financieros, en su mayor parte
114
Ibid, p. 66.
115
Domínguez Ortiz, «La crisis de Castilla en 1677-1687», p. 443.
116
Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, pp. 446-447.
117
Carmen Sanz Ayán, «La figura de los arrendadores de rentas en la segunda mitad del siglo XVII. La renta
de las lanas y sus arrendadores», Híspania, 47, 165 (1987), pp. 203-224.
118
Maura, Vida y reinado de Carlos II, I, p. 508.
119
Alvaro Castillo Pintado, «Los juros de Castilla. Apogeo y fin de un instrumento de crédito», Hispania,
XXIII (1963), pp. 43-70, especialmente pp. 64-66; Maura, Vida y reinado de Carlos II, p. 508; Domínguez
Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, pp. 328-329.
120
Novísima Recopilación de las Leyes de España, 6 vols., Madrid, 1805-1807, V, XII, 2; VIII, XXIV, 1.
121
William J. Callahan, «A note on the Real y General Junta de Comercio, 1679-1814», Economic History
Review, 21, 3 (1968), pp. 519-528; Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp.,75-81.
122
Kamen, «The Decline of Castile: the last crisis», pp. 68-69.
123
N. Barozzi y G. Berchet, Relazioni degli stati europei. Ser. 1, Spagna, Venecia, 1660, II, pp. 642-645; sin
embargo, se trata de una fuente que contiene inexactitudes y conclusiones falsas.
124
Santiago Rodríguez García, El arte de las sedas valencianas en el siglo XVIII, Valencia, 1959, p. 26.
125
Lonchay, Cuvelier y Lefévre, Correspondance de la Cour d'Espagne sur les affaires des Pays -Bas au
XVIIe siécle, V, pp. 257, 282.
126
Hussey, The Caracas Company, pp. 8-34; José Muñoz Pérez, «El comercio de las Indias bajo los Austrias
y los tratadistas españoles del siglo XVII», Revista de Indias, XVII (1957), pp. 209-221.
127
Véase supra, p. 342.
128
Véase supra, p. 335.
asesorara sobre la promoción del comercio americano y luego solicitó a Lira que expusiera
su opinión sobre el informe de la junta, que se limitaba a recomendar la prohibición estricta
de comerciar con extranjeros. Lira reaccionó enérgicamente contra la creciente xenofobia y
denunció las normativas e impuestos, que le parecían excesivos y faltos de realismo.
Afirmó que era precisamente la prohibición de mantener relaciones comerciales con
extranjeros lo que había inducido a ingleses, holandeses y franceses a establecer
asentamientos en las Indias. «El demasiado rigor es causa de muchos males ... Bien
conozco que el medio de gobernar blandamente es menos absoluto.» Una cosa era —
decía— prohibir el comercio con enemigos y otra muy distinta impedir el mantenimiento
de relaciones comerciales con extranjeros amigos. Como defensor del comercio libre y
crítico del monopolio .castellano, Lira defendía la formación de una compañía comercial
en Sevilla o Cádiz, que estaría abierta a todos los súbditos de la corona y a comerciantes
ingleses, de los Países Bajos, de los puertos del Báltico y de otras naciones amigas o
aliadas de España. Para acogerles debería concedérseles la libertad religiosa en los puertos
españoles. Lira estaba convencido de que sus propuestas, además de revitalizar y ampliar el
comercio americano, que a su vez estimularía el desarrollo de las manufacturas españolas y
de la marina mercante, convertirían a Inglaterra y las Provincias Unidas en firmes aliados,
pues tendrá intereses en un sector vital de la economía española y un móvil para combatir
el comercio ilícito. 129 Lira comprendía que sus ideas tenían pocas posibilidades de ser
aceptadas y, en efecto, no lo fueron. La aplicación de muchas de éstas habría supuesto,
simplemente, legalizar la práctica habitual y el gobierno no podía hacerlo. La propuesta de
aceptar la presencia de extranjeros en el comerció americano se adelantaba notablemente a
las ideas de la época, aunque predominaban en otras naciones. Ni siquiera en 1765, cuando
el gobierno de Carlos III comenzó a reorganizar el comercio sobre la base del principio del
comercio libre, se admitió la participación de extranjeros en la actividad comercial.
Todos estos proyectos ganaban o perdían adeptos en función de la capacidad de
España de defender su imperio de la penetración extranjera. Y todos fracasaron. La escasez
de capital, la falta de confianza de los inversores extranjeros en la burocracia española y la
oposición inquebrantable del consulado de Sevilla a cualquier ataque abierto contra su
monopolio hicieron inevitable el fracaso. En cualquier caso, los nuevos planificadores
intentaban copiar el marco formal de los sistemas comerciales extranjeros, pero sin
incorporar su contenido sustancial; España no poseía el capital y los recursos industriales
con los que contaban sus rivales. Lo que es aún peor, no supieron comprender el auténtico
significado de la crisis del comercio colonial. Creían que bastaba con impedir la presencia
de los extranjeros en el comercio, cuando en realidad eran los propios americanos los que
obtenían los frutos del imperio. No obstante, fue sólo dos décadas más tarde cuando se
puso en práctica el sistema de la compañía privilegiada y la Compañía Guipuzcoana de
Caracas se formó con capital vasco. Pero el debate había comenzado y el terreno se había
preparado en el reinado de Carlos II.
En el crepúsculo del régimen de los Austrias, el saldo de los progresos seguía
siendo desfavorable, a pesar de los esfuerzos desplegados por los precursores, y la masa de
la población española tenía poco que mostrar por los sacrificios que se le habían exigido.
Con la caída de Oropesa en 1691 perdió impulso el movimiento de reforma iniciado hacia
1670. Las energías políticas de la nación se centraban ahora en el problema sucesorio y el
gobierno prácticamente dejó de gobernar. Como observó el embajador inglés en 1694,
«este país se halla en un estado miserable; nadie está al frente del gobierno y todo aquel
129
Manuel Francisco de Lira y Castillo, «Representación dirigida a don Carlos II», en Juan Sampere y
Guarinos, Biblioteca Española Económico-Política, 4 vols., Madrid, 1801-1821, IV, pp. 1-44; Antuñez y
Acevedo, Memorias históricas sobre la legislación y gobierno del comercio de los españoles con sus
colonias en las Indias Occidentales, p. 276.
que ocupa un cargo hace lo que le viene en gana, sin temor de tener que rendir cuentas». 130
para la gente del común, la centuria terminó tal como había comenzado, con unas duras
condiciones de vida y con escasez de alimentos. En abril de 1699, se produjeron en Madrid
tumultos por causa de la falta de pan. Una multitud de 5.000 personas recorrió la ciudad,
aterrorizó a los grandes, que tuvieron que esconderse, y comenzó a proferir gritos ante el
palacio real. El postrado monarca se vio obligado a conceder el cambio de corregidor y a
salir del lecho del dolor para aparecer en persona ante la multitud con la promesa de
remediar la situación. En mayo hubo violentos tumultos en Valladolid. Entretanto los
campesinos acudían a la capital en busca de comida: «Han aparecido otros 20.000
mendigos procedentes del campo circundante para compartir lo poco que tenemos; morían
de hambre en sus casas y parecen fantasmas». 131 La escasez de alimentos provocó una
auténtica crisis de hambre y la población luchaba como las bestias por conseguir un pedazo
de pan. Aún quedaba un largo camino por recorrer para salir de la depresión del siglo
XVII.
130
Stanhope a Godolphin, 8 de octubre de 1694, en Spain under Charles II; or Extracts from the
Correspondence of the Hon. Alexander Stanhope, 1690-1699, Londres, 1844, p. 53.
131
Stanhope, 21 de mayo de 1699, ibid, p. 138.
Segunda parte
El SIGLO XVIII
John Lynch
Capítulo XI
los intereses de un grupo dirigente. España era una serie de grupos dirigentes. Las
Provincias Vascongadas, aunque formaban parte de Castilla, tenían fueros antiguos que
hacían difícil la tributación y el servicio militar obligatorio. Su identidad política estaba
señalada por una frontera aduanera que seguía el curso del Ebro, anacronismo de dudoso
valor para la economía regional pero útil para la urgencia colectiva de desafiar a Madrid.
Ni siquiera en Castilla poseía la corona un poder absoluto. Por decisión consciente o por
negligencia se había producido un proceso de devolución del control de los impuestos, de
los recursos militares y de la justicia desde el centro hacia la administración local; a lo
largo del siglo XVII una serie de instituciones legales bajo control municipal adquirieron
poder a expensas de la justicia real. 1 Y lo que no conseguían las ciudades lo obtenía la
aristocracia, extendiendo la red de la jurisdicción señorial a lo largo y ancho de España.
Así pues, a finales del siglo XVII, la amplia y aparentemente activa burocracia de Madrid
no era un instrumento del absolutismo ni un agente de centralización sino un mediador
entre el soberano y sus súbditos, que trataba con los nobles, los eclesiásticos, los
arrendadores de impuestos, las oligarquías urbanas y otros intereses locales que más que
obedecerla colaboraban con la monarquía.
Los gobernantes españoles eran conscientes de la debilidad en el centro. El conde-
duque de Olivares intentó reformar la rígida estructura constitucional de la monarquía para
reforzar la autoridad real, gravando con impuestos a las regiones y dominando a la
aristocracia, comprendiendo correctamente que en los inicios del siglo XVII el sistema de
los Austrias no se adecuaba a los tiempos. Al extenderse el imperio acumuló mayor
número de territorios y hubo de hacer frente a nuevos enemigos, lo que supuso un
incremento de los costes de defensa, hasta el punto de que ni los impuestos ordinarios, ni
los ingresos procedentes e las Indias, ni el déficit financiero eran suficientes para mantener
a flote a la monarquía. Mientras tanto, la distorsión fiscal no sólo protegía a los
privilegiados, en el ámbito social y regional, sino que también perjudicaba a la economía,
concentraba el capital en préstamos al Estado, desalentaba la acumulación para la
inversión, gravaba las iniciativas productivas y no producía lo suficiente para defender
España. En consecuencia, Olivares luchó por fortalecer la corona, superar al enemigo en el
interior, las élites regionales y los nobles castellanos, y integrar al conjunto de España en
una monarquía centralizada, proveyendo oportunidades para todos a cambio de servicio
por parte de todos. 2 Eran estas formas radicales, que se emprendieron en un mal momento
para los reformadores cuando el rey era débil, la sociedad se mostraba renuente a los
cambios y la aristocracia decidida a incrementar su poder.
Olivares cayó, la reforma fue abandonada y España retornó a los usos de siempre.
La corona reconstruyó sus relaciones con la nobleza, redujo sus peticiones de dinero y
servicios y permitió que sus súbditos poderosos gozaran de un poder omnímodo en sus
feudos locales. 3 Pero la monarquía no podía retornar a las condiciones anteriores a la
reforma. Los problemas de defensa eran cada vez mayores, las exigencias financieras se
incrementaban, y los dos enemigos del cambio, la nobleza y la burocracia, reforzaron aún
más su posición. La nobleza castellana había abandonado sus pretensiones políticas en el
siglo XVI, a cambio de concesiones económicas y sociales y en el bienentendido de que
los aristócratas eran potentados en sus propiedades. Pero eso ya no era verdad; ahora
gozaban de poder y privilegio en el centro de la escena política y durante el resto del siglo
1
I. A. A. Thompson, «The Rule of Law in Early Modern Castile», European Quarterly, 14 (1984), pp. 221-
234; Richard L. Kagan, Lawsuits and Litigants en Castile 1500-1700, Chapel Hill NC, 1981, pp. 210-211.
2
J.H. Elliot, The Count-Dike of Olivares. The Statesman in an Age of Decline, New Haven, Conn, 1986, pp.
677-678 (Hay trad castellana: El conde-duque de Olivares, Barcelona, 1990).
3
R. A. Stradling, Philip IV and the governament of Spain 1621-1665, Cambridge, 1988, pp. 167-168.
4
Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, Comentarios de la guerra de España e historia de su rey
Felipe V, el animoso. BAE, 99, Madrid, 1957, p.22.
5
Henry Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, 1665-1700, Londres, 1980, pp. 226-259 (hay trad.
cast.: La España de Carlos II, Barcelona, 1981).
6
Citado por Janine Fayard, Les membres du Conseil de Castille a l'époque moderne (1621-1746), Ginebra-
París, 1979, p. 171 (hay trad. cast.: Los miembros del Consejo Castilla, 1621-1746, Madrid, 1982).
7
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 195-204.
8
Carla Rahn Phillips, Ciudad Real, 1500-1750: Growth, Crisis, and Readjustment in the Spanish Economy,
Cambridge, Mass., 1979, pp. 62-64.
9
David R. Regrosé, Madrid and the Spanish Economy, 1560-1850, Berkeley-Los Ángeles. California, 1983
pp. 312-316 (hay trad. cast.: Madrid y la economía española, Madrid, 1985).
10
Sobre la naturaleza y cronología de la superación de la depresión por España, véanse Antonio Domínguez
Ortiz, «La crisis de Castilla en 1677-1687», Revista Portuguesa de Historia, 10 (1962), pp. 436-451, e
Instituciones y sociedad en la España de los Austrias, Barcelona, 1985; Henry Kamen, «The Decline of
Castile: the last crisis», Economic History Review, 2ª serie, 17 (1964-1965), pp. 63-76, y Spain in the Later
Seventeenth Century, pp. 67-112; José Calvo Poyato, «La última crisis de Andalucía en el siglo XVII»,
Hispania, 46, 164 (1986), pp. 519-542
11
Calvo Poyato, «La última crisis de Andalucía», p. 531.
plazo. No fue hasta 1685 que se recuperó la producción y mejoraron las condiciones de
vida. Sin embargo, para entonces el gobierno había añadido su propia cuota de miseria. La
drástica devaluación de la moneda en un 75 por 100 en febrero de 1680 redujo el valor del
marco de vellón de 12 a 3 reales, ejemplo notable de un gobierno fuerte en un reino débil,
aunque no fuera apreciado por los contemporáneos. Junto con la devaluación parcial de la
plata en 1686, esta medida permitió controlar durante el resto de la centuria una inflación
hasta entonces desbocada y produjo beneficios a largo plazo en cuanto a la estabilidad
monetaria. 12 Pero los efectos inmediatos eran más de los que podía soportar la población.
En gran parte de las zonas rurales de Castilla y Andalucía, en las ciudades y aldeas de todo
el país, los trabajadores no recibían sus salarios, no se satisfacían los impuestos, se paralizó
el comercio local y la población perdió sus ahorros. España superó la espiral inflacionaria,
es cierto, pero el remedio estuvo a punto de causar la muerte del paciente.
Mientras España se tambaleaba pasando de la inflación a la deflación y su
población se veía abrumada por el clima y la epidemia, parecía haber escasas esperanzas de
«recuperación» para Castilla. Pero la sociedad española era resistente y en 1685 se había
superado lo peor de la recesión y muchos comenzaron a reconstruir sus vidas. La
estabilidad monetaria empezó a restablecer la confianza, las epidemias comenzaron a ceder
y los cultivos crecieron de nuevo. Incluso el clima mejoró y la España rural ingresó en el
siglo XVIII si no con buena salud al menos fuera de peligro. ¿Cuáles eran los signos de
recuperación?
El primer indicio fue de carácter demográfico. A pesar de los brotes de peste de
1647-1652 y 1676-1685, la población comenzó a estabilizarse y a aumentar a partir de los
años 1660. 13 En algunos sectores de la economía se produjo incluso un crecimiento
incipiente. Vascos y catalanes pusieron en marcha un proyecto de expansión industrial y
comercial que puede datarse en el decenio de 1670; desde 1680 nuevos fabricantes y
exportadores trabajaban en Barcelona, mientras la producción agrícola catalana crecía y
buscaba mercados en el exterior. La acción del Estado fue otro síntoma de recuperación.
La creación de la Junta de Comercio en 1679 fue importante y no tanto porque hiciera
fructificar proyectos específicos como porque demostraba la intervención del Estado en la
economía y la existencia de inversión en la manufactura. 14 Incluso Castilla, a pesar de las
epidemias de 1676-1685, vio como se elevaba su producción agrícola. En Andalucía, la
producción de trigo, como respuesta inequívoca al crecimiento demográfico, aumentaba a
finales del siglo XVII, y en Segovia, donde la producción de trigo entre 1640 y 1710 se
incremento en un 48 por 100, mientras se cuadruplicaba la producción de lana, se
empezaron a alcanzar los niveles de finales del siglo XVI. 15
Los beneficios del crecimiento, presentes de manera breve y parcial antes de 1700,
se hicieron mas prolongados y consistentes en los decenios siguientes. El crecimiento
supuso más trabajo para algunos, mayores beneficios para otros un impulso más fuerte
hacia el cambio social. A partir de 1700, el cambio se vio acelerado por la guerra civil, que
dio al gobierno central la oportunidad a necesitaba para apaciguar a las regiones y dominar
a la aristocracia. La proximidad del modo francés de gobernar y sus exponentes en España
permitió Felipe V fortalecer el Estado español y convertirlo en un instrumento de
12
Earl J. Hamilton, War an prices in Spain 1651-1800. Cambridge, Mass., 1947, pp. 20-21, 219.
13
Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp. 61-62.
14
Ibid, pp 75-81.
15
Ángel García Sanz, Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja. Economía y sociedad en
tierras de Segovia, 1500-1814, Madrid, 1977, p. 105; Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, pp.
89-90.
había alcanzado una situación en la que Castilla producía trigo e importaba productos
textiles, mientras que Cataluña producía productos textiles e importaba trigo. La ausencia
de un mercado nacional determinaba un déficit permanente de la balanza de pagos, que
sólo los ingresos americanos permitían cubrir. Cuando este expediente fracasó, la crisis se
hizo inevitable. 16 Al mismo tiempo que la economía se estancaba, el Gobierno avanzaba
rápidamente hacia la bancarrota. La combinación fatal y familiar de recesión económica y
privilegio social impidió la explotación plena de los recursos susceptibles de ser gravados
con impuestos y en tiempo de guerra esto desembocó en una crisis en la cima, conjugada
nuevamente con la pérdida de ingresos americanos. Una centuria de promesas borbónicas
terminó en fracaso en los años 1790-1808 y una centuria de preocupación imperial resultó
del todo inútil cuando los caudales americanos eran más necesarios.
El monopolio colonial español se vio quebrantado desde comienzos del siglo XVII:
los extranjeros comerciaban en las flotas desde Sevilla, otros desde sus bases de las islas
del Caribe y otros directamente en el Atlántico sur y en el Pacífico. Incluso en España, una
serie de comerciantes europeos realizaban una floreciente actividad de reexportación desde
Sevilla y Cádiz, facilitada por las prácticas fraudulentas de los propios comerciantes
españoles y autorizada en mayor o menor grado por las autoridades. Mediante los indultos,
o multas, se pretendía conseguir una compensación para el Estado por las pérdidas
provocadas por el fraude y en el curso de la centuria se aplicaron a las comunidades de
comerciantes extranjeros, cuyas actividades se consideraban como un riesgo aceptable y
una pérdida calculada. El desarrollo del comercio francés con Cádiz, a partir de allí, con las
Indias, supuso una importante ruptura del monopolio, que contaba con la connivencia del
propio gobierno: los textiles exportados desde Ruán a Cádiz para ser reexportados a
América aumentaron de un valor de 6 millones de livres en 1676 a 12 millones en 1686. 17
Por razones fiscales, el Estado colaboraba con el Consulado de Sevilla para mantener a los
extranjeros en el sistema mediante el pago de compensaciones. En efecto, comerciantes
extranjeros y españoles en Andalucía colaboraron para conseguir que Madrid tolerara
prácticas ilegal es a cambio de donativos de 3,5 millones de pesos e indultos de casi 6
millones en cincuenta años (1650-1700). El proceso culminó en el traslado de la sede del
monopolio de Sevilla a Cádiz, donde las posibilidades de intervención extranjera eran
mayores. De esta forma, algunos extranjeros privilegiados se integraron en el monopolio,
disfrutaron sus beneficios y pagaron sus penalizaciones.
Desde comienzos del siglo XVII se establecieron nuevos puntos de contacto al
margen de las flotas y el comercio directo de los extranjeros no tardó en romper el
monopolio. Desde las Antillas, comerciantes ingleses, holandeses y franceses establecieron
contactos comerciales con las posesiones españolas del Caribe, contactos que gradualmente
se extendieron a los puertos clave de Cartagena y Portobello. Los productos textiles del
norte de Europa, exportados directamente a los mercados coloniales españoles, se vendían
a precio más bajo que los españoles, no pagaban impuestos y reportaban beneficios tanto a
los consumidores como a los vendedores. Esta competencia, dirigida al corazón mismo del
sistema comercial español, era una espina permanentemente clavada en la carne de España,
pues se desarrollaba a partir de posesiones coloniales rivales en poder de potencias
europeas. Entre tanto se estableció un comercio directo con Buenos Aires, que alcanzó
niveles importantes en la segunda mitad del siglo XVII. Este comercio estaba dominado
por los holandeses, portugueses, españoles e ingleses y se convirtió en otro sector de
16
Joseph Fontana, La Quiebra de la monarquía absoluta 1814-1820 (La crisis del Antiguo Régimen en
España), Barcelona, 1971, pp. 52-53.
17
Albert Girard, Le comerse franeçáis á Séville et a Cadix aux temps des Habsbourgs, París-Burdeos, 1932,
pp. 341-342.
penetración extranjera, reflejando una expansión general del comercio europeo a lo largo
de los perímetros inexplotados de la economía americana española. El comercio con
Buenos Aires se vio impulsado por la plata de Potosí pero no coincidió con la recesión de
las minas del Alto Perú en los años posteriores a 1650. Este fue un ejemplo de la
penetración del comercio atlántico en un comercio regional existente y del que las
provincias del Río de la Plata consiguieron plata en Potosí y, con ella, capacidad de compra
para adquirir productos a los intrusos europeos. Tal vez significa a que el comercio
interregional absorbió un porcentaje cada vez mayor de a decreciente producción de Potosí
o incluso que la producción minera de Potosí no declinó tanto como indican las cifras
oficiales. 18 Esto indica también que no sólo los extranjeros sino también los americanos
evitaron el monopolio. El comercio intercolonial, por ejemplo entre Perú, México y las
Filipinas, reportó importantes beneficios a quienes participaron en él y generalmente
implicaba una pérdida equivalente para los comerciantes transatlánticos. En 1631, y bajo la
presión del consulado de Sevilla, la corona prohibió todo contacto comercial entre México
y Perú, prohibición que se mantuvo durante el resto de la centuria, pero que no se cumplió
estrictamente, y en la costa del Pacífico había demasiados puntos donde se desarrollaba
una actividad de contrabando como para que fuera posible un estrecho control.19
El crecimiento del comercio intercolonial en los inicios del siglo XVII significó el
desarrollo de las economías coloniales como productoras de bienes agrícolas, vino e
incluso productos manufacturados, todos los cuales generaron excedentes para la
exportación a otras colonias y crearon un modelo de división intercolonial del trabajo. 20
Era índice también de la acumulación de capital, no para ser enviado a la metrópoli, sino
para realizar compras en las economía: coloniales. Asimismo, esto erosionó el monopolio e
indicó que el crecimiento di economías independientes en América constituía una amenaza
permanente pan Sevilla, que ésta tenía que aceptar. El comercio intercolonial fue
consecuencia del crecimiento demográfico en las colonias, del aumento del número de
mestizos y de la recuperación de las poblaciones indias desde mediados del siglo XVII
Ahora los indios estaban integrados más estrechamente en la economía colonia como
proveedores de mano de obra y consumidores de mercancías y tenían que ajustar su
producción para tener los medios de pagar los tributos y hacer frente a sus otras
obligaciones.
El desarrollo del comercio directo y la expansión del comercio intercolonial
implicaron la liberalización progresiva de América del control monopolístico y un grado
significativo de autonomía colonial en los asuntos económicos. Hablar de cambio no
significa necesariamente hablar de depresión. Aun concediendo que hubo fluctuaciones
cíclicas moderadas, lo cierto es que los ingresos de tesoro mexicano se mantuvieron
durante todo el siglo XVII a un nivel superior del de finales del siglo XVI. 21 Zacatecas,
18
Para la primera hipótesis, véase Zacarías Moutoukias, Contrabando y control colonial. El Río de la Plata y
el espacio peruano en el siglo XVII, Buenos Aires, 1988, p. 73, y para la segunda, Enrique Tandeter,
«Buenos Aires and Potosí», comunicación presentada en el Congreso Governare il Mondo: L'impero
spagnolo dal XV al XIX secólo, Palermo, 1988, ambas referencias proporcionadas amablemente por los
autores. Sobre los mercados internos y la integración regional, véase Carlos Sempat Assadourian, El sistema
de la economía colonial. Mercado interno, regiones y espacio económico, Lima, 1982, pp. 72-75.
19
Woodrow Borah, Early Colonial Trade and Navigation between México and Perú, Berkeley-Los Ángeles,
Calif., 1954, pp. 124-127; María Encarnación Rodríguez Vicente, El tribunal del consulado de Lima en la
primera mitad del siglo XVII, Madrid, 1960, pp. 224-252, 270.
20
John Lynch, Spain under the Habsburgs, Oxford, 19812, 2 vols., II, pp. 212-218 48 (hay trad. cast.:
España bajo los Austrias, Barcelona, 1987).
21
John J. TePaske, La Real Hacienda de Nueva España: La Real Caja de México (1576-1816), México,
l976; John J. TePaske y Herbert S. Klein, «The Seventeenth-Centur Crisis in New Spain: Myth or Reality?»,
Past and Present, 90 (1981), pp. 116-135. Para un análisis crítico de la bibliografía y una síntesis, véase
Josep Fontana, «Comercio colonial y crecimiento económico; revisiones e hipótesis», La economía española
al final del Antiguio Régimen, III. Comercio y colonias, Madrid, 1982, pp. XI-XXXIV.
22
P. J. Bakewell, Silver Mining and Society in Colonial México: Zacatecas 1546-1700, Cambridge, 1971, p.
226 (hay trad. cast.: Minería y sociedad en el México colonial, Madrid, 1976).
23
P. J. Bakewell, «Registered Silver Production in the Potosí District, 1550-1735», Jahrbuch fúr Geschichte
von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, 12 (1975), pp. 67-103; John J. TePaske, «The Fiscal
Structure of Upper Perú and the Financmg Empire», en Karen Spalding, ed., Essays in the Political,
Economic and Social History of Colonial Latín America, Newark, Del., 1982, pp. 76-80; TePaske y Klein,
«The Seventeen Century Crisis in New Spain», pp. 116-135; y TePaske y Klein, The Royal Treasuries of
Spanish Empire in America, Durham, NC, 1982, 3 vols., vol. 1. Para comentarios sobre la utilización de los
datos de los tesoros coloniales, véase HAHR, 64, 2 (1984), pp. 287-322
24
H. y P. Chaunu, Séville et l'Atlantique (1504-1650), París, 1955-1959, 8 vols., III, 1,1, pp. 1.128-1.133.
25
Henry Kamen y J. I. Israel, «The Seventeenth-Century Crisis in New Spain: Myth or Reality» , Past and
Present 97 (1982), pp. 144-146, y John J. TePaske y Herbert S. Klein, «A Rejoinder», ibid., pp. 156-161.
26
Carlos Sempat Assadourian, «La producción de la mercancía dinero en la formación del mercado interno
colonial. El caso peruano, siglo XVI», en Enrique Florescano, ed., Ensayos sobre el desarrollo económico de
México y América Latina, 1500-1975, México, 1979, pp. 232-235, 281-282.
27
Assadourian, El sistema de la economía colonial, pp. 85-88; Juan Carlos Garavaglia, Mercado interno y
economía colonial, México, 1983, pp. 20, 382-383.
28
Algunos han puesto en duda la tendencia hacia el comercio interregional en el siglo XVII. ¿Se produjo un
declive de esa actividad comercial entre 1630 y 1670, cuando sobrevino la depresión de la minería y la falta
de capital en las colonias? Véase Murdo J. Macleod «Spain and America: the Atlantic trade 1492-1720», en
Leslie Bethell, ed., The Cambridge History of Latín America, Cambridge, 1984, I, pp. 373-376 (hay trad.
cast.: «España y América: el comercio atlántico, 1492-1720», en Historia de América Latina, Barcelona,
1990, II, pp 45-84).
29
Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain,1501-1650, Cambridge, Mass.,
1934, pp. 34-38 (hay trad. cast.: El tesoro americano y la revolución precios en España, 1501-1650,
Barcelona, 1975).
30
Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 2, 2, pp. 917, 1.236, 1.276, 1.299, 1.330-1.345.
31
Michel Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux. Les retours des américains d'aprés les gazettes
hollandaises (XVI-XVIII siécles), Cambridge, 1985, pp, 249.
32
Lutgardo García Fuentes, El comercio español con América 1650-1700, Sevilla, 1980, y «En torno a la
reactivación del comercio indiano en tiempo de Carlos II», Anuario de estudios Americanos, 36 (1979), pp.
251-286.
33
García Fuentes, El comercio español con América, pp. 164, 218; Antonio García-Baquero González, Cádiz
y el Atlántico (1717-1778), Sevilla, 1976, 2 vols., I, p. 150, II, grafs. 3, y, 7 y 14 y del mismo autor,
«Andalucía y los problemas de la carrera de Indias en la crisis del siglo XVII», Coloquio de Historia de
Andalucía (1980), que amablemente me ha proporcionado el autor. Para una comparación de diversos índices
del comercio americano, 1651-1800, vease Rmgrose, Madrid and the Spanish Economy, pp. 223-227.
34
García Fuentes, El comercio español con América, pp. 229-236, 239-326, y «Entorno a la reactivación del
comercio indiano», pp. 263-266.
35
García Fuentes, El comercio español con América, pp. 381-389.
36
Ibid., p. 383.
37
García Fuentes, «En torno a la reactivación del comercio indiano», pp. 269-270.
exportaciones y de los envíos de metales preciosos, es razonable concluir que «en los tres
últimos decenios de la centuria el comercio indiano pasaba por momentos de relativo
optimismo o prosperidad». 38
Los envíos de caudales calculados en forma realista apuntan en la misma
dirección. 39 Demuestran que tras una caída hacia 1650 —consecuencia del dislocamiento
del comercio de resultas de la guerra que retuvo en América los metales preciosos— los
caudales americanos no sólo se recuperaron en la segunda mitad del siglo sino que fueron
bastante más elevados que los del supuesto cénit de 1580-1620 y más de un 50 por 100
superiores a los de la primera mitad de la centuria. 40 Además, los envíos de metales
preciosos durante la primera mitad del siglo XVIII, aunque importantes, son menos
impresionantes que los de la segunda mitad del siglo XVII, excepto en algunos años en
torno a 1730. Se elevaron a partir de 1750, aunque no de forma constante, y mantuvieron
desde entonces un nivel alto, aunque sin sobrepasar el antiguo récord hasta después de
1780. La plata favoreció al último monarca de la casa de Austria respecto del primer
Borbón. Naturalmente, la importancia de esos ingresos reside no sólo en las cantidades
sino en las condiciones diferentes, es decir, la presencia de naciones extranjeras en Sevilla
y Cádiz, la distribución de los beneficios y la posición inferior de España en un comercio
que controlaba teóricamente. 41
El periodo comenzó con un auténtico torrente de metales preciosos. Los galeones
de 1659 —hacia Santander— aportaron unos 25 millones de pesos, 3,5 millones para la
corona, sin duda los beneficios más importantes en un solo año desde 1595. Era una
premonición de lo que iba a suceder, pues las gacetas contemporáneas continuaron
registrando unas cifras increíbles: 10 millones de pesos en 1666, 1671, 1672 y 1673; 18
millones en 1682; 25 millones en 1653 y 1693; 30 millones en 1659, 1661, 1670 y 1697;
36 millones en 1686 y 1692 y 42 millones en 1676. Los registros de esta magnitud
fácilmente superaron los máximos anuales del siglo XVI; el récord de 1595 de 25 millones
de pesos fue superado al menos en 6 ocasiones. 42 Por supuesto, había una diferencia: las
flotas no cruzaban ya el Atlántico con la regularidad anual de antaño. A unos años
mediocres seguían otros años buenos y en algunos años no había envío alguno. Las
fluctuaciones eran consecuencia de una serie de factores internacionales, económicos y
coloniales. El hundimiento de 1680-1684 fue provocado por la guerra europea que
interrumpió el ritmo de los convoyes. Por tanto, estos envíos han de ser agrupados en
quinquenios y los cálculos han de ser realizados en promedio (véase cuadro 1.1).
Cuadro 1.1
Ingresos procedentes del tesoro americano por quinquenios, en millones de pesos, 1580-1699
38
Ibid., p. 267.
39
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, se basa únicamente en fuentes no oficiales, es decir, en
gacetas holandesas y de otros países europeos y en informes consulares franceses. Afirma que se trata de
documentos fiables, precisos y profesionales y más realistas que las estadísticas oficiales. Hay que añadir que
por lo general son confirmados por los informes consulares británicos del siglo XVIII enviados desde Cádiz.
40
Ibid., pp. 39, 249. Queda por resolver la cuestión de cómo conciliar el increment en los envíos del tesoro
americano con la recesión, pausa o interludio en la producción mi1f£ de finales del siglo XVII. Existen tres
posibilidades, sugeridas aquí como hipótesis: 1) Es posible que en las cifras oficiales se exagere la recesión
en las minas de Potosí; 2) La producción de oro puede haber compensado hasta cierto punto la disminución
de la extracción de plata; 3) Los envíos de metales preciosos pudieron realizarse utilizando reservas
almacenadas en otros momentos más boyantes.
41
Ibid.,p. 117.
42
Ibid.,p. 237.
43
Carlos Martínez Shaw, Cataluña en la carrera de Indias 1680-1756, Barcelona, 1981 pp. 80-82
44
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 302; John Everaert, «Le commerce coloniaI de la
"Nation Flamande" á Cadix sous Charles II», Anuario de Estudios americanos 28 (1971), pp. 139-151.
45
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, pp. 288-289, 454.
2 al 40 por 100, gravando con impuestos a los colonos, reforzando el control y luchando
contra los extranjeros. En ese proceso consiguieron elevar sus ingresos, pero perdieron un
imperio.
Cuadro 1.2 Estructura del comercio hispanoamericano en 1686, en millones de livres
Lino Lana Seda Vestidos Cera Quincalleria Varios total
Francia 10.004 2.740 1.440 2.359 500 17.043
Flandes 320 347 1.980 160 2.807
Inglaterra 380 3.700 868 1.332 6.280
Holanda 570 2.120 1.000 260 666 160 400 5.176
Hamburgo 2.186 80 2.266
Génova 5.366 1.590 375 7.331
España 1.200 1.200 2.400
TOTAL 13.460 8.907 9.006 7.057 2.658 240 1.975 43.303
Fuente: Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 267.
En 1700 España era una monarquía en busca de un rey. Cuando Carlos II, sin
descendencia y próximo a la muerte, buscaba desesperadamente un heredero para sus
reinos, estados y dominios, las potencias europeas calibraron meticulosamente sus
derechos e intereses. Los dos grandes pretendientes eran Francia y Austria y en ambos
casos los derechos al trono procedían de las hijas de Felipe IV: en el caso de Francia, a
través del matrimonio de Luis XIV con María Teresa, y en el de Austria, por el matrimonio
del emperador con Margarita Teresa. Otras potencias tenían también interés en esa
ampliación global de territorio y comercio, pues el éxito de una de ellas pondría en peligro
a las demás. En consecuencia, Guillermo III, hablando en nombre de Inglaterra y Holanda,
insistió en que Luis XIV aceptara un tratado de partición, dividiendo la herencia entre
Austria y Francia. Sin embargo, la idea de la partición era totalmente rechazada en España,
tanto por parte del Gobierno como de la población, y en su lecho de muerte Carlos II dejó
toda su herencia al candidato francés, Felipe, duque de Anjou, segundo nieto de Luis XIV,
exhortándole a «no permitir el más pequeño desmembramiento ni disminución de la
monarquía establecida por mis antepasados para su mayor gloria». 1
Pero España era el objeto y no el arbitro de esas decisiones. Se trataba de un
imperio cuya extensión superaba los medios para defenderlo. En un mundo de
depredadores, España no sólo necesitaba un sucesor sino también un protector. Sólo
Francia era capaz de garantizar el cumplimiento del testamento de Carlos II. Luis XIV no
podía resistir el desafío; tanto por razones de justicia y estrategia como por motivos
económicos se veía obligado a aceptar el testamento. Pero eso suponía romper el tratado de
partición, lo cual implicaba la guerra, una guerra por el control de España y de su imperio
mundial. 2 Rápidamente se alinearon los pretendientes: Francia y España frente a Austria y
a sus aliados, los Borbones ante a los Austrias, Felipe de Anjou, protegido de Luis XIV,
contra el archiduque Carlos, candidato de las potencias aliadas. En mayo de 1702 la Gran
Alianza —Inglaterra, la República de Holanda y Austria— declaró la guerra a Francia y
España. La causa antiborbónica se forjó por temor a que la unión de Francia y España
pudiera crear una superpotencia, un monopolio comercial y un mercado protegido. En
consecuencia, la Alianza perpetuaba los conceptos básicos de la partición. Por su parte, los
1
William Coxe, Memoirs of the Kings of Spain of the House of Bourbon, Londres, 1815, 2ª ed, 5 vols., I, pp.
85-86.
2
M. A. Thomson, «Luis XIV and the Origins of the War of the Spanish Succession», Transactions of the
Royal Historical Society, 5ª serie, 4 (1954), pp. 111-134.
Historia de España John Lynch
españoles no se veían como súbditos de una monarquía unificada; deseaban su propio rey y
no un virrey disfrazado de monarca. No consideraban la guerra como un conflicto
dinástico, tan lejano de sus auténticos intereses. Para ellos era la defensa contra el
desmembramiento, contra la pérdida de territorio, recursos, ingresos, posibilidades de
trabajo y oportunidades. 3
Felipe V, un joven escasamente atractivo de 17 años, entró en Madrid en un día
lluvioso de febrero de 1701. Sus nuevos súbditos superaron sus reservas y dirigieron sus
miradas hacia él para convertir la causa de los Borbones en una causa española. No les
gustaba el círculo francés que le rodeaba, pero mostraron respeto al rey y los sacerdotes le
llamaban «vicario de Dios». Por tanto, Felipe comenzó su reinado sin una oposición
abierta: de algunos recibió apoyo, de otros aceptación y de los más indiferencia.
Obviamente, Castilla era el núcleo central de sus estados, pero también las regiones se
mostraron leales. En octubre de 1701 reunió las cortes en Barcelona, confirmando los
fueros catalanes y recibiendo numerosas donaciones. Mientras se hallaba luchando en Italia
—lo cual es una medida de su seguridad y complacencia en España— la reina, la saboyana
María Luisa, reunió unas cortes en Zaragoza el 26 de abril de 1702, juró los fueros de
Aragón y aceptó un modesto subsidio. Así pues, durante los años 1700-1704, España
permaneció intacta y en paz y la sucesión borbónica parecía asegurada. Pero en el exterior
se habían manifestado signos ominosos de ese desmembramiento que había atormentado
los últimos días de Carlos II. En Italia, los Austrias comenzaron a luchar por la supremacía
y en Alemania la victoria de Marlborough en Blenheim situó en posición de peligro a los
Países Bajos españoles. En ambos frentes fueron las armas francesas las que mantuvieron
el equilibrio hasta 1706, mientras España se veía totalmente impotente para defender unos
estados que hasta entonces habían sido considerados como parte integral de la monarquía.
Por su parte, los aliados atacaron en un tercer frente.
Por mar España no era menos vulnerable que por tierra y las potencias marítimas
no tardaron en comenzar a superar sus defensas. Felipe V había heredado compromisos
globales pero muy escasos recursos navales. En el Mediterráneo Occidental, España sólo
contaba con 28 galeras, dispersadas entre sus posesiones. No todas estaban perfectamente
preparadas y desde luego no constituían una fuerza naval. Su poder marítimo era mayor en
el Atlántico, pero estaba dirigido a una función específica y dedicado por completo
protección del comercio y las comunicaciones con América. En 1701 se podía contar con
un total de 20 buques de guerra en el Atlántico y el Caribe, pero no existían reservas ni
recursos para construir más. 4 En la Guerra de Sucesión España dependió del poder naval
de Francia para la protección de sus vitales posesiones imperiales. La debilidad invitaba a
la agresión. Así, en agosto de 1702 una flota anglo-holandesa de 50 barcos atacó Cádiz,
con el doble propósito de conseguir el levantamiento de Andalucía y de poner fin al
comercio americano. Pero la población local no le prestó apoyo. La fuerza invasora, ante la
imposibilidad de tomar Cádiz y afectada por la indisciplina que reinaba entre sus filas,
saqueó Puerto de Santa María, causando tal pillaje y haciendo gala de tal brutalidad que
acabaron con cualquier posibilidad de que los comerciantes y la población de Andalucía
apoyaran la causa del archiduque. 5 Durante el resto de la guerra la provincia permaneció
leal a Felipe.
En su camino de regreso, llegaron noticias hasta la fuerza aliada de que la flota que
transportaba el tesoro español, escoltada desde México por una escuadra francesa, había
3
Sobre la guerra en la península, véase Henry Kamen, The War of Succession in Spain 1700-1715. Londres,
1969, pp. 9-24.
4
Ibid., p. 59.
5
David Francis, The First Peninsular War 1702-1713, Londres, 1975, pp. 44-52.
España. Felipe V, a la cabeza del ejército que invadió Portugal en abril de 1704, acusó al
monarca portugués de que
... acordando que la guerra segregue las principales provincias de estos reinos,
y fingiendo el bien y la libertad de la Europa, intenta poner al Archiduque Carlos de
Austria en posesión de toda España y de sus dependencias, consiguiendo al mismo
tiempo que el Archiduque haya cedido desde luego, para en aquel caso, y en
perpetuidad, a Portugal la ciudad de Badajoz, las plazas de Alcántara, Alburquerque y
Valencia en la Extremadura: y a Bayona, Vigo, Tuy y la Guardia en el reino de
Galicia; y todo lo que está de la otra parte del Río de la Plata en las Indias
9
Occidentales ...
En 1705 terminaba la guerra ficticia y comenzaba la guerra real por el control de la
península. No comenzó bien para Felipe V. Si España no contaba ya con una flota de
primer orden, tampoco sus recursos militares eran los de una potencia mundial. Escasez de
tropas, falta de armamento y aprovisionamientos, ausencia de talento militar en las clases
dirigentes, estas eran las deficiencias más evidentes. Un cálculo realizado al inicio de la
guerra indicaba una fuerza de infantería de 13.268 hombres, mientras que la caballería
contaba con 5.097, la mayor parte concentrada en Andalucía y Cataluña. 10 Durante los
años subsiguientes se realizaron algunas movilizaciones, pero en 1706 la infantería
española contaba tan sólo con 17.242 hombres. Un ejército de estas características sólo
podía desempeñar un papel de apoyo. Incluso en la península la fuerza principal hubo de
proceder de Francia, y eso significaba que Francia dictaba la política de guerra. El apoyo
francés llegó en forma de generales, oficiales, tropas, abastecimientos y asesoramiento
sobre reformas militares. Inmediatamente se prestó atención al reclutamiento y a la
organización. Un decreto del 3 de marzo de 1703 ordenaba el alistamiento de un hombre
de cada cien. Otro decreto, del 28 de septiembre de 1704, abolía el tercio, unidad
tradicional de infantería, que era sustituido por el regimiento. Al mismo tiempo, se nombró
un director general de infantería. Se creó también una guardia real de cuatro compañías,
dos de las cuales no eran españolas.
Francia proveyó también material de guerra, ante la inexistencia de producción
local, especialmente durante los primeros años de la guerra. Nada de todo ello se entregó
de forma desinteresada. Todo hubo de ser pagado, casi en el momento de la entrega.
Durante el periodo 1703-1709, los años de mayor presencia francesa en la península, el
valor total de las compras de guerra fue de 37 millones de reales, un 5 por 100 de los
ingresos anuales del gobierno. 11 Además, Francia envió armas a España para aprovisionar
a sus propias tropas, que también tenían que ser alimentadas y pertrechadas para la batalla.
Aunque Francia se hizo cargo de algunos de los gastos de su ejército en España, lo cierto
es que en su mayor parte fueron satisfechos por España. Básicamente, fueron el
contribuyente español y la plata americana los que financiaron la guerra en la península,
contribuyendo además a los gastos franceses en otros frentes.
Se trataba de una formidable inversión que no producía rendimientos inmediatos.
La rapidez con que se desarrolló la guerra superó el ritmo de organización y reforma y
cuando los aliados atacaron la zona oriental de España en 1705 nadie pudo detenerles.
Contaban además con dos factores positivos, el dominio anglo-holandés del Mediterráneo
y la rebelión social de la población de Valencia. La superioridad naval de los aliados les
9
Manifiesto fechado en Plasencia, 30 de abril de 1704, citado por Seco Serrano en San Felipe, Comentarios,
p. VIII.
10
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 59-60.
11
Ibid., pp. 67-76.
permitió establecer en agosto de 1705 una base de operaciones y apoyo en Valencia, que
no tardó en declararse a favor del archiduque, y avanzar luego para atacar Barcelona,
donde el virrey se rindió ante las fuerzas conjuntas de los aliados invasores y los
insurgentes catalanes. Muy pronto toda Cataluña pasó a ser territorio Habsburgo,
añadiéndose Mallorca en 1706. Aragón tardó más en ceder, pero también allí la
combinación de los ataques externos y la rebelión interna resultó fatal para los Borbones y
permitió a los aliados ocupar Zaragoza en junio de 1706. Felipe V no estaba inerte. Llevó a
cabo un decidido esfuerzo para recuperar Barcelona, pero no tenía poder naval suficiente
para poder bloquear el puerto, por lo cual el asedio fracasó y se vio obligado a retirarse en
mayo de 1706. De esta forma, todos los territorios de la Corona de Aragón pasaron a
manos del archiduque y España se vio inmersa en una guerra civil.
El asedio de Barcelona ocupó a las fuerzas borbónicas y permitió a los aliados
realizar una invasión desde Portugal. Luis XIV envió al duque de Berwick para reforzar el
frente occidental, pero el equilibrio militar no le era favorable y no pudo impedir la pérdida
de Alcántara, a la que siguieron Ciudad Rodrigo y Salamanca. Nada podía detener ya el
avance de los aliados hacia Madrid. Felipe V se había apresurado a trasladarse de
Barcelona a Madrid para encontrarse con las fuerzas aliadas que avanzaban desde el este y
el oeste. Se realizó una nueva retirada desde Madrid a Burgos y este pareció el final del
camino. El ejército aliado entró en Madrid el 27 de junio y encontró algunos colaboradores
en la nobleza y la aristocracia. 12 Mientras las defensas borbónicas se derrumbaban en
España, las noticias procedentes del exterior no eran alentadoras: la victoria del duque de
Marlborough en Ramillies, en mayo de 1706, sirvió para que los Borbones perdieran el
control de los Países Bajos españoles y en septiembre la victoria austríaca en Italia obligó
al ejército francés a retirarse a través de los Alpes. Felipe V veía cómo el imperio español
se desintegraba ante sus ojos, perdida su capital, derrotados sus ejércitos, humillado su
protector y fracasada su política de no desmembración. El año 1706 fue realmente
desastroso, el período en el que la nueva dinastía perdió su norte y su camino.
La adversidad llevó a Felipe V a dar lo mejor de sí mismo y fortaleció su base
popular. El fracaso en Barcelona y la retirada de su ejército a Francia le impulsó a realizar
mayores esfuerzos y rechazó el consejo de aquellos de su círculo francés que insistían en
que debía retirarse a París e incluso consultar a su abuelo sobre un tratado de paz, «pero
éste [Felipe V], siempre constante, respondía que no habrá de ver más a París, resuelto a
morir en España». 13 Rápidamente regresó a Madrid con su corte y su gobierno, decidido a
salvar el trono. Para hacer frente a los rumores, hacer patente su presencia e impedir las
deserciones, se presentó en persona ante sus ejércitos, hablando a las tropas, dando
seguridad a los más pusilánimes y elevando la moral. Su apoyo en Castilla era
fundamentalmente popular. Es cierto que la mayor parte de la nobleza castellana era
borbónica de corazón, pero en ese momento su apoyo era poco entusiasta y la actitud de
algunos un tanto ambigua. Durante la ocupación de Madrid, muchos grandes nobles
desaparecieron, retirándose a sus propiedades para evitar tener que colaborar o para esperar
acontecimientos y sin querer ofrecer sus personas o sus recursos al servicio de Felipe V:
El duque de Medinaceli tomó el camino de Burgos pero a muy chicas
jornadas. El conde de la Corzana decía que esperaba al rey Carlos, y que por eso no se
apresuraba; ignoramos su intención ... Otros magnates se dividieron por Castilla la
12
Francis, The First Peninsular War, pp. 222-241.
13
San Felipe, Comentarios, p. 108; Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, I, p. 379.
Nueva, en parte que los enemigos la habían dejado; y los mismos que habían escrito al
14
marqués de Minas no se atrevieron a verle en la corte.
En cambio, la gran masa de la población actuó con toda decisión. La decidida
respuesta de Felipe V ante la crisis de 1706 desencadenó una manifestación popular en su
favor. En Castilla, y muy en especial en provincias y ciudades o Extremadura y Salamanca
que sufrían la ocupación de las fuerzas aliadas, se organizó un nuevo esfuerzo de guerra, se
reclutaron nuevas tropas, se crearon fuerzas locales, se buscaron armas, provisiones y
dinero y todo ello en un movimiento espontáneo de lealtad que impresionó a los
observadores. 15 No se trataba de gestos vagos ni de meras impresiones. Sin esta respuesta
por parte del pueblo no se habrían producido nuevos reclutamientos y Felipe V no habría
podido contar con un ejército español. Sin ninguna duda, las autoridades locales sobre
todo, los sacerdotes impulsaron la movilización de los recursos y de la opinión pública. El
clero predicó una cruzada, denunció a los herejes, condenó las alianzas del archiduque y
proclamó el carácter católico de la causa de Felipe. En Murcia, el obispo Belluga armó y
encabezó un ejército de leales de la causa borbónica, convencido en todo momento de que
se trataba de una guerra de religión. 16 Esa era también la convicción popular.
Madrid hizo también gala de una especial lealtad hacia Felipe V y mantuvo una
resistencia pasiva ante la breve ocupación de las fuerzas austríacas. La población y el clero
jugaron su papel, al igual que, al parecer, otros elementos de los sectores populares. El
cronista San Felipe registra un curioso fragmento de historia o de folklore, según el cual
incluso las prostitutas ayudaron a debilitar los propósitos de las tropas aliadas,
reteniéndolas entre los excitantes placeres de Madrid, mientras Felipe V reagrupaba su
ejército en Sopetrán:
... porque, de propósito, las mujeres públicas tomaron el empeño de entretener
y acabar, si pudiesen, con este ejército; y así, iban en cuadrillas por la noche hasta las
tiendas e introducían su desorden que llamó al último peligro a infinitos, porque en los
hospitales había más de seis mil enfermos, la mayor parte de los cuales murieron. De
este inicuo y pésimo ardid usaba la lealtad y amor al Rey aun en las públicas
17
rameras.
El entusiasmo de la población contrastaba fuertemente con la prudencia de la
aristocracia. La reina María Luisa, que inspiró personalmente un nuevo espíritu de
resistencia, reconoció el papel que habían jugado los sectores populares cuando regresó a
Madrid: «En esta ocasión se ha hecho evidente que, después de Dios, es al pueblo a quien
debemos la corona... ¡sólo podíamos contar con él, pero gracias a Dios el pueblo vale por
todo!». 18 La población se identificó aún más con la nueva dinastía después del nacimiento
de un heredero, Luis Fernándo, el 25 de Agosto de 1707: «Vino a tiempo, sin duda, este
príncipe nacido en Castilla; porque ya los españoles veían confirmada la Corona en
príncipe español y se empeñaron más en sostener el imperio en el rey Felipe». 19
Castilla salvó a Felipe en 1707. El archiduque comprendió que se hallaba en medio
de territorio enemigo y que su ejército no podía conservar Madrid. Permaneció en Aragón
14
San Felipe, Comentarios, pp. 115-116.
15
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, I, pp. 386-387.
16
Joaquín Báguena, El cardenal Belluga. Su vida y su obra, Murcia, 1935, pp. 93-95.
17
San Felipe, Comentarios, p. 116.
18
Maria Luisa a Madame de Maintenon, 3 de noviembre de 1706, en Alfred Baudrilart, Philippe V et la cour
de France, París, 1890-1900, 5 vols., I, p. 272.
19
San Felipe, Comentarios, p. 140.
20
Amelot a Luis XIV, 2 de noviembre de 1708, en Braudillart, Philippe V et laCour de Frunce, I, p. 325.
21
Berwick, sobre Játiva, mayo de 1707, citado por Coxe, Memoirs of the Kings of Spain I, pp, 412-413; véase
también San Felipe, Comentarios, p. 132.
22
San Felipe, Comentarios, p. 167.
23
Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1981, pp 29-32.
24
Historical Memoirs of the Duc de Saint-Simón, editadas y traducidas al inglés por Lucy Norton, Londres,
1967-1972, 3 vols., I, pp. 458-459.
25
Felipe V a Luis XIV, 17 de abril de 1709, en Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, I, p. 451; Baudrillart,
Philippe V et la cour de France, I, p. 345.
26
Francis, The First Peninsular War, pp. 311-314.
27
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, pp. 94-95.
enviaron una carta a Luis XIV manifestándole su lealtad al rey Felipe y solicitando el envío
de refuerzos.
Luis XIV tenía sus propios planes, pues se sentía ultrajado por las condiciones que
habían propuesto los ingleses y no confiaba totalmente en el liderazgo de su nieto. Así,
envió al duque de Vendóme para dirigir las tropas en España y reanudó el envío de tropas y
abastecimientos. Vendóme era un personaje inestable y controvertido, pero al parecer se
apresuró a lanzar sus fuerzas contra el enemigo, mientras que, por su parte, los jefes
guerrilleros Feliciano de Bracamonte y José Vallejo les hostigaban también cerca de
Madrid. Lo cierto es que los esfuerzos de los franceses se unieron a los de los españoles
para conseguir la victoria de Villaviciosa (10 de diciembre de 1710), si es que puede
hablarse de victoria. 28 De cualquier forma, el ejército aliado optó por la retirada, sufrió una
nuevas derrota en Zaragoza y finalmente dejó Aragón en manos de los Borbones. Las
Campañas de 1710 resultaron decisivas, pues convencieron a los aliados de que el
archiduque no podía conseguir una victoria total en la península y, en especial, que Madrid
y Castilla no se podían conservar sin la presencia de un importante ejército de ocupación.
El hecho de que los aliados perdieran confianza en la causa del archiduque en España les
obligó a resituar su posición en Europa. La muerte del emperador austríaco José en abril de
1711, que dejaba la corona en manos de su hermano el archiduque, planteó la posibilidad
de que los Austrias recrearan el imperio de Carlos V, lo cual quedaba muy lejos de los
deseos de los ingleses.
Si Felipe no pudo ser derrotado en Castilla, no le fue posible vencer a los catalanes
sin la ayuda de Francia y sin los ingresos del tesoro americano de esos años. 29 Incluso con
estos recursos su avance en Cataluña fue lento y sólo poco a poco consiguió arrinconar a
los Austrias en Barcelona y en la costa. En Septimbre de 1711, el archiduque, ahora
emperador Carlos VI, partió de Barcelona dejando como regente a su esposa Isabel
Cristina, quien a su vez abandonó 1a ciudad en marzo de 1713. Los catalanes perdieron sus
aliados, gran número de vidas y, finalmente, en septiembre de 1714, la batalla por la ciudad
de Barcelona. Los ingleses y los Austrias intentaron salvaguardar al menos la constitución
catalana, pero Felipe V, muy sensible en las cuestiones de soberanía, estaba decidido a
abolir los derechos regionales. En lugar de reanudar la lucha para defender los fueros, los
aliados decidieron que no había nada que pudieran hacer salvo retirarse de Cataluña y
poner fin a la Guerra de Sucesión.
El tratado de Utrecht se firmó el 11 de abril de 1713; España concluyó también con
Inglaterra el tratado de Asiento el 26 de marzo y un tratado preliminar de paz al día
siguiente. España jugó con fuerza en Utrecht. Viendo que los aliados estaban
comprometidos con la paz de forma irreversible, sus negociadores intentaron recuperar
mediante la diplomacia lo que habían perdido durante la guerra. Felipe fue reconocido
como rey de España y de las Indias. Para impedir la unión de Francia y España, reafirmó su
renuncia al derecho de sucesión al trono de Francia y declaró al duque de Saboya sucesor
de la corona española cuando se extinguiera su línea sucesoria. Entregó los Países Bajos
españoles y las posesiones españolas en Italia —Nápoles, Milán y Cerdeña— al emperador
y Sicilia al duque de Saboya, pero revertiría a la corona española si éste moría sin
descendencia. Cedió Gibraltar y Menorca a Inglaterra, a la que concedió el asiento de
negros (contrato de comercio de esclavos que antes detentaban Portugal y Francia) junto
con el permiso de enviar un navio todos los años a la América española y prometió
28
Francis, The First Peninsular War, p. 319.
29
William Hodges, Madrid, 23 de mayo de 1711, Public Record Office, Lon res, 94/78; Morineau,
Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 312.
restituirle las condiciones comerciales de que había gozado en tiempo de los Austrias. El
negociador inglés lord Lexington recibió instrucciones para que insistiera en que España
entregara Colonia do Sacramento a los portugueses. Lord Lexington confesó que «ignoro
totalmente dónde se halla», pero al entregar a España los territorios Peninsulares
reclamados por Portugal por el tratado de Methuen consiguió Colonia do Sacramento e
indirectamente una base valiosa para el comercio británico. 30 Tras esta concesión, Felipe V
se comprometió a no vender ni enajenar a Francia ni a otra nación cualquier ciudad o
provincia de América. Inglaterra obtuvo de Francia importantes concesiones territoriales en
América, pero los Borbones consiguieron uno de sus objetivos fundamentales: su
candidato conservó el trono de España y España mantuvo su imperio americano.
El tratado de Utrecht fue debatido y denunciado. Desde el punto de vista del
testamento de Carlos II y de los objetivos de guerra de Felipe V, España perdió la Guerra
de Sucesión y la derrota se reflejó en el tratado de Utrecht. Sin embargo, dos de esas
pérdidas eran antiguos lastres; se podía argumentar que España salía ganando al
desprenderse de los Países Bajos y de sus posesiones en Italia que servían más para
consumir que para incrementar los recursos españoles. Desde el punto de vista de los
intereses nacionales, España salió de Utrecht con la península intacta, a excepción de
Gibraltar, y sin sufrir quebrantos en su imperio americano. Pero sufrió también una pérdida
de poder irreversible en favor de Gran Bretaña, cuyas ventajas comerciales y coloniales
atormentaron a España durante el resto de la centuria. Naturalmente, España podía
minimizar lo que había concedido en el tratado y esa fue su estrategia en el futuro: atacar el
comercio clandestino en España y América y minar los privilegios concedidos. Utrecht
continuó siendo un campo de batalla.
La guerra civil
32
San Felipe, Comentarios, p. 32.
tercera parte de los otros grandes y de los títulos nobiliarios desertaron, muchos de los
demás adoptaron la postura de «esperar y ver». 33
En Aragón, la mayor parte de la nobleza apoyó a Felipe V, con la excepción de los
condes de Fuentes y Sástago y algunos otros que se mostraron neutrales. La nobleza
rechazó cualquier responsabilidad por los acontecimientos ocurridos en Aragón y negó que
en ningún momento se hubiera declarado «en rebelión», atribuyendo esa actitud a las
clases inferiores. 34 En cierta forma, esta afirmación es cierta. Los agravios se acumularon
en los años 1701-1704, en los que el rey apenas se dejó ver por sus 380.000 súbditos
aragoneses, que sin embargo tuvieron que alojar a las tropas francesas y pagar impuestos
para mantenerlas, siendo, pues, violados los fueros. Sin embargo, los fueros no constituían
una causa popular ni suficiente para instigar un levantamiento en masa contra Felipe V.
Los fueros eran para los ciudadanos principales y los nobles, no para los vasallos y
campesinos. 35 Era suficiente saber que su señor era partidario de los Borbones para que un
vasallo se uniera a los Austrias. La oportunidad se presentó con el avance del ejército
aliado, que debió su éxito en Aragón fundamentalmente a la ausencia de defensas y de una
resistencia importante. En muchas aldeas, los sacerdotes apoyaron a los campesinos, como
ocurrió con las órdenes mendicantes, e invocaron la religión con la misma energía que el
clero borbónico para justificar la guerra. En algunas ciudades, la baja nobleza y las clases
medias eran partidarias de los Austrias, expresión de una antigua alianza contra el control
del gobierno municipal por parte de la aristocracia. Pero en muchas ciudades aragonesas, el
patriciado urbano no dejó de agitar la bandera borbónica y cerró filas contra la agitación
popular. Así pues, en la medida en que hubo una rebelión en Aragón, se trató de una
protesta social que poco tenía que ver con los fueros y que era un intento desesperado de
los oprimidos para expulsar a los tiranos de sus propiedades y buscar protección donde
fuera posible. En Valencia, la protesta social estaba aún más a flor de piel. El monarca, el
rey, los fueros constituían escaso motivo de agravio para los 318.500 habitantes del reino y
si Felipe V no le prestaba atención tampoco se mostraba hostil. De cualquier forma, su
jurisdicción solamente se extendía sobre 76 ciudades, los impuestos reales eran moderados
y los ingresos se gastaban localmente. El reino de Valencia no estaba dominado por su rey
sino por su nobleza y su clero. Más de 300 ciudades se hallaban bajo jurisdicción señorial,
sometidas a los funcionarios, la justicia y los impuestos de sus señores, algunos de ellos
castellanos y todos ellos virtuales soberanos en sus propiedades. El campesinado
valenciano era víctima de un sistema que le imponía el pago de cargas feudales, diezmos,
impuestos y monopolios señoriales y que prácticamente le impedía llevar a cabo cualquier
acción para escapar al control del señor. Al igual que Aragón, Valencia tenía una serie de
agravios inmediatos —el odio a los franceses, la indiferencía de Madrid y el agrado de los
Austrias—, pero la raíz de su resentimiento era social y derivaba de un régimen señorial
tan absoluto en su poder que la rebelión parecía el único camino posible. 36 Aún estaba
fresco el recuerdo de una rebelión reciente, en 1693. Pese a que se saldara con una derrota,
todavía existía, como observó un contemporáneo, «la esperanza y el deseo de conseguir la
33
«Los tibios temían tomar un riesgo con el rey; los avaros perder sus propiedades; los ambiciosos llegar
tarde para recibir recompensas; los descontentos desahogar su cólera; los deprimidos buscar mejor fortuna»,
San Felipe, Comentarios, p. 119. Véase también Amelot a Luis XIV. 4 de julio de 1706, en Baudrillart,
Philippe V et la cour de France, I, p. 267.
34
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 267-268.
35
Véase John Lynch, Spain under the Habsburgs, Oxford, 19812, 2 vols., I, p. 358, II, 5 (hay trad. cast.:
España bajo los Austrias, Barcelona, 1987,2ª edición).
36
Ibid., II, pp. 280-282; James Casey, The Kingdom of Valencia in the Seventeenth Century, Cambridge,
1979, pp. 76, 102-103 (hay trad. cast.: El reino de Valencia en el siglo XVII Madrid, 1983).
37
Citado por Kamen, The War of Succession in Spain, p. 276.
38
Ibid., p. 278.
39
Instrucciones del archiduque Carlos al conde de la Corzana, capitán general de Valencia, 7 de marzo de
1707, en Antonio Rodríguez Villa, Don Diego Hurtado de Mendoza y Sandoval, Conde de la Corzana (1650-
1720), Madrid, 1907, pp. 220-222.
40
James S. Amelang, Honored Citizens of Barcelona: Patrician Culture and Class relations 1490-1714,
Princeton, 1986, pp. 15, 221-222 (hay trad. cast.: La formación de la clase dirigente:Barcelona 1490-1714,
Barcelona, 1986).
Feliu de la Penya, cuyo llamamiento a una reorientación del comercio catalán, que tenía
que apartarse de los mercados tradicionales del Mediterráneo para dirigirse hacia América,
reflejaba la participación creciente en el comercio colonial y se basaba fundamentalmente
no en la industria de Barcelona, dominada por el régimen gremial, sino en los productos
exportables del sector rural y en las pequeñas ciudades de la costa.
Para la élite catalana, la Guerra de Sucesión era la oportunidad de explotar la
posición de Cataluña y de vender su alianza al mejor postor. Los dos bandos cultivaron a
los catalanes. Luis XIV había aconsejado a su nieto que les prestara atención y, de hecho,
Felipe les ofreció cuanto deseaban en las Cortes de 1701: la confirmación de los
privilegios, un puerto libre, la reforma de los impuestos, una compañía marítima y el
acceso directo al comercio de las Indias mediante dos barcos anuales, «en tanto en cuanto
no infringieran los derechos del comercio de Sevilla». ¿Estaba en condiciones de cumplir
esta promesa? ¿Le permitirían sus seguidores castellanos que rompiera su monopolio?
Ante la duda de que eso fuera posible, los catalanes optaron por la Gran Alianza, que les
otorgaba la protección del ejército austríaco y la flota inglesa. En especial, el acuerdo
anglo-catalán correspondía al deseo de los catalanes de exportar directamente a América y
a la determinación inglesa de romper el monopolio hispano-francés en el comercio de las
Indias. 41 En consecuencia, la guerra de 1705 no fue una mera defensa de los fueros, sino
que estaba dirigida a servir a los intereses de la élite comerciante catalana, deseosa de
promover a Barcelona como la capital de los negocios de España, un centro de comercio
libre, una nueva metrópoli de comercio colonial y de iniciativas económicas. No trataban
de conseguir la secesión de Cataluña ni el desmembramiento de España; al contrario,
luchaban por incorporar el modelo catalán en una España unida y liberada del dominio de
Francia.
La intervención de los aliados y la colaboración de los líderes catalanes pronto
permitió conseguir el apoyo popular. Un mes después de la conquista de Montjuic en
septiembre de 1705, Barcelona y la mayor parte de Cataluña se unieron a los aliados. Fue
un acuerdo entre iguales, en el que los catalanes se mostraron como aliados activos. Los
sectores populares de la población de Cataluña, de 400.000 almas, respondieron
positivamente, especialmente en los momentos críticos. De ellos surgieron los Miquelets,
grupos de campesinos armados basados en conexiones familiares y equipados con
cuchillos y pistolas d cañón corto, que transformaron sus enfrentamientos locales en una
causa regional y que lucharon con bravura, aunque con anarquía, por la causa de lo aliados.
También los sacerdotes y los monjes mostraron su solidaridad.
En junio de 1706, cuando el ejército aliado entró en Madrid, el archiduque fue
proclamado Carlos III, y los Miquelets patrullaron las calles de la capital las perspectivas
catalanas parecían favorables. Pero Castilla reaccionó con energía a esta humillación y
rechazó la amenaza que se cernía sobre su primacía. De la defensa pasó al ataque y, tras la
victoria de Almansa en abril de 1707, Felipe V pudo imponer la Nueva Planta y abolir los
fueros de Valencia y Aragón. El conflicto cobró una nueva violencia y brutalidad; una serie
de ciudades fronterizas cayeron, Lérida el 14 de noviembre de 1707 y Tortosa el 19 de
julio de 1708. Los catalanes se vieron ahora enfrentados al absolutismo de inspiración
francesa y comenzaron a quedar totalmente aislados en la península. Pero Cataluña no
perdió las esperanzas mientras los aliados se opusieron a la presencia de un monarca
Borbón en el trono de España. En 1709, Luis XIV parecía decidido a capitular. En
septiembre de 1710, el rey al que apoyaban los catalanes estaba en Madrid. Pero la alianza
41
Geoffrey J. Walker, «Algunes repercussions sobre el comerç d'América de l'aliança anglo-catalana durant
la Guerra de Successió Espanyola», Segones Jornades d'Estudis Catalano-americans, Maig 1986, Barcelona,
1987, pp. 69-81.
tenía puntos débiles. Las relaciones entre Carlos y las autoridades catalanas no eran fáciles.
El archiduque necesitaba dinero y los catalanes querían privilegios. De hecho, Carlos no
era menos absolutista que Felipe V y le irritaba la insistencia de los catalanes respecto a
sus derechos. En cualquier caso, ¿hasta dónde llegaba su compromiso con Cataluña? ¿Y
hasta qué punto estaban comprometidos los aliados con el archiduque? Las respuestas a
estos interrogantes comenzaron a verse con mayor claridad en 1711. Carlos abandonó
España para convertirse en emperador. Inglaterra abandonó la guerra para negociar la paz.
Los catalanes no fueron olvidados, pero para el gobierno inglés no constituían un objetivo
de guerra fundamental y Felipe V lo sabía. En un momento le dijo al embajador inglés: «La
paz no les es a ustedes menos necesaria que a nosotros; no romperán con nosotros por una
bagatela». 42 El embajador encontró que la corte adoptaba una postura «inflexible» y le
comunicaron que «el rey nunca concederá privilegios a esos canallas y sinvergüenzas, los
catalanes, pues dejaría de ser rey si lo hiciera». 43 El gobierno inglés adoptó una postura
confusa respecto a los fueros: «En la correspondencia de Bolinbroke con los
plenipotenciarios en Utrecht, estos privilegios se califican como contrarios a los intereses
de Inglaterra y la constitución de Castilla, que se presentaba como una alternativa, como
mucho más valiosa para los súbditos que pretendían vivir en la debida obediencia a la
autoridad». 44 Los catalanes se negaron a aceptar que la constitución de Castilla era superior
a la suya y rechazaron los términos de paz acordados en su nombre en los tratados de 1713.
Aislados internacionalmente, su resistencia se redujo a Barcelona, donde decidieron
enfrentarse en solitario al poder borbón. Dos de los tres brazos, o estamentos, de Cataluña,
votaron por la guerra y la guerra se declaró el 10 de julio de 1714.
La decisión desafiaba a la razón y situó a los catalanes en una vía suicida. La
resistencia de los grupos de guerrilleros no tardó en ser sofocada y el duque de Berwick
concentró sus fuerzas francesas y españolas en el asalto de Barcelona defendida
heroicamente en los muros, en las calles y casa por casa, aunque finalmente tuvo que
rendirse el 11 de septiembre. Los términos de la rendición fueron duros. Todo un barrio fue
destruido para construir una nueva fortaleza. Diversos jefes militares fueron conducidos a
prisión, exiliados y ejecutados. El duque de Berwick asumió todos los poderes militares y
se encargó a José Patiño la dirección de la administración civil, en la que se integraron
rápidamente representantes del absolutismo. Cualquier vestigio de las instituciones
tradicionales de Cataluña fue destruido por el decreto de Nueva Planta (16 de enero de
1716). Las Cortes, la Generalitat, el Consejo de Ciento, el sistema fiscal y la autonomía
monetaria desaparecieron. El Estado catalán dejó de existir súbitamente.
La resistencia catalana de 1705-1714, prolongada durante siete años sin el apoyo de
Aragón y Valencia y, durante tres años, sin la solidaridad de sus aliados extranjeros, fue un
brillante esfuerzo de voluntad, recursos y movilización. Pese a la riqueza de Cataluña, a su
renacimiento comercial de 1690-1705 y a la inyección de dinero aliado, su economía no
podía sostener una guerra larga y los ingresos del archiduque nunca igualaron a los gastos.
Con respecto a Castilla, el principado se vio obligado a luchar en una clara desventaja:
Cataluña no contaba con los ingresos de las Indias, no tenía tesoro americano que pudiera
gastar, nada que pudiera compensar la recesión económica que se produjo a partir de
1711. 45 Sin embargo, el dinero no es el único argumento en la guerra catalana. La
42
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, II, pp. 137-138; Francis, The First Peninsular War, p. 369.
43
Lexington a Dartmouth, Madrid, 19 de marzo de 1713, PRO, SP 94/80.
44
Parece que Bolinbroke pensaba que se permitiría a los catalanes realizar comercio directo con las Indias;
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, II, p. 138.
45
Ferran Soldevila, Historia de Catalunya, Barcelona, 1934-1935, 3 vols., II, p. 385; Kamen, The War of
Succession in Spain, pp. 167-193.
46
Soldevila, Historia de Catalunya, II, p. 415.
47
Pierre Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne, París, 1962, 3 vols., I, p 676, (hay trad. cast.:
Cataluña en la España moderna, Barcelona, 1988).
La Guerra de Sucesión implicó para España una nueva guerra, una lucha pacífica
pero no menos crítica por la independencia con respecto a Francia. El problema comenzaba
con el monarca. ¿Era Felipe V «español» o «francés»? Luis XIV, al presentar al nuevo
monarca ante la corte francesa en Versalles el 16 de noviembre de 1700, antes de enviarle a
España, se volvió a él y dijo: «Sé un buen español; este es tu primer deber ahora; pero
nunca olvides que naciste en Francia y promueve la unidad entre las dos naciones». 48
Felipe, joven tímido y sombrío, que contaba tan sólo 17 años en 1700, era indolente y
taciturno, a menos que alguien le estimulara y Luis se dedicó a esa tarea, dejando
perfectamente en claro que «yo soy el señor y tomo las decisiones». 49 Fue Luis XIV quien
eligió a la mujer de Felipe, sin siquiera consultarle, y cuando María Luisa de Saboya, de
trece años de edad, resultó ser una joven altiva, enérgica e independiente, fue Luis quien
aconsejó al atónito esposo que se enfrentara a ella: «la reina es la primera de tus súbditos, y
en calidad de tal, así como en la de tu esposa, está obligada a obedecerte». 50 Luis mantuvo
a Felipe y a España bajo estrecha observación durante los nueve años siguientes y situó en
la península a una serie de agentes para que ejercieran el control de Francia, un agente
político en la corte, sus embajadores al frente del gobierno, asesores técnicos en la
administración y, por supuesto, numerosas unidades del ejército francés. En la corte
española tenía a la princesa de los Ursinos, francesa de nacimiento, mujer alta, arrogante e
imperiosa con un fuerte complejo de superioridad: «era muy ambiciosa —escribió Saint-
Simón— en una escala muy superior a su sexo y, ciertamente, mucho más de lo que es
habitual incluso en los hombres y tenía un ansia masculina de fama y poder». 51 Ella
gobernó la corte de España, aunque sólo era camarera mayor, convirtiéndose en una pieza
indispensable para la joven reina, induciéndola a participar en la política, influyendo en el
rey a través de ella y estableciendo así una especie de triunvirato real. «Para una empresa
tan vasta era totalmente necesario conseguir la aprobación del rey Luis, pues, al menos al
principio él gobernaba la corte española de forma no menos absoluta que la suya y en esta
48
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, I, p. 139.
49
Luis XIV a Blécourt 3 de Junio de 1701, en Baudrillart, Philippe V et la cour de FranceI, p. 70; Coxe,
Memoirs of the Kings of Spain, I, p. 210.
50
Luis XIV a Felipe V en Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, I, p. 149; Baudrillart , Philippe V et la cours
de France, I, p. 86; Memoirs of the Duc de Saint-Simón, I, p. 167.
51
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, I, p. 165.
tarea ella tuvo un éxito total.» 52 De esta la princesa de los Ursinos consiguió, a través de la
pareja real, monopolitizar el poder entre 1702 y 1704, marginando a los ministros
españoles, excluyendo a los grandes y prescindiendo incluso de los embajadores franceses.
Pero la princesa tenía tendencia a llegar demasiado lejos y a actuar fuera del marco de la
política francesa. Luis XIV fue alertado y se apresuró a llamarla a Francia para enseñarle
una lección de subordinación. La lección fue rápida y clara y le permitió regresar a Madrid
en 1705, consciente de su influencia suprema sobre los monarcas españoles, y convencido
de que no podría gobernar España sin ella. 53 Inmediatamente recuperó el control de los
nombramientos en la corte, alejando a sus enemigos e introduciendo a sus propios clientes
e impuso nuevamente su dominio sobre la reina, hasta tal punto que incluso Felipe se
sentía secretamente celoso de ella. 54 Sin embargo, en esta ocasión Luis le hizo compartir el
poder. Su colaborador en el gobierno de España fue un embajador francés, Michel-Jean
Amelot, marqués de Gournay.
Amelot era un hombre de gran capacidad en la administración y en la diplomacia,
aunque lo ignoraba todo respecto a España. Fue nombrado por Luis XIV en abril de 1705
para que colaborara estrechamente con la princesa de los Ursinos y se convirtiera de hecho
en primer ministro de España, aconsejando a Felipe V, dirigiendo la administración e
impulsando la reforma. 55 Necesitaban también un experto financiero que consiguiera los
ingresos que les permitirían planear la guerra y gobernar España. Luis XIV les proporcionó
también a ese hombre, Jean Orry, un hombre «duro de oído pero extraordinariamente
astuto que había salido de la nada y que había desempeñado diversos oficios para ganar su
sustento y para progresar». 56 Orry ya había trabajado en España en 1702-1704, adquiriendo
una gran impopularidad entre la aristocracia por su decisión de recuperar rentas usurpadas
a la corona, «un negocio más delicado, porque los usurpadores de las alcabalas eran
hombres de mayor autoridad en el reino». 57 Ahora, en 1705-1706, se le designó para que
reorganizara las finanzas españolas, consiguiera los recursos necesarios para la guerra y
aportara ideas al equipo francés de gobierno.
Durante los cinco años siguientes Luis XIV gobernó España a través de Amelot y la
princesa de los Ursinos. Las instrucciones del embajador eran a de gobernar España de
acuerdo con los principios de gobierno franceses y llevar a cabo un triple programa de
reforma: la reducción del poder político de los grandes, la subordinación del clero y de las
órdenes religiosas y la abolición de los fueros de la Corona de Aragón. Los franceses
adoptaron una actitud cínica ante la aristocracia española. Luis XIV aconsejó a Amelot que
permitiera a los grandes «preservar las prerrogativas externas de su rango y al mismo
tiempo excluirles de todos los asuntos que pudieran reforzar su posiciones o permitirles
participar en el gobierno». 58 Pero los grandes no estaban ciegos. Primero vieron que el
embajador francés dominaba el despacho, o el gabinete, y lo convertía en el principal
organismo político, por encima de los consejos tradicionales, base política de la
aristocracia hasta entonces. Luego advirtieron la creación de una guardia real en 1705, dos
de cuyas cuatro compañías eran unidades extranjeras, que desde su punto de vista
52
Ibid., pp. 218-219.
53
San Felipe, Comentarios, pp. 82-85.
54
Felipe V a Luis XIV, 10 de marzo de 1705, en Baudrillart, PhilippeV et la cour de France, I, pp. 206-207.
55
Instrucciones a Amelot, 24 de abril de 1705, en Baudrillart, Philippe V et la cour de France, I, p. 221;
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 47-52.
56
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, I, p. 206.
57
San Felipe, Comentarios, pp. 44, 52.
58
Luis XIV a Amelot, 20 de Agosto de 1705, en Kamen, The war of succession in Spain, p. 89.
59
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, I, p. 361.
60
Citado en Kamen, The war of succession in Spain, p,. 91.
61
Informe de Tessé a Chamillart, 11 de Abril de 1705, en Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, I, p. 339.
62
Ibid, I, p. 339.
63
San Felipe, Comentarios, p. 102.
64
Henry Kamen, «Melchor de Macanaz and the Foundations of Bourbon power in Spain», English Historical
Review, 80, 317 (1965), pp. 699-716.
fuerza y sólo hacen gala de debilidad y cobardía ... Hacen todo el daño que pueden. La
benevolencia y la consideración nunca les inducirá a ser buenos súbditos; sólo un gobierno
fuerte y firme lo conseguirá y el rey de España nunca será un auténtico rey a menos que
llegue a ser temido». 65
Después de todo, los españoles mostraron más valor que los franceses para la
guerra y Felipe más energía que Luis. En 1709 rechazó el plan de paz de los franceses
transmitido por Amelot y contó con el apoyo de los ministros españoles. Para llevar a buen
puerto la política francesa, Amelot disolvió el gabinete, despidió a Montellano, líder de la
oposición española, y con él al duque de San Juan, ministro de Guerra. Estas medidas
arbitrarias despertaron gran indignación, que se dejó oír en la tertulia de Montellano, un
salón literario convertido en foro político, donde Amelot y la princesa de los Ursinos
fueron abiertamente criticados. «Los magnates españoles, que imaginaban que cargaría
sobre la nación española todo el peso de defender al Rey, abiertamente pedían que se
apartasen del gobierno los franceses.» 66 Sin embargo, una reunión elitista de este tipo no
era una base de oposición lo suficientemente fuerte. Así opinaban los franceses, que se
sentían satisfechos de que la oposición quedara dentro de los límites de la corte y de la
aristocracia. Los franceses no podían permitirse cometer errores. Sus informes sobre la
moral de los españoles en 1709 fueron vitales para que Luis XIV decidiera si España
estaba preparada para la paz o si había que seguir apoyándola. Amelot, con más
experiencia ahora que en 1706 informó en enero de 1709 de que no había ninguna razón
para sospechar de la lealtad del pueblo en general ni de la pequeña nobleza. Ciertamente,
todos ellos sufrían como consecuencia de la guerra, los impuestos y el hambre, pero había
quejas, no había signos de protesta ni de rebelión:
Estos rumores desleales surgen del descontento de los grandes, que, dado que
no son admitidos para compartir el poder, murmuran constantemente y se quejan de
que no se presta atención alguna a los grandes, a los nobles y al pueblo; que se ignoran
sus costumbres y sus leyes; que se aniquila la autoridad de sus consejos, que todo se
67
perderá si no hay un cambio de política.
Según el análisis de los franceses, si los grandes y los consejos se veían
marginados, era por su incompetencia. Si el gobierno quedara en sus no tendría recursos y
Felipe V no podría gobernar España. Sin las reformas inspiradas por Francia y ejecutadas
por el embajador francés, la causa de los Borbones no podría triunfar. Probablemente, ese
análisis era correcto, pero los españoles no criticaban a Francia por el hecho de que
existiera una dinastía. Antes bien, rechazaban la manipulación francesa del gobierno
español, el control de los cargos y nombramientos, de las decisiones y de los mandos
militares y de la vida económica, y el resentimiento se dirigía contra Amelot y la princesa
de los Ursinos, y no contra Felipe V. A mayor abundamiento, la validez del análisis francés
dependía del éxito y del compromiso de Francia. Ambos fueron puestos en duda durante la
crisis de 1709 y Felipe se vio obligado a acercarse a los aristócratas y a su partido
español. 68 La derrota de Zaragoza, el avance del archiduque y el miedo a perder tanto la
guerra como la alianza francesa, hicieron comprender a todos que tenían ciertos intereses
en común en la defensa de su país y su gobierno. La retirada de Luis XIV en 1709 indujo a
Felipe a identificarse de manera más positiva con el partido español. En la entrevista que
mantuvo con Amelot el 30 de abril de 1709, confiado en el apoyo de la aristocracia y del
65
Amelot a Luis XIV, 5 de mayo de 1706, en Baudrillart, Phihppe V et la cour de France, I, pp. 257-258.
66
San Felipe, Comentarios, p. 169.
67
Amelot a Luis XIV, enero de 1709, en Cose, Memoirs of the kings of Spain, I, p. 436.
68
Vease Supra, pp. 406-407.
69
Amelot a Luis XIV, 30 de Abril de 1709, en Braudillart, Philippe V et la cour de France, I, p. 345; San
Felipe, Comentarios, p. 175.
70
San Felipe, Comentarios, p. 197.
71
Nicolás de Jesús Belando, Historia civil de España .... desde el año 1700 hasta el de 1733, Madrid, 1740-
1744, 3 vols., I, p. 439.
72
Carta anónima, Madrid, 12 de diciembre de 1712, PRO, SP 94/79.
73
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 50-52.
74
Burck a Delasaye, Madrid, 8 de mayo de 1713, PRO, SP 94/80.
75
Analola Borges, La Casa de Austria en Venezuela durante la Guerra de Sucesión Española (1702-1715),
Salzburgo-Tenerife, 1963, pp. 92-96.
76
Luis Navarro García, Hispanoamérica en el siglo XVIII, Sevilla, 1975, p. 20.
77
Celestino Andrés Araúz Monfante, El contrabando holandés en el Caribe durante la primera mitad del
siglo XVIII, Caracas, 1984, 2 vols., I, pp. 135-139.
78
Adalberto López, The Revolt of the Comuneros, 1721-1735. A Study in the Colonial history of Paraguay,
Cambridge, Mass., 1976, p. 75.
79
Guillermo Céspedes del Castillo y Manuel Moreyra Paz-Soldán, eds., Colección de cartas de virreyes:
Conde de la Monclova, Lima, 1954-1955, 3 vols., I, p. XII, para una visión diferente.
80
Geoffrey J. Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, 1700-1789, Londres, 1979, pp. 34-48.
81
Mark A. Burkholder y D. S. Chandler, From Impotence to Authority. The spanish Crown and the American
Audiencias, 1687-1808, Columbia, Missouri, 1977, pp. 33-36
82
Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, Historia de la Villa Imperial de Potosí, Lewis Hanke y Gunnar
Mendoza, Providence, RI, 1965, 3 vols., II, p. 405.
83
Luis XIV a Amelot, 18 de febrero de 1709, en Kamen, The War ofSuccession in Spain, p. 135.
las Indias. Esta política entrañaba un grave riesgo para España y también para los aliados.
Luis XIV estaba decidido a conseguir, de una u otra forma, participar en el comercio
americano o controlarlo. Inició su campaña consiguiendo en 1701 el asiento de negros, que
concedía a Francia el derecho exclusivo de exportación de esclavos a Hispanoamérica y la
oportunidad de exportar muchos otros productos. En los primeros meses de ese mismo año,
España permitió la presencia de barcos de guerra franceses en puertos americanos para
combatir a la flota aliada y transportar plata; podían buscar abastecimientos pero no
comerciar. Era este otro pretexto para ampliar el comercio directo de Francia con las
Indias, aprovechándose del hundimiento del sistema de flotas y de la consiguiente falta de
aprovisionamiento que había provocado en muchos lugares. 84 En mayo de 1707,
comerciantes españoles en Sevilla, que lamentaban estos acontecimientos, calculaban que
desde el comienzo de la guerra 30 buques franceses habían comerciado con los puertos de
Campeche y Veracruz y más de 86 con los puertos de Tierra Firme, y para finales de 1706
había 15 barcos en aguas del Pacífico, lo que suponía para Francia unos beneficios de
millones de pesos. En 1707, las autoridades de Veracruz registraron 21 barcos franceses y
en el Pacífico se identificaron al menos 18. El comercio directo con el Pacífico era nuevo,
una iniciativa francesa en una zona no explotada por los buques españoles. En 1698, la
recientemente constituida Compagnie de la Mer du Sud envió 4 barcos al Cabo de Hornos,
que regresaron en 1701. Entre 1700 y 1701, 97 barcos franceses recalaron en Concepción,
91 en El Callao, prefiriendo la mayor parte de ellos entrar en el Pacífico por el Cabo de
Hornos en lugar de hacerlo a través del Estrecho de Magallanes. 85 En 1714, dos testigos
que habían regresado recientemente informaron de que «24 barcos franceses comercian en
esa costa y eso a pesar de todas las órdenes que puedan haberse enviado; es imposible
impedir ese comercio sin una escuadra de buques de guerra». 86 El éxito del comercio
francés con Perú se debía a la situación del mercado, a la prolongada ausencia de galeones
y al largo intervalo entre las ferias comerciales. Cuando, en 1706, y por primera vez en más
de 6 años una flota española llevó mercancías a la feria de Portobello, encontró el mercado
inundado y la demanda muy limitada. 87 Hubo gritos de protesta por parte de los
comerciantes españoles y la petición de que el gobierno tomara alguna iniciativa para
refrenar las actividades tanto de sus aliados como de sus enemigos. El comercio francés
desde Saint-Malo encontraba pocos obstáculos en la costa del Pacífico de Suramérica y no
faltaban compradores entre los comerciantes españoles y criollos, que a su vez encontraban
consumidores en Perú y en las colonias adyacentes. Los gobiernos borbónicos, los
comerciantes franceses, los funcionarios españoles, los mercaderes coloniales y los
consumidores, todos formaban parte de un misma red. Cada grupo mantenía unas
apariencias mientras perseguía sus intereses. En Madrid, Amelot replicó ante las quejas
argumentando que «como los españoles no se dedicaban al comercio, era justo que nos
aprovecháramos de él, antes que nuestros enemigos comunes». 88 Y en Perú, el virrey
Castelldosríus, que organizó, de hecho, un sistema alternativo de comercio directo, la
llamada «Feria de Pisco», demostró que era posible satisfacer al rey, al virrey, a los
comerciantes franceses y a los consumidores criollos y que había suficientes beneficios
84
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 143-156; Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, p. 47.
85
Daniel Malamud Rikles, Cádiz y Saint-Malo en el comercio colonial peruano (1698-1712), Cádiz, 1986. p.
139.
86
Burck a Stanhope, Madrid, 5 de noviembre de 1714, PRO, SP 94/82.
87
Sergio Villalobos, «Contrabando francés en el Pacífico, 1700-1724», Revista de Historia de América, 53
(1961), pp. 49-80; Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, pp. 21-33.
88
Amelot a Torcy, 21 de noviembre de 1707, en Kamen, The War of Succession in Spain, p. 149.
para todo el mundo, o casi para todo el mundo, si se manejaba con habilidad a los grupos
de intereses.
El comercio directo con América a través del asiento, de la ruta del Pacifico y de
sus propios buques de guerra no eran los únicos caminos que se abrían ante los franceses.
En su condición de socio naval principal en el seno de la alianza borbónica, se recurrió a
Francia para que escoltara las flotas que regresaban, con los tesoros americanos, desde
México y Tierra Firme, lo cual ocurrió en 1708, 1709 y 1712. No todas estas operaciones
conjuntas tuvieron éxito. En junio de 1708, una escuadra inglesa dirigida por el almirante
Charles Wage infligió severas pérdidas a una flota cargada de metales preciosos que
navegaba desde Portobello a Cartagena, lo que constituyó un desastre para España, si no
para Francia. Las labores de escolta constituían un negocio muy beneficioso un nuevo
pretexto para comerciar y obtener una parte del tesoro. Los franceses siempre dispuestos a
escoltar a las flotas y galeones, preferían, sin embargo, comerciar directamente con
América más que participar en las flotas, pues había costes que era necesario pagar a la
corona y a los intermediarios. 89 De hecho, su actividad comercial competía con la de las
flotas y le permitía apropiarse del mercado.
Ahora bien, ninguna de esas concesiones, o infracciones, supuso una ruptura formal
del monopolio español y los franceses tuvieron que contentarse con la ampliación del
sistema tradicional, que encontraba todavía la resistencia de los españoles y la competencia
de los ingleses. Sólo en una ocasión, la de la flota de Nueva España de 1703, participaron
oficialmente barcos franceses en su beneficio propio. 90 Felipe V no podía ignorar los
intereses de sus súbditos españoles ni enemistarse con los poderosos monopolistas de
Cádiz-Sevilla. Tenía que identificarse con el monopolio y Luis XIV debía aceptarlo. De
cualquier forma, el comercio directo con tantas zonas del imperio español, y a una escala
mayor que la que había disfrutado ninguna otra nación, supuso un avance considerable
respecto al tradicional comercio de reexportación de Cádiz dentro del sistema las flotas
españolas y era el precio que España tenía que pagar por su dependencia del poder
marítimo de Francia. Aun con la supuesta derrota de 1714, los franceses obtuvieron, a
través de Orry, concesiones para comerciar con Honduras y Caracas. 91
El comercio transatlántico en sus variadas formas reportó importan beneficios a
Francia y a sus comerciantes. Un cálculo francés de 1709 estimaba que en los ocho años
anteriores Francia había ingresado más de 180 millones de livres procedentes de las Indias.
Esa suma procedía en parte del contrabando de plata a través de la península, en parte del
comercio directo con América y no en menor medida gracias a los productos que
importaban en los buques de escolta, por los que España ya pagaba en efectivo, como en
1706 en que se pagaron un millón de pesos al embajador francés por los barcos que
escoltaron las dos flotas de ese año. En ocasiones, los beneficios del tesoro americano iban
directamente a Francia En febrero de 1707, una pequeña flota procedente de México
decidió, por razones de seguridad, atracar en Brest, en lugar de Cádiz. Transportaba 7-8
millones de pesos en plata, 6 millones de los cuales pertenecían al sector privado, y otros
productos por valor de 3 millones de pesos. Luis XIV tenía la intención de quedarse con
una parte de esa suma, y Felipe V trató de disuadirle, consciente de la francofobia que
existía en España. Le ofreció a cambio un regalo de un millón de livres de su propio
peculio. Luis aceptó gentilmente el regalo: «tienes razón Sería poco aconsejable retener
aquí la más pequeña cantidad del dinero llegado de las Indias para los súbditos de Vuestra
89
Malamud, Cádiz y Saint-Malo, pp. 146-147.
90
Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, p. 52.
91
Wishart a Bolinbroke, Cádiz, 27 de abril de 1714, PRO, SP 94/82.
Majestad». 92 A fin de cuentas, la rapacidad de los franceses pasó por alto esos escrúpulos y
cabe dudar de que siquiera una parte de ese dinero llegara a España. De una u otra forma,
los franceses habían dado un gran paso hacia adelante, que constituía la envidia de Europa.
No sin razón se quejaba San Felipe: «no faltaba en la Francia dinero, y nunca había habido
más, porque tantos años tenía como libre el comercio de las Indias, que no lograban otras
naciones». 93
España contaba con una larguísima experiencia en la organización del comercio
con América, comercio que no se interrumpió durante la Guerra de Sucesión. Gracias a la
burocracia del Estado, a la iniciativa de los comerciantes y al apoyo naval de los franceses
fue posible seguir atravesando el Atlántico y a pesar del poder marítimo de los aliados no
hubo un solo año en que las colonias perdieran contacto con la metrópoli. Se vio
perturbado el envío de flotas regulares, pero la irregularidad ya era la norma antes de 1700.
Incluso el envío de flotas, en 1706, 1708, 1710, 1712 y 1715, fue un triunfo de la
organización sobre el desaliento. Aparte de los navíos de guerra, una serie de buques
mercantes y avisos —barcos correo— navegaban entre España y América durante toda la
guerra y hubo tráfico en los dos sentidos todos los años desde 1701 a 1715, llegando en
total a España 132 barcos (véase cuadro 2.1.). La mayor parte de los años los envíos fueron
modestos, pero se registraron importantes cargamentos de plata en 1702 (12-20 millones de
pesos), 1707 (10 millones), 1708 (20 millones), 1710 (10 millones) y 1713 (4-12
millones). 94 El tesoro americano contribuyó al esfuerzo de guerra .y dio a los Borbones
una ventaja financiera sobre los Austrias. No fue el único, ni siquiera el factor más
importante en los ingresos anuales de Felipe V, pero se trató de una inyección de riqueza
importante, y en dinero efectivo, para hacer frente a necesidades inmediatas. ¿Cuáles
fueron los beneficios respectivos de Francia y España en la Guerra de Sucesión en el
concepto del tesoro americano? Desconocemos el porcentaje exacto, pero probablemente
Francia consiguió mayores ingresos que España en el sector privado, y posiblemente Luis
XIV recibió mayores cantidades que Felipe V. 95 La iniciativa francesa en el comercio
transatlántico a partir de 1700 era parte de un proyecto más amplio para conseguir el
control de la economía de todo el mundo hispánico, tanto Peninsular como americano.
Francia aspiraba a crear un vasto imperio protegido en el que se llevaría a cabo una
división interborbónica del trabajo, aportando España los metales preciosos y las materias
primas que poseía y Francia las manufacturas que le permitirían conseguir plata gracias a
la balanza comercial favorable. La Guerra de Sucesión dio a Francia la oportunidad de
promover ese ejercicio en autarquía, permitiéndole excluir al enemigo del mercado español
y conseguir un trato fiscal favorable e incluso los medios de frenar la actividad de las
manufacturas españolas. 96 El proyecto no se hizo realidad, aunque Francia intentó
reactivarlo en años posteriores de la centuria. Mientras tanto, durante estos años amplió
con éxito su participación en el mercado español y americano. En el caso de los franceses,
el factor más importante era el poder naval, que les permitía proteger el comercio y la
navegación españoles en el Mediterráneo y en el Atlántico.
92
Felipe V a Luis XIV, 28 de marzo y 4 de abril de 1707, Luis XIV a Felipe V, 11 de Abril y 19 de Abril de
1707, en Baudrillart, Philippe V et la cour de France, I, p. 287; Kamen, The War of Succession in Spain, p.
183.
93
San Felipe, Comentarios, p. 167.
94
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 178-191; Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux,
pp. 310-312.
95
Kamen, The War of Succession in Spain, p. 193.
96
Ibid., pp. 118-139.
Una monarquía intacta y reformada: estas ideas no fueron inventadas por los
borbones. Carlos II había gobernado España mostrando signos de revitalización y había
muerto proclamando la unidad del imperio español. Pero los Austrias habían sido
incapaces de superar dos grandes obstáculos para la reforma, la autonomía de las regiones
97
Amelot a Luis XIV, 1709, en Coxe, Memoirs of the kings of Spain, I, p. 440.
98
San Felipe, Comentarios, pp. 22, 191.
99
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 87-94, 114-115.
100
Véase infra, pp. 463-465.
96,7 millones de reales en 1703 a 116,7 millones de reales en 1713, incremento de más del
20 por 100, y los ingresos extraordinarios de 23,6 millones a 112,7 millones, con un
aumento de más del 377 por 100. Los ingresos totales casi se duplicaron, de 120,3 millones
a 229,4 millones. En su mayor parte se obtenían en Castilla; incluso después de 1707, los
ingresos procedentes de Aragón y Valencia suponían un porcentaje muy pequeño para el
gobierno central. Sin embargo, bajo las presiones de la guerra, éstos casi se duplicaron
entre 1703 y 1713. Naturalmente, también los gastos se elevaron enormemente. Sólo los
costes militares ascendieron a 100 millones anuales, saliendo fuera de España una gran
parte de esa suma para pagar las armas y equipamientos procedentes de Francia. 101 Para
conseguir que los ingresos se mantuvieran en el mismo nivel que los gastos hubo que
recurrir a préstamos de financieros y a los ingresos de las Indias, que porco contribuían a
los gastos ordinarios pero que eran absorbidos inmediatamente por los costes de la guerra y
los pagos a Francia. En 1713, los costes militares y administrativos excedían a los ingresos
totales en unos 37 millones de reales.
La presión fiscal, más que la reforma de los impuestos, fue la política que eligió la
primera administración borbónica. Orry tenía ideas más constructivas y 1703 inició un
proyecto de reforma de todo el conjunto del gobierno de España, de su administración y de
sus finanzas. No tuvo ocasión de llevarlo a la práctica antes de 1706, cuando fue llamado a
Francia, y hasta 1713 Felipe V no le dio otra oportunidad. A pesar de sus afirmaciones, o
de sus fantasías, lo cierto es que poco se había conseguido antes de que abandonara su
cargo en 1715 y su misión en España hay que calificarla como un monumento a las ideas
más que a los logros. Orry, que era una extraña mezcla de capacidad, excentricidad y
arrogancia y cuyo talento era, tal vez, inferior al de Amelot, Bergeyck y los nuevos
burócratas españoles, realizó, no obstante, una serie de reformas específicas, como los
métodos sistemáticos de contabilidad, un tesoro de guerra separado y la recuperación de
propiedades e impuestos enajenados, que contribuyeron al incremento de las rentas
españolas y proporcionaron al gobierno los recursos necesarios para sobrevivir a la
guerra. 102
El objetivo a largo plazo del gobierno central era la consecución de la igualdad
fiscal en España, así como entre los diferentes reinos, y garantizar que las regiones
orientales contribuyeran a la monarquía según sus recursos de ese momento más que en
función de sus antiguos privilegios. También los Austrias habían mirado con recelo los
derechos de las regiones pero no gozaron del poder y la oportunidad de acabar con ellos.
Ahora, en 1707, los Borbones contaban con ambas cosas. A los ojos de Felipe V y de
Castilla, las regiones orientales de la península eran rebeldes y no merecían sus
inmunidades. En la política borbónica había un factor de castigo, expresado en el
preámbulo al decreto del 29 de Junio de 1707 que abolía los fueros: «considerando haber
perdido los reinos de Aragón y Valencia y todos sus habitadores por la rebelión que
cometieron ... todos los fueros, privilegiados, exenciones y libertades». Esta afirmación no
era exacta, pues la aristocracia había sido el objetivo de la rebelión y no su protagonista.
Pero, la medida era algo más que un castigo merecido. Como explicaba el rey, reflejaba
también «mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas
leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de
Castilla tan loables y plausibles en todo el universo». Finalmente, en el decreto se afirmaba
que la abolición de los fueros y el sometimiento a las leyes de Castilla produciría ventajas
compensatorias a los aragoneses y valencianos, que a partir de ese momento tendrían
acceso a los nombramientos en Castilla, así como los castellanos lo tendrían en Aragón y
101
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 75-76, 215, 223-231.
102
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, pp. 68-69.
Valencia. 103 La Nueva Planta, se ha dicho correctamente, era «medicina amarga y, a la vez,
salutífera», 104 una invitación obligatoria a participar en un mundo más amplio.
En Valencia, la conquista y ocupación fueron seguidas inmediatamente por el
decreto del 29 de junio de 1707 que imponía la Nueva Planta. Era el primero y más
drástico de todos los nuevos regímenes, que tal vez daba medida de 1a división social y de
la debilidad de Valencia, del poder absoluto del monarca y de la actuación sin
contemplaciones de su representante Melchor de Macanaz. Macanaz era un abogado
educado en Salamanca que había atraído la atención de Amelot en los primeros años de la
guerra. 105 Tras un período como secretario del Consejo de Castilla, fue enviado a Valencia
junto con el ejército para reformar las finanzas y la administración. El objetivo era crear un
nuevo tribunal de justicia, una audiencia, ocupándose la mitad de sus puestos con
castellanos proyecto que despertó la oposición del Consejo de Aragón. Macanaz
argumentó que el Consejo había perdido toda vigencia y debía ser abolido junto con los
fueros. Ello ocurrió el 15 de julio y finalmente el Gobierno creó un tribunal de chancillería
en Valencia en agosto de 1707, tribunal que no aplicaba la ley tradicional de Valencia sino
el derecho público y civil de Castilla. Macanaz y sus colaboradores introdujeron los
impuestos castellanos y en octubre Macanaz se encargó personalmente del programa de
confiscaciones, que le permitía enriquecerse y obtener ingresos para la corona. Finalmente,
se encargó a Macanaz la erección de una nueva ciudad, San Felipe, para reemplazar a la
arrasada Játiva, y ello le dio la oportunidad de poner en práctica su política eclesiástica. Se
negó a permitir el retorno de las órdenes religiosas y la devolución de las propiedades
confiscadas por motivo de rebelión. Macanaz, excomulgado por el arzobispo de Valencia e
injuriado por las autoridades civiles, abandonó Valencia convencido de que la ampliación
del poder real se veía frustrada todavía por el viejo régimen de derechos locales, intereses
creados y resistencia clerical. 106 Pero aún gozaba de la confianza de la corona, que le
encargó una misión similar en Aragón.
La abolición del Consejo y de las Cortes, la transformación del derecho y de las
instituciones legales y la sustitución de los funcionarios tradicionales por los intendentes y
corregidores se aplicaron en Aragón tanto como en Valencia. También aquí el esfuerzo de
guerra y el futuro de España exigían centralización, modernización y un nuevo personal.
Cuando Felipe V reconquistó Zaragoza situó a Macanaz al frente de la reorganización de la
ciudad y la provincia, como intendente general de Aragón (febrero de 1711). Una vez más,
Macanaz fue el instrumento del absolutismo apoyado por el ejército. Un jefe militar, el
conde de Tsercaes Tilly, fue nombrado gobernador y presidente de una nueva audiencia, y
las apelaciones a sus decisiones tenían que dirigirse al Consejo de Castilla en Madrid.
Macanaz estaba encargado de las finanzas y tenía que consultar a un tribunal del tesoro
real, y en su deseo de obtener el poder total sobre las finanzas no tardó en entrar en
conflicto con el tribunal, con los intereses locales con el propio gobernador militar. La
resistencia de los tradicionalistas, las protestas de la nobleza y la tentación de los
funcionarios reales de hacer concesiones y llegar a soluciones de compromiso,
convencieron a Macanaz de que el régimen borbónico en Aragón estaba en peligro y de
que él era el único instrumento del absolutismo. 107 Sus temores no estaban totalmente
103
Pedro Voltes Bou, La Guerra de Sucesión en Valencia, Valencia, 1964, pp. 7-78.
104
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 86.
105
San Felipe, Comentarios, p. 145; Kamen, «Melchor de Macanaz», p. 701.
106
Carmen Martín Gaite, Macanaz, otro paciente de la Inquisición, Madrid, 1975, 2ª edic. pp. 149-164.
107
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 343-352, y «Melchor de Macanaz», pp., 704-705; Matín,
Macanaz, pp., 191-199.
108
Juan Mercader Riba. «La ordenación de Cataluña por Felipe V: la Nueva Planta», Hispania, 43 (1951),
pp., 257-366; Els capitans generals, Barcelona, 1957, pp. 25-54, Felip V i Catalunya, Barcelona, 1968, pp.,
30-55; Víctor Ferro, El dret públic catalá. Les institucions a Catalunya fins al Decret de Nova Planta,
Barcelona, 1987, pp. 450-460.
mediante una tasa del 10 por 100 sobre todas las propiedades rurales y urbanas y el 8 por
100 sobre las rentas personales. 109
Inevitablemente, el balance de los decretos de Nueva Planta arrojó un saldo de
pérdidas y ganancias. La Corona de Aragón y el principado de Cataluña dejaron de existir
como porciones separadas de la monarquía española. La lucha por conseguir un Estado
fuerte, centralizado y unido, se había saldado finalmente con el éxito y en el proceso se
barrió gran parte de lo que quedaba del pasado de los Austrias, junto con algunos de sus
valores políticos. El absolutismo borbónico impuso dos principios que eran ajenos a las
tradiciones catalanas: que la autoridad real estaba por encima de la ley y que la corona
tenía libertad para recaudar los impuestos que considerara necesarios. Menos importantes
fueron los cambios institucionales. El Consejo de Aragón no supuso una gran pérdida; su
jurisdicción pasó en gran parte a las secretarías de Estado, y en parte a las audiencias en
Barcelona, Zaragoza y Valencia, una medida de delegación de poderes. Los virreyes fueron
sustituidos por capitanes generales, lo que indicaba tal vez una militarización del poder,
pero estaba todavía por ver qué significaría esa nueva situación. Después de la conmoción
inicial, la población acepto el nuevo régimen, si no sin cuestionarlo, al menos sin que se
produjera una rebelión abierta. Felipe V intervino para calmar el descontento de las élites
locales, reconociendo que en Aragón y en Valencia no se habían rebelado, y convencido de
que sin su colaboración no podría gobernar las regiones. En Valencia, se confirmaron
expresamente los derechos señoriales de los señores. En Aragón, los nobles perdieron su
jurisdicción en los casos criminales pero conservaron sus privilegios económicos. El
descenso del interés de los censos (préstamos hipotecarios), del 5 al 3 por 100, en Castilla
significó una pérdida para las clases privilegiadas y un beneficio para los agricultores
arrendatarios. En Aragón, la nobleza y el clero se resistieron con éxito a esta medida hasta
1750.
Los Borbones y sus súbditos sobrevivieron a la prueba mediante la lucha. El pueblo
sufrió más a causa de la naturaleza que de la guerra y el invierno de 1708-1709 tardaría en
ser olvidado. Por lo demás, el crecimiento demográfico, la recuperación económica y la
estabilidad de los precios continuaron la tendencia positiva iniciada hacia 1685. Felipe V
gobernó un Estado unitario, integradas sus regiones y reducidas sus dependencias; la
monarquía ya no era una aglomeración de diversos estados, restos obsoletos de un pasado
imperial. La única herencia imperial que pervivía era el imperio colonial en América, vital
para los intereses de España. La Guerra de Sucesión dio impulso a la reforma. España
consiguió un ejército moderno, mayores ingresos, un nuevo gobierno central y una élite
burocrática. Se liberó de dos obstáculos políticos, la hegemonía de los aristócratas y la
presencia de Francia, haciendo el proyecto de reforma al mismo tiempo moderno y
nacional. Sin embargo, una nueva dinastía no podía, por sí sola, transformar la sociedad y
la economía españolas. La aristocracia estaba atrincherada todavía en sus propiedades y
señoríos. España aún tenía que demostrar que podía progresar desde una economía de
guerra al crecimiento en tiempo de paz. Y América esperaba todavía una nueva política.
109
Joaquín Nadal Farreras, La introducción del catastro en Gerona, Barcelona, 1971, pp. 61-82.
EL GOBIERNO DE FELIPE V
El rey animoso
No pasó mucho tiempo antes de que los españoles se sintieran decepcionados con
su rey, que no era mucho mejor que Carlos II y que además tenía la desventaja de ser
francés. ¿Estaba realmente dedicado a España o le interesaba más el trono de Francia?
¿Tenía pensamiento propio? ¿Estaba cuando menos mentalmente sano? La situación
mental de Felipe V empeoró con el paso del tiempo, pero su peculiar comportamiento
personal ya había asombrado a sus súbditos. Devorado por dos grandes pasiones, el sexo y
la religión, pasaba las noches, y gran parte de los días, en tránsito constante entre su esposa
y su confesor, desgarrado por el deseo y la culpa, componiendo una figura cómica fácil
presa del chantaje conyugal. Su primera mujer, más inteligente de lo que cabía pensar por
su edad, 14 años, le tuvo esperando dos noches para enseñarle una primera lección,
comportamiento considerado por Luis XIV como un insulto para los Borbones. La
ausencia de Felipe en Italia en 1702 agravó sus anhelos sexuales y perjudicó su salud, hasta
que regresó apresuradamente a España para convertirse a los ojos de la mayor parte de los
observadores en «el esclavo de su mujer». 1 Sin embargo, se trataba de una dependencia
que no comprometía profundamente sus emociones. Saint-Simón observa que, en febrero
de 1714, cuando María Luisa murió de tuberculosis,
El rey de España se sintió muy conmovido, pero a la manera real. Le
convencieron para que siguiera cazando y disparando, para que pudiera respirar aire
libre. En una de esas excursiones, se encontró contemplando el séquito que conducía
el cuerpo de la reina al Escorial. Lo siguió con la vista y luego continuó cazando.¿Son
2
los príncipes seres humanos?
Si fue esclavo de su primera esposa, se convirtió en un niño en manos de la
segunda. Pero mientras María Luisa era bien vista por los españoles, éstos detestaban a
Isabel Farnesio y el resentimiento contra ella alcanzó al propio Felipe, que perdió la escasa
credibilidad que le quedaba. Era un gobernante hecho para ser manejado; como afirmaba
Alberoni, sus únicas necesidades eran «un reclinatorio y una mujer». 3 Pero también
necesitaba seguridad.
1
Louville a Torcy, 27 de mayo de 1702, en Alfred Baudrillart, Philippe V et la cour de France, París, 1890-
1900, 5 vols., I, p. 109; Historical Memoirs of the Duc de Saint-Simón, editado y traducido por Lucy Norton,
Londres, 1967-1972, 3 vols., I, pp. 220-221.
2
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, II, p. 319.
3
Citado por Teófanes Egido López, Opinión pública y oposición al poder en la España del siglo XVIII
(1713-1759), Valladolid, 1971, p. 112.
Historia de España John Lynch
4
Luis XIV a Felipe V, 1 de febrero de 1703, en Baudrillart, Philippe V et la cour de Frunce, I. p. 139.
5
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, III, p. 357.
6
Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, Comentarios de la guerra de España e historia de su rey
Felipe V, el animoso, ed. C. Seco Serrano, BAE, 99, Madrid, 1957, P- 345.
7
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, I, p. 220; Baudrillart, Philippe V et la cour de France, III, p. 567.
8
Luis XIV a Felipe V, 1 de febrero de 1703, en Baudrillart, Philippe V et la cour de France, I, p. 140.
9
Louville a Torcy, 8 de febrero de 1703, ibid., I, p. 143.
agosto de ese mismo año, en vísperas de la guerra con Inglaterra, Keene se preguntaba si el
gobierno español era capaz de soportar la carga que suponía un rey trastornado y un gran
conflicto:
Cuando por la mañana acude a la misa, se comporta como siempre ... Pero
cuando se retira para comer, lanza tan terribles alaridos que al principio asombraban a
todos y que han obligado a sus confidentes a abandonar todos los aposentos en cuanto
se sienta a la mesa, y en cuanto a la reina, no está segura de su comportamiento
durante el resto del día y siempre le mantiene dentro de casa ... Por la noche, siempre
hace que Farinelli interprete las mismas cinco melodías que cantó la primera vez que
actuó ante él y no ha dejado de cantarlas todas las noches desde hace casi doce meses
... A veces, el propio monarca canta una y otra vez con Farinelli y cuando la música ha
terminado, se deja caer en tales monstruosidades y alaridos que se hace todo lo posible
18
para impedir que la gente sea testigo de sus locuras.
En estas circunstancias, la inacción era el menor de los problemas del rey: :no se
preocupa de asunto alguno y tras sus apariciones en público se ensalza a sí mismo, ante la
reina, por haberse comportado, tal como dice, comme un image. 19 Entretanto, desde
comienzo de los años 1730, Felipe impuso una especie de estabilidad en la corte con su
excéntrico horario, que no varió durante el resto del reinado. Keene lo observó por primera
vez en 1731 cuando advirtió que
«Su Católica Majestad parece estar haciendo experimentos para vivir sin dormir». 20
Cenaba a las cinco de la mañana con las ventanas cerradas y se acostaba a las ocho, para
levantarse a mediodía y tomar una comida ligera. A la una se vestía e iba a misa a una
capilla cercana, luego recibía a algunos visitantes y pasaba la tarde mirando por la ventana,
jugando con sus relojes o haciendo que alguien le leyera hasta que llegaba la hora de la
actividad musical o teatral. Después de medianoche, generalmente hacia las dos de la
madrugada, llamaba a sus ministros para resolver asuntos, si es que se podía decir así,
hasta la hora de prepararse para cenar. Así se completaba el ciclo, en el que el rey había
invertido el orden normal de las cosas y había convertido la noche en día. 21
Los españoles, mientras contemplaban la tragicomedia de la corte borbónica, no
podían dejar de preguntarse qué habían conseguido con el cambio de dinastía. La
credibilidad de una monarquía absoluta depende en parte de la persona del monarca. Un
rey español no era un cero a la izquierda, ni siquiera un monarca constitucional sometido a
restricciones. Era el origen del derecho y de la legitimidad en el Estado, el soberano último
del que dependía el gobierno, si no para iniciar cualquier política al menos para no
frustrarla. Felipe V era un impedimento para el buen gobierno y de ninguna manera
impulsor de la reforma. El llamado Estado borbónico se estableció en España a pesar del
primer Borbón, hacia quien los ministros dirigían en vano su mirada en busca de iniciativa
e innovaciones. El impulso hacia el cambio procedió de una tradición que se remontaba al
reinado de Carlos II; a ella se añadieron el ejemplo de Francia, las ideas de la época y la
ambición de una nueva élite.
18
Keene a Newcastle, Segovia, 2 de agosto de 1738, PRO, SP 94/131.
19
Keene a Newcastle, Madrid, 9 de junio de 1739, PRO, SP 94/153.
20
Keene a Waldegrave, Sevilla, 6 de abril de 1731, British Library, Add. MS 43, 413, f. 217v; Keene a
Newcastle, Sevilla, 19 de agosto de 1732, BL, Add. MS. 43, 416, f. 13.
21
Documento anónimo, 1746, citado por Seco Serrano en San Felipe, Comentarios, pp. XXX-XXXI;
Baudrillart, Philippe V et la cour de France, IV, pp. 73-74.
Farnesio y Alberoni
podía protegerse mediante un gobierno de corte francés, sin españoles y sin consejos. 22 Se
organizó un gabinete similar al que existía en Francia, formado por un intendente general
de Hacienda y cuatro secretarios de Estado. 23 Algunos españoles de confianza fueron
admitidos en los aledaños del poder. José Grimaldo, un humilde protegido del propio
Felipe, fue nombrado secretario de Guerra e Indias. Pero el colaborador más estrecho de
Orry era Melchor de Macanaz, ultraborbónico y destacado exponente español del
absolutismo de Estado, que desde su cargo de fiscal general del Consejo de Castilla luchó
incesantemente contra los intereses tradicionales. 24 Sin embargo, la obra de Orry y
Macanaz en 1713-1714 fue fundamentalmente la de unos teóricos que elaboraron
proyectos y documentos, que provocaron una dura oposición y que, en definitiva,
consiguieron escasos resultados. La administración por medio de consejos fue reformada y
perfeccionada con el nuevo proyecto del 10 de noviembre de 1713, y la elevación de las
secretarías por encima de los consejos fue confirmada por el decreto del 30 de noviembre
de 1714 que establecía 4 secretarías de Estado: de Guerra, de Marina y de Indias, de Estado
y de Justicia. Por lo demás, Orry y Macanaz no constituyeron un equipo eficaz, por su
intolerancia e impopularidad. Macanaz atacó el poder y la riqueza del clero y se ganó la
hostilidad del inquisidor general, el cardenal Giudice, del obispo Belluga de Murcia y de
las universidades de Salamanca y Alcalá, formidable oposición que sólo se pudo mantener
a raya con el apoyo de Felipe V y su gobierno. Y Felipe sólo era tan fuerte como su
confidente de turno.
La dictadura de la princesa de los Ursinos era vulnerable, pues no poseía una base
formal de poder y se vio amenazada por la llegada de una nueva reina. Felipe V tomó
como segunda esposa a Isabel Farnesio, hija del fallecido duque de Parma, elección
influida no por razones de Estado sino por los informes favorables que dio de la muchacha
Julio Alberoni, el enviado parmesano, a la persona que tenía más influencia sobre Felipe, la
princesa de los Ursinos. Alberoni era consciente de que Felipe «necesitaba únicamente una
esposa y un libro de oraciones» y fue lo bastante inteligente como para subrayar las
cualidades de su candidata: «es una buena muchacha, regordeta, saludable y bien
alimentada ... Y acostumbrada a no escuchar otra cosa que no se refiera a la costura y el
bordado», cualidades que podían satisfacer tanto al ardiente Felipe como a la vigilante
princesa de los Ursinos. 25 La princesa picó el anzuelo, para encontrarse con que había
introducido en España no a una mediocridad sino a una joven arrogante, decidida a escapar
de la vida limitada de un principado italiano para integrarse en un escenario universal y a
pasar de dominada a dominadora. A no tardar, toda Europa conocería a la orgullosa
española.
La primera víctima de Isabel Farnesio fue la propia princesa de los Ursinos. Ambas
se conocieron el 22 de diciembre de 1714 en Jadraque, camino de Madrid. Los detalles de
la misteriosa entrevista no fueron revelados pero el resultado fue dramático. Farnesio
despidió inmediatamente a la princesa de los Ursinos y le hizo partir en medio de la noche
hacia la frontera francesa. «Ninguna acción en este siglo causó mayor admiración. Cómo
esto lo llevase el Rey es oscuro», comentó San Felipe, atribuyendo la decisión a «su
ambición al mandar» de la reina. 26 Fue una demostración y una decisión. La nueva reina
22
San Felipe, Comentarios, p. 245.
23
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, II, pp. 322-324; Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, II, pp. 158-161;
Baudrillart, Philippe V et la cour de France, I, pp. 575-576.
24
Henry Kamen, «Melchor de Macanaz and the Foundations of Bourbon Power in Spain», English Historical
Review, 80, 317 (1965), p. 707; Carmen Martín Gaite, Macanaz, otro paciente de la Inquisición, Madrid,
19752, pp. 285-288.
25
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, II, pp. 170, 172-173, 175.
26
San Felipe, Comentarios, p. 257.
estaba decidida a no ser gobernada por una mujer de edad que pertenecía al pasado y a no
tolerar la presencia de alguien cuya reputación conocía y cuyo control rechazaba. Por eso,
se apresuró a afirmar su autoridad desde el principio. Tal como dijo Orry, «hay que
considerar esta acción simplemente como la decisión de la reina de aprovechar la primera
oportunidad para ejercer su dominio sobre el rey». 27 La respuesta de Felipe fue lamentable
pero predecible; aceptó la marcha de su favorita como precio que tenía que pagar por los
favores de su esposa. Alberoni estaba allí para dirigir la transición. Convencido de que el
monarca no tendría otra voluntad que la de su esposa «o de cualquier otra mujer que
estuviera cerca de él», instruyó a Isabel Farnesio sobre las características de Felipe V:
«describiré las debilidades con las que se le puede atrapar y concluiré explicándole los
artificios por los que la señora [la princesa de los Ursinos] ha conseguido convertirse en
déspota». 28 La reina recurrió a dos tácticas distintas. La primera fue la de monopolizar al
rey: «la nueva reina y Alberoni siguieron su [de la princesa de los Ursinos] ejemplo,
manteniendo totalmente al rey Felipe para ellos y haciendo que resultara inaccesible para
todos los demás». 29 Luego, la reina comenzó a utilizar las permanentes apetencias sexuales
de Felipe como medio de regateo y control: «la propia naturaleza del rey fue su arma más
poderosa y que en ocasiones utilizó contra él. Hubo rechazos nocturnos que levantaron
tempestades; el rey chillaba y amenazaba, y a veces hacía cosas aún peores. Ella se
mantenía firme, lloraba y en ocasiones se defendía». 30 Así, conjugó el afecto y el designio
para conseguir un dominio absoluto sobre Felipe. La ascendencia de Isabel Farnesio fue el
triunfo de la voluntad sobre la mente. Detrás de su apariencia sencilla y de su rostro
ligeramente picado de viruela se escondía una poderosa personalidad que superó su falta de
educación y cultura y le llevó a intervenir decisivamente en los aspectos de la política
española que le interesaban. Comenzó con el gobierno. La destitución de la princesa de los
Ursinos fue seguida por la de sus protegidos. La misión de Orry terminó el 7 de febrero de
1715; ese mismo día Macanaz fue destituido y exiliado y su amigo el padre Pierre Robinet
fue sustituido como confesor real por el jesuita Daubenton. El cardenal Giudice, amigo de
Alberoni, adquirió de nuevo una posición de poder y Grimaldo, favorito de Felipe, fue el
único superviviente del régimen anterior. Isabel Farnesio, al poner límites a la influencia
francesa y a la «nueva» burocracia, consiguió credibilidad política ante los españoles, o al
menos ante el partido español tradicional. Pero cuando se vio con claridad que el declive
de los franceses fue acompañado por la promoción de los italianos y que se prefería todavía
a los extranjeros antes que a los españoles en el gobierno y en la corte —incluso la nodriza
de la reina, la odiosa Laura Pescatori, fue traída desde Parma— la desilusión fue creciendo
e Isabel Farnesio se convirtió en una de las reinas más impopulares en la historia de
España, odiada por todos y consciente de que «los españoles no me aman, pero yo también
les odio a ellos». 31 Los españoles la odiaban por su dominio sobre el rey y su desprecio de
los intereses nacionales. Hizo cambiar el rumbo de la política exterior española como
consecuencia de su obsesión por Italia, donde estaba decidida a encontrar reinos para sus
hijos y un lugar de retiro para ella, y donde los ejércitos y los recursos españoles fueron
sacrificados por mor de una serie de objetivos exclusivamente dinásticos. Esto explica el
27
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, II, p. 185; Orry a Torcy, 31 de diciembre de 1714 y 5 de enero de
1715, en Baudrillart, Philippe V et la cour de France, I, pp. 613, 615.
28
Alberoni al duque de Parma, 20 de octubre de 1714, en Edward Armstrong, Elisabeth Farnese, «the
Termagant of Spain», Londres, 1892, p. 20.
29
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, III, p. 353.
30
Ibid., III, p. 359.
31
Ibid., III, p. 364.
32
Bubb Dodington a Stanhope, 11 de octubre de 1715, en Coxe, Memoirs ofthe Kings of Spain, II, p. 214, 19
de febrero de 1716, PRO, SP 94/85.
33
Bubb Dodington a Stanhope, 6 de julio de 1716, en Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, II, pp. 241-243;
para una versión más completa, véase Bubb Dodington a Stanhope, 3 de junio de 1716, PRO, SP 94/85
que desearía. Ciertamente, es difícil conseguir que una joven señora llegue a
34
implicarse en los asuntos de negocios.
Alberoni fue nombrado cardenal en 1717, pero al no ocupar una secretaría de
Estado carecía de los medios formales para controlar la burocracia. Aun así, impulsó una
serie de iniciativas.
El quinquenio Alberoni (1715-1719) no fue exactamente una etapa en la reforma
borbónica, pero consiguió algunos éxitos. Sobre él dijo Patiño que «convertía lo imposible
en simplemente difícil». Creía en el poder latente de España, consideraba que debía ser
movilizado mediante una dirección decidida y lamentaba la inacción del monarca y la
indolencia de la burocracia, incluidos los nuevos ministerios. De los consejos esperaba
pocos cambios, aunque llevó a cabo un nuevo intento por reorganizarlos. Aunque muchos
de sus colaboradores eran italianos, no excluyó deliberadamente a los españoles.
Reconoció los talentos de los dos hermanos Patiño, del marqués de Castelar, ministro de
Guerra, y especialmente de José Patiño, intendente de Marina y mano derecha de Alberoni.
A él, tanto como a Alberoni, debió España el perfeccionamiento de su capacidad naval y
militar en estos años. Alberoni intentó convencer a los monarcas de que España tenía que
ser una potencia naval más que militar y de que no podía participar en una guerra
continental sin Francia. Intentó activar arsenales y astilleros y como estaba aún pendiente
la construcción de una flota nacional proyectó la compra de barcos y de pertrechos navales
a Holanda, Hamburgo, Genova, Rusia y la Compañía del Mar del Sur. Se construyeron
fundiciones en Pamplona, las fábricas de armas del País Vasco comenzaron a trabajar y se
crearon nuevas fábricas que produjeran equipamiento naval y militar. Al mismo tiempo, se
reforzó el reclutamiento de tropas, incluso en Cataluña y Aragón. 35 Todo dependía de dos
condiciones básicas, la mejora de la situación financiera y el comercio con las Indias. Para
conseguir mayores ingresos, Alberoni decretó recortes en el gasto público, sin que
escaparan a esa medida la casa real y sus tropas; gravó con impuestos a la Iglesia e
incrementó las imposiciones sobre los individuos de mayor riqueza y sobre la venta de
cargos. Consideraba que era necesario reorganizar el comercio con las Indias y analizó con
los comerciantes las formas y procedimientos para hacerlo; y de no haber sido por la
cuestión italiana, se habría apresurado a hacer frente al contrabando francés e inglés en
América. 36
Las medidas decretadas por Alberoni en 1717 no formaban parte de un programa de
reformas a largo plazo. Fundamentalmente estaban dirigidas a incrementar los recursos del
Estado para una acción inmediata y en particular para financiar las expediciones a Cerdeña
y a Sicilia. Sin duda, tenía reservas respecto a la expedición de Cerdeña, que era
complementaria de la conquista de Sicilia, pero, ciertamente, se identificaba con la política
italiana de la reina y estaba orgulloso de haber conseguido poner 300 barcos, 33.000
soldados y 100 piezas de artillería a su servicio. En definitiva, todo ello no fue más que una
pérdida de tiempo y de dinero y España no podía jactarse de haber conseguido nada
después de dos años de terribles esfuerzos. 37
En cuanto al rey, tuvo escaso contacto con el gobierno durante los años de
Alberoni. En 1717-1718, Felipe era un enfermo, aislado en su habitación y objeto de
extrañas alucinaciones, situación que sirvió para incrementar el poder de Isabel Farnesio y
de Alberoni y para reforzar las esperanzas del partido español. Alberoni observaba la
34
Bubb Dodington a Methuen, 11 de enero de 1717, PRO, SP 94/86.
35
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, II, pp. 287-289.
36
Armstrong, Farnese, pp. 102-103.
37
Sobre la política exterior de Alberoni, véase infra, pp. 492-493.
38
Alberoni, 8 de enero de 1718, en Armstrong, Farnese, p. 109.
39
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, II, p. 302; Alfonso Danvila, El reinado relámpago. Luis I y Luisa
Isabel de Orleáns (1707-1742), Madrid, 1952, pp. 106-111.
De la inercia a la abdicación
40
William Stanhope a Earl Stanhope, 1 de julio de 1720, PRO, SP 94/89.
41
William Stanhope a lord Carteret, 9 de agosto de 1723, PRO, SP 94/92.
42
William Stanhope a lord Carteret, 20 de diciembre de 1723, PRO, SP 94/92.
43
Abdicación, 10 de enero de 1724, en San Felipe, Comentarios, p. 351; Baudrillart, Philippe V et la cour de
France, II, pp. 590-591; Jacinto Hidalgo, «La abdicación de Felipe V», Hispania, 22, 88 (1962), pp. 559-589,
esp. pp. 565-566.
44
Baudrillart, Philippe V et la cour de France, I, pp. 558-564, 568.
que era para habilitarse a la Corona de Francia en caso de la muerte de Luis XV». 45 Por
supuesto, había renunciado a sus derechos al trono de Francia en 1712. ¿Pero consideraba
válida una renuncia que había realizado sometido a una cierta presión? ¿Acaso no había
mostrado siempre una predilección por Francia, un deseo de retornar y gobernar en su país
natal? 46
Si los argumentos religiosos provocaban escepticismo, la explicación política era
un conjunto de simples conjeturas. Felipe V era un hombre mentalmente perturbado, cuya
conducta no era estable ni coherente. Su enfermedad mental, que adoptaba la forma de una
melancolía aguda y de escrúpulos religiosos, le llevaba a pensar que era incapaz de
gobernar correctamente. Por ello, se sintió obligado a apartarse y a vivir una vida de retiro
preparándose para la vida eterna. Como subraya San Felipe, «el Rey padecía sobre
profundas melancolías una debilidad de cabeza que le era imposible la grave y continua
aplicación de Govierno de tan basto Imperio». Al parecer, creía que el joven e inexperto
Luis era capaz de gobernarlo. El 19 de enero, Luis I fue proclamado rey de España en el
Escorial, en una escena emotiva ante toda la corte. Ese mismo día recibió una carta de su
padre, más rica en contenido piadoso que en sabiduría práctica, exhortándole a «tened
siempre delante de vuestros ojos los dos Santos Reyes, que son la gloria de España y
Francia, San Fernando y San Luis». 47
La primera reacción en España fue de enorme satisfacción. Ese acto significaría el
fin de la influencia y la tutela francesa, italiana y extranjera en general. España podría
volver a gobernarse a sí misma mirando por sus propios intereses. Luis I era el ídolo de la
aristocracia y del partido español, su camino hacia el poder. Para el pueblo, era joven,
benigno, totalmente español, «el bien amado». La verdad no era tan idílica pero todavía se
ignoraba. Por supuesto, Felipe no había consultado al «pueblo», ni siquiera en un sentido
limitado; deliberadamente había omitido convocar a las cortes, una institución nada
adecuada en una época absolutista. Los aristócratas, los prelados y el pueblo aceptaron el
proceso constitucional, o su total inexistencia. Pero pronto se levantaron sospechas y los
espíritus se alertaron cuando se conocieron las circunstancias políticas de la abdicación.
¿Había cambiado algo?
Fue esta una abdicación espúrea. Felipe asignó a Luis una junta «compuesta de los
Ministros y personas, que e juzgado conbenientes señalaros». 48 A su frente se hallaba Luis
de Miraval, presidente del Consejo de Castilla, antiguo diplomático de escaso talento y
criatura de Grimaldo, y Juan Bautista Orendain, otra mediocridad también dependiente de
Grimaldo y que fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores. En cuanto a Grimaldo,
permaneció junto a Felipe en San Ildefonso, como su principal consejero, supervisando
estos y otros nombramientos y controlando el nuevo Gobierno. El rey niño, alto, de tez
blanca y pelo rubio, y amistoso con todo el mundo, no había recibido una buena educación
y sólo estaba preparado para escuchar a los ministros y no para nombrarlos.49 Nadie fue
engañado: «la autoridad todavía reside en el señor Grimaldo, que ha descubierto el arte
para conservarla, nombrando a unas personas que tienen respecto a él una dependencia casi
necesaria». 50 Gobierno a distancia, este era el significado de la abdicación, y el
45
San Felipe, Comentarios, pp. 352-353.
46
Memoirs of the Duc de Saint-Simón, III, p. 358; Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, III, pp. 50-54.
47
San Felipe, Comentarios, pp. 353-354; Felipe V a Luis I, 14 de enero de 1724, en Danvila, El reinado
relámpago, p. 211
48
Citado por Hidalgo, «La abdicación de Felipe V», p. 583.
49
Danvila, El reinado relámpago, pp. 130-137.
50
Keene a Walpole, 28 de enero de 1724, PRO, SP 94/92.
51
Wilham Stanhope a lord Carteret, 20 de enero de 1722, PRO, SP 94/91.
52
Danvila, El reinado relámpago, pp. 194-196.
53
Wilham Stanhope a lord Carteret, 22 de agosto de 1723, PRO SP 94/92.
54
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, III, p. 70; Danvila, El reinado relámpago, pp. 303-312.
imperial, una parte del clero regular y una serie de teólogos, consideraban que una promesa
solemne era irrevocable, invocando tal vez un argumento religioso para un objetivo
político. El Consejo de Castilla emitió una opinión ambigua. 55 Una junta de teólogos
determinó que en conciencia Felipe no podía recuperar el trono y que debía formar un
gobierno de regencia y un Consejo de Estado. Felipe, exasperado, se preparó para regresar
a San Ildefonso, afirmando que no aceptaría ni la corona ni la regencia. En ese momento,
Isabel Farnesio, secundada por el embajador francés, decidió pasar a la acción; instaron a
Felipe a enfrentarse a esos «bribones teólogos» y convencieron al nuncio Papal para que
elaborara un razonamiento justificando la ruptura de un juramento. También se pidió al
Consejo de Castilla que reconsiderara su opinión, concluyendo en esta ocasión que la
abdicación ya no era válida porque Fernando no tenía la edad ni la condición para aceptar
el trono. Así, Felipe se dejó convencer y el 6 de septiembre de 1724 firmó el decreto por el
cual volvía a ocupar el trono y sacrificaba su bienestar personal a la felicidad de sus
súbditos.
El retorno de Felipe V significó la derrota del partido español y su identificación
abierta como un partido de oposición. Ahora tenía una política, la falta de legitimidad del
rey, y una figura, el príncipe de Asturias. El joven Fernando se convirtió
inconscientemente en héroe de los aristócratas y en cabeza visible del partido español, que
ahora pasó a autodenominarse partido fernandino. Los vencedores eran la reina y los
franceses, que al rescatar a Felipe V se habían apoderado nuevamente de él. Los puestos
clave eran el presidente del Consejo de Castilla, los secretarios de Estado, Guerra y
Hacienda y el confesor real. La reina necesitaba controlar esos nombramientos si quería
gobernar. Por ello, se produjo una depuración en la administración. Consejeros, teólogos,
sacerdotes, todos cuantos se habían opuesto al retorno de Felipe o se negaron a seguir la
línea oficial, fueron despedidos. Miraval fue sustituido como presidente del Consejo de
Castilla por Juan de Herrera, obispo de Sigüenza; el padre Bermúdez fue sustituido por el
padre Robinet, Grimaldo volvió al puesto de secretario de Estado y también Orendain se
incorporó a la administración. Así comenzó el prolongado «segundo reinado» de Felipe V.
Su comportamiento no fue más racional que antes y todavía permitía —la necesitaba— a
Isabel Farnesio que gobernara. Sin embargo, ésta no era mucho más capaz de hacerlo que
el propio Felipe. Carente de conocimientos y de capacidad de juicio, también ella
necesitaba un mentor político, un favorito, un segundo Alberoni. Había una persona que
podía desempeñar ese papel.
Johann Wilhelm, barón de Ripperdá, era otro aventurero extranjero, en este caso
holandés, que llegó a España como diplomático y que consiguió quedarse gracias a su
talento. Ripperdá era un auténtico estafador que presentaba un rostro aceptable ante el
mundo, cambiaba de religión tan frecuentemente como sus soberanos y que hizo carrera
porque sabía ofrecer soluciones rápidas. Ya había conseguido grandes ventajas de Alberoni
y del embajador británico en Madrid, pero sus víctimas más distinguidas fueron los
monarcas españoles. Atrajo la atención de éstos cuando era superintendente de la real
fábrica de Guadalajara, para la cual importó, en 1718, a un grupo de artesanos holandeses
que producían paños de baja calidad con pérdidas para la fábrica. Luego fue nombrado jefe
de todas las fábricas reales. En 1724 creyó llegada su gran oportunidad cuando la
coyuntura de un gobierno débil y un impasse de la política exterior después de la crisis de
abdicación le permitió introducirse en la corte. Una serie de informes, relacionados con
proyectos de reformas internas, de reorganización del tesoro y de expansión del comercio
de las Indias, le permitieron congraciarse con Isabel Farnesio. Conocía su gran debilidad,
la obsesión de conseguir tronos para sus hijos, y jugó con ese factor, apuntando la
55
San Felipe, Comentarios, p. 362.
posibilidad de obtener la corona imperial para el hijo mayor de Isabel, Carlos. Nada
importaba que Austria fuera un enemigo declarado de España y que ni siquiera hubiera
reconocido a Felipe V y tampoco el hecho de que las potencias europeas serían alertadas
por esa unión. Ripperdá vendió la idea a Isabel Farnesio y fue enviado a Viena en una
misión confidencial, negociando allí un tratado entre España y el Imperio claramente
desfavorable para España y provocativo para el resto de Europa y en el que, de hecho, sólo
figuraba una vaga promesa de conceder a Carlos la mano de una de las hijas del
emperador.
El tratado de Viena revolucionó a Europa durante los seis años siguientes. 56 Era
especialmente odioso para Gran Bretaña, como lo era Ripperdá. El embajador inglés en
Madrid, William Stanhope, no podía comprender «cómo una persona de tan negativa
personalidad podía persuadir a unos enemigos tan inveterados para que solventaran sus
diferencias». 57 Stanhope no aceptaba que la explicación que creía todo el mundo, el
resentimiento español contra Francia por romper el proyectado matrimonio entre Luis XV
y la infanta española María Ana Victoria, fuera la auténtica razón, porque Ripperdá fue
enviado a Viena en noviembre de 1724, mucho antes de que se suspendiera la boda en
marzo de 1725. Desde su punto de vista, la responsabilidad incumbía únicamente a la
reina: «la reina decidió por sí sola el último tratado con el emperador; es razonable suponer
que prefirió los intereses de su propio hijo a los del príncipe de Asturias». 58
El éxito que Ripperdá afirmaba haber conseguido en Viena tenía implicaciones
políticas en España:
En el momento presente, esta corte está plenamente gobernada por las
instrucciones que recibe de Ripperdá (al cual, es absolutamente cierto que el rey de
España ha prometido la dirección plena de todos los asuntos a su regreso) que es un
enemigo declarado de Grimaldo, que no sólo carece de la más mínima credibilidad y
autoridad aquí, sino que incluso se le mantiene al margen de todo cuanto ocurre ...
Aunque todavía ocupa su puesto de secretario de Estado, está totalmente excluido de
la dirección y de los asuntos secretos; sin embargo ... el rey todavía siente hacia él un
59
cierto afecto, que impide que la reina se libre de él.
De pronto, toda la política española comenzó a girar en torno al Imperio austríaco:
reinaba el oportunismo y el principal oportunista estaba dispuesto a reclamar su
recompensa:
Los españoles no tienen consejo que les asista ni tampoco un principio estable
en el que apoyarse, de manera que las nuevas representaciones del exterior cambian
sus intenciones; Orendain, un hombre pomposo sin peso específico, y el confesor de la
reina, totalmente estúpido, junto con Ripperdá son los puntales de la monarquía
española. El marqués de Grimaldo permanece en Madrid, hasta que el rey le dé nuevas
instrucciones, y es seguro que su interés será insignificante hasta que esta corte tenga
60
más experiencia sobre la de Viena.
Cuando Ripperdá regresó de Viena, en diciembre de 1725, fue recibido con
embelesamiento por los reyes, que le situaron al frente del gobierno. Stanhope consideró
56
Sobre las implicaciones de estos acontecimientos en la política exterior, véase infra, p. 493.
57
William Stanhope a Newcastle, 11 de abril de 1726, PRO, SP 94/92.
58
William Stanhope a Newcastle, 22 de junio de 1725, PRO, SP 94/93.
59
William Stanhope a Townshend, Segovia, 22 de junio de 1725, PRO, SP 94/93.
60
Keene a Charles Delafaye, Segovia, 5 de septiembre de 1725, PRO, SP 94/93.
Después de los excesos de Ripperdá, el nuevo gobierno tenía una gran solidez. Los
dos hermanos Patiño recibieron importantes ministerios, el marqués de Castelar el de
Guerra y José Patiño el de Indias y Marina; Grimaldo continuó al frente del de Asuntos
Exteriores, pero el ministerio clave que tenía que tratar con la corte de Viena fue atribuido
al marqués de la Paz, cuya política proimperial constituía, para muchos espíritus críticos,
una nada agradable continuación del pasado y un recuerdo de que la caída de Ripperdá no
lo había cambiado todo. ¿Cambió, de hecho, alguna cosa? Los subsidios seguían fluyendo
a manos llenas hacia Viena, la monarquía estaba todavía terriblemente debilitada, la reina
no había hecho acto de contrición y el rey estaba loco. Felipe V vivió los años 1724-1726
en un estado de conmoción, incapaz de ejercer un control total de los acontecimientos y de
su propia persona, y a mediados de 1726 sufrió un nuevo «acceso de locura». 65 Se afirmó
que el joven príncipe de Asturias, heredero del trono, criticaba abiertamente las acciones
del rey y de la reina, que desde su punto de vista eran
destructivas para sus intereses y para los de la monarquía española y
realizadas por la reina con el único motivo de conseguir la promoción de sus hijos ...
Pues el príncipe es muy inteligente pero tiene un espíritu inquieto, y alcanzará la
mayoría de edad dentro de dos meses. Es evidente que esas ideas que un día le
infundieron pueden llevarle a pensar en tomar el gobierno en sus manos por considerar
66
que le pertenece por derecho en razón de la abdicación de su padre.
Sin duda, era el partido fernandino el que así hablaba, pero esto indica que 25 años
después de haberse introducido la nueva dinastía, España esperaba todavía una mano que
la guiara. La farsa de la abdicación de 1724, la meteórica ascensión de Ripperdá, la
desorientación de la política española y la crisis de 1724-1726 desacreditaron a la
monarquía y debilitaron al gobierno. Asimismo, permitieron a Isabel Farnesio alcanzar un
nuevo cénit de poder. En septiembre de 1726 «convenció» al monarca para que destituyera
a Grimaldo y al padre Bermúdez, a los que consideraba favorables a Gran Bretaña y
Francia respectivamente. 67 Stanhope creía que el rey no podía resistirse a la política
proimperial y antibritánica de la reina, «considerando la violencia del temperamento de la
reina y sus opiniones actuales y el poder absoluto que ejerce sobre él, sobre el que ha dado
perfecta muestra y prueba convincente al obligarle a apartar de su servicio a las dos únicas
personas por las que es bien sabido que sentía verdadero afecto». 68 Este episodio nos
permite vislumbrar los entresijos del gobierno español y revela que no todos los ministros
españoles eran un cero a la izquierda, que la política aún tenía una cierta importancia y que
la reina tenía que esforzarse para imponer su voluntad. Al mismo tiempo, incluso en el
decenio de 1720, el talento, por oposición al simple favoritismo, conseguía imponerse y
triunfar. Tras la caída de Grimaldo, Francisco Arriaza fue destituido, sustituyéndole como
secretario de Hacienda José Patiño, que ya era secretario de Indias. Una nueva etapa estaba
a punto de comenzar.
65
William Stanhope a Newcastle, 2 de juüo de 1726, PRO, SP 94/94.
66
Ibid.
67
William Stanhope a Newcastle, 2 de julio de 1726 y 30 de septiembre de 1726, PRO, SP 94/95.
68
William Stanhope a Newcastle, 4 de octubre de 1726, PRO, SP 94/95.
69
Sobre Patiño, véanse Antonio Rodríguez Villa, Patiño y Campillo, Madrid, 1882; Antonio Béthencourt
Massieu, Patiño y la política internacional de Felipe V, Valladolid, 1954; Jean O. McLachlan, Trade and
Peace with Old Spain, 1667-1750, Cambridge, 1940, pp. 146-152; Geoffrey J. Walker, Spanish Politics and
Imperial Trade. 1700-1789, Londres, 1979, pp. 95-113, 159-173; Julián B. Ruiz Rivera, «Patiño y la reforma
del Consulado de Cádiz en 1729», Temas Americanistas, 5 (Sevilla, 1985), pp. 16-21.
70
Keene a Waldegrave, Sevilla, 28 de marzo de 1732, BL, Add. MS 43, 415, f. 168v.
71
Egido, Opinión pública y oposición al poder, pp 156-167
72
Baudrillart, Philippe V et la cour de France, III, p. 364.
73
Keene a Waldegrave, Sevilla, 19 de diciembre de 1732, BL, Add., MS 43, 416, f. 139.
constituyó una nueva incorporación al partido fernandino, que llevó consigo no sólo una
multitud de portugueses sino también un interés portugués que no siempre era coincidente
con la política de Isabel Farnesio. Así, todos cuantos se oponían a la política italiana de la
reina y a las medidas internas de gobierno de Patiño —los aristócratas, el partido español y
ahora el partido portugués— se unieron al grupo de presión del príncipe Fernando. Éste,
por su parte, parecía un elemento prácticamente insignificante en la política que se
desarrollaba en su nombre, pero su mera existencia impulsó a la reina a tomar precauciones
y a excluirle de la toma de decisiones:
El príncipe asiste siempre al despacho por la mañana cuando se abordan los
asuntos cotidianos del reino, pero los asuntos de Estado y especialmente los que se
refieren a los intereses de la reina y su familia se tratan en su ausencia y no antes de la
medianoche, cuando M. Patiño acude a ver a Sus Majestades y generalmente
permanece con ellos hasta la hora de la cena, que tiene lugar alrededor de las cuatro de
74
la mañana.
Pero el príncipe no constituía un peligro para Felipe V y su papel político era
menos importante del que se le atribuía:
En cuanto al fuerte partido en España que alienta su abdicación, es totalmente
cierto que apenas hay un español que no la desee, pero es igualmente cierto que no hay
nadie que se atreva a dar un paso para que se produzca, si existiera alguna posibilidad
de que esas intenciones se llevaran a la práctica y si pudiera comunicarle a Su Gracia
la identidad de los seguidores del príncipe de Asturias (que es demasiado sumiso a su
padre como para ponerse al frente de un partido) su mero conocimiento demostraría
que la reina nada tiene que temer de ellos, pues o bien ya se los ha ganado para sus
75
intereses o son demasiado insignificantes como para que merezcan su atención.
Parecía, pues, que Felipe permanecería en el trono y que no existía posibilidad
alguna de que abdicara ni de que cambiara su forma de vida. Estaba lejos de ser una vida
normal; no se había cambiado de ropa desde hacía 19 meses y su extraordinario horario
suponía un enorme estrés a todos cuantos le servían. 76 Durante la Semana Santa de 1733, y
después de negarse a levantarse de la cama durante varios meses, apareció finalmente en
público afeitado y vestido, pero siguió negándose a ver a los ministros y manifestaba una
especial aversión hacia Patiño. En mayo se decidió la marcha de Sevilla y toda la corte se
dirigió hacia el norte a Castilla, el rey con aspecto débil y delgado, la reina gorda y torpe. 77
En el camino, el rey hizo pública una orden —le persuadieron para que la hiciera—
que confinaba al príncipe y a la princesa de Asturias a un eventual arresto domiciliario: no
podrían aparecer en público ni recibir a diplomáticos extranjeros y, en el caso de Fernando,
ni siquiera salir a cazar. La orden llevaba el sello de Isabel Farnesio, que tendía al exceso
en sus decisiones, y sólo sirvió para reforzar la tenacidad de la oposición y sus críticas a la
reina. Pero poco era lo que podían hacer al margen de alentar a la prensa clandestina y las
campañas para movilizar a la opinión pública.
La política era decidida por la reina y por Patiño, y ello significaba la prioridad de
los objetivos italianos. No faltaron los éxitos en esta política y en 1734 desembarcó en la
conquista de Nápoles y Sicilia para el hijo mayor de Farnesio, Carlos. Pero fue una acción
costosa y muy impopular en España y sirvió para intensificar el faccionalismo político
74
Keene a Newcastle, Sevilla, 10 de diciembre de 1730, PRO, SP 94/104.
75
Keene a Newcastle, Sevilla, 23 de febrero de 1732, PRO, SP 94/111.
76
Keene a Newcastle, Sevilla, 30 de mayo de 1732, PRO, SP 94/111.
77
Keene a Newcastle, 8 de mayo de 1733, Keene a Delafaye, 19 de mayo de 1733, PRO, SP 94/116.
entre carlistas y fernandistas, afirmando estos últimos que Nápoles había pertenecido a
España tradicionalmente y que, por tanto, como las armas españolas lo habían recuperado,
le correspondía al heredero español, Fernando. Como escribió Benjamín Keene:
Todo el mundo muestra su insatisfacción por la enajenación del reino de
Nápoles y lo consideran como una injuria realizada al príncipe de Asturias y a la
nación española respecto a su viejo derecho a las partes desmembradas de la
monarquía. En cuanto al nuevo título de conquista ahora en boga, nada más justo,
afirman, que puesto que estas conquistas se realizan por los ejércitos y a expensas de
la corona de España, deben incorporarse a la Corona y no ha de disponer de ellas a su
78
antojo la reina en perjuicio del heredero natural de toda la monarquía.
Pero insatisfacción no significaba insubordinación. No existía una voluntad firme
de crear una auténtica oposición ni de encontrar una base de poder en el país. El pueblo
estaba resignado, las facciones eran elitistas y los aristócratas se preocupaban de su propio
interés: como el príncipe Fernando no tenía heredero, dudaban en exponerse al descontento
de Carlos, rey de Nápoles y de Sicilia, que podría llegar a ser rey de España.
Tradicionalmente, los consejos eran la voz de la crítica constructiva, pero ahora los
ocupaban personas al servicio de la corte. La reina dominaba por completo a su pasivo
compañero y durante los años siguientes intentó interesarle en la música y en otras
diversiones para que superara su melancolía, asegurándose al mismo tiempo de que sólo
participaba en los asuntos de política cuando ella lo deseaba, «lo que ha conseguido
eficazmente no permitiendo que nadie se aproxime a él con nada que pueda alentarle a
oponerse a sus ideas cuando está en disposición de interesarse por lo que está
ocurriendo». 79 La reina ocultaba su auténtico estado mental y en 1738 se encarceló a varias
personas por difundir rumores de que había pensado abdicar. 80
El gobierno de Patiño se aproximó a su fin en medio del clamor en el exterior y la
incertidumbre en el interior. En 1735-1736 se vio apremiado por una serie de problemas: la
guerra de Italia y las respuestas europeas, las negociaciones para la paz con el emperador,
la ambigüedad de Francia, los problemas planteados por el Papado y el conflicto con
Portugal en el Río de la Plata. Sobre todo, necesitaba reunir recursos militares y navales
para sostener su política y encontrar el dinero necesario para pagarlos. Cuando las cosas
iban mal, o no iban bien de forma inmediata, los monarcas se volvían contra Patiño. La
reina y el ministro adulteraban, desde hacía mucho tiempo, las noticias que llegaban al
monarca; ahora la reina sospechaba que el ministro hacía lo mismo con ella. De pronto, su
posición se debilitó: perdió el monopolio de la administración de las Indias cuando se
asignó la secretaría de Indias al conde de Montijo; eran más los que tenían acceso a los
monarcas y en el ambiente parecían flotar aires de cambio. Patiño siempre se había
mantenido ajeno a las maniobras políticas, confiando tan sólo en su talento: «Patiño no ha
sido lo bastante político como para asegurarse un solo amigo capaz de rendirles un servicio
... Ha descuidado a todo el mundo, primero porque se cree superior a cuanto ve aquí y en
segundo lugar porque conoce la necesidad absoluta que tiene la reina de sus servicios». 81
Mientras se esforzaba por satisfacer a la reina, enfermó a mediados de septiembre y murió
el 3 de noviembre de 1736, sin dejar de trabajar casi hasta el final. En el último momento,
el rey se apresuró a concederle un título nobiliario y una pensión para su familia.
78
Keene a Newcastle, Madrid, 7 de jumo de 1734, PRO, SP 94/119.
79
Keene a Newcastle, Madrid, 13 de diciembre de 1737, PRO, SP 94/128.
80
Keene a Newcastle, 8 de septiembre de 1738, PRO, SP 94/131.
81
Keene a Newcastle, 23 de abril de 1736, PRO, SP 94/125.
82
Keene a Newcastle, El Escorial, 16 de noviembre de 1736, PRO, SP 94/126.
83
Keene a Newcastle, 24 de septiembre de 1736, PRO, SP 94/126.
84
Keene a Newcastle, El Escorial, 16 de noviembre de 1736, PRO, SP 94/126.
85
Keene a Newcastle, Madrid, 8 de jubo de 1737, PRO, SP 95/128.
86
Keene a Newcastle, Madrid, 9 de marzo de 1739, PRO, SP 94/133.
José del Campillo y Cossío era un asturiano de orígenes modestos, que había
quedado huérfano y había sido educado con ayuda eclesiástica en Córdoba. 87 Se inició en
la burocracia borbónica primero en el despacho del intendente de Andalucía y luego en
1717 en el de Patiño, que le promovió al puesto de pagador de la Marina en Cádiz.
Adquirió experiencia práctica en el comercio de las Indias, sobreviviendo a un naufragio
en la costa de Campeche. Los periodos en que se desempeñó como superintendente del
astillero de Guarnizo, como comisario general del ejército en Italia y como intendente de
Aragón ampliaron su experiencia y en 1741 recibió la titularidad de una serie de
ministerios —Hacienda, Guerra, Marina e Indias— que le convirtieron, de hecho, en el
líder del gobierno y en el auténtico heredero de Patiño. Pero sus ideas eran más radicales
que las de Patiño y ya antes de que alcanzara el cargo ministerial se sabía que sustentaba
opiniones independientes y que tenía un conocimiento especial de los asuntos coloniales y
marítimos. 88 En una fase anterior de su carrera fue denunciado ante la Inquisición por leer
libros prohibidos y por establecer contacto con herejes, acusaciones que ridiculizó y que
atribuyó a la envidia de aquellos a quienes había adelantado en la carrera política. Pero
encontró más oposición que Patiño y se vio en la necesidad de luchar para sobrevivir.
Cuando era intendente de Aragón se ganó la hostilidad del poderoso gobernador del
Consejo de Castilla, Gaspar de Molina, que le acusó de malversación de fondos. Pero el
enfrentamiento más duro lo tuvo con el duque de Monteníar, soldado, comandante español
en Italia y representante del partido español, enfrentamiento del que Campillo salió
triunfador cuando consiguió que Monteníar fuera destituido de su mando militar. Campillo
era demasiado intelectual para satisfacer a la aristocracia y demasiado combativo como
para dirigir un gobierno de consenso. No ocultaba sus ideas y su programa para la
regeneración de España y de su imperio americano se puede encontrar en tres obras
importantes: Lo que hay de más y de menos en España (1741), su continuación, España
despierta (1742), y Nuevo sistema de gobierno económico para la América (1743). 89 Estas
obras son prueba de una mente fértil y activa, pero no se publicaron mientras vivía y su
autor tampoco pudo realizar sus ideas, ya que en su tarea de administración fue más
prudente que en su pensamiento. En cualquier caso, Campillo no pudo disponer de mucho
tiempo ya que murió súbitamente el 11 de abril de 1743. A Campillo le sucedió Zenón de
Somodevilla, marqués de la Ensenada, hombre de la misma formación burocrática y
destinado a permanecer por más tiempo en el Gobierno, pero no más capaz que su
predecesor de romper el molde de la política real. Patiño, Campillo y Ensenada eran
excelentes funcionarios, sin duda, productos del clientelismo político pero también de una
nueva carrera abierta a los hombres de talento en los escalones más elevados de la
burocracia. Sin embargo, una vez promovidos al cargo de ministros, se convirtieron en
prisioneros de la corona, reducidos a cumplir su misión, que no era otra que la de conseguir
los recursos necesarios para la guerra. La obsesión de Farnesio con la política exterior dio
al traste con las capacidades de estos ministros. En cualquier caso, sería antihistórico
juzgar su labor de gobierno por los criterios de épocas posteriores y esperar de su política
proyectos de cambio estructural. Además, la crítica de la política gubernamental no
procedía necesariamente de una opinión más ilustrada. Era el partido español
tradicionalista el que mantenía viva la oposición a la reina y a sus proyectos en Italia,
nominalmente por lealtad a Fernando pero, en realidad, mirando hacia atrás a una época
dorada de poder aristocrático. Como explicó un funcionario francés:
87
Rodríguez Villa, Patiño y Campillo, pp. 131-132.
88
Keene a Newcastle, 5 de enero de 1737, PRO, SP 94/127.
89
Sobre el contexto de las Indias de la obra de Campillo, véase infra, pp. 133-135.
90
Ministére des Affaires Étrangéres, Commission des Archives, Recueil des Instructions données aux
ambassadeurs et ministres de France depuis les Traites de Westphalie jusqu'á la Révolution Francaise, XII
bis Espagne, París, 1899, p. 204, XXVII Espagne, París, 1960, IV, pp. 17-18.
91
Baudrillart, Philippe V et la cour de France, V, pp. 441-442.
92
Gildas Bernard, Le Secrétariat d'État et le Conseil Espagnol des Indes (1700-1808), Ginebra, 1972, pp. 24-
76.
cambios, Hacienda pasó a ser una secretaría, y en 1721 quedó establecida la estructura
básica de cinco secretarías que se mantuvo más o menos intacta durante el resto del siglo.
El cargo de secretario no era otorgado necesariamente a cada ministro, pues
algunos de los ministros más destacados ocupaban dos o más secretarías. Por ejemplo,
Campillo fue nombrado secretario de Hacienda en febrero de 1741 y en octubre de ese
mismo año fue designado también como secretario de Guerra y secretario de Marina e
Indias; a su muerte en 1743, Ensenada le sucedió en todos esos cargos. Pero el récord lo
tuvo Patiño, que acumuló la secretaría de Marina e Indias (1726), Hacienda (1726), Guerra
(1730) y Estado (1734), siendo la de Justicia la única que no desempeñaba. Esa
concentración de poder fue criticada y sus enemigos le denunciaron como un ministro «sin
Dios, sin ley, sin consejo», que despilfarraba el dinero en la marina y que se rodeaba de
incompetentes y de sicofantes. 93 Pero era una progresión lógica y Patiño fue considerado
por toda Europa como primer ministro de España, cargo que no existía. Con todo, si bien
los secretarios, o ministros, desempeñaron un papel importante en el gobierno, siguieron
siendo meros agentes de la voluntad real, funcionarios más que políticos, administradores
más que estadistas. Patiño era un funcionario de gran altura. Campillo tenía pretensiones
intelectuales, pero si era más que un arbitrista no llegaba a ser un hombre de la Ilustración.
A medida que aumentó la importancia de los secretarios, se convirtieron en un
centro tanto de clientelismo como de política. Cada secretario tenía su equipo de
funcionarios, llamados commis o, más frecuentemente, covachuelistas, que trabajaban en
las covachas ministeriales, es decir, los sótanos del Palacio Real. Eran burócratas puros,
algunos de ellos simples oficinistas, pero al desarrollarse los ministerios tuvieron la
oportunidad de ascender nuevos escalones en la escala de promoción, de oficinista a
funcionario, embajador e incluso secretario de Estado. Un secretario de Estado sin gran
talento podía llegar muy lejos con un buen equipo ministerial o fracasar si sus funcionarios
carecían de preparación. Inevitablemente, los covachuelistas se politizaron o
faccionalizaron, asociados con el partido que apoyaba a un ministro concreto.
La preferencia real por la vía reservada y la promoción de los secretarios de Estado
significó hasta cierto punto la desaparición de los consejos. Algunos simplemente se
suprimieron por no ser ya necesarios, como los consejos de Aragón, Italia y Flandes. El
Consejo de Estado, la mano derecha de la monarquía de los Austrias y coto cerrado de la
aristocracia, fue ignorado. Otros, como el Consejo de Indias, vieron recortada su
jurisdicción y limitada su influencia al perder la lucha por la supremacía con el nuevo
poder ejecutivo. La única excepción fue el Consejo de Castilla, que siguió siendo el agente
principal del gobierno interno de España, un incipiente Ministerio del Interior.94 En el seno
de este consejo se libraban duros debates a favor y en contra de la reforma interna y sus
reuniones se convirtieron en un campo de batalla donde se enfrentaban ideas y
personalidades. A partir de 1715, el Consejo de Castilla estaba formado por un presidente o
gobernador; 22 ministros, número incrementado de vez en cuando según las necesidades
del gobierno; dos letrados, que pasaron a ser tres en 1771, y siete notarios. El presidente o
gobernador era nombrado directamente por el rey y durante los Borbones por lo general era
un laico, a diferencia de lo que ocurría en tiempo de los Austrias, que favorecían a los
miembros del alto clero. Estaba presente, con todo el consejo, en la consulta de viernes,
93
Duende Político, citado por Bernard, Le Secrétariat d'État, pp. 40-41
94
Janine Fayard, Les membres du Conseil de Castille á l'époque moderne (1621-1746), Ginebra-París, 1979
(hay trad. cast.: Los miembros del Consejo de Castilla, 1621-1746, Madrid, 1982), pone de relieve que en el
reinado de Felipe V el consejo perdió en buena parte su independencia en favor de la corona, siendo menor el
número de miembros que eran colegiales.
que se celebraba cada viernes, y después permanecía a solas con el rey, como lo hacían los
secretarios de Estado, para dar consejo y recibir órdenes.
El Consejo de Castilla tenía un carácter social exclusivista que se acentuó en el
curso del siglo XVIII al convertirse en un centro de poder monopolizado por un grupo de
familias de los sectores medios de la nobleza, en estrecha conexión con los colegios
mayores de las universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá. Muchos de los consejeros
procedían de los colegios, cuyos procedimientos de admisión favorecían a los parientes y
clientes de los consejeros. El juramento de ayuda mutua vinculaba a los colegiales mayores
en una especie de masonería y era considerado como una cuestión de honor válido de por
vida. Quienes alcanzaban la meta de sus carreras —obispo o juez— seguían observando el
juramento y ayudando a los suyos en una red de influencias y poder. Mientras tanto, los
graduados no colegiales, los manteistas, no podían conseguir tan siquiera un porcentaje de
los cargos universitarios, que eran simplemente la primera etapa en el camino hacia
objetivos más elevados. En los primeros años del reinado de Felipe V protestaron. Los
manteistas de la Universidad de Salamanca dirigieron una petición al rey, afirmando que,
de las 200 cátedras que se habían ocupado en los setenta años últimos, los colegiales
mayores habían conseguido 150 y que sus beneficios eran aún mayores en lo que
respectaba a los cargos del gobierno, pese al hecho de que sus cualificaciones educativas
eran inferiores. Felipe V llevó a cabo un tibio intento de reformar las universidades,
considerando que su misión era «educar a la juventud y proveer ministros al Gobierno». 95
Hizo algún intento de ayudar a las facultades de Letras y a los colegios menores, para
introducir la enseñanza del derecho español como entidad distinta al derecho romano,
intentó reformar la asignación de cátedras y en la década de 1720 trató de reducir la
influencia de los colegios mayores. Pero como ocurrió con muchos otros proyectos de este
reinado, estas medidas prometían más de lo que consiguieron, cediendo con demasiada
facilidad a la resistencia interesada. Felipe V y sus ministros estaban lejos de proponer un
cambio social o ideológico. Sólo querían hacer una reforma administrativa que fortaleciera
el poder de un Estado debilitado. Pero la red de consejeros y colegiales, reforzada por otros
defensores del statu quo, como la Inquisición y los jesuitas, consideraban cualquier cambio
como un peligro para la tradición, la nacionalidad, e incluso la religión española. Macanaz
fue una víctima de esta mentalidad.
La reforma del gobierno central se complementó con el establecimiento de nuevos
lazos entre el centro y las provincias. El modelo para ello fue el intendente francés,
nombrado por la corona y responsable directamente ante ella. 96 La idea puede verse en los
informes de Orry en 1703, pero no fue hasta 1711 cuando se nombraron los primeros
intendentes, por iniciativa del conde de Bergeyck, principal ministro de Felipe V. Entre los
primeros intendentes se cuentan José Patiño en Extremadura y Rodrigo Caballero en
Valencia, nombrados para ejercer su función a partir del 1 de diciembre. Hubo también
nombramientos para Salamanca y León. La experiencia no constituyó un éxito inmediato.
En la España oriental, en Barcelona, Valencia y Zaragoza, donde no se habían introducido
hasta entonces las instituciones centrales, las intendencias llenaron un vacío, pero en
95
Citado por Richard L. Kagan, Students and Society in Early Modern Spain, Baltimore, Md., 1974, p. 226
(hay trad. cast.: Universidad y sociedad en la España moderna, Madrid, 1981); véase también Antonio
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1981, p. 92.
96
Horst Pietschmann, «Antecedentes españoles e hispanoamericanos de las intendencias», Anuario de
Estudios Americanos, 40 (1983), pp. 359-372, subraya los elementos de continuidad en el sistema de
intendentes
97
Henry Kamen, The War of Succession in Spain 1700-1715, Londres, 1969, pp. 115-116, y «El
establecimiento de los intendentes en la administración española», Hispania, 24, 95 (1964), pp. 368-395,
especialmente pp. 368-374.
98
Citado por Kamen, «El establecimiento de los intendentes», p. 374.
99
Antonio Rodríguez Villa, ed., Cartas político-económicas escritas por el conde de Campomanes al conde
de Lerena, Madrid, 1878, p. 204. Estas cartas se atribuyeron erróneamente a Campomanes; véase F. López,
«León de Arroyal, auteur des "Cartas político-económicas al Conde de Lerena"», Bulletin Hispanique, 69
(1967), pp. 26-55.
100
Benjamín González Alonso, El corregidor castellano (1348-1808), Madrid, 1970, P. 234.
jurídico, que habían visto cómo sus funciones eran usurpadas por los nuevos funcionarios.
Las acusaciones más graves, y también las más tendenciosas, las vertió en 1720 el Consejo
de Castilla, fiel a sus instintos conservadores:
Han puesto todo su conato en arrogarse jurisdicción que V.M. no les ha
conferido, queriendo persuadir a todos que en su Provinzia tienen una suprema
authoridad, maior y de superior jerarchía que las demás justizias y tribunales ... Con
dificultad se dará exemplar de que alguno de los Intendentes en todo el tiempo que han
servido estos empleos aya visitado personalmente su Provincia.
El consejo concluía:
«La conservación de estos empleos, sobre no ser útil a la causa pública, la
considera el Consejo por mui nocivo en el todo, y de gravis° perjuicio a la Rl
101
Hazienda».
Felipe V no suprimió inmediatamente los intendentes, como solicitaba el Consejo
de Castilla, pero introdujo modificaciones importantes en sus funciones. Entre otras cosas,
se vieron privados de sus poderes judiciales. Ordenó también la creación de una junta
especial de tres consejeros para que investigara e informara sobre las críticas realizadas por
el consejo. El informe fue favorable al gobierno y a sus nuevos funcionarios y rechazaba
las generalizaciones del consejo. En él se afirmaba que, lejos de fracasar en sus objetivos,
los intendentes habían actuado con éxito en la recaudación de impuestos y reclutamiento de
tropas y no existían pruebas de que hubieran intentado extender su jurisdicción más allá de
los límites correctos.
A pesar de esta exculpación por parte de la junta, los intendentes seguían teniendo
sus enemigos y el gobierno seguía teniendo dudas. Un decreto de 22 de febrero de 1721
abolía la figura de los intendentes en todas las provincias donde no existían tropas; este
decreto fue acompañado de una reforma de la administración financiera que quitaba a los
intendentes todos los poderes financieros concedidos por la ordenanza de 1718. La
consecuencia fue que eran superfluos aquellos intendentes que no tenían obligaciones
fiscales y militares, por lo cual fueron suprimidos. Parece que a partir de 1721 sólo había
intendentes en Barcelona, Zaragoza, Valencia, Sevilla, Badajoz, Salamanca, La Coruña,
Pamplona y Palma de Mallorca, y desde aquel momento se estableció una distinción
formal entre el intendente de guerra y el intendente de provincia. Una serie de intendentes
provinciales continuaron recibiendo sus salarios, por cortesía del gobierno, pero por
decreto de 19 de julio de 1724 los intendentes de provincia fueron finalmente suprimidos
en aquellas provincias donde no había tropas y durante el resto del reinado sólo existieron
los intendentes de guerra.
Los intendentes no tuvieron tiempo de mostrar su valía y tenían todavía defensores
que lamentaban su supresión. En 1722, el marqués de Compuesta reaccionó con
contundencia desde el Ministerio de Justicia a las constantes críticas del Consejo de
Castilla: «No sé en qué consisten tantos clamores contra los Intendentes. Quatro años se
han cumplido desde que se establecieron, y hasta ahora no he visto en la secretaría ni cargo
ni quejas repetidas de cosas graves, ni aun ligeras, de ningún intendente». 102 Pero sus
enemigos en el Consejo de Castilla representaban intereses poderosos y las protestas
continuaron. El sistema de intendentes fue abolido, pero en nueve provincias sobrevivieron
los intendentes y continuaron ejerciendo sus funciones. Por supuesto, se trataba de
intendentes de guerra y sus obligaciones se limitaban formalmente al reclutamiento,
101
Consejo de Castilla, Consulta, 22 de noviembre de 1720, citado por Kamen, «El establecimiento de los
intendentes», p. 377.
102
íbid., p. 379.
103
AGS, Secretaría de Hacienda, 536, 1730.
104
Citado por Kamen, «El establecimiento de los intendentes», p. 380.
105
AGS, Secretaría de Hacienda, 536, 1738.
106
Alcaldes, corregidores y procurador síndico a la corona, 13 de diciembre de 1738, AGS, Secretaría de
Hacienda, 536.
había un gobernador militar pero sólo las provincias más importantes contaban con un
capitán general, el rango más elevado en la jerarquía militar. Eran estas Aragón, Cataluña,
Valencia, Mallorca, Granada, Andalucía, las Islas Canarias, Extremadura, Castilla la Vieja,
Galicia y, desde 1805, Asturias. El capitán general tenía jurisdicción civil y militar, ya que
era también presidente de la audiencia, excepto en Sevilla y Cáceres, que hasta 1800
tuvieron presidentes civiles. Aunque formalmente los dos cargos se mantuvieron
separados, de hecho esto representaba la tendencia de los Borbones a militarizar la
administración de justicia en su cima. Como presidentes de las audiencias, los
comandantes militares controlaban la imposición de la ley, hasta tal punto que ni siquiera
el Consejo de Castilla podía revocar sus decisiones a menos que el rey le autorizara a
hacerlo.
El absolutismo borbónico dejaba escaso espacio para las instituciones
representativas, y otro tanto ocurría con los organismos conciliares. El rey era no sólo el
principal ejecutivo sino también el único legislador. Había determinadas instituciones, el
Consejo de Castilla y las secretarías de Estado, que participaban en el proceso legislativo,
proponiendo y preparando las leyes para su sanción real, pero las Cortes no tenían esas
funciones. 107 En cualquier caso, las Cortes representaban a la nación únicamente en un
sentido limitado. Felipe V abolió las Cortes de los reinos orientales dejando tan sólo unas
para todo el conjunto de España, con la excepción de Navarra, que mantuvo su propia
asamblea. Asistían diputados tanto de Aragón como de Castilla, dos por cada una de las 36
ciudades con derecho de representación. Eran «elegidos» en reuniones celebradas en los
ayuntamientos una vez que el rey había convocado las Cortes. Los diputados tenían pocas
obligaciones y menos derechos aún. Podían presentar peticiones, pero raras veces eran
satisfechas. Tres sesiones de las Cortes se celebraron en el siglo XVIII, en 1724, 1760 y
1789. No se conservaron actas de estas reuniones, aunque su escaso contenido es
perfectamente conocido. Las que se convocaron el 12 de septiembre de 1724 lo hicieron
para prestar juramento al hijo de Felipe V, Fernando, como heredero del trono y para
analizar cualquier otro asunto que se les planteara. Las sesiones eran una pantomima. La
primera se celebró el 25 de noviembre en el convento de San Jerónimo en Madrid y se
llevó a cabo el juramento, tras de lo cual poco había que hacer hasta el 18 de enero de 1725
cuando se disolvieron las Cortes: «respecto de haberse fenecido la función del juramento y
no haber Cortes ni necesidad de tenerlas, ha resuelto S.M. que los diputados que hayan
venido se restituyan a sus casas». 108 Las Cortes de 1760 fueron convocadas para prestar
juramento al hijo de Carlos III, Carlos Antonio, como príncipe y heredero, y sus sesiones
sólo se prolongaron durante 5 días. El absolutismo borbónico no toleraba ninguna adhesión
alternativa ni ningún tipo de resistencia. También la Iglesia sentía la fuerza del nuevo
Estado y si bien no se cuestionaba su autoridad en cuestiones de fe y de moral, tuvo que
aportar mayor cantidad de recursos y tomar postura en el conflicto cada vez más intenso
entre la corona y el Papado sobre jurisdicción, rentas y nombramientos. La afirmación de
los derechos de la corona sobre la Iglesia y la adopción de una clara posición «regalista» en
España contra el Papado se debieron a una serie de factores que hicieron que la política de
Felipe V fuera más allá que la de los Austrias. La Guerra de Sucesión fue una causa de
conflicto: el Papa Clemente XI, presionado por Austria y nada favorable a los Borbones,
reconoció al archiduque como rey de España en 1709, y la respuesta de Felipe V fue la
ruptura de las relaciones diplomáticas con Roma y la expulsión del nuncio. Una parte de la
107
María Isabel Cabrera Bosch, «El poder legislativo en la España del siglo XVIII», La economía española
al final del Antiguo Régimen, IV: Instituciones, ed. Miguel Artola, Madrid, 1982, pp. 185-268, especialmente
p. 188.
108
Citado ibid., p. 202.
jerarquía española temía que se produjera un cisma; la mayoría prefirió obedecer al rey sin
invocar cuestiones de principio. La victoria de Felipe en España demostró al Papado que
había cometido un error de cálculo político y finalmente se restablecieron las relaciones.
Pero la tensión política creció de nuevo en el período de posguerra cuando la agresiva
política italiana de Isabel Farnesio amenazó los intereses Papales y creó una impresión de
coacción militar contra el Papa que lamentaron incluso los eclesiásticos más regalistas de
España. Sin embargo, este tipo de escaramuzas seculares eran simplemente un reflejo de
conflictos más profundos entre la Iglesia y el Estado.
El intento de acabar con la jurisdicción Papal y con los derechos del Papado a
recaudar impuestos en España no era nuevo. Sin embargo, el regalismo borbónico,
expresado por primera vez por Felipe V, adoptó una posición más avanzada y reclamó
autoridad sobre todas las instituciones eclesiásticas de España, incluida la Inquisición,
autoridad basada en precedentes históricos y derechos legales. En especial, Felipe V
pretendía que se le reconociera el derecho de nombrar los cargos eclesiásticos en España,
dos terceras partes de los cuales estaban en manos del Papa. Quería también las rentas de
las sedes vacantes y las sumas que cobraban los tribunales eclesiásticos. Se pidió a
Melchor de Macanaz que redactara un documento sobre los puntos en discusión entre la
Iglesia y el Estado. En sus proposiciones (19 de diciembre de 1713) adoptó una posición
totalmente regalista, situando el poder real por encima del de la Iglesia en cuanto a la
jurisdicción e insistiendo en que el soberano tenía poder sobre los asuntos temporales en su
propio reino. Según Macanaz, el Papado no debía tener derecho a recaudar tributos en
España y no debían producirse apelaciones a Roma excepto a través del gobierno español;
los tribunales eclesiásticos tenían que ser privados de su poder temporal; sólo a la corona le
correspondía el derecho de nombrar a los obispos; el Estado tenía derecho a imponer a la
Iglesia tantos impuestos como lo considerara necesario; las órdenes religiosas tenían que
disminuir en número bajo el cardenal Jiménez. El rey aprobó y protegió a Macanaz contra
los ataques de la Inquisición y de otras fuerzas tradicionales hasta la caída del gobierno de
Orry en 1715, cuando perdió su puesto. Pero Macanaz era católico ortodoxo, amigo de los
jesuitas, enemigo de los jansenistas y defensor de la Inquisición española, que prohibió sus
obras, le mantuvo alejado de España y persiguió a su familia. 109
El informe de Macanaz insinuaba que la Iglesia española necesitaba ser reformada.
Esta era también la opinión de Roma y en el decenio de 1720 habría sido posible que los
papistas y regalistas colaboraran en la revisión de las instituciones clericales, en la
investigación de las órdenes religiosas y en la mejora general de la disciplina eclesiástica.
Pero la iniciativa fracasó porque la corona no estaba realmente interesada en la reforma,
sino tan sólo en su poder sobre la Iglesia. Ni la Iglesia ni el Estado cuestionaban la
situación de la religión. De hecho, el gobierno autorizó más fiestas y nuevas comunidades
y la Inquisición continuó imperturbable su camino. Otra cosa muy diferente eran los
derechos regalistas. El rey pretendía nombrar una mayoría de los cargos en virtud de su
patronato real, como en América, y obtener los máximos ingresos posibles de la Iglesia.
Estos eran sus objetivos en la negociación del concordato de 1737, en el que el monarca y
el Papa acordaron que el rey tenía derecho a proveer cargos y sedes vacantes y a hacerse
con las rentas de las sedes vacantes que antes había recibido el Papa, que las propiedades
de la Iglesia no estarían ya exentas de impuestos y que había que tomar medidas para la
109
Kamen, «Melchor de Macanaz», pp. 707, 709-711, 712-713. Sobre las relaciones Iglesia-Estado en el
reinado de Felipe V, véanse Joaquín Báguena, El cardenal Belluga. Su vida y su obra, Murcia, 1935, pp. 39-
50; Antonio Álvarez de Morales, Inquisición e ilustración (1700-1834), Madrid, 1982, pp. 66-82; Ricardo
García-Villoslada, ed., Historia de la iglesia en España, tomo IV: La iglesia en la España de los siglos XVII
y XVIII, Madrid, 1979.
110
Henry Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century, 1665-1700, Londres, 1980, pp. 357-372 (hay trad.
cast.: La España de Carlos II, Barcelona, 1981); Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII
español, pp. 70-73.
de riqueza más importantes de España y, como hemos visto, trató de ampliar esos ingresos
recurriendo a diversos expedientes. Finalmente, hay que mencionar las rentas procedentes
de América, que sufrieron altibajos pero que mostraron una tendencia al alza a partir de
1730, y que se elevaron notablemente desde 1750.
El gasto público era la pesadilla permanente de todo ministro de Hacienda. Los
recursos financieros tenían que atender a una multitud de necesidades, y a pesar de la
afortunada pérdida de los Países Bajos e Italia en la Guerra de Sucesión, no parecían haber
disminuido los compromisos. Bien al contrario, Italia devoraba ahora más recursos, porque
la reconquista era más costosa que la simple posesión; y por razones que pocos españoles
podían comprender, en ocasiones Felipe V entregaba ingentes subsidios a un emperador
desagradecido.
Si la política exterior de los Borbones resultaba cara, también lo era la vida
doméstica. En general, los Borbones supusieron un coste más elevado que los Austrías. Un
monarca francés, el primero de una nueva dinastía, con un amplio séquito y una esposa
ambiciosa, y con los ojos de España y Europa sobre él, no podía sino incrementar los
gastos de la corte, porque esta era la expresión inmediata de su poder. Felipe V, llevado por
sentimientos de nostalgia, grandeza y orgullo, inició un ambicioso programa de
construcciones —un nuevo palacio en Madrid, otro en San Ildefonso, ampliaciones en
Aranjuez—, programa que ocupó un lugar prioritario en la asignación de los recursos. El
itinerario anual de la corte entre estos diversos sitios era como la organización de grandes
expediciones y costaba una fortuna en servicios y transportes. La corte tenía a su servicio
millares de funcionarios y servidores, no para gobernar España sino simplemente para
atender a la familia real y ocuparse de sus diversiones.
Por debajo de la corte, en cuanto a las prioridades, reclamaban atención una serie
de intereses y pretensiones, en competencia unos con otros, y planteados por la burocracia,
el ejército y la marina. Las peticiones de las secretarías, consejos y otros departamentos y
de sus respectivos funcionarios que reclamaban salarios, incrementos y pensiones eran
siempre insistentes, y hacía falta un ministro fuerte para resistirlas. El ejército tenía menos
fuerza, pero como instrumento de política exterior resultaba vital para los planes de los
monarcas y era un gran consumidor de recursos. Así, las campañas italianas de Isabel
Farnesio ocuparon un lugar elevado en la escala de los gastos y también en este caso pocos
ministros tuvieron la fortaleza de oponerse. Esto dejaba en último lugar a la marina. Un
Patiño podía asegurarse algunos recursos para ella, pero no ocurrió lo mismo en el caso de
la mayor parte de los ministros y de esta forma se descuidaban los auténticos intereses del
imperio.
Las prioridades de los monarcas no eran compartidas por todos los españoles. El
cardenal Belluga se había alineado junto a los Borbones durante la Guerra de Sucesión,
pero posteriormente manifestó sus reservas. Se quejaba de que los precios de los bienes de
consumo se habían elevado enormemente: «hoy están pagando los pueblos tres veces más
de lo que pagaban hace catorce años». La incorporación de las alcabalas y de otros
ingresos al Estado no supuso una disminución sino un incremento de los impuestos. El
comercio exterior había declinado como consecuencia de la guerra y de la pérdida de
barcos. Se habían elevado los precios de todas las cosas:
La familia que hace 16 años se mantenía con mil ducados decentemente, hoy
[1721] no puede con dos mil, por lo que todos aquellos que en su profesión no
alcanzan a mantenerse como antes roban, cada uno en su ministerio; y aquellos a
quienes su conciencia no les permite hacer esto descaecen de su estado y perecen.
Sin embargo, el precio de los cereales era tan bajo que en Castilla la Vieja el trigo
se vendía a cuatro reales la fanega, la cebada a tres e incluso en Madrid los precios eran de
seis y cuatro reales la fanega respectivamente; los consumidores no tenían dinero y los
111
Báguena, El cardenal Belluga, pp. 255-261.
112
Kamen, The War of Succession in Spain, pp. 223, 230.
113
Keene a Newcastle, Sevilla, 2 de marzo de 1731, PRO, SP 94/107.
114
Keene a Newcastle, Sevilla, 23 de septiembre de 1732, PRO, SP 95/112.
115
Keene a Newcastle, 15 de abril de 1737 y 3 de junio de 1737, PRO, SP 94/127.
116
Keene a Newcastle, 13 de enero de 1738, PRO, SP 94/130.
117
Sobre las reformas de Iturralde, véase Keene a Newcastle, 9 de marzo, 30 de marzo, 24 de abril y 17 de
agosto de 1739, PRO, SP 94/133.
118
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, pp. 74-75.
119
Véase supra, p 434.
enero de 1716. 120 Era demasiado lo que se esperaba de la economía y de la capacidad fiscal
de Cataluña y la cifra inicial de 1.500.000 pesos era demasiado elevada. Por ello se redujo
a 1.200.000 pesos en 1717 y a 900.000 en 1718, siendo fijada finalmente en algo más de
un millón. A partir de 1724, el gobierno obtenía una suma más elevada de la estimada y el
impuesto parecía ser aceptado sin protesta por los contribuyentes. La cuota fijada se
mantuvo durante todo el siglo XVIII, lo que significó que el impuesto fuera cada vez más
gravoso, ya que el crecimiento económico y el incremento demográfico redujeron las
contribuciones individuales, aunque posteriormente se realizó algún ajuste. Sin embargo, el
catastro catalán no era una panacea para el contribuyente. De hecho, no sustituía, sino que
se añadía, a los impuestos regionales indirectos ya existentes y al declararse exentos a la
nobleza y al clero perpetuó la discriminación social. Cataluña pasó de la situación de
privilegio a la de agravio fiscal.
En el espacio de medio siglo, el gobierno borbónico sólo realizó progresos
marginales con respecto al de los últimos Austrias. Probablemente, Felipe V fue una carga
mayor que Carlos II, pues aparte de su incapacidad personal permitió que su segunda
esposa ejerciera una influencia negativa sobre la política. La maquinaria del gobierno fue
reformada, el ejecutivo modernizado, confirmado su control sobre todas las regiones de
España y sustituida la aristocracia de privilegio en la alta administración por la aristocracia
de mérito. Por debajo de la élite dominaban la ineficacia y la corrupción y los proyectos de
reforma financiera de 1737-1741 sólo sirvieron para poner de relieve que la vida pública
no había sido reformada. Pero hay que plantear, además, otro interrogante: ¿suponía todo
ello alguna diferencia para el poder y los recursos de España?
120
Joaquín Nadal Farreras, La introducción del Catastro en Gerona, Barcelona, 1971, P.74.
Capítulo XIV
121
Francisco Bustelo, «Algunas reflexiones sobre la población española de principios del siglo XVIII»,
Anales de Economía, 151 (1972), pp. 89-106, y «La población española en la segunda mitad del siglo
XVIII», Moneda y Crédito, 123 (1972), pp. 53-104; Jordi Nadal, La población española (siglos XVI a XX),
Barcelona, 1973, pp. 84-105.
122
José Rodríguez Labandeira, «La política económica de los Borbones», La Economía española al final del
Antiguo Régimen, IV: Instituciones, ed. Miguel Artola, Madrid, 1982, pp. 107-179, especialmente p. 112.
123
Gonzalo Anes, El Antiguo Régimen: los Borbones, Madrid, 1981, pp. 236, 242; Rodríguez Labandeira,
«La política económica de los Borbones», pp. 164-171.
124
Agustín González Enciso, Estado e industria en el siglo XVIII: la fábrica de Guadalajara, Madrid,1980,
pp., 620, 637, 653; James Clayburn La Forcé, Jr., TheDevelopment of the Textile Industry, 1750-1800,
Berkeley-Los Ángeles, California, 1965, pp. 21-22, 50.
125
Angel García Sanz, Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja. Economía y sociedad en
tierras de Segovia, 1500-1814, Madrid, 1977, pp. 220-224.
126
Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, Historia de una empresa siderúrgica: los hornos de Liérganes y La
Cavada, 1622-1834, Santander, 1974, pp. 223-245.
127
Josep Fontana Lázaro, La quiebra de la monarquía absoluta, 1814-1820, Barcelona, 1971, pp. 20-21.
obstáculo para el crecimiento. Por otra parte, sí existía acumulación de capital para las
actividades comerciales y para la promoción del comercio de ultramar. La corona favoreció
la creación de todo tipo de compañías comerciales en el periodo 1720-1750. El mecanismo
de estas iniciativas fue el mismo en la mayor parte de los casos y tendía a seguir los
modelos inglés y holandés. El público era invitado a participar; existían límites para los
beneficios pero no para los riesgos y las compañías obtenían privilegios, exenciones
fiscales y monopolios en zonas específicas o en determinados productos. El economista
Gerónimo de Uztáriz consideraba que eran escasamente rentables para España por la
ausencia de productos industriales exportables. Pero algunas de las compañías, las
compañías de comercio y fábricas, típicas de la época de Ensenada, propusieron una
colaboración con las industrias locales e incluso establecer fábricas para la exportación de
productos nacionales. Para demostrar el apoyo de la corona, se les daba el título de real y
en ocasiones el rey tenía acciones en ellas. Por ejemplo, la Real Compañía de Fábrica y
Comercio de Toledo, cuyo objetivo era la reconstrucción de la manufactura de la seda; la
Compañía de Granada y la Compañía de San Fernando (Sevilla), creadas para exportar
productos de seda a América, y la Compañía de Extremadura, para el comercio con
Portugal. Pero la compañía que obtuvo mayor éxito, la Compañía de Caracas, no tenía
conexión alguna con la industria. Comerciaba con cacao y otros productos coloniales y tras
su estela se formaron otras compañías coloniales similares en las décadas centrales de la
centuria. 128 Ahora bien, hay que decir que ninguna de esas compañías contribuyó al
crecimiento económico y que ignoraban el concepto de riesgo limitado como estímulo a la
inversión. Su aparición no implicó la abolición del monopolio comercial, sino simplemente
la existencia de un número mayor de monopolistas.
Cataluña surgió del siglo XVII con mejores perspectivas de crecimiento que
Castilla, perspectivas que se vieron refrenadas momentánea, pero no definitivamente, por
los acontecimientos de 1705-1714 y pronto fue evidente que las consecuencias económicas
de la Guerra de Sucesión eran menos traumáticas que las políticas. 129 Las pérdidas
demográficas, la destrucción material y la confiscación de propiedades fueron un duro
golpe y la economía de posguerra estaba lejos de ser sólida: los años 1714-1718
contemplaron el declinar de fortunas personales, la elevación de los precios y el
incremento de los impuestos. Pero estos fueron efectos de la guerra a corto plazo,
prolongados, sin duda, por la aparición de brotes de peste en diferentes partes de la España
mediterránea en 1720. Después de esa fecha, Cataluña inició un periodo de recuperación y
estabilidad en 1720-1726. La población se incrementó de 470.000 a 900.000 almas en
1787, lo que significó mano de obra más barata para la industria y más numerosa para la
agricultura. 130
La estabilización de 1720-1726 fue de carácter Peninsular y no solamente regional.
Ahora que Madrid gobernaba todas las provincias, no lo hacía con mano de hierro. La paz
interna fue la primera ventaja para la economía de Cataluña y de otras regiones. La política
estaba en manos de los nuevos burócratas como Rodrigo Caballero y Patiño, que no eran
de talante represor ni agentes de un régimen represor. La política del gobierno central fue
favorable a los intereses catalanes. La protección de los productos nacionales frente a los
procedentes del exterior tenía que ser bien recibida por los catalanes; en los años 1717-
1718, los ministros de Felipe V declararon la guerra al contrabando e iniciaron,
especialmente en la industria textil, una política de prohibición de importaciones.
128
Véase infra, pp. 506-507.
129
Pierre Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne, París, 1962, 3 vols., I, pp. 679-710 (hay trad. cast.:
Cataluña en la España moderna, Barcelona, 1988).
130
Nadal, La población española, pp. 96-105
131
Carlos Martínez Shaw, «La Cataluña del siglo XVIII bajo el signo de la expansión», en Roberto
Fernández, ed., España en el siglo XVIII. Homenaje a Pierre Vitar, Barcelona, 1985, pp. 55-131,
especialmente pp. 67-68.
132
Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1981, p. 77.
133
Ibid., p. 82.
134
Keene a Newcastle, Sevilla, 2 de marzo de 1731, Public Record Office, Londres, SP 94/107.
135
Keene a Newcastle, 26 de mayo de 1738, PRO, SP 94/130.
136
Keene a Newcastle, 3 de marzo de 1738, PRO, SP 94/130.
137
Sobre la reforma naval, véanse José P. Merino Navarro, La Armada española en el siglo XVIII, Madrid,
1981, pp. 33-45; Geoffrey J. Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, 1700-1789, Londres, 1979, pp.
94-99.
138
C. Fernández Duro, Armada Española, Madrid, 1885-1903, 9 vols., VI, pp. 209-210, 221-223.
útil instrumento para llevar a cabo nuevas reformas navales. Esto redujo temporalmente el
poder del secretario de Marina, hasta que el experimento terminó en 1748.
No fue una coincidencia que el fundador de la marina del siglo XVIII fuera un
civil; la iniciativa y determinación de Patiño subrayan el declive de la moral de la marina.
Es cierto que los primeros proyectos de la reforma naval se elaboraron en 1712-1713 y que
posteriormente Alberoni mostró pretensiones de innovador. Pero los primeros planes
habían fracasado y la idea que tenía Alberoni del poder naval era la de reunir tantos barcos
como fuera posible, fundamentalmente alquilándolos en el mercado, y enviarlos al mar en
una misión espectacular. Por su parte, Patiño operó sobre unos cimientos sólidos y
permanentes. Creó arsenales locales y bases navales y, con la ayuda del arquitecto naval
almirante Antonio de Gastañeta, inició un programa de.construcción naval moderna. Patiño
reforzó también la infraestructura de la construcción naval promoviendo industrias de
apoyo, como centros de tala de madera en los Pirineos, sin perjudicar la cubierta forestal,
fábricas de brea y alquitrán en Aragón y Cataluña, manufacturas para producir cordajes en
Galicia y la producción de velas y aparejos en Sada y Cádiz. Finalmente, España llegó a
ser prácticamente autosuficiente en pertrechos navales.
Sin embargo, la primera fase del programa de Patiño fue interrumpida por la
campaña de Alberoni en el Mediterráneo. El éxito de las armas españolas en Sicilia, en
1718, alarmó a las potencias europeas y una escuadra inglesa dirigida por el almirante sir
George Byng fue enviada al Mediterráneo con instrucciones «de destruir toda su flota» si
era necesario, aunque no se había declarado la guerra. Los españoles, ansiosos de evitar
problemas y conscientes de sus limitaciones, huyeron de la escuadra inglesa a lo largo de la
costa oriental de Sicilia. Atrapados en el cabo Passaro el 11 de agosto, no presentaron
batalla en línea y fueron atacados uno a uno y vencidos. La flota española resultó
prácticamente destruida, víctimas sus tripulaciones sin preparación de la prematura
agresión de Alberoni y de la falta de preparación de sus oficiales. Como Patiño sabía no era
fácil llegar a ser una potencia naval. A partir de 1720, Gastañeta elaboró un nuevo
programa de construcción naval, se consiguieron recursos y los astilleros incrementaron la
producción. La atención se centró ahora en la marinería. El reclutamiento recibió un nuevo
impulso y se introdujeron cambios en la ley de reclutamiento. Se tomaron diversas medidas
para que la carrera naval resultara más atractiva, creándose la primera academia naval
española, la Academia Real de Guardias Marinas. Se decretaron numerosas medidas para
mejorar la formación de los oficiales y las tripulaciones, para crear nuevos burócratas
navales y civiles y para promover la marina mercante. 139 Gradualmente, comenzaron a
verse los resultados y, dando por sentada la diferencia en capacidad del enemigo, lo cierto
es que la marina española ofreció una mejor imagen en la reconquista de Oran en 1732 que
la que había ofrecido en el cabo Passaro. Cuando Patiño se hizo cargo de la intendencia de
Marina en 1717, «no había ni siquiera un paraje donde se pudiera cocer un caldero de
brea»; a su muerte, en 1736, dejó una flota de 34 barcos de línea, 9 fragatas y 16 barcos de
menor entidad. 140 Los ingleses observaban estos acontecimientos con gran atención,
conscientes de que tenían implicaciones para sus intereses marítimos en Europa y América.
Como escribió Keene, «desde que regresé a este país, observé con la mayor preocupación
los progresos de Patiño hacia la consecución de una marina poderosa ... Esa idea es tan
fuerte en él que ni los subsidios satisfechos al emperador, ni el estado lamentable de las
tropas españolas, ni la pobreza de la corte y la administración pueden apartarle de ella». 141
139
Ibid., pp. 211-212.
140
Antonio Rodríguez Villa, Patiño y Campillo, Madrid, 1882, pp. 25, 187-189.
141
Keene a Newcastle, 23 de agosto de 1728, en William Coxe, Memoirs of the Kings of Spain of the House
of Bourbon, Londres, 18152, 5 vols., III, pp. 284-285.
142
Keene a Newcastle, Sevilla, 2 de marzo de 1731, PRO, SP 94/107.
143
Keene a Newcastle, 18 de agosto de 1735, PRO, SP, 94/123.
144
Keene al cónsul Skinner, Sevilla, 12 de noviembre de 1732, British Library, Add., Ms 43, 416, f. 106.
145
Keene a Newcastle, 25 de marzo de 1737, PRO, SP 94/127.
atrincherado durante largo tiempo y difícil de resistir. Entre esos contendientes, la marina
carecía de fuerza política y sus intereses tendían a verse marginados. Sin un ministro
fuerte, convencido de su importancia y con la voluntad política de defenderla, la marina no
podía competir con los recursos de la corte, el ejército y la burocracia. Además, en una
monarquía absoluta los ministros tenían que convencer a los monarcas. Eso no era fácil en
el reinado de Felipe V, pues la monarquía era una de las partes en disputa y la política real
estaba dividida entre el Mediterráneo y el Atlántico, entre la ambición dinástica y los
intereses coloniales, entre el ejército y la marina. Patiño resultó vencedor en alguno de los
enfrentamientos, durante algún tiempo. Sus sucesores tuvieron menos interés o menos
éxito.
España y Europa
La política exterior española durante los primeros Borbones respondió a una serie
de presiones. El objetivo último era el restablecimiento de una monarquía desmembrada y
la recuperación de las posesiones perdidas en Utrecht, sobre todo en Italia. El Mediterráneo
era una prioridad natural para una potencia con una larga línea costera y con territorios e
intereses comerciales en la región. Sin embargo, los objetivos estratégicos se confundieron
con las ambiciones puramente dinásticas de Isabel Farnesio, cuya política italiana no
resultó beneficiosa para España. Pero el Mediterráneo no podía ser la única prioridad.
España tenía que defender también un imperio en ultramar, el origen de gran parte de su
riqueza y poder. La lucha por el dominio en Europa se librará en el Atlántico y más allá, no
en los principados italianos. La política exterior española perdió el rumbo después de
Utrecht e inició un periodo de actividad diplomática distorsionada por falsas expectativas y
que no estaba inspirada por un único interés. España tenía que funcionar en el sistema de
coaliciones políticas existente en Europa, pues no tenía los recursos necesarios para actuar
en solitario. La obsesión por la diplomacia, por lo demás inexplicable, se explica como un
medio de compartir el coste de la guerra y de mantener dentro de unos límites los gastos de
defensa. Equilibrio de poder significaba conseguir un presupuesto equilibrado. Para los
Borbones españoles, la política era aliarse con Francia. Dejando aparte los sentimientos
familiares, Francia era una gran potencia continental y podía ayudar a España a restablecer
el equilibrio naval frente a Inglaterra. Sin embargo, la Guerra de Sucesión puso en
evidencia el peligro de una dependencia excesiva respecto a Francia y España estaba
decidida a no ser un satélite de Francia y a resistir la presión francesa en América. Por
tanto, de vez en cuando España dirigía su mirada hacia Inglaterra. No era esta una opción
fácil y por lo general volvía a impulsar a España hacia Francia.
La guerra, y no la paz, fue la situación habitual de las relaciones anglo-españolas en
el siglo XVIII, ya fuera una guerra informal o real. Para España, Gibraltar y Menorca eran
unas pérdidas que tenía que recuperar, mientras que para Inglaterra constituían puestos
avanzados de su poderío naval. A los ojos de los españoles, América era un monopolio
absoluto, mientras para los ingleses constituía una oportunidad de expansionarse. El
imperio español era vulnerable en diversos puntos. Portobello y Cartagena invitaban al
ataque, permitiendo el acceso al rico comercio peruano; La Habana, enclave vital en la ruta
del tesoro, era siempre un blanco tentador, América Central una fuente de productos y un
vacío de poder, el Río de la Plata un lugar vacío y una ruta para el contrabando. Estos
lugares fueron escenarios de ataques y contraataques, episodios cotidianos del
enfrentamiento anglo-español. Sin embargo, enfrentarse a Gran Bretaña suponía
frecuentemente enajenarse a Portugal, no sólo porque los dos países eran aliados desde el
146
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, II, p. 206; Edward Armstrong, Elisabeth Farnese, «The Termagant
of Spain», Londres, 1892, pp. 73-74, 102-109.
147
Véase supra, pp. 451-454.
148
Keene a Newcastle, 26 de mayo de 1729, PRO, SP 94/100.
149
Esta es la tesis de Antonio Béthencourt Massieu, Patiño y la política internacional de Felipe V,
Valladolid, 1954, passim.
150
Ibid., pp. 33-36.
151
Keene a Newcastle, 17 de julio de 1730, PRO, SP 94/103.
152
Richard Pares, War and Trade in the West Iridies 1739-1763, Londres, 1963, p. 15.
Patiño jugó sus cartas diplomáticas con habilidad y convenció a Inglaterra para que
pasara a la acción en la cuestión italiana, si era necesario sin Francia. En abril de 1731,
Inglaterra negoció la aceptación del emperador de la intervención española en los ducados
y por la declaración de Sevilla (6 de junio de 1731) acordó con España asegurar la sucesión
de Carlos y la introducción de guarniciones. En ese mismo mes, flotas inglesas y españolas
transportaron a Carlos y a 6.000 soldados españoles a los ducados y durante un insólito
periodo España e Inglaterra no sólo estuvieron en paz sino que fueron aliados. El camino
parecía abierto para el acuerdo sobre cuestiones comerciales y coloniales, y esto se
formalizó en una nueva declaración (8 de febrero de 1732), firmada por Patiño y Keene y
dirigida a poner fin a la «situación de incertidumbre» en aguas americanas. España se
comprometió solemnemente a reparar el daño sufrido injustificadamente por el comercio
británico, a respetar el «comercio legítimo» de los británicos con sus propios puertos y
colonias y a controlar las actividades de los guardacostas, en tanto que Gran Bretaña
declaraba que realizaría una compensación por los daños del pasado y negaría la protección
de su marina a los contrabandistas. 153 Ciertamente, se trataba tan sólo de buenos
sentimientos y las perspectivas de éxito no eran buenas. Términos como «derecho de
búsqueda», «proximidad a las costas españolas» y «origen de la mercancía» seguían
estando oscuros y obstaculizando la práctica del comercio, y las negociaciones de 1732-
1734 no sirvieron para solucionar ni uno solo de los problemas en la ya tediosa lista de
agravios mutuos: derechos de pesca del bacalao en Terranova, corte de madera en
Campeche, la nueva colonia de Georgia, y pretensiones sobre capturas marítimas y
represalias. La negativa de la Compañía del Mar del Sur a hacer frente a sus obligaciones y
el rechazo de los funcionarios españoles de México y Perú a devolver cuanto había sido
capturado a la compañía durante las represalias de la guerra de 1718 y 1727 estaban
permanentemente presentes en esa lista y fueron un obstáculo permanente para las
relaciones anglo-españolas durante el decenio de 1730. La táctica dilatoria de los españoles
no parecía haber cambiado.
España tenía que defender sus intereses nacionales sin provocar a la potencia naval
dominante del momento. Mientras los negociadores de Patiño intentaban distraer a los
ingleses, él intentaba proteger las rutas marítimas y mejorar las defensas del imperio. Tomó
medidas, o así se creyó, para proteger Florida de las incursiones desde la Georgia Británica
y dio instrucciones al gobernador de Buenos Aires para que preparara una ofensiva contra
la Colonia do Sacramento. Pero los funcionarios locales no parecían ser conscientes de la
preocupación de Patiño y continuaron afirmando que Florida no estaba defendida
adecuadamente, que Buenos Aires necesitaba más tropas y que Portugal comerciaba cuanto
quería en el Río de la Plata. 154 Patiño tendía a cubrir con papel las grietas existentes en las
defensas coloniales y pese a toda su habilidad diplomática en el enfrentamiento con Gran
Bretaña no podía disfrazar el hecho de que navegaba en una fragata contra un barco de
línea. Estaba convencido de que los intereses españoles y británicos en América eran
irreconciliables, de igual forma que las pretensiones españolas y austríacas en Italia estaban
aún sin resolver. ¿Cómo podía luchar en dos frentes? ¿Cómo podía conjugar las
pretensiones españolas con el poder de España? Sólo con un aliado, y afortunadamente
existía uno al alcance.
En Europa era todavía intensa la actividad diplomática familiar. Francia deseaba
conseguir un aliado contra Austria y Rusia en el inminente conflicto sobre la sucesión
polaca y estaba dispuesta a hacer concesiones a cambio de que España se enfrentara a
Austria en otro frente. Las negociaciones demostraron que Italia todavía dominaba la
153
Béthencourt, Patiño y la política internacional de Felipe V, pp. 50-51.
154
John J. TePaske, The Governorship of Spanish Florida 1700-1763, Durham, NC, 1964, pp. 133-139;
Enrique M. Barba, Don Pedro de Cevallos, Buenos Aires, 1978, pp. 35-36.
política española y seguía siendo una cuestión crucial. En cada etapa de la actividad
diplomática —el tratado de Viena, el tratado de Sevilla, ahora en 1733— los intereses de
Isabel Farnesio, para bien o para mal, dictaban las decisiones del gobierno. Felipe V,
obediente a sus deseos, exigía que cualquier tratado de alianza anulara todos los
compromisos anteriores. En esta ocasión, Nápoles, Sicilia y los fuertes de Toscana debían
ir a parar a manos de Carlos y el objetivo de Patiño en la negociación era conseguir todo
ello. El cardenal Fleury aceptó prácticamente en su totalidad el proyecto español y el 7 de
noviembre de 1733 se firmó el primer pacto de familia en El Escorial. 155
El tratado garantizaba las futuras posesiones italianas de Carlos y los derechos de
Isabel Farnesio a la propiedad patrimonial de los Farnesio y los Médicis; si como
consecuencia de las restricciones impuestas al comercio británico España era atacada por
Gran Bretaña, Francia le ayudaría con todas sus fuerzas y ofrecería su apoyo diplomático y
militar si era necesario para conseguir la recuperación de Gibraltar. Ninguna de las dos
partes renunciaría a las armas excepto de común acuerdo y después de conseguir lo que se
había acordado en Italia. Francia obtuvo el status de nación favorecida en el comercio y los
aliados acordaron restablecer el orden en el comercio y poner fin a los abusos ingleses, «en
cuya supresión tanto España como Francia están igualmente interesadas». El acuerdo fue
concebido como un tratado secreto y que «se mirará desde hoy como un Pacto de Familia,
perpetuo e irrevocable, que debe asegurar para siempre el nudo de la más estrecha amistad
entre SS. MM. T.C. y C.». 156 El primer pacto de familia permitió a cada uno de los
firmantes explotar una coyuntura particular en Europa. Para Felipe V era la oportunidad de
recuperar algunos de los territorios perdidos en Utrecht. Para la reina constituía una
ocasión ideal para procurar por su familia. Para Patiño, una forma de conciliar los intereses
españoles en el Atlántico y el Mediterráneo. Era también una lección en las limitaciones de
la diplomacia dinástica.
La expedición española a Nápoles se vio coronada por la victoria de Britanto, y
Sicilia fue conquistada más rápidamente aún. Carlos fue proclamado rey de las Dos Sicilias
en 1734 y tres años más tarde el emperador le reconoció como tal, mientras recuperaba
Parma, que quedó reservada como objetivo de una futura guerra para acomodar al otro hijo
de Isabel Farnesio. El nuevo reino era un Estado viable, claramente soberano, pero en la
práctica era un satélite de España. El coste para España era elevado, pero eso no
preocupaba en una corte en la que la pobreza y la extravagancia iban de la mano. Sin
embargo, Patiño conocía los riesgos:
Ya le ha costado unos tres millones de piastras desde el mes de octubre,
además de la suma que ha pagado al embajador francés por los subsidios, que asciende
al menos a 600.000 piastras, de manera que no es extraño que experimente un
profundo temor a que enviemos barcos para interceptar el tesoro que pueda venir en la
flota, si nos declaramos contra España, porque imagina que lo primero que haremos
como consecuencia de nuestra declaración será detener el tesoro en su lugar de
157
origen.
Después de todo, Inglaterra se mantuvo al margen de la guerra y el tesoro
americano siguió fluyendo hacia España. El gobierno se sintió profundamente aliviado en
marzo de 1734 con la llegada de un buque de guerra, el Incendio, desde Cartagena y
Portobello con tres millones de pesos para el comercio y un millón para la corona. 158 Pero
155
Alfred Baudrillart, Philippe V et la cour de France, París, 1890-1900, 5 vols., IV, pp. 199-201.
156
Citado por Béthencourt, Patiño y la política internacional de Felipe V, p. 62.
157
Keene a Newcastle, 17 de febrero de 1734, PRO, SP 94/119.
158
Keene a Newcastle, 13 de marzo de 1734, PRO, SP 94/119.
el esfuerzo de guerra devoraba los recursos tan rápidamente como se ingresaban. En junio,
la flota llegó a Cádiz con 12,5 millones de pesos y en agosto cuatro azogues con tres
millones para el comercio y casi dos millones para la corona. 159 Pese a todo, la escasez de
dinero obligó a España a negociar con el emperador, a renunciar a Toscana y a poner fin a
la guerra con una fuerte sospecha de haber sido manipulada por Francia.
La opinión española en general y los comerciantes en particular no se sintieron
impresionados por los resultados del primer pacto de familia. Cierto que se habían
obtenido victorias en Italia, pero ¿eran victorias para España? Nada se había conseguido en
el Atlántico. No había sido posible inducir a Gran Bretaña a que provocara una acción
franco-española y después de la guerra las rutas comerciales no eran más seguras que
antes. La mera presencia de una escuadra inglesa en Lisboa o Gibraltar podía perturbar el
comercio con las Indias y a pesar de la reforma de Patiño la marina española no podía
compararse todavía con la británica. Patiño murió en noviembre de 1736 acuciado por
estos y otros problemas.
Después de Patiño, la política exterior española cayó en manos de hombres poco
prudentes cuyas ideas no se ajustaban a sus recursos. Al menos, esta era la opinión de
Keene:
La Quadra es más torpe y tozudo de lo que me es dado imaginar. Se deja
conducir totalmente por el señor Casimiro Ustáriz, primer secretario de la Secretaría
de Guerra y los dos se han llenado la cabeza de tal forma con la grandeza de la
monarquía española, con las ofensas que recibió de los extranjeros y del comercio
extranjero y con el concepto de que siempre ha sido engañada en negociaciones
anteriores y tópicos como este, que esta corte es mucho más difícil que en cualquier
160
otro periodo en el que la he conocido.
Pero la crisis en las negociaciones anglo-españolas era profunda, y no tan sólo una
cuestión de personalidades, y derivaba básicamente del conflicto cotidiano y duradero en
América. El gobierno español había confiado en satisfacer a Inglaterra con un cierto
reparto legítimo de su comercio colonial a través del asiento de 1713, pero los ingleses
eran difíciles de satisfacer y el contrabando continuó, reforzado por los comerciantes
recientemente autorizados. España sólo podía hacerle frente con los guardacostas, que eran
sumamente agresivos, que perturbaban el comercio de Inglaterra con sus colonias y que
hicieron un héroe popular del capitán Jenkins. Estos fueron los orígenes de la disputa
diplomática que culminó en los años 1737-1739, cuando el gobierno, denigrado por Keene
como hemos visto, pareció reavivar la aspiración tradicional de España a la soberanía
universal en las Américas, su monopolio territorial y comercial y su derecho a detener y
registrar todos los barcos extranjeros. Por su parte, los comerciantes ingleses estaban
ávidos de encontrar nuevos mercados y ansiosos de incrementar la actividad comercial
mediante la conquista en América. En el gobierno inglés y en la marina existían intereses
dispuestos a colaborar. 161
Así pues, la Guerra de la Oreja de Jenkins encontró tanto a España como a Gran
Bretaña dispuestas a luchar. Para Gran Bretaña era una guerra colonial y en julio de 1739
el almirante Vernon fue enviado a hostigar a los españoles en el Caribe. La guerra no se
declaró formalmente hasta el 19 de octubre y no terminó hasta 1748. Durante ese tiempo,
España tuvo que defenderse contra dos formas de ataque por parte de los británicos,
expediciones de conquista e interferencia del comercio. Vernon capturó Portobello en 1739
159
Keene a Newcastle, 5 de julio de 1734, 9 de agosto de 1734, PRO, SP 94/120.
160
Keene a Newcastle, 13 de enero de 1739, PRO, SP 94/131.
161
Pares, War and Trade in the West Indies, pp. 10-28, 34, 62-64.
pero no consiguió ocupar Cartagena en 1741, cuando los defensores españoles mostraron
una actitud admirable. Para España era también una guerra europea. El conflicto anglo-
español se mezcló en los años posteriores a 1740 con la Guerra de Sucesión Austríaca, en
la que Inglaterra apoyó a Austria y Francia a Baviera, aunque Inglaterra y Francia no
llegaron a una ruptura formal de sus relaciones hasta 1744. Las intenciones de España eran
de gran interés para las otras potencias: estaban en juego el equilibrio de Europa y el
comercio de América. Inevitablemente, Isabel Farnesio aprovechó la oportunidad para
avanzar un paso más en su política italiana y conseguir un territorio para su hijo Felipe.
Dos expediciones españolas llegaron a Italia en 1741 y 1742 y mientras había españoles
luchando contra los invasores ingleses en Cartagena y Panamá, invasores españoles
luchaban contra los austríacos en el norte de Italia, ejercicio impresionante de guerra global
pero utilización equivocada de unos recursos limitados. Las tácticas de Isabel Farnesio
embarcarían a España en el conflicto general y se apelaría a la solidaridad borbónica en
busca de ayuda. Este fue el contexto del segundo pacto de familia firmado el 25 de octubre
de 1743, en el que Luis XV se comprometió a instalar a Felipe de Borbón en Milán, Parma
y Piacenza, a garantizar la posición de Carlos como rey de las Dos Sicilias, a apoyar la
reconquista de Gibraltar y Menorca y a liberar a Felipe V de las restricciones comerciales
que le habían sido impuestas en 1713. 162 El tratado contenía ventajas evidentes para
España y peligros concretos para Gran Bretaña, bajo la amenaza de un fuerte bloque
borbónico y, asimismo, de la dominación del comercio transatlántico por parte de Francia.
La guerra consisitió en una serie de operaciones confusas en busca de objetivos
incomprensibles, sin ventaja evidente para los combatientes. Y cuando Felipe V murió el 9
de julio de 1746 no parecía poder mostrar grandes logros por ese recurso final a las armas.
Un nuevo reinado abría nuevas posibilidades en las relaciones anglo-españolas. Entre los
negociadores españoles de 1746 figuraba Melchor de Macanaz, uno de los pocos españoles
de su época que abogaba por una posición nacionalista en la política exterior, que
consideraba que la alianza con Francia era perjudicial para España y que prefería que
España apareciera independiente como una potencia europea y que se llegara a un acuerdo
con Gran Bretaña, la potencia comercial y marítima más poderosa de la época.163 Pero
fracasaron las negociaciones sobre Gibraltar e Italia. Cuando la guerra europea terminó
finalmente con el tratado de Aquisgrán, en 1748, ese tratado no fue negociado con España
sino con Francia, y España sólo lo aceptó con renuencia. España quería Milán pero tuvo
que contentarse con Parma y Piacenza, asignados a Felipe de Borbón como un Estado
independiente. En compensación por la interrupción durante la guerra, se restableció el
asiento para la Compañía del Mar del Sur durante cuatro años. Pero en el tratado
Comercial anglo-español de 1750, Inglaterra renunció a los años que quedaban el asiento a
cambio de un pago de 100.000 libras, iniciándose finalmente un periodo de relaciones
comerciales más satisfactorias entre los dos países. 164
La actuación de España es prueba de que se había producido una mejora radical en
cuanto a estrategia y fuerza desde 1718 y el balance de la guerra no fue totalmente
desfavorable. España había puesto límite al progreso británico en América. Es cierto que
Gran Bretaña había obtenido numerosas ventajas y había dislocado seriamente el
162
Baudrillart, Philippe et la cour de France, V, pp. 163-173.
163
Henry Kamen, «Melchor de Macanaz and the Foundations of Bourbon Power in Spain», English
Histórica! Review, 80, 317 (1965), pp. 699-716; María Dolores Gómez Molleda, «El caso Macanaz en el
Congreso de Breda», Hispania, 18 (1958), pp. 62-128, y Gibraltar, una contienda diplomática en el reinado
de Felipe V, Madrid, 1953, pp. 237-239.
164
Jean O. McLachlan, Trade and Peace with Oíd Spain, 1667-1750, Cambridge, 1940, pp. 139.
monopolio comercial, pero no había alcanzado los objetivos a más largo plazo de penetrar
en el imperio español por la fuerza y de derrotar a su principal rival comercial, Francia. La
imposibilidad de Gran Bretaña de persuadir a España para que le permitiera comerciar
directamente con sus colonias contrastaba totalmente con el éxito de Francia en su
actividad comercial a través de Cádiz. Pero, tal vez, el resultado más prometedor de la
guerra para España fue la culminación del proyecto italiano de Isabel Farnesio y su
apartamiento definitivo del poder. Ese proyecto podía ser racionalizado como la
recuperación de una esfera tradicional de influencia, como la reaparición de España como
potencia mediterránea. Sin embargo, desde el punto de vista económico, la empresa había
consumido recursos nacionales para alcanzar objetivos dinásticos sin producir resultados
apreciables. Por tanto, el año 1748 marco el final de una política que daba preferencia a la
diplomacia europea obre la defensa del imperio y el comienzo de un nuevo orden de
prioridades, España comenzó a recuperarse de la etapa de los aventureros, de las
expectativas vanas y de las guerras innecesarias para centrar su atención en la importante
cuestión de la rivalidad colonial. 165
165
Pares, War and Trade in the West Indies, p. 13.
166
H. y P. Chaunu, Séville et l'Atlantique (1504-1650), París, 1955-1959, 8 vols., I, pp. 70-88, 97-121, 169-
175, 185-194; VIII, 1, pp. 52, 182-184. John Lynch, «El comerç sota el monopoli sevillá», Segones Jornades
d'Estudis Catalano-Americans, Maig 1986, Barcelona, 1987, pp. 9-30.
167
Adam Smith, The Wealth of Nations, Oxford, 1979, 2 vols., II, p. 609 (hay trad. cast.: La riqueza de las
naciones, Barcelona, 1985').
colaboró multando una actividad que no podía detener, y la cuantía de los indultos
recaudados sobre el tráfico hacia España es un indicio de la importancia de la participación
extranjera. Este fenómeno fue estrechamente de la mano de la importancia creciente de
Cádiz, el puerto más favorecido por los comerciantes extranjeros. Entre 1679, fecha en que
se autorizó el envío de flotas desde Cádiz, y 1717, año en que se transfirieron formalmente
a esa ciudad la Casa de la Contratación y el consulado, Cádiz se situó en el primer plano y
pasó a ser el auténtico cuartel general del comercio americano. 168
El monopolio se vio quebrantado aún más en los primeros años del siglo XVIII
cuando Francia utilizó su influencia política en España para penetrar en el mercado
colonial más directamente, primero en 1701 consiguiendo un asiento para el
aprovisionamiento de esclavos para la América española y, posteriormente, desde 1704, al
conseguir acceso al Pacífico español para comerciar con Chile y Perú. 169 Pronto se perdió
el asiento en favor de Gran Bretaña, pero el comercio directo de Francia sobrevivió a la
Guerra de Sucesión, a pesar del compromiso formal de eliminarlo. Los comerciantes
franceses coparon de tal manera el mercado que las escasas ferias comerciales celebradas
en Portobello durante esos años —1708 y 1713— constituyeron desastres financieros. En
el primer cuarto del siglo XVIII los franceses obtuvieron al menos cien millones de pesos
de Suramérica y su comercio representaba el 68 por 100 del comercio exterior de Perú. 170
La segunda área problemática era México, cuyo comercio con el Lejano Oriente a través de
los galeones de Manila supuso la competencia directa del algodón y la seda de China con
los de la península. Sin embargo, en este caso España consiguió mantener una mayor
participación en el mercado. Cinco notas y ocho azogues fueron enviados a México
durante el periodo 1699-1713. El comercio con otros puertos americanos se mantuvo a
través de los navíos de registro. En conjunto, unos 132 barcos se dirigieron desde América
hacia España entre 1701 y 1715, lo que demuestra la supervivencia de las comunicaciones
imperiales durante la Guerra de Sucesión, pero en muchos casos es prueba también de la
penetración francesa. 171
La historia del monopolio colonial entre 1714 y 1715 es una historia de erosión
constante, defensa inadecuada y debate fútil, a pesar de lo cual las Indias continuaron
siendo un activo para España. El gobierno centró la atención en el fortalecimiento de la
legislación, pero sin variar la estructura básica del comercio y la navegación. 172 Primero se
realizaron intentos para ejercer un control estatal más estricto sobre el comercio colonial y
sus beneficios. Esta política tuvo su expresión en una serie de normas que excluían a los
extranjeros, insistiendo en que todos los barcos debían ser de construcción española y
modificando el arcaico sistema impositivo. En segundo lugar, España se atuvo al pie de la
letra al pacto colonial, que determinaba que el 80 por 100 de las importaciones de las
colonias estaba formado por metales preciosos, mientras que el resto eran materias primas;
no existiría en la América española ninguna industria excepto ingenios de azúcar. En tercer
lugar, el gobierno reconoció que esas medidas eran ineficaces y que los extranjeros seguían
dominando el comercio de las Indias, con el 50 por 100 de las exportaciones y el 75 por
168
Antonio Domínguez Ortiz, Orto y ocaso de Sevilla, Sevilla, 1946; Chaunu, Séville et l'Atlantique, VIII, 1,
pp. 191, 320
169
Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, pp. 20-33.
170
Carlos Daniel Malamud Rikles, Cádiz y Saint Malo en el comercio colonial peruano (1698-1725), Cádiz,
1986, pp. 90, 280.
171
Michel Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux. Les retours des trésors américains d'aprés les
gazettes hollandaises (XVI-XVIII siécles), Cambridge, 1985, pp. 310-317.
172
Antonio García-Baquero González, Cádiz y el Atlántico (1717-1778), Sevilla, 1976, 2 vols., I, pp. 564-
565.
173
Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, pp. 90-91.
174
Keene a Walpole, 25 de noviembre de 1731; Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, III, pp. 290-291.
con La Coruña y Santander y, por último, que el comercio tenía que ser libre y estar abierto
«a todos los súbditos del rey». 175
Propuestas radicales de esta guisa no eran comunes todavía, pero los términos del
debate estaban cambiando. 176 En 1724, Gerónimo de Uztáriz, administrador y teórico,
publicó su Teórica y práctica de comercio y de marina, en donde abogaba por la
intervención estatal para el desarrollo de la industria y el comercio según los modelos
francés e inglés. Al parecer, Uztáriz creía que el comercio por sí solo generaría el
crecimiento si era liberado de las cargas fiscales y no tenía en cuenta que en Francia e
Inglaterra existía una base agrícola e industrial más poderosa. Por otra parte, creía que era
labor del Estado crear industrias y protegerlas. Defendía la disminución de las cargas sobre
las importaciones y exportaciones en el comercio americano y sobre la producción
española, y el incremento de los impuestos sobre las importaciones procedentes del
exterior. El ideal de Uztáriz era una industria nacional que exportara a los mercados
coloniales en una marina mercante nacional, siendo el objetivo el de vender más, comprar
menos y de esta forma conservar los metales precioso. Años más tarde, José Campillo,
ministro de Felipe V y autor de Nuevo sistema de gobierno económico para la América,
ideó un programa bastante diferente. Su obra, escrita en 1743, fue leída en los círculos del
gobierno, aunque no se publicó hasta 1789. Comparando la experiencia de las potencias
coloniales rivales, Campillo subrayaba las oportunidades que España estaba perdiendo en
América, el hecho de que no explotaba los recursos económicos y humanos de sus propias
posesiones y su incapacidad para asegurar a los súbditos y productos españoles una
participación adecuada en el comercio colonial. Para él, América no era un mero proveedor
de metales preciosos, sino una fuente de importantes materias primas y un mercado sin
explotar todavía para las manufacturas españolas. Para elevar el consumo proponía abolir
la excesiva carga tributaria y otros obstáculos sobre el comercio. Al mismo tiempo, se
proponía conseguir que los indios salieran de la economía de subsistencia y se integraran
en el mercado otorgándoles tierras que les permitieran obtener un excedente. Sería posible
conseguir una estructura administrativa más perfeccionada introduciendo la figura de los
intendentes en América. Finalmente, para abrir completamente el tráfico entre España y
sus colonias sugería la reducción, o incluso la abolición, del monopolio de Cádiz y del
sistema de flotas.
Probablemente, la obra de Campillo sintetizaba una serie de ideas en boga en ese
momento. Hasta cierto punto, adquirieron expresión en la política gubernamental en cuatro
direcciones: perfeccionamiento de las comunicaciones transatlánticas; modificaciones en el
sistema fiscal; establecimiento de compañías comerciales, y reforma administrativa. Sin
embargo, ni la idea ni las normativas del periodo 1700-1750 tuvieron consecuencias
importantes. Las obras teóricas de esos años, calificadas con frecuencia como exponentes
perfectos de soluciones mercantilistas, no se distinguían por su erudición, por su capacidad
de análisis ni su buen criterio. Uztáriz era un cronista útil pero menos convincente como
economista. Tras las ideas nuevas de Campillo subyacían algunos prejuicios tradicionales,
muy en especial contra las manufacturas coloniales. En cuanto a las regulaciones, dejan
entrever un cierto optimismo y comunican la impresión de que iban dirigidas a sancionar la
175
Kamen, «Melchor de Macanaz», pp. 713-714; sobre Patiño, véase Walker, Spanish Politics and Imperial
Trade, pp. 159-161.
176
Marcelo Bitar Letayf, Economistas españoles del siglo XVIII. Sus ideas sobre la libertad del comercio con
Indias, Madrid, 1968, pp. 73-120; Andrés V. Castillo, Spanish Mercantilism. Gerónimo de Uztáriz,
Economist, Nueva York, 1930; Miguel Artola, «Campillo y las reformas de Carlos III», Revista de Indias, 12
(1952), pp. 685-714; Roben S. Smith, «Spanish Mercantilism: A Hardy Perennial», Southern Economic
Journal, 38 (1971), pp. 1-11.
colusión existente entre los comerciantes españoles, los intrusos extranjeros y los
importadores americanos. Todos ellos eran participantes de un juego complicado,
persiguiendo cada uno de ellos un interés privado que no se ocultaba totalmente al Estado.
Además, tanto los proyectos como las decisiones políticas ignoraban —si es que los
apreciaban— los acontecimientos en las colonias que habían anticipado o habían dejado
obsoletas algunas de las ideas. Por ejemplo, los indios ya formaban parte del mercado, la
minería mexicana ya había salido de la recesión y las colonias eran autosuficientes en
muchos de los productos que los planificadores españoles estaban ansiosos por venderles.
De cualquier forma, los gobiernos existen para gobernar y Patiño y sus colegas no
permanecieron ociosos durante esos años de adversidad comercial y de consejos
incesantes. A partir de 1718, la existencia de un nuevo servicio anual de ocho avisos,
barcos para el envío de despachos, cuatro hacia Perú y cuatro hacia México, fue de gran
utilidad para mejorar las condiciones navales y la información referente a la actividad
comercial. Una medida de reforma fiscal, el Real proyecto de 5 de abril de 1720, pretendía
aumentar la regularidad de los viajes de las flotas y simplificar los impuestos. 177 El
impuesto ad valorem, cuya base impositiva era difícil de determinar, fue sustituido por el
sistema de palmeo, que gravaba las mercancías según el volumen cúbico; pero el objetivo
fundamental era incrementar los ingresos de la corona a partir del comercio y la
introducción del volumen para la tasación no estaba bien concebida. Las nuevas
normativas de 1725, 1735 y 1754 no supusieron mejora alguna.
El experimento de más éxito fue la multiplicación de las compañías comerciales.
Organizadas con capital procedente de Cataluña y del País Vasco, estas compañías
contaban con privilegios especiales, si no con un monopolio total, en el comercio de una de
las regiones más atrasadas del imperio, donde la presencia española era débil y la
extranjera activa. La primera y más importante de esas compañías fue la Real Compañía
Guipuzcoana de Caracas, que por concesión del 25 de septiembre de 1728 consiguió el
monopolio comercial con Venezuela. 178 La Compañía de Caracas expulsó a los
holandeses, se apropió del comercio del cacao, introdujo nuevos productos como el tabaco,
el índigo y el algodón y en el plazo de 20 años convirtió una provincia dominada por la
pobreza en una economía exportadora que producía un excedente para la metrópoli. Este
éxito inspiró nuevas empresas, la Real Compañía de San Cristóbal en 1740 con un
monopolio comercial para Cuba, y la Real Compañía de Barcelona en 1755, dirigida a
expandir el comercio catalán por Santo Domingo, Puerto Rico y Margarita. 179 Las
compañías comerciales no entrañaron una ruptura radical con el pasado. Básicamente,
extendieron simplemente el principio monopolístico a nuevos grupos privilegiados. Pero
las cuatro compañías de mayor éxito, la Compañía de Caracas, la Compañía de La Habana,
la Compañía de San Fernando de Sevilla y la Compañía de Barcelona, causaron impacto,
en conjunto, sobre el monopolio de Cádiz: entre 1730 y 1778 controlaron en torno al 20
por 100 del comercio entre España y América. 180 Otra cuestión es si fueron beneficiosas
para los americanos. La Compañía de Caracas era detestada en Venezuela, donde
explotaba su monopolio para cargar precios elevados a los consumidores por las
importaciones y pagar precios bajos a los productores de mercancías para la exportación y
donde consiguió unir a todos los sectores de la población en una rebelión contra la
compañía en 1741. Esto demuestra, si es que es necesaria alguna prueba, que las reformas
177
García-Baquero, Cádiz y el Atlántico, I, pp. 152-158, 197-208.
178
Roland D. Hussey, The Caracas Company, 1728-1784, Cambridge, Mass., 1934, pp. 86-89.
179
Martínez Shaw, «La Cataluña del siglo XVIII», pp. 89-90.
180
García-Baquero, Cádiz y el Atlántico, I, pp. 136-137.
de esos años estaban concebidas con una mentalidad estrecha y que sólo tenían en cuenta
los intereses inmediatos de la metrópoli. 181
Pero una serie de cambios marginales de ese tipo no podían detener la presión de la
marea extranjera, especialmente británica. Ni siquiera satisfacían a los comerciantes
españoles. Dentro del mundo comercial existían profundas divisiones durante esos años.
Los comerciantes de Cádiz estaban desgarrados entre el deseo de comerciar y el temor de
arriesgar sus beneficios a confiscaciones e indultos, entre la ansiedad oficial de enviar
flotas para conseguir ingresos y los temores privados referente a la situación de los
mercados. Para los monopolistas españoles, su propio gobierno era un enemigo tan
poderoso como los extranjeros. 182 En especial, Patiño no era considerado por los
comerciantes de Cádiz como un hombre con soluciones sino como parte del problema,
pues gracias a un exhaustivo conocimiento del comercio estaba en condiciones de utilizar
todo tipo de expedientes fiscales y exacciones en favor de la corona. 183 Fue Patiño quien
elevó los indultos al 9 por 100, estableciendo un precedente para posteriores incrementos a
partir de 1737:
La corte ha recibido esta semana la buena nueva de la llegada de la flota y de
los azogues, con 13 barcos; traen entre 14 y 15 millones en oro y plata, unos 2
millones en frutas y aproximadamente 4 millones de piastras que, para escapar a los
tributos, no están registrados. La participación del rey en la flota y los impuestos sobre
el resto ascenderán a una cifra entre 3 y 4 millones de dólares o piastras. Pero en el
comercio existe un cierto recelo de que los ministros están inventando nuevos métodos
para elevar el indulto por encima del 9 por 100, tasa en la que lo situó el ya fallecido
184
señor Patiño.
Los temores estaban justificados: «se han despachado las órdenes para la
distribución de los efectos de la flota y de los azogues llegados recientemente a Cádiz. Y
por el elevado indulto establecido, que en diferentes artículos alcanza entre el 15 y el 16
por 100, el monarca recibirá muy cerca de 6 millones de dólares». 185 Los embajadores
inglés y francés se quejaron y presionaron enérgicamente, pero la respuesta fue un indulto
aún más gravoso:
En lugar del 16 por 100 de indulto, que se exigía al comercio, se dice que las
órdenes son de elevarlo al 20 por 100. De forma que en el curso de unos pocos años, el
indulto, que se pensaba que era suficientemente elevado en el 4 y el 5 por 100 y que
después fue elevado por el señor Patiño al 9 por 100, dando seguridades de que
permanecería en ese nivel y no se incrementaría, se ha elevado finalmente a la suma
186
mencionada más arriba.
Mientras los comerciantes españoles tenían que compartir los beneficios —y los
indultos— con los ingleses en Cádiz, también compartían los mercados en América. Por el
asiento de 1713, revisado en 1716, la Compañía del Mar del Sur firmó un contrato para
proveer 4.800 esclavos anuales a la América española durante 30 años. Además, se le
concedió el derecho de enviar todos los años un barco de 650 toneladas a las ferias
comerciales, al mismo tiempo que los galeones y las flotas. Por supuesto, lo que España
181
ancisco Morales Padrón, Rebelión contra la Compañía de Caracas, Sevilla, 1955, pp. 51-74.
182
Keene a Newcastle, 23 de junio de 1729, PRO, SP 94/100.
183
W. Gayley a Townshend, Cádiz, 14 de agosto de 1729, PRO, SP 94/100.
184
Keene a Newcastle, 2 de septiembre de 1737, PRO, SP 94/128.
185
Keene a Newcastle, 16 de septiembre de 1737, PRO, SP 94/128.
186
Keene a Newcastle, 11 de noviembre de 1737, PRO, SP 94/128.
187
Victoria G. Sorsby, «British Trade with Spanish America under the Asiento 1713-1740», tesis doctoral,
Universidad de Londres, 1975, p. 277.
188
Ibid., p. 425.
189
Citado por Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, p. 150.
190
Pares, War and Trade in the West Indies, pp. 22-23.
191
Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, pp. 152-156.
192
Ibid., pp. 177-188.
193
Citado por Pares, War and Trade in the West Indies, p. 75.
194
Charles Knowles, 1743, Archivo General de Indias, Sevilla, Caracas 927; referencia cedida amablemente
por Montserrat Gárate.
pero las defensas eran lo bastante fuertes en los lugares estratégicos para impedir el
desmembramiento del imperio. La guerra demostró dos cosas: que era imposible socavar
las colonias españolas desde dentro liberando a los criollos y a los indios, y que España
podía resistir el retraso en el envío de los metales precioso, al tiempo que protegía
eficazmente el tesoro en América. La guerra supuso el final del sistema comercial
tradicional. En 1740 se suprimieron todas las flotas y desde entonces para el
abastecimiento de Suramérica se utilizaron navíos aislados autorizados por la corona, los
registros, como ocurrió en Nueva España hasta 1757. Esta fue la innovación más
importante en dos siglos de comercio colonial. Comenzó como un procedimiento
extraordinario para evitar al enemigo, aunque no siempre con éxito. En 1741-1745, los
ingleses consiguieron un botín cuyo valor ascendía a 15 millones de pesos (incluido el
botín conseguido por lord Anson) y posteriormente obtuvieron otras recompensas menos
importantes. De los 118 navíos de registro que zarparon desde Cádiz en el quinquenio
1740-1745, se reportó la pérdida de 69 en el viaje completo de ida y vuelta. 195 Al mismo
tiempo, España tenía que compartir su comercio con barcos extranjeros que transportaban
mercancías extranjeras: entre 1740 y 1756, de los 164 registros que atracaron en Veracruz,
119 eran españoles y 45 neutrales (en su mayor parte franceses). 196 Pero la utilización de
los navíos de registro constituyó una ruptura radical con el pasado, que permitió organizar
un servicio más rápido y frecuente que con las flotas e incrementar el tráfico: en el período
1739-1754, 753 navíos cruzaron el Atlántico, una media de 47 navíos anuales, por
comparación con los 30 navíos anuales para el período 1717-1738. 197 Se abrieron nuevas
rutas comerciales. Algunos de los registros que navegaban hasta Buenos Aires tenían
derecho de internación, que en la práctica significaba transportar mercancías a través de los
Andes hacia Chile y Perú. Además, a partir de 1740 se permitió a los barcos navegar
directamente a Perú a través del Cabo de Hornos y a pesar de las protestas del consulado de
Lima la feria de Portobello no volvió a celebrarse. Cuando los comerciantes españoles
consiguieron acceder en mayor medida a los mercados suramericanos, se vieron libres de
la competencia de la Compañía del Mar del Sur, no sólo durante la guerra sino también
después. En el tratado comercial de 1750, esta compañía renunció a los cuatro años de
asiento de que aún disponía a cambio de un pago en efectivo de 100.000 libras.
Los navíos de registro revitalizaron el comercio americano. Pese a su carácter
provisional, sobrevivieron a la conclusión de la guerra con Inglaterra y fueron decisivos
para el futuro. Los comerciantes pudieron aprovecharse del mayor volumen de comercio y
el Estado consiguió mayores ingresos. Es cierto que los monopolistas de Cádiz y México y
sus aliados en la administración organizaron de nuevo flotas hacia Nueva España:
desafiando las condiciones del mercado, 6 flotas fueron enviadas en el periodo 1757-
1776. 198 Pero el sistema de flotas había perdido la supremacía y no podía competir ya con
los registros. En los años 1755-1778, el sistema de registros absorbió el 79,58 por 100 del
tráfico total en América, mientras las flotas, que hasta 1739 copaban el 46 por 100, vieron
reducido su porcentaje al 13,32 por 100. 199
¿Cuáles son los rasgos esenciales del comercio americano en la primera mitad del
siglo XVIII? Los indicios son contradictorios, los datos son diversos y las diferencias entre
195
Pares, War and Trade in the West Indies, p. 114.
196
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, pp. 372, 376. Había, además, 24 avisos.
197
García-Baquero, Sevilla y el Atlántico, I, pp. 164-174; Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, pp.
211-214.
198
Walker, Spanish Politics and Imperial Trade, pp. 220-223.
199
García-Baquero, Cádiz y el Atlántico, I, pp. 173-174.
las cifras oficiales y no oficiales son difícilmente conciliables. Sin embargo, es posible
sugerir algunas conclusiones. No nos hallamos ante un estancamiento total. Al mismo
tiempo que los comerciantes se lamentaban, los teóricos criticaban y los ministros
legislaban, el comercio y el tesoro sobrevivieron y mostraron algunos signos de
incremento. A partir del número de navíos y del tonelaje, podemos afirmar que el comercio
americano conoció un periodo de recuperación modesta entre 1709 y 1722, que se
convirtió en crecimiento más estable entre 1722 y 1747, y a partir de esta fecha inició un
importante ascenso sin más fluctuaciones hasta 1778. 200 El número de navíos que cruzaron
el Atlántico se incrementó en un 60,3 por 100, de 793 navíos en 1681-1709 a 1.271 en los
años 1710-1747; en un 86 por 100 —hasta 2.365 navíos— en 1748-1778 y en un total de
un 198,2 por 100 entre el primer y el tercer periodos. Pero los navíos eran cada vez
mayores y la diferencia de tonelaje entre el primer y el tercer periodos fue del 321,6 por
100. El cambio de un crecimiento moderado a un crecimiento más importante se produjo
en el decenio de 1740 y el vehículo de ese crecimiento parecen haber sido los navíos de
registro, que sustituyeron prácticamente a las flotas. Las cifras del tonelaje se confirman
con las importaciones de metales preciosos, que experimentaron un claro incremento a
partir de 1749, después de la guerra anglo-española (véase cuadro 4.1).
Cuadro 4.1 Ingresos procedentes del tesoro americano por quinquenios, en millones de
pesos, 1716-1755
Quinquenios Cálculo no oficial Cifras oficiales
1716-1720 43,2 17,6
1721-1725 53,1 38,1
1726-1730 76,4 36,7
1731-1735 47,5 37,9
1736-1740 47,1 21,9
1741-1745 28,6
1746-1750 90,3 66,1
1751-1755 87,5 65,8
Nota: Cada una de las cifras de la primera columna constituye el cálculo máximo. En cada
uno de los quinquenios de la segunda columna faltan los datos de un año.
Fuentes: Michel Morineau, Incroyobles gazettes et fabuleux métaux. Les retours des trésors
americains d'aprés les gazettes hollandaises (XVI-XVIIIsiecles), Cambridge, 1985, pp. 317, 368, 377, 391;
Antonio García-Baquero González, Cádiz y el Atlántico (1717-1778), Sevilla, 1976, 2 vols., II, pp. 250-251.
Las cifras oficiales presentan un 188,3 por 100 de incremento en las importaciones
de caudales, de 152,5 millones de pesos en 1717-1738 a 439,7 millones en el periodo
1749-1778. 201 El valor total de caudales para la Real Hacienda se elevó de 21,6 millones
de pesos en el primer periodo a 38,7 millones en el segundo. En cuanto a particulares, el
incremento supuso pasar de 130,8 millones en el primer periodo a 401 millones en el
segundo. En otras palabras, los porcentajes de caudales particulares y caudales reales
fueron del 85,8 y el 14,2 por 100 respectivamente en el primer periodo y del 91,2 y el 8,8
por 100 en el segundo. En conjunto, el 89,8 por 100 y el 10,2 por 100 respectivamente.
Esto indica un declive relativo de los ingresos de la Real Hacienda de América desde el
siglo anterior y generalmente se explica como consecuencia del incremento de los gastos
de defensa y administración, especialmente en Perú. Sin embargo, lo cierto es que las
sumas recibidas por la corona se estaban incrementando, lo que sugiere que la auténtica
razón de la divergencia es el incremento en el volumen del comercio privado, estimulado
200
Ibid., pp. 541-556.
201
Ibid., pp. 343-351.
en este periodo por la política borbónica. Unas tres cuartas partes del volumen total de las
exportaciones eran de origen extranjero, quedando limitadas las exportaciones de
productos españoles a la agricultura y al hierro. Si los extranjeros se llevaban la parte del
león de los beneficios, los intermediarios españoles en Cádiz también obtenían beneficios
importantes y fueron muchos los que acumularon grandes fortunas gracias al comercio con
América. En cuanto al porcentaje de metales preciosos con respecto a las mercancías, que
constituía el pacto colonial, fue del 77,6 frente al 22,46 por 100 en favor de las
importaciones de metales preciosos.
Las estimaciones obtenidas de las fuentes no oficiales, como las gacetas extranjeras
y los informes consulares, son más elevadas y probablemente más realistas que las cifras
oficiales. 202 Ponen de relieve que en el periodo 1721-1740 las importaciones de metales
preciosos fueron importantes pero no brillantes, ascendiendo a 10,6 millones de pesos
anuales en 1721-1725 y elevándose a 15,2 millones anuales en el periodo 1726-1730, para
descender a 9,5 millones entre 1731 y 1735 y a 9,4 millones anuales en el quinquenio
1736-1740. Estas cifras son inferiores a las de la segunda mitad del siglo XVII,
especialmente en los años 1685-1694, en que el promedio anual era de 15 millones de
pesos. Los beneficios de los caudales americanos disminuyeron en los primeros años de la
guerra anglo-española como consecuencia de las acciones del enemigo y de la retención de
los caudales en América por razones de seguridad y la media fue tan sólo de 5,7 millones
anuales en 1741-1745. Pero una vez que España se hubo adaptado al conflicto colonial y
comenzaron a funcionar los navíos de registro, los caudales acumulados comenzaron a
afluir de nuevo, con un promedio de 18 millones anuales en 1746-1750 y 17,5 millones en
1751-1755, con cifras más elevadas en México que en Tierra Firme y que apuntan a la
recuperación de la minería mexicana. 203 Los ingresos procedentes de los metales preciosos
se mantuvieron elevados, aunque sin sobrepasar la cifra récord anterior hasta 1780.
La historia del comercio colonial español entre 1700 y 1750 fue una historia de
supervivencia y revitalización parcial. Tanto los comerciantes como los políticos
intentaban alcanzar mejores resultados, pero se resistían a abandonar la protección del
monopolio. La guerra aceleró las decisiones. El decenio de 1740-1750 fue la línea divisoria
entre el antiguo y el nuevo sistema comercial, entre la tradición y el cambio, la inercia y el
crecimiento.
202
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 368.
203
Ibid., pp. 377, 391.
La nueva monarquía
Las guerras reportaron muy poco a España y la paz y las economías eran las únicas
opciones posibles. En los años 1746-1748 España vio acceder al trono a un nuevo rey y
conoció también un gobierno nuevo y una política nueva, beneficios inesperados recibidos
con alivio por una población más familiarizada con la guerra, con el reclutamiento
obligatorio y con la adversidad. Finalmente, tenían un monarca nacional, nacido en España
y rodeado de españoles, un gobernante que prefería el país a la dinastía, la neutralidad a la
guerra. Estos cambios no podían realizarse en un solo día. Llevó dos años librarse de
Francia e Italia y Aquisgrán no fue una gran victoria. El poder marítimo estaba todavía en
disputa y Gibraltar seguía en manos de los británicos. Pero el gobierno había aprendido una
lección y la política exterior dejó de ser su única prioridad, con exclusión de todas las
demás. El nuevo régimen aceptó que los intereses de España no residían en los campos de
batalla europeos sino en el Atlántico y aun más allá. Los españoles se sentían felices ante la
idea de que había terminado una época y estaban preparados para iniciar otra nueva.
Fernando VI, el cuarto hijo, y único superviviente, del primer matrimonio de Felipe
V, no era un monarca atractivo. Como los demás Bombones españoles del siglo XVIII era
indolente, lleno de buenas intenciones pero decidido a que otros las realizaran. La nueva
coyuntura de paz, reforma y buena fortuna puso a su disposición sumas de dinero con las
que ningún otro monarca había podido contar hasta entonces. Una parte de ese dinero la
dedicó a satisfacer una serie de necesidades, otra a financiar las diversiones reales. Practicó
la caridad de forma impulsiva, como en el cálido verano de 1750 en que suprimió los
impuestos en Andalucía, azotada por la sequía, y envió subsidios para comprar pan y
trigo, 1 y en 1755, después del terremoto de Lisboa, en que dirigió una ayuda generosa,
aunque mal recibida, a la postrada Portugal. Pero no fue capaz de inspirar a sus ministros
ni de aportar liderazgo y unidad. En cualquier caso, estaba escasamente preparado para
gobernar, pues su suspicaz madrastra, Isabel Farnesio, le había mantenido al margen de los
asuntos públicos y ahora su solícita esposa y sus ministros mantenían su mente, fácilmente
perturbable, ajena a los asuntos públicos. Sus intereses personales se centraban más en el
juego que en la política. En Aranjuez se invertían grandes sumas en la escuadra en
miniatura Tajo, quince barcos para la diversión del rey. En Madrid fue un periodo de
representaciones operísticas, bailes y cenas en la corte y también de mecenazgo real de las
artes, cuando Domenico Scarlatti y el cantante Farinelli hicieron de la capital española un
centro de cultura y talento musicales.
1
Keene a Castres, 4 de septiembre de 1750, sir Benjamín Keene, The Prívate pondance of Sir Benjamín
Keene, KB, ed. sir Richard Lodge, Cambridge, 1933, p. 251; a Stone, 31 de agosto de 1750, British Library,
Add. MS 43, 424, f. 201
Historia de España John Lynch
El nuevo rey se comportó correctamente, aunque con firmeza, con Isabel Farnesio e
insistió en que se retirara a San Ildefonso, donde su reducida corte se convirtió en un foco
de rumores e intrigas pero no de influencia. Sin embargo, al mismo tiempo que se negaba a
mirar hacia el pasado, Fernando revivió curiosamente muchos de los rasgos de la vida de
su padre, en su anormal comportamiento sexual, su dependencia de una mujer dominante y
sus frecuentes raptos de locura. Como afirmó con gran tacto Benjamín Keene, al rey «le
gustaba excesivamente su esposa» lo que otorgaba a la reina una influencia extraordinaria
sobre su marido. 2 Bárbara de Braganza, corpulenta y jadeante y físicamente nada atractiva,
era una mujer sumamente avariciosa y muy poco querida en España. Una vez tuvo que
abandonar la esperanza de dar a Fernando un heredero y de asegurar la sucesión, pasaba
buena parte del tiempo en un estado de neurosis, desgarrada entre el temor de morir y el
miedo a la destitución si moría el rey. Pero no era Isabel Farnesio y aunque tenía poder
sobre su marido y se preocupaba de los intereses portugueses, no utilizó su posición para
distorsionar la política española. Apoyaba enérgicamente la diplomacia de neutralidad y se
unió a su marido en el camino de la paz. Esto era cuanto podía esperarse de los nuevos
monarcas y era suficiente para otorgar al gobierno español su mejor oportunidad desde
1700, libre de aventuras extranjeras y de extravagancias. ¿Cómo respondió el gobierno?
La nueva administración, al igual que la nueva monarquía, era «nacional» en su
composición y en su carácter. 3 Estaba encabezada, de hecho si no formalmente, por Cenón
de Somodevilla, un hombre capaz y seguro de sí mismo que hacía gala de elegancia y de
un lujoso estilo de vida, tal vez para compensar sus modestos orígenes en Alesanco,
Logroño, donde había nacido de una familia de hidalgos el 2 de junio de 1701, y desde
2
Keene a Bedford, 25 de febrero de 1749, BL, Add. MS 43, 423, f. 40.
3
María Dolores Gómez Molleda, «Viejo y nuevo estilo político en la corte de Fernando VI», Eídos, 4 (1957),
pp. 53-76.
e independencia en los asuntos exteriores» era la idea básica del régimen. 9 Ahora bien, más
allá de ese acuerdo mínimo, necesario para cualquier gobierno, existían diferencias
significativas entre los dos ministros y la administración no hablaba con una sola voz.
Evidentemente, existía una lucha de poder y un intento de conseguir la supremacía
en un gobierno en el que no estaba definido quién ocupaba el primer lugar y en el que la
abrumadora personalidad de Ensenada creaba una corriente de opinión en su favor y un
resentimiento creciente por parte de su colega. Esta era la primera cuestión sin resolver.
¿Quién era el primus inter pares? En segundo lugar, el desacuerdo sobre la política exterior
tenía importantes implicaciones. La tendencia hacia Inglaterra o Francia no constituía una
diferencia trivial en los años en torno a 1750. Inglaterra y Francia estaban en una situación
de guerra fría y preparándose urgentemente para una guerra real. Los recursos navales y
militares de España podían decantar la balanza entre las dos superpotencias. Cada una de
ellas intentaba conseguir al menos la neutralidad española y, preferiblemente, la alianza.
En estas circunstancias, los políticos españoles no podían evitar el compromiso e ignorar
las consecuencias de sus acciones. Si Ensenada provocaba en demasía a Inglaterra,
especialmente en América, ello podía desembocar si no en una guerra al menos en un
conflicto armado, como al parecer comprendió Carvajal en su preferencia por la vía
diplomática. Keene creía que la neutralidad tenía sus límites:
El plan de Ensenada parece ser el de llenar los cofres del monarca con cerca
de cien millones de dólares, permanecer tranquilo y activo hasta ese momento y
formar una marina poderosa. Considera que tal vez es posible conseguirlo en el plazo
de seis años, al expirar el cual la corona, al hallarse en una posición tan respetable,
podrá tomar nuevas medidas, y tras haber realizado un experimento de esta amistad
temporal, insistir en algunos aspectos que, como ahora son conscientes, sólo el tiempo
y una acción adecuada permitirán conseguir. Creo que esta idea la comparte Carvajal,
que difícilmente comparte cualquier otra, y mientras uno de ellos recurre a todo tipo
10
de estratagemas, el otro está libre de ellas.
En este análisis, la política de neutralidad era temporal, hasta que España estuviera
en posición de inclinar la balanza en la guerra inevitable entre Inglaterra y Francia,
mediante un pago en especie, preferiblemente Gibraltar y/o Menorca. De los dos ministros,
Carvajal se inclinaba hacia Inglaterra «aunque al precio más reducido posible», lo que
significaba pedir mucho y conceder poco. Una tercera área de discrepancia era la política
económica. Carvajal concedía prioridad a la industria nacional y a su protección, y
Ensenada al comercio de las Indias y a la participación directa de la corona en esa
actividad para conseguir beneficios. Estas políticas tendían a llevarles en direcciones
diferentes:
Uno de ellos [Carvajal], en un momento en que apenas hay un súbdito para
labrar la tierra, ha intentado, incluso durante la guerra, establecer manufacturas de
todo tipo y aprovisionar incluso a las Indias con esos productos, para sustituir los
productos que obtienen de las naciones extranjeras. El otro [Ensenada] desdeña esos
intentos (con toda razón) pero cae en otro extremo y en lugar de fabricante le gustaría
11
convertir a su Señor en el único banquero y comerciante de su país.
La razón última del conflicto entre los dos estadistas hay que buscarla en los
personalismos más que en la política y estaba alimentado por la decisión de cada uno de
9
Estas palabras corresponden a Richard Pares, War and Trade in the West Indies 1739-1763, Londres, 1963,
p. 523.
10
Keene a Newcastle, 13 de agosto de 1750, Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, pp. 244-245.
11
Keene a Holderness, 7 de mayo de 1753, BL, Add. MS 43, 429, f. 171.
12
Rávago a Portocarrero, 25 de noviembre de 1749, citado por Rafael Olaechea, «Política eclesiástica del
gobierno de Fernando VI», La época de Fernando VI. Ponencias leídas en el coloquio conmemorativo de los
25 años de la fundación de la Cátedra Feijoo, Oviedo, 1981, pp. 139-225, especialmente p. 148, n. 7.
13
Keene a Castres, 15 de agosto de 1749, Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, pp. 156-157;
Keene a Bedford, 8 de septiembre de 1749, BL, Add. MS 43, 423, f. 193v.
14
Keene a Castres, 13 de octubre de 1749 y 23 de agosto de 1750, Prívate Correspondence of Sir Benjamín
Keene, pp. 177, 247.
15
«Idea de lo que parece preciso en el día para la dirección de lo que corresponde a Estado y se halla
pendiente», Rodríguez Villa, Marqués de la Ensenada, pp. 31-42.
16
Ibid., pp. 39-40.
17
«Representación dirigida por Ensenada a Fernando VI sobre el estado del Real Erario y sistema y método
para lo futuro», Aranjuez, 18 de junio de 1747, ibid., pp. 43-65.
18
Ibid., p. 49.
19
Ibid., pp. 62-63.
propuso preparar seis barcos para organizar operaciones contra los moros y para la defensa
de las costas españolas, ocho para el tráfico transatlántico y con América y, al mismo
tiempo, proyectó la construcción de seis barcos cada año en El Ferrol, Cádiz y Cartagena,
tres en La Habana, y la ampliación de los astilleros de El Ferrol. Para llevar adelante todos
estos planes era imprescindible contar con 3,8 millones de escudos en la península y
782.093 pesos en América. Este puede considerarse como el cálculo de la marina y era una
tercera parte del del ejército. Ensenada aconsejó al monarca:
Es cierto que éste el ejército, el Ministerio y las Casas Reales deben ser
dotados con preferencia, y que siendo así, yo no creo que la Hacienda de España y
producto de América alcance para todo; pero como es menester dar un sistema fixo a
la Marina y caminar sobre él, ruego a V.M. se digne prescribir el que sea de su Real
agrado. Si fuere el que indico, se sobra que todos los fondos que quedaren, después de
asistidas las demás obligaciones de la Monarquía, se han de aplicar a la Marina, la
cual, según ellos, irá en augmento, y su distribución se graduará con conocimiento de
20
la voluntad que V.M. explicare.
En otras palabras, las tres primeras prioridades eran el ejército, la administración y
la corte, situándose inmediatamente después la marina. Esta era la fórmula tradicional y era
expresión de una cierta incoherencia en la argumentación de Ensenada, que había
comenzado situando a la marina en primer lugar. Era, asimismo, una invitación al rey para
que mantuviera la situación como estaba, como se ve en su anotación: «Es mi voluntad
que, sin perjuicio de las demás obligaciones de la Monarquía, atendáis y procuréis
augmento de la Marina, a cuyo fin daréis las providencias correspondientes con el disimulo
posible». Por otra parte, al no adoptar una postura radical, Ensenada parece haber
conseguido la flexibilidd y la financiación que necesitaba.
A finales de 1748, Ensenada estaba en una posición perfecta para poder cumplir su
programa. El 18 de octubre se había firmado la paz de Aquisgrán; ocupaba los cargos
fundamentales del Estado y contaba con el favor de los monarcas; los niveles más altos de
la burocracia, a su servicio, habían sido reformados y estaban motivados y muchos de sus
miembros eran sus propios clientes. Por encima de todo, llegaban abundantes recursos de
América, 39 millones de pesos en 1749, 31,3 millones en 1750, un total de 90,3 millones
en 1746-1750 y 87,5 millones en el quinquenio 1751-1755. 21 Desde esa posición ventajosa
comenzó a realizar su lista de prioridades: la reforma administrativa y financiera, el
comercio de las Indias, la construcción naval, el reforzamiento del ejército y las relaciones
con Roma. 22 El punto de partida fue la reforma fiscal.
Desde hacía algún tiempo se reconocía la necesidad de una reforma fiscal y en el
reinado de Felipe V se habían encargado diferentes estudios sobre el problema. Se habían
hecho propuestas de introducir un impuesto único sobre la harina y la sal, que sustituyera a
la multiplicidad de los impuestos existentes con sus miríadas de recaudadores. 23 Pero el
precedente más evidente era el catastro establecido por Patiño en Cataluña, que era un
impuesto sobre la renta, aceptable, al parecer, para el gobierno y para los ciudadanos.
Ensenada fue más allá y proyectó un impuesto único que no sólo resolvería problemas
inmediatos de ingresos, sino que introduciría un cambio estructural más permanente como
20
Representación de Ensenada al Rey sobre fomento de la Marina», 28 de mayo de 1748, ibid., pp. 109-111.
21
Michel Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux. Les rétours des trésors américans d'aprés les
gazettes hollandaises (XVI-XVIII siécles), Cambridge, 1985, p. 391; Keene a Castres, 18 de julio de 1749,
Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, pp. 150-151; véase supra, pp. 512-513.
22
«Estado de las cosas de Guerra, Marina, Indias y Hacienda, y otros asumptos», 15 de noviembre de 1749,
Rodríguez Villa, Marqués de la Ensenada, pp. 77-83.
23
Véase supra, pp. 472-473 y 475-476.
parte de una reforma general de la administración y del tesoro. 24 Su proyecto era sencillo:
sustituir los impuestos existentes sobre los bienes de consumo y los servicios por un
impuesto único sobre la renta. Tuvo que defender sus argumentos, mostrar hechos y cifras,
presionar a la administración y a los grupos de intereses y, sobre todo, convencer al rey de
que promulgara la legislación necesaria. Su tenacidad y su influencia sobre la corona se
impusieron —o eso pareció— y el 10 de octubre de 1749, el monarca promulgó una célula
real que decretaba la abolición de las rentas provinciales —alcabalas, cientos y millones—
y su sustitución por un impuesto único sobre la renta. La nobleza no protestó, aunque entre
sus filas se dejó sentir un evidente resentimiento por las amenazas que se cernían, con esa
reforma, sobre sus privilegios y su inmunidad fiscal. Las objeciones del clero se
resolvieron mediante una bula Papal que sustituía las contribuciones eclesiásticas
anteriores por un impuesto único. De esta forma, salió adelante la primera fase del
proyecto: la compilación de un censo de personas, propiedades e ingresos de todos los
hogares castellanos para 1750, una especie de estudio económico nacional. Fue precedido
de un estudio piloto de una provincia, Guadalajara, y se estableció su viabilidad; luego, se
amplió al conjunto de Castilla con un coste de 40 millones de reales. El catastro de
Ensenada, nombre que se le adjudicó, quedó completado en 1754. Se hicieron copias, que
se enviaron a Madrid, los funcionarios comenzaron a realizar los nuevos cálculos
tributarios, a determinar las cuotas y a preparar los decretos necesarios. Pero entonces no
sucedió nada más. Los grupos de intereses y los sectores privilegiados no habían
permanecido ociosos desde 1749: se habían levantado protestas, se habían presentado
objeciones y habían presionado. El resultado fue que el proyecto de un impuesto único se
pospuso primero y se abandonó después, quedando el catastro en los archivos, monumento
a la burocracia española y fuente fundamental para el historiador. La experiencia fue
reveladora en otros sentidos.
El impuesto único fue proyectado para ser aplicado sobre los ingresos, clasificados
según su fuente. Su modernidad residía no en el carácter de que fuera un impuesto único —
de hecho sólo serían abolidas las rentas provinciales, manteniéndose otros impuestos—,
sino en su aplicación a todos los ciudadanos con independencia de su clase o condición
social, que serían gravados según su capacidad económica. Un impuesto sobre la renta de
este tipo, proporcional a la riqueza, constituía una innovación tanto social como fiscal.
Gravar los ingresos en lugar de los productos básicos de consumo y actuar contra los
privilegios y las exenciones suponía desafiar algunos de los supuestos básicos de la
sociedad española. Si el nuevo impuesto no era totalmente igualitario, era un paso en esa
dirección. Después de todo, el optimismo de Ensenada resultó prematuro: el momento del
cambio social no había llegado todavía. Pero no todo se había perdido. El impuesto único
formaba parte de un proyecto más ambicioso de reforma de toda la administración de los
impuestos y los ingresos. Fue acompañado de un nuevo decreto —11 de octubre de 1749—
que situaba la administración de las rentas provinciales en manos del Estado a partir del 1
de enero de 1750. Esta desprivatización de la recaudación eliminaba la figura de los
arrendadores de impuestos y, con ellos, una fuente importante de desorden y corrupción, y
fue una medida popular de reforma, beneficiosa tanto para el Estado como para el
contribuyente.
A los decretos sobre el impuesto único y la desprivatización de los ingresos siguió
casi inmediatamente un tercer decreto, dirigido a completar el gran proyecto de Ensenada
de reforma fiscal y administrativa. Fue la Ordenanza de Intendentes (13 de octubre de
1749), que restablecía en su totalidad el sistema de intendentes, tras un intervalo de
24
Dolores Mateos Dorado, «La única contribución y el catastro de Ensenada (1749-1759)», La época de
Fernando VI, pp. 227-240.
25
Véase supra, pp. 465-469.
26
Rodríguez Villa, Marqués de la Ensenada, pp. 83-84.
27
Intendente de Cataluña a Ensenada, 23 de octubre de 1751, AGS, Secretaría de Hacienda, 553.
28
Intendente de Zamora a Ensenada, 22 de diciembre de 1751, AGS, Secretaría de Hacienda, 563.
29
Intendente de Aragón a Esquilache, 28 de abril de 1764, AGS, Secretaria de Hacienda, 542.
30
AGS, Secretaría de Hacienda, 583.
31
AGS, Secretaría de Hacienda, 590.
32
Intendente de Palencia a Múzquiz, 3 de septiembre de 1768, AGS, Secretarla de Hacienda, 593.
33
Véase infra, pp. 540-542.
34
«Estado de las cosas de Guerra, Marina, Indias y Hacienda, y otros asumptos», 15 de noviembre de 1749,
Rodríguez Villa, Marqués de la Ensenada, pp. 77-83.
35
Keene a Newcastle, 30 de julio de 1750, BL, Add. MS 43, 424, f. 182v; Keene a Castres, 31 de julio de
1750, Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, pp. 240-241.
36
Keene a Bedford, 21 de julio de 1749, BL, Add. MS 43, 423, f. 146v; Morineau, Incroyables gazettes et
fabuleux métaux, p. 385.
37
Keene a Bedford, 10 de noviembre de 1749, BL, Add. MS 43, 423, f. 266.
38
Keene a Bedford, 6 de octubre de 1749, BL, Add. MS 43, 423, f. 223.
Perú a la perniciosa influencia de la venta de cargos, la corona trató de poner fin en 1750 a
la venta de puestos para la audiencia y los de corregidor y comenzó el largo proceso de
recuperar la administración colonial de manos de los intereses locales. 39 Probablemente,
sobre este tenía existía unanimidad en la administración, pero no en todos los asuntos se
alcanzaba el consenso. Carvajal era presidente del Consejo de Indias, organismo en
regresión; Ensenada era secretario de las Indias, cargo en ascenso. El secretario detentaba
el poder real y remitía escaso material al Consejo, aparte de los litigios. Así pues, las
cuestiones económicas y administrativas estaban en manos de Ensenada, que trataba con
América, por la vía reservada, es decir a través de la firma real, recortando, pues, las
atribuciones del Consejo y de Carvajal en la política americana. 40
El programa financiero de Ensenada, traducido a cifras de ingresos, abrió nuevas
perspectivas para el gobierno español. Carvajal afirmaba que en el año 1750 los ingresos
reales experimentaron un incremento anual de 5.117.020 escudos respecto a los de 1742, la
cantidad más elevada hasta entonces, y que a finales de ese mismo año, el Giro había
conseguido 1.831.911 escudos. Planeaba obtener unos ingresos anuales para el tesoro real
de 26.707.649 escudos, sin contar los beneficios del Giro ni los ingresos procedentes de las
Indias, que en ningún caso consideraba como ingresos ordinarios. Asimismo, anunció que
a través de sus reformas, y después de seis años de paz, los ingresos se incrementarían a 34
millones, 19 de los cuales se atribuirían al ejército, 6 millones a la marina y 9 millones para
la corte y el gobierno. Ese crecimiento, de 27 a 34 millones en seis años, se podía
conseguir estableciendo el impuesto único, gracias al crecimiento demográfico y, por tanto,
de los contribuyentes, y obteniendo más rendimiento de algunos impuestos como el tabaco
y la sal y, por último, mediante los ingresos procedentes de las Indias, que podían aumentar
de 3 a 6 millones e incluso elevarse hasta 12 millones. 41 Estas cifras tienen cierta validez,
aunque tienden a ignorar que el reinado comenzó con una suspensión de pagos de las
deudas de Felipe V. Los datos indican que los ingresos anuales procedentes de todos los
ingresos ordinarios en tiempos de Fernando VI alcanzaban los 360,5 millones de reales,
frente a 211 millones en 1737. A la muerte de Fernando VI, el tesoro español no sólo había
superado el déficit sino que tenía un excedente de 300 millones de reales. Los observadores
independientes confirmaban que ese gobierno tenía más dinero disponible que cualquier
otro anteriormente. 42
Había elementos de preocupación social y de equidad en muchos de los proyectos
de Ensenada, pero eso no le convertía en un radical. Sustentaba opiniones tradicionales
sobre la jerarquía social, que aparecen en su Representación de 1751, donde analizaba las
condiciones requeridas para ser nombrado para un puesto en los niveles más altos de la
burocracia. Esto puede interpretarse como un intento de abrir la administración a un grupo
social más amplio que el de los colegiales, pero puede ser también interpretado como un
enfoque conservador del problema. Comenzaba afirmando que él no había sido un colegial
mayor, manteista ni abogado, los tres grupos, en orden descendiente, calificados
profesionalmente para esos nombramientos. Para él, la condición de hidalgo, o noble, era el
criterio preferido. En consecuencia, proponía que los colegiales tuvieran preeminencia
39
Luis J. Ramos Gómez, Época, génesis y texto de las «Noticias secretas de América» de Jorge Juan y
Antonio de Ulloa, Madrid, 1985, 2 vols., II, pp. 174, 395; Marlc A. Burkhol-der y D. S. Chandler, From
Impotence to Authority. The Spanish Crown and the American Audiencias, 1687-1808, Columbia, NM, 1977,
pp. 89-90.
40
Keene a Holderness, 30 de junio de 1753, BL, Add. MS 43, 430, f. 27.
41
Rodríguez Villa, Marqués de la Ensenada, pp. 83-84, y «Representación de 1751», ibid., pp. 115-117, 127-
128.
42
Keene a Bedford, 29 de septiembre de 1749, BL, Add. MS 43, 423, f. 219.
entre los candidatos, «pues generalmente son de más noble nacimiento, disipan sus casas
para mantenerse en el Colegio, y la crianza en él los induce al honor e integridad». Los
manteistas, estudiantes no pertenecientes a los colegios, tenían que ocupar el segundo
lugar, «pues hay hidalgos honrados entre ellos, y no becas para todos, no caudales para
gastar para ellos». En tercer lugar se situaban los abogados, entre los cuales había también
hidalgos y hombres honorables, «porque siendo muchos ha de haber de todo», curiosa
forma de admitir la existencia de algunos abogados honorables. «Todas tres clases se
deben atender para el bien de la república, en la cual hay sus jerarquías y órdenes, y a
ninguno es negada la virtud y la conciencia, aunque más común a los que heredasen
aquélla y con ella educación para adquirir ésta con comodidad y esplendor». 43 Estas eran
43
«Representación de 1751», Rodríguez Villa, Marques de la Ensenada, pp. 110-120.
47
William Dalrymple, Trovéis through Spain and Portugal in 1774, Londres, 1777, PP. 102-103.
48
Keene a Castres, 13 de febrero de 1750, Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, p. 207; Keene a
Bedford, 16 de febrero de 1750, BL, Add. MS 43, 424, f. 61v.
49
José Merino Navrro, La Armada Española en el siglo XVIII, Madrid, 1981,pp. 51-53.
50
Keene a Holderness, 27 de agosto de 1753, BL, Add. MS 43, 430, f. 68.
51
P. G. M. Dickson, «War Finance, 1689-1714», The New Cambridge Modern History. Volume VI, ed. J. S.
Bromley, Cambridge, 1970, pp. 285, 299.
52
Merino Navarro, La Armada Española en el siglo XVIII, p. 168.
53
Edward Clarke, Letters concerning the Spanish Nation: Written at Madrid during theyears 1760 and 1761,
Londres, 1763, pp. 219-222.
54
Merino Navarro, La Armada Española en el siglo XVIII, p. 151; sobre el programa de construcción naval
de Ensenada, véase también Ciríaco Pérez Bustamante, «El reinado de Fernando VI en el reformismo español
del siglo XVIII», Revista de la Universidad de Madrid, 3, 12 (1954), pp. 491-514, especialmente pp. 506-
508.
55
Guillermo Kratz, El Tratado hispano-portugués de límites de 1750 y sus consecuencias, Roma, 1954, pp.
23-24
56
Ibid., pp. 26-27.
discusiones continuaron. ¿Qué autoridad moral tenía el tratado? ¿Era justo desplazar a
30.000 personas inocentes, privarlas de sus propiedades y exiliarlas a un país salvaje, a
centenares de kilómetros de distancia, entregándoles un peso a cada uno como única
compensación? ¿Qué obediencia era prioritaria, la ley española o la ley moral? Hubo
muchas respuestas por parte de los misioneros, algunas apasionadamente críticas del
tratado, otras abiertamente hostiles a las órdenes llegadas desde España y a las
instrucciones del general de la orden. Una serie de jesuitas escribieron al padre Rávago,
afirmando que creían que la expulsión y desposesión de los nativos eran contrarias a la ley
natural. 57 Las cartas que contenían esas opiniones hostiles fueron interceptadas y
difundidas en España por los enemigos de los jesuitas, siendo utilizadas como munición en
la guerra que se libraba contra la orden.
Los jesuitas del Paraguay, a pesar de sus profundos recelos, colaboraron con las
autoridades en la aplicación del tratado, en parte para evitar el escándalo de la rebelión, y
también para impedir males mayores. Pero no podían evitar la resistencia de los indios, que
rechazaban a los portugueses como consecuencia de la dura experiencia de su actuación
como cazadores de esclavos en Brasil.
En 1754, fueron rechazadas sangrientamente dos expediciones española y
portuguesa, pero una nueva expedición derrotó a los indios en febrero de 1756: 1.311
murieron, 152 fueron hechos prisioneros y el resto huyó a la jungla. Este episodio puso fin
a toda resistencia seria. Pero la guerra guaraní dio a las autoridades españolas la
oportunidad de distorsionar o inventar pruebas contra los misioneros y, posteriormente, de
incriminar a toda la orden jesuita. Era una lógica extraña, pues en la práctica fueron los
portugueses quienes hicieron cuanto estuvo en su mano para que fracasara el tratado de
Madrid, pues decidieron que, después de todo, no querían entregar Colonia do Sacramento.
En Nápoles, Carlos VII, el futuro Carlos III de España, también se opuso al tratado, no
porque fuera injusto para los indios y los jesuitas, sino porque otorgaba a Portugal zonas
extensas de gran valor para el comercio español. En su momento, decidió anular el tratado,
dejando las cosas como estaban. Tras once años de conflicto, los dos gobiernos lo
eliminaron en el nuevo tratado de El Pardo (12 de febrero de 1761), que permitía a los
jesuitas y a los indios regresar a sus asoladas misiones.
Estos acontecimientos tuvieron repercusiones políticas en España. Algunos creían,
o querían creer, que los jesuitas eran responsables de la resistencia de los indios y que no
tardaría en llegar para ellos el día del juicio. De manera más inmediata, la controversia para
Paraguay se convirtió en una cuestión importante para la opinión política en Madrid,
polarizando las opiniones entre partidarios y enemigos del tratado, entre amigos y
enemigos de la Sociedad de Jesús, entre Ensenada y sus críticos. El resultado fue la
desestabilización del gobierno, el aislamiento aún más profundo de Carvajal y la
asociación todavía más estrecha de Ensenada con Rávago y la causa jesuita. Este fue el
contexto de la crisis política de 1754.
La muerte de Carvajal, ocurrida el 8 de abril de 1754 cuando contaba cincuenta y
tres años de edad, situó la crisis en un primer plano. Los miembros de su facción no se
reagruparon en torno a Ensenada, en quien nunca habían confiado, sino que se integraron
en las filas de la oposición. El objetivo era conseguir la marcha de Ensenada. Eso era
fundamental, porque ahora disfrutaba de una posición de poder sin oposición alguna que le
permitía monopolizar los nombramientos e imponer su propia política, provocando una
guerra con Inglaterra cuando lo deseara. En consecuencia, Ensenada se veía enfrentado a
dos grupos de intereses: sus enemigos políticos y los ingleses. Ambos se aliaron cuando el
duque de Huéscar, catalogado por Keene como buen amigo de Inglaterra, fue nombrado
57
Ibid., p. 61.
provisionalmente secretario de Estado. 58 En ese momento estalló una lucha abierta por el
poder entre las dos facciones rivales y Huéscar se vio perjudicado por no poseer una
alternativa a Ensenada. Apoyado por el embajador inglés, Huéscar y su asociado, el conde
de Valparaíso, actuaron con tanta rapidez que ya el 15 de mayo habían convencido al
monarca para que nombrara al anglofilo Ricardo Wall como secretario de Estado. Wall era
de descendencia irlandesa, y había nacido en Francia en 1694. Después de una carrera
militar y diplomática llena de éxitos para España, había sido nombrado embajador en
Inglaterra en 1748. Era extrovertido, sin ningún peso específico como político pero
vehemente antijesuita y supuestamente antifrancés. Así pues, tenía las ideas adecuadas que
podían conducirle al poder en la coyuntura de 1754. 59 Una vez que Wall regresó a Madrid
desde Londres, todas las piezas encajaban en su sitio.
El 14 de julio, Huéscar y Wall tuvieron una audiencia con el rey y la reina y,
después de presentar su versión de la resistencia de los jesuitas en Paraguay y de la
complicidad de Rávago, se les autorizó a preparar un plan de acción. Este plan se centró en
Ensenada: citaron una orden (una copia de la cual fue suministrada por Keene) enviada por
el ministro al gobernador de La Habana para atacar el establecimiento británico en la bahía
de Honduras, arriesgando una guerra en América, mientras en Europa no hablaba sino de
paz. Si el rey deseaba controlar la política, mantener la paz y resistir a Francia, tenía que
cesar a Ensenada, cuya posición le permitía anular a Wall y frustrar esos objetivos.60 El rey
quedó convencido y autorizó la detención de Ensenada y su cese. En la madrugada del 21
de julio, la casa de Ensenada fue rodeada por las tropas. Un grupo de funcionarios y
guardias penetraron en ella, le levantaron de la cama, le presentaron las órdenes del rey, le
situaron bajo custodia en un carruaje y le enviaron a Granada. Allí tenía que presentarse
todos los días al presidente de la chancillería. Se ordenó realizar un inventario de sus
posesiones, que reveló lo que un ministro destacado podía esperar acumular en España:
abundantes objetos de plata, diamantes y oro, incluyendo una vajilla completa de oro que
ascendía a un valor de 40.000 pesos; un amplio guardarropa con lujosos ropajes,
incluyendo numerosos uniformes, trajes y 200 camisas; gran cantidad de platos y cubiertos,
una importante colección de cuadros, seis carruajes y provisiones suficientes como para
abrir una tienda. 61 Un torrente de insultos, sátiras y calumnias le siguieron al exilio, pero
los monarcas no querían recriminaciones y se opusieron a cualquier sugerencia para que
fuera juzgado. En cualquier caso, ¿qué podía demostrar un juicio? Hubo numerosas
especulaciones respecto al cese de Ensenada y el gobierno permitió que circularan rumores
de acusaciones informales:
No se ha justificado esta decisión ante la opinión pública ... pero lo que se
divulga es que Ensenada ha sido expulsado por malversación en todos los
departamentos a su cargo; despilfarro del dinero público sin ningún beneficio visible
para la nación y sin ningún control; y que se ha atrevido a entrometerse y a participar
en negociaciones con países extranjeros, por su propia iniciativa, sin contar con la
62
autorización de Su Señor.
58
Keene a Castres, 12 de abril de 1754, Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, p. 360.
59
«Don Ricardo Wall es un enemigo terrible de la Compañía de Jesús, sea por sus fines particulares o por sus
antiguos prejuicios que provienen de su educación, y sin escuchar razones, desearía, si pudiese, expulsar a los
jesuitas de España»: Spinola (nuncio Papal) a Torrigiani, Madrid, 26 de marzo de 1759, citado por C. Pérez
Bustamante, Correspondencia reservada e inédita del P. Francisco de Rávago, confesor de Fernando VI,
Madrid, 1943, P- 205.
60
Keene a Robinson, 31 de julio de 1754, BL, Add. MS 43, 432, ff. 205-220.
61
Rodríguez Villa, Marqués de la Ensenada, pp. 194-195, 215-255.
62
Keene a Robinson, 21 de septiembre de 1754, BL, Add. MS 43, 433, f. 24.
Así, los procedimientos que había adoptado para conseguir lo que consideraba
perjudicial para los intereses españoles se volvieron contra él. Podemos resumirlos así: 1)
informó de las negociaciones secretas que habían rodeado al tratado de Madrid al monarca
de las Dos Sicilias, el futuro Carlos III, cuya conocida oposición ayudó entonces a que
fracasara el tratado; 2) por propia iniciativa dio instrucciones al gobernador de La Habana
para que iniciara una acción militar para expulsar de la bahía de Honduras a los leñadores
ingleses; 63 3) se opuso al partido anglofilo, integrándose en la facción profrancesa e
identificándose con la posición de los jesuítas en el Paraguay. 64 Ninguna de esas acciones
era estúpida ni deshonrosa; simplemente constituía un aspecto de un conflicto político.
Ensenada fue víctima de una lucha por el poder.
¿Quiénes fueron los autores del golpe? Estaban dirigidos por el duque de Huéscar,
que pronto se convertiría en el duque de Alba, hombre malévolo que odiaba a Ensenada y a
los jesuitas y que, según se decía, era capaz de traicionar a su propia madre para conseguir
sus ambiciones, aunque éstas eran oscuras, aparte de un deseo aristocrático de ejercer
influencia sobre el monarca. Le seguía el conde de Valparaíso, una nulidad con
aspiraciones ministeriales. Wall era el político necesario, promovido para dirigir un nuevo
gobierno y presentar una alternativa a la política de Ensenada. ¿Eran acaso la cabeza
visible de una oposición concreta, representantes de una minoría aristocrática y tradicional,
el llamado partido español? No poseemos datos concluyentes al respecto. Esa hipótesis no
tiene en cuenta el papel fundamental del embajador inglés, que manipuló a los
conspiradores españoles y que perseguía únicamente los intereses ingleses, contrarrestar la
inclinación de Ensenada hacia Francia, interrumpir su programa de construcción naval y
frustrar sus medidas de defensa en América. 65 Benjamín Keene era el inglés más experto
de su época en temas españoles, no infalible en sus juicios pero hábil agente en un país que
describía agudamente como «un país político». Sus largos años de residencia en la
península, su vasta experiencia en las cuestiones políticas y comerciales, su fluidez en el
manejo de la lengua y su familiaridad con los españoles le hacían prácticamente
insustituible, le destinaban a terminar sus días en la embajada. Su figura rechoncha era bien
conocida en Madrid y en los palacios reales, donde era considerado como un formidable
defensor de los intereses británicos, un diplomático cuyo dinero entregado secretamente
podía abrir muchas puertas en la burocracia española y que le permitió presentar en el
momento crucial la prueba —las instrucciones de Ensenada al gobernador de La Habana—
que los conspiradores necesitaban para convencer al rey. 66
Wall informó a Keene en cuanto se tomó la decisión de activar el golpe: «esto está
hecho, mi querido Keene, por la gracia de Dios, el rey, la reina y mi bravo duque y cuando
leas esta nota, el mogol estará a cinco o seis leguas camino de Granada. Esta noticia no
desagradará a nuestros amigos en Inglaterra. Tuyo, querido Keene, para siempre, Dik. A
las doce de la noche del sábado». 67 Keene se alegró de que
se haya puesto felizmente fin al ministerio de un hombre vano, débil, pero
imprudente ... El rey, nuestro Real Señor, tendrá la satisfacción de encontrar que el
enemigo de la tranquilidad pública, el amigo de Francia, el enemigo de Inglaterra y de
63
Pares, War and Trade in the West Indies, pp. 546-550.
64
Gómez Molleda, «El marqués de la Ensenada», pp. 48-90.
65
William Coxe, Memoirs of the Kings of Spain of the House of Bourbon, Londres, 1815, 5 vols., IV, pp. 66,
127-132, 213.
66
Véase el despacho citado en la nota 60. «Tenía un gran ingenio, encanto y un buen humor sin malicia que
resultaba muy agradable», señaló Horacio Walpole, The Letters of Horace Walpole, IV: 1756-1760, Oxford,
1903, p. 118.
67
Wall a Keene, 20 de julio de 1754, Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, p. 38.
su propio país ha sido destruido por los mismos procedimientos que había utilizado
68
para conseguir ver cumplidas sus malvadas intenciones.
Se mostraba especialmente satisfecho de que pudiera terminarse el programa de
construcción naval de Ensenada, dirigido únicamente contra Inglaterra, y de que sería
imposible una nueva expansión como consecuencia de los problemas económicos. 69 El
golpe fue considerado como un gran triunfo personal de Keene, a quien le fue concedida la
cinta roja de la Orden del Baño por parte de Jorge II y que fue investido con ella por
Fernando VI, a cuyo ministro había inducido a cesar. 70
Así pues, Ensenada perdió la lucha por el poder, pero mientras que en 1746 había
conseguido unir a la administración para llevar adelante un nuevo programa de reforma, su
sucesor no comunicó ese mensaje; su primera preocupación era situar a sus hombres. El
equipo de Ensenada fue, pues, desmantelado. Se cesó a la mayor parte de sus hombres de
confianza en las secretarías y a otros clientes a los que había protegido como Jorge Juan y
Antonio de Ulloa. 71 La caída del padre Rávago completó la depuración. Era normal en una
política de clientelismo, aunque muchos de sus clientes mostraron una extraordinaria
lealtad hacia él en su triste exilio en Granada. Tuvieron que defenderle frente a un torrente
de difamaciones, con las acusaciones de libertino, de cultivar a los favoritos de la corte, de
utilizar influencias y dinero para fomentar el faccionalismo, de proveer extravagantes
diversiones para halagar a los monarcas y de malgastar grandes sumas en el catastro y en
las subvenciones para estudiar en el extranjero, pero, sobre todo, de pasión por la novedad
y el cambio. 72 Sus amigos refutaron esas acusaciones mencionando su política en pro del
interés nacional, especialmente en América. El hecho de que la embajada inglesa gastara
dinero en sobornar a sus funcionarios y desestabilizar su posición simplemente confirmaba
su política beneficiosa para España. También se refirieron a sus grandes proyectos de obras
públicas, el camino de Guadarrama, el camino de Santander, las seis leguas del canal de
Castilla, y los astilleros de El Ferrol y Cartagena.
El debate contemporáneo sobre los logros de Ensenada se ha reproducido en la
historiografía moderna. ¿Era un hombre que pensaba demasiado poco y hablaba en exceso?
¿Eran sus proyectos realistas, sus informes y memoriales proyectos de acción? ¿O más
bien eran ejercicios teóricos más allá de las posibilidades del Estado español? Existe la
sospecha de que Ensenada prometía más de lo que conseguía. Si eso es cierto, se debe a
que muchas de sus políticas buscaban cambios a largo plazo y fueron cercenadas por sus
oponentes. Su caída puso fin a la carrera de un auténtico reformista, que inició proyectos
específicos, terminó algunos, abandonó otros y dejó algunos a sus sucesores. Si el año
1746 es un hito en la historia española, ello es así debido a Ensenada. 73
68
Keene a Robinson, 31 de julio de 1754, BL, Add. MS 43, 432, f. 215.
69
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, IV, p. 146.
70
Keene a Castres, 30 de agosto de 1754, Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, pp. 376-377.
71
Vicente Rodríguez Casado, La política y los políticos en el reinado de Carlos III, Madrid, 1962, p. 61.
72
Rodríguez Villa, Marqués de la Ensenada, pp. 255-262.
73
Carlos III hizo regresar del exilio a Ensenada en 1760, pero sus ambiciones políticas quedaron
definitivamente truncadas cuando su nombre se asoció con el motín de Esquilache en 1766, y fue confinado
de nuevo, en Medina del Campo, donde murió en 1781. Ibid., pp. 286-287.
La Iglesia y el Estado
74
Ibid., pp. 77-83.
75
Rafael Olaechea, Las relaciones hispano-romanas en la segunda mitad del siglo XVIII. La Agencia de
Preces, Zaragoza, 1965, 2 vols., I, p. 76.
76
Pérez Bustamante, Correspondencia reservada e inédita del P. Francisco de Rávago, p. 189.
controlaba sus ingresos y, además, obtenía nuevos ingresos de los beneficios vacantes. El
concordato de 1753 otorgó a la corona española un estricto control sobre el episcopado y
sobre la mayor parte del clero secular. Ensenada, Rávago y sus colegas lo consideraron
como un triunfo, aunque en la práctica no varió sustancialmente el carácter de la Iglesia
española. España dependía todavía de Roma para las dispensas matrimoniales y otros
servicios espirituales y del Papa para la designación definitiva de un obispo, lo que dejaba
un cierto margen para el enfrentamiento.
La Iglesia española estaba de acuerdo, en lo sustancial, con los objetivos y
resultados de 1753. En otras cuestiones del momento estaba dividida y participaba del
faccionalismo político de la época. En el centro del funcionamiento de las relaciones
Iglesia-Estado se hallaba el confesor real, cargo que entre 1700 y 1755 monopolizaron los
jesuitas, muchos de ellos franceses y en su mayor parte regalistas. El último de ellos fue el
padre Francisco Rávago, cuyo nombramiento en marzo de 1747 fue acogido como una
victoria de los intereses españoles. Las obligaciones del confesor real no se limitaban a
escuchar la confesión del monarca y a mediados del siglo XVIII esa era una de sus tareas
menos importantes. Ciertamente, no era un ministro, pero formaba parte de la
administración, pues en la práctica ejercía la función de ministro de asuntos eclesiásticos.
Acumulaba también una serie de cargos informales, lo que le convertían en una mezcla de
sacerdote, teólogo, agente político, administrador eclesiástico y consejero. Tal vez el
consejo más importante que tenía que dar se refería a la selección de los candidatos para
los obispados y otros nombramientos clericales, a los que el rey simplemente añadía su
visto bueno. Esta era, a un tiempo, una fuente de poder y de impopularidad, pues en cada
nombramiento sólo había un candidato satisfecho y docenas de candidatos decepcionados,
críticos potenciales del confesor real y de sus colegas. El evidente placer que reportaba a
Rávago el ejercicio del poder real, aliado a una personalidad poderosa, provocó un
resentimiento latente contra los jesuitas que saldría a la superficie un decenio más tarde.
Como él mismo admitió, «el confesionario real nos ha perdido muchos buenos amigos, y
nos ha sustituido por falsos». 77
El régimen de Rávago fue un régimen turbulento marcado por una serie de
conflictos con otras órdenes sobre derechos y jurisdicción, con frailes y sacerdotes sobre la
apertura de un colegio jesuita en Vitoria, con los dominicos sobre su apoyo a la
beatificación de Ramón Lull, con los agustinos por la destrucción de un libro de su
biblioteca del Escorial y con amplios sectores de la opinión clerical por su oposición a la
beatificación de Juan de Palafox, un obispo antijesuista de Puebla del siglo XVII. La
mayor parte de estos conflictos, triviales y con escasa relación con la fe y la moral, fueron
piedras de toque de las posiciones faccionales en la Iglesia y el Estado, y significaron una
lucha por el poder entre diferentes órdenes y grupos, una lucha en la que Rávago pareció
utilizar su autoridad en el gobierno en interés de su propia orden religiosa. Entretanto, no
conseguía aliados en Roma. Rávago adoptó una postura antipapal en muchas cuestiones
doctrinales y jurisdiccionales, defendiendo los derechos del patronato real y promoviendo
el concordato de 1753. Estaba convencido de que el Papado era el eslabón débil en la lucha
contra el jansenismo y que existía el riesgo de enajenarse a todo el mundo hispánico, «más
de la mitad de la iglesia católica», mientras que el regalismo suponía la última defensa de
la ortodoxia. 78 Se enfrentó repetidamente con Benedicto XIV a propósito del teólogo
agustino Enrico Noris, defendido por el Papado como ortodoxo, y denunciado por los
77
Rávago a Céspedes, 2 de diciembre de 1755, en Kratz, El Tratado hispano-portugués de limites de 1750, p.
135, n. 34.
78
Rávago a Portocarrero, 27 de julio de 1750, en Pérez Bustamante, Correspondencia reservada e inédita del
P. Francisco de Rávago, p. 260.
79
Olaechea, «Política eclesiástica del gobierno de Fernando VI», pp. 205-206.
80
Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, pp. 238, 489-490 y 514.
81
Gildas Bernard, Le Secretaria! d'État et le Conseil Espagnol des Indes (1700-1808), Ginebra, 1972, p. 51
en su lugar los barcos del rey, y tiene de malo que procede del mismo lugar que el
82
padre Rávago y que está muy inclinado a dejarse manejar por la compañía.
En resumen, cuatro personas fueron llamadas para ocupar las carteras ministeriales
que había dejado vacantes Ensenada y se puso fin a la concentración de cargos en un solo
ministro, prueba tal vez de la mediocridad de los candidatos o del temor a la autocracia, o
del incremento de la especialización. Sea cual sea la explicación, lo cierto es que a finales
de agosto de 1754 se había formado ya el segundo gobierno de Fernando VI, aunque
todavía estaba incompleto. Quedaba aún una decisión por tomar referente a un cargo en el
que la continuidad era rechazada, la del confesor real.
Rávago estaba unido a Ensenada y ambos sustentaban las mismas opiniones
políticas, en especial sobre el tratado de Madrid y los acontecimientos de Paraguay, lo que
impulsó a Benedicto XIV a subrayar: «Este jesuita y el marqués de la Ensenada eran casi
una misma persona, y no es de extrañar que la caída de uno haya producido la del otro». 83
Además, Rávago se había granjeado sus propios enemigos en la Iglesia y el Estado,
dispuesto a explotar su aislamiento una vez se había desintegrado el equipo ensenadista.
Según las normas de funcionamiento de las facciones y las prácticas del clientelismo tenía
que marcharse. Durante un año permaneció en el cargo, impasible ante la campaña política
en la corte y en las calles que solicitaba el cese no sólo del confesor real sino también del
presidente del Consejo de Castilla, Diego de Rojas, obispo de Cartagena, y la de José de
Muñiz, secretario de Gracia y Justicia, ambos colegiales mayores y que intentaron
activamente conseguir su propia red de influencias. Finalmente, el 30 de septiembre de
1755, aparentemente a petición propia, Fernando VI liberó a Rávago del cargo, aunque
permitiéndole seguir recibiendo su salario y tener acceso a los monarcas. «Los ensenadistas
han perdido sus esperanzas y su protector.» 84 También los jesuitas sintieron su pérdida.
Permaneció en la corte y, para irritación del gobierno, continuó presionando por una
aplicación más moderada del tratado de Madrid. Este era un tenía controvertido que, tras
haber contribuido a socavar su posición, ahora le convirtió en un centro de oposición a la
nueva administración. Wall se quejaba de que «el P. Rávago, los colegiales mayores y los
ensenadistas se han unido, y estos tres cuerpos hacen y dicen lo que quieren, y pueden
impunemente: y en todo el ministerio no hay ni uno que tenga el espíritu vengativo que
sería necesario a veces, en buena política, para el escarmiento de los malos».85 Finalmente,
en 1757, Rávago abandonó la corte y se retiró a Zamora, con gran alivio del gobierno. El
nuevo confesor fue monseñor Manuel Quintano Bonifaz, nombrado recientemente
inquisidor general, eclesiástico también regalista pero de quien se esperaba que pusiera fin
a la influencia jesuita en la corte.
La derrota de Ensenada constituyó una victoria para quienes se oponían a la
acumulación de poder por parte de un solo ministro, al tiempo que ambicionaban algún
cargo. Pero no era puro faccionalismo: estaban en juego importantes cuestiones políticas,
como quedó claramente demostrado por la intervención del embajador inglés. El nuevo
ministerio era menos distinguido que el anterior y en absoluto era un semillero de ideas.
Pero sus miembros sabían qué era con lo que querían acabar. El proyecto de un impuesto
único, ya vacilante, fue totalmente suprimido. También se olvidó el Giro y se suspendió el
82
Keene a Robinson, 21 de septiembre de 1754, BL, Add. MS 43, 433, f. 29.
83
Citado por Pérez Bustamante, Correspondencia reservada e inédita del P. Francisco de Rávago, p. 195.
84
Keene a Robinson, El Escorial, 15 de octubre de 1755, BL, Add. MS 43, 436, f. 38; Coxe, Memoirs of the
Kings of Spain, IV, pp. 163-164.
85
Wall a Portocarrero, 7 de mayo de 1756, en Pérez Bustamante, Correspondencia reservada e inédita del P.
Francisco de Rávago, p. 324.
intento de hacer del Estado un participante activo en el mundo de los negocios. En las
Indias, recibieron un nuevo impulso los intereses comerciales tradicionales. La abolición
de los navios de registro, la innovación más importante del decenio de 1740, fue
seriamente debatida y se reavivó la idea de restablecer el sistema de los desacreditados
galeones y flotas. De hecho, se restablecieron las flotas a Nueva España y los monopolistas
gozaron de un verano indio del favor oficial. 86 Finalmente, el programa de construcción
naval y su presupuesto se recortaron y se decidió no construir nuevos barcos.
¿Era esto un programa político que representaba unos intereses concretos?
¿Significaba la recuperación del viejo «partido español»? Sin duda, en el gobierno existían
unas ciertas ideas tradicionalistas y un deseo de restablecer el poder de los consejos frente
a los nuevos ministerios, especialmente el del Consejo de Indias e incluso el del Consejo
de Estado, ideas favorecidas por Huéscar y típicas de la vieja aristocracia. 87 ¿Estamos ante
un intento de revitalizar el poder de la aristocracia? En definitiva, las ideas eran demasiado
vagas y sus responsables carecían de la confianza necesaria en sí mismos como para que
pueda hablarse de un movimiento que luchaba por el poder. Existían escasos signos de
identidad de grupo en el nuevo gobierno, ya fueran aristocráticos o de otro tipo.
Ciertamente, su energía era escasa y los amigos y seguidores de los nuevos responsables
políticos pronto se sintieron desilusionados ante sus resultados negativos. Los distintos
miembros del gobierno carecían de confianza en sí mismos y en los demás. A Wall le
molestaba la indolencia de Huéscar y el oportunismo de Valparaíso y ninguno de ellos
respondía a las expectativas de Keene. Era este un gobierno carente de liderazgo,
entusiasmo y unidad, mientras en un segundo plano la reina aconsejaba prudencia y el rey
se hundía cada vez más en un estado de melancolía.88 Parecía haber llegado a su fin la era
de las ideas.
La política exterior del segundo gobierno fue incoherente y amenazó la neutralidad
tan diligentemente cuidada por el primero. Las relaciones anglo-españolas se deterioraron
en medio de recriminaciones mutuas sobre los conflictos en América Central y en el mar,
mientras que Francia intentaba capitalizar su posición presionando a España para que le
prestara su apoyo. Wall no tardó en sentirse decepcionado con los ingleses y su actitud
pasó a ser de afligida benevolencia: deseaba la amistad con Gran Bretaña, pero este país no
se lo permitía y por tanto corría el riesgo de perder credibilidad en el interior,
especialmente porque era extranjero de nacimiento. 89 En 1756-1757, después del estallido
de la guerra entre Inglaterra y Francia, Keene se dedicó con todas sus fuerzas a conseguir
su principal objetivo, que era el de la neutralidad de España. Pero incluso la neutralidad
tenía problemas, acerca de los buques neutrales y su violación por los buques de guerra y
los corsarios ingleses. Esas disputas llevaron a España al borde de la guerra con Gran
Bretaña. La reputación anglofila de Wall le indujo a apartarse de sus anteriores amigos
para conservar su credibilidad. Arriaga persistió en hacer valer los agravios coloniales,
especialmente las actividades de los leñadores en la bahía de Honduras y el regreso de los
colonos después de su expulsión en 1754. Pero el ministro más decididamente antibritánico
era Eslava, el «viejo loco», como le llamaba Keene, en quien parecía revivir «el espíritu
del ensenadismo». 90 Eslava clamaba por la guerra en alianza con Francia y en un momento
86
Keene a Robinson, 9 de octubre de 1754, BL, Add. MS 43, 433, ff. 61-62.
87
Keene a Robinson, 17 de mayo de 1754 y 31 de julio de 1754, BL, Add. MS 43, 432, f. 50, ff. 220-221.
88
Keene a Robinson, 7 de abril de 1755, BL, Add. MS 43, 434, f. 90.
89
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, IV, pp. 201-202; Pares, War and Trade in the West Indies, pp. 550-
555.
90
Keene a Pitt, 21 de abril de 1757, BL, Add. MS 43, 439, f. 311.
determinado pareció conseguir el apoyo de la reina. España pasó a ser más exigente cuando
los primeros reveses, especialmente la pérdida de Menorca en 1756, debilitaron la posición
negociadora de Gran Bretaña. Pero resistió la tentación de unirse a Francia y recuperar
Menorca y Gibraltar en favor de una nueva neutralidad, al no tener confianza en su poder y
temer por su independencia. La fuerza naval que todavía poseía España —que se
demuestra por el hecho de que en 1755 pudo enviar 12 barcos de guerra a las Indias para
defender sus intereses como potencia neutral— la debía a Ensenada. 91
La actuación del gobierno despertó no poca oposición. Eran muchos los que todavía
confiaban en el retorno de Ensenada. El partido ensenadista estaba formado no sólo por los
seguidores del antiguo ministro sino también por otras facciones e intereses que se aliaron
en un objetivo común. 92 Entre ellos se incluían los colegiales mayores, los seguidores de
Rávago y el numeroso grupo projesuita, todos los cuales esperaban beneficiarse del retorno
de su patrón. El apoyo hacia Ensenada era evidente en numerosas regiones, instituciones y
sectores sociales, también entre la nobleza y la Iglesia. Existía incluso en ministerios y
consejos entre aquellos que habían sobrevivido a su caída, gracias tal vez a la reacción
contra Gran Bretaña cuando se conocieron los detalles del golpe. Muchos de los
ensenadistas eran amigos del publicista jesuita padre Isla, que se mantenía en contacto con
las diferentes redes de influencia y que era el vínculo entre los tres grupos, los
ensenadistas, los jesuitas y los colegiales. En un sistema clientelista, la caída de un político
fuerte y activo como Ensenada inevitablemente tuvo consecuencias en toda la
administración y los que habían perdido su puesto formaron una reserva de oposición que
esperaba —o trabajaba por conseguirlo— que volvieran días mejores. Existía también un
importante apoyo residual hacia las ideas reformistas de Ensenada que las mantuvo vivas
más allá del intervalo negativo de 1754-1759, ideas que de esta forma pasaron a una
generación posterior.
El gobierno y la oposición concentraron su atención en la monarquía, que
súbitamente desfalleció y sumergió a España en una crisis de un año de duración. La reina
murió el 27 de agosto de 1758, llorada por algunos, vilipendiada por otros y, cuando se
conoció su testamento, deplorada por todos. Tras haber acumulado en España una fortuna
que excedía con mucho sus necesidades, la envió a Portugal a su hermano y heredero, don
Pedro. La muerte de la reina Bárbara afectó al rey de una forma distinta, acabando con la
escasa cordura que aún conservaba, induciéndole a un estado permanente de duelo e
impulsándole a buscar el aislamiento en el castillo de Villaviciosa de Odón, donde
permaneció un mes tras otro vagando furiosamente por sus habitaciones y negándose a que
le lavaran, le afeitaran, le vistieran y le alimentaran, siendo un peligro para él mismo y para
los demás y un gran infortunio para el gobierno. 93 Sin que el rey estampara su firma en los
documentos, no podía haber autoridad, ni política, ni decretos, ni nombramientos y, con
frecuencia, ni pago de los salarios. No podían ser más evidentes las desventajas del
absolutismo. La maquinaria gubernamental se detuvo y así permaneció hasta que la muerte
de Fernando, ocurrida el 10 de agosto de 1759 a sus 47 años, la puso en marcha
nuevamente. Podía producirse ya la sucesión y el país dirigió su mirada a Carlos III para
que lo rescatara, en la convicción de que realizaría lo que el padre Isla llamó una «feliz
revolución».
91
Keene a Castres, 22 de mayo de 1755, Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, p. 407.
92
Olaechea, «Política eclesiástica del gobierno de Fernando VI», pp. 194-205, que identifica a este partido.
93
Bristol a Pitt, 25 de septiembre, 23 de octubre, 13 de noviembre y 20 de noviembre de 1758, Public Record
Office, Londres, SP 95/158.
ECONOMÍA Y SOCIEDAD
Población y perspectivas
En las postrimerías del siglo XVIII había 3 millones más de habitantes en España
que en los inicios de la centuria. El crecimiento de la población fue continuo, aunque no
espectacular, pasando de 7,6 millones en 1717 a 9,3 millones en 1768, 10,4 en 1787 y 10,5
millones en 1797, con un crecimiento en conjunto del 40 por 100, más reducido que el de
Inglaterra pero mayor que el de Francia. 1 La tasa de crecimiento fue más alta en la primera
mitad del siglo que en la segunda, pero hubo variaciones regionales. En el norte de España
el crecimiento demográfico comenzó en fecha temprana, se desarrolló fuertemente y
descendió ligeramente a partir de mediados de la centuria. En el sur de España, el
crecimiento fue más lento, pero tal vez más regular, y también superior en la primera mitad
del siglo. La población de Andalucía se incrementó en un 25 por 100 en el periodo 1717-
1752, y en un 16 por 100 en los años 1752-1797. 2 En el este de España, el crecimiento
comenzó más tarde pero mantuvo una larga tendencia ascendente en Valencia y Murcia y
sólo en Cataluña se vio interrumpido a finales de la centuria. 3 Hacia 1800, la mayor parte
de las regiones de España habían experimentado un incremento significativo. La población
de Cataluña, Valencia y Aragón se duplicó a lo largo del siglo XVIII, triplicándose la de
Murcia, mientras que en Galicia el incremento fue del 36 por 100, en Castilla del 30 por
100 y en Andalucía por encima del 40 por 100. También estaba cambiando el modelo de
densidad de población. En contraste con el siglo XVI, la periferia experimentó un
crecimiento demográfico mayor que el centro y dentro de la periferia la población se
multiplicó en las zonas costeras más que en el interior, en un reflejo de las tendencias del
desarrollo económico en el siglo XVIII. Un factor permaneció constante: España era
todavía una sociedad rural, más que urbana. En los últimos años del siglo, las clases rurales
(campesinos y trabajadores) comprendían un 56 por 100 de la población activa. Sólo las
poblaciones de Madrid y Barcelona excedían de los 100.000 habitantes y las ciudades
contaban con no más del 10 por 100 de la población total de Castilla.
1
Jordi Nadal, La población española (siglos XVI a XX), Barcelona, 1973, pp. 84-96, que habla de «el cambio
de rumbo demográfico»; Francisco Bustelo, «Algunas reflexiones sobre la población española de principios
del siglo XVIII», Anales de Economía, 151 (1972), pp. 89-106, y «La población española en la segunda
mitad del siglo XVIII», Moneda y Crédito, 123 (1972), pp. 53-104. Sobre la economía en un periodo
anterior, véase supra, pp. 106-112.
2
Antonio García-Baquero González, «Andalucía en el siglo XVIII: el perfil de un crecimiento ambiguo», en
Roberto Fernández, ed., España en el siglo XVIII. Homenaje a Pierre Vilar, Barcelona, 1985, p. 351
3
Carlos Martínez Shaw, «La Cataluña del siglo XVIII bajo el signo de la expansión», España en el siglo
XVIII, pp. 68-70.
Historia de España John Lynch
¿Cómo explicar el incremento demográfico del siglo XVIII? ¿Por qué la población
no creció con mayor fuerza de lo que lo hizo? ¿Cuál era la importancia relativa de las
condiciones económicas y de los factores demográficos? En el siglo XVIII, y hasta bien
entrado el siglo XIX, la esperanza de vida en España no era superior a los 27 años,
manteniéndose estrictamente por encima del nivel necesario para la continuación de la
vida. 4 En tanto que la tasa de natalidad era elevada, del 42 por 1.000, la tasa de mortalidad
también permanecía elevada, siendo del 38 por 100. La mortandad infantil, del 25 por 100,
empeoró ligeramente en la segunda mitad del siglo y se vio agravada por el incremento del
número de huérfanos y la persistencia del infanticidio, rasgos de depresión más que de
prosperidad económica. También las enfermedades epidémicas se cobraban su precio,
especialmente entre los sectores más pobres en los que el peligro de malnutrición e
inmovilidad era mayor. La viruela, la fiebre amarilla y el cólera eran los principales
agentes de muerte, seguidos de cerca por el tifus, la difteria, el paludismo y la tuberculosis.
España sufrió seis crisis generales de mortalidad en este siglo, en 1706-1710, 1730, 1741-
1742, 1762-1765, 1780-1782 y 1786-1787, y una más en 1804, durante la cual la crisis
agraria y las enfermedades epidémicas se reforzaron mutuamente para elevar la tasa de
mortalidad. El incremento de la población más allá de los recursos produjo dos crisis
generales —1762-1765 y 1798-1799—, consecuencia directa de la escasez de alimentos y
no de la enfermedad epidémica. Pero las crisis más frecuentes eran aquellas en las que el
hambre se conjugaba con la enfermedad creando situaciones de mortalidad catastrófica,
como en 1786-1787 y 1803-1805. El Estado ofrecía escasa protección. Una nueva política
cerealística y alimentaria podía aliviar los peores efectos de las malas cosechas, pero no
solucionaba el problema fundamental de la productividad agrícola. La medicina preventiva
apenas se conocía en España. La vacunación contra la viruela llegó tarde y sólo alcanzó a
una minoría; las medidas para controlar el paludismo, para purificar el abastecimiento de
agua y mejorar las condiciones urbanas tuvieron que esperar hasta el siglo XIX; los niveles
de preparación y práctica médica eran terriblemente bajos y los hospitales eran lugares para
morir y no para curar las enfermedades.
La mortalidad catastrófica, destructiva cuando se producía, desempeñó un Papel
secundario en la determinación de las tendencias demográficas a largo plazo, tendencias
que venían determinadas por los niveles ordinarios de mortalidad, que eran suficientes para
limitar el crecimiento pero no para impedirlo. 5 Si la mortalidad no detenía el avance
demográfico, tampoco lo hacía la emigración, aunque en algunas regiones actuaba como
una válvula de escape. En Galicia, una tasa de mortalidad relativamente baja contrastaba
con una emigración elevada —unos 350.000 emigrantes entre 1749 y 1797— y, a su vez,
esto respondía a una estructura agraria que no podía soportar el crecimiento demográfico. 6
Las razones positivas del crecimiento han de ser atribuidas a los factores demográficos y
económicos. Determinantes e importantes eran el matrimonio a temprana edad y una tasa
de natalidad más elevada, pero los requisitos básicos hay que encontrarlos en el
crecimiento económico y, en especial, en la expansión agrícola, que permitió el
crecimiento demográfico y que respondió a ese crecimiento. El crecimiento de la población
4
Vicente Pérez Moreda, Las crisis de mortalidad en la España interior. Siglos XVI-XIX, Madrid, 1980, pp.
453-454. Hay diferencias regionales: la esperanza de vida en Galicia era superior a la de Castilla; véase
Pegerto Saavedra y Ramón Villares, «Galicia en el Antiguo Régimen: la fortaleza de una sociedad
tradicional», España en el siglo XVIII, pp. 449-450.
5
Pérez Moreda, Las crisis de mortalidad, p. 472.
6
Saavedra y Villares, «Galicia en el Antiguo Régimen», España en el siglo XVIII, p. 451.
fue una influencia nueva en la vida económica y social española. 7 En primer lugar, había
más bocas que alimentar, más gente a la que vestir y más familias a las que albergar. Había
mayor demanda de productos y más mano de obra para trabajar. La demanda de productos
agrícolas fue causa de la elevación de los precios, sobre todo en la segunda mitad del siglo,
y eso favoreció al productor. Los terratenientes, la nobleza y el clero no podían haber
conocido tiempos mejores. En segundo lugar, el crecimiento de la población rural
determinó una demanda más elevada de tierra y el incremento de su precio. Las rentas se
incrementaron cuando se impusieron nuevos contratos de arrendamiento a los campesinos
arrendatarios. En gran parte del centro de España, los señores tenían derecho a elevar las
rentas si el arrendatario hacía mejoras e incrementaba la producción. En tercer lugar, la
demanda de productos manufacturados se elevó y constituyó un nuevo incentivo para la
industria española en los decenios posteriores a 1750. Estos acontecimientos no fueron
necesariamente beneficiosos para la mayoría de los españoles. No hay que deducir que
mayor número de trabajadores significaba más empleo, ni que la expansión agrícola
incrementaba el consumo doméstico, dado el menor poder de compra de la masa de la
población y las grandes desigualdades en cuanto a la tierra y la distribución de la renta. Y
si al incremento de la demanda seguía una serie de malas cosechas, se podía producir el
desastre.
La España rural
7
Gonzalo Anes, Las crisis agrarias en la España moderna, Madrid, 1970, pp. 129, 147-198, y «La Asturias
preindustrial», España en el siglo XVIII, pp. 508-509.
8
Emiliano Fernández de Pinedo, «Coyuntura y política económicas», Historia de España, vol. VII:
Centralismo, Ilustración y agonía del Antiguo Régimen (1715-1833), Barcelona, 19882, pp. 55, 121-129.
9
Saavedra y Villares, «Galicia en el Antiguo Régimen», España en el siglo XVIII, pp., 452-473; sobre el
foro, véase Pegerto Saavedra, Economía, política y sociedad en Galicia: la provincia de Mondoñedo, 1480-
1830, Madrid, 1985, pp. 413-436; véase también Jaime Garcia-Lombardero, La agricultura y el
estancamiento económico de Galicia en la España del Antiguo Régimen, Madrid, 1973.
hereditarios, o foros, que eran válidos para tres generaciones. Al finalizar esos contratos, la
tierra retornaba al propietario con todas las mejoras realizadas y aquél era libre de
arrendarlas de nuevo imponiendo un canon más elevado. De esta forma, los propietarios
podían incrementar sus ingresos de la tierra en línea con la inflación, mientras que los
campesinos tenían que pagar siempre rentas cada vez más elevadas, muchas veces en
especie. Muchos de los arrendatarios, o foreros, eran hombres de clase media procedentes
de la pequeña nobleza que subarrendaban sus foros a los campesinos, que ocupaban el
escalón inferior. Los agravios se convirtieron en 1724 en resistencia armada y cuando ésta
fue aplastada la protesta campesina continuó a través de litigios en los tribunales en un
vano intento de desafiar, evitar o posponer las cargas de la renta, derechos y servicios a los
que estaban sometidos. 10 El gobierno de Carlos III prohibió en 1763 la expulsión de
arrendatarios que pagaban su renta, pero esta fue una victoria para aquellos foreros que
vivían de los ingresos que les producía el subarrendamiento y no sirvió de nada para los
arrendatarios situados en los últimos peldaños de la escala, que todavía tenían que pagar
sus rentas, diezmos, impuestos y otras cargas en una agricultura escasamente productiva.
¿Cómo sobrevivía Galicia? La pesca y la ganadería permitían no morir de inanición. La
introducción de nuevas plantas, el maíz en las tierras bajas y las patatas en el interior,
proporcionaron a los campesinos un sustituto para el trigo y una forma de aliviar las crisis
de subsistencia. Además, la emigración constituía una válvula de escape. Los trabajadores
agrícolas estacionales emigraban a Castilla y Andalucía, unos 60.000 cada año, partiendo a
comienzos de mayo para regresar a principios de septiembre con sus escasos ingresos de
10-12 pesos para el total de la estación. 11 Otros marchaban a América, donde el gallego se
convirtió en uno de los Peninsulares característicos del siglo XVIII, a veces pobre, con más
frecuencia deambulante. Entretanto, los campesinos pobres de Galicia, víctimas del
privilegio y el monopolio, eran objeto de atención por parte del resto de España; sus
hogares primitivos, sus ropas raídas y la dieta de patatas les convertían en los irlandeses de
la península.
Las provincias vascas de Guipúzcoa y Vizcaya tenían una estructura agraria distinta
del resto de España. La «revolución del maíz» fue únicamente una respuesta parcial al
crecimiento demográfico y los vascos tenían que importar alimentos de Castilla y Francia,
pagando el déficit con hierro, pescado y envíos de los beneficios conseguidos en las Indias.
El precario equilibrio dependía en parte de la protección concedida por los fueros contra
los fuertes tributos del gobierno central. Dependía también del mantenimiento de la
armonía social, disuadiendo a los señores ostentosos y los ricos cabildos por una parte y a
los gitanos y mendigos por otra. En este sentido, el igualitarismo vasco permitía a un
máximo de población en un mínimo de territorio sin que existieran el desempleo y la
mendicidad característicos del resto de España. El caserío era una respuesta lógica a la
disparidad entre la población y los recursos. La tierra se dividía en pequeñas parcelas
familiares, que pasaban de una generación a otra como unidades irreductibles, con la casa
en el centro y agrupándose en torno varios segmentos de tierra cultivable, de pasto y de
bosque. La mayor parte de los caseros no eran propietarios, sino arrendatarios que
arrendaban el caserío a un señor absentista, que muchas veces era propietario de varios
caseríos. En la práctica, el arrendamiento era perpetuo, la renta moderada y el arrendatario
podía dejar la propiedad al hijo al que consideraba más cualificado para ello. Esto evitaba
los arrendamientos a corto plazo con su inseguridad intrínseca y su división antieconómica
de la tierra en minifundios. Pero las provincias vascas no eran inmunes a la adversidad. El
10
Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1981, pp. 134-137.
11
William Dalrymple, Travels through Spain and Portugal in 1774, Londres, 1777, pp. 93, 99, quien afirma
que también iban a Portugal 30.000 jornaleros cada año para trabajar en la cosecha y en la vendimia.
aumento de la población reforzó la presión sobre la tierra a finales del siglo XVIII y los
campesinos se vieron obligados a ampliar el cultivo hacia zonas marginales, tratando de
conseguir préstamos hipotecarios de los señores y los conventos, endeudándose y
convirtiéndose en víctimas cuando no podían pagar las hipotecas. La pobreza y la
mendicidad acabaron por aparecer —cosa poco habitual— en el País Vasco. 12
Los viajeros que discurrían por la larga y abierta carretera desde Pamplona a
Madrid contemplaban un paisaje amplio y estéril, sin verdor alguno excepto por algunos
olivos, robles y alcornoques ocasionales. «Las aldeas y las casas son más sucias y
mugrientas de lo que podría haber imaginado», escribió un diplomático inglés, mientras
contemplaba una región en decadencia, sus ciudades deterioradas, la industria deprimida y
el paisaje empobrecido. 13 Eso era Castilla la Vieja, la meseta norte de España, donde
abundaban los señores poderosos, los mayordomos tiránicos, donde los agricultores se
habían visto reducidos a la condición de trabajadores a sueldo, los campesinos libres a
arrendatarios con contratos a corto plazo, y escenario de un conflicto secular entre el
pastoreo y la agricultura, limitada esta última a un monocultivo cerealístico de trigo,
cebada y centeno. Estos cereales apenas eran comercializados y normalmente los
campesinos no podían exportar los excedentes como consecuencia de los prohibitivos
costes del transporte. Pero los consumidores rurales estaban sometidos a alarmantes
fluctuaciones de precios. El intendente de Guadalajara informó en 1764 de la situación de
crisis derivada de la escasez de grano, de la elevación de los precios, de la indigencia y la
enfermedad: «... que mueren a manos de la miseria y consecuentes epidemias ... Yo le
acabo de ver en esta Provincia, y los melancólicos efectos de la necesidad me han llenado
de dolor, pues caminé algunas semanas sin encontrar en los pueblos otro pan que el de
zenteno y cevada mui malo, y a precio excesivo, y en cada uno un hospital de enfermos, de
que ha perecido un gran número». El intendente atribuía los problemas rurales a las rentas
excesivamente elevadas, que desde su punto de vista no se correspondían con la calidad de
la tierra:
Padece en muchas partes un perjuicio grande la agricultura en la crecida renta
que pagan por las tierras; son mui pocos los labradores que las tienen propias: lo más
del suelo es del estado eclesiástico, de señores, y mayorazgos, y la ambición de unos
con la necesidad de otros ha alzado tanto las rentas que perecen los labradores, por lo
que no pueden aumentarse los vecindarios, porque a medida que lo hacen les van
subiendo las tierras. He visto muchos pueblos, que pagan una, dos o más fanegas de
grano por cada una de tierra, que sólo les da por lo común de 3 a 5 y de aquí nace la
miseria de todos, y el abandonar con facilidad un oficio que no los mantiene.
Además, las rentas se elevaban de forma ilegal por encima del precio máximo del
trigo:
Tengo expuesto que un año de carestía extingue gran número de labradores, y
el sobstenerlos en tales tiempos es interés general, y el hazendado el más veneficiado,
pues asegura quien le cultive sus tierras; estas son por lo general de los Señores de los
pueblos, de Cavildos, Iglesias, Colegios, Capellanías, y Comunidades; para los
primeros no tienen los pobres resistencia, y les cobran con rigor; para todos los
segundos mucho menos, por que si al primer aviso no pagan, el segundo entra con
censuras, y si tiene humana posivilidad, paga por libertarse de tan terrible execución,
aunque sea vendiendo las muías o bueyes de labor; sino lo tiene se hace un prófugo, y
12
Pablo Fernández Albaladejo, «El País Vasco: algunas consideraciones sobre su más reciente
historiografía», España en el siglo XVIII, p. 542.
13
James Harris, primer conde de Malmesbury, Diaries and Correspondence, ed. tercer conde de
Malmesbury, Londres, 1844, 4 vols., I, pp. 37-38.
una familia abandonada. Estas no son conjeturas, sino experiencias que he tocado y
visto en los pueblos con mucho dolor. Las terribles armas de la Iglesia no me parece se
14
deven exgrimir con el abuso que está en práctica.
La depresión y la despoblación era el destino de muchas aldeas de Castilla la Vieja
y la región experimentó una regresión hacia una economía de subsistencia, que producía
para la familia, la aldea, el mercado de las proximidades y, a lo sumo, para la capital de
provincia. 15 Incluso Segovia, una zona de desarrollo rural y con excedentes de cereales,
sucumbió a partir del decenio de 1760 ante el crecimiento demográfico y una serie de
malas cosechas, sumiéndose en el estancamiento durante el resto de la centuria. 16
La zona occidental de Castilla la Vieja, en la que la pobreza del suelo la hacía más
adecuada para el pastoreo que para la agricultura, era la zona típica del ganado trashumante
y las aldeas vacías. 17 Muchos de los grandes propietarios de ovejas vivían lejos de sus
rebaños. El catastro de Ensenada puso de relieve que 33 habitantes de Madrid eran
propietarios de 506.000 ovejas, contándose entre ellos algunos aristócratas bien conocidos
—el duque del Infantado (36.000), el duque de Albuquerque (26.000) y el duque de Béjar
(18.000)—, así como numerosos miembros del estado llano y monasterios, en definitiva,
un grupo de propietarios de ovejas absentistas que obtenían beneficios de los rebaños y los
pastores de las tierras altas castellanas para gastarlos en otras partes. 18 Por supuesto, habían
también propietarios residentes y por debajo de ellos los más pequeños y más pobres
serranos, propietarios de 100 o 200 ovejas, apenas lo suficiente para permitirles subsistir o
no quedar incluidos entre los pastores asalariados que llevaban una vida miserable. Este era
el destino de la mayor parte de la población de las sierras de Soria y Burgos y de muchas
aldeas de Ávila, Segovia y León. Los ganados de ovejas trashumantes conseguían sus
pastos de invierno en Extremadura y La Mancha, pero también allí los propietarios de las
dehesas no residían en esas provincias sino en Madrid o en las ciudades de Castilla la
Vieja, e igualmente en este caso los beneficios del pastoreo no revertían en las economías y
comunidades locales. Por ejemplo, en La Mancha, la aldea de El Viso era propiedad del
marqués de Santa Cruz, que poseía allí un palacio: «el posadero me informó de que cada
año acudían allí en busca de comida numerosos rebaños de ovejas de alta calidad; de que
don Luis, el hermano del rey, y el príncipe Maserano poseen extensiones de tierra en torno
a la aldea, que arriendan a los pastores que llegan aquí desde las zonas septentrionales del
reino con sus rebaños». 19 La economía de Castilla la Nueva era lo bastante diversificada
como para sobrevivir a los intereses de los propietarios de ovejas. La región era reputada
por sus mulos, pero sobre todo por sus cereales y por sus vinos. Todos los observadores
hacían comentarios sobre el excelente vino de Valdepeñas, el mejor vino de mesa de toda
España, pero que carecía de mercados como consecuencia de las deficiencias del
transporte. Por su parte, Extremadura, provincia que gozaba de escasas ventajas iniciales,
se veía afectada además por la doble carga que suponían los señores absentistas y la
existencia de rebaños de ovejas.
14
Intendente de Guadalajara a Esquilache, 2 de julio de 1764, AGS, Secretaría de Hacienda, 588.
15
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 180.
16
Ángel García Sanz, Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja. Economía y sociedad en
tierras de Segovia, 1500-1814, Madrid, 1977, pp. 210-250.
17
Joseph Townsend, A Journey through Spain in the Years 1786 and 1787, Londres, 17922, 3 vols., II, pp.
87-88.
18
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 183.
19
Dalrymple, Travels through Spain and Portugal in 1774, p. 30.
20
Ángel García Sanz, «El interior peninsular en el siglo XVIII: un crecimiento moderado y tradicional»,
España en el siglo XVIII, pp. 654-655.
21
Grupo '75, La economía del Antiguo Régimen. La «renta nacional» de la Corona de Castilla, Madrid,
1977, pp. 81 y 85
22
García-Baquero, «Andalucía en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 365-366.
23
Antonio Miguel Bernal, «Señoritos y jornaleros: la lucha por la tierra», Historia de Andalucía, VII: La
Andalucía liberal (1778-1873), Barcelona, 1981, pp. 272-277.
24
García-Baquero, «Andalucía en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, p. 380; Domínguez Ortiz,
Sociedad y estado en el siglo XVIII español, pp. 219-220.
incrementaron a finales del siglo XVII y en las postrimerías del siglo XVIII, pero
entretanto se estancaron. Los precios permanecieron estables en la primera mitad del siglo
XVIII y se elevaron en el periodo 1760-1810. 25 La agricultura andaluza producía para la
exportación, para los nuevos mercados de cereales europeos y los ya tradicionales de
América. Como los beneficios iban a parar en gran medida a la aristocracia terrateniente,
no se invertían en nuevas iniciativas ni en la mejora de la tierra, sino en el consumo
suntuario y en la acumulación de propiedades.
La España oriental era otro segmento del mosaico agrario español. Aragón tenía
una economía primitiva, con la impronta todavía de un régimen señorial opresivo. Una
parte importante de la población y de los enclaves rurales eran vasallos de señores y
prelados que nombraban sus funcionarios y cobraban sus impuestos. El siglo XVIII
contempló un cierto progreso y una cierta extensión del área cultivada, pero Aragón siguió
siendo una región pobre, montañosa, semidesértica, con una agricultura fundamentalmente
de pastoreo, confinados los cultivos a unas pocas zonas de regadío. Aragón era
básicamente terreno de pasto y productor de lana y, sin embargo, no existía una industria
de tejidos de lana ni actividad comercial digna de ser mencionada.
Por comparación, Valencia era el jardín de España. La provincia conoció un
excepcional crecimiento demográfico en el siglo XVIII, pasando de 400.000 almas en 1712
a 825.059 en 1797, obligando a la economía agrícola a responder y ajustarse a ese
crecimiento. 26 La expansión de la agricultura se produjo mediante la extensión del cultivo
a zonas nuevas o marginales. La expansión fue también intensiva gracias a proyectos de
drenaje y de riego, a las mejoras técnicas y a los cultivos especializados. La producción de
arroz se amplió y maximizó el uso de la tierra. Muchos de estos cambios no estaban al
alcance de los productores campesinos del interior, que dedicaban la mayor parte de su
producción al consumo familiar, siendo poco lo que quedaba para el mercado. Para la
agricultura de subsistencia de este tipo el crecimiento demográfico era la presión más
importante. Por otra parte, la agricultura comercial fue básicamente una respuesta a la
elevación de los precios y a la demanda del mercado y se desarrolló en las zonas ricas y
populosas del litoral. Las huertas de Alicante y Murcia, bien regadas y con cultivos
abundantes, reportaban una importante producción de trigo, maíz, cebada, cítricos, vinos y
aceitunas. 27 La sociedad rural reflejaba las nuevas presiones económicas. El crecimiento
demográfico, estímulo para la expansión, fue causa también de que el nivel de vida no se
elevara y muchos campesinos, especialmente de las colinas y montañas del interior, vivían
al límite de la subsistencia. En estas zonas la concentración de tierras era mayor y el
régimen señorial más duro. El 6 por 100 de la población monopolizaba la tierra, mientras
que la mayoría de los campesinos eran jornaleros sin tierra que vivían con una dieta a base
de pepinos, pimientos, cebada, pan y un poco de vino, y cuyo número era muy superior al
de campesinos propietarios independientes. 28 Sin embargo, la expansión agrícola
comenzaba a modificar la estructura social de la Valencia rural. En el litoral, los grandes
terratenientes se expandieron hacia las tierras comunales y establecieron colonos en sus
nuevas parcelas, concediéndoles la semipropiedad y obteniendo a cambio un pago en
especie. Ese mismo modelo fue puesto en práctica por un nuevo sector de clase media que
adquiría tierra como inversión. Pero el sistema básico en Valencia durante el siglo XVIII
25
García-Baquero, «Andalucía en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 376-384.
26
Pedro Ruiz Torres, «El País Valenciano en el siglo XVIII: la transformación de una sociedad agraria en la
época del absolutismo», España en el siglo XVIII, pp. 169-187.
27
Townsend, A Journey through Spain, III, pp. 193-200, 268-270.
28
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 267.
era el arrendamiento a corto plazo, y la acumulación de tierras por unos pocos propietarios,
junto con el número creciente de campesinos sin tierra, determinaron la inevitable
elevación de las rentas de los arrendamientos. Esto impulsó a la burguesía urbana a invertir
en la tierra y vivir de rentas, con una preferencia evidente por los cultivos comerciales. Por
tanto, la sociedad rural adquirió una mayor diversidad. En el escalón más elevado se
hallaban los grandes terratenientes, títulos nobiliarios, la Iglesia y un nuevo grupo de las
clases medias urbanas que invertía en la agricultura. En el escalón intermedio encontramos
una clase de campesinos, la mitad de ellos propietarios pequeños o medianos, la otra mitad
arrendatarios. En la parte inferior de la escala se hallaban los jornaleros, que igualaban en
número al sector intermedio. 29 Si existía variedad, también existía desigualdad: el
campesino valenciano se veía sometido a dos explotadores: los señores que tomaban un
séptimo, un sexto o incluso un cuarto de la cosecha total y un grupo numeroso de rentistas
urbanos. 30
Cataluña constituía un modelo agrario diferente. El campesino catalán arrendaba la
tierra bajo el sistema de censo enfitéutico, que le ofrecía la seguridad de un arrendamiento
a largo plazo a cambio del pago de una renta moderada y de derechos a su señor. De esta
forma tenía un incentivo para mejorar la tierra y para disfrutar los beneficios de esa mejora
y pertenecía, de hecho, a una clase media rural con parcelas de tamaño medio que trabajaba
la familia. 31 No ha de sorprender, por tanto, que la recuperación económica catalana
comenzara en el campo, pasando lógicamente por un proceso de extensión de la tierra,
cultivo más intensivo, especialización de cultivos y producción comercializada y
respondiendo a las elevaciones de los precios y los ingresos. 32 La reconquista del suelo
adoptó la forma de reclamación de tierras en los lechos secos de los ríos, en el Delta del
Ebro, en los márgenes de los bosques y otras áreas de tierra marginal. La viña fue el
principal cultivo de la extensión agrícola, localizándose preferentemente en Mataró,
Vilafranca y Tarragona. Las nuevas tierras fueron colonizadas por arrendatarios que tenían
contratos a largo plazo de su señor, ya se tratara del rey, un noble o la Iglesia. 33 La
expansión intensiva se consiguió mediante sistemas de riego de diversos tipos, nuevos
métodos y fertilizantes y nuevos cultivos como el maíz, la patata y los vegetales
radiculares. El progreso fue más evidente en las zonas litorales de la Costa Brava y de
Tarragona, y no tanto en el interior. A partir de la viña se desarrolló una industria rural, el
aguardiente, barato y fácil de fabricar y dentro de las capacidades de numerosos
campesinos y artesanos. El aguardiente se exportaba no sólo a Europa sino también a
América y se convirtió en el principal producto del comercio colonial catalán. Los dos
indicadores de la riqueza agrícola catalana en el siglo XVIII son los precios y los ingresos.
Los precios, como consecuencia del incremento de la demanda, siguieron un ritmo
ascendente desde 1746 y cayeron en 1787 para recuperarse luego. En cuanto a los precios
agrícolas, se triplicaron a lo largo del siglo, incrementándose fuertemente en la segunda
mitad. 34 Los ingresos procedentes de la agricultura experimentaron un incremento aún
29
Ruiz Torres, «El País Valenciano en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, PP. 187-203.
30
Jean Francois de Bourgoing, Modern State of Spain, Londres, 1808, 4 vols., III, PP. 248-251.
31
Townsend, A Joumey through Spain, III, pp. 328-330; sobre el modelo catalán, véase Martínez Shaw, «La
Cataluña del siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 67-97.
32
Pierre Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne, París, 1962, 3 vols., II, pp. 187-232 (hay trad. cast.:
Cataluña en la España moderna, Barcelona, 1988).
33
José María Torras Ribé, «Evolución de las cláusulas de los contratos de rabassa moría en una propiedad de
la comarca de Anoia», Hispania, 134 (1976), pp. 663-690.
34
Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne, II, pp. 332-418.
mayor que los precios y se quintuplicaron a lo largo de la centuria, de forma más destacada
en la segunda mitad, con una depresión cíclica en 1782-1787. 35
El crecimiento agrícola catalán, a través de la especialización y la comercialización,
permitió a los grandes terratenientes, a los arrendatarios de parcelas señoriales y a los
campesinos acumular capital, una parte del cual sé reinvirtió en la agricultura, mientras
otra parte iba a parar a la economía urbana, ya fuera al comercio o a la industria. Con todo,
Cataluña no era un paraíso agrario. Además de los campesinos más o menos acomodados,
existían pequeños campesinos y arrendatarios pobres y una clase de jornaleros que tenía
que luchar duramente para ganar el sustento, y la mayor parte del sector rural rechazaba
cada vez con mayor fuerza el parasitismo señorial. Arthur Young se sintió decepcionado
ante muchas cosas de las que contempló entre la frontera y Barcelona, por los pobres
cultivos y el exceso de tierra yerma. 36 La zona costera central era un importante granero
para Barcelona, el segundo consumidor de alimentos de España, pero Cataluña no se
autoabastecía, ya que sólo producía provisiones para un período de 5 meses. Sin las
importaciones procedentes de Norteamérica, Sicilia y el norte de África, Cataluña habría
corrido peligro de hambre: «cada año se importan entre 400.000 y 600.000 arrobas de
trigo. Sólo Canadá ha enviado este año unas 80.000 arrobas». 37 Barcelona, en su condición
de puerto de mar, podía obtener provisiones rápidamente en tiempos de escasez. El interior
del país no era tan afortunado.
España sufrió una serie de crisis agrarias en el siglo XVIII, cuando las malas
cosechas en un contexto de estructura deficiente provocaron la escasez de alimentos, la
elevación de los precios y el hambre. En 1753, la severa sequía provocó una crisis de
hambre: «estamos totalmente secos por el calor y este es el tercer año que no llueve.
Tenemos trigo en manos privadas para este año, pero si el próximo es como éste, se
producirá una crisis de hambre. La población de Madrid se ha amotinado pidiendo pan
...». 38 Las cosechas disminuyeron en el periodo 1764-1773, en el caso del trigo en más de
un 4 por 100, y en el de la cebada en más de un 5,5 por 100, en un período en el que no se
produjeron catástrofes climáticas. Lo cierto es que la producción cerealística nacional no
satisfacía la demanda interna y las importaciones de grano excedieron a las exportaciones
en el período 1756-1773 en 11,3 millones de fanegas de trigo y 1,8 millones de cebada.
Pese al estímulo proporcionado por la demanda creciente y la consiguiente elevación de los
precios de los cereales, sobre todo en la segunda mitad del siglo, la agricultura no
respondió plenamente, como consecuencia de una estructura y una tecnología deficientes.
En la mayor parte de España, la producción se incrementó mediante la extensión de la
tierra cultivable y no a través de las mejoras. La agricultura creció pero no se desarrolló.
Muchos españoles eran perfectamente conscientes de ello y algunos pretendían cambiar
esta situación.
35
Ibid., pp. 419-554.
36
Arthur Young, Trovéis during the Years 1787, 1788 and 1789, Dublín, 1793, 2 vols., I, pp. 609-618, 657.
37
Henry Swinburne, Travels through Spain in the Years 1775 and 1776, Londres, 1779, pp. 65-66. Sobre las
cuantiosas compras de trigo en el extranjero en 1766, véase Rochford a Conway, 17 de marzo de 1766,
Public Record Office, Londres, SP 94/173, y en 1786-1787, cónsul James Duff a W. Fraser, Cádiz, agosto de
1787, PRO, FO 72/11. Las malas cosechas de trigo y cebada en 1789 obligaron a España a competir por el
grano extranjero, especialmente en el norte de África y en Sicilia; véase cónsul Wilkie, Cartagena, a Leeds, 4
de junio de 1790, PRO, FO 72/16.
38
Keene a Castres, 25 de mayo de 1753, sir Benjamín Keene, The Prívate Correspondence of Sir Benjamín
Keene, KB, ed. sir Richard Lodge, Cambridge, 1933, p. 328.
La reforma agraria
39
R. J. Shafer, The Economic Societies in the Spanish World (1763-1821), Syracuse, 1958, pp. 26-31, 48-57,
94-99; Gonzalo Anes, Economía e Ilustración en la España del siglo XVIII, Barcelona, 1969, p. 25; Paula y
Jorge Demerson y Francisco Aguilar Piñal, Las Sociedades Económicas de Amigos del País en el siglo XVIII,
San Sebastián, 1974.
40
Citado por Laura Rodríguez Díaz, Reforma e Ilustración en la España del siglo XVIII-Pedro Rodríguez de
Campomanes, Madrid, 1975, p. 116.
41
Ibid., pp. 150-152.
42
Citado por Anes, Economía e Ilustración, p. 99.
43
Rodríguez, Campomanes, pp. 205-206.
44
Intendente de Granada a Múzquiz, 18 de abril de 1766, AGS, Secretaría de Hacienda, 587.
45
Intendente de Palencia a Esquilache, 26 de abril de 1764, AGS, Secretaría de Hacienda, 593.
46
Olavide a Múzquiz, 26 de septiembre de 1767 y 6 de agosto de 1768, AGS, Secretaría de Hacienda, 545.
47
Intendente de Aragón a la corona, 13 de septiembre de 1766, AGS, Secretaría de Hacienda, 542.
48
Anes, Las crisis agrarias, pp. 430-438.
49
Felipa Sánchez Salazar, «Los repartos de tierras concejiles en la España del Antiguo Régimen», La
economía española al final del Antiguo Régimen, I: Agricultura, Madrid, 1982, pp. 189-258.
50
García Sanz, «El interior peninsular en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 660-662.
51
Anes, Las crisis agrarias, pp. 165-169.
52
Nina Mikun, La Mesta au XVIIIe siécle: etude d'Histoire Sociale et économique de l'Espagne au XVIII
siécle, Budapest, 1983; Jean Paul Le Flem, «El Valle de Alcudia en el siglo XVIII», Congreso de Historia
Rural. Siglo XV al XIX, Madrid, 1984, pp. 235-249.
53
García Sanz, «El interior peninsular en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 663-666.
54
Dalrymple, Travels through Spain and Portugal, pp. 24-27; Swinburne, Trovéis through Spain, pp. 310-
314.
55
Marcelin Defourneaux, Pablo de Olavide ou L 'Afrancesado (1725-1803), París, 1959, p. 197.
qué era lo que estaba mal y qué se necesitaba. Pero se trataba tan sólo de una pequeña parte
de España.
En el resto de España las perspectivas de reforma eran escasas. La productividad
estaba bloqueada no sólo por las prácticas agrícolas tradicionales sino, sobre todo, por la
estructura agraria existente que concentraba la propiedad y el poder en manos de los
señores preocupados por los beneficios y no por introducir mejoras, mientras que el
campesino carecía de tierra, de seguridad y de incentivos. La reforma agraria significaba ni
más ni menos redistribución de la propiedad rural y eso implicaría un enfrentamiento con
las clases privilegiadas. En ese punto, los reformadores dieron marcha atrás. Asustados
ante la enormidad de la tarea, llegaron a un compromiso consciente. Campomanes intentó
únicamente poner un límite a la amortización eclesiástica e impedir en el futuro la
acumulación de tierra por parte de la Iglesia. Jovellanos, consciente de que incluso eso
había fracasado, se propuso simplemente que la reforma de las manos muertas fuera
emprendida por el propio clero, mientras que los mayorazgos nobiliarios quedarían
prohibidos en el futuro, pero no con carácter retroactivo. Además, se trataba de simples
proyectos, y no de una política definida. La acción del Estado se limitó a liberalizar el
comercio cerealístico y a promover una cierta distribución de tierra municipal, con
resultados ambiguos en ambos casos. Inevitablemente, las crisis agrarias se sucedieron en
1789, 1794, 1798 y 1804. La crisis de 1803-1804, en la que se juntaron el crecimiento de la
población, el fracaso de las cosechas, los precios elevados, el hambre y la malnutrición,
provocó una mortalidad terrible y mostró cuan poco había hecho el gobierno español para
ayudar al campesinado y para modificar el aspecto de la España rural. Nadie podía acusar
de ignorancia a los políticos. Les inundaba la información que recibían de los intendentes,
de los corregidores y de las partes interesadas. Muy pocas veces los políticos españoles
habían estado tan bien informados y habían hecho gala de tan grande impotencia. Conocían
la situación pero no podían modificarla. Los intereses creados, la tradición, la oposición y
la complacencia real indujeron al gobierno a adoptar una posición de conformismo
consciente. El fracaso de la reforma agraria significó que no fuera posible elevar el nivel de
vida de los campesinos. Esto tuvo consecuencias no sólo para la agricultura sino también
para la industria.
La industria y el comercio
La industria fascinaba a los reformadores españoles, pero generaba más ideas que
capital. El estímulo de la industria popular era uno de los tenías favoritos de Campomanes.
Sin embargo, desconfiaba de las fábricas y después de contemplar el motín de 1766 en
Madrid prefería la dispersión, antes que la concentración, de los trabajadores urbanos. Su
ideal de industria era una industria formada por pequeñas unidades rurales, que
complementaran el trabajo del campesinado y su familia y que exigieran una escasa
inversión inicial. Esto no iba en contra de los intereses populares, pues ofrecía al
campesino una seguridad alternativa en los momentos de desempleo. 56 Para sostener la
industria popular, Campomanes defendía una infraestructura de educación y benevolencia.
Educación a partir de las Sociedades Económicas, e inversiones por parte de ciudadanos
con conciencia social y capital para invertir. Pero esa utopía de los tejedores y sus patronos
en el ámbito rural nunca se realizó y en su lugar se instauraron otros modos de producción.
56
Pedro Rodríguez de Campomanes, Discurso sobre el fomento de la industria popular, Madrid, 1774, p.
145
La política del Estado era más pragmática pero también debía algo a las ideas
contemporáneas. Existía un moderado impulso hacia la modernización. Se aportaron
fondos para experimentar con nueva maquinaria y para financiar estudios técnicos en el
extranjero; se crearon escuelas de artes y oficios para mejorar la educación técnica y las
Sociedades Económicas, los consulados, las academias reales y otros centros estatales
mantenían escuelas especiales que impartían cursos vocacionales. Asimismo, se intentó la
reforma de la universidad para reducir la influencia del escolasticismo y para crear cátedras
de matemáticas, agricultura y economía política. Pero, después de todo, España prefirió
conseguir una rápida tecnología por imitación y la forma más fácil de conseguirlo era
importar capacidad y conocimiento directamente, utilizando las embajadas españolas en el
extranjero como centros de descubrimiento de talentos y de espionaje industrial. Como
observó Jovellanos: «Nuestra industria no es inventora, y en el presente estado, la mayor
perfección a que puede llegar es imitar y acercarse a la extranjera». 57 Imitarla, pero no
acomodarse a ella. La política económica borbónica estaba impregnada de una fuerte
tradición de proteccionismo, que se revitalizó en la época de Adam Smith bajo la presión
de los intereses manufactureros nacionales. Un decreto de 15 de mayo de 1760, que se
apartaba de la tradición por razones comerciales, había abierto la puerta a todos los tejidos
de algodón extranjeros, aunque sometiéndolos a gravosos impuestos. Los fabricantes
catalanes reaccionaron enérgicamente y el gobierno les prestó atención. Un decreto del 8
de julio de 1768 prohibía la importación de tejidos de algodón estampados. En 1770 la
prohibición se ampliaba a todas las muselinas y en 1771 al terciopelo. Se permitía la
importación de productos inacabados, que pagarían un impuesto del 15 por 100.
Finalmente, una ley de 1775 prohibía la importación de productos de quincallería
extranjeros. La protección era un signo de debilidad, no de fuerza, tal vez apropiada a una
economía en desarrollo que surgía de la infancia industrial.
El modelo típico de industria española, tanto en las ciudades como en las aldeas,
era el taller artesano, donde una jerarquía de maestros, oficiales y aprendices trabajaba
según la normativa de los gremios que controlaba la provisión de mano de obra y la
cantidad y calidad de la producción. La empresa exigía escasa concentración de capital y
mano de obra, producía para un mercado local o regional y apenas le afectaban los cambios
técnicos. Aun así fue capaz de una expansión en respuesta al crecimiento de la población y
de la demanda, como ocurrió en la segunda mitad del siglo XVIII. Mientras que algunos
artesanos trabajaban en el sector de subsistencia, otros, en Cataluña, Valencia y el País
Vasco, formaban parte de una red más amplia que operaba según el régimen de trabajo a
domicilio (el sistema de putting out), en el que el capital se utilizaba únicamente para
proporcionar materia prima y para comercializar el producto, pero no en el proceso de
producción. Pero además de esta industria rural dispersa otra parte de la producción se
conseguía en fábricas que constituían concentraciones relativamente grandes de capital y
mano de obra. Algunas de ellas, principalmente en Castilla, eran fábricas del Estado,
mientras que otras, en Cataluña, Andalucía y Galicia, pertenecían a la empresa privada.
Según el catastro de Ensenada, de las casi 200.000 personas que trabajaban en los
sectores de la industria y servicios, más de la mitad —102.425— trabajaban en el sector
textil; algo más de una cuarta parte —50.456— en la industria de la construcción, en su
mayor parte como carpinteros. El restante 25 por 100 se repartía en dos grupos, los
trabajadores del metal, 22.777, y los marineros, 17.799. 58 Incluso las industrias de mayor
tamaño, las textiles y la metalurgia, eran básicamente industrias artesanales. La producción
57
Gaspar de Jovellanos, «Dictamen sobre embarque de paños extranjeros para nuestras colonias», Obras de
Jovellanos, Madrid, 1952, II, p. 71.
58
Pierre Vilar, «Structures de la société espagnole vers 1750», Mélanges á la mémoire de Jean Sarrailh,
París, 1966, 2 vols., II, pp. 425-447
industrial según el sistema de factoría era excepcional. Muchos de los trabajadores del
metal eran herreros y trabajaban en forjas, en talleres de ferretería y en otras unidades
rurales dispersas. De las 32.000 personas registradas en los sectores del trabajo del
cáñamo, el esparto y el cuero, 25.000 eran simples remendones y fabricantes de sandalias,
mientras el resto fabricaba arneses, bolsas y odres para el vino; no quedaba huella de
guarnicioneros y fabricantes de guantes, que tradicionalmente eran artesanos de gran
calidad en España. Ni siquiera la industria textil era una industria masiva. De los 70.000
trabajadores registrados en este sector, 23.000 estaban empleados en la fabricación de
ropas y accesorios, siendo la mayor parte de ellos simplemente sastres. La manufactura de
paños empleaba a mayor número de personas: en la hilatura 10.000, mientras que había
20.000 tejedores y 1.200 trabajadores se ocupaban del acabado y el tinte, al tiempo que un
total de 14.481 se ocupaban de tareas diversas. ¿Pero acaso esos 40-50.000 productores de
paños constituían una «industria textil»? Estaban dispersados en varias provincias, Jaén,
Toro, Zamora, Toledo, Sevilla, Cuenca y Segovia, artesanos que trabajaban en un ambiente
preindustrial.
Galicia poseía un sector industrial de este tipo, medio urbano, medio rural,
especializado en la producción de lino y organizado según un sistema de trabajo a
domicilio. La producción se incrementó en la segunda mitad del siglo XVIII, respondiendo
a la presión demográfica sobre la tierra, a la expansión del mercado castellano y a la
protección frente a las importaciones exteriores, y el número de telares se duplicó entre
1750 y 1800. 59 El comercio libre fue un nuevo estímulo y La Coruña llegó a exportar hasta
500.000 metros de lino anuales al mercado colonial, en especial al Río de la Plata. Aun así,
la industria era un sector muy reducido en una provincia predominantemente agrícola. En
las dos Castillas y en Extremadura, hacia 1700 los ingresos generados por la industria
suponían tan sólo el 11,8 por 100 del total, mientras que a la agricultura le correspondía el
59,4 por 100 y al sector servicios el 28,8 por 100. 60 En Castilla la Vieja, la industria
doméstica constituía un complemento vital para los pastores mal pagados y los jornaleros
desempleados. Béjar consiguió beneficios para sus propietarios y en varias aldeas situadas
en las tierras altas, pequeños establecimientos dedicados a la fabricación de paños
experimentaron una cierta prosperidad gracias al impulso del gobierno. 61 Por otra parte,
Valladolid, Medina del Campo y Burgos estaban todavía en declive y sólo Segovia
sobrevivió, gracias a sus manufacturas de tejidos de lana; la producción de tejidos en
Segovia se duplicó en el período 1715-1760 para hundirse posteriormente en la depresión
provocada por la escasa demanda regional durante los años de malas cosechas del decenio
de 1760. 62 Las ciudades de Castilla la Nueva, Toledo, Cuenca y Alcalá, no tenían
industrias privadas de importancia y allí los artesanos trabajaban tan sólo en el nivel de
subsistencia. Tampoco era Madrid un centro industrial, aunque contaba con el abanico
habitual de actividades artesana-les propio de una capital. Sin embargo, la industria
tradicional demostró ser capaz de crecer en el siglo XVIII como respuesta a diversas
iniciativas y al incremento de la demanda. Los dos ejemplos notables fueron la industria
siderúrgica vasca y la industria sedera valenciana.
59
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 145.
60
.Grupo '75, La economía del Antiguo Régimen. La «renta nacional» de la Corona de Castilla, p. 169.
61
Agustín González Enciso, Estado e industria en el siglo XVIII: la fábrica de Guadalajara, Madrid, 1980,
pp. 127-141.
62
Garda Sanz, Desarrollo y crisis, pp. 220-224; Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII
español, pp. 185-186.
El hierro era uno de los principales activos de la economía vasca; Vizcaya aportaba
el mineral y Guipúzcoa lo procesaba, produciendo también una pequeña cantidad de acero.
Se trataba de una industria primitiva no muy productiva, pero en los dos primeros tercios
del siglo XVIII la producción se incrementó en un 150 por 100 y las perspectivas de
crecimiento eran prometedoras. 63 En ausencia de modernización de la tecnología y de
organización, el crecimiento sólo puede explicarse por otros factores como la fuerte
demanda exterior, tanto en Europa como en América, la capacidad de los productores
vascos para vender a precios competitivos en el mercado internacional, la recuperación
relativa del mercado interno y la protección arancelaria impuesta por el gobierno. En tanto
cuanto estas condiciones prevalecieron, la industria del País Vasco pudo superar su
ineficacia económica por medio de la producción. La industria no estaba concentrada en
grandes empresas, sino dispersa en numerosos talleres, mas 100 fundiciones en Guipúzcoa
y 150 en Vizcaya. En muchos casos, los propietarios eran comerciantes de Bilbao que
firmaban contratos con los trabajadores para conseguir una producción determinada y que
comerciaban el producto. Una fundición de tamaño medio empleaba dos fundidores, un
pegador y m trabajador; cobraban por piezas, a 5 reales el quintal, de forma que podían
ganar unos 30-40 reales a la semana cada uno. En Vizcaya se desarrolló una industria
procesadora que producía ruedas, clavos, aros para barriles, etc., pero los talleres más
especializados se hallaban en Guipúzcoa, en Mondragón, Eibar, Tolosa y Plasencia, donde
tenían su sede una serie de fábricas de armamento. El ejército y la marina eran clientes
importantes, y las colonias un buen mercado para la manufacturas de hierro. Pero la
industria seguía estando atrasada desde un punto de vista técnico y cuando se modificaron
las circunstancias —el incremento de los costes de producción y la desaparición de la tarifa
proteccionista— no pudo mantener su crecimiento y seguir obteniendo beneficios y a partir
del decenio de 1790 entró en un período de recesión, junto con el resto de la economía
vasca.
La industria sedera de Valencia es otro ejemplo de desarrollo en el marco del
modelo tradicional. Valencia ya exportaba su seda en rama de alta calidad y a lo largo del
siglo XVIII comenzó a producir el artículo manufacturado y si bien no podía competir
todavía en el exterior con los productos franceses, sí comenzó a hacerlo en el mercado
interior. Los propietarios de estas industrias eran comerciantes de la ciudad, que
organizaban la producción según el sistema de trabajo a domicilio. A finales de la centuria,
los 800 telares existentes en 1721 se habían convertido en 4.000. Pero el éxito de la seda
valenciana era más aparente que real. Los obstáculos para su desarrollo eran característicos
de la España del siglo XVIII. 64 En primer lugar, la industria tenía que competir por la
materia prima con los intereses agro-exportadores, dominados por los terratenientes,
labradores y comerciantes, cuyo interés residía fundamentalmente en la exportación de
seda en rama y no en venderla a los fabricantes nacionales, que eran de importancia
secundaria. En segundo lugar, no existían hombres de negocios capaces de liberarse de los
controles tradicionales, de manera que esta industria permaneció sometida al control de los
gremios y a los principios del monopolio y el privilegio. En tercer lugar, los límites para el
crecimiento venían determinados por la escasa inversión de capitales y la debilidad del
mercado nacional. A su vez, esto significó un aletargamiento en cuanto a los métodos
industriales y a la maquinaria; la producción se dividía entre millares de manos con escasa
63
Luis María Bilbao y Emiliano Fernández de Pinedo, «Auge y crisis de la siderometalurgia tradicional en el
País Vasco (1700-1850)», La economía española al final del Antiguo Régimen, II: Manufacturas, Madrid,
1982, pp. 133-228.
64
Bourgoing, Modern State of Spain, III, p. 261; Vicente Martínez Santos, Cara y cruz de la sedería
valenciana (siglos XVIII-XIX). Valencia, 1981; Ruiz Torres, «El País Valenciano en el siglo XVIII», España
en el siglo XVIII, pp. 205-210.
65
Véase supra, pp. 487-489 y 530-533.
66
Rafael Dobado González, «Sálanos y condiciones de trabajo en las minas de Almadén, 1758-1839», La
economía española al final del Antiguo Régimen, II: Manufacturas, pp. 337-440.
67
Juan Helguera Quijada, La industria metalúrgica experimental en el siglo XVIII: las Reales Fábricas de
San Juan de Alcaraz, 1772-1800, Valladolid, 1984.
68
Véase supra, pp. 480-482.
69
James C. La Forcé, Jr., The Development of theSpanish Textile Industry, 1750-1800, Berkeley-Los
Ángeles, Calif., 1965, pp. 33-38.
70
Ibid., pp. 44-50.
71
García Sanz, Desarrollo y crisis, pp. 227-235.
72
Saavedra y Villares, «Galicia en el Antiguo Régimen», España en el siglo XVIII, pp. 491-493.
73
García-Baquero, «Andalucía en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 394-399.
nuevas. El modelo catalán se desarrolló a partir de una amplia base económica y fue la
culminación de varias etapas de crecimiento. El capital necesario se generó gracias a las
actividades agro-exportadoras y se reunió en cantidades relativamente pequeñas
procedentes de diferentes fuentes: rentas y beneficios agrarios, ingresos de las clases
medias, beneficios de los artesanos más ricos y ganancias de los comerciantes. 74 Cataluña
supo explotar las ventajas de su posición marítima, superando la inexistencia de una gran
marina mercante enviando sus barcos pequeños en un activo comercio por la costa a aguas
del Atlántico. Primero exportó productos agrícolas, vinos y aguardientes y luego productos
textiles. Este capitalismo comercial aportó el impulso necesario para el cambio industrial,
proceso en el que colaboró la existencia de una mano de obra capacitada y especializada y
una reserva de trabajadores propiciada por el crecimiento demográfico. Durante algún
tiempo, la industria tradicional y las nuevas industrias coexistieron, pero su
incompatibilidad pronto se hizo evidente. La nueva industria utilizaba mujeres y niños, se
emplazaba fuera de la ciudad y comenzó a liberarse de los frenos que suponían los
gremios. Pero no se liberó de todos los frenos. Cuando Pedro Colbert y la Compañía de
Puigcerdá crearon una nueva fábrica de algodón en 1773, el obispo de Urgel protestó
porque habían dado empleo a protestantes franceses, y les hizo expulsar. 75 En otros
aspectos, los catalanes consideraban a los franceses como un modelo útil a seguir y estaban
dispuestos a aprender de la experiencia de otros.
La economía catalana conoció varias fases de crecimiento en el siglo XVIII. En el
primer período, 1730-1760, el incremento de la población determinó la elevación de los
precios y la existencia de una mano de obra más barata, que permitió la acumulación de
beneficios y una tendencia a la inversión productiva. En la industrial textil, la producción
de paños de lana intentó adaptarse a la demanda creciente, saliendo de la ciudad, dominada
por los gremios, e imponiendo un sistema a domicilio en el campo y produciendo no sólo
para el mercado popular sino también paños de alta calidad para el comercio de
exportación. Otras industrias menos importantes, como el papel, el cuero y la quincallería,
mostraron también signos de crecimiento. En esta fase, la economía era un modelo de
protoindustrialización: combinaba una agricultura comercializada con un sector
manufacturero que intentaba romper el marco tradicional corporativo.
Para conseguir una mayor modernización necesitaba dar el paso vital hacia la
producción en masa, la concentración de la fuerza de trabajo y la mecanización de la
manufactura. Sólo la industria del algodón estaba preparada para ello, ya que producía un
producto que era de mejor calidad, más barato y más apropiado para la estampación y que
encontraría un mercado seguro en las colonias americanas, como estaba ocurriendo ya con
el prototipo inglés. 76 La manufactura de paños de algodón originó, pues, una iniciativa del
capital mercantil en busca de un producto fuerte para la exportación y no tardó en
convertirse en la principal industria catalana. La industria conoció un segundo período de
crecimiento a partir del decenio de 1760 y hasta 1780, durante el cual se aseguró la
protección frente a la competencia extranjera, incrementó la importación de algodón en
rama desde Hispanoamérica y creó un sector del hilado del algodón para abastecer a las
manufacturas de paños. La tercera fase, el decenio de 1780, contempló una mecanización
decisiva con la introducción de las máquinas de hilar inglesas (spinning jenny, waterframe,
74
Vilar, La Catalogue dans l'Espagne moderne, III, p. 483.
75
Obispo de Urgel a Múzquiz, 23 de noviembre de 1773; R. O. al capitán general de Cataluña, 28 de enero
de 1774; AGS, Secretaría de Hacienda, 546.
76
Carlos Martínez Shaw, «Los orígenes de la industria algodonera y el comercio colonial», en Jordi Nadal y
Gabriel Tortella, eds., Agricultura, comercio colonial y crecimiento económico en la España contemporánea,
Barcelona, 1974, pp. 243-268.
77
Townsend, A Journey through Spain, I, p. 143; Bourgoing, Modern State of Spain, III, pp. 306-311.
78
Josep Fontana, «Formación del mercado nacional y toma de conciencia de la burguesía», Cambio
económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX, Barcelona, 1973, PP. 11-53.
79
García-Baquero, «Andalucía en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 406-410.
permitió a España pagar el déficit comercial con el norte de Europa, déficit intrínseco a la
naturaleza de su comercio exterior, que se basaba en la exportación de productos primarios
frente a la importación de productos manufacturados. El desarrollo del comercio catalán
fue esencial para su crecimiento económico en el siglo XVIII, en su intento de conquistar
los mercados español, europeo y americano. Cataluña comerciaba básicamente con sus
propios productos, con sus propios barcos y con sus propios agentes comerciales
distribuidos por los mercados más importantes. Las exportaciones catalanas a los mercados
extranjeros consistían fundamentalmente en productos agrícolas, vinos, licores y frutos
secos y sólo un porcentaje modesto de productos manufacturados como sedas y armas. Sin
embargo, las exportaciones industriales al mercado americano suponían el 64 por 100 de
las exportaciones totales, ascendiendo al 36 por 100 las de los productos agrícolas. 80 En
1778, Cataluña exportaba directamente desde sus propios puertos el 11 por 100 del total de
las exportaciones españolas a América. 81 A pesar de su crecimiento, Cataluña, como el
resto de España, tenía una balanza comercial deficitaria con Europa, que se cubría gracias a
los importantes beneficios conseguidos en América. Esa complementariedad fue más
difícil de mantener a partir de 1796, cuando la guerra marítima interrumpió el crecimiento
comercial español. Las provincias de la periferia se vieron duramente afectadas. Por
ejemplo, Galicia perdió súbitamente su comercio colonial recientemente conseguido y los
mercados para sus productos de lino. Una actividad alternativa fue el corso: «la edad del
corso gallego coincidió con la crisis del comercio colonial». 82
El desarrollo del comercio de ultramar no se vio acompañado por el del comercio
doméstico. La economía española era un archipiélago, islotes de producción y consumo
local aislados unos de otros por la existencia de tarifas internas, autosuficiencia, malos
caminos y un transporte pobre, elementos todos ellos seculares. Aparte de la red
organizada para asegurar el abastecimiento de Madrid, el comercio interregional era escaso
en el resto del país más allá de un intercambio limitado de productos de subsistencia, pues
aparte de la lana y la madera no existía demanda de materias primas para la industria. El
transporte español era lento, irregular, inseguro y caro, totalmente inadecuado para las
necesidades de una población creciente y para el desarrollo de un mercado nacional. 83 Se
necesitaban fuertes inversiones, que implicaban la participación del Estado en la
planificación de una red nacional de carreteras financiada con los impuestos generales y de
caminos interprovinciales financiada por los recursos locales. Un decreto de 10 de junio de
1761 confió a Esquilache la ejecución de un nuevo proyecto de carreteras radiales que
convergerían en Madrid desde Andalucía, Cataluña, Galicia y Valencia, cuya financiación
se realizaría fundamentalmente con los beneficios del monopolio de la sal. Pero es dudoso
que se adjudicaran los recursos necesarios. Cuando el intendente de Cuenca informó de la
deplorable y peligrosa situación de la carretera de Cuenca a Madrid, se le contestó
cortésmente que «no hay fondo destinado para componer estos caminos por ahora». 84
También el intendente de Burgos se lamentaba de las carreteras de la provincia: «los
caminos que he observado, en ninguna parte pueden ser peores, pues en lloviendo quatro
80
Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne, III, pp. 66, 115-126, 138.
81
Antonio García-Baquero González, «Comercio colonial y producción industrial en Cataluña a fines del
siglo XVIII», en Nadal y Tortella, eds., Agricultura, comercio colonial y crecimiento económico, pp. 268-
294.
82
Luis Alonso Álvarez, Comercio colonial y crisis del Antiguo Régimen en Galicia (1778-1818), La Coruña,
1986, p. 221.
83
David R. Ringrose, Transportation and Economic Stagnation in Spain, 1750-1850, Durham, NC, 1970, pp.
135-136.
84
Intendente de Cuenca a Múzquiz, 25 de abril de 1769, AGS, Secretaría de Hacienda, 586.
gotas, son abismos, de donde no se puede salir; y las Posadas son abominables». 85 Todos
los viajeros se quejaban, en el siglo XVIII, de las posadas españolas, sucias,
inhospitalarias, en las que se podía conseguir una cama en el suelo pero no comida, y todo
el mundo acogió con satisfacción la nueva red de posadas del rey, establecida por el
gobierno de Carlos III. España no poseía diligencias. Sólo a partir de 1785 empezó a ser
posible viajar en calesa desde Madrid a Cádiz y en 1800 se añadieron nuevas rutas. Pero el
procedimiento habitual para los viajes personales era la muía. Grandes esperanzas se
depositaron en los canales, pero sólo dos fueron más allá de la fase de proyecto, uno en
Aragón y otro en Castilla la Vieja, y ninguno de ellos fue completado en el siglo XVIII.
Así pues, a pesar de las iniciativas de los responsables políticos, en el decenio de
1790 el sistema de transporte no podía hacer frente todavía a la demanda existente ni servir
a las necesidades de una población creciente. El transporte se convirtió en un obstáculo
importante para el crecimiento económico de Castilla, actuando como elemento de
disuasión en el desarrollo de una industria propia e impidiendo que se convirtiera en un
mercado para la industria de otras regiones. Cataluña y las restantes provincias marítimas
alcanzaban sus mercados de ultramar y sus fuentes de materias primas por mar más
fácilmente que a través del territorio castellano.
Nobles y señores
En España existía un gran número de nobles. Algunos de ellos eran ricos magnates,
mientras que otros eran trabajadores pobres. Aunque su número disminuyó en la segunda
mitad de la centuria, de 800.000 en 1750 a 722.794 en 1768, 480.000 en 1787 y 403.000 en
1797, seguían siendo una clase numerosa, incrementado su número por la multiplicidad de
hidalgos en el norte de España, sede tradicional de nobles empobrecidos. En la Montaña de
Santander, según el catastro de Ensenada, casi todos los registrados eran «de condición
noble», aunque por su ocupación eran «campesinos», «albañiles», «herreros», y, en el caso
de Josefa Ocharán, una «hijadalgo ... de oficio costurera, y buhonera tendera». 86 Eran
anacronismos sociales, reliquias de otros tiempos. En realidad, el hidalgo jornalero, el
noble trabajador asturiano o vasco, el arrendatario noble de Castilla, ocupaba el espectro
social opuesto al de los grandes de España. En Galicia, donde el clero era el grupo social
dominante, distinguido por sus importantes ingresos procedentes de la tierra, sus diezmos y
derechos señoriales, había pocos titulados y la mayor parte de la nobleza estaba constituida
por pequeños hidalgos cuyos ingresos procedían de las rentas. 87
Al margen de estas provincias y por encima de esos grupos, el número de nobles
era muy inferior y sus propiedades mucho mayores, pasando de propietarios medios y
labradores arrendatarios a la condición de titulados y grandes. La distribución de los
titulados era exactamente la inversa de la de los hidalgos. Según el censo de 1797, en el
que eran calificados como hidalgos un total de 402.059 personas, sólo había 1.323
titulados. Había 14 en Guipúzcoa, ninguno en Vizcaya, 15 en Asturias, 33 en Burgos, 61
en Cataluña, 168 en Extremadura, 289 en Navarra, 100 en Sevilla y 289 en Madrid.88 Estos
eran los auténticos nobles, identificados no por el viejo concepto de estamento sino por su
riqueza. España era ahora una sociedad de clases.
85
Intendente de Burgos a Esquilache, 8 de diciembre de 1765, AGS, Secretaría de Hacienda, 584.
86
Vilar, «Structures de la société espagnole vers 1750», Mélanges a la mémoire de Jean Sarrailh, p. 427
87
Saavedra y Villares, «Galicia en el Antiguo Régimen», España en el siglo XVIII, pp. 474-476.
88
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 246.
89
Richard Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, Princeton, NJ, 1958, pp. 107-110 (hay trad.
cast.: España y la Revolución del siglo XVIII, Madrid, 1973).
90
Antonio Domínguez Ortiz, Hechos y figuras del siglo XVIII español, Madrid, 1973, p. 6.
privada. 91 Según el censo de 1797, eran 300.000 los poseedores de títulos señoriales, el 2,8
por 100 de la población, y el 68 por 100 del total de la tierra cultivada pertenecía a los
señoríos (el 51 por 100 a los señoríos seculares y el 16 por 100 a los señoríos
eclesiásticos). La incidencia más elevada del régimen señorial se daba en Galicia (más del
50 por 100), Madrid, Salamanca y Valencia (más del 75 por 100) y Guadalajara (95 por
100). El modelo variaba, desde vastos dominios a aldeas desiertas, pero una serie de nobles
y monasterios eran pequeños soberanos en sus señoríos, que administraban justicia,
controlaban cargos, recaudaban impuestos e imponían derechos y servicios de tipo feudal,
que obtenían rentas y productos de la tierra, detentaban monopolios sobre los hornos,
molinos y prensas de vino y aceite y que, en general, dominaban directamente las vidas y
el sustento de sus vasallos. 92 A lo largo del siglo XVIII se vio erosionado el elemento
jurisdiccional y el conflicto real entre el señor y el campesino se entabló en torno a la
propiedad, la renta y los derechos, pero las dos partes consideraban la jurisdicción como un
punto de apoyo y no únicamente como un signo de poder. Ahora bien, no todos los
señoríos eran opresivos, ni todos los señores implacables. Algunos señores, sin duda una
minoría, eran líderes ilustrados de sus comunidades que invertían en la agricultura, la
industria, la educación popular y las obras públicas. La severidad de los señoríos
eclesiásticos variaba. Por lo general, los obispos eran benévolos. Los monasterios eran más
duros y más exigentes, especialmente en Galicia, donde poseían derechos de tipo feudal,
como el derecho a la mejor cabeza de ganado a la muerte de un vasallo y, en algunos casos,
el derecho a exigir trabajos no remunerados. 93
En los tres reinos orientales los vasallos debían a los señores juramento de lealtad y
homenaje. La jurisdicción señorial era históricamente más dura en Aragón que en Castilla
y era todavía opresiva en el siglo XVIII, especialmente por lo que respecta a la
administración fiscal, que permitía exacciones exorbitantes a los vasallos y sus productos y
que contribuía al empobrecimiento de muchas localidades. En Cataluña, donde los señoríos
eran muy numerosos —778 señoríos seculares, 261 eclesiásticos y 75 monasterios, frente a
sólo 588 señoríos reales—, las exacciones no eran tan gravosas, aunque sus beneficios iban
a parar a una nobleza absentista, cuyas tierras y señoríos se arrendaban con frecuencia y de
cuya administración se encargaban unos administradores procedentes de los sectores más
elevados del campesinado o de la clase de los comerciantes. Por su parte, Valencia era un
auténtico microcosmos señorial.
En Valencia, la jurisdicción señorial no perdió fuerza en absoluto a pesar de las
revueltas de 1705-1707. Un 64 por 100 del territorio valenciano estaba sometido al
régimen de señorío, en su mayor parte secular, y casi la mitad de la población total
quedaba bajo su jurisdicción. Ahora bien, las grandes familias señoriales, los duques de
Gandía y Segorbe, el conde de Oliva, el marqués de Elche, no eran realmente valencianos
sino castellanos que vivían en Madrid, pero que poseían cada uno de ellos decenas de
millares de vasallos y que aún tenían importantes rentas feudales.94 Otro grupo, constituido
por señores menos imponentes, obtenía sus ingresos no tanto de la jurisdicción como de las
rentas de la tierra. En cuanto a los realengos, dominios reales, en los que teóricamente el
91
Sobre la historia anterior de los señoríos, véase John Lynch, Spain under the Habsburgs, Oxford, 19812, 2
vols., I, pp. 13, 112-113, 208, 358; II, pp. 145-146, 255-256 (hay trad. cast.: España bajo los Austrias,
Barcelona, 1987, 2ª edic.).
92
Ahora, la administración de justicia señorial sólo entendía litigios civiles en primera instancia y crímenes
de escasa gravedad; la ley era la ley real, con derecho de apelación ante la audiencia.
93
Domínguez Ortiz, Hechos y figuras del siglo XVIII español, pp. 1-62.
94
Ruiz Torres, «El País Valenciano en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 233-243.
rey era señor, no diferían apenas de los señoríos privados en cuanto a los derechos y
obligaciones. El régimen señorial valenciano era opresivo y empobrecedor, ejercía una
macabra fascinación sobre los observadores y provocaba un agravio permanente entre sus
víctimas. Los señores territoriales obtenían 1/6 o 1/8 de todos los productos y cualquier
mejora o ampliación de los cultivos por parte de los campesinos estaba sometida
inmediatamente a nuevas imposiciones. Las cuotas sobre los árboles frutales, los cereales y
el vino variaban desde 1/3 a raramente menos de 1/8. La aceituna se deterioraba por la
insuficiencia de los molinos del señor. 95 Los campesinos no podían ni siquiera cortar los
árboles caídos sin permiso del señor, que cuando lo concedía se quedaba con los troncos.
La transgresión de cualquiera de esas normas suponía el pago de una multa. Los señores de
Valencia, no contentos con el sistema vigente, protagonizaron una especie de «reacción
feudal» en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando intentaron reclamar o reforzar
derechos y obligaciones señoriales e imponer mayores obligaciones fiscales sobre sus
vasallos. El resultado fue un levantamiento campesino que revivió la tradición, aunque no
la importancia, de los movimientos de 1693 y 1705-1707 y que se expresó a través de
quejas, litigios y resistencias. Al coincidir con los motines de hambre y las revueltas de
subsistencia, la protesta antiseñorial podía tener un cierto impacto en Valencia, como
ocurrió en 1766 cuando el descontento por el precio de los alimentos fue canalizado hacia
el movimiento antiseñorial por campesinos que consideraban que los derechos feudales
eran la auténtica causa de su pobreza. 96
En la mayor parte de España, la jurisdicción señorial perdió sus implicaciones
políticas en el siglo XVIII y se convirtió en una mera lucha económica entre señores y
campesinos, en la que los señores trataban de incrementar sus ingresos de la tierra y los
campesinos de convertirse en propietarios. Sin embargo, los señoríos eran
fundamentalmente incompatibles con un Estado absolutista y regularmente los ministros
instaban a la corona a recuperar sus rentas y cargos perdidos. No puede afirmarse que la
política derivada de esas convicciones se aplicara con excesos. Ante todo, los Borbones no
crearon nuevos señoríos. Luego, entre 1706 y 1732 promulgaron una serie de decretos para
incorporar a la corona determinadas clases de territorios enajenados. Pero sólo en el
reinado de Carlos III comenzó a ponerse en marcha un programa serio de incorporación,
apoyado por el rey, gestionado por los Consejos de Hacienda y de Castilla y que comenzó
con la recuperación de las alcabalas, vendidas anteriormente. 97 Pero incluso en ese
momento, la corona hizo gala de una excesiva timidez como para intentar la abolición total
de los señoríos, como pretendían Campomanes y otros. En lugar de ello, procedió mediante
decretos parciales y litigios en casos individuales para recuperar el mayor número de rentas
y jurisdicciones posible. Era una política de debilidad, que Floridablanca resumió en su
Instrucción reservada: «Aunque no es mi ánimo que a los señores de vasallos se les
perjudiquen ni quebranten sus privilegios, debe encargarse mucho a los tribunales y
Fiscales que examinen bien si lo tienen y que procuren incorporar o tentear todas las
jurisdicciones enajenadas, de las que conforme a los mismos privilegios y a las leyes,
deben restituirse a my Corona». 98 La ley era lenta y la mayor parte de los casos tardaban
decenios más que años en resolverse. Fue necesario esperar a 1805 para que el gobierno de
Carlos IV, seleccionando el objetivo más débil, aboliera los señoríos eclesiásticos e
95
Bourgoing, Modern State of Spain, III, pp. 248-249.
96
José Miguel Palop Ramos, Hambre y lucha antifeudal. Las crisis de subsistencias en Valencia (siglo
XVIII), Madrid, 1977, pp. 110-118, 136-141, 179-183.
97
Salvador de Moxó, La incorporación de Señoríos en la España del Antiguo Régimen, Valladolid, 1959, pp.
53-95.
98
Citado en ibid., pp. 73-74.
incorporara sus rentas. La estructura del señorío laico permaneció intacta y para su
abolición habría que esperar a las Cortes de Cádiz.
Los ingresos procedentes de la tierra, las rentas y derechos se situaron por encima
de la inflación en la segunda mitad del siglo XVIII y la alta aristocracia disfrutaba de un
elevadísimo nivel de vida. Sus gastos asombraban a los extranjeros. En los viajes a través
de la península, los nobles de más alta posición viajaban con gran magnificencia en una
comitiva con cinco o seis carruajes, uno para sus efectos personales, y con una multitud de
cocineros, sirvientes y mozos. 99 La mayor parte de los nobles tenían centenares de
sirvientes y los grandes de España tenían muchos más, duplicándose su séquito y sus
gastos como consecuencia del mantenimiento de una casa en la ciudad, así como una casa
de campo. La familia Medinaceli tenía un gran palacio en Madrid con oficinas, una
enfermería, una escuela para los hijos de los sirvientes, archivos, secretarías, establos,
corredores abovedados hacia diferentes partes de la casa, pasajes subterráneos para salir al
Prado y suntuosas habitaciones en los pisos superiores. Esta gran mansión se extendía a lo
largo de más de una hectárea de terreno y estaba localizada en tres parroquias, que se
comunicaban mediante galerías cubiertas con tres iglesias. Albergaba a 3.000 personas y
era el centro de un dominio de extensión nacional, cuyas propiedades exteriores abastecían
gran parte de los muebles, piedra, madera, seda, paños y lino necesarios para la familia y
su séquito. 100 Probablemente, los duques de Medinaceli eran los que obtenían mayores
ingresos y tenían más propiedades, seguidos de cerca por los duques de Alba, Osuna e
Infantado y por el conde de Altamira. Los nobles de estas características parecían expresar
su riqueza y su status no a través de sus tesoros artísticos o su magnificencia
arquitectónica, sino en la extensión de sus casas y la amplitud de su nómina.
Su lujo es más oscuro, pero tal vez no menos caro por ello. Numerosas
caballerizas, ricos ropajes que sólo se exhiben cinco o seis veces al año, una multitud
asombrosa de sirvientes domésticos acumulan la mayor parte de sus gastos. También
es muy cara la administración de sus asuntos: tienen mayordomos, tesoreros y
despachos, que parecen los de pequeños soberanos. Mantienen no sólo a quienes han
envejecido a su servicio, sino también a los sirvientes de sus padres y a los que
pertenecían a personas cuyas propiedades han heredado y también proveen la
subsistencia de todas sus familias. El duque de Arcos, que murió en 1780, mantenía,
101
así, a 3.000 personas.
Ser un grande de España, cabeza de una gran casa, patrón de un estado privado,
patriarca de quienes de ellos dependían, era prácticamente una ocupación que absorbía
todo su tiempo. Los nobles de esta condición no tenían que pensar demasiado en una
carrera. Otros lo hacían, en especial los hijos más jóvenes o aquellos nobles que se veían
en dificultades económicas. Muchos de los títulos hacían carrera en los rangos más
elevados de la milicia. De hecho, dominaban el ejército y constituyeron una élite militar
que conseguía promocionarse rápidamente gracias a su posición privilegiada. El ingreso en
los colegios militares y en las órdenes militares exigía la condición de noble y los nobles
monopolizaban, más o menos, el generalato. También se veían favorecidos para
99
Keene a Castres, 11 de abril de 1755, Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, p. 403; Edward
Clarke, Letters concerning the Spanish Nation: Written at Madrid dunng the years 1760 and 1761, Londres,
1763, p. 342.
100
Ehzabeth Vassall, baronesa Holland, The Spanish Journal of Ehzabeth Lady HoIland, ed. conde de
Ilchester, Londres, 1910, pp. 136, 196-197 (año 1804); véase también Townsend, A Journey through Spain,
II, pp. 155-158.
101
Bourgoing, Modern State of Spain, I, pp. 152-153.
102
Townsend, A Journey through Spain, II, p. 269.
103
Citado en Rodríguez, Campomanes, p. 112.
104
Intendente de Burgos a Esquilache, 8 de diciembre de 1765, AGS, Secretaría de Hacienda, 584.
Borbones. Carlos III promulgó el 18 de marzo de 1783 un famoso decreto declarando que
las profesiones manuales eran «honestas y honorables ... Las artes y oficios no deben
perjudicar el disfrute y las prerrogativas de la hidalguía». 105 Al igual que muchas
afirmaciones políticas de este reinado, ésta era ambigua. No afirmaba la supremacía de los
valores económicos en la posición social, sino tan sólo su importancia y, por supuesto,
aceptaba la superioridad de la hidalguía.
En el curso del siglo XVIII la alta nobleza y el clero constituyeron las clases altas.
Por otro lado, gran parte de la baja nobleza comenzó a perder ingresos e influencia y a
abandonar lo que se había convertido para ellos en una situación arcaica. Esa movilidad
descendente entre los hidalgos fue acompañada por el movimiento ascendente de los
comerciantes, artesanos urbanos y campesinos para converger y formar una nueva clase
media. La cronología de su formación y las etapas de su existencia en forma embrionaria,
incipiente y parcial hasta su culminación en la clase media del siglo XIX son difíciles de
establecer. También su composición permaneció oscura en las primeras fases. Grupos de
comerciantes de cierta importancia sólo se encontraban en Cádiz y en Barcelona, con
enclaves más reducidos en Bilbao, Santander, Sevilla, Málaga y Madrid. Según el censo de
1797, el número de comerciantes al por mayor era de 6.824, y el de comerciantes al por
menor de 18.861. A ellos se podían añadir algunos hombres de negocios activos en la
industria, especialmente en Cataluña. El número de funcionarios ascendía a 30.000, en su
mayor parte ocupados en tareas fiscales, y la profesión legal absorbía a unas 20.000
personas, incluidos los escribanos y las profesiones liberales. En consecuencia, los sectores
medios de la sociedad no constituían un grupo numeroso y no poseían un sentimiento
fuerte de identidad de grupo ni una conciencia de clase. Eran un conjunto amorfo formado
por comerciantes, hidalgos trabajadores, sacerdotes, funcionarios, pequeños labradores y
miembros de las profesiones liberales, clase media en el sentido de que no pertenecían ni a
la élite terrateniente ni al campesinado sin tierra, muchos de ellos divididos sobre las
cuestiones del momento y la mayor parte de acuerdo solamente en una cosa, en la utilidad
de conseguir una propiedad y un título. El deseo de escapar de la clase a la que pertenecían
mediante el ennoblecimiento era comprensible, pues la agricultura era una buena inversión
y no exigía necesariamente el abandono de la profesión. Pero sigue planteando una duda:
¿La movilidad social significaba el ascenso de la clase media o el refuerzo de la
aristocracia? ¿No trabajaba el grupo más dinámico de la sociedad para beneficiarse de la
estructura existente más que para modificarla?
El desarrollo de la clase media fue fruto del crecimiento de la burocracia y de la
economía a lo largo del siglo XVIII. Los nuevos grupos, sin posibilidad de cambiar la
estructura social, podían influir en la política económica, como se ve en las leyes sobre los
cereales de 1765, en el decreto de la libertad de comercio con las Indias en 1778 y en la
tendencia hacia el proteccionismo. Pero no existe una conexión causal directa entre el
crecimiento económico y el cambio social. En la mayor parte de los casos de una
modificación de la política económica, los grupos privilegiados de terratenientes y los
exportadores agrícolas también se beneficiaron, lo que indica que las presiones triunfaban
cuando se producía la coincidencia de intereses entre los nuevos y los viejos grupos. Por sí
105
Wilham J. Callarían, Honor, Commerce and Industry in Eighteenth-Century Spain, Boston, Mass., 1972,
p. 52.
que los jornaleros del campo. Los salarios reales tendieron a aumentar, tendencia que
alcanzó su punto más elevado en el reinado de Fernando VI. Sin embargo, teniendo en
cuenta la gran elevación de precios que se produjo a partir de 1780-1790, los salarios eran
bajos e incluso en Cataluña quedaron por detrás de los precios. 111
Las clases rurales dominaban la población. En el centro de España —las dos
Castillas, Extremadura y La Mancha— los campesinos constituían el 80 por 100 de la
población activa, la mayor parte de ellos víctimas de la inseguridad, la pobleza y,
frecuentemente, de la malnutrición. El norte y el sur se hallaban en extremos opuestos en la
distribución de la propiedad y el porcentaje de jornaleros se incrementa cuando nos
acercamos hacia el sur. Esto no significaba riqueza para el norte en contraste con penuria
para el sur. Antes bien, hay que decir que el norte y el sur eran dos polos de miseria rural,
dos modos de privación. En el conjunto de España, según el censo de 1797 había
1.824.353 campesinos, de los cuales 364.514 eran campesinos propietarios, es decir, el 19
por 100, 507.423 campesinos arrendatarios, el 27 por 100, 805.235, y jornaleros, el 44 por
100. Sin embargo, los contratos de muchos arrendatarios eran muy desfavorables y muchos
pequeños propietarios se veían abrumados por las deudas y terminaban como arrendatarios.
La Mancha es un ejemplo de diversidad rural con el denominador común de la pobreza:
junto a un número de ricos campesinos que habían acumulado su propia tierra o que la
arrendaban de los señores, existía una clase más numerosa de pequeños propietarios,
muchos de los cuales descendían hasta convertirse en jornaleros. 112 Por tanto, las clases
populares, divididas incluso en su marginalidad, tenían escaso sentido de identidad y
menos capacidad de organización. En ocasiones de especial opresión, por ejemplo en
Valencia, un atisbo de movimiento de protesta podía observarse en los litigios recurrentes,
en la resistencia cotidiana ante los derechos señoriales y en los estallidos esporádicos de
violencia, mientras que en las ciudades de toda España las crisis de subsistencia y los
tumultos como consecuencia de la escasez de alimentos unían brevemente a los grupos
urbanos, a los artesanos pobres, a los vagos y a los campesinos inmigrantes. Signos de
desorden, pero no conflicto de clases.
En algunas partes del país la pobreza se veía agravada por la condición de vasallo y
de arrendatario del campesino. Este era el caso en Asturias, donde las privaciones se
atribuían al excesivo poder señorial y a los exorbitantes derechos feudales de los nobles y
los eclesiásticos:
Las habitan gran número de familias tan pobres que en los años más fértiles
casi no prueban el pan, carne ni vino y se alimentan con leche, mijo, fabas, castañas y
otros frutos silvestres. Su desnudez llega a ser notoria deshonestidad, y lo mismo
sucede en sus lechos y habitaciones, porque al abrigo de unas pajas y debajo de una
misma manta suelen dormir padres, hijos y hijas, de que resultan no pocas ofensas
113
contra Dios.
La estructura social del campo contenía una tosca forma de dominio, al que el
campesino se sometía por su hábito de obediencia y docilidad, sabiendo también que era
observado, que detrás de su señor estaba el intendente y tras el intendente las fuerzas de la
ley. El intendente de Burgos informaba en 1765:
111
Earl J. Hamilton, War and Prices in Spain, 1651-1800, Cambridge, Mass., 1947, pp. 214-216; Vilar, La
Catalogne dans l'Espagne moderne, III, pp. 419-454.
112
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 197.
113
Informe del visitador Antonio José de Cepeda, oidor de Valladolid, sobre las zonas de la Montaña en
1711, citado por Domínguez Ortiz, ibid., pp. 149-150.
... con dolor mío noto una desidia inveterada en la plebe sin aplicación a cosa
alguna, vagamundos, y miserables, embueltos en sus casas, bien hallados en el ocio, y
la infelicidad; pero quietos, obedientes, y sin vicios notables. No tienen fábricas; no
conocen el comercio, ni género alguno de industria; y si mis primeras reflexiones no
me engañan, me parece, que con facilidad pudieran establecerse las de paños,
estameñas, y otros géneros de lana ... Sembrándose cáñamos, o trayén-dolos de la
Rioja, que abundan, se harían buenas lonas, y jarcias, con inmediación a la mar, para
transportarlas a poca costa, a los reales arsenales del océano; pero para todo esto, y las
demás manufacturas, que inspirase el tiempo y la experiencia, sería preciso traher
114
maestros catalanes que los enseñasen, porque son activos y excelentes en todo.
Informe extraordinariamente estúpido, que confunde causa y efecto, autor y víctima
y que ignora las condiciones históricas de la depresión rural e industrial en Castilla la
Vieja.
El nivel de vida de los sectores populares siguió siendo bajo debido a la mala
distribución permanente de los recursos, agravada en el siglo XVIII por las crisis de
subsistencia recurrentes y por la decadencia de la industria artesanal. Las condiciones de
los campesinos en Andalucía eran, tal vez, las peores de España. Los jornaleros vivían al
límite de la inanición, sobreviviendo con la ayuda del trabajo de sus mujeres y sus hijos, de
la caridad y buscando comida en las basuras. En los inicios del siglo XVIII los salarios de
los peones eran, por lo general, de 5 o 6 reales al día, en un momento en que el precio del
trigo era de 5,5 reales. 115 Sin embargo, en Andalucía hubo escasos tumultos como
consecuencia de la escasez de alimentos. Los acontecimientos de 1766 en Madrid tuvieron
allí escasa repercusión, las crisis agrarias se aceptaban con resignación fatalista, tratando
los campesinos de buscar alguna vía de escape en las industrias rurales. Por supuesto,
también estas industrias estaban en decadencia y alcanzaron su punto más bajo en el siglo
XVIII. 116 La inexistencia de un mercado nacional y de datos adecuados hace difícil
determinar las variaciones del nivel de vida y del poder de compra entre los diferentes
grupos ocupacionales. Cuando la cosecha era mala, al año siguiente se elevaban los precios
del trigo en un 400 por 100, añadiéndose el coste a la escasez en la lucha por la
supervivencia. 117
En la provincia de Madrid, en 1754 los salarios de los maestros tejedores eran de 15
reales, los de los oficiales de 6 reales, pero los pastores no ganaban más que 4 reales y los
jornaleros 5. En Madrid, el nivel de vida se deterioró en el siglo XVIII, como puede
apreciarse por el descenso de matrimonios y nacimientos y el incremento de la mortalidad
y del número de huérfanos. 118 Al tiempo que aumentaba la riqueza de la ciudad en 1750-
1800, los salarios reales de los grupos que ocupaban los escalones inferiores en la escala
social permanecieron bajos. Las élites urbanas mejoraron su posición, se incrementó la
desigualdad en la distribución de la renta y el poder de compra de los sectores populares
disminuyó. Mientras la población de la periferia se beneficiaba, en las postrimerías del
siglo XVIII, del comercio exterior y colonial, los salarios disminuyeron en Madrid, entre
1750 y 1790, en un 30 por 100 con respecto al índice general de precios. En los últimos
años del decenio de 1780, la pobreza urbana provocaba la inquietud de las esferas oficiales
114
Intendente de Burgos a Esquiladle, 8 de diciembre de 1765, AGS, Secretaría de Hacienda, 584.
115
Intendente de Burgos a Esquiladle, 8 de diciembre de 1765, AGS, Secretaría de Hacienda, 584.
116
Gonzalo Anes, El Antiguo Régimen: los Borbones, Madrid, 1981, pp. 195-203.
117
Anes, Economía e Ilustración, p. 60.
118
David R. Ringrose, Madrid and the Spanish Economy, 1560-1850, Berkeley-Los Ángeles, Calif., 1983, p.
59 (hay trad. cast.: Madrid y la economía española, Madrid, 1985).
119
Ibid., p. 96.
120
Rosa María Pérez Estévez, El problema de los vagos en la España del siglo XVIII, Madrid, 1976, pp. 56-
73.
121
Ibid., pp. 94-103, 258-259.
122
Prívate Correspondence of Sir Benjamín Keene, pp. 180-181; Antonio Rodríguez Villa, Don Cenón de
Somodevilla, marqués de la Ensenada, Madrid, 1878, p. 164; Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo
XVIII español, pp. 292-293.
utilizaba en telares, bastidores para medias, en las máquinas de hilar o en otras máquinas,
proporcionándoles objetivos e incentivos económicos. Townsend experimentaba una
aversión ideológica hacia la caridad, generadora de dependencia y de pereza y desafió al
obispo de Oviedo sobre el efecto pernicioso de las limosnas. El obispo se mostró de
acuerdo, pero señaló que «corresponde a los magistrados librar las calles de mendigos; mi
obligación consiste en dar limosna a cuantos la solicitan».123 En conjunto, los vagabundos
preferían la caridad a los hospicios, que eran considerados en parte como prisiones, en
parte como reformatorios y en parte como fábricas donde se les explotaba y que, en
cualquier caso, no les proporcionaban un empleo permanente. 124
Las condiciones de vida y de trabajo en los límites de la sociedad no dejaron de
despertar protestas. Si bien la rebelión social era rara, la protesta social en las fábricas y
astilleros se dejó sentir tanto entre la mano de obra libre como entre la forzosa. Los grupos
de vagabundos a los que se hacía trabajar en los arsenales reales no tardaban en airear sus
agravios por la larga jornada de trabajo, el duro trato que recibían, la comida y el
alojamiento inadecuados y los severos castigos reservados para los que se quejaban. 125
Hacían llegar sus quejas a los intendentes, comandantes y sacerdotes y cuando no se hacía
nada protestaban más violentamente a través de huelgas de hambre, intentos de provocar
incendios y rebeüones abortadas. En septiembre de 1754 hubo un tumulto en El Ferrol
cuando se retrasó el pago de los salarios de los trabajadores del arsenal. Abandonaron el
trabajo, protestaron y se reunieron fuera del arsenal, donde esa misma tarde se pagaron los
salarios y se detuvo a los cabecillas. A la mañana siguiente, muchos trabajadores fueron
apartados y obligados a explicar las razones de la huelga. Al no responder, se les encadenó
para que sirvieran como ejemplo para otros, unos fueron enviados a las penitenciarías
africanas y una cuarta parte de los trabajadores fueron despedidos. 126 Estos eran los
trabajadores libres. En Cartagena, en 1757, los convictos tomaron la iniciativa en un
intento cuidadosamente planeado de envenenar a los guardias y escapar. Sólo la revelación
de un sacerdote en el último minuto abortó el plan. Un intento similar en el arsenal de
Caracca, en Cádiz, en marzo de 1765 fue también revelado por un sacerdote y frustrado en
el último momento. La acción desarrollada en el arsenal de Guarnizo en abril de 1766 fue
una manifestación concreta de la inquietud social que se vivió por toda España en la
primavera de ese año. En este caso, los agravios eran el precio y la calidad de los
alimentos, las rentas elevadas y la ausencia de servicios médicos y religiosos en el arsenal.
Los trabajadores fueron a la huelga y amenazaron con marchar sobre Santander «para
impedir que el trigo se envíe a Francia», utilizando así su importancia en la industria para
hacer patente una postura política. El conflicto continuó hasta fínales de junio cuando se
llegó a un acuerdo por el cual se concedía media paga a los trabajadores heridos y una
cuarta parte de la paga a los enfermos y algunos de los huelguistas fueron despedidos. 127
Encontramos nuevos ejemplos de acciones de este tipo en 1782, 1795, 1797 y 1808,
provocadas, por lo general, por las dificultades económicas del gobierno y el retraso
subsiguiente en el pago de los salarios y, en ocasiones, con resultados violentos.
Las huelgas de los trabajadores de los arsenales no eran las únicas que ocurrían.
También la industria textil tiene una historia de protestas, paros y huelgas, en Béjar en
1729, en Ávila en 1784 y 1908 y en Guadalajara durante todo el siglo XVIII. En esta
123
Townsend, A Journey through Spain, II, pp. 9, 374-383.
124
Callahan, Honor, Commerce and Industry in Eighteenth-Century Spain, pp. 60-64.
125
Pérez Estévez, El problema de los vagos en la España del siglo XVIII, pp. 259-263.
126
José P. Merino Navarro, La Armada Española en el siglo XVIII, Madrid, 1981, pp. 74-75.
127
Ibid., pp. 75-76.
ciudad la manufactura real experimentó una inquietud laboral durante mucho tiempo y
frecuentes incidentes, que no equivalían todavía a un movimiento de clase obrera, pero que
demuestra que los trabajadores eran capaces de realizar acciones individuales y colectivas
para conseguir mejoras salariales, mejores condiciones y procedimientos legítimos. Es una
prueba más, si es que hace falta, de que el siglo XVIII fue un periodo muy duro para las
clases populares.
La España urbana
La vida urbana española era una dicotomía entre la ciudad política de Madrid,
aislada en el interior de Castilla, y los centros comerciales de la periferia, con su mirada
dirigida hacia el Atlántico y las tierras situadas más allá. El contraste se saldaba no
necesariamente con una desventaja para Madrid, porque la riqueza y la población de
Castilla eran importantes, si no dinámicas. Madrid no tenía edificios monumentales, ni
universidad, ni sede episcopal y tampoco grandes instituciones económicas, pero era la
gran sede del gobierno, la capital de un imperio y la concentración de población más
importante de la península. El siglo XVIII fue un periodo de crecimiento moderado,
aunque no espectacular. La población de Madrid se incrementó desde 11.268 habitantes en
1743 a 184.404 en 1799, más o menos en consonancia con las tendencias económicas y
reflejando la prosperidad del decenio de 1750, la crisis de mediados de los años 1760, el
crecimiento y las fluctuaciones del periodo 1770-1793 y la aguda crisis desencadenada en
torno a 1800 con el declive consiguiente hasta 1812. 128
Los visitantes disfrutaban la vida social de Madrid pero no su medio ambiente. El
paisaje circundante era desolado y melancólico y las afueras se hallaban en una mísera
condición. Fuera lo que fuere aquello en lo que los madrileños acomodados gastaban su
dinero, desde luego no lo hacían en construir mansiones elegantes. Pero Carlos III y sus
ministros decidieron mejorar el centro de la ciudad y los visitantes no tardaron en sentirse
impresionados:
Tiene algunas bellas calles pero muy pocos edificios hermosos. El
edificio de Correos, construido bajo la dirección del marqués de Grímaldi, es
de mal gusto y de la peor arquitectura francesa. La Aduana, que está siendo
construida por Sabatini, es una obra importante y, si no estuviera limitada por
el espacio, su gran talento y capacidad harían de ese edificio una obra maestra.
El palacio es una inmensa mole, que se levanta en lo alto de una colina y que
muestra su magnificencia en la zona noreste de la ciudad. 129
Aranda introdujo nuevas mejoras, pavimentando e iluminando las calles y
diseñando El Prado como un amplio paseo público que separaba la ciudad del Buen Retiro.
En ese momento se planificó la Puerta de Alcalá de Sabatini. Pero los palacios de la
nobleza no eran bellos y muchas veces se levantaban a pocos metros de posadas, tiendas y
calles poco cuidadas. En cuanto a las casas de la clase media, no daban la impresión de
corresponder a un grupo decidido a imponer sus criterios: «Los sectores medios viven en
pisos separados, como en Edimburgo, lo que hace que la entrada común para muchas
familias sea sucia y desagradable: los portales aparecen llenos de todo tipo de suciedad». 130
128
Ringrose, Madrid and the Spanish Economy, pp. 27, 58-61.
129
Harris, Diaries and Correspondence, I, pp. 41-42 (escrito en 1768-1770).
130
Dalrymple, Travels through Spain and Portugal, pp. 40-41.
La higiene en general era escasa y con frecuencia se ignoraba la norma de arrojar la basura
en los basureros públicos y no en las calles.
La economía de Madrid —se decía muchas veces— consistía en el gobierno y la
sastrería. Madrid, lejos de estimular a la economía española, contribuía a deformarla. 131 En
los primeros siglos de la Edad Moderna la población cada vez más numerosa de Madrid y
la necesidad de conseguir aprovisionamientos hizo que se dirigieran hacia ella los recursos
de otras ciudades de Castilla, lo que condujo a su decadencia. Ahora bien, Madrid
constituía un mercado relativamente pequeño. La concentración de rentas en una reducida
élite política y aristocrática suponía que Madrid consumiera gran cantidad de productos de
lujo importados, cuya demanda permaneció inelástica. Al mismo tiempo, el resto de la
población de la capital vivía casi en los niveles de subsistencia y su demanda de productos
alimenticios básicos también era inelástica, por cuanto era imposible de reducir aún más.
Esa estrecha estructura del mercado resultó fatal para las industrias artesanales de Castilla
y para el sector manufacturero de Madrid y tampoco fue beneficiosa para los productores
agrícolas. La consecuencia fue que «la capital transmitía fuerzas económicas al hinterland
castellano, de manera que reforzaba su estancamiento económico». 132 Esto determinó que
Castilla quedara atrás cuando en el siglo XVIII la periferia comenzó a participar en la
expansión marítima y comercial y a incrementar su producción para hacer frente a la
demanda del mercado internacional. Madrid, centro de tanta riqueza, no tenía en qué
invertirla excepto en la tierra y en los depósitos de los Cinco Gremios Mayores. En
consecuencia, durante el decenio de 1750, la economía de Madrid estaba dominada por las
élites políticas, terratenientes y eclesiásticas, que constituían en conjunto el 21 por 100 de
la población activa, pero que absorbían el 67 por 100 de todas las rentas posibles. 133 Muy
por debajo se situaban los sectores mercantil y profesional, con el 8,7 por 100 de la
población activa y el 8,5 por 100 de las rentas. En conjunto, estos grupos acumulaban el 75
por 100 de las rentas urbanas. Por su parte, los artesanos y otros trabajadores, que
constituían el 46 por 100 de la mano de obra total, sólo recibían el 11 por 100 de las rentas
urbanas. Durante el resto de la centuria, la distribución de las rentas en la capital se
modificó aún más en detrimento de los sectores populares. A lo largo del siglo XVIII,
Barcelona experimentó dos formas de crecimiento: en su condición de ciudad comercial,
superó los límites del Mediterráneo y se convirtió, de hecho, en un puerto atlántico. Como
centro industrial, se desarrolló pasando del marco artesanal tradicional al de una ciudad
industrial moderna. En 1805 había en Barcelona 166 comerciantes autorizados, cuatro
grandes compañías de seguros, 58 agentes de cambio y 23 agentes consulares, 91 fábricas
de estampados de algodón, que concentraban gran número de trabajadores, y fábricas de
otro tipo, como de fundición de cañones y de vidrio. El modelo se reproducía en las
poblaciones más pequeñas de la costa catalana. En 1800, Barcelona tenía una población de
100.000 habitantes y las localidades circundantes estaban experimentando un crecimiento
aún más rápido. Otro indicio de cambio se manifestó en 1763-1764, cuando la crisis
agraria derivó hacia la ciudad a unos 100.000 campesinos que casi inmediatamente fueron
absorbidos por la industria textil como trabajadores asalariados. También los artesanos
pasaron a depender de la capital comercial, ya fuera de los empresarios o de maestros
acomodados. Una nueva estructura social surgía en Barcelona en contraste total con la que
existía en Madrid. 134 En el censo de 1787, sólo figuraban 235 hidalgos (en Madrid había
131
Ringrose, Madrid and the Spanish Economy, pp. 85-87, 97-98, 185-192.
132
Ibid., p. 87.
133
Ibid., pp. 72-74, 318.
134
Martínez Shaw, «La Cataluña del siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 97-108.
8.545), pero 599 industriales, algunos de los cuales empleaban a centenares de trabajadores
e iban camino de acumular grandes riquezas. Barcelona, más desarrollada que Madrid, era
también más dinámica que Sevilla.
Sevilla estaba encerrada en la estructura agraria de Andalucía, que era
completamente inmóvil. Es cierto que se vio aquejada de una serie de adversidades
excepcionales a comienzos del siglo XVIII —deterioro de la actividad comercial como
consecuencia de la Guerra de Sucesión, un ciclo de malas cosechas y elevada mortalidad y
la pérdida del monopolio del comercio americano en favor de Cádiz—, pero seguía
contando con una serie de ventajas como centro de una agricultura comercial y sede de una
administración regional que con intendentes como Olavide conoció sus momentos de auge.
La ciudad contaba con un sector artesano tradicional y una serie de fábricas importantes: la
fábrica real de tabaco, que ocupaba un hermoso edificio, contaba con una mano de obra
numerosa (1.500 trabajadores) y una importante producción. También existía la empresa
privada, pero con menos éxito. Sin embargo, la población permaneció estacionaria en unos
85.000 habitantes, en todo caso con una ligera tendencia descendiente. 135 En 1800,
Barcelona detentaba la posición de segunda ciudad de España.
Las pérdidas de Sevilla fueron ganancias para Cádiz. Cádiz vio como aumentaba su
prosperidad en el siglo XVIII y los años posteriores a 1778 fueron su edad de oro, cuando
la pérdida del monopolio legal del comercio americano demostró simplemente que
disfrutaba de un monopolio natural. Cádiz siguió siendo el principal puerto atlántico de
España, base naval, centro del comercio internacional y del capital, así como foco de la
atención europea. Sólo a partir de 1796, durante la larga guerra con Inglaterra, declinó y se
agostó el comercio colonial, vital para Cádiz. Algunos de sus 70.000 habitantes estaban
empleados en la industria artesanal, que compensaba la carencia de actividad agrícola. Pero
Cádiz nunca llegó a ser un centro industrial. Fundamentalmente, era un gran almacén cuyas
exportaciones a América procedían del resto de España y Europa. Su estructura económica
estaba dominada por extranjeros, mientras que la burguesía nativa obtenía sus beneficios
de su condición de agentes comisionistas de empresas extranjeras más que por su actividad
de comerciantes independientes y capitalistas. En este sentido, eran más «hispánicos» que
los comerciantes barceloneses.
Bilbao era importante para España pero pequeña en el contexto europeo. En el
ámbito comercial, su función era exportar lana y hierro. Las exportaciones aumentaron de
un promedio de 25.000 sacos de lana anuales a algo más de 30.000 hacia 1780. Para
incrementar su comercio con ultramar, Bilbao tendría que haber penetrado en el mercado
colonial. Tuvo la oportunidad de hacerlo con la implantación del comercio libre en 1778,
pero prefirió sus derechos tradicionales a las nuevas oportunidades. La aduana vasca se
hallaba en el interior, en el Ebro, y no en la costa; y el gobierno central no podía aceptar
que unas provincias que gozaban de exenciones fiscales comerciaran directamente con
América. Por ello, Bilbao y Santander no se incluyeron en la lista de puertos habilitados a
comerciar con América. Por su parte, La Coruña se benefició del permiso para comerciar
con las Indias antes y después de que se decretara el comercio libre, primero exportando su
producción de lino en los buques correo, de propiedad estatal, y luego, a partir de 1778,
desempeñándose, en una actividad peor remunerada, como agente comisionista de las
exportaciones españolas y extranjeras. También esta actividad llegó a su fin con el estallido
de la guerra en 1796, que determinó que la población de La Coruña se dedicara a
actividades corsarias y al comercio de esclavos. 136
135
García-Baquero, «Andalucía en el siglo XVIII», España en el siglo XVIII, pp. 356-357.
136
Alonso Álvarez, Comercio colonial y crisis del Antiguo Régimen en Galicia, PP. 49-92.
Carlos III destacó como contraste, un prodigio entre los ineptos monarcas
Borbones, una importante mejora con respecto al pasado y un modelo no tenido en cuenta
para el futuro. Cuando accedió al trono de España el 10 de agosto de 1759 tenía 53 años,
estaba sano de cuerpo y de espíritu, tenía experiencia en las tareas de gobierno como duque
de Parma y rey de Nápoles y se sabía que era un gobernante reformista, con un criterio
propio. 1 A su llegada a Madrid en el mes de diciembre impresionó a los observadores
extranjeros y a sus propios súbditos por su seriedad, capacidad e integridad. Su vida
personal era ejemplar y mantuvo una gran lealtad a la memoria de su esposa María Amalia
de Sajonia, que murió un año después de su acceso al trono, tras haberle dado trece hijos,
seis de los cuales murieron a temprana edad. En un mundo difícil e incierto, comunicaba
una impresión de benevolencia y estabilidad. Por ello fue respetado por sus
contemporáneos y sobreestimado por los historiadores posteriores. No era ilustrado en el
sentido del siglo XVIII. Su educación católica había sido convencional y era piadoso y
tradicional en su práctica religiosa. Leía poco y tenía escasos intereses culturales y si bien
parece que conocía el mundo de las ideas a través de las conversaciones con los ministros y
cortesanos, no era un innovador intelectual. Sus intereses eran otros.
Más aún que gobernar, le gustaba cazar, o más exactamente disparar, y su mayor
placer consistía en dar muerte a la caza que había sido enviada hacia él. Esta actividad la
practicaba dos veces al día durante todo el año excepto en Semana Santa, una práctica que
sólo variaba cuando se organizaba una gran batida, en el curso de la cual encabezaba un
grupo de cazadores en la matanza de ciervos reunidos por los campesinos de la localidad.
Su fisonomía evolucionó con su obsesión y llegó a adquirir el aspecto de un
guardabosques, más rústico que real. Su aspecto físico es inconfundible, tal como aparece
en los cuadros de Mengs o Goya o en las descripciones de los cronistas contemporáneos.
De hombros redondeados, de gran osamenta, de complexión morena, con una nariz
prominente, podía vérsele habitualmente vestido de manera sencilla y con un fusil, seguido
por sirvientes cargados de provisiones y de animales muertos, como lobos, liebres, grajas y
gaviotas. No se apartaba en lo más mínimo de su rutina diaria: asuntos de gobierno,
disparar, comer, volver a disparar, más asuntos de gobierno, para acostarse a las diez en
punto. Incluso cuando el infante Javier estaba en su lecho de muerte, en Aranjuez, en abril
1
Véanse los estudios clásicos de este reinado a cargo de Antonio Ferrer del Río, Historia del reinado de
Carlos III en España, Madrid, 1856, 4 vols.; Manuel Danvila y Collado, El reinado de Carlos III, Madrid,
1890-1896, 6 vols.; François Rousseau, Régne de Charles III d'Espagne (1759-1788), París, 1907, 2 vols., y
la obra más reciente de Anthony H. Hull, Charles III and the Revival of Spain, Washington, DC, 1980.
Historia de España John Lynch
2
Joseph Townsend, A Journey through Spain in the Years 1786 and 1787, Londres, 1792, 2ª edic., 3 vols., II,
p. 124.
3
Para relatos contemporáneos, véanse conde de Fernán Núñez, Vida de Carlos III, Madrid, 1898, 2 vols.;
Edward Clarke, Letters concerning the Spanish Nation: Written at Madrid during the years 1700 and 1761,
Londres, 1763, pp. 323-324; James Harris, primer conde de Malmesbury, Diaries and Correspondence,
tercer conde de Malmesbury, ed., Londres, 1844, 4 vols., I, pp. 50-51.
4
De Visme a Shelburne, 17 de noviembre de 1766, Public Record Office, Londres, SP 94/175.
5
Bristol a Pitt, 3 de septiembre de 1759, PRO, SP 94/160.
El test de las intenciones y criterios del nuevo monarca fueron los nombramientos
ministeriales. Para reconstruir España existían dos modelos posibles de gobierno. El
primero estaría formado por hombres con ideas nuevas, dispuestos a socavar las estructuras
tradicionales y a oponerse a la política anterior. El segundo sería un gobierno de
pragmáticos cuya prioridad sería la reforma del Estado y el incremento de sus recursos.
Los dos enfoques entrañaban riesgos: el primero podía provocar una contrarrevolución y el
segundo sólo permitiría adoptar medidas tibias. De hecho, la segunda opción sólo se podía
asegurar con ayuda de la primera, porque el Estado sólo podía llevar a cabo una reforma
profunda a expensas de los grupos privilegiados. Carlos comenzó inclinándose hacia el
primer modelo, pero cuando éste encontró oposición, en 1766, adoptó una combinación de
los dos en una administración que duró hasta 1773. Entonces hizo su elección definitiva y
optó por un gobierno de administradores pragmáticos que cumplieron muchas de las
expectativas que habían despertado, pero que no modificaron sustancialmente la situación
de España. Varias razones explican este cambio. La primera, la escasez de personajes de la
vida pública que conjugaran unas ideas ilustradas con una capacidad administrativa; a la
6
Alian J. Kuethe y Lowell Blaisdell, «The Esquilache Government and the Reforms of Charles III in Cuba»,
Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gessellschaft Lateinamerikas, 19 (Colonia, 1982), pp
117-136.
7
Harris, Diaries and Correspondence, I, p. 56.
8
Rochford a Halifax, 13 de enero de 1764, PRO, SP 94/166, 7 de mayo de 1764, PRO, SP 94/167.
9
Bristol a Pitt, 31 de agosto de 1761, PRO, SP 94/164; Rochford a Halifax, 6 de agosto de 1764, PRO, SP
94/168; Alian J. Kuethe, «Towards a Periodization of the Reforms of Charles III», en Richard L. Garner y
William B. Taylor, eds., Iberian Colonies, New World Societies: Essays in Memory of Charles Gibson, 1985,
pp. 103-117.
La Ilustración en España
La monarquía española no vivía aislada. Era una época absolutista, en la que los
reyes intentaban, en todas partes, ser en la práctica tan poderosos como lo eran en teoría, en
parte para superar la resistencia a la modernización, en parte para derrotar a quienes
luchaban con ellos por el poder, como la Iglesia, y también para sobrevivir en un mundo de
conflictos internacionales. Algunos gobernantes intentaron reformar el gobierno y la
administración y en el proceso comenzaron a utilizar a una burocracia profesional, para
poseer más información y para perfeccionar la máquina financiera. ¿Hasta qué punto
estaban influidos por las ideas de la época? ¿Era la Ilustración o la conveniencia el punto
de mira fundamental del nuevo absolutismo? La respuesta parece ser que la filosofía era
una influencia pero no una causa. El programa de reformas estaba informado por un
espíritu empirista y respondía a unas necesidades más que a unas ideas. Es cierto que los
gobernantes invocaban una nueva justificación teórica para su posición, ya fuera la teoría
contractual de Locke o la teoría del «despotismo legal» defendida por los fisiócratas,
quienes creían que la monarquía se justificaba por sus funciones. Eran éstas la defensa de
la libertad y la propiedad, y si la monarquía quería conseguir estos objetivos de forma
eficaz necesitaba un poder ejecutivo y legislativo fuerte. Pero, en conjunto, se hace difícil
encontrar un modelo coherente de ideas ilustradas en las monarquías de la época, que
seguían actuando en el marco de autoridad y jerarquía existente.
Las ideas políticas de la Ilustración no eran ni mucho menos sistemáticas, pero
pueden apreciarse una serie de temas característicos. 11 El gobierno de los hombres
10
J. F. Bourgoing, Modern State of Spain, Londres, 1808, 4 vols., II, p. 159.
11
Para un estudio comparativo, sin incluir el caso de España, véase Roy Porter y Mikulás Teich, eds., The
Enlightenment in National Context, Cambridge, 1981; sobre el absolutismo ilustrado, véase H. M. Scott, ed.,
Enlightened Absolutism. Reform and Reformers in later Eighteenth-Century Europe, Londres, 1989.
derivaba de los derechos naturales y del contrato social. Entre los derechos fundamentales
se hallaban la libertad y la igualdad. Éstos podían ser discernidos por la razón, que se
oponía a la revelación y la tradición y que era la fuente de todo conocimiento y actuación
humana. El progreso intelectual no debía verse obstaculizado por el dogma religioso y la
Iglesia católica era identificada como uno de los principales obstáculos para el progreso. El
objetivo del gobierno era conseguir la mayor felicidad posible para el mayor número de
personas, y la felicidad se medía en gran medida en términos de progreso material. El
objetivo era incrementar la riqueza, aunque para ello se contemplaran procedimientos
diferentes: unos defendían el control de la economía por parte del Estado y otros un
sistema de laissez-faire. El éxito de los philosophes en la propagación de sus ideas —y en
conseguir silenciar a sus oponentes— ocultó una serie de fallos e incoherencias en su
visión del mundo. Uno de los puntos débiles de la Ilustración era la estructura y el cambio
social. La Ilustración no era en esencia un instrumento revolucionario, sino que aceptaba el
orden existente de la sociedad, apelando a una élite intelectual y a una aristocracia de
mérito. Era hostil a los privilegios seculares y a la desigualdad ante la ley, pero poco tenía
que decir sobre las desigualdades económicas y sobre la redistribución de los recursos en el
seno de la sociedad. Por esta razón era atractiva para los absolutistas. ¿Pero cómo podía
serlo para los católicos? Los escritos deístas y librepensadores, difundidos desde Inglaterra,
adquirieron nueva vigencia en Francia en el siglo XVIII. Cuando el deísmo salió a la luz
pública con los escritos de Voltaire y los enciclopedistas, no era una teología precisa sino
una forma vaga de religión utilizada como sanción de la política y la moral y como
protección contra la acusación de ateísmo. El reforzamiento del escepticismo en la religión
y la ofensiva específicamente anticristiana de los philosophes no representaban tan sólo
posiciones intelectuales; apoyaban también intentos de incrementar el poder del Estado
sobre la Iglesia e incluso de crear una religión estatal que, aunque espúrea, era considerada
como necesaria para el orden público y para la moral.
La literatura de los philosophes franceses sólo era conocida por una pequeña
minoría de españoles cultos, unos millares a lo sumo, pertenecientes a grupos burocráticos,
académicos, legales y eclesiásticos, en su mayor parte vinculados a la clase política en
Madrid y a algunos centros comerciales que tenían contacto con personas, ideas y escritos
procedentes del extranjero. En la primera mitad de la centuria se había producido una cierta
revitalización de la actividad intelectual, que se reflejó en la fundación de la Biblioteca
Nacional (1711), de la Academia Española (1713), de la Academia de la Historia (1735) y
de otras instituciones que con el tiempo constituirían una infraestructura para la
investigación, pero cuya distinción y utilidad no eran evidentes todavía. Fue una persona,
un precursor, el que indicó el camino. La fuente más importante de inspiración para
quienes perseguían el conocimiento fue un oscuro monje benedictino y profesor
universitario, Benito Jerónimo Feijoo, escritor con una misión y con un talento: conseguir
que sus compatriotas despertaran de su sopor y convencerles de que aprobaran el nuevo
conocimiento y aceptaran el cambio, y que trataran de alcanzar la verdad a través de la
razón y la experiencia, considerando la innovación como un medio para llegar a la
prosperidad. En una serie de obras enciclopédicas intentó poner a España al día en lo
referente al pensamiento europeo. Su Teatro crítico universal, en nueve volúmenes (1726-
1739), seguido por las Cartas eruditas en cinco volúmenes, no eran sencillos ni baratos,
pero se vendieron fácilmente a un público preparado para lo que contenían, información
global sobre una serie de tenías —teología, filosofía, ciencia, medicina e historia— en un
lenguaje claro y nítido y por un autor que era crítico sin ser iconoclasta, moderno sin
arrinconar los valores españoles. 12 Pero existía un límite a lo que los españoles podían
aprender de Feijoo, un especialista en algunos tenías pero no en todos, y hacia 1750 el
público lector esperaba nuevas fuentes de conocimiento.
Las ideas de la Ilustración penetraron en España desde mediados de la centuria.
Llegaron poco a poco y el flujo fue más fuerte en algunos campos que en otros, pero
gradualmente atravesaron las barreras oficiales que se interpusieron en su camino y
alcanzaron a aquellos que poseían los medios y el deseo de saber. La Encyclopédie
francesa, prohibida por la Inquisición española en 1759, estaba el alcance de quienes
deseaban leerla. 13 El conocimiento científico y técnico se difundió a través de libros,
visitas, museos y la prensa y en los decenios de 1770 y 1780 los escritos de Buffon y de
Linneo habían llegado a las manos de los lectores interesados. Las ideas económicas se
discutían con libertad; el pensamiento mercantilista, importado en gran parte, se revitalizó
a mediados de la centuria, aunque los escritos de los fisiócratas y de Adam Smith sólo
fueron conocidos por algunos lectores hasta los años 1780. 14 Las ideas políticas eran más
controvertidas. Los escritos de Montesquieu, test crucial para la Ilustración en muchos
sentidos, contenían demasiados argumentos en favor de la libertad individual, la tolerancia
religiosa y la monarquía constitucional como para escapar a la atención de la Inquisición,
pero a pesar de que fueron prohibidos su pensamiento penetró en la península. Rousseau
fue recibido de forma desigual en España, como en la mayor parte de Europa, y sus obras
fueron condenadas por unos y ensalzadas por otros, pero de una u otra forma todas ellas
eran conocidas por la élite culta, como las de Condillac y Raynal. Por otra parte, el impacto
de Voltaire, aunque ciertamente era un autor conocido, fue menor, no sólo a causa de la
Inquisición, de la que era posible escapar, ni de la oposición conservadora, que era
intelectualmente débil, sino porque despertó menos interés entre los lectores potenciales. 15
Los canales de difusión de la Ilustración también fueron de nueva creación. Las
universidades se hallaban en medio de la reforma, sin resolver aún el conflicto entre
tradición y modernidad, sus estructuras demasiado ancladas en el pasado como para poder
actuar como receptáculos de innovación. 16 Los lugares de debate fueron las Sociedades
Económicas y la prensa, creadas ambas en el espíritu de la época y reflejo de sus
preocupaciones. Entre 1765 y 1820 se crearon en España unas 70 Sociedades Económicas,
según el modelo del original vasco, protegidas por Campomanes y por el Consejo de
Castilla y sostenidas por el doble interés de sus miembros en las ideas europeas y en la
situación de España. 17 Aunque encontraron una cierta hostilidad por parte de los
conservadores, en modo alguno eran anticlericales y, de hecho, entre sus miembros se
contaban algunos eclesiásticos. Su objetivo fundamental era mejorar la agricultura, el
comercio y la industria mediante el estudio y la experimentación y su interés en la
Ilustración era pragmático más que especulativo. Desde el punto de vista social, pretendían
12
Sobre Feijoo, véanse Luis Sánchez Agesta, El pensamiento político del despotismo ilustrado, Madrid,
1953, pp. 35-84; Julio Caro Baroja, «Feijoo en su medio cultural», El P. Feijoo y su siglo, Oviedo, 1966, 3
vols., I, pp. 153-186.
13
Jean Sarrailh, L'Espagne éclairée de la seconde moitié du XVII siécle, París, 1954, pp. 269-270 (hay trad.
cast.: La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, Madrid, 19792).
14
Robert S. Smith, «The Wealth of Nations in Spain and Hispanic America, 1780-1830», Journal of Political
Economy, 65 (1957), pp. 104-125.
15
Richard Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, Princeton, NJ, 1958, pp. 42-85 (hay trad. cast.:
España y la Revolución del siglo XVIII, Madrid, 1973).
16
Sobre la reforma universitaria, véase infra, pp. 627-629.
17
Sarrailh, L'Espagne éclairée, pp. 225-262; Robert J. Shafer, The Economic Societies in the Spanish World
(1763-1821), Syracuse, Nueva York, 1958, pp. 24-28.
18
Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, pp. 183-200.
19
Laura Rodríguez Díaz, Reforma e Ilustración en la España del siglo XVIII. Pedro Rodríguez de
Campomanes, Madrid, 1975, pp. 45-47, 93; sobre Campomanes, véanse también Felipe Álvarez Requejo, El
conde de Campomanes: su obra histórica, Oviedo 1954, Ricardo Krebs Wilckens, El pensamiento histórico,
político y económico del conde de Campomanes, Santiago, 1960, y M. Bustos Rodríguez, El pensamiento
socioeconómico de Campomanes, Madrid, 1982
20
Citado por Rodríguez, Campomanes, p. 81.
privilegios del clero sobre el bienestar de la sociedad y el poder de los gremios sobre la
industria nacional. Las razones concretas de la postración de España eran, según
Campomanes, la utilización equivocada de los metales preciosos, el excesivo número de
eclesiásticos, la expulsión de los moriscos y los elevados impuestos. Era la de
Campomanes una visión «liberal» convencional del pasado de España, procedente de su
lectura de los arbitristas, diseñadores tradicionales de proyectos de reforma, y de autores
del siglo XVIII como Uztáriz. Esa utilización de la historia entrañaba el riesgo de la
selectividad y la parcialidad y en último extremo encontraba las mismas barreras para el
cambio que las que encontraba la Ilustración. En efecto, Campomanes no podía convencer
a los terratenientes, a los nobles y al clero de la necesidad de la reforma y ni siquiera de
que tenía interés para ellos. Así pues, al igual que los fisiócratas, estaba obligado a invocar
el poder del Estado para imponer por métodos autoritarios la política que debía de haber
sido evidente para los grupos de intereses. Pero esto no invalida su posición. Campomanes
estaba diseñando un programa político, no un sistema filosófico. Como él mismo dijo, «La
política no nace de las máximas generales ... las meditaciones de las actuales circunstancias
son las que forman el juicio político». 21
Este tipo de pragmatismo era compartido por la mayor parte de los reformistas
españoles. No iban en pos de una nueva teoría política, sino que buscaban respuestas
prácticas a problemas administrativos, económicos y educativos. El espíritu de reforma del
gobierno de Carlos III estaba animado fundamentalmente por el deseo de reforzar el Estado
y de alcanzar la prosperidad para sus súbditos, objetivos que se consideraban
interdependientes. A todo este movimiento de especulación reformista se le ha calificado
acertadamente como «culture utilitaire et culture dirigée», siendo su finalidad promover la
capacidad técnica y el conocimiento práctico. 22 Para alcanzar ese objetivo, los reformistas
adoptaron ideas y ejemplos de fuentes distintas, incluida la Ilustración. Pero la élite
española fue receptiva a la Ilustración en grado desigual. Para unos era un modelo, para
otros un ejercicio intelectual y para un tercer grupo una simple curiosidad. De cualquier
manera, no fue aceptada indiscriminadamente. En cuanto a la masa de la población, siguió
siendo católica por convicción y devota de la monarquía absoluta: «seguía siendo más
accesible a la predicación de fray Diego de Cádiz que a las novedades ideológicas». 23 Pero
fray Diego no podía decir la última palabra.
Desde los años de 1780 la minoría ilustrada se radicalizó. Antes de que estallara la
Revolución francesa, una nueva generación se había graduado en las universidades
españolas, desilusionada del gobierno paternalista, de las reformas desde arriba y de los
valores tradicionales. 24 El impacto de la Revolución francesa y la degradación de la
monarquía española agudizaron las divisiones políticas.
Los conservadores se hicieron más conservadores y los progresistas comenzaron a
buscar una alternativa a la monarquía absoluta y a una Iglesia sumisa. En el proceso
sobrepasaron el reformismo español y adoptaron un enfoque diferente de las instituciones
económicas, sociales y eclesiásticas, oponiéndose a los privilegios corporativos y a los
intereses privados e ideando un nuevo marco político. Estas ideas convirtieron la
Ilustración en liberalismo y a sus autores en héroes. La oportunidad se presentó en 1808.
21
Citado en ibid., p. 91.
22
Sarrailh, L'Espagne éclairée, p. 165.
23
Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1981, p. 494.
24
Juan Manchal, «From Pistoia to Cádiz: a Generation's Itinerary», en A. Owen Aldridge, ed., The Ibero-
American Enlightenment, Universidad de Illinois, 1974, pp. 97-110.
25
Rochford a Halifax, 17 de junio de 1765, PRO, SP 94/170.
26
Rochford a Conway, Madrid, 9 de diciembre de 1765, PRO, SP 94/172.
27
Rochford a Conway, Madrid, 24 de marzo de 1766, PRO, SP 94/173.
y se enviaban sacerdotes a las calles para que instaran a la calma. Éstos fueron recibidos en
medio de grandes burlas. «Padre, déjese de predicarnos, que somos cristianos.» 28 En
cualquier caso, lo cierto es que la oferta no satisfizo a los rebeldes, que exigieron el exilio
de Esquilache, el cese de todos los ministros extranjeros y su sustitución por españoles, la
abolición de los guardias valones, la renovación de las órdenes sobre la vestimenta y la
reducción del precio de los alimentos. Carlos, con sus consejeros divididos entre la
represión y la conciliación, se decidió por esta última. Apareció personalmente en el balcón
del palacio mientras un fraile con un crucifijo en la mano leía los artículos en los que
insistía la multitud, manifestando el rey su aprobación. Entonces, a medianoche, huyó en
secreto a Aranjuez, llevando consigo a Esquilache y Grimaldi. Una vez allí, decidió salir a
cazar. Al dia siguiente, 25 de marzo, las noticias de la huida del rey y del movimiento de
las tropas enfurecieron a los rebeldes, que se movilizaron de nuevo, tomaron armas y
ocuparon las calles. Recorrieron la ciudad en grupos de 500 personas aproximadamente
gritando: «¡Viva el Rey, muera Esquilache!». También las mujeres se unieron a la
multitud, con antorchas encendidas y las ramas de palmera que habían recibido en la
iglesia el domingo anterior. Las tropas, dando prioridad a la prudencia sobre el valor, se
refugiaron en el Buen Retiro. Emisarios rebeldes fueron enviados a Aranjuez, añadiendo
dos nuevas exigencias a las ya presentadas: que el rey regresara a Madrid y que se otorgara
un perdón general. Regresaron con una carta del monarca que fue leída el 26 de marzo en
la Plaza Mayor, en la que prometía cumplir lo que había sido concedido, al tiempo que
esperaba «la debida tranquilidad». Aquella noche todo estuvo tranquilo, los habitantes de
Madrid devolvieron las armas, estrecharon las manos a los soldados y se fueron a casa
como si nada hubiera ocurrido. Entre los rebeldes hubo 21 muertos y 49 heridos, mientras
que fueron 19 los soldados muertos. 29 Fue un acontecimiento para recordar. Durante cuatro
días, Madrid estuvo sin gobierno, desaparecieron la ley y el orden, gobernó el pueblo y,
mientras tanto, los Borbones españoles, los últimos en conservar un poder absoluto,
contemplaban asombrados lo que ocurría. En España había ocurrido lo impensable. Europa
no podía dar crédito a sus oídos.
¿Cómo interpretar los tumultos de Madrid? ¿Fue la acción de una multitud
estúpida? ¿Una protesta popular? ¿Una contrarrevolución? ¿Una conspiración de los
jesuítas? ¿Una revuelta por los precios de los alimentos en medio de una crisis de
subsistencia? 30 Parece que se trató de un auténtico levantamiento popular, que surgió de las
tabernas y estuvo dirigido por artesanos —uno de ellos fue un cochero, y otros eran
sastres— que se negaron a dejarse comprar. La protesta estaba relacionada con el precio
del pan, consecuencia de las malas cosechas, y la liberalización del comercio de los
cereales decretada por Campomanes. Pero fue manipulada por otros, convirtiéndose en un
ataque directo contra la política de reformas del gobierno. 31 ¿Quiénes fueron, pues, los
instigadores del motín? Son varios los candidatos a desempeñar ese papel.
28
Citado por Rodríguez, Campomanes, p. 234.
29
Ibid., p. 238.
30
Constancio Eguia Ruiz, Los jesuítas y el motín de Esquilache, Madrid, 1947; Vicente Rodríguez Casado,
La política y los políticos en el reinado de Carlos III, Madrid, 1962; J. Navarro Latorre, Hace doscientos
años. Estado actual de los problemas históricos del motín de Esquilache, Madrid, 1966; Pierre Vilar, «El
motín de Esquilache y las crisis del Antiguo Régimen», Revista de Occidente, 107 (1972), pp. 200-247;
Gonzalo Anes, «Antecedentes próximos del motín contra Esquilache», Moneda y Crédito, 128 (1974), pp.
219-224.
31
Laura Rodríguez, «The Riots of 1766 in Madrid», European Studies Review, 3, 3 (1973), pp. 223-242, y
«The Spanish Riots of 1766», Past and Present, 59 (1973), pp. 117-146.
32
ochford a Conway, Madrid, 31 de marzo y 5 de mayo de 1766, PRO, SP 94/173.
respuesta conjugó la suavidad con la severidad. Evidentemente, Esquilache tenía que ser
cesado pero mantuvo en su puesto a Grimaldi. Los dos ministerios de Esquilache fueron a
parar a Juan de Muniain (Guerra) y a Miguel de Múzquiz (Hacienda), ambos
administradores profesionales y, para disgusto de la alta nobleza, advenedizos como el
resto del gobierno. En resumen, si la población no podía afirmar haber conseguido grandes
cosas con el motín, menos aún había conseguido la aristocracia y corrió la voz de que los
nuevos nombramientos habían provocado «grandes celos entre los grandes: pero tienen
muy pocos hombres con capacidad y no están unidos entre sí, de forma que las ambiciosas
ideas de algunos de ellos para reducir el poder real dentro de unos límites y de restablecer
las cortes se han venido abajo». 33 La dirección de la política interna adquirió una
importancia crucial. El 11 de abril, el conde de Aranda fue nombrado presidente del
Consejo de Castilla con la tarea de restaurar el orden, encontrar a los responsables de los
desórdenes y asegurarse de que no se produjera de nuevo una situación similar.
En su condición de aristócrata, militar y pseudorreformista, se le consideraba capaz
de enfrentarse a la mayor parte de los sectores de la sociedad y rápidamente asentó su
autoridad. Ensenada y sus partidarios fueron exiliados de la corte, se acantonó un ejército
de 15-20.000 hombres en Madrid y en torno a la capital, se dieron órdenes de detener a los
vagos y conducirlos a un hospicio, de impedir que las casas religiosas dieran limosnas
estimulando la holgazanería, de enviar a los sacerdotes sobrantes de regreso a sus diócesis,
y de reprimir las manifestaciones licenciosas tanto de palabra como por escrito. El
programa de Aranda de disciplina para Madrid culminó en la reorganización de la ciudad
en 8 barrios para un mejor gobierno y vigilancia y se instruyó a los alcaldes sobre sus
obligaciones. Aranda no tardó en restablecer la seguridad interna y pese a su vinculación
superficial con la Ilustración fue la mano de hierro de la autoridad más que los derechos de
los ciudadanos lo que prevaleció.
El gobierno estaba decidido a descubrir a los autores de las insurrecciones y para
recuperar su credibilidad necesitaba descubrir una conspiración. Se formó una comisión
especial de encuesta bajo la presidencia de Aranda, y Campomanes comenzó a trabajar
para conseguir resultados. No tardó en decidir que los culpables eran los jesuítas y pasó los
meses siguientes reuniendo pruebas, fueran las que fueren. Sus conclusiones confirmaron
los prejuicios del monarca contra una orden a la que calificaba de «esa peste» y a la que
consideraba como un peligro para él y para sus reinos. 34 Si bien la versión oficial
responsabilizó a los jesuítas, la cosa no quedó ahí, pues el rey y los ministros tenían
también que saldar sus cuentas con los sectores privilegiados de la sociedad, sobre cuyo
papel tenían todavía notables sospechas. La nobleza, el clero, las autoridades municipales y
los Cinco Gremios Mayores fueron obligados a solicitar al rey que anulara las concesiones
otorgadas y que retornara a Madrid, obligándoles así a desautorizar a la oposición y a
reconocer al monarca como único poder soberano. Los grandes y el alto clero aceptaron
con gran renuencia, pero finalmente el asunto terminó en victoria para el rey y para el
gobierno. El levantamiento fue declarado «nulo e ilícito», se revocaron todas las
concesiones excepto el perdón general y la corte regresó tranquilamente a Madrid en
diciembre de 1766.
Los disturbios de Madrid se reprodujeron en las provincias, donde adoptaron la
forma de motines populares por la escasez y el precio de los productos alimentarios.
Ciertamente, ya había habido antes crisis de subsistencias en 1707, 1709, 1723, 1750, 1753
y 1763 sin que hubiera manifestaciones similares. La diferencia esta vez era la nueva
política cerealística y el ejemplo de Madrid, que se había saldado con el éxito. Las noticias
33
De Visme al duque de Richmond, Aranjuez, 18 de junio de 1766, PRO, SP 94/174.
34
Rodríguez, Campomanes, p. 259.
35
Rochford a Conway, 14 de abril de 1766, PRO, SP 94/173.
36
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 311.
37
Rodríguez, Campomanes, pp. 292-293.
ineficaces no aplicaban la política del gobierno sino otro tipo de despotismo que
Campomanes calificaba como «el despotismo de los intendentes, corregidores y
concejales». 38 Por ello, una nueva reforma creó dos nuevos funcionarios municipales
elegidos anualmente por los habitantes de cada parroquia y con poder para vigilar
especialmente la situación de los abastecimientos de los productos alimentarios y la
libertad de comercio de los cereales.39 Pero la existencia de dos nuevos funcionarios no era
suficiente para diluir el poder de la oligarquía local y el tesoro se negaba a sufragar el coste
que significaría una reducción de precios y a permitir a los municipios que lo hicieran. Así
pues, las reducciones de precios fueron anuladas. La crisis de 1766 puso fin a la primera
fase de cambio radical. Las ideas reformistas, pensadas por Campomanes y apoyadas por
Esquilache, por incompletas que fueran alertaron a la nobleza y al clero y llamaron la
atención sobre la naturaleza del gobierno, una coalición de políticos extranjeros y
españoles con más talento que títulos. La política de cambio, dificultada por las malas
cosechas, provocó también la reacción de las clases populares cuando se permitió un
incremento extraordinario de los precios del pan y la precariedad de la subsistencia. Las
tensiones sociales latentes emergieron a la superficie en forma de protestas contra las
clases dirigentes locales en las ciudades y en el campo, pero en Madrid la insurrección
adoptó un carácter nacional y político y se produjo con la aquiescencia —o, tal vez, la
connivencia— de las clases superiores. El rey y los ministros tenían una dura lección que
aprender: sería difícil imponer el cambio en España, a menos que la crisis hubiera sido una
simple conspiración.
La Iglesia española necesitaba una fe firme y una conciencia flexible para hacer
honor a una triple lealtad, la de servir a Dios, reconocer la autoridad del Papa y obedecer al
rey. Esta última era la lealtad más inmediata. Carlos III heredó una posición dominante
sobre la Iglesia, posición que había sido legalizada por el concordato de 1753, que
confirmaba a la corona española el derecho casi universal de nombramiento, jurisdicción y
rentas y que procedió a consolidar y ampliar. La Iglesia no estaba en situación de resistirse
al absolutismo, bajo el cual gozaba de grandes privilegios. La combinación de un monarca
enérgico y una jerarquía sumisa redujo a la Iglesia borbónica a una dependencia sin
parangón en la historia de España.
En la segunda mitad del siglo XVIII había unos 150.000 eclesiásticos en España, el
1,5 por 100 de una población de 10,5 millones de habitantes, y unas tres mil casas
religiosas, siendo en conjunto el clero más numeroso de lo que el país necesitaba o podía
permitirse. 40 Desde el punto de vista económico, la Iglesia era una institución poderosa con
extraordinarias riquezas en tierras y rentas. En la provincia de Castilla poseía casi el 15 por
100 de la tierra y acumulaba el 24 por 100 de las rentas agrícolas totales, obtenía el 70 por
100 de los beneficios de los préstamos hipotecarios y poseía el 44 por 100 de todas las
38
Citado en ibid., p. 294.
39
De Visme a Conway, 19 de mayo de 1766, PRO, SP 94/174; véase infra, pp. 273-274.
40
«Demografía eclesiástica», Diccionario de historia eclesiástica de España, Madrid, 1972-1975, 4 vols., II,
pp. 730-735; sobre la Iglesia en el siglo XVIII, véanse también Ricardo García Villoslada, ed., Historia de la
Iglesia en España, IV: La Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII, Madrid, 1979, y William J.
Callahan, «The Spanish Church», en W, J. Callahan y D. C. Higgs, eds., Church and Society in Catholic
Europe in the Eighteenth Century, Cambridge, 1979, pp. 34-50.
41
Pierre Vilar, «Structures de la société espagnole vers 1750», Mélanges a la mémoire de Jean Sarrailh,
París, 1966, 2 vols., pp. 428-429; William J. Callahan, Church, Politics and Society in Spain, Cambridge,
Mass., 1984, pp. 39-42.
42
Luis Sierra Nava-Lasa, El Cardenal Lorenzana y la Ilustración, Madrid, 1975, pp. 90-92.
43
Townsend, A Journey through Spain, I, pp. 305-306; Townsend era un clérigo protestante que mostró y
recibió una notable tolerancia en los círculos religiosos españoles.
44
Henry Swinburne, Travels through Spam in the Years 1775 añd 1776, Londres, 1779, p. 321, n. 29.
45
Maximiliano Barrio Gonzalo, Estudio socioeconómico de la iglesia de Segovia en el siglo XVIII, Segovia,
1982, pp. 273-274
46
Sarrailh, L'Espagne éclairée, pp. 45-46, 186.
47
Callahan, Church, Politics, and Society in Spain, p. 49.
48
Townsend, A Journey through Spain, III, p. 15.
49
Ibíd., III, pp. 57-58.
50
N. M. Farriss, Crown and Clergy in Colonial México 1759-1821. The Crisis of Ecclesiastical Privilege,
Londres, 1968, pp. 10-11, 88, 97-98.
51
Ibid., pp. 103-104.
52
Citado en Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 305; véanse también
Townsend, A Journey through Spain, I, p. 305, y Francesc Tort Mitjans, El Obispo de Barcelona: Josep
Climent i Avinent, 1706-1781, Barcelona, 1978.
53
Juan Sáez Marín, Datos sobre la Iglesia española contemporánea (1768-1868), Madrid, 1975, pp. 294-
295; sobre la carrera de Lorenzana, véase Sierra Nava-Lasa, El Cardenal Lorenzana, pp. 13-23, 101-108.
54
De Visme a Shelburne, 31 de agosto de 1767, PRO, SP 94/178.
55
Swinburne, Trovéis through Spain, pp. 373-374
56
Townsend, A Journey through Spain, II, p. 149; Bourgoing, Modern State of Spain, II, p. 275.
que en Madrid «las prostitutas que se confiesan y reciben la santa eucaristía en muchas
iglesias, y que reciben una multitud de certificados, las venden o las dan a sus amigos». 57
Los datos de que disponemos indican una intensa práctica religiosa y el
cumplimiento casi universal de las obligaciones de la Semana Santa. 58 Menos seguro era el
conocimiento de la doctrina, pero la mayor parte de los españoles conocían las oraciones
católicas básicas y los diez mandamientos y la liturgia enseñaba el resto, con la ayuda del
ceremonial de las distintas épocas del año y de las misiones populares predicadas por los
grupos itinerantes de frailes y jesuítas. 59 Los catecismos, los manuales de doctrina y las
nuevas devociones a Sagrado Corazón y a Nuestra Señora completaban el arsenal de la fe y
suplían el hecho de que la mayor parte de los titulares de beneficios no enseñaran 1e
doctrina cristiana. Pero si la fe era firme, ¿qué decir de la moral? Los observadores
extranjeros se escandalizaban por el contraste entre unas creencias rígidas y un
comportamiento relajado: «Esta contradicción es absolutamente general en España, y son
muy pocos los que están libres de ella». 60 Ni siquiera los sacerdotes, muchos de los cuales
no respetaban sus votos de celibato. Townsend señala que el obispo de Oviedo, un hombre
de elevados principios que se mostraba «severo únicamente consigo mismo, pero
compasivo con los demás, impuso la norma de que ninguno de sus curas podría tener hijos
en sus familias ... Más allá de esto, no consideraba adecuado ser demasiado rígido en sus
investigaciones». 61 En cuanto a los fíeles, para la mayoría de ellos la Iglesia era un refugio
de pecadores, así como la casa de los santos.
La religiosidad de la población se expresaba de formas diversas, votos a Nuestra
Señora y a los santos,, reliquias e indulgencias y, sobre todo, los santuarios y los lugares
sagrados de la vida religiosa local. 62 Allí se realizaban curas, milagros y visiones, eran los
lugares sagrados donde se recitaban y se escuchaban las oraciones, objetivo de procesiones
y peregrinaciones, en suma, una parte del paisaje de la población. Todo esto da fe de la
base popular de la Iglesia y de la fuerza de la religiosidad popular. Sin embargo, no era una
religiosidad «popular» en el sentido de una religión no oficial. Sus prácticas características
expresaban las enseñanzas de la Iglesia sobre los santos, las indulgencias, las ánimas
benditas, las oraciones para los muertos, la veneración de las reliquias y sobre el hecho de
llevar medallas, prácticas todas ellas ortodoxas y no «autónomas». En último análisis, las
creencias y las prácticas del catolicismo popular en España representaban simplemente el
intento del pueblo de convertir lo abstracto en algo más concreto, de redefinir lo
sobrenatural en términos del medio natural en el que vivían y de invocar la ayuda divina
contra la peste, la sequía y el hambre.
La devoción mariana del siglo XVIII se fusionó sin dificultad con prácticas
anteriores en las que ya existía un culto tradicional de la Virgen María: Nuestra Señora de
Montserrat, del Pilar y de Guadalupe. El culto a la Virgen en el siglo XVIII fue promovido
por la jerarquía, popularizado por los misioneros y asimilado fácilmente por el pueblo.
Según un viajero inglés, «apenas existe casa alguna en Granada que no tenga sobre la
puerta, escritas en grandes letras rojas, las palabras Ave María Purísima, sin pecado
57
Townsend, A Journey through Spain, II, p. 149; Bourgoing, Modern State of Spain, II, p. 275.
58
Sáez Marín, Datos sobre la Iglesia española contemporánea, pp. 63-68; Callahan, Church, Politics and
Society in Spain, pp. 52-68.
59
Callahan, Church, Politics and Society in Spain, pp. 60-65.
60
Bourgoing, Modern State of Spain, II, p. 273.
61
Townsend, A Journey through Spain, II, p. 150.
62
William A. Christian, Jr., Local Religión in Sixteenth-Centwy Spain, Princeton, NJ, 1981, pp. 175-208.
68
Owen Chadwick, The Popes and European Revolution, Oxford, 1981, pp. 406-417.
69
Tort Mitjans, El Obispo de Barcelona, pp. 270-280; Joél Saugnieux, Un prélat éclairé: Don Antonio
Tavira y Almazán, 1737-1807, Toulouse, 1970, pp. 50-58.
70
Listón a Carmarthen, 6 de febrero de 1788, PRO, FO 72/12.
en su forma galicana, fue reafirmada en 1763 por el obispo de Tréveris, que escribía bajo el
nombre de Justinius Febronius, y cuya obra circuló en España y ejerció una cierta
influencia entre quienes deseaban forjar una Iglesia española más nacional. El gobierno de
Carlos III fue antipapal desde el principio. Algunos años después de su acceso al trono, el
monarca manifestó claramente su posición cuando prohibió la publicación de un breve
Papal que condenaba un catecismo francés del abbé Mésenguy, que negaba la infalibilidad
del Papa y contenía opiniones «jansenistas» hostiles a los jesuítas. Cuando el inquisidor
general publicó la prohibición Papal fue expulsado de Madrid y confinado en un
monasterio hasta que solicitó el perdón real. A mayor abundamiento, Carlos III ordenó, por
medio de un decreto de 1761, que a partir de entonces sería necesario el permiso real —el
exequátur— para todos los documentos Papales antes de que pudieran publicarse en
España y aunque ese decreto fue suspendido en julio de 1763, adquirió vigencia de nuevo
en 1768, en respuesta a la publicación del Monitorio de Parma por parte del Papa,
excomulgando al duque borbón de Parma. 71
La obsesión del gobierno con la autoridad real y la suspicacia mostrada ante
cualquier jurisdicción autónoma pueden apreciarse en la Instrucción reservada de 1787, en
conde Floridablanca hablaba en nombre de Carlos III: «Aunque el clero y prelados han
mostrado su fidelidad y amor al Soberano, son muchos en número para reunir sus
dictámenes, y no son pocos los que están imbuidos de máximas contrarias a las regalías.
Estas consideraciones han obligados a suspender las congregaciones del Clero, y
convendría no volver a restablecerlas». 72 En la España del siglo XVIII, los sínodos
diocesanos fueron relativamente escasos, siendo el principal obstáculo para su celebración
la desaprobación del gobierno. Pero los obispos mostraron escasos signos de
independencia. Su nombramiento era controlado cuidadosamente. La nominación era una
prerrogativa real y la Santa Sede raras veces se negaba a aceptar un candidato real. El
gobierno consideraba a los obispos como una institución sumisa y al clero secular como
una rama de la administración. Muchos obispos veían con malos ojos la interferencia
constante del Consejo de Castilla en los asuntos pastorales, pero sólo uno o dos tuvieron
valor para alzar la voz. Cuando eso ocurrió, el Consejo contraatacó. El anciano y austero
obispo de Cuenca, Isidro Carvajal y Láncaster, criticó en una carta al rey la política
gubernamental respecto a la Iglesia y sus inmunidades y denunció la proyectada ley de
desamortización de Campomanes. Comparaba al rey con Ahab y al confesor real con
Esquilache y atribuía todos los recientes desastres, desde la caída de La Habana hasta el
motín de 1766, a la persecución de la Iglesia. El gobierno se enfureció, afirmó que existía
una conspiración de obispos, aristócratas y altos funcionarios contra la reforma, la
relacionó con el motín de 1766 y reaccionó de forma exagerada. El obispo fue convocado
ante el Consejo de Castilla y allí, de pie, fue censurado por Aranda. El gobierno de Carlos
III era más absoluto que ilustrado en su actuación frente a la Iglesia.
El regalismo borbónico tuvo un efecto retardado y la Iglesia no descubrió el
verdadero alcance de su dependencia hasta el reinado siguiente. El derecho de patronato,
ejercido con discreción por Carlos III, fue un arma diferente en manos de Carlos IV, que lo
utilizó para destituir al obispo Fabián y Fuero por disentir y para sustituir al cardenal
Lorenzana por el infante Luis de Borbón. La autoridad del Papa, a la que antes se oponía
resistencia, fue ahora reducida. El ministerio reformista de Jovellanos y Urquijo (1797-
71
Marcelin Defourneaux, L'Inquisition espagnole et les livres français au XVIII siécle, París, 1963, pp. 62-
73; C. C. Noel, «The Clerical Confrontation with the Enlightenment in Spain», European Studies Review, 5,
2 (1975), pp. 103-122.
72
«Instrucción reservada», 8 de julio de 1787, en Conde de Floridablanca, Obras originales del conde de
Floridablanca y escritos referentes a su persona, ed. A. Ferrer del Rio, BAE, 59, Madrid, 1952, p. 214.
1800) decretó que de los litigios matrimoniales no entendería Roma sino los obispos. El
sínodo diocesano de Pistoia, convocado por Leopoldo de Toscana y presidido por el obispo
Scipione de Ricca, había declarado que la infalibilidad no residía en el Papa sino en el
concilio general de la Iglesia. 73 Esta afirmación satisfizo a los católicos radicales en
España y a su representante más destacado, Jovellanos, y profundizó el abismo entre
quienes todavía dirigían su mirada a Roma y aquellos que apoyaban la autoridad del
episcopado. Finalmente, las rentas de la Iglesia, vulnerables desde hacía mucho tiempo a
las exigencias del Estado borbónico, sufrieron el ataque directo del gobierno de Carlos IV
en su lucha desesperada por evitar el hundimiento económico. El 15 de septiembre de
1798, Carlos IV ordenó la venta de los bienes raíces de las instituciones de caridad, cuyos
fondos tendrían que ser depositados en la Caja de Amortización, lo que supuso un ataque
importante contra los privilegios y un duro golpe contra las actividades caritativas. 74
73
Chadwick, The Popes and European Revolution, pp. 424-428.
74
Richard Herr, «Hada el derrumbe del Antiguo Régimen: Crisis fiscal y desamortización fiscal bajo Carlos
IV», Moneda y Crédito, 118 (1971), pp. 37-100; William J. Callahan, «The Origins of the Conservative
Church in Spain, 1793-1823», European Studies Review, 10 (1980), pp. 199-223.
75
Antonio Astraín, Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España, Madrid, 1902-1925, 8
vols., VIII, p. 48; véase también el estudio introductorio de Jorge Cejudo y Teófanes Egido a la obra de
Pedro Rodríguez de Campomanes, Dictamen fiscal de expulsión de los jesuitas de España (1766-1767),
Madrid, 1977, pp. 5-40; Miguel Batllori, La cultura hispano-italiana de los jesuitas expulsos. Españoles-
hispanoamericanos-filipinos, 1767-1814, Madrid, 1966.
76
Véase supra, pp. 533-537.
77
Véase supra, pp. 541-542.
78
Sobre la expulsión, véanse Danvila y Collado, El reinado de Carlos III, vol. III; Eguía Ruiz, Los jesuítas y
el motín de Esquilache, que mantiene que el motín de 1766 fue espontáneo; Vicente Rodríguez Casado, La
política y los políticos en el reinado de Carlos III, que argumenta que los disturbios fueron planeados con la
connivencia de los jesuítas; Navarro Latorre, Hace doscientos años; Cejudo y Egido, citado supra, n. 75.
79
Campomanes, Dictamen fiscal de expulsión de los jesuítas, 31 de diciembre de 1766.
80
Ibid., pp. 53, 64-65, 71-72, 78, 183-184.
81
Ibid.,p. 80.
82
Ibid., p. 47.
83
Consulta del consejo extraordinario, 30 de abril de 1767, en Danvila y Collado, El reinado de Carlos III,
III, pp. 628-633
conseguir un sucesor más flexible en la sede Papal, y la elección del cardenal Ganganelli,
que adoptó el nombre de Clemente XIV, fue una victoria de las fuerzas antijesuíticas, que
finalmente obtuvieron un breve Papal que suprimía la Sociedad de Jesús el 21 de julio de
1773. El principal agente que trabajó en Roma para el gobierno español fue José Moñino,
ayudado por los padres Vásquez y Boixadors, generales de los agustinos y dominicos,
respectivamente. Moñino influyó incluso en la redacción del breve Papal y Carlos III
recompensó sus esfuerzos otorgándole el título de conde de Floridablanca. El rey no podía
contener su satisfacción y comunicó públicamente a los embajadores extranjeros, en San
Ildefonso, que verían el día «en que la necesidad de esa medida sería aceptada por toda la
humanidad». 84
Quedaba la cuestión de las doctrinas y de las propiedades de los jesuítas. Las
primeras fueron prohibidas y las segundas confiscadas. El gobierno intentó asegurarse de
que las propiedades de los jesuitas se utilizaban para crear nuevos centros de enseñanza,
colegios de medicina y residencias universitarias para estudiantes pobres, mientras que las
rentas de los jesuitas se asignaban a hospitales y a otros servicios sociales. Una serie de
decretos reales confinaron la educación primaria a un profesorado secular, hicieron
obligatoria la asistencia a la escuela y regularon las cátedras universitarias. No todos estos
proyectos fueron fructíferos y fue el Estado más que la sociedad el que resultó beneficiado
con la disolución de la orden. Las cátedras universitarias jesuitas fueron abolidas y se
prohibió la utilización de obras jesuitas de teología. La mano del Estado se dejó sentir con
mayor fuerza aún cuando se introdujeron censores del gobierno en las universidades para
garantizar el cumplimiento de la orden de 1770, dirigida a todos los graduados y profesores
universitarios para que no defendieran ni enseñaran doctrinas ultramontanas opuestas a los
derechos regalistas de la corona. 85
La reforma universitaria se inició en 1769, cuando el gobierno solicitó a las
universidades que presentaran sus nuevos planes académicos. Las propuestas de
Valladolid, Salamanca y Alcalá de Henares fueron aprobadas en 1771, las de Santiago en
1772, las de Oviedo en 1774, las de Granada en 1776 y las de Valencia en 1786. 86 El
objetivo de las reformas proyectadas era elevar el nivel académico, ampliar el
conocimiento general de una serie de tenías y poner un nuevo énfasis en la ciencia, en
especial en la ciencia aplicada, para que pudiera ser de utilidad a la agricultura, la industria
y el comercio. Los planes eran una mezcla de innovación y tradición, introduciendo
cambios mínimos en un marco escolástico. 87 La lógica y la dialéctica se estudiarían el
primer año, la metafísica en el segundo y, en el tercero, los futuros teólogos se enfrentarían
con la física aristotélica. En la práctica, las ciencias, especialmente la medicina,
adquirieron mayor importancia en el plan de estudios, y los libros de texto experimentaron
una cierta modernización, pero incluso esos progresos encontraron la oposición de los
tradicionalistas. 88 En la Universidad de Salamanca, los cambios introducidos en el plan de
84
Grantham a Rochford, 9 de septiembre de 1773, PRO, SP 94/194; sobre el papel del Papado, véase
Chadwick, The Popes and European Revolution, pp. 368-385.
85
Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, pp. 24-25; Farriss, Crown and Clergy in Colonial
México, pp. 135-136.
86
Mariano Peset y José Luis Peset, La universidad española (siglos XVIII y XIX). Despotismo ilustrado y
revolución liberal, Madrid, 1974, pp. 103-107.
87
Ibid., pp. 223-224.
88
Antonio Álvarez de Morales, Inquisición e ilustración (1700-1834), Madrid, 1982, pp. 110-115; véanse
también Francisco Aguilar Piñal, La «Ilustración» y la reforma de la universidad en la España del siglo
XVIII, Madrid, 1971, y Antonio Mestre, Ilustración y reforma de la iglesia. Pensamiento político-religioso
de don Gregorio Mayáns y Sisear (1699-1781), Valencia, 1968.
89
George M. Addy, The Enlightenment in the University of Salamanca, Durham, NC, 1966, pp. 242-243.
90
Peset, La universidad española, pp. 117-126.
91
Michael E. Burke, The Roya! College of San Carlos. Surgery and Spanish Medical Reform in the Late
Eighteenth Century, Durham, NC, 1977, pp. 83-88.
92
Richard L. Kagan, Students and Society in Early Modem Spain, Baltimore, Md., 1974, pp. 145-149 (hay
trad. cast.: Universidad y Sociedad en la España Moderna, Madrid, 1981).
93
Felipe Bertrán, obispo de Salamanca, citado por L. Sala Balust, Visitas y reforma de los colegios mayores
de Salamanca en el reinado de Carlos III, Salamanca, 1958, p. 394.
94
Peset, La universidad española, pp. 107-114.
95
Citado por Sala Balust, Visitas y reforma de los colegios mayores, p. 114.
96
Martínez Albiach, Religiosidad hispana y sociedad borbónica, p. 66; Henry Kamen, The Spanish
Inquisition, Londres, 1965, pp. 247-270 (hay trad. cast.: La Inquisición española, Barcelona, 1985, edición
reescrita y puesta al día).
97
Bartolomé Bennassar et al., L'Inquisition espagnole (XV-XIXsiécle), París, 1979, pp. 21-32 (hay trad. cast.:
La Inquisición española: poder político y control social, Barcelona, 19842).
98
Ibid., p. 209.
99
Álvarez de Morales, Inquisición e ilustración, pp. 102-105.
100
Rodríguez, Campomanes, pp. 101-103.
101
Marcelin Defourneaux, Pablo de Olavide ou l'Afrancesado (1725-1803), París, 1959, pp. 293, 294-305,
309-326 y 352-365.
102
Bourgoing, Modern State of Spain, I, pp. 563-564.
mujeres a incrementar las ventas. Fue detenido, juzgado y sentenciado por la Inquisición,
guardián de la moral de la nación. La sentencia fue pronunciada solemnemente en la iglesia
de Santo Domingo en una ceremonia a la que asistió una gran parte de la sociedad
madrileña y en la que estaban también muchas monjas que ocuparon la primera fila. La
víctima fue «azotada» por las calles de Madrid por un familiar de la Inquisición de noble
cuna, y en una procesión extraña por entre una multitud que contemplaba boquiabierta el
espectáculo, «un espectáculo tan incoherente con el amanecer de progreso que comienza a
despuntar en este país», como afirmó un observador británico. 103 La incoherencia fue una
de las constantes del gobierno de Carlos III y fue característico de este reinado el hecho de
que sólo se aplicaran tibias medidas contra esta institución anacrónica. En 1792, la
Inquisición fue movilizada por Floridablanca para que censurara y excluyera una serie de
libros franceses, fundamentalmente por su contenido político, y el tribunal conoció una
revitalización que le llevó a protagonizar nuevos conflictos con el gobierno. 104 La
actuación del ministro estaba en consonancia con su opinión de la Inquisición. Como el
resto del gobierno, había permanecido en silencio ante el juicio de Olavide, y esto fue lo
que escribió en su Instrucción reservada:
Conviene favorecer y proteger a este Tribunal pero se ha de cuidar de que no
usurpe las regalías de la Corona y de que con pretexto de religión no se turbe la
tranquilidad pública ... Debe la Junta concurrir a que se favorezca y protega este santo
tribunal, mientras no se desviase de su instituto que es perseguir la herejía, apostasía y
superstición, e iluminar caritativamente a los fieles sobre ello. 105
Para Floridablanca, la Inquisición era una amenaza, no para la libertad sino para el
absolutismo.
El contraste entre el trato dispensado por el gobierno a los jesuítas, a las
universidades y a la Inquisición constituye una guía de la política de Carlos III. En el caso
de los jesuítas, en el que estaba en juego el poder real, la política fue enérgica: fueron
expulsados y destruidos. En el caso de las universidades y la Inquisición, instituciones
ambas que encarnaban el arcaísmo, la política real fue una curiosa mezcla de gusto por la
reforma y tendencia a la tradición. En 1767, la historia del gobierno no era de cambio
radical. La primera iniciativa política fue la guerra, un error costoso y un golpe para la
reforma. La siguiente decisión importante, la expulsión de los jesuítas, fue una victoria del
absolutismo pero no de la Ilustración. La «investigación» iniciada por Campomanes sufría
de defectos intrínsecos y la subsiguiente reforma educativa fue mediocre. Entretanto, los
españoles afortunados que tenían privilegios siguieron disfrutándolos. La campaña legal
contra los señoríos fue tan lenta que todavía continuaba en la centuria siguiente. El Consejo
de Castilla no aceptó el reto de la Iglesia sobre la desamortización y las nuevas leyes sobre
los cereales fueron una receta para el desastre. Los diez primeros años del reinado no
constituyeron una era nueva.
103
Listón a Carmarthen, Madrid, 10 de mayo de 1784, PRO, FO 72/2; Townsend, A Journey through Spain,
II, pp. 345-354; Bourgoing, Modern State of Spain, I, pp. 365-368.
104
Álvarez de Morales, Inquisición e ilustración, pp. 148-157.
105
«Instrucción reservada», Obras originales del conde de Floridablanca, pp. 217-218.
Capítulo XVIII
EL ESTADO BORBÓNICO
106
Manuel Danvila y Collado, El reinado de Carlos III, Madrid, 1890-1896, 6 vols., III, p. 452; IV, p. 269.
107
Grantham a Weymouth, 20 de noviembre de 1776, Public Record Office, Londres, SP 94/102; William
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain of the House of Bourbon, Londres, 18152, 5 vols., V, p. 10.
grupos, cuyos miembros no todos eran aragoneses, pero que sustentaban las mismas ideas
políticas. 108
¿Cuál era la identidad del partido aragonés? En una época en la que en el arte de
gobernar primaba el clientelismo sobre la política, este partido podía ser definido
simplemente como el de unos clientes que buscaban una situación de privilegio. Había una
serie de aragoneses en Madrid, algunos de ellos burócratas ansiosos de conseguir
promoción, otros aristócratas que esperaban su oportunidad y todos dirigiendo su mirada a
Aranda como jefe. Pero, inevitablemente, la política del clientelismo estaba casi huérfana
de ideas. La presencia de extranjeros en el gobierno despertó en los aragoneses —y
también en otros españoles— un resentimiento por el hecho de que la corona prefiriera a
los extranjeros sobre los nativos, y la tendencia a favorecer a los manteistas, o golillas
como se les llamaba, revivió en los aragoneses el resentimiento histórico por la oposición
borbónica a su identidad regional. 109 Al absolutismo borbónico se oponía otro concepto de
monarquía, el de la monarquía restringida por los derechos regionales y por la nobleza
como estamento. Aranda se consideraba como un moderador de la monarquía, un puente
entre el rey y el pueblo y pretendía que el poder aristocrático dominara al poder real. En
torno al partido aragonés se agrupaban aristócratas, eclesiásticos, consejeros y
funcionarios, todos ellos partidarios de Aranda, no necesariamente opuestos a la reforma
pero hostiles a los instrumentos elegidos por el rey, los golillas, hacia quienes mostraban
un desdén elitista. Finalmente, el partido recogía las ideas de los militares, que en muchos
casos se sentían frustrados en sus expectativas y cada vez más alejados de la
administración civil. Esos dos componentes, la facción aristocrática y los militares
descontentos, se encontraron marginados por el rey y por Floridablanca y ello les condujo a
buscar apoyo en el círculo del príncipe de Asturias, táctica habitual en la política española.
El conflicto entre los golillas y los aragoneses no se reducía a una simple división
entre reformistas y reaccionarios, pues Aranda y su aliado político, Roda, se adscribían a
uno u otro grupo según los temas concretos. Cierto que había todavía nobles y colegiales
en la vida pública que se oponían enérgicamente a la reforma y esperaban que Aranda
refrendara a sus máximos exponentes. Pero se trataba, en esencia, de lucha de facciones,
desprovistas de coherencia ideológica y en las que se enfrentaban tendencias, grupos de
intereses y equipos ministeriales. En la política clientelista de este tipo aquellos que
dominaban las secretarías más importantes acumulaban mayor poder y ello situaba a
ministros como Grimaldi y Floridablanca, golillas despreciados por Aranda, por los nobles
y los militares, en una posición de preeminencia sobre sus rivales. Estaban en condiciones
de luchar por su ministerio o por su carrera desde una posición de fuerza, en la confianza
de que contaban con la lealtad de funcionarios clientes en el ministerio. Esto no quiere
decir que la administración de Carlos III reflejara un cambio fundamental en la base social
del gobierno. En los escalones más elevados de la burocracia no existían miembros de las
clases medias. Todos ellos eran hidalgos, incluso pequeños hidalgos, y si bien es cierto que
los manteistas eran los más poderosos, en modo alguno estaban ausentes los colegiales.
Pero esa pequeña aristocracia se estaba convirtiendo en una aristocracia de mérito que
comenzó a considerar los cargos desde una nueva óptica, como una carrera profesional que
debía conllevar un salario adecuado y una pensión en el momento del retiro.
La posición de Aranda era ambigua. Por una parte, tenía que oponerse al
antirreformismo extremo de muchos nobles y colegiales que rechazaban el trato de favor
108
Rafael Olaechea, El conde de Aranda y el «partido aragonés», Zaragoza, 19W, PP. 32-33.
109
La distinción de clase entre los graduados se expresaba en la ropa que llevaban en universidad, que a su
vez representaba status. A los no colegiales se les llamaba desdeñosamente manteistas, por la larga capa que
les obligaban a llevar como estudiantes, o golillas, por e cuello blanco rizado.
que Carlos III dispensaba a los golillas. Por otra parte, chocaba con los ministros golillas,
si no por su reformismo por su control de la política, actitud que compartía Roda, que en
otros aspectos tendría que haber sido un golilla. No era, pues, fácil clasificar a Aranda y
para la mayor parte de la gente, incluido el rey, era una persona con la que resultaba difícil
relacionarse. Pero las facciones estaban divididas si no sobre la reforma al menos sobre una
serie de cuestiones concretas y el conflicto se exacerbó por la crisis de las Malvinas de
1770, cuando el belicoso Aranda ridiculizó los esfuerzos diplomáticos de Grimaldi y se
regocijó con el fracaso de su rival. En presencia del monarca afirmó de Grimaldi que era
«el ministro más débil, indolente, servil y contemporizador con que España se había visto
maldecida nunca». 110 Durante los dos años siguientes la tensión subió de tono en el seno
del gobierno y cada nombramiento era examinado atentamente como prueba de la
ascendencia o declive de las facciones. A la muerte de Muniain, en enero de 1772, el conde
de Riela, primo de Aranda y a quien éste había situado anteriormente como capitán general
de Cataluña, fue nombrado ministro de Guerra. Pero en marzo de 1772, el nombramiento
de Moñino, sin duda candidato de Grimaldi, para el importante cargo de embajador español
en Roma, fue considerado como un indicio de que Grimaldi todavía gozaba del favor real y
de que el rey escuchaba sus consejos. Grimaldi urgía a Carlos a que sustituyera a Aranda,
que además de ser un elemento abrasivo en el gobierno había dejado de ser útil. El rey
estuvo de acuerdo y en abril de 1773 Aranda fue nombrado embajador en Francia,
partiendo hacia París en el mes de agosto. Allí fue halagado por los filósofos, pero por lo
demás ofreció un rostro escasamente atractivo al mundo: era un hombre de baja estatura,
desdentado, sordo y bizco, su nariz siempre manchada de rapé, brusco y casi siempre
taciturno. Le sustituyó en el Consejo de Castilla Ventura de Figueroa, hombre oscuro y
mediocre, cuyo inexplicable nombramiento constituye una inquietante prueba de que no
todo era ilustración en el gobierno de Carlos III.
Aranda no abandonó la política española y el partido aragonés continuó actuando,
agrupado en torno a la cámara del príncipe de Asturias. Carlos tenía sus propios agravios
contra el rey, que le había dado una pobre educación, sólo le había permitido dedicarse a
juegos infantiles, no le había confiado asunto alguno y que no le había dejado siguiera la
ilusión de hacer algo positivo. La oposición encontró una actitud receptiva por parte del
príncipe y de su esposa María Luisa y dio a la pareja real la ilusión de participación
política. Grimaldi dio nuevos argumentos a la oposición con sus nuevas dificultades en la
política exterior. Grimaldi tenía más éxito cuando permanecía inactivo. Por lo general,
fracasaba al tomar la iniciativa y en 1775 su fracaso fue total. Se decidió organizar una
gran expedición contra Argel para castigar a su gobernante, que hostigaba los
asentamientos españoles en el norte de África. La guerra era importante para los españoles
por razones de orgullo, religión y seguridad marítima y la magnitud de la catástrofe —
murieron más de 1.500 hombres y el resto consiguió salvarse a duras penas— se consideró
como un escándalo y un desastre nacional. La expedición había sido proyectada
fundamentalmente por Grimaldi y Alejandro O'Reilly, dos extranjeros, que hicieron revivir
los sentimientos patrióticos y que llevaron a la población de Madrid al borde de la
violencia. «La mayor parte de la población se muestra muy decepcionada y no se recata en
criticar abiertamente al confesor del rey, que se supone que ha impulsado la guerra contra
los infieles, y en condenar al ministro que la planeó y al general que ha intentado llevarla a
cabo.» 111 Desde entonces, a O'Reilly se le calificó como «un general desastre» y Grimaldi
fue objeto de una larga campaña de desprestigio. El partido aragonés, con la ayuda y la
complicidad del príncipe de Asturias, siguió presionando al asediado ministro, que se vio
obligado a intentar una nueva táctica. Convenció al rey para que permitiera al príncipe
110
Coxe, Memoirs o fthe Kings of Spain, I, IV, p. 412.
111
Grantham a Rochford, 17 de julio de 1775, PRO, SP 94/198.
112
Grantham a Rochford, 21 de agosto de 1775, PRO, SP 94/199; Grantham a Weymouth, 19 de julio de
1776, PRO, SP 94/201; Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, V, p. 10.
113
Carlos III al príncipe de Asturias, 1776, en Danvila, El reinado de Carlos III, IV, pp. 275-277.
114
Olaechea, Aranda, p. 110
Tal cosa no ocurrió y más por defecto que por designio, se convirtió en uno de los pilares
del reconstruido gobierno golilla y en una guía de sus prioridades. Se trataba de un
gobierno moderado, interesado no en promover una reforma estructural sino en reforzar el
poder naval y militar, en conseguir un aumento de los ingresos y en proyectar una política
exterior enérgica. Además presto una atención creciente hacia América. Carlos III descargó
el trabajo y la responsabilidad sobre Floridablanca, pero también le hizo depositario de
favores, apoyo y confianza extraordinarios. Había quedado definida ya la naturaleza del
Estado borbónico. El rey consideraba que contaba con el gobierno adecuado, que su
política estaba definida y el jefe de ese gobierno era un hombre de su agrado. A partir de
ese momento no intervino ya en los asuntos de Estado, dejando el gobierno en manos de
Floridablanca. El ministro afirmó: «La confianza de los más graves negocios es sin límite,
y que otros ministros, vista la voluntad del Rey de contar conmigo en todo lo sustancial,
vienen a consultarme de un modo y con una frecuencia que Vm se aturdiría». 115 Así pues,
a partir de 1777 Floridablanca fue un ministro todopoderoso, no exactamente un ídolo
popular pero al menos respetado, en pie de igualdad con otros ministros de Europa y un
buen administrador. Pero era engreído, un tanto reservado, receptivo a los halagos e
incapaz de aceptar una crítica. Su intolerancia para con los demás se reforzó al recibir el
mayor apoyo del rey y contribuyó a mantener con fuerza un factor de disensión política.
Inevitablemente, Aranda mostró una actitud hostil hacia Floridablanca. Como
embajador en París era responsable ante el nuevo ministro, al que consideraba inferior en
todos los sentidos, con sólo una embajada en su haber frente a las tres que había
desempeñado Aranda, un simple abogado por comparación con la carrera militar de
Aranda, y era ese ministro el que le impedía acceder al rey. Desde París le escribió al
príncipe de Asturias, dando rienda suelta a su resentimiento por el hecho de que un hombre
tan inexperimentado y que sólo era especialista en derecho, estuviera al frente de los
asuntos de España, mientras sus talentos se desperdiciaban en París. Aranda vertió su
cólera en unos términos llenos de prejuicios: «Vea V.A. el contraste de dos nacimientos,
dos educaciones, dos caracteres, dos profesiones, dos plumas diferentes. ¿Y cuál de los dos
es el abatido; cuál de los dos puede entender mejor los asuntos del ramo; cuál servir al
Estado con pensamientos más altos?». 116
Floridablanca tendió a concentrar el poder y a rodearse de seguidores. Tenía sus
propios clientes en otros ministerios y ello le permitió ampliar su esfera de influencia. Un
ejemplo fue el nombramiento de Lerena para el Ministerio de Guerra y Hacienda a la
muerte de Múzquiz en 1785, un cliente cuyos orígenes modestos le hacían más
dependiente de su patrón. Llegó incluso a introducir a su hermano en la administración
como gobernador del Consejo de Indias. La movilidad ascendente era tanto una táctica
como un mérito y Floridablanca utilizó este sistema, excluyendo a la problemática
aristocracia. Otra de sus tácticas fue la de eliminar la influencia del Consejo de Estado, que
representaba intereses tradicionales, reforzando en su lugar la autoridad del consejo de
ministros que él presidía. Esta decisión fue criticada, en algunos casos por cuestión de
principios. Como escribió Jovellanos, «esta fue una irrupción del poder arbitrario de los
Ministros, que no puede dar ni quitar derecho». 117 El partido aragonés era un grupo de
intereses en la oposición, con un concepto diferente del gobierno y una base social distinta
y enfrentada. Todavía tenía contacto con el príncipe de Asturias, y éste con Aranda. En
1781, el príncipe escribió afectuosamente a su amigo refiriéndose a la lamentable situación
115
Floridablanca a Azara, 7 de octubre de 1777, ibid., pp. 113-114.
116
Aranda al príncipe de Asturias, París, 16 de septiembre de 1781, ibid., p. 188.
117
«Dictamen sobre el anuncio de las Cortes», 22 de junio de 1809, Obras de Jovellanos, BAE, 46, tomo I,
Madrid, 1963, p. 96.
del gobierno y los ministros: «Quisiera que me hicieses un plan de lo que debiera hacer en
el caso (lo que Dios no quiera) de que mi padre viniese a faltar, y de los sujetos que te
parecen más aptos para Ministros, y algunos otros empleos ... mi mujer, que está aquí
presente, te encarga lo mismo». 118 Aranda se sintió complacido por haber sido consultado,
creyendo que se trataba de una conspiración seria para apartar del poder a Floridablanca.
Como respuesta envió al príncipe una larga exposición sobre la maquinaria del gobierno,
mediocre en su argumentación y nada notable en sus conclusiones. Dejando aparte la
palabrería, situaba el poder en último extremo en la voluntad del monarca, al que veía
como una figura teocrática y, en la persona de Carlos III, como un «príncipe ilustrado», en
quien, con la ayuda de los consejos tradicionales, residía la corrección del despotismo
ministerial. 119 El documento de Aranda no tuvo influencia alguna en 1781, y tampoco al
acceder al trono Carlos IV en agosto de 1788. Pero su autor mantuvo los contactos,
continuó quejándose del despotismo ministerial y solicitó reunirse en Madrid con
Floridablanca, con el príncipe y con el rey. «¿Debo servir al Rey mi Señor, o a sus
Ministros?». 120 Era un concepto trasnochado de gobierno, al que se opuso hábilmente
Floridablanca, quien, en el curso del año 1781, consiguió evitar que Aranda y su aliado
participaran en la toma de decisiones y que continuó con su programa de modernización.
118
Príncipe de Asturias a Aranda, 19 de marzo de 1781, en Olaechea, Aranda, p. 125.
119
Aranda, «Plan de gobierno para el Príncipe», 22 de abril de 1781, ibid., pp. 157-182.
120
Aranda al príncipe de Asturias, París, 23 de junio de 1781, ibid., pp. 183-186.
121
Enríc Moreu-Rey, ed., El «Memorial de Greuges» del 1760, Barcelona, 1968.
122
María Isabel Cabrera Bosch, «El poder legislativo en la España del siglo XVIII (1716-1808)», La
economía española al final del Antiguo Régimen, Madrid, 1982, 4 vols., IV, Instituciones, pp. 185-268.
funciones en el ministerio español pertinente, de manera que a partir de ese momento los
diferentes ministerios tenían autoridad sobre las Indias en los asuntos de su
competencia. 123 Así pues, el gobierno español recayó en cinco ministerios: en Estado,
Floridablanca; en Guerra, el conde de Campoalegre; en Marina, Valdés; en Hacienda,
Lerena, y en Justicia, Porlier. La «reforma» de 1790, en la que pueden verse las ideas de
Aranda y la mano de Floridablanca coincidentes por una vez, pretendía centralizar el
gobierno aún más, sobre el principio de un monarca, una ley, y un ministro poderoso en el
control de la política internacional. Pero fue un paso atrás, que puso fin a una prolongada y
experimentada especialización geográfica en favor de una uniformidad conceptual. Las
cuestiones coloniales no dejaban de serlo porque fueran absorbidas por una institución de
la península. Lo que ocurría era que ocupaban el último lugar en las prioridades. Este
cambio fue criticado por especialistas contemporáneos, entre los que hay que destacar a
José Pablo Valiente y a Francisco de Requera, antiguos miembros del Consejo de Indias,
que en 1809 afirmaron que los asuntos internos de las Indias, tan lejanos y tan diferentes,
habían perdido la atención detallada e informada que habían recibido del Ministerio de
Indias, y que los intereses internacionales de España en América ya no estaban tan bien
comprendidos y defendidos. 124
La concentración de poder fue acompañada de una mayor coordinación. Desde los
primeros años del reinado, los ministros habían buscado puntos de contacto y discusión
con sus colegas, utilizando de forma más frecuente y sistemática la junta, donde los
ministros se podían reunir en comisiones y discutir cuestiones políticas. Al principio, la
práctica fue la de nombrar juntas ad hoc para objetivos específicos, como la junta de
ministros de 1763, que se reunía para discutir cuestiones de reforma colonial. Pero poco a
poco comenzó a reunirse una junta de Estado, para ocuparse de temas tanto Peninsulares
como coloniales, resultando ser este un sistema útil para resolver las dificultades existentes
entre los diversos departamentos y para diseñar una política concertada. Floridablanca
instó a sus colegas ministeriales a reunirse más frecuentemente y en último extremo fue
responsable de que, por decreto de 8 de julio de 1787, este gabinete, que se reuniría una
vez a la semana en el despacho del secretario de Estado para discutir cualquiera y todos los
asuntos de gobierno, aunque sin una agenda formal y unas normas estrictas, adquiriera un
carácter más permanente y formal. 125 Era este un instrumento de responsabilidad colectiva
y de continuidad muy necesario en el gobierno español y permitía a Floridablanca conocer
y controlarlo todo. A fin de que sirviera de guía a ese gabinete, escribió un largo
documento, la famosa Instrucción reservada, en la que describía, aunque en palabras del
monarca, las grandes instituciones y temas políticos del Estado español y establecía las
prioridades futuras. 126 Más tarde tuvo que defender su actuación frente a aquellos que
denigraban la junta de Estado por ser un instrumento que garantizaba su poder despótico,
123
Decreto del 8 de julio de 1787; véanse Gildas Bernard, Le secrétariat d'état et le conseil espagnol des
Indes (1700-1808), Ginebra-París, 1972, pp. 51, 57-58, 64-72; José Antonio Escudero, Los orígenes del
Consejo de Ministros en España, Madrid, 1979, 2 vols., I, PP. 444-452, 505-515.
124
Bernard, Le secrétariat d'état et le conseil espagnol des Indes, pp. 73-76; para una interpretación
diferente, que considera el cambio como una continuidad en la reforma, véanse Jacques Barbier, «The
Culmination of the Bourbon Reforms, 1787-1792», HAHR, 57 (1977), PP. 51-68, especialmente pp. 56-57; y
Aranda, «Plan de gobierno», p. 164.
125
Bernard, Le secrétariat d'état et le conseil espagnol des Indes, pp. 55-57; Escudero, Los orígenes del
Consejo de Ministros en España, I, pp. 330-352.
126
«Instrucción reservada», 8 de julio de 1787, en conde de Floridablanca, Obras originales del conde de
Floridablanca, y escritos referentes a su persona, ed. A. Ferrer del Río. BAE, 59, Madrid, 1952, pp. 213-
272.
una perversión del consejo de Estado aristocrático favorecido por Aranda. En 1789,
escribió:
Para la cual Junta de Estado mandó formar el rey difunto Carlos III al conde
de Floridablanca una instrucción reservada, que se compone de más de cien pliegos,
de todos los negocios reservados de esta gran monarquía, y sobre su sistema de
gobierno, interno y externo, en todos los ramos de Estado, Gracia y Justicia, Guerra e
Indias, Marina y Hacienda. Quiso aquel gran rey oír y enmendar por sí dicha
instrucción, como se ejecutó por espacio de cerca de tres meses, en todos los
despachos de Estado, delante del rey actual Carlos IV. Si se pudiese publicar este
trabajo reservado, se vería si el Conde ha sido buen o mal servidor de la corona. 127
Esto puede ser cierto, pero sigue siendo un hecho que Carlos III dejó el gobierno en
gran medida en manos de Floridablanca. A partir de 1776, el gobierno real dejó de ser
personal y pasó a ser ministerial, continuando así durante los 16 años siguientes. La junta
de Estado existió hasta la caída de Floridablanca en 1792, siendo sustituida entonces por el
viejo Consejo de Estado, en el que los ministros eran superados en número por individuos
ajenos al gobierno, en el que los estamentos privilegiados dejaban oír su voz y que era
presidido por el rey. La alternativa al absolutismo ministerial no era necesariamente el
progreso.
Al servicio de los ministros españoles había funcionarios profesionales que
trabajaban en los ministerios y departamentos y que tenían una afinidad especial con sus
jefes políticos, llegando incluso a comer en la misma mesa. Se trataba de las covachuelas,
los equipos ministeriales que instruían, frenaban y protegían a sus jefes y mantenían en
movimiento los engranajes del gobierno. Eran subsecretarios más que meros oficinistas,
aunque hubieran ascendido los escalones de una carrera reconocida, consiguiendo su
promoción gracias al talento y a las influencias. Floridablanca tenía en su ministerio un
grupo de funcionarios extraordinariamente competente:
Estos hombres, que han recibido una buena educación y han sido preparados
en los diferentes departamentos civiles del Estado para ser luego enviados a diferentes
países como secretarios de embajada, donde aprenden el lenguaje adecuado y
adquieren conocimiento, tienen mayores aspiraciones que aquellos que ocupan cargos
similares en otras partes de Europa. Cuando regresan a España, considerados como
servidores públicos, se integran en diferentes secciones, y cada uno tiene sus varios
departamentos, uno Francia y otro Inglaterra, otro las cortes italianas, donde ayudan a
resolver los asuntos. Desde ese cargo suelen ser promocionados a un empleo
honorable y lucrativo como recompensa por sus prolongados servicios. 128
Los ministros tenían sus agentes en las provincias, los más importantes de los
cuales eran los intendentes, cuya introducción en 1718 y su reinstauración en 1749
transformó el gobierno español. 129 Los intendentes eran responsables de la administración
general y del progreso económico de sus provincias, así como del reclutamiento obligatorio
y de los abastecimientos militares y bajo Carlos III sus informes proveían la información
local sobre la que el gobierno esperaba basar su política. El cargo de intendente era
considerado como un escalón superior en la escala burocrática, pero desde el cual una
persona ambiciosa deseaba ascender para alcanzar más altas metas. Las condiciones de
servicio no eran totalmente satisfactorias. Muchos se quejaban de que el salario sólo era
127
8 de Septiembre de 1789, ibid., p. 298.
128
Joseph Townsend, A Journey through Spain in the Years 1786 and 1787, Londres, 17922, 3 vols., I, pp.
328-329; véase también J. F. Bourgoing, Modern State of Spain, Londres, 1808, 4vols.,I, pp. 188-189.
129
Véase supra, pp. 93-97 y 153-154.
130
AGS, Secretaría de Hacienda, 584.
131
Ávila, 1764, 1781, AGS, Secretaría de Hacienda, 583.
132
Tomás López a Esquilache, Barcelona, 8 de febrero de 1763, AGS, Secretaría de Hacienda, 555.
133
Ayuntamiento de León a la corona, 16 de junio de 1769, AGS, Secretaría de Hacienda, 589.
134
Henry Swinburne, Travels through Spain in the years 1775 and 1776, Londres, 1779, pp. 94-95.
135
Esquilache al intendente de Barcelona, 2 de enero de 1760, AGS, Secretaría de Hacienda, 555.
pedía que se implantaran impuestos muy elevados. 136 Mientras que algunos se oponían a la
bebida, otros manifestaban su oposición a las diversiones. El intendente de Ávila rechazó,
junto con el obispo, una petición del municipio solicitando permiso para organizar una
serie de representaciones de comedias en el teatro local, «especialmente deseable cuando el
regimiento de Asturias estaba acantonado allí».137 Los intendentes eran los ojos y los oídos
del gobierno en cuestiones de orden público y de seguridad, sobre todo en los momentos de
crisis agraria y de empeoramiento de las condiciones sociales. En abril de 1766 hubieron
de estar alerta en toda Castilla porque había signos de insurrección tras el motín de Madrid
y el intendente de Burgos informó: «Se han templado los ánimos, en virtud de mis
discursos, y mis amenazas indirectas a personas, que según noticias reservadas, influían a
esta desdichada plebe. Continúo mis rondas a diferentes horas de la noche, para
asegurarme más de su sosiego, y contenerla en temor y respeto». 138
Finalmente, el sistema de intendentes perdió fuerza y el espíritu de reforma y
mejora, evidente en los decenios de 1760 y 1770, pareció dejar paso, hacia 1790, a una
mera rutina. En lugar de haber nuevos proyectos, aumentaron las solicitudes de permiso y
promoción; en lugar de informes había explicaciones sobre por qué los ingresos reales eran
tan bajos. Se desperdiciaba el tiempo en conflictos jurisdiccionales. En Cataluña, un largo
conflicto entre el intendente y la audiencia culminó aceptando el intendente que su cargo
había perdido status y jurisdicción, en detrimento de la administración real.139
Probablemente, la tarea asignada a los intendentes era imposible y además estaba el peligro
de que chocaran con la jurisdicción de la figura, más familiar y más tradicional, de los
corregidores, que realizaban las mismas tareas que los intendentes en las divisiones más
pequeñas de las provincias. En 1782, el intendente de Cuenca informó que el trabajo se
había interrumpido en dos fábricas locales cuando el corregidor, sin consulta previa, había
conducido a prisión a una serie de trabajadores. El propietario estaba indignado y el
intendente se sentía impotente.140 En general, durante el siglo XVIII los corregidores
actuaron de forma menos tiránica que en el siglo XVII, aunque su reclutamiento dejaba
todavía mucho que desear. La reforma decisiva se produjo en 1783, cuando esos cargos,
que hasta entonces se concedían como favor y que se revocaban de forma arbitraria, fueron
reorganizados y graduados según su importancia e ingresos en tres categorías,
convirtiéndose en una carrera al alcance del talento con un sistema de promoción
regulado. 141
En un sistema de estas características no quedaba mucho espacio para la
independencia municipal. 142 Además, los ingresos de las ciudades eran demasiado
importantes como para ser ignorados por el gobierno central y desde 1760 eran
supervisados muy de cerca por una comisión del Consejo de Castilla y por sus agentes, los
intendentes. La mayoría de los municipios estaban dominados por la nobleza provincial
que había comprado los cargos. Era mucho lo que estaba en juego: el control de las
136
Intendente Ventura de Argumosa a la corona, Guadalajara, 2 de julio de 1764, AGS, Secretaría de
Hacienda, 588
137
1763, AOS, Secretaría de Hacienda, 583.
138
Intendente Bañuelos a Múzquiz, Burgos, 23 de abril de 1766, AGS, Secretaria de Hacienda, 584.
139
1786, AGS, Secretaria de Hacienda, 559.
140
Intendente Gaspar de Pina, Cuenca, 5 de febrero de 1782, AGS, Secretaría de Hacienda, 586.
141
Benjamín González Alonso, El corregidor castellano (1384-1808), Madrid, 1970, PP. 321-328.
142
Javier Guillamón Álvarez, Las reformas de la administración local en el reinado de Carlos III, Madrid,
1980, pp. 103-110.
decisiones sobre la tierra en el plano local, los derechos de riego, la distribución de la carga
impositiva, privilegios de varios tipos y el prestigio social. El conflicto entre la nobleza y
el pueblo sobre estos recursos perturbaba la paz dentro y fuera de las oficinas municipales,
por lo general en beneficio de los nobles. Parecía imposible acabar con el monopolio de los
grupos dominantes sobre el gobierno municipal, excepto tal vez introduciendo nueva
sangre mediante una ampliación del derecho de voto y elecciones más frecuentes. La
inquietud social que se produjo en Castilla en 1766 y la necesidad de permitir que los
pobres tuvieran algo que decir en cuanto a los alimentos y el control de los precios, prestó
urgencia a esta idea. Mediante un decreto del 5 de mayo de 1766 se introdujo una reforma
proyectada por Campomanes, que preveía la presencia en los municipios de representantes
del pueblo elegidos anualmente «por todo el pueblo», cuatro en las ciudades de mayor
tamaño y dos en las poblaciones con menos de 2.000 habitantes. Teóricamente, esta era
una de las reformas de mayor peso del periodo, ya que permitía al pueblo acceder al
gobierno municipal y constituía la promesa de que los municipios no seguirían bajo el
control exclusivo de unos cargos hereditarios y vitalicios. Pero todo fue diferente en la
práctica. Entre la hostilidad de los funcionarios hereditarios y la indiferencia de la
población, los nuevos representantes eran demasiado débiles como para dejar sentir su
influencia y su única aspiración consistió en integrarse en la oligarquía local consiguiendo
que sus nombramientos fueran vitalicios. En provincias como Andalucía, donde la presión
social era muy fuerte, los grupos dirigentes no podían permitirse perder el control del
gobierno municipal, ni relajar su vigilancia frente al malestar de los jornaleros. La reforma
de 1766 indicaba el deseo del gobierno de conseguir la colaboración de la sociedad
española para su revitalización. Reveló también los límites de la modernización borbónica,
que nada pudo hacer frente a los regidores, que continuaron poseyendo en propiedad,
legando y vendiendo sus cargos, defraudando a la corona y al pueblo, practicando el
soborno y la extorsión y perpetuando la trágica subcultura del gobierno borbónico, a la que
no podía llegar la Ilustración.
Un Estado encabezado por Carlos III y administrado por letrados no podía ser
calificado como un Estado militar. Sin embargo, la inclinación del monarca hacia la guerra,
la presencia de los militares en la administración civil, el desarrollo de las fuerzas armadas
y el aumento del presupuesto de defensa son signos de un rasgo indiscutible del Estado
borbónico: su fuerte dimensión militar. En el centro de los intereses de los Borbones se
situaban la política exterior e imperial y de ahí derivaba la determinación de conseguir para
España las fuerzas armadas de una potencia mundial.
Como instrumento de guerra, el ejército español no inspiró inmediatamente la
confianza de Carlos III y la derrota en la Guerra de los Siete Años exigió una
reorganización radical. En consecuencia, la política de rearme fue acompañada de la
reforma militar, para la cual se tomó como modelo a Prusia. Carlos III, impresionado por
las victorias de Federico el Grande, envió grupos de oficiales para estudiar el sistema
militar prusiano y concedió una rápida promoción a uno de sus exponentes. Alejandro
O'Reilly, de origen irlandés y español de adopción, había participado, en el servicio activo,
en dos guerras europeas y había tenido la oportunidad de estudiar las organizaciones
militares austríaca, prusiana y francesa antes de que comenzara a enseñar la táctica
prusiana al ejército español. Alcanzó el rango de mariscal de campo y fue utilizado como
reformador militar en España y América, llevando a cabo, entre otras cosas, la fundación
143
William Dalrymple, Trovéis through Spain and Portugal in 1774, Londres, 1777, PP. 57-58; Bibiano
Torres Ramírez, Alejandro O'Reilly en las Indias, Sevilla, 1969, pp. 5-17.
144
De Visme a Shelburne, 21 de septiembre de 1767, PRO, SP 94/178.
145
Dalrymple, Travels through Spain and Portugal, pp. 31-32, 65.
146
Ibid., p. 67.
147
Así lo veía Dalrymple, ibid., p. 63.
148
Grantham a Rochford, 17 de mayo de 1773, PRO, SP 94/193; Grantham a Rochford, 9 de mayo de 1774,
PRO, SP 94/195.
149
Bourgoing, Modern State of Spain, II, pp. 69-74.
150
Charles J. Esdaile, «The Spanish Army, 1788-1814», tesis doctoral, Universidad de Lancaster, 1985, p.
49.
151
Bourgoing, Modern State of Spain, II, pp. 75-76.
152
Lyle N. McAlister, The «Fuero Militar» in New Spain, 1764-1800, Gainesvill, Fia., 1953, pp. 5-8.
153
Dalrymple, Travels through Spain and Portugal, pp. 177-178.
154
Journal of the Spanish Expedition against Algiers, in 1775», en Swinburne, Travels through Spain, p. 42.
155
Alian J. Kuethe, Cuba, 1753-1815. Crown, Military, and Society, Knoxville, Tenn., 1986, p. 78.
156
De Visme a Halifax, 13 de mayo de 1764, PRO, SP 94/170.
fueron terminados en 1767, encargándose 6 más. 157 Gautier se apartó de los diseños
navales español e inglés e introdujo el sistema francés, es decir, barcos más grandes y más
rápidos y tan pesados por arriba que la marina española encontraba dificultades para su
navegación cuando las condiciones climatológicas eran desfavorables. Gautier modificó
con éxito el diseño para hacer frente a las necesidades españolas, aunque nunca llegó a
satisfacer a la escuela «inglesa», cuyo máximo exponente era Jorge Juan. En 1769 fue
nombrado superintendente de la construcción de navios de guerra con un elevado salario y
permaneció en España durante los dos decenios siguientes. La mayor parte de los barcos
españoles que sirvieron en la Guerra de Independencia norteamericana habían sido
construidos por Gautier. 158 En Cartagena, la corona Firmó contratos con constructores de
barcos italianos:
Recientemente se ha firmado un contrato con algunos constructores genoveses
para la construcción de 6 barcos de línea de 70 cañones, 3 de ellos de 80, y si el rey de
España lo necesitara, 2 de ellos podrían estar acabados al precio de 120.000 piastras, o
20.000 libras cada uno, siendo construidos en los astilleros reales, bajo la supervisión
y dirección del señor Bryant, un constructor inglés contratado por Jorge Juan en 1749.
Se hace difícil pensar cómo los contratistas pueden ofrecer un precio tan barato, ya
que una parte muy pequeña de la madera procede de territorio genovés, obteniéndose
la mayor parte de ella en la costa italiana del Adriático, e incluso en Dalmacia. 159
El programa de construcción naval continuó con fuerza en el decenio de 1770 y en
1778 los astilleros de El Ferrol trabajaban a todo ritmo en la construcción de navios de
linea y de fragatas. En el decenio de 1780 también los astilleros de La Habana conocieron
una intensa actividad, con la botadura de 2 navios de línea en 1788-1789. 160
España no era totalmente autosuficiente en pertrechos navales. La marina había
dejado su huella en los bosques de la península. El intendente de La Mancha, presionado
para proporcionar madera para la marina, no podía hacerlo en las cantidades requeridas
como consecuencia del largo periodo de deforestación que no había sido acompañado de
nuevas plantaciones. Las provisiones existentes no eran muy adecuadas. 161 Hacia los años
1790 el roble albar andaluz estaba agotado y Cádiz tuvo que comprar madera de Italia o
utilizar cedros de Cuba. Cartagena utilizaba la madera de roble albar catalán, pero el
aprovisionamiento se veía dificultado por problemas de transporte. El Ferrol conseguía la
madera necesaria de las montañas de Burgos, Navarra y Asturias, al igual que Guarnizo. 162
Pero para la fabricación de los mástiles, todos los astilleros tenían que importar madera del
norte de Europa y de Rusia, aunque España no era la única potencia naval en esta
situación. En 1785, las importaciones de madera supusieron a España un desembolso de
8,5 millones de reales. Por otra parte, España era prácticamente autosuficiente en cáñamo y
cobre (americano). 163
157
De Visme a Shelburne, 10 de agosto de 1767, PRO, SP 94/178.
158
Dalrymple, Trovéis through Spain and Portugal, p. 103; José P. Merino Navarro, La Armada Española en
el siglo XVIII, Madrid, 1981, pp. 55-57.
159
Rochford a Halifax, 8 de julio de 1764, PRO, SP 94/167.
160
Grantham a Weymouth, 10 de diciembre de 1778, PRO, SP 94/206; Edén a Carmarthen, 18 de septiembre
de 1788, PRO, FO 72/13
161
Juan de Pina a Esquilache, San Clemente, 16 de marzo de 1766, AGS, Secretaría de Hacienda, 591.
162
Intendente de Burgos a Múzquiz, 27 de julio de 1766, AGS, Secretaría de Hacienda, 584.
163
Bourgoing, Modem State of Spain, II, pp. 122-124.
Cuadro 8.1
La marina española: número de barcos, 1760-1804
Navios de línea Fragatas Varios
(112 a 58 cañones)
1760 40 10
1761 49 21 16
1763 37 30
1765 25
1767 32
1769 32
1770 51 22 29
1772 56 25 37
1774 64 26 37
1777 65 16 20
1778 67 32
1783 67 32
1787 67
1792 80 14
1804 65
Fuentes: Public Record Office, Londres, SP 94/161, 164, 166, 172, 181, 191, 204;
J. F. Bourgoing, Modern State of Spain, Londres, 1808, 4 vols., II, pp. 110-112.
Cuadro 8.2
Gastos navales en España en porcentaje de los gastos totales
1753 20,4 1790 20,7
1760 6,8 1795 8,3
1762 11,2 1797 7,9
1770 21,7 1800 9,2
1774 12,1 1805 4,4
1782 20,0 1807 0,4
1785 27,8
Fuente: José P. Merino Navarro, La Armada Española en el siglo XVIII, Madrid,
1981, p. 168.
Hasta 1796, España luchó por mantener su fuerza naval dentro de los límites de sus
posibilidades, pero a partir de ese año la marina española conoció un periodo de declive
durante los largos años en que España fue satélite de Francia y estuvo en 'guerra con
Inglaterra.
La marina española era un activo valioso para ser exhibido, protegido y, si era
necesario, retirado de la circulación. En tiempo de paz, su misión era transportar el tesoro
americano, patrullar las líneas marítimas y parecer amenazador. La guerra determinaba una
mayor discreción. En el pensamiento estratégico español la mejor manera de utilizar la
marina era no saliendo al mar. Se planteó entonces una curiosa paradoja. Cuanto más
grande era la marina, menor era su movilidad; cuantos más cañones llevaba, menos
frecuentemente eran disparados. Durante la guerra con Francia en 1793-1795, la marina
alcanzó su máxima amplitud y su mínima actividad, haciendo gala de una gran lentitud
para salir de puerto y de una falta total de disposición para enfrentarse al enemigo. Había
una razón detrás de esa renuencia. El gobierno español concedía tan gran valor a la marina
que no se decidía a utilizarla; había costado demasiado como para arriesgarla en la guerra y
llegó el momento en que las pérdidas no podían ser sustituidas. Los ministros se sentían
impresionados no sólo por la capacidad del enemigo sino aún más por la incompetencia de
sus propios oficiales. Era un círculo vicioso. La marina era demasiado cara y contaba con
un cuerpo de mando demasiado mal preparado como para exponerla a la batalla, política
que no sirvió sino para perpetuar la inexperiencia. De cualquier forma, un barco en puerto
era mejor que hundido. La decisión fue mantener intacta la marina por su efecto disuasorio,
pues hacía cavilar al enemigo. Como tal fue un útil apoyo de la política exterior española,
si no el arma de una potencia imperial.
164
Bristol a Egremont, El Escorial, 2 de noviembre de 1761, PRO, SP 94/164. Los cargamentos de metales
preciosos de 1761 ascendían a 16 millones de pesos; véase Michel Morineau, Incroyables gazettes et
fabuleux métaux. Les retours des trésors américains d'apres les gazettes hollandaises (XVI-XVIII siécles),
Cambridge, 1985, pp. 401-402.
165
Vicente Palacio Atard, El tercer Pacto de Familia, Madrid, 1945, p. 289.
166
Richard Pares, War and Trade in the West Indies, 1739-1763, Londres, 1963, PP. 590-595.
167
Rochford a Halifax, 24 de enero de 1764, PRO, SP 94/167. Sobre la defensa franco-española y la política
colonial tal como fue organizada por Choiseul, véanse Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, IV, pp. 313-331,
375-377; Arthur Scott Aitón, «Spanish Colonial Reorganization under the Family Compact», HAHR, 12
(1932), pp. 269-280; A. Christelow, «Frenen Interest in the Spanish Empire during the Ministry of the Duc
de Choiseul, 1759-1771», HAHR, 21 (1941), pp. 515-537; John Lynch, Spanish Colonial Administration,
1782-1810. The Intendant System in the Viceroyalty of the Río de la Plata, Londres, 1958, PP. 15-19.
de Manila y las islas Malvinas provocaban especial irritación. 168 En 1770, y siguiendo
instrucciones de Arriaga, una expedición española partió de Buenos Aires, desmanteló el
asentamiento inglés en Port Egmont y ocupó la Malvina occidental. 169 España no estaba
preparada para la guerra. Desde el punto de vista político no sería popular, y menos aún
por una cuestión tan marginal como las Malvinas. Desde el punto de vista militar, la
situación de la infantería era calamitosa y aunque desde 1763 se había iniciado la
recuperación y ampliación de la marina, sufría de una carencia crónica de tripulantes;
desde el punto de visto económico, España no contaba con los recursos necesarios para
librar una guerra sin contar con el tesoro americano, cuya llegada se vería en peligro si se
producía un ataque inglés. Por todas estas razones, los británicos concluyeron: «Lejos de
desear una ruptura con nosotros, nada temen más que el hecho de que nosotros decidamos
romper con ellos». 170 En ese momento, no funcionó para España el pacto de familia. Hizo
un llamamiento a su aliado francés, fue rechazada y se encontró impotente. Después de una
prolongada guerra de nervios, España cedió y dio satisfacción a Gran Bretaña,
desautorizando la expedición a Port Egmont y restableciendo el statu quo. Otro falso
movimiento, una nueva derrota. Pero, una vez más, España se levantó, volvió a ejercitarse
y se preparó para la siguiente guerra.
La rebelión de las colonias de Gran Bretaña en Norteamérica, que estalló en 1775,
puso fin al peligro de la expansión británica hacia el sur a expensas del imperio español y
dio a España una oportunidad de recuperar sus pérdidas. Aprovechándose de la
preocupación de su rival y del consiguiente aislamiento de Portugal, envió una expedición
formada por 20 navios, 96 transportes y más de 9.000 hombres desde Cádiz, que en 1777
ocupó la isla de Santa Catalina, en la costa de Brasil, y capturó al asentamiento portugués
de Colonia do Sacramento. 171 Sin embargo, la Guerra de Independencia Norteamericana
no fue un terreno fácil para la intervención. 172 Carlos III se vio dividido entre el deseo de
hostigar a su rival colonial —lo que explica su ayuda encubierta a los rebeldes a partir de
1776— y el temor sobre sus posesiones americanas, que provocó su actitud ambigua
respecto a la independencia. Floridablanca comentó con el embajador inglés que «un
acontecimiento como la independencia de América seria el peor ejemplo para otras
colonias y convertiría a los americanos en los peores vecinos, en todos los sentidos, que
podrían tener las colonias españolas». 173 Pero eso no fue óbice para que España enviara
armas, apoyara a los corsarios norteamericanos y, a lo largo del año 1777, reclutara y
reuniera activamente unidades del ejército, preparara la marina e incrementara el número
de barcos de guerra en sus bases americanas. 174 En 1778, Francia tomó la decisión que
España estaba considerando y los españoles se prepararon para la guerra, con el pretexto de
168
En PRO, SP 94/177.
169
Julius Goebel, The Struggle for the Falkland Jslands, New Haven, Conn., 1982, PP- 271-283; véase
también Octavio Gil Munilla, Malvinas. El conflicto anglo-español de 1770, Sevilla, 1948.
170
Harris a Weymouth, 4 de octubre de 1770, PRO, SP 94/185.
171
Cónsul Hardy a Weymouth, Cádiz, 5 de noviembre de 1776, PRO, SP 94/202; Octavio Gil Munilla, El Río
de la Plata en la política internacional, Sevilla, 1948, pp. 305-307.
172
Mario Rodríguez, La Revolución Americana de 1776 y el mundo hispánico, Madrid, 1976, pp. 77-115;
Peggy K. Liss, Atlantic Empires. The Network of Trade and Revolution, 1713-1826, Baltimore, Md., 1983,
pp. 127-146.
173
Grantham a Weymouth, 26 de mayo de 1777, PRO, SP 94/203.
180
Lynch, Spanish Colonial Administration, pp. 20-21, 40-43; Gil Munilla, El Río de la plata en la política
internacional, pp. 305-307, 376; Bernardo de Gálvez, Instructions for Governing the Interior Provinces of
New Spain, 1786, ed. Donald E. Worcester, Berkeley, California, 1951, pp. 1-24.
181
Jacques A. Barbier y Herbert S. Klein, «Revolutionary Wars and Public Finances: the Madrid Treasury,
1784-1807», Journal of Economic History, 41 (1981), pp. 315-339, especialmente pp. 331-332, 339.
mejor morir con las armas en la mano que llevar una vida de mezquindad y de
desgracia. 182
El precio de la guerra
182
Listón a Carmarthen, 20 de abril de 1785, PRO, FO 72/75; sobre las ideas estrátegicas predominantes en
España en ese momento, véase «Instrucción reservada», Obras originales del conde de Floridablanca, pp.
263, 264-266, donde Floridablanca perdona a Inglaterra la solución final: «No proponemos la destrucción
total del poder inglés».
183
Bristol a Pitt, 11 de febrero de 1760, y Bristol a Egremont, 6 de diciembre de l"o • PRO, SP 94/161, 164
184
«En conjunto, España era una entidad fiscal próspera pero limitada a finales del siglo XVIII. Las presiones
de la guerra destruyeron rápidamente su prosperidad fiscal y, por último, también su economía.» Barbier y
Klein, «Revolutionary Wars and Public Finances», p. 331.
185
«Instrucción reservada», Obras originales del conde de Floridablanca, p. 254.
administración central. 186 Esta era más o menos la asignación tradicional, pero la corte
seguía resultando muy cara. Una gran parte de los gastos de Carlos III en obras públicas no
beneficiaba en modo alguno a la población, sino que se concentraba en el palacio real y en
otros «sitios». El palacio real de Madrid fue terminado en 1774 y ocupado desde entonces
como residencia. Se hicieron ampliaciones en El Pardo y en Aranjuez y se construyeron
nuevas poblaciones en Aranjuez, El Escorial y San Ildefonso. Así mismo, se construyeron
carreteras desde Madrid a todos los «sitios». La caza era un deporte muy costoso y como
medio de vida resultaba exorbitante. El rey, aparte de su propio séquito, empleaba
centenares de personas de Madrid para batir el campo y conducir los jabalíes, ciervos y
liebres hacia los lugares donde se concentraban los fusiles reales, mientras que una suma
muy considerable se distribuía todo los años a los propietarios de tierras en las vecindades
de los palacios reales para indemnizarles por el daño causado a las cosechas. 187
Un gasto anual de 454,5 millones de reales era una estimación normal en tiempo de
paz. El promedio de ingresos en el periodo de 1784-1789 fue de 466,9 millones de reales,
cifra no muy alejada de los gastos. 188 Sin embargo, entretanto se había producido un
conflicto armado importante y todavía había cuentas que pagar. El tesoro americano era un
componente decisivo de los ingresos totales, suponiendo aproximadamente la cuarta parte
de los ingresos ordinarios. 189 Que llegaran o no los envíos de América dependía de si
España estaba en paz o en guerra con Gran Bretaña. La guerra significaba bloqueo y si no
llegaban los ingresos americanos el gobierno español se veía obligado a adoptar otras
medidas financieras, ya fuera en forma de nuevos impuestos o emitiendo papel moneda
con la consiguiente inflación. En 1775, Campomanes podía afirmar que España, a
diferencia de otros países europeos, todavía no había sufrido la inflación provocada por el
papel moneda. Pero España no tardó en verse obligada a emitirlo. La guerra con Gran
Bretaña a partir de 1779 elevó los gastos por encima de los 700 millones de reales e
interrumpió el flujo del tesoro americano. Cuando el incremento de los impuestos (sobre el
tabaco entre otras cosas) no fue suficiente para conseguir el dinero necesario para financiar
la guerra, se emitieron vales reales, es decir bonos del Estado. Los vales reales tenían una
doble función, ya que eran préstamos que producían un 4 por 100 de interés anual y,
además, se utilizaban como papel moneda para pagos más importantes. Este sistema
permitió pagar el coste de la guerra y financiar proyectos de infraestructura como los
canales de Aragón y Castilla. Pero el número de vales se incrementó más allá de lo
razonable y no tardaron en depreciarse. Para recuperar el crédito real, un financiero nacido
en Francia, Francisco Cabarrús, fue autorizado en junio de 1782 a fundar el primer banco
nacional de España, el Banco de San Carlos, con la misión de redimir los vales reales. Al
firmarse la paz con Gran Bretaña, volvió a fluir la plata americana y el banco comenzó a
retirar los vales, que recuperaron su valor, conservándolo durante el resto del decenio.
186
Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1981, p. 306, n. 9.
Jacques Barbier y Herbert S. Klein, «Las prioridades de un monarca ilustrado: el gasto público bajo el
reinado de Carlos III», Revista de Historia Económica, 3, 3 (1985), pp. 473-495, ponen de relieve que en el
periodo 1760-1788 la partida más importante del presupuesto era para la defensa y el ejército y la marina
absorbían el 60 por 100 de los gastos totales. Mientras que la asignación del ejército fue relativamente
estable, los gastos de la marina aumentaron en respuesta a las necesidades crecientes de la defensa del
imperio.
187
Swinburne, Trovéis through Spain, p. 335.
188
Coxe, Memoirs of the Kings of Spain, V, p. 385.
189
Josep Fontana, «La crisis colonial en la crisis del Antiguo Régimen español», en Alberto Flores Galindo,
ed., Independencia y revolución (1780-1840), Lima, 1987, 2 vols., I. p. 19.
La paz de 1783 llevó consigo un breve periodo de prosperidad relativa, tal vez de
doce años a lo sumo, cuando se liberó una vez más el comercio exterior y la economía fue
capaz de responder a la demanda de consumo del periodo de posguerra, tanto en el interior
como en las colonias. Las consecuencias de la mayor libertad comercial y del moderado
crecimiento industrial se dejaron sentir y España comenzó a disfrutar de algunos de los
frutos de su imperio que habían sido durante mucho tiempo las ganancias de sus rivales
comerciales del norte de Europa. En los años de posguerra había grandes cantidades de
plata en manos privadas que podían haber ido a parar al tesoro si el gobierno hubiera
inspirado la confianza necesaria, pero los mediocres ministros de Hacienda de la época
nada hicieron por dar seguridades al público y quienes habían conseguido acumular esas
riquezas encontraron otras salidas o las guardaron en casa.
Era imposible anular los elevados gastos del gobierno de Carlos III. Era algo ya
intrínseco al sistema: todas las cosas que había creado y la política de alto coste que había
inaugurado permanecerían, siendo heredadas por el siguiente régimen, que aumentó
todavía más los gastos como consecuencia de su política de despilfarro. La guerra de 1779-
1783 fue la primera de una serie de crisis que mantuvieron al Estado en una situación de
endeudamiento semipermanente, más allá de su capacidad de pago. La emisión constante
de vales reales entre 1780 y 1799 permitió al gobierno vivir en un paraíso del deudor, pero
eso sólo sirvió para posponer el día en que sería necesario hacer balance. A pesar de los
esfuerzos del Banco de San Carlos para mantener la cotización de los vales, la depreciación
era inevitable y alcanzó casi el 50 por 100 en el decenio de 1790. Carlos III dejó a su
sucesor un sistema impositivo sin reformar y un ejemplo de oportunismo financiero que
apuntaba al hundimiento final del Estado borbónico.
La política exterior de Carlos III, basada en una costosa política de rearme y que
culminó, por voluntad expresa, en una segunda guerra con Gran Bretaña, fue un obstáculo
intrínseco a la reforma y dio al traste con cualquier posibilidad de cambio estructural. El
dinero gastado en la guerra no podía ser asignado a proyectos agrarios, sociales o de
infraestructura. Una política exterior activa y un programa de reformas internas eran
incompatibles. Las prioridades eran obvias: el poder se situaba por delante del bienestar.
Incluso a partir de 1783 se consideró la posibilidad de reanudar la guerra colonial y se
acudió a las colonias para buscar recursos para financiarla. España había alcanzado el cénit
de su poder, aunque no se hubiese situado entre las potencias de mayor rango, pero en el
proceso siguió siendo una sociedad y una economía sin reconstruir. La corona continuó
buscando el apoyo de la nobleza y el clero, respetando los privilegios heredados o
adquiridos, protegiendo las propiedades nobiliarias y las de la Iglesia, permitiendo que los
mayorazgos alcanzaran su máxima extensión y que España pareciera un vasto vínculo
inmóvil; siguió pagando salarios muy elevados a los altos funcionarios, es decir,
manteniendo la España de las jerarquías y las clases, de los privilegios corporativos y de la
oligarquía rural. A España se le dio una ilusión de reforma y se le presentó una parodia de
un Estado moderno.
El gobierno de Carlos III estaba dominado por abogados. Muchos de los llamados
documentos reformistas del reinado eran documentos legales escritos Por funcionarios más
preocupados por los derechos reales que por un cambio radical. Floridablanca era el
abogado arquetípico cuya mentalidad no había cambiado al acceder al poder. En el último
decenio del reinado Carlos III no se apoyaba ya en un «equipo», sino que regresó al
sistema tradicional de los Borbones de confiar en un solo consejero. La muerte de José de
Gálvez en junio de 1787 fue causa de que desapareciera el único otro ministro de talla y
permitió que la influencia de Floridablanca fuera mayor que nunca. Floridablanca era algo
más que la mano derecha del rey: era su guía, su mentor y el autor de su Política. Adquirió
un aura de hombre distante, raramente visto, difícil de encontrar, pero omnipresente en el
gobierno. Durante estos años lanzó una lluvia de decretos sobre los españoles, para poner
freno al desorden, limitar el número de animales en los carruajes, obstaculizar las corridas
de toros, cualquier cosa que pudiera mejorar el comportamiento de sus conciudadanos, en
el vano convencimiento de que las medidas legales eran suficientes para que todo
cambiara. Pero nadie dudaba de que era él quien ejercía el control, autor y agente del
absolutismo. Los últimos años del reinado no fueron años felices para España. Las
enfermedades epidémicas, junto con las malas cosechas y la carencia de alimentos,
causaron la muerte de mucha gente en 1785-1787 y el gobierno tuvo que hacer importantes
desembolsos para realizar importaciones de urgencia de trigo extranjero. 190 La sombra se
cernió también sobre la corte. El gobierno perdió a Roda en 1783, a Múzquiz en 1785 y a
Gálvez en 1787. En octubre de 1786, el rey sufrió un «desmayo» que duró
aproximadamente media hora y experimentó dos más en el mes de julio, lo que provocó
inquietud por su salud. A partir del 1 de julio de 1787, el príncipe de Asturias comenzó a
acudir a las reuniones celebradas entre el rey y los ministros en todos los departamentos del
gobierno. 191 La enfermedad impuso una especie de igualdad entre los más elevados y los
más humildes. El 2 de noviembre de 1788, la infanta Mariana Victoria murió de viruela
después de un parto difícil y el recién nacido también falleció poco después. La
enfermedad golpeó de nuevo el 23 de noviembre y reclamó a su esposo, el infante Gabriel.
De esta forma, en el espacio de un mes, Carlos perdió un hijo y toda una familia en la que
había depositado grandes esperanzas. Regresó a Madrid desde El Escorial a finales de
noviembre, tratando de curarse de un catarro. El 6 de diciembre, después de haber salido a
cazar, se sintió indispuesto y tuvo que meterse en cama con fiebre. Recibió los últimos
sacramentos y murió el 14 de diciembre de 1788.
190
Cónsul James Duff a William Fraser, Cádiz, agosto de 1787, PRO, FO 72/11.
191
Es decir, no sólo en lo referente a la política exterior, como antes. Listón a Carmarthen, Madrid, 16 de
julio de 1787, PRO, FO 72/11.
ESPAÑA Y AMÉRICA
Gobierno de compromiso
propiedades tanto en la ciudad como en el campo y que estaban formadas por una minoría
de Peninsulares y por un porcentaje más elevado de criollos. Su importancia en la
economía local introdujo el factor político en las relaciones entre la burocracia y la
población y obligó a los funcionarios a mostrarse dispuestos a la negociación y al
compromiso. Inevitablemente, el crecimiento y desarrollo de la América española supuso
la aparición de grupos de intereses, que de una u otra forma competían por los recursos y la
mano de obra. El punto de partida fue la propia conquista, que la corona había dejado en
manos del sector privado, lo que dio a los primeros colonos un mecanismo de regateo para
conseguir privilegios, en especial el acceso a la mano de obra indígena. Desde entonces,
intereses creados en la tierra, la minería y el comercio habían consolidado a las élites
locales, que establecieron lazos duraderos de parentesco y alianza con la burocracia
colonial, con el círculo virreinal y con los jueces de audiencia y que adquirieron un
marcado sentimiento de identidad local dentro de los límites administrativos del imperio. 1
Así pues, la burocracia se vio inmersa en una red de intereses que vinculaba a funcionarios,
Peninsulares y criollos, y que formaba una serie de oligarquías locales por toda la América
española.
La burocracia colonial sufría constantes presiones para que forzara la modificación
de la legislación en favor de los grupos de intereses locales. Los funcionarios del Alto Perú
aceptaron que la mita debía ser entregada a los propietarios de minas no en forma de mano
de obra india forzosa, sino en plata, como ingresos alternativos a los de la minería. De esta
forma, en el curso del siglo XVII, la mita de Potosí se convirtió en un impuesto en
metálico para beneficio de los propietarios de minas y no de la corona. Aunque,
teóricamente, la corona podía abolir la mita, se mostraba renuente a ejercer ese derecho por
temor a que pudiera provocar el hundimiento de toda la actividad minera y a que la
reforma suscitara resistencia y rebelión. 2 Un compromiso de este tipo implicaba a muchos
estratos de la sociedad colonial. El gobierno imperial intentaba controlar a toda la
burocracia y los virreyes trataban de dirigir a los funcionarios distantes. Éstos establecían
compromisos con las élites locales y el gobierno y los virreyes maniobraban para hacer
sentir su presencia. En muchos puntos de esta línea de mando, la autoridad real podía verse
debilitada por efecto de connivencias, corrupciones e intimidaciones. Los propietarios de
minas no eran el único grupo de presión de la sociedad colonial. En Perú existían élites de
terratenientes, comerciantes y de personal municipal o burocrático, vinculadas entre sí y
frente a las cuales el gobierno de Madrid podía sentir una cierta indefensión. Normalmente,
un virrey no podía introducir un nuevo impuesto, por muy urgente que fuera la situación,
sin consultar a los grupos locales de intereses, aunque sólo fuera porque necesitaba su
colaboración para recaudarlo. En 1741, el virrey de Perú, enfrentado con la necesidad de
realizar gastos extraordinarios para la defensa naval durante la guerra con Inglaterra,
consultó al cabildo de Lima y consiguió introducir un nuevo impuesto sobre una serie de
productos locales, pero mediante un compromiso entre las exigencias de la corona y los
1
José F. de la Peña, Oligarquía y propiedad en Nueva España 1550-1624, México, 1983; J. H. Elliott,
«Spain and America in the Sixteenth and Seventeenth Centuries», en Leslie Bethell, ed., The Cambridge
History of Latín America, Cambridge, 1984, I, pp. 314-319 (hay trad. cast.: «España y América en los siglos
XVI y XVII», en Historia de América Latina, Barcelona, 1990, II, pp. 3-44), y los capítulos de Morse,
Bakewell y Florescano en The Cambridge History of Latín America, II, Cambridge, 1984 (hay trad. cast. en
Historia de América Latina, Barcelona, 1990, III); Murdo J. McLeod, Spanish Central America. A
Socioeconomic History, 1520-1720, Berkeley-Los Ángeles, California, 1973, pp. 313, 350, 383-384.
2
Jeffrey A. Colé, The Potosí Mita 1573-1700. Compulsory Indian Labor in the Andes, Stanford, California,
1985, pp. 44, 123-130, 132.
intereses de los contribuyentes. 3 A finales del siglo XVIII, nuevas oleadas de inmigrantes
remodelaron la clase local dirigente en una nueva clase, dominada por Peninsulares recién
llegados, que rápidamente controlaron el comercio, establecieron lazos con la burocracia,
adquirieron títulos de nobleza y constituyeron un apoyo leal para España, pero también un
grupo que planteaba sus exigencias. 4 Esta versión del pacto colonial, característico de los
Austrias y de las primeras etapas de gobierno borbónico, se repitió por toda la América
española. En México, la nobleza —alrededor de cincuenta familias en el siglo XVIII—
desempeñaba una serie de funciones y cargos. 5 Un grupo hacía su fortuna en el comercio
exterior, invertía sus beneficios en minas y plantaciones e incidía fundamentalmente en el
sector exterior. Otros se concentraban en la minería y en la agricultura, destinando sus
productos a la industria minera. Todos preferían vincularse a la burocracia imperial
mediante el matrimonio o los intereses antes que enfrentarse a ella con protestas y
resistencias. En América Central, los propietarios de obrajes convencieron a la corona, a la
audiencia y a los funcionarios locales de que aceptaran la utilización ilegal de indios en las
tareas de teñido de índigo y todos los intereses dominantes se sentían satisfechos gracias a
un sistema cuidadosamente ajustado de multas y sobornos. 6 También en Chile la
burocracia se integró en el seno de los grupos locales de intereses a través de matrimonios,
parentesco, actividades económicas y corrupción, y las rivalidades burocráticas entre
gobernador, audiencia y cabildo simplemente reflejaban luchas faccionales en la sociedad
colonial. 7
El gobierno español en América no era tan fuerte como parecía. Los ministros y los
miembros del Consejo de Indias estaban al otro lado del Atlántico; los funcionarios se
veían obligados a vivir en una relativa desprotección en medio de la población a la que
administraban; por su parte, la corona necesitaba ingresos. Las necesidades eran
debilidades, que daban a los americanos españoles la fuerza básica que les permitía
negociar con el gobierno imperial en lugar de limitarse simplemente a obedecerle. Como
resultado, el gobierno no procedía a través de órdenes terminantes y asegurándose una
obediencia total, sino mediante la negociación y el regateo. España había tenido que
rebajar sus expectativas. La metrópoli intentaba conseguir élites dispuestas a cooperar y las
colonias buscaban funcionarios complacientes.
El consenso colonial
3
José A. Manso de Velasco, Relación y documentos de gobierno del virrey del Perú, José A. Manso de
Velasco, conde de Superunda (1745-1761), ed. Alfredo Moreno Cebrián, Madrid, 1983, pp. 285-286.
4
Alberto Flores Galindo, Aristocracia y plebe, Lima 1760-1830, Lima, 1984, pp. 52-57.
5
Doris M. Ladd, The Mexican Nobility at Independence 1780-1826, Austin, Texas, 19?6, pp. 46-52,317-319.
6
MacLeod, Spanish Central America, pp. 187-190.
7
Jacques A. Barbier, Reform and Politics in Bourbon Chile, 1755-1796, Ottawa, 1980, PP- 5-10.
tolerar». 8 Tal vez sea necesario matizar esta afirmación, en especial la sugerencia de que
existía un pacto entre el monarca y sus súbditos y que se practicaba el sistema de
«descentralización burocrática». En primer lugar, el compromiso informal no era una
transferencia de poder de una metrópoli imperial a una colonia en proceso de desarrollo. El
gobierno de España era siempre una parte en las decisiones, tanto en las cuestiones
administrativas como económicas. Era la corona la que vendía los cargos coloniales en
Madrid y los funcionarios reales en Sevilla los que actuaban en connivencia con los
comerciantes para transgredir la legislación comercial. El verdadero contraste no era entre
centralismo y delegación de poderes, sino entre los grados de poder que la metrópoli estaba
dispuesta a ejercer en un momento determinado. El Estado imperial abarcaba el gobierno
de la metrópoli y la administración en las colonias, pero hasta 1750 aproximadamente fue
un Estado de consenso, no un Estado absolutista. Esta era la diferencia entre el gobierno de
los Austrias y de los Borbones en América. En segundo lugar, los funcionarios coloniales y
los intereses locales no llegaron nunca a identificarse totalmente, bien que existieran
numerosos lazos entre ellos. Las quejas y apelaciones constantes contra funcionarios ante
el Consejo de Indias son prueba evidente de que en todo momento existió una distinción
entre los representantes y los súbditos de la corona. Pero si es necesario matizar algunos de
los conceptos de la «descentralización burocrática», la situación que describe era bien
conocida para los contemporáneos: la burocracia colonial ejerció un papel mediador entre
la corona y los súbditos, que puede denominarse consenso colonial.
El consenso adoptaba formas distintas, aunque desde luego no una forma escrita o
legislativa. Su primera manifestación era la creciente participación de elementos criollos en
la burocracia colonial. Los americanos deseaban poseer cargos por una serie de razones,
para realizar una carrera, como inversión para la familia, como una oportunidad para
acumular capital o como medio de influir en la política en sus regiones y para su beneficio
personal. No sólo aspiraban a conseguir una igualdad de oportunidades con los
Peninsulares, o una mayoría de nombramientos, sino que los deseaban, sobre todo, en sus
propios distritos y con exclusión de los criollos de otras regiones. A partir del decenio de
1630, se presentó la oportunidad de obtener cargos, si no por derecho mediante compra o
en beneficio; la corona comenzó a vender puestos de oficiales reales en 1633, corregidores
en 1678, oidores en las audiencias en 1687 y hacia 1700 incluso el cargo de virrey. 9 Los
criollos aprovecharon la oportunidad con consecuencias evidentes: la compra de cargos
otorgaba al protagonista una cierta independencia burocrática y ello tendía a evitar la
situación de aislamiento que la corona pretendía para su burocracia colonial. Entre 1633 y
1750, la venta de oficios fiscales diluyó la autoridad real. En Perú, los funcionarios de la
Real Hacienda se convirtieron en mediadores entre las exigencias financieras de la corona
y la resistencia de los contribuyentes. Los ciudadanos locales adquirieron dominio sobre el
erario y, como consecuencia, disminuyó el control de la corona, prevalecieron los intereses
locales y declinaron los envíos de dinero a España. 10 La venta de oficios produjo un
beneficio rápido, pero reportó pérdidas a largo plazo.
8
John Leddy Phelan, The People and the King. The Comunero Revolution in Colombia, 1781, Madison,
Wisconsin, 1978, pp. XVIII, 7, 30, 82-84 (hay trad. cast.: El pueblo y el rey. La revolución comunera en
Colombia, 1781, Bogotá, 1980).
9
Alfredo Moreno Cebrián, «Venta y beneficios de los corregimientos peruanos», Revista de Indias, 36, 143-
144 (1976), pp. 213-246; Fernando Muro, «El "beneficio" de oficios Públicos en Indias», Anuario de
Estudios Americanos, 35 (1978), pp. 1-67.
10
Kenneth J. Andrien, «The Sale of Fiscal Offices and the Decline of Royal Authority in the Viceroyalty of
Perú, 1633-1700», HAHR, 62, 1 (1982), pp. 49-71; véase del mismo autor, Crisis and Decline: the
Viceroyalty of Peru in the Seventeenth Century, Alburquerque, NM, 1985.
11
Alfredo Moreno Cebrián, El corregidor de indios y la economía peruana en el siglo XVIII, Madrid, 1977,
pp. 108-110.
12
Manso de Velasco, Relación de gobierno, pp. 291-293.
13
Mark A. Burkholder y D. S. Chandler, From Impotence to Authority. The Spanish Crown and the
American Audiencias, 1687-1808, Columbia, Mo., 1977, p. 145.
jueces de las audiencias de Lima, Santiago y México eran criollos. Estamos ante una
transferencia de poder que tuvo sus implicaciones para el gobierno imperial. El
debilitamiento de la autoridad real, la indiferencia con respecto al nivel de competencia y
honestidad, la pasividad ante el reforzamiento de la influencia de los criollos y ante el
incremento de su riqueza, y la aparición de clases locales dirigentes y grupos de intereses
vinculados a ellas, significó ir más allá del gobierno de consenso y perder el control del
imperio. La mayoría de los oidores criollos estaban vinculados por lazos de parentesco o de
interés con la élite terrateniente. La audiencia se convirtió, así, en una reserva de familias
ricas y poderosas de la región y la venta de oficios contribuyó a crear una especie de
representación criolla en el gobierno.
Audiencias, corregidores, oficiales reales, todos representaron su papel en la
creación de un compromiso colonial que redujo el poder de la metrópoli e incrementó la
participación de los americanos. Finalmente, los propios virreyes se integraron también en
este sistema informal. El principio teórico era que sólo un hijo de una familia poderosa y
distinguida de la alta aristocracia podía ejercer la autoridad suficiente e inspirar el respeto
necesario en México, Perú y, desde 1739, en Nueva Granada. Esto otorgó a los virreyes
una cierta influencia y casi todos ellos iban a su virreinato con la esperanza de conseguir
una fortuna. Por supuesto, todos los virreyes eran Peninsulares, pero una vez en América
no se sometían plenamente al control de la metrópoli. Para poder obtener beneficios del
desempeño de su cargo tenían que colaborar con los intereses locales y a menos que se
propasaran en demasía poco tenían que temer de la residencia que se realizaba al término
de su mandato. Los virreyes, al igual que los corregidores, eran nombrados en España y en
España se preparaban sus instrucciones formales e informales. La metrópoli y la burocracia
eran parte del consenso y se sobreentendía que los virreyes continuarían enriqueciéndose,
si bien la metrópoli esperaba que, además, atendieran a las obligaciones de su cargo.
Así era el imperio que heredó Carlos III, un imperio que había alcanzado un estadio
de desarrollo que se situaba entre la dependencia y la autonomía. No era ya una conquista
reciente pero tampoco una nación, era dócil pero necesitaba de una mano hábil para
gobernarlo. A pesar del interés que sentía hacia América, a pesar de todos los expertos
consejeros que tenía a su lado, no parece que el rey fuera consciente de las exigencias de
las sociedades coloniales. Su única preocupación consistía en que no satisfacían sus
necesidades económicas ni se conformaban a sus intereses internacionales. Desde su punto
de vista, la prioridad fundamental era reforzar el control imperial, recordar a los
americanos cuál era su status y elevar los impuestos. Ninguna de esas medidas era
adecuada para el momento y para el lugar y no sirvieron para frenar a las élites coloniales,
que a la vez que habían incrementado su poder frente a la burocracia, también habían
reforzado su explotación de los indios, usurpando sus tierras y apropiándose de los frutos
de su trabajo en las haciendas, plantaciones, minas y obrajes. Tradicionalmente, la corona y
las audiencias habían actuado, al menos en teoría, como protectoras de los indios contra los
opresores locales y funcionarios corruptos. Pero ahora la corona, a la vez que se disponía a
elevar sus exigencias sobre las élites, también aumentó la presión fiscal sobre los indios.
Todos los sectores se veían presionados, el rey por sus enemigos, las élites por el rey y los
indios por parte de todos. América estaba a punto de conocer una segunda colonización.
El Estado imperial
18
John Lynch, Spanish Colonial Administration, 1782-1810. The Intendant System in the Viceroyalty of the
Río de la Plata, Londres, 1958, pp. 290-301; J. R. Fisher, Government and Society in Colonial Perú. The
Intendant System 1784-1814, Londres, 1970, pp. 239-250; D. A. Brading, Miners and Merchants in Bourbon
México 1763-1810, Cambridge, 1971, p. 64 (hay trad. cast.: Mineros y comerciantes en el México borbónico
(1763-1810), Madrid, 1975).
19
Libro de autos reservados, 31 de agosto de 1785, AGÍ, Audiencia de Buenos Aires, 70.
20
Scarlett O'Phelan Godoy, Rebellions and Revolts in Eighteenth Century Perú and Upper Peru, Colonia,
1985, p. 180.
21
Burkholder y Chandler, From Impotence to Authority, pp. 115-135.
22
Susan Migden Socolow, The Bureaucrats of Buenos Aires, 1769-1810: Amor al Real Servicio, Durham,
1987, p. 132.
23
Linda K. Salvucci, «Costumbres viejas, "hombres nuevos": José de Gálvez y la burocracia fiscal
novohispana, 1754-1800», Historia Mexicana, 33 (1983), pp. 224-264.
24
Grantham a Weymouth, 17 de abril de 1777, PRO, SP 94/203.
también, en la crisis de 1810, sin el apoyo local. 25 En general, la corona consiguió una
administración más profesional, menos dependiente de los intereses locales y un
instrumento más decidido de control imperial. Pero el coste fue elevado. La frustración de
los americanos aumentó al ver ignoradas sus pretensiones y defraudadas sus expectativas, y
la nueva política perturbó aún más el equilibrio de intereses sobre el que descansaba el
gobierno colonial.
La hispanización del gobierno americano se inició en el periodo 1750-1765. Luego,
hubo una pausa y durante diez años, entre 1766 y 1776, apenas cobró impulso la política
americana y el gobierno pareció retornar a la vieja inercia. Tal vez, este es un indicio de
cuáles eran sus prioridades. La corona estaba satisfecha al considerar que los componentes
fundamentales del imperio estaban en orden: fluían los envíos a España, el comercio crecía
sin cesar y los españoles estaban desplazando a los criollos. Todos estos resultados se
alcanzaron dentro de la estructura tradicional, sin llevar a cabo un cambio radical. Esta
política no se reanudó hasta 1776 y sólo fue posible ver sus frutos en 1782-1786, es decir,
23 años después de haberse producido el acceso de Carlos III al trono. Entretanto, mucho
se había hablado sobre América: se reunían los ministros, circulaban documentos, se
discutieron proyectos, se escucharon las opiniones de los demás, se alertó a los
tradicionalistas y se hizo cualquier cosa menos tomar decisiones. Ahora bien, cuando
finalmente se tomaban decisiones respondían a una cierta lógica. Una administración más
exigente, sin rivales y apoyada por los militares habría de producir mayores ingresos en
América, cuya economía en desarrollo podría soportar esa carga.
Los ministros de Carlos III revisaron el gobierno imperial, centralizaron el
mecanismo de control y modernizaron la burocracia. Se crearon nuevas divisiones
administrativas, el virreinato del Río de la Plata en 1776, la capitanía general de Venezuela
en 1777 y la de Chile en 1778. Asimismo, se nombraron funcionarios nuevos, los
intendentes, en Caracas en 1776, en Río de la Plata en 1782, en Perú en 1784, y en México,
Guatemala y Chile en 1786. Estas innovaciones tenían una vertiente administrativa y fiscal
e implicaban un control más estricto de las élites locales, pues los intendentes sustituyeron
a los alcaldes mayores y a los corregidores, funcionarios que durante mucho tiempo habían
intentado conciliar intereses diferentes, y pusieron fin al sistema de reparto, en el que
tenían gran interés los comerciantes locales. La nueva legislación determinó que los
funcionarios tenían que cobrar un sueldo y garantizó a los indios el derecho de comerciar y
trabajar en la forma que lo desearan, medida que Areche justificó en Perú sobre la base de
que «estamos por fortuna nuestra en una época donde se favorece al comercio libre», con
preferencia al «estanco particular». 26 Pero el liberalismo económico no funcionó en la
América colonial. Los intereses locales, tanto Peninsulares como criollos, encontraron
constriñente la nueva política y rechazaron la insólita intervención de la metrópoli. La
abolición del repartimiento supuso una amenaza no sólo para los comerciantes y
terratenientes, sino también para los indios, no habituados a utilizar dinero en un mercado
libre y en dependencia del crédito, tanto para la ganadería como para la compra de diversos
productos. Los diferentes grupos de intereses decidieron aplicar la ley a su manera. En
México y en Perú reapareció el sistema de reparto, como consecuencia del deseo de los
terratenientes de conservar el control de la mano de obra, y de los comerciantes de
restablecer los antiguos mercados de consumo. De esta forma, la política borbónica fue
saboteada en las propias colonias; el antiguo consenso entre gobierno y gobernados había
25
Barbier, Reform and Politics in Bourbon Chile, pp. 75, 190-194; Brading, Miners and Merchants in
Bourbon México, pp. 63-90; Socolow, The Bureaucrats of Buenos Aires, PP- 262-264.
26
Areche al virrey Guirior, 18 de junio de 1779, AGÍ, Indiferente General 1713.
27
Stanley J. Stein, «Bureaucracy and Business in the Spanish Empire, 1759-1804: Failure of a Bourbon
Reform in México and Perú», HAHR, 61, 1 (1981), pp. 2-28.
28
Miguel Batllori, El Abate Viscardo. Historia y mito de la intervención de los jesuitas en la independencia
de Hispanoamérica, Caracas, 1953; Merle E. Simmons, Los escritos de Juan Pablo Viscardo y Guzmán,
Caracas, 1983; A. F. Pradeau, La expulsión de los Jesuitas de las provincias de Sonora, Ostimuri y Sinaloa
en 1767, México, 1959. Véase supra, pp. 161-164 y 252-255.
29
Arnold J. Bauer, «The Church in the Economy of Spanish America: Censos and Depósitos in the
Eighteenth and Nineteenth Centuries», HAHR, 63, 4 (1983), pp. 707-733.
30
N. M. Farriss, Crown and Clergy in Colonial México, 1759-1821. The Crisis of Ecclesiastical Privilege,
Londres, 1968, pp. 149-196
31
Alian J. Kuethe, Cuba, 1753-1815. Crown, Military and Society, Knoxville, Tenn., 1986. pp. 33-75
32
Juan Marchena Fernández, Oficiales y soldados en el ejército de América, Sevilla, 1983, pp. 112-113, 300-
301
33
Kuethe, Cuba, 1753-1815, pp. 126-127; Marchena, Oficiales y soldados en el ejército de América, pp. 95-
120.
34
Alian J. Kuethe, Military Reform and Society in New Granada, 1773-1808, Gainesville, Fia., 1978, pp. 63-
78, 90-91; León G. Campbell, The Military and Society in Colonial Peru, 1750-1810, Filadelfia, 1978, pp.
74-77, 173-177; Christon I. Archer, The Army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, NM, 1977, pp.
8-31, 191-222.
rentas reales». 35 El virrey Revillagigedo fue igualmente sincero: el imperativo era que las
Indias produjeran más utilidades a la corona. 36 Eran estos unos objetivos muy
tradicionales, ahora más urgentes no sólo por el resurgimiento de la guerra colonial sino
por la rígida estructura fiscal existente en España y por el fracaso de su reforma en el
periodo 1750-1765. A partir del decenio de 1750 hubo intensos esfuerzos para incrementar
los ingresos procedentes de América, elevando la tasa impositiva, situando los impuestos
bajo la administración del Estado y ampliando los monopolios reales. Éstos afectaron a un
número más elevado de productos, incluyendo el tabaco, los aguardientes, la pólvora, la sal
y otros productos de consumo. El control monopolístico del tabaco se amplió gradualmente
por toda América, imponiéndose en Perú en 1752, en Chile y el Río de la Plata en 1753, en
Venezuela, Guatemala, Costa Rica y Nueva Granada en 1778. En todos los casos el
rendimiento fue muy elevado, aunque los beneficios más altos se consiguieron en México,
donde el monopolio se estableció en 1764 y donde las protestas de los plantadores
manufactureros y consumidores encontraron una respuesta extremadamente dura de la
burocracia borbónica. Los funcionarios, controlando el cultivo, manipulando a los
plantadores y estableciendo manufacturas reales monopolísticas dieron una auténtica
lección de lo que debía ser la nueva administración y consiguieron importantes beneficios
para el Estado. Los beneficios totales obtenidos en México entre 1765-1795 ascendieron a
69,4 millones de pesos, de los que 44,7 millones (el 64 por 100) fueron a parar a España. 37
El gobierno colonial asumió la administración directa de los impuestos
tradicionalmente arrendados a contratistas privados. El odiado impuesto sobre las ventas, la
alcabala, continuó gravando todas las transacciones, siendo elevado su porcentaje del 2 al 4
y al 6 por 100, mientras que su recaudación se reforzaba rigurosamente. Se crearon una
serie de impuestos nuevos, como los de Perú sobre la coca, el aguardiente y los granos. 38
Al margen de las quejas que expresaban todos los consumidores, diferentes intereses
económicos tenían sus propios agravios. Los sectores mineros de México y Perú pagaban
sumas importantes en concepto del quinto o el décimo real, impuestos sobre la plata para la
guerra, derechos de refinamiento y acuñación y determinadas cantidades por el
aprovisionamiento de mercurio y pólvora, controlado por el Estado, sin mencionar las
aportaciones para la defensa y otras contribuciones extraordinarias. Sin embargo, lo cierto
es que España valoraba la minería y favorecía sus intereses. Desde 1776, el Estado influyó
en la reducción de los costes de producción, rebajando en un 50 por 100 el precio del
mercurio y de la pólvora, declarando exentos de la alcabala los equipos necesarios para el
trabajo en las minas y las materias primas, ampliando las facilidades crediticias y, en
general, mejorando la infraestructura de la industria. No fueron tan privilegiados otros
sectores. Los intereses agrícolas tenían diferentes agravios contra la política borbónica. Los
ganaderos se lamentaban de los numerosos impuestos sobre todos los animales y las
alcabalas que gravaban la compraventa de animales. Los productores de azúcar y
aguardiente también lamentaban los altos impuestos, y los consumidores de todos los
sectores protestaban por los tributos que pesaban sobre los productos de uso cotidiano. 39
35
Cédula, 15 de agosto de 1776, incorporando el Alto Perú al virreinato del Rio de la Plata, en Octavio Gil
Munilla, El Río de la Plata en la política internacional. Génesis del virreinato, Sevilla, 1949, pp. 428-432.
36
Ibid., p. 101.
37
Susan Deans-Smith, «The Money Plant: The Royal Tobacco Monopoly of New Spain, 1765-1821», en
Nils Jacobsen y Hans-Jiirgen Puhle, eds., The Economies of México and Perú during the Late Colonial
Period, 1760-1810, Berlín, 1986, pp. 361-387.
38
O'Phelan, Rebellions and Revolts in Eighteenth Century Peni and Upper Perú, PP. 164-165.
39
Véase otro ejemplo de la dureza de la alcabala en W. Kendall Brown, Bourbons and Brandy: Imperial
Reform in Eighteenth-Century Arequipa, Albuquerque, NM, 1986.
40
Juan Carlos Garavaglia y Juan Carlos Grosso, «Estado borbónico y presión fiscal en la Nueva España,
1750-1821», en Antonio Annino y otros, eds., America Latina: Dallo Stato Coloniale alio Stato Nazione
(1750-1940), Milán, 1987, 2 vols., I, pp. 78-97.
41
Brading, Miners and Merchants in Bourbon México, pp. 146-149, 276-277.
42
Fueron «estallidos armados espontáneos y efímeros de miembros de una sola comunidad en reacción a las
amenazas procedentes del exterior»; William B. Taylor, Drinking, Homicide and Rebellion in Colonial
Mexican Villages, Stanford, Calif., 1979, pp. 115-116, 124, 146.
43
Phelan, The People and the King, pp. 179-180; Anthony McFarlane, «Civil Disorders and Popular Protests
in Late Colonial New Granada», HAHR, 64, 1 (1984), pp. 17-54, especialmente pp. 18-19, 53-54; Carlos E.
Muñoz Oraá, Los comuneros de Venezuela, Mérida, 1971, pp. 81-98
44
O'Phelan, Rebellions and Revolts in Eighteenth Century Perú and Upper Perú, PP- 278-279.
45
Ibid., pp. 161-173, 232.
46
Jacques A. Barbier, «Towards a New Chronology for Bourbon Colonialism: The Depositaría de Indias of
Cádiz, 1772-1789», Ibero-Amerikanisches Archiv, 6 (1980), pp. 335-353.
Fernando VI los invirtió en el perfeccionamiento del gobierno de América y para poner fin
a la venta de oficios en 1750. Pero Carlos III tenía otras prioridades y gastó el excedente
que le había dejado Fernando en la guerra contra Gran Bretaña. Ahora bien, lo cierto es
que los beneficios de las colonias aumentaron, ya que Gálvez siguió mejorando la
organización financiera y, finalmente, ampliando el sistema de intendentes. Pero el coste
de la defensa imperial y de una burocracia cada vez más numerosa implicó que una parte
importante de los ingresos de la monarquía no saliera de América y seguían existiendo
deudas importantes en Nueva Granada, Perú, Chile y, probablemente, en otros territorios
coloniales, por lo cual los envíos a España debieron de disminuir con respecto a los de los
últimos años del reinado de Fernando VI. 47 Por supuesto, los Borbones no esperaban
excedentes desde todas las regiones de América. No explotaron América Central con el
propósito de obtener beneficios, pero mantuvieron la recaudación fiscal en la colonia,
invirtiendo en la mejora de la burocracia y de la defensa, convirtiéndola en una entidad
más eficaz de un imperio más amplio. 48 También Nueva Granada, incluso con su sector
minero, parecía estar exenta del envío de caudales a la Real Hacienda, a pesar de los
esfuerzos de Gutiérrez de Piñeres. De todas formas, no se produjo envío alguno de
caudales en el periodo 1760-1790. Nueva Granada recibía subsidios desde Quito y Lima y
sólo hacia 1790-1796 se produjeron los primeros envíos de metales preciosos a España. 49
España obtenía los ingresos más cuantiosos de las economías mineras, pero incluso
en este sector hubo algunas decepciones. Perú no era un proveedor seguro. Los envíos
desde el Alto Perú a Lima entre 1700 y 1770 disminuyeron a 20 millones de pesos, desde
los 200 millones de pesos en 1561-1700, como consecuencia del descenso de la producción
minera y del incremento de los gastos locales. En 1770, prácticamente no se producía
envío alguno desde el Alto Perú a Lima: los excedentes se enviaban hacia el este, a Buenos
Aires, para hacer frente a los gastos de defensa. En el periodo 1674-1770, Buenos Aires
recibió en total 11 millones de pesos, que aumentaron con el establecimiento del virreinato
del Río de la Plata en 1776 y con la mejora de la administración de los ingresos en el Alto
Perú. El subsidio enviado desde allí al Río de la Plata ascendió a unos 12 millones de pesos
en el periodo 1771-1780, ascendiendo a 13 millones en los diez años siguientes ya 16,5
millones en el decenio de 1790. Así, Buenos Aires sustituyó a Lima como receptor de los
excedentes del tesoro de Alto Perú. 50 Durante los quinquenios 1791-1795 y 1796-1800, el
72,55 por 100 y el 71,69 por 100 de los ingresos de Buenos Aires procedían de
transferencias de Potosí. En esos años, Buenos Aires remitió a España aproximadamente
una tercera parte de los caudales recibidos de Potosí. En los quinquenios 1801-1805 y
1806-1810, Potosí no pudo mantener esos niveles de transferencias, que disminuyeron al
32,87 por 100 y 29,36 por 100 respectivamente. Los envíos a España aumentaron primero,
47
Barbier, «Towards a New Chronology for Bourbon Colonialism», pp. 336-344, y del mismo autor,
«Venezuelan Libranzas, 1788-1807: From Economic Nostrum to Fiscal Imperative», The Americas, 37
(1981), pp. 457-478, especialmente pp. 460-461; Juan Marchena Fernández, «La financiación militar en
Indias: Introducción a su estudio», Anuario de Estudios Americanos, 36 (1979), pp. 93-110, estima que el 80
por 100 de los gastos de los tesoros de México y Perú, fuente tradicional de situados, se realizaban en
defensa; para Nueva Granada, véase Kuethe, Military Reform and Society in New Granada, pp. 114, 144-146
48
Miles L. Wortman, Government and Society in Central America, 1680-1840, Nueva York, 1982, pp. 31,
107, 131.
49
Anthony McFarlane, «The Transition from Colonialism in Colombia, 1819-1876», en Christopher Abel y
Colin M. Lewis, eds., Latín America, Economic Imperialism and the State, Londres, 1985, pp. 101-124,
especialmente pp. 105-106, 122, n. 15.
50
John J. TePaske, «The Fiscal Structure of Upper Perú and the Financing of Empire», en Karen Spalding,
ed. Essays in the Politkal, Economic and Social History of Colonial Latín America, Newark, NJ, 1982, pp.
69-94, especialmente pp. 77-78.
para disminuir a partir de 1806, año en que se produjeron las invasiones británicas. 51 Entre
1791 y 1805, Buenos Aires remitió 8,6 millones de pesos a España. Los envíos de Perú a
España declinaron en el siglo XVIII. En la primera mitad de la centuria sólo se enviaron a
España 4,5 millones de pesos, es decir, menos de 100.000 pesos anuales. En la segunda
mitad del siglo, los gastos de defensa constituyeron el capítulo más cuantioso de los
desembolsos de la Hacienda de Lima, ascendiendo a más de 55 millones de pesos, es decir,
el 40 por 100 de los beneficios totales. Las rentas peruanas se invertían ahora en la defensa
y administración en Perú y en las colonias vecinas y los excedentes que llegaban a España
desde el Alto Perú se canalizaban a través de Buenos Aires.52 México era la última reserva.
Allí, los ingresos de la monarquía se elevaron desde 3 millones de pesos en 1712 a 14,7
millones netos al año a fines de la centuria. De esa suma, 4,5 millones se invertían en la
administración y la defensa locales, mientras que otros 4 millones se enviaban a otras
colonias del Caribe y de las Filipinas. Los 6 millones de pesos restantes iban a parar, como
beneficio neto, a las arcas de Madrid. 53 Pero cabe preguntarse qué significaban para
España los caudales americanos. En los años buenos, podían representar al menos el 20 por
100 de los ingresos totales de España. Ese porcentaje disminuía al 5 por 100 o desaparecía
por completo en los momentos de guerra con Gran Bretaña, en especial durante los años
1797-1802 y 1805-1808, aunque incluso entonces la corona obtuvo ingresos de las
colonias indirectamente vendiendo letras de cambio y licencias a países neutrales —y, a
veces, al enemigo— para que comerciaran con las colonias españolas. 54 Los caudales
americanos marcaron la diferencia en España, la diferencia entre cincuenta años de
solvencia y poder relativos hasta 1797, y de diez años de déficit y crisis a partir de ese
momento. Para elevar los envíos de metales preciosos americanos al nivel deseado, Carlos
III depositó su confianza en José de Gálvez, cuyo programa de desamericanización, de
ajuste burocrático y de presión fiscal dejó su huella en la América española para un largo
periodo aún por venir. Adquirió notoriedad pública durante la visita que realizó a México,
donde sufrió una enfermedad mental o, como decían algunos, accesos de locura. Incluso su
comportamiento normal preocupaba a los que le rodeaban y muchos contemporáneos le
consideraban agresivo, colérico e intolerante, un fanático en la era de la Ilustración. Los
británicos pensaban que era antibritánico y los franceses que era antifrancés. De hecho, al
parecer era un nacionalista español, igualmente hostil a Robertson como a Raynal. Aunque
no corrompido personalmente, utilizaba sin ambages su influencia en favor de su familia y
amigos y en muy pocas partes del imperio español no tema Gálvez un pariente o un cliente
en la burocracia y en el ejército. En el decenio de 1790, los españoles discutían todavía
sobre si había causado más perjuicios o beneficios a las colonias españolas y eran muchos,
tanto en España como en América, los que le atribuían la responsabilidad directa de las
51
Enrique Tandeter, «Buenos Aires and Potosí», Palermo, 1988, artículo facilitado amablemente por el autor,
pp. 25-27.
52
TePaske, «The Fiscal Structure of Upper Perú», pp. 79-80; véase John J. TePaske y Herbert S. Klein, The
Royal Treasuries of the Spanish Empire in America, Durham, NC, W82, 3 vols., I, pp. 340-365.
53
Alexander von Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, ed. Juan A. Ortega y
Medina, México, 1966, pp. 386-387, 425, 540-552; Brading, Miners and Merchants in Bourbon México, pp.
29-30, 129-146; D. A. Brading, «Facts and Figments in Bourbon México», Bulletin of Latín American
Research, 4, 1 (1985), pp. 61-64.
54
Jacques A. Barbier, «Peninsular Finance and Colonial Trade: the Dilemma of Charles IV's Spain», JLAS,
12 (1980), pp. 21-37; Josep Fontana, «La crisis colonial en la crisis del Antiguo Régimen español», en
Alberto Flores Galindo, ed., Independencia y revolución (1780-1840), Lima, 1987, 2 vols., I, pp. 17-35,
especialmente p. 19, estima que las colonias aportaban el 25 por 100 de los ingresos ordinarios del gobierno
español.
rebeliones de 1780-1781. «¿Qué momento eligió para arremeter contra las colonias
españolas? El mismo en que las colonias inglesas se sacudían el yugo de Gran Bretaña, tal
vez por agravios de menos consideración.» 55 Pero Gálvez estaba convencido de que la
fórmula correcta para las colonias era la de maximizar los ingresos y minimizar las
disensiones y los hombres encargados de conseguir ese objetivo eran los intendentes
españoles.
El segundo imperio
55
J. F. Bourgoing, Modern State of Spain, Londres, 1808, 4 vols., II, pp. 181-184, juicio de Gálvez por parte
de un diplomático francés que era secretario de la embajada de Francia en Madrid en el periodo 1777-1785 y
que regresó como encargado de negocios en 1792-1793.
56
Véase supra, pp. 385-387, 388-390 y 500-503.
57
Carlos Sempat Assadourian, El sistema de la economía colonial. Mercado interno, regiones y espacio
económico, Lima, 1982, pp. 112, 278-293, y el trabajo del autor «La producción de la mercancía dinero en
la formación del mercado interno colonial. El caso del espacio peruano, siglo XVI», en Enrique Florescano,
ed., Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América Latina (1500-1975), México, 1979, p. 233.
58
Michel Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux. Les retours des trésors américains d'apres les
gazettes hollandaises (XVI-XVIIIsiécles), Cambridge, 1985, pp. 39, 249-250; Antonio García-Baquero, Cádiz
y el Atlántico (1717-1778), Sevilla, 1976, 2 vols., I, p. 150.
59
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 117.
forma de contemplar esa inferioridad. Los envíos de metales preciosos eran el sistema que
permitía a España equilibrar su balanza comercial con el resto de Europa y mediante el
cual la economía española importaba lo que no producía, pagando la diferencia con los
productos que poseía, es decir, con metales preciosos. Esa estructura no podía ser
modificada simplemente a través de una reforma del comercio. Para cambiarla, España
tenía que industrializarse y esa no era una opción realista. Entretanto, dado que España era
una economía agrícola, ese sistema comercial y colonial tenía sentido en un contexto de
compromiso.
Pero los Borbones lo rechazaron. Para ellos, los intereses españoles teman dos
enemigos: los fabricantes americanos y los comerciantes extranjeros. Por muy ilustrados
que fueran, los políticos españoles, desde Campillo a Campomanes, pretendían acabar con
las manufacturas americanas. A continuación, si era posible acabar con el otro problema,
España poseería un auténtico monopolio, un mercado cautivo. De esta forma, el consenso
económico dejó paso a los controles, la autonomía a la dependencia, en un proceso que
avanzó paralelamente con el cambio político. El trato dispensado a las Indias fue el de
meras colonias, considerándose que su papel era el de producir exclusivamente para la
metrópoli. Los planificadores borbónicos habían intentado remonopolizar el comercio de
ultramar desde que en los años 1720 Patiño hiciera los primeros esfuerzos en ese sentido,
mientras que los comerciantes y consumidores americanos, junto con los intrusos
extranjeros, se aferraban a los viejos hábitos del comercio directo. Ahora, hacia 1760, se
conjugaron una serie de factores —un nuevo monarca, la derrota a manos de Inglaterra, la
necesidad de ingresos y la esperanza de desarrollo económico— que determinaron un
nuevo impulso y una nueva política. En el verano de 1764 se organizó una comisión
técnica para el comercio colonial, que hizo públicas sus conclusiones en febrero de 1765.
El monopolio de Cádiz, el sistema de flotas, las limitaciones del número de barcos
autorizados, los impuestos elevados sobre las exportaciones y las importaciones y el
método anticuado de imposición sobre el volumen de las mercancías sin referencia a su
valor eran condenados en ese informe, en el que se defendía su sustitución por unas
medidas más racionales. No se tardó mucho tiempo en tomar las primeras medidas. Un
decreto de 16 de octubre de 1765 abrió las islas españolas del Caribe al comercio con ocho
puertos adicionales españoles, naciendo así el comercio libre. El decreto de 1765 fue el
modelo para la ampliación gradual de la libertad de comercio más allá del Caribe, a
Luisiana en 1768 y a Yucatán y Campeche en 1770. A comienzos de 1778, una serie de
decretos ampliaron el sistema a Chile, Perú y el Río de la Plata. Finalmente, el 12 de
octubre de 1778, un reglamento que decretaba «un comercio libre y protegido» y que
consolidaba todas las concesiones anteriores acabó con el marco tradicional del comercio
colonial: se redujeron las tarifas, se puso fin al monopolio de Cádiz y Sevilla, se decretó la
libertad de comunicaciones entre los puertos más importantes de la península e
Hispanoamérica y se anunció una nueva fase de pacto colonial. 60
Pero la libertad de comercio anunciada en 1778 fue una libertad limitada. Abolió el
monopolio de Cádiz pero reafirmó el monopolio de España; abrió la América española a
todos los españoles, pero la cerró con más firmeza aún al resto del mundo. Las colonias
consiguieron nuevas vías de acceso al mercado español, pero se les denegó el acceso al
mercado mundial. Se vieron inundadas de exportaciones de España, pero protegidas más
estrechamente aún de los intrusos extranjeros. Además, el comercio libre no fue una
medida para todos, ni siquiera en el contexto del mundo hispánico. Venezuela quedó
60
Eduardo Arcila Farias, El siglo ilustrado en América. Reformas económicas del siglo XVIII en Nueva
España, Caracas, 1955, pp. 94-117; C. H. Haring, The Spanish Empire in America, Nueva York, 1963, pp.
341-342; J. Muñoz Pérez, «La publicación del reglamento del comercio libre de Indias», Anuario de Estudios
Americanos, 4 (1947), pp. 615-664.
excluida hasta 1778, porque la Compañía de Caracas gozaba de gran poder allí; México no
se incorporó al comercio libre hasta 1789, por temor a que su floreciente economía
acaparara el comercio con las colonias más pobres. Por último, no hay que pensar que el
comercio libre quedara exento de impuestos: se impuso el 3 por 100 sobre los productos
españoles, el 7 por 100 para los productos extranjeros y la contribución seguía siendo ad
valorem. 61 De hecho, el libre comercio pretendía hacer más eficaz el monopolio colonial,
relajar el control entre los españoles pero reforzarlo contra los extranjeros, impulsar la
competitividad entre los productos nacionales y rebajar su precio frente a los productos
extranjeros. La idea era impulsar la economía colomal para que pudiera ofrecer mejores
resultados Si el comercio seguía a la bandera, el recaudador de impuestos iba a poca
distancia detrás del comerciante. ¿Hasta qué punto, pues, benefició a España el comercio
libre?
Los puertos de la península no comenzaron súbitamente a competir por el comercio
americano. Hubo unos ciertos ajustes regionales, pero no en suficiente medida como para
reducir la primacía de Cádiz. Andalucía en general, y Cádiz en particular, continuaron
gozando de una ventaja natural en el comercio y navegación con América, firmemente
enraizada en la historia y la geografía. Cádiz todavía dominaba el comercio, ahora con el
beneficio de contar con el mayor número de mercados en América. Sus exportaciones
avanzaron de manera importante y en el periodo 1778-1796 supusieron el 76 por 100 de las
exportaciones españolas a América. Esta fue la época dorada del comercio gaditano.
También florecieron las exportaciones catalanas, aunque por detrás de las de Cádiz,
suponiendo el 10 por 100 del total. El interés de los catalanes había contribuido a preparar
el camino hacia el comercio Ubre. En las postrimerías del siglo XVII y en los años
aurórales del siglo XVIII, agentes catalanes vendían en Cádiz productos de su región a los
armadores andaluces. Luego, desde 1730, los comerciantes catalanes cargaban sus
productos directamente en las flotas, comerciando por su propia cuenta, aunque en el
contexto del monopolio gaditano. 62 A continuación, la marina mercante catalana comenzó
a participar en el comercio de las Indias y fue entre 1740 y 1743 cuando zarparon desde
Cádiz los primeros barcos catalanes, seguidos en 1745 por un barco catalán con un
cargamento de productos locales, que zarpó desde Barcelona y que recaló en Cádiz para
completar las formalidades administrativas. Este tipo de aventuras comerciales se
repitieron en los años siguientes, que contemplaron también la utilización de barcos
catalanes por exportadores gaditanos. También en América se instalaron agentes catalanes,
en diversos puertos, para representar los intereses de sus compañías en Barcelona. La
fundación de la Real Compañía de Barcelona en 1755-1756, con la concesión de
privilegios para comerciar con Santo Domingo, Margarita y, posteriormente, Cumaná, no
vio cumplidas sus expectativas. En los treinta años siguientes organizó cuarenta
expediciones comerciales, todas ellas de menor cuantía y con escaso capital y su mérito
principal fue el de preservar la presencia catalana en agua americanas. 63 El comercio libre
determinó que la Compañía resultara superflua, porque los comerciantes, los puertos y los
armadores catalanes tenían acceso directo a América, sin la intermediación de Cádiz.
No todo fueron bendiciones en el comercio libre para la economía catalana ni para
las demás regiones en general. La historiografía moderna considera esa decisión como una
61
Reglamento para el comercio libre, 1778, eds. Bibiano Torres Ramírez y Javier Ortiz de la Tabla, Sevilla,
1979, artículo 17.
62
Carlos Martínez Shaw, Cataluña en la carrera de Indias, 1680-1756, Barcelona, 1981, PP. 72-148.
63
José M. Oliva Melgar, «El fracas del comerç privilegiat», en Josep M. Delgado et al. El comerç entre
Catalunya i América (segles XVIII i XIX), Barcelona, 1986, pp. 37-63.
64
Josep María Delgado Ribas, «El impacto de las crisis coloniales en la economía catalana (1787-1807)», La
economía española al final del Antiguo Régimen. III: Comercio y colonias, Madrid, 1982, pp. 99-169, y del
mismo autor «El miratge del lliure comeré», El comerç entre Catalunya i América, pp. 65-80.
65
Josep María Delgado Ribas, «Els catalans i el lliure comerç», El comerç entre Catalunya i América, pp.
81-93.
66
Pierre Vilar, La Catalogne dans l'Espagne moderne, París, 1962, 3 vols., III pp. 66-138 (hay trad. cast.:
Cataluña en la España moderna, Barcelona, 1988); Antonio García-Baquero, Comercio colonial y guerras
revolucionarias, Sevilla, 1972, pp. 68-74, y del mismo autor «Comercio colonial y producción industrial en
Cataluña a fines del siglo XVIII», en Jordi Nadal y Gabriel Tortella, eds., Agricultura, comercio colonial y
crecimiento económico en la España contemporánea, Barcelona, 1974, pp. 268-294.
67
García-Baquero, «Comercio colonial y producción industrial», pp. 278-286.
68
Delgado, «El miratge del lliure comerc», pp. 75-77.
69
Luis Alonso Álvarez, Comercio colonial y crisis del Antiguo Régimen en Galicia (1778-1818), La Coruña,
1986, pp. 163-206, 256.
del comercio libre. En cuanto a los demás puertos de la península, la libertad comercial
permitió una salida para los productos comerciales de sus hinterlands, pero no se llegó a
modificar su desarrollo industrial. 70 ¿Qué significó, pues, el comercio libre para la
economía española en su conjunto?
El periodo 1748-1778 contempló un crecimiento sostenido del comercio de las
Indias y, aparte de una ligera depresión en 1771-1775, las exportaciones conocieron una
tendencia ascendente, reflejo tal vez del crecimiento de todos los sectores de la economía
mexicana y del incremento de la producción de plata.71 El comercio no se realizaba ya
únicamente a través del sistema de flotas, sino que adoptaba formas diversas. Es cierto que
la flota de Nueva España sobrevivió, realizando su trayecto en 1760, 1765, 1768, 1772 y
1776, pero sólo suponía una parte del comercio total. A partir de 1765, otros barcos
navegaban hacia el Caribe y América Central e incluso a México, entre las flotas,
proporcionando un servicio más dinámico. Cada vez fue mayor el número de navíos de
registro que transportaban mercancías a Suramérica, barcos más rápidos y más capaces que
las flotas de dar respuesta a las necesidades del mercado. También hubo compañías
privilegiadas que comerciaron en zonas especiales. De esta forma, España redescubrió las
rutas, regiones y mercados de su propio imperio y reconstruyó la economía imperial. La
introducción del pleno comercio libre en 1778 permitió un mayor flujo comercial. El valor
medio anual de las exportaciones de España a América entre 1782 y 1796 fue un 400 por
100 más elevado que en 1778 y no parece haber duda de que la metrópoli recibió mayores
excedentes coloniales, tanto en el sector público como en el privado, y que los productos
españoles gozaron de mejores oportunidades para la exportación. 72 Sin embargo, el
objetivo del comercio libre no era simplemente el desarrollo del comercio colonial, sino su
reestructuración, en concreto, conseguir la sustitución de las reexportaciones de productos
extranjeros por las manufacturas españolas y de los comerciantes extranjeros por
nacionales. En este aspecto, el éxito fue menor.
Pese a la exclusión formal de los extranjeros del comercio colonial, España todavía
dependía de las economías más avanzadas de la Europa occidental para conseguir
productos y barcos e incluso para que permitieran mantener abiertas las rutas comerciales.
En ese momento, los británicos nada temían respecto al comercio libre: «Pienso que será
probablemente una ventaja para nosotros, pues ciertamente aumentará la demanda de
nuestros productos por parte de los comerciantes españoles, ahora que tienen la libertad de
exportarlos sin licencia». 73 Según el servicio de información comercial británico, la flota
de 1772 transportó productos de exportación por valor de 19,7 millones de pesos,
significando los productos españoles solamente el 12,6 por 100, mientras que los productos
franceses absorbían el 36 por 100 del total y los británicos el 15 por 100. 74 La conclusión
parecía clara: «Todos los intentos de excluir a los comerciantes extranjeros del mercado no
70
John Fisher, Commercial Relations between Spain and Spanish America in the Era of Free Trade, 1778-
1796, Liverpool, 1985, pp. 50-53.
71
García-Baquero, Cádiz y el Atlántico, I, pp. 540-556; John J. TePaske, «General Tendencies and Secular
Trends in the Economies of México and Peni, 1750-1810: The View from the Cajas of México and Lima», en
Jacobsen y Puhle, eds., The Economies of México and Perú during the Late Colonial Period, pp. 316-339
72
Fisher, Commercial Relations between Spain and Spanish America, pp. 45-49; TePaske, «General
Tendencies», p. 330, sugiere para este periodo un crecimiento aún mayor de la economía mexicana
(especialmente de la minería y de los impuestos), produciéndose también un cierto crecimiento de la minería
peruana.
73
Rochford a Conway, El Escorial, 28 de octubre de 1765, Public Record Office, SP 94/172.
74
Adjunto en procónsul Dalrymple a Rochford, Cádiz, 17 de marzo de 1772, SP 94/189.
han tenido éxito hasta ahora». 75 En 1778, los productos extranjeros —a cuyo frente se
situaban los paños de lino, la lana y la seda-supusieron el 62 por 100 de las exportaciones
registradas a América y se situaron también por delante en 1784, 1785 y 1787.
Posteriormente, el porcentaje de los productos nacionales aumentó y en el periodo 1782-
1796 llegó al 52 por 100 de las exportaciones totales. Pero se trataba fundamentalmente de
productos agrícolas. La industria nacional no respondió a la demanda del mercado colonial,
España no se convirtió en una metrópoli desarrollada y la economía española, lejos de
complementar la producción colonial, competía con ella. En Cádiz todavía dominaban los
extranjeros. En el decenio de 1750, los comerciantes extranjeros acumulaban el 80 por 100
de los beneficios. Mientras que la mayor parte de ellos ganaban más de 1.000 pesos al año,
los ingresos de más de la mitad de los españoles no superaban los 500 pesos anuales. Los
comerciantes españoles más ricos ganaban 6.000 y había tres o cuatro comerciantes
franceses que ingresaban entre 35.000 y 40.000 pesos. 76 Hubo una serie de españoles que
consiguieron en Cádiz grandes fortunas en la segunda mitad del siglo XVIII, pero las
fortunas de los extranjeros eran más importantes. La dependencia de la economía española
respecto al norte de Europa ha de ser considerada, sin embargo, en un contexto más
amplio. Es cierto que la balanza comercial con Europa era deficitaria, situándose el déficit,
en el periodo 1787-1792, en 20 millones de pesos anuales de promedio, correspondiendo la
mitad de ese déficit a las importaciones de productos para su reexportación a América. Sin
embargo, el balance favorable del comercio con América no sólo permitió superar ese
déficit, sino conseguir un excedente de 9 millones de pesos anuales. 77
América enviaba a España un promedio anual de 15,2 millones de pesos —
considerando en conjunto el sector público y el privado— en el periodo 1756-1778 (véase
cuadro 9.1). El quinquenio menos favorable fue el de 1761-1765, con un promedio anual
de 13,5 millones de pesos, y el más pródigo el de 1766-1770, con un promedio de 17
millones de pesos. 78 México fue el contribuyente más importante, con el 56 por 100 de los
envíos totales, frente al 43,3 por 100 de Tierra Firme. La flota que regresó en marzo de
1774 transportó 22,3 millones de pesos, de los que 3,2 millones eran para el monarca. 79 El
porcentaje que iba a parar a manos de la corona varió entre un mínimo del 0,6 por 100 en
1767 y un máximo del 23,4 por 100 en 1761. En conjunto, la tendencia general del periodo
fue menos favorable que la de la década inmediatamente precedente, que había reportado
un promedio anual de 17 millones de pesos, y la primera etapa del comercio libre supuso,
pues, un gran impulso al comercio y a las remesas de metales preciosos americanos. Para
ello sería necesario esperar hasta 1778.
75
Grantham a Rochford, 16 de diciembre de 1772, PRO, SP 94/191.
76
Morineau, Incroyables gazettes etfabuleux métaux, p. 541.
77
Fisher, Commercial Relations between Spain and Spanish America, pp. 60-61.
78
Morineau, Incroyables gazettes etfabuleux métaux, p. 416.
79
Adjunto en cónsul Hardy a Rochford, Cádiz, 22 de marzo de 1774, PRO, SP 94/195.
Estos fueron los años punta del comercio americano y los resultados se aprecian en
las remesas de metales preciosos (véase cuadro 9.2). La guerra de 1779-1783 no provocó la
interrupción total de los envíos: una serie de convoyes franco-españoles consiguieron
atravesar el Atlántico en 1780-1782, transportando varios millones de pesos. Pero el grueso
de la producción permaneció en América, en espera de la seguridad de la paz. A partir de
1784 comenzó la«avalancha», 46 millones de pesos, en un quinquenio de posguerra (1781-
1785) que fue «el más brillante en toda la historia del Atlántico español». 80 Hubo una
nueva interrupción provocada por la guerra en 1796-1801, a la que siguió también el envío
del tesoro acumulado, alcanzando los envíos anuales en los cuatro años transcurridos entre
1801 y 1804 un promedio anual de 29,9 millones de pesos, superior incluso a los 22,8
millones de 1781-1785. Pero en el comercio americano no todos los años eran
excepcionales. El periodo más normal de 1786-1795 reportó unos ingresos anuales de 25,6
millones de pesos, que pueden compararse con el récord anterior de 19,9 del siglo XVIII en
1766-1770, y con los decenios correspondientes de las centurias anteriores: 14,5 millones
de pesos en 1686-1695 y 9,7 millones en 1586-1597. México siguió siendo el principal
abastecedor, con el 62 por 100 de las remesas en el quinquenio 1781-1785, frente al 38 por
100 de Tierra Firme. No es fácil determinar las cantidades que iban a parar a manos de la
corona y las que correspondían al sector privado, pero en el periodo de posguerra, a partir
de 1783, los ingresos de la monarquía por este concepto tendieron al alza, sin duda como
reflejo de la contribución mexicana. En 1793, el 27 por 100 de los envíos de México iban a
manos de la corona, frente al 61 por 100 en 1795 y al 40 por 100 de 1802-1804. 81 Según
fuentes consulares británicas, que controlaban estrechamente los envíos de caudales
americanos por su importancia para los subsidios de España y Francia, el valor total de los
tesoros llegados a España entre octubre de 1801 y agosto de 1804 ascendió a 107.308.152
pesos, de los que 37.528.068 (el 35 por 100) pertenecían a la corona. 82
80
Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, pp. 437-438.
81
Ibid., pp. 448-454.
82
J. B. Duff, Cádiz, 30 de agosto de 1804, PRO, FO 72/53.
83
Fisher, Commercial Relations between Spain and Spanish America, p. 61.
84
Ibid., p. 67.
85
Kuethe, Cuba, 1753-1815, pp. 73, 132-136.
86
Stanley J. Stein, «Caribbean Counterpoint: Veracruz vs. Havana. War and Neutral Trade, 1797-1799», en
J. Chase, ed., Géographie du capital marcharnd aux Amériques, 1760-1860, París, 1987, pp. 21-44,
especialmente p. 21.
la agricultura y la minería eran «más conforme[s] al instituto de las colonias», mientras que
la industria simplemente producía «las manufacturas que deben recibir de 1a metrópoli». 92
El hecho de que la industria española no pudiera aprovisionar adecuada] mente a
los mercados coloniales no turbó lo más mínimo a los responsables políticos. Después de
todo, existía un pequeño sector industrial en España decidido a conservar su mercado
cautivo. Para complementar la producción nacional, los comerciantes españoles podían
obtener beneficios de la reexportación de los productos extranjeros y se consideraba que
perpetuar la dependencia era más importante que apaciguar a la población de las colonias.
En el pensamiento imperial español era un axioma que la dependencia económica era
requisito indispensable de la lealtad política y que el incremento del número de industrias
en las colonias estimularía la autosuficiencia y la autonomía. Definiciones imperiales de
este tipo llevaban a los funcionarios a una lógica del fanatismo. Se ha hecho célebre el
consejo que dio el conde de Revillagigedo en 1794 a su sucesor en el virreinato de México:
«No debe perderse de vista que esto es una colonia que debe depender de su matriz, la
España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades, por los beneficios que recibe de
su protección, y así se necesita gran tino para combinar esta dependencia y que se haga
mutuo y recíproco el interés lo cual cesaría en el momento que no se necesitase aquí de las
manufacturas europeas y sus frutos». 93 El virrey Francisco Gil de Taboada observó que el
declive de las manufacturas en Perú y en las colonias adyacentes no era consecuencia de la
abolición del repartimiento, sino del incremento de las importaciones y del descenso de los
precios tras el establecimiento del comercio Ubre, con gran beneficio para el Estado. 94
Sugería que sería una buena idea reducir aún más el número de fabricantes locales «sin que
los pueblos lleguen a percibirlo», porque Perú sólo era útil a la metrópoli como economía
minera:
La cadena de las relaciones es la que sujeta estos remotos dominios al país de
la dominación; cada necesidad que se extinga o satisfaga sin su auxilio es un eslabón
que se desmembra y cuando sean pocos los que queden, con dificultad resistirán el
peso ... El Gobierno no debe perder de vista un solo instante los daños que han de
resultar de las fábricas que se han introducido y conservan en el país por defecto de
manufacturas europeas; que un comercio muy protegido es quien únicamente puede
aniquilarlas. 95
Era este un eco del reglamento de 1778, que abogaba por «un comercio ubre y
protegido», protegido tanto de los americanos como de los extranjeros. Los industriales
españoles estaban permanentemente alerta ante cualquier transgresión de esa fórmula. Los
talleres textiles de México y Puebla eran lo bastante productivos como para causar alarma
entre los fabricantes catalanes, que se quejaban con frecuencia de las consecuencias de la
competencia colonial sobre sus exportaciones y que intentaban conseguir de la corona que
«se expidiesen más eficaces órdenes para que se destruyesen desde luego las fábricas de
tejidos y pintados establecidas en aquellas colonias». 96
El gobierno imperial no consideraba que su misión consistiera en hacer de arbitro
entre España y América. Ante las presiones de los funcionarios y de los industriales, su
92
«Relación del estado del Nuevo Reino de Granada», 1789; José Manuel Pérez de Avala, Antonio Caballero
y Góngora, virrey y arzobispo de Santa Fe 1723-1796, Bogotá, 1951, pp. 360-361.
93
Citado en Catalina Sierra, El nacimiento de México, México, 1960, p. 132.
94
Gil de Taboada a Antonio Valdés, 20 de julio de 1790, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la
Independencia del Perú, Colección documental de la independencia del Perú, Lima, 1971-1972, 30 vols.,
tomo XXII, 1, p. 10.
95
Gil de Taboada a Pedro Lerena, 5 de mayo de 1791, ibtd., pp. 23-24.
96
García-Baquero, Comercio colonial y guerras revolucionarias, p. 83.
97
Ibid., pp. 93-94.
98
Brading, Miners and Merchants in Bourbon México, p. 152.
99
Un marco valía 8 pesos, 4 reales; John Fisher, Minas y mineros en el Perú colonial 1776-1824, Lima,
1977, pp. 213-227.
mantuvo una tendencia al alza hasta el decenio de 1790. Entre 1740 y 1790 se duplicó la
exportación de plata de Potosí. También en este caso la intervención del Estado borbónico
fue positiva, si bien interesada, y la minería se beneficio de una serie de concesiones
realizadas a los empresarios y de la creación d Banco de San Carlos como fuente de
crédito. Pero la razón fundamental d aumento de la producción fue la explotación cada vez
más dura de los mitayo la mano de obra forzosa de raza india, cuyas cuotas de producción
se duplicaron en esos cincuenta años y a quienes se obligaba a trabajar mayor número de
horas por el mismo salario, complementando su trabajo con el de sus mujeres y sus
familias. 100 Para ellos, ciertamente el segundo imperio era un imperio que funcionaba y
trabajaba.
Nada hicieron los Borbones por modernizar la agricultura americana, como
tampoco lo hicieron en España. La gravaban con impuestos como fuente de ingresos, ya
fuera directamente o mediante monopolio, pero lo que les interesaba era obtener beneficios
inmediatos y no a largo plazo. Por ello, la reestructuración no entraba en sus cálculos. 101
Los rentistas Peninsulares y los funcionario de impuestos de la corona eran considerados
como parásitos en el sector agrario Los terratenientes criollos buscaron nuevas salidas al
margen de las que le permitía España. En Venezuela, los grandes propietarios, productores
de cacao, índigo, tabaco, café, algodón y cueros se veían permanentemente constreñido por
el control español del comercio de importación y exportación. Incluso después de que la
instauración del comercio libre acabara con la Compañía de Caracas, los nuevos
comerciantes, ya fueran españoles o venezolanos de orientación española, ejercieron un
renovado control de la economía venezolana, pagando precios bajos por las exportaciones
e imponiendo una elevada tarifa por las importaciones. Los terratenientes y consumidores
venezolanos exigían una actividad comercial más intensa con los extranjeros, denunciaron
a los comerciantes españoles calificándolos de «opresores», rechazaron el supuesto de que
el comercio existía «para sólo el beneficio de la metrópoli» y lucharon contra lo que en
1797 llamaron «el espíritu de monopolio de que están animados, aquel mismo bajo el cual
ha estado encadenada, ha gemido y gime tristemente esta Provincia»102 El Río de la Plata
era otro de los blancos de los comerciantes españoles, que no tardaron en dominar el
comercio de Buenos Aires, a veces en colaboración con agentes locales. Pero en los años
1790, los comerciantes locales comenzaron a desafiar a los monopolistas, a competir en las
exportaciones, capital y transporte marítimo y a exigir el acceso a los mercados
internacionales. También en este caso, la nueva colonización se encontró con los límites de
la pasividad americana.
Burócratas, comerciantes y emigrantes, estos fueron los agentes del segundo
imperio. La promoción de la emigración hacia las colonias no fue parte de un programa
oficial para repoblar América, aunque sincronizó con el imperialismo renovado y reforzó la
100
Enrique Tandeter, «La rente comme rapport de production et comme rapport d distribution. Le cas de
l'industrie miniére de Potosí 1750-1826», tesis doctoral, École des Hautes Études en Sciences Sociales, París,
1980, pp. 1-5, y del mismo autor, «Forced and Fr« Labour in Late Colonial Potosí», Past and Present, 93
(1981), pp. 98-136; sobre los precios a la minería en el Alto Perú, véase Enrique Tandeter y Nathan Wachtel,
Precios y producción, agraria. Potosí y Charcas en el siglo XVIII, Buenos Aires, 1983, pp. 89-90.
101
Eric Van Young, «The Age of Paradox: Mexican Agriculture at the End of th Colonial Period, 1750-
1810», en Jacobsen y Puhle, eds., The Economies of México and Peru during the Late Colonial Period, pp.
64-90, especialmente pp. 66-68; más datos en el trabajo del mismo autor, Hacienda and Market in
Eighteenth-Century México: the Rural Economy the Guadalajara Región, 1675-1820, Berkeley, California,
1981.
102
E. Arcila Farías, Economía colonial de Venezuela, México, 1946, pp. 368-369; sobre el Río de la Plata,
véase Susan Migden Socolow, The Merchante of Buenos Aires 1778-1810, Cambridge, 1978, pp. 124-135
presencia española. Los emigrantes se sentían atraídos a cruzar el Atlántico por las fuerzas
del mercado y por las nuevas oportunidades que se les presentaban en la burocracia
colonial, en un momento en que el gobierno no disimulaba su preferencia por los
Peninsulares y en que las empresas españolas preferían dar trabajo a varios miembros de
una familia antes que a criollos desconocidos. Gallegos, asturianos y vascos fueron los
emigrantes habituales de la España borbónica, impulsados por la presión demográfica
sobre la tierra y sobre el empleo y en busca de fortuna, esposa y familia en América. Esta
era una justificación tradicional del imperio, que parecía más verosímil en una época de
florecimiento de la minería y del comercio y de mayor movilidad social que la que existía
en España. Los emigrantes se integraron rápidamente en la sociedad colonial y pronto se
hizo difícil distinguir a los padres y maridos españoles de las esposas e hijos criollos,
aunque muchos criollos que eran superados por esos recién llegados en el camino hacia la
riqueza mostraban resentimiento, lo cual era también un signo de los tiempos. Así ocurrió
en México. En Perú, un renovado flujo de inmigración en la segunda mitad del siglo XVIII
remodeló la clase dirigente, en la que hubo una importante presencia de emigrantes del
norte de España: el 70 por 100 de los inmigrantes que llegaron entre 1787 y 1814
procedían del norte de España y el 46 por 100 eran vascos. 103 No perdieron tiempo en
introducirse en la vida comercial de Lima y muy pronto dominaban el comercio del
Atlántico y del Pacífico y, en colaboración con funcionarios españoles, controlaron el
mercado interno. Como todos ellos pertenecían a la primera o segunda generación de
Peninsulares, no dejaban espacio en los niveles más elevados para la competencia o el
resentimiento de los criollos. Antes bien, eran ellos quienes absorbían a los peruanos
susceptibles de ser elegidos. Así, la élite de Lima se caracterizó por la solidaridad frente a
los sectores populares y por la lealtad respecto a España.
A todo lo largo y ancho de América, España se apoyaba en los Peninsulares para
renovar los lazos de imperio entre una población en la que no confiaba plenamente. Pero
cabe plantearse si el gobierno español sabía siquiera cuántos españoles había en América.
Según Alexander von Humboldt, Hispanoamérica tema en 1800 una población total de
16,9 millones de habitantes, de los que 3,2 millones eran blancos, y de ellos sólo 150.000
Peninsulares. De hecho, el número real de Peninsulares era menor, cerca de 30.000 y no
más de 40.000. Incluso en México, la zona que recibía el mayor índice de inmigración,
sólo había 14.000 Peninsulares en una población total de 6 millones, de los que un millón
eran blancos. 104 Esta era la frontera humana del mundo hispánico, una frágil frontera que
no tardaría en desaparecer.
De la revitalización a la recesión
103
Flores Galindo, Aristocracia y plebe, pp. 78-96.
104
Humboldt, Ensayo político, pp. 36-40; Romeo Flores Caballero, La contrarrevolución en la
independencia. Los españoles en la vida política, social y económica de México (1804-1838), México, 1969,
pp. 15-23; Brading, Miners and Merchants in Bourbon México, PP. 14-15, 30, 105-106.
sacar el jugo». 105 Los frutos deberían haber sido importantes, pero, en una de las grandes
ironías de la historia española, el momento álgido de la industria minera de la plata y del
comercio con ultramar coincidió con la destrucción del poder naval de España y con la
clausura de sus rutas imperiales. Desde 1796, los gobernantes y comerciantes españoles
eran espectadores impotentes, mientras los frutos del imperio iban a parar a manos de
extranjeros, neutrales en el mejor de los casos, enemigos en el peor. El poder imperial de
España y la defensa de América sufrieron la prueba final durante la larga guerra con Gran
Bretaña que se inició en 1796. En abril de 1797, tras la victoria sobre los españoles en el
cabo de San Vicente, el almirante Nelson acantonó una escuadra británica fuera del puerto
de Cádiz e impuso un bloqueo total, mientras la marina británica bloqueaba los puertos
hispanoamericanos y atacaba los barcos españoles en el mar. El resultado fue el
hundimiento del comercio. En 1796, 171 navíos arribaron a Cádiz procedentes de América
con mercancías por un valor de 53,6 millones de pesos; en 1797, sólo nueve navíos
llegaron a puerto y el valor de los productos que transportaban no superaba los 500.000
pesos. 106 Las exportaciones desde España a Veracruz descendieron de 6,5 millones de
pesos en 1796 a 520.000 pesos en 1797, las importaciones de 7,3 millones de pesos a
238.000 y los precios de muchos productos europeos experimentaron un incremento del
100 por 100. 107
Las colonias sufrían escasez de productos de consumo y de mercancías básicas y
presionaron para poder acceder a los proveedores extranjeros. Los comerciantes de Cádiz
insistían, por su parte, en conservar el monopolio. Mientras el gobierno español trataba de
resolver el dilema, la decisión le vino impuesta. En marzo de 1797, funcionarios españoles
en Cuba, ante la demanda de esclavos y de alimentos, tomaron la iniciativa y abrieron La
Habana a los barcos norteamericanos y de otros países neutrales.108 España se vio obligada
a hacer las mismas concesiones a toda Hispanoamérica, para evitar el peligro de perder el
control y los ingresos. Como medida de emergencia, un decreto del 18 de noviembre de
1797 permitió un comercio legal, sometido a fuertes impuestos, con Hispanoamérica en
barcos neutrales o, en términos oficiales, «en Buques nacionales o extranjeros desde los
Puertos de las Potencias neutrales, o desde los de España, con retorno preciso a los
últimos». 109 Durante los 18 meses siguientes, barcos neutrales de Europa y América fueron
autorizados a atracar en los puertos coloniales españoles a los que anteriormente se les
había prohibido acceder. Fue un cambio radical y una indicación de la crisis comercial y
financiera de esos años. 110 Los barcos neutrales eran prácticamente los únicos que
comerciaban, el único vínculo entre las colonias españolas y los mercados. Los resultados
fueron tan reveladores como las prohibiciones anteriores. Bajo el comercio neutral, las
importaciones de Veracruz se elevaron de 1,7 millones de pesos en 1798 a 5,5 millones en
1799, y las exportaciones de 2,2 millones a 6,3 millones. 111
105
Jorge Escobedo, visitador general de Perú, intendente de Lima y consejero de las Indias, citado por
Barbier, «Peninsular Finance and Colonial Trade», p. 33.
106
Fisher, Commercial Relations between Spain and Spanish America, p. 64.
107
Javier Ortiz de la Tabla, Comercio exterior de Veracruz, 1778-1821. Crisis de dependencia, Sevilla, 1978,
pp. 225-240.
108
Jacques A. Barbier, «Silver, North American penetration and the Spanish imperial economy, 1760-1800»,
en Jacques A. Barbier y Alian J. Kuethe, eds., The North American Role in the Spanish Imperial Economy,
1760-1819, Manchester, 1984, pp. 10-11.
109
Sergio Villalobos R., El comercio y la crisis colonial, Santiago, 1968, p. 115.
110
«El sostenimiento de los vales fue una consideración fundamental —si no la consideración fundamental—
en la autorización del comercio neutral», Stein, «Caribbean Counter-point», p. 41.
111
Ortiz de la Tabla, Comercio exterior de Veracruz, p. 315.
viejo monopolio: las colonias habían establecido lazos comerciales activos con países
extranjeros, especialmente con los Estados Unidos, y la reanudación de la guerra con Gran
Bretaña simplemente confirmó que podían sobrevivir sin España.
España perdió los últimos retazos de su poder marítimo. El 5 de octubre de 1804,
anticipando una guerra formal, fragatas británicas interceptaron un importante cargamento
de metales preciosos procedente de El Callao y Buenos Aires, hundieron un barco español
y capturaron otros tres que transportaban mercancías por valor de 4,7 millones de pesos, de
los que 1,3 millones teman que ir a parar a las arcas de la corona. 117 Al año siguiente, la
catástrofe fue total en Trafalgar y España se internó en un camino desconocido: una
potencia imperial sin flota, unas colonias sin metrópoli. Las importaciones de productos
coloniales y de metales preciosos se hundieron por completo y en 1805 las exportaciones
de Cádiz disminuyeron en un 85 por 100 respecto a 1804. 118 Una vez más, otras potencias
y, por supuesto, el enemigo, suplantaron a España. Gran Bretaña, excluida de Europa por el
sistema continental de Napoleón, buscó mercados alternativos y recursos para la guerra en
Hispanoamérica, lo que impulsó a un funcionario colonial a lamentarse de que «los
ingleses sacan de nuestras mismas posesiones el dinero que les da la fuerza con que nos
destruyen». 119 El único antídoto para el contrabando era el comercio neutral. En 1805 se
autorizó de nuevo, esta vez sin la obligación de regresar a España. La navegación neutral
dominaba ahora el comercio de Veracruz, aportando el 60,5 por 100 del total de las
importaciones de 1807 y el 95,1 por 100 de las exportaciones (más del 80 por 100 de
plata). En 1806 ni un solo barco procedente de España atracó en La Habana y el comercio
cubano estaba en manos de países neutrales, de colonias extranjeras y de otras colonias
españolas. En 1807, la metrópoli no recibió remesa alguna de metales preciosos y todo
parecía indicar que había desaparecido del Atlántico. 120
Si América podía sobrevivir sin España, no era tan evidente que España pudiera
sobrevivir sin América. La consecuencia de las guerras coloniales sobre la metrópoli fue
un desastre nacional. La agricultura acusó la pérdida de unos mercados vitales. En la
industria textil hubo cierres de fábricas y desempleo. Tanto los productores como los
consumidores acusaron la falta de productos coloniales y la interrupción del envío de
metales preciosos afectó tanto al Estado como a los comerciantes. La corona tuvo que
buscar nuevas fuentes de ingresos: desde 1799 intentó imponer economías en la
administración y exigió una contribución anual de 300 millones de reales. Se lanzaron
nuevas emisiones de vales reales, se exigieron impuestos más elevados y, finalmente, se
decretó la medida desesperada de la consolidación. Para un Estado que había elaborado su
presupuesto contando con los ingresos americanos, este fue el último desastre. El futuro de
España como potencia colonial estaba en entredicho, destruido su modelo imperial. Si el
monopolio económico se había perdido sin recuperación posible, ¿cuánto podía durar el
control político? Era una pregunta que los propios españoles se habían planteado muchas
veces.
117
Moríneau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux, p. 437.
118
García-Baquero, Comercio colonial y guerras revolucionarias, p. 177.
119
Antonio de Narváez, Cartagena, 30 de junio de 1805, en Sergio Elias Ortiz, ed., Escritos de dos
economistas coloniales, Bogotá, 1965, p. 112.
120
García-Baquero, Comercio colonial y guerras revolucionarias, pp. 182-183.
El modelo borbónico
nombrado por los Borbones se realizó sin graves conmociones. 121 En el frente económico,
una combinación de capacidad burocrática, iniciativa de los comerciantes y apoyo naval
francés permitió mantener abiertas las rutas del Atlántico y, a pesar del poder marítimo de
los aliados, las colonias no quedaron en ningún momento aisladas de su metrópoli. En
resumen, el marco del gobierno colonial permaneció intacto. El sistema de consenso
soportó la prueba de la guerra y la crisis de la sucesión pudo ser superada. 122
Muy diferente era la situación un siglo después. Ciertamente, sería ahistórico
establecer un paralelismo demasiado estricto entre la respuesta de Hispanoamérica a la
Guerra de Sucesión y su respuesta a las guerras napoleónicas. El transcurrir de una centuria
había modificado sustancialmente el contexto político, económico e ideológico,
introduciendo una serie de factores causales inexistentes en 1700. Pero uno de los
elementos que estuvieron presentes en Hispanoamérica desde 1808 fue el hecho de no
poder contar con la colaboración de los grupos locales de intereses, como consecuencia del
nuevo sistema de gobierno impuesto a partir del decenio de 1750. Al modificar las reglas
del juego político, Carlos III y sus consejeros ignoraron la historia. Era imposible
restablecer intacta la relación anterior a la época de consenso. El periodo de gobierno de
compromiso y de participación local había dejado un sedimento histórico que no era
posible borrar. El consenso, o su recuerdo, formaba parte de la estructura política de
Hispanoamérica. Una serie de acontecimientos se habían sucedido desde el siglo XVII: las
oligarquías locales no funcionaban de la misma manera que sus antecesoras; la sociedad
colonial se hallaba encerrada en la administración real. En el proceso, los grupos de
intereses reforzaron su condición de explotadores y comenzaron a verse como parte de la
élite imperial con derecho a compartir los beneficios del imperio. Sus exigencias sobre la
mano de obra india no eran compatibles con las nuevas cargas que la corona impuso a los
contribuyentes indios en los decenios posteriores a 1750. Se produjo entonces una
competencia entre explotadores. En las postrimerías del siglo XVIII, Hispanoamérica fue
escenario de posturas irreconciliables. Por parte americana, intereses atrincherados y
expectativas de promoción; por parte española, mayores exigencias fiscales y menos
concesiones políticas. El enfrentamiento parecía inevitable.
El proceso de afirmación del Estado borbónico, de restricción de la participación
americana y de fiscalidad creciente encontró oposición. La resistencia a las innovaciones
del gobierno y al abuso de poder encontró expresión en la protesta y la rebelión, que
culminaron en las revueltas de Perú, Nueva Granada y Venezuela de 1780-1781, cuando se
hacían los esfuerzos más intensos para conseguir recursos para la guerra. No fueron tanto
movimientos populares como coaliciones de grupos sociales —criollos, mestizos e
indios— que, en un principio, encabezaron los criollos, para abandonarlas después,
alarmados por la violencia procedente desde abajo. Los rebeldes no apelaban a una utopía
del pasado sino a una realidad reciente, en que no existían el absolutismo y la opresión
fiscal. Enviaron un mensaje a España, demostrando que la fórmula tradicional de protesta,
«viva el rey, muera el mal gobierno», había quedado obsoleta, destruida por los propios
Borbones, cuyo concepto del imperio vinculaban al monarca y al gobierno en un Estado
unitario. La diferencia entre el viejo y el nuevo imperio no era simplemente la que existía
entre la concordia y el conflicto. Aun después de los conflictos civiles del siglo XVI, la
burocracia española tuvo que vivir en medio de la oposición, la violencia y el asesinato.
Pero las rebeliones a gran escala fueron característica del segundo, no del primer imperio,
y eran una respuesta al absolutismo por parte de aquellos que habían conocido el consenso.
121
Luis Navarro García, «El cambio de dinastía en Nueva España», Anuario de Estudios Americanos, 36
(1979), pp. 111-168.
122
Véase supra, pp. 423-424.
123
«Sólo un comercio libre y protegido entre Españoles Europeos, y Americanos, puede restablecer en mis
dominios la agricultura, la industria, y la población a su antiguo vigor ...», Reglamento para el comercio
libre, 1778, p. 1.
Continuidad y cambio
sino un monarca activo que fuera capaz de evaluar los consejos que recibía y de tomar
decisiones. A su vez, el monarca necesitaba un primer ministro que hubiera ascendido los
diversos escalones de la administración y que tuviera credibilidad en el exterior y en el
interior. En esa coyuntura crítica, el gobierno español recayó en un roi fainéant, en una
reina dominante y un valido anticuado. Carlos IV aportó muy poco a la monarquía excepto
un concepto del deber que quedaba anulado por su indolencia. Escasamente preparado y
sin experiencia en el gobierno, le interesaban más la caza, la carpintería y coleccionar
relojes que los asuntos de Estado, y a sus cuarenta años vivía todavía fuera del mundo que
le rodeaba. La benevolencia débil y ausente retratada por Goya era característica también
de sus actitudes políticas y Godoy recuerda cómo cada noche el rey le preguntaba: «¿Qué
se ha hecho hoy por mis vasallos?». 1 Nunca alcanzó la madurez, siendo infantil en su
conocimiento y en su juicio, incapaz de distinguir entre partidarios y granujas. No era
incapaz de tomar decisiones políticas y es errónea la conclusión de que «abdicó de hecho el
poder y lo depositó en manos de su esposa». 2 Pero María Luisa estaba siempre a su lado
cuando recibía a los ministros y la incapacidad de su gobierno para despertar confianza se
debía en gran medida a la influencia política de su enérgica esposa, que era más inteligente,
despierta y ambiciosa que su marido y que parecía hacer todo lo posible para granjearse la
antipatía de sus súbditos.
María Luisa de Parma fue un motivo de escándalo en España y de especulación en
el extranjero. No en todos los casos estaban justificados. El papel que se le había asignado
en la familia real era el de dar un heredero al trono y una serie de reservas para caso
necesario, pero tuvo la fortaleza necesaria para rebelarse contra las convenciones de la
corte, aunque no la discreción necesaria para evitar las sospechas. Los observadores
afirmaban que dominaba a su marido desde los primeros años de matrimonio, hecho muy
habitual entre los Borbones, pero además se mostraba siempre franca y amistosa,
especialmente entre los hombres. 3 Su aspecto voluptuoso se mantuvo a pesar de los partos
casi cada año, mientras que sus ojos penetrantes y su porte arrogante eran los de una mujer
de carácter. Pero no era del agrado de los españoles, que creían que ya tenía amantes antes
incluso de conocer a Manuel Godoy y que los tuvo también después de él. Este tema es
popular, las pruebas escasas, pero fueran o no ciertas esas afirmaciones, ella no se
preocupó de desmentirlas ni de suavizar la propaganda adversa. Al contrario, introdujo en
la corte al más controvertido de sus favoritos, convirtiéndole en un asociado en el
gobierno. Era un camino arriesgado en un momento en que la monarquía estaba siendo
juzgada en Francia, como indicó el liberal Alcalá Galiano: «Lo que pasaba en España entre
desórdenes de la reina, debilidad y descuido del rey y soberbia de un privado, demostraba
que la autoridad real puede, por culpa de quien la ejerce, desdorarse a sí propia e irse
achicando y enflaqueciendo hasta causarse daño igual o superior al que nace de la
oposición más violenta o aún de rebeliones declaradas». 4
Carlos IV comenzó su reinado manteniendo la política y los ministros que había
heredado. Conservó a Floridablanca en su puesto de primer secretario de Estado y su
gobierno parecía dispuesto a revitalizar la política de los reformadores anteriores. Las
Cortes se reunieron bajo la presidencia de Campomanes en septiembre de 1789 con una
agenda de mayor contenido que la de las anteriores Cortes borbónicas. Después de
1
Príncipe de la Paz, Memorias, BAE, 88-89, Madrid, 1956, 2 vols., I, p. 409.
2
Andrés Muriel, Historia de Carlos IV, BAE, 114-115, Madrid, 1959, 2 vols., I, p. 136.
3
James Harris, primer conde de Malmesbury, Diaries and Correspondence, ed. tercer conde de Malmesbury,
Londres, 1844, 4 vols., I, pp. 53-54.
4
Antonio Alcalá Galiano, Memorias (Obras escogidas), BAE, 83-84, Madrid, 1955, 2 vpls., I, p. 266.
reconocer a Fernando, príncipe de Asturias, como heredero del trono, se pidió a los 74
procuradores que rechazaran la ley sálica de sucesión introducida por Felipe V y que
excluía a las mujeres del trono, petición inspirada por la preocupación hacia las tradiciones
españolas, y que los procuradores aceptaron sin discusión. Las propuestas para impedir la
acumulación de propiedades vinculadas y la creación de nuevos mayorazgos y de poner fin
al abandono de las tierras de cultivo ocasionaron más discusión y algunas diferencias de
opinión, pero si estas reformas fueron recibidas sin entusiasmo, tampoco encontraron
oposición. Las Cortes, ciertamente, no representaban a la opinión pública; de hecho, sus
deliberaciones se mantenían en secreto. Estas propuestas eran un ejercicio de legislación
real, no parlamentaria, y emanaban del rey, por consejo de Floridablanca. Los tiempos no
eran propicios para las asambleas. La historia reciente de los Estados Generales en Francia
era un precedente inquietante para cualquier monarca. Transcurridas algunas semanas, las
Cortes españolas fueron clausuradas y no se tomó iniciativa ninguna respecto a las
propuestas de cambios agrarios. Este fue el primer golpe a la continuidad política y al
programa de Floridablanca. El segundo se asestó en la política exterior. En 1790, una
disputa territorial sobre la bahía de Nootka, en la costa del Pacífico de Norteamérica, situó
a España y Gran Bretaña al borde de la guerra, pero Floridablanca prefirió negociar con el
enemigo tradicional antes que invocar el apoyo de la Francia revolucionaria. En el exterior,
los acontecimientos proyectaban ya su sombra sobre España.
Floridablanca puso a contribución, al servicio de Carlos IV, las mismas cualidades
y limitaciones de que había hecho gala con Carlos III, eficacia, seriedad y dominio de la
situación, y ningún otro personaje de la vida pública se aproximaba a él en cuanto a status
y capacidad. Pero no encontró oposición y trataba a los demás ministros como
subordinados. Fue acusado de despotismo ministerial por sus enemigos, los supervivientes
del reinado anterior que se agrupaban en torno al conde de Aranda, cesado recientemente
de su puesto de embajador de Francia, y que expresaba la hostilidad de los aristócratas y
militares hacia los golillas y burócratas. En consecuencia, Floridablanca tenía que mirar
constantemente por encima del hombro hacia Aranda y los generales. Pero su mayor
ansiedad era provocada por los acontecimientos en Francia. El estallido de la Revolución
francesa horrorizó a Floridablanca y condicionó toda su política. No fue un giro súbito a su
postura. Floridablanca era un servidor del absolutismo, siempre había sido un conservador
más que un reformador radical, convencido partidario del orden y del progreso, y su
reacción ante la Revolución francesa fue la reacción lógica de un ministro español. En sus
opiniones políticas no había cabida para la desobediencia a la autoridad legítima y en una
carta que escribió a Fernán Nuñez, el embajador español en París, expresó su ansiedad
sobre los acontecimientos de Francia, afirmando que la Ilustración había enseñado al
hombre sus derechos, pero le había privado de la auténtica felicidad y de su seguridad
personal y familiar: «Nosotros no deseamos aquí tantas luces, ni lo que de ellas resulta: la
insolencia de los actos, de las palabras y de los escritos contra los poderes legítimos». 5
Revolución y contrarrevolución
5
Citado por Cayetano Alcázar Molina, «Ideas políticas de Floridablanca», Revista de Estudios Políticos, 53
(1955), p. 53.
6
Richard Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, Princeton, NJ, 1958, pp. 42-85 (hay trad. cast.:
España y la Revolución del siglo XVIII, Madrid, 1973).
7
Merry a Leeds, 17 de diciembre de 1789, Public Record Office, FO 72/15.
8
Laura Rodríguez Díaz, Reforma e Ilustración en la España del siglo XVIII. Pedro Rodríguez de
Campomanes, Madrid, 1975.
9
Fitzherbert a Leeds, 7 de abril de 1791 y 14 de abril de 1791, PRO, FO 72/21. La embajada británica
concluyó que «la tranquilidad más absoluta sigue existiendo aquí por todo el país», Fitzherbert a Leeds, 21 de
abril de 1791, PRO, FO 72/21.
10
Carlos Corona, Revolución y reacción en el reinado de Carlos IV, Madrid, 1957, pp. 247-252.
11
Lord St. Helens (Fitzherbert) a Grenville, 22 de septiembre de 1791, PRO, FO 72/22.
12
Muriel, Historia de Carlos IV, I, pp. 90-94; Cayetano Alcázar, «España en 1792: Floridablanca, su
derrumbamiento del gobierno y sus procesos de responsabilidad política», Revista de Estudios Políticos, 71
(1953), pp. 93-115
porque pocos asuntos de importancia eran sometidos al consejo. 13 Aranda también suavizó
la actitud oficial de España ante la Revolución francesa y moderó las estrictas leyes de
prensa con que el gobierno había intentado protegerse. Argumentó que la hostilidad con
respecto a Francia era contraproducente, que carecía de toda sanción militar y que privaba
a España de influencia diplomática contra Gran Bretaña. Pero no consiguió ver cumplido
su principal objetivo de salvar a la monarquía francesa y su actitud indulgente hacia la
Revolución francesa irritó a los monarcas españoles, especialmente porque no consiguió
nada a cambio. La posición de Aranda era, pues, precaria. La reina y Godoy
monopolizaron los nombramientos en el gobierno y marginaron cada vez más al ministro.
Pronto se demostró que los apaciguadores nada podían hacer para detener el curso de los
acontecimientos en Francia. El derrocamiento de Luis XVI y el apresamiento de la familia
real francesa en agosto de 1792, junto con las victorias militares de la nueva república y su
política de expansión revolucionaria, indujeron a España a cerrar filas una vez más y al
monarca a intentar otro camino. Cesó a Aranda el 15 de noviembre y finalmente liquidó,
así, la política y a los políticos de Carlos III, en favor de un nuevo régimen.
Aranda fue sustituido por Manuel Godoy, de quien pronto se empezó a decir que
debía únicamente al favor de la reina su rápido acceso al poder. Pero en su nombramiento
había algo más que una intriga palaciega. El punto de vista de los británicos era que los
monarcas habían preparado durante largo tiempo a Godoy y que el fracaso de la
pacificación en un momento en que la contrarrevolución cobraba fuerza les dio la
oportunidad de nombrarlo. 14 Lo cierto es que se había puesto a prueba al sistema político y
a los políticos de Carlos III y que no habían respondido: ni Floridablanca ni Aranda
pudieron conseguir los resultados que buscaba Carlos IV. Había llegado el momento de
olvidar el pasado y de buscar consejeros fuera de los grupos tradicionales de golillas y
militares, cuyas anacrónicas rivalidades desestabilizaban al gobierno y daban alas a
Francia. Así pues, el nombramiento de Godoy puede considerarse como una alternativa,
una tercera vía. Por supuesto, más allá de ello planean varios interrogantes: ¿por qué
Godoy? ¿Estaba preparado para el cargo? Esto era lo que se preguntaban los españoles.
13
Muriel, Historia de Carlos IV, I, pp. 95-96; José Antonio Escudero, Los orígenes del Consejo de Ministros
en España, Madrid, 1979, 2 vols., I, pp. 583-600.
14
Jackson a Grenville, 16 de noviembre de 1792 y 4 de diciembre de 1792, PRO, FO 72/25.
Godoy no contaba con una base de poder. Fue afortunado en el sentido de que su
iniciación al gobierno y su política de guerra con Francia coincidieron con un rebrote del
nacionalismo español y se benefició de la popularidad entre el clero y la población. Era
también foco de atención y de esperanza por parte de un grupo de jóvenes intelectuales,
Forner, Moratín, Meléndez Valdés, como posible partidario de la Ilustración, o al menos
como alguien que constituiría una mejora respecto a Floridablanca y Aranda. 20 El favor de
que gozaba en la familia real y su influencia llenó su camarilla de «pretendientes» y le
proporcionó una clientela cambiante, formada en gran parte por mujeres. «Da audiencia a
mujeres de todo tipo, princesas, duquesas, títulos y no títulos, todas juntas en la antesala
iluminada con una sola lámpara.» 21 «Su antecámara está llena de todo lo que es grande y
distinguido y hermoso en el reino», afirmaba lady Holland, que apuntó también que los
clientes confiaban su causa a la muchacha más hermosa de su familia, de manera que
siempre había una serie de ellas haciendo cola para conseguir audiencia privada con el
valido. 22 Pero carecía de una base social y de seguidores políticos y era la burocracia
española la que le permitía gobernar el país y conducir las relaciones exteriores. Fue el
interés mutuo de resolver los problemas financieros lo que unió a Godoy y a la burocracia
en una serie de proyectos radicales para conseguir ingresos, con frecuencia a expensas de
la Iglesia. Por lo demás, la única base de apoyo de Godoy era su amistad con el rey y la
reina.
Los monarcas le dispensaban todo su favor. Convirtieron a Godoy en grande de
España, duque de Alcudia, príncipe de la Paz; le otorgaron honores y condecoraciones, le
hicieron comendador mayor de Santiago, le concedieron la gran orden de Carlos III y la
orden del Vellocino de Oro y le nombraron mariscal de campo, generalísimo y almirante.
Asimismo, le dieron riquezas para que estuviera a tono con el puesto que desempeñaba. En
agosto de 1789 la corona ordenó que se creara una deuda ficticia de 266.667 reales para
conceder a Godoy una renta vitalicia, que, subsiguientemente, en 1797, transfirió a su
amante, Josefa Tudó. 23 En 1792 recibió «una concesión muy importante de tierras de la
corona, que producían unos ingresos anuales de al menos 10.000 libras esterlinas [un
millón de reales] ... Este ejemplo de prodigalidad en favor de una persona tan detestable ha
ocasionado, naturalmente, descontento...». 24 Los títulos, pues, se acumularon, los honores
se multiplicaron y se incrementó su riqueza. Pero no se trataba de un favoritismo
indiscriminado, sino que esa prodigalidad tenía un propósito. Los monarcas habían hecho a
Godoy. Ante la inexistencia de un primer ministro adecuado, crearon uno, moldeándolo a
su gusto, otorgándole los títulos, riquezas y propiedades que una persona de esas
características necesitaba en esa época. Tal vez, los criterios fueron superficiales, pero
fueron calculados, dirigidos a crear un ministro modelo, un estadista «instantáneo». No es
sorprendente que los monarcas adoptaran una postura protectora, incluso posesiva,
respecto a su criatura, pues él era su esperanza para el futuro y era mucho lo que habían
invertido en él. Incluso planearon su matrimonio, poniendo en claro que había que elegir
entre lo mejor. Al parecer, Godoy se enamoró hacia 1796 de Josefa, «Pepita», Tudó, hija
de una modesta familia gaditana. Pero los reyes tenían más altas miras para él, el
20
Corona, Revolución y reacción, pp. 274-277.
21
Bute a Grenville, Aranjuez, 26 de junio de 1795, PRO, FO 72/37.
22
Lady Holland, 24 de noviembre de 1803, Elizabeth Vassall, baronesa Holland, The Spanish Journal of
Elizabeth Lady Holland, ed. conde de Ilchester, Londres, 1910, p. 118.
23
Jacques A. Barbier y Herbert S. Klein, «Revolutionary Wars and Public Finances: the Madrid Treasury,
1784-1807», Journal of Economic History , 41 (1981), pp. 331-332.
24
St. Helens a Grenville, 19 de abril de 1792, PRO, FO 72/23.
matrimonio con una de su clase, lo cual prestigiaría su posición. Godoy se dejó guiar por la
cabeza en lugar del corazón y contrajo matrimonio con María Teresa de Borbón, prima del
rey. Pero siguió relacionándose con Pepita Tudó, recibiéndola en su casa, obtuvo para ella
el título de condesa, tuvo dos hijos con ella y la convirtió en una especie de amante oficial.
Con una amante en casa y otra —supuestamente— en el palacio real, y las mujeres
pululando en su antecámara, Godoy no era un español modélico y a los ojos de la mayor
parte de los españoles no era tampoco un estadista modélico. Como observó el historiador
Muriel, fue el elemento de la influencia sexual en su nombramiento el que provocó el
mayor rechazo: «Lo que dolía a los españoles era el origen del favor de don Manuel de
Godoy, debido únicamente a la pasión de la reina». 25 Desde luego, no existen pruebas al
respecto. Lady Holland hizo una investigación profunda durante su visita a España en
1803-1804 y tuvo que concluir: «Es imposible afirmar con certeza cuáles son los lazos que
existen entre él y la reina. Él la desaira, la ha insultado y ha conseguido la confianza del
rey con independencia de la influencia de ella; sin embargo, cuando sufre más
intensamente la presión de la impopularidad o la interferencia francesa, ella le apoya
eficazmente ...». 26 Si la reina fue su amante en los años posteriores a 1788, esa relación
sólo duró hasta el matrimonio de Godoy en 1797 y fue seguido de una estrecha amistad:
Godoy permaneció con ella durante su exilio, estaba presente en su lecho de muerte en
Roma, y ella le nombró su único heredero «por las muchas y grandes pérdidas» que había
sufrido al servicio real. 27 El rey formaba parte de esa curiosa «Trinidad en la tierra», en
expresión de la reina, y ambos creían que Godoy era un genio político, el salvador de
España y su última esperanza. «Saves que te he dicho —le escribió la reina— me gustava y
quería que fuesen las cartas y resoluciones puestas por ti, por la fuerza, justicia y decoro
con que hablas en ellas, haciendo quede el Rey como corresponde y que este pobre Reyno
no esté despreciado por todos y por los mismos naturales.» 28 Sus cartas a Godoy durante
más de diez años revelan los pensamientos no de un amante sino de dos monarcas
abrumados por la situación política que recurren a su ministro para que les permita superar
la confusión reinante: «Amigo Manuel, no te expongas y te guardes, pues hay malos
picaros, y que siempre sigas como hasta aquí, pues no tenemos más amigo que tú, ni quien
como tú nos sea fiel y afecto. Luisa». 29
Como la lealtad lo era todo, las ideas no eran realmente importantes. Obviamente,
Godoy sustentaba ideas políticas conservadoras, haciendo gala de una deferencia ocasional
hacia el absolutismo reformado, y se veía personificando el equilibrio entre la monarquía
extremista y la revolución liberal. Sin embargo, tanto en sus ideas políticas como en la
mayor parte de sus opiniones, Godoy mostraba una gran capacidad para la imitación: «Si
no sigue sus propias ideas, adopta las de otras personas con gran facilidad y las expone con
tanta claridad que muy pronto resulta más agradable tratar con él que con otros políticos
más refinados». 30 Godoy fue objeto de la crítica del estamento eclesiástico conservador y
fue acusado ante la Inquisición de ateísmo e inmoralidad. 31 Pero sea cual fuere su
25
Muriel, Historia de Carlos IV, I, p. 141.
26
Lady Holland, 24 de noviembre de 1803, Spanish Journal, p. 118.
27
Francisco Martí, El proceso de El Escorial, Pamplona, 1965, p. 56.
28
María Luisa a Godoy, Aranjuez, 25 de junio de 1803, San Ildefonso, 14 de agosto de 1806, en Seco
Serrano, Godoy, pp. 88 y 97.
29
Citado por Corona, Revolución y reacción, pp. 283-285; véase también Carlos Pereyra, ed., Cartas
confidenciales de la reina María Luisa y de don Manuel Godoy, Madrid, 1935.
30
Jackson a Grenville, 1 de enero de 1793, PRO, FO 72/26.
31
Muriel, Historia de Carlos IV, I, pp. 301-302.
comportamiento, sus creencias eran lo bastante ortodoxas y estaban libres, además, del
regalismo extremo característico de los Borbones. No era furibundamente antipapal,
aunque sólo fuera porque deseaba conseguir la cooperación económica del Papa y, a pesar
de la oposición del monarca, influyó en 1797 para que se permitiera el regreso de los ex-
jesuitas a su país y a sus familias. La oposición eclesiástica a Godoy se explica
frecuentemente como consecuencia de su política fiscal y su aparente simpatía hacia la
libertad de pensamiento. 32 Godoy afirmaba que a pesar de los peligros revolucionarios de
la época intentaba mantener la puerta abierta al estudio moderno y que su gobierno nunca
fue opresivo: «A nadie hice mal: ni a mis propios enemigos. Las fortalezas y castillos no
encerraban ninguna víctima; no había presos de Estado. Hasta la misma Inquisición tenía
vaciadas sus cárceles: la paz reinaba en todas partes. Dondequiera que un español lloraba,
cuanto yo había podido le hice enjugar sus lágrimas». 33 Esto no es totalmente cierto e
intelectuales como Jovellanos vieron totalmente defraudadas sus esperanzas. Pero incluso
el radical Blanco White reconoce lo que llama «la blandura general de la administración de
Godoy» e indica que no era un monstruo de la reacción ideológica. 34 ¿Qué era, pues,
Godoy? ¿Un pragmatista? ¿Un oportunista? ¿La parodia de un Primer Ministro? Era todas
estas cosas. Su régimen era una serie de medidas políticas adecuadas al momento, que
algunas veces podían parecer reaccionarias, otras progresistas, siendo la única constante la
búsqueda permanente de dinero.
La búsqueda de dinero dominó la política americana de Godoy. Fue lo bastante
sagaz como para detectar las deficiencias de la política de Carlos III y de Gálvez y para
comprender que su principal equivocación consistía en intentar detener el reloj de la
historia y privar a los americanos de los beneficios que ya habían conseguido: «No era
dable volver atrás, aun cuando hubiera convenido; los pueblos llevan con paciencia la falta
de los bienes que no han gozado todavía; pero, dados que les han sido adquirido el
derecho, y tomado el sabor de ellos, no consienten que se les quiten».35 Su política colonial
no supuso cambio estructural alguno, sino simplemente una extorsión fiscal cada vez más
elevada, culminando en la controvertida consolidación.
Se esperaba que Godoy adoptara una actitud de firmeza respecto a Francia, pero su
intento de salvar la vida de Luis XVI sin implicar a España en una guerra con su vecina
fracasó. La Convención vio con malos ojos la interferencia española y la rechazó con
desdén. A su vez, Godoy rechazó las exigencias francesas —el desarme mutuo excepto por
el hecho de que Francia mantendría tropas cerca de Bayona— y Francia declaró la guerra
el 7 de marzo de 1793, contribuyendo a esa decisión la debilidad de las defensas de España
y el desorden de su gobierno. Godoy aceptó la inevitabilidad de la guerra y contó en esa
decisión con todo el pueblo español. Sin embargo, el factor importante no era lo que
deseaba España, sino lo que deseaba Francia, que no era otra cosa sino la guerra, una
guerra para derrocar a otro monarca Borbón y hacer llegar la revolución al pueblo español.
32
Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, pp. 348-375.
33
Principe de la Paz, Memorias, I, pp. 190-191, 284.
34
J. M. Blanco White, Letters from Spain, Londres, 18252, p. 316 (hay trad. Cast.: Cartas de España,
Madrid, 19864).
35
Príncipe de la Paz, Memorias, I, p. 416.
36
P. Vidal, Histoire de la Révolution française dans le département des Pyrénées-Orientales, Perpiñán, 1885,
2 vols., II, pp. 100-101.
37
Jackson a Grenville, 1 de enero de 1793, PRO, FO 72/26.
38
Grenville a St. Helens, 8 de febrero de 1793, PRO, FO 72/26.
crisis como la presente». 39 Pero Godoy todavía estaba aprendiendo su oficio, no controlaba
totalmente a sus colegas y no confiaba plenamente en la marina española. El problema real
era la convicción del ministro de Marina, Valdés, y de muchos otros españoles, de que el
verdadero objetivo de Gran Bretaña era conseguir que España y Francia destruyeran sus
respectivas flotas para convertirse en dueña indiscutida de los mares. El embajador inglés
concluía que los españoles eran «infinitamente más difíciles de tratar como amigos que
como enemigos». 40 Por su parte, los españoles sospechaban que los británicos no eran
diferentes como aliados que como enemigos. Cuando finalmente las dos marinas
colaboraron en la captura de Toulon en agosto de 1793, el almirante Hood tuvo la falta de
tacto de reclamar la plaza únicamente para Gran Bretaña, provocación innecesaria porque
los franceses la reconquistaron en diciembre.
Durante el resto de la guerra, la armada española se mostró renuente a aventurarse
más allá de la patrulla de la costa, o incluso a salir de puerto y arriesgarse a sufrir una
derrota. En el curso de 1794, el almirante Lángara se negó a liberar a la escuadra británica
del Mediterráneo y a enfrentarse al enemigo y mantuvo sus 23 navíos de línea y sus 7
fragatas fuera del alcance de los cañones enemigos. Tampoco pasó a la acción la otra
escuadra española en la costa norte. La política naval española, es cierto, estaba sometida a
diferentes presiones. Después de varios decenios de actitud de deferencia hacia Francia, la
marina no estaba acostumbrada a tomar la iniciativa y a atacar al enemigo en tiempo de
guerra. Por ello, se mantuvo en su papel habitual de escoltar las flotas cargadas de metales
preciosos, de proteger a los comerciantes y patrullar las costas, evitando cualquier otro tipo
de operaciones. Entre tanto, cundía la sospecha de que Gran Bretaña intentaba impulsar a
la marina española a la acción para que fuera eliminada para el futuro. Esto reforzó la
decisión de España de salir de la guerra con su marina intacta, que sería una posesión más
valiosa que una marina diezmada por la lucha. En 1795, Gran Bretaña urgió a España a que
colaborara más estrechamente, pues la conquista francesa de Holanda y la adquisición de
importantes abastecimientos navales hacían más vital que nunca mantener la superioridad
naval anglo-española. Sin ello, España no podía ganar la guerra. 41 Las conquistas
británicas y las victorias navales en las Indias occidentales y en Europa, que culminaron
con la victoria del almirante Hotham sobre la escuadra francesa del Mediterráneo en marzo
de 1795, contrastaron fuertemente con la parálisis naval española y fue tema de numerosas
críticas contra el gobierno en España. 42 El resultado fue que España salió de la guerra con
su marina relativamente intacta, factor de importancia para una potencia imperial. De una
fuerza total de 86 navíos de línea, 45 se hallaban en servicio y preparados para navegar.
Pero no había alcanzado la gloria y la disposición de muchos de sus oficiales hacia el
gobierno era ambigua.
España no tuvo más éxito en tierra. Esa era una guerra que se libraba por Dios, el
rey y la patria, pero lo cierto es que el ejército español no estaba preparado para ninguna
guerra. No hubo preparativos para la movilización y la mayor parte de los regimientos no
estaban completos, totalizando no más de 56.000 hombres. Los voluntarios incrementaron
esa cifra y, cuando el entusiasmo declinó, el reclutamiento forzoso permitió conseguir
algunos hombres más. Pero las fuerzas españolas eran siempre inferiores a las del enemigo
en números reales. Cuando los franceses contraatacaron en el Rosellón en abril-mayo de
1794 tenían 40.000 hombres, frente a 12.000 en el frente catalán; en octubre de 1794, los
franceses contaban con 50.000 hombres en Navarra y en Guipúzcoa, mientras que los
39
St. Helens a Grenville, 10 de abril de 1793, PRO, FO 72/26.
40
St. Helens a Grenville, 29 de mayo de 1793, PRO, FO 72/27.
41
Grenville a Jackson, 13 de febrero de 1795, PRO, FO 72/36.
42
Jackson a Grenville, 1 de abril de 1795, PRO, FO 72/37.
43
Jackson a Grenville, 4 de febrero de 1795, PRO, FO 72/36; Ll. M. de Puig i Oliver, «L'impacte de la
Revolució Francesa», en A. Balcells, ed., Historia de Catalunya, Barcelona, 1978, V, pp. 103-117.
44
Calificados como «los magistrados principales» de Guipúzcoa en Jackson a Grenville, 13 de agosto de
1794, PRO, FO 72/34.
45
Príncipe de la Paz, Memorias, I, pp. 66-82; Muriel, Historia de Carlos IV, I, pp. 198-217; Seco Serrano,
Godoy, pp. 56-61.
con Francia y la guerra contra Gran Bretaña. 46 Eso fue precisamente lo que ocurrió. Godoy
firmó el tratado de San Ildefonso con Francia (18 de agosto de 1796), que era una alianza
defensiva y ofensiva contra Gran Bretaña, pero también en muchos aspectos una
capitulación de España ante Francia. España pondría a disposición de Francia un ejército
de 18.000 soldados de infantería y 6.000 de caballería y una flota de 15 navíos de línea y 6
fragatas. Esto era importante para Francia y le otorgaba un poder naval al que no podía
aspirar por sí sola. Como señaló Edmund Burke, España se convirtió «en el puño del
regicida». El 5 de octubre de 1796 España declaró la guerra a Gran Bretaña.
La renovada alianza con Francia constituyó una catástrofe para España. Se defendió
en ese momento —y ahora— sobre la base de que no existía alternativa posible. La
prioridad fundamental era la resistencia ante Gran Bretaña, que era el mayor enemigo del
imperio español. Como España no podía vencer a Gran Bretaña por sí sola, era necesario
revivir la alianza con Francia, que se justificó en función de los intereses nacionales
imperiales. Pero hay evidentes puntos débiles en este argumento. En primer lugar, Gran
Bretaña no dejó súbitamente de constituir una amenaza para los intereses españoles en
ultramar al convertirla en enemiga en lugar de aliada. Bien al contrario, se convirtió en una
amenaza aún mayor, una amenaza que el poder naval franco-español no era capaz de
superar. España sufrió un doble golpe en febrero de 1797, una derrota naval decisiva en el
cabo de San Vicente y, en América, la pérdida de Trinidad, desastres que debía evitar la
alianza con Francia. Pero lo peor aún estaba por llegar. El bloqueo británico de Cádiz y el
ataque contra los barcos españoles cortaron las comunicaciones de España con sus
colonias, perturbó su comercio y retrasó la llegada de los caudales coloniales. La guerra
con Gran Bretaña fue uno de los más perjudiciales episodios en la historia del imperio
español. 47 En segundo lugar, la alianza no favoreció en absoluto a la marina española. De
hecho, la obligación de poner una flota a disposición de Francia fue una de las razones del
declive definitivo del poder marítimo de España. Ya no había razones para construir una
marina nacional, que prácticamente estaba al servicio de Francia por las cláusulas del
tratado de San Ildefonso, tratado que era mucho más específico de lo que lo había sido
cualquier pacto de familia. Ese factor, junto con los recortes financieros, paralizó casi por
completo cualquier actividad en los astilleros españoles. Finalmente el tratado convirtió a
España en un satélite de Francia, cuya única función era satisfacer las exigencias cada vez
mayores y más frecuentes de su insaciable aliada. La dependencia se agravó como
consecuencia de la posición de Godoy. En la alianza con Francia jugaba el elemento del
interés personal de Godoy. Para él, el tratado de 1796 era un medio de asegurarse su
supervivencia política. Para permanecer en el poder, frente a unos enemigos que pretendían
destruirle, tenía que cultivar en el exterior la amistad de aquellos que estuvieran
interesados en mantenerle en el poder para asegurar la política que él representaba. Por
tanto, Godoy negoció con el Directorio y con Napoleón desde una posición de debilidad
personal y nacional. La política exterior fue el talón de Aquiles del régimen de Godoy.
Debilitó a España, desestabilizó el gobierno, dividió a los españoles e impulsó a los
dirigentes a situar los intereses personales y faccionales por encima de los de la nación.
Pero sobre todo, la política exterior fue económicamente ruinosa. Los años 1793-1808
fueron un período de actividad bélica prácticamente ininterrumpida, que situó los recursos
financieros al borde del colapso y que se convirtió en uno de los componentes de la crisis
española.
46
Bute a Grenville, 10 de septiembre de 1795, PRO, FO 72/38.
47
Véase supra, pp. 701-704.
Reforma y reacción
48
Blanco White, Letters from Spain, p. 304.
49
Príncipe de la Paz, Memorias, I, p. 175.
50
Ibid., p. 179.
manufacturas producidas en el reino. Los precios dependerían del mercado y el Estado sólo
intervendría para castigar el fraude. El gobierno tomó también diversas medidas para
ampliar los trabajos de las Sociedades Económicas y para utilizar a los párrocos rurales
para difundir los más modernos adelantos sobre la agricultura y la manufactura, tal como
durante mucho tiempo habían defendido los ministros de Carlos III. Una carta de Godoy a
los obispos españoles de 24 de noviembre de 1796 puso en marcha esta medida,
anunciando la próxima publicación de una revista semanal para los párrocos que
describiría los nuevos métodos de la agricultura y la industria. Sólo de esta forma, afirmaba
Godoy, podrían difundirse las «luces» desde las ciudades hasta el campo, porque «en
España los que cultivan la tierra no leen y los que leen no la cultivan». 51 El primer número
de la revista, el Semanario de agricultura y artes dirigido a los párrocos, apareció el 5 de
enero de 1797 y se publicó sin interrupción hasta la invasión francesa de 1808, conteniendo
traducciones de autores extranjeros contemporáneos, entre los que se incluían Arthur
Young y Jeremy Bentham, así como artículos de autores españoles. 52 Godoy siguió
también los principios de la Ilustración en otros aspectos. Jovellanos pudo llevar adelante
su proyecto más preciado, la creación del Real Instituto Asturiano de Gijón en 1792, un
instituto especializado en matemáticas, navegación y mineralogía, gracias a la protección y
simpatía de Godoy. 53 Y fue Godoy quien hizo posible, en 1795, la publicación de la obra
más importante de Jovellanos, el Informe de ley agraria.
Estas eran las medidas que restrospectivamente Godoy subrayaba como su
«programa» en 1798, cuando ya había abandonado el poder y pretendía conservar la
atención de los monarcas:
Siga el sistema de agricultura que yo empecé; eríjanse Academias y colegios
militares, que son urgentes para contener la insubordinación y hacer guerreros;
restablézcanse las fábricas, y entonces el comercio tomará su acción; nada
necesitamos del extranjero y todo lo que nos traen es nocivo; redúzcase el clero al pie
moderado de su instituto; sepárense las clases para que las jerarquías no se
confundan. 54
Evidentemente, Godoy había tomado algunas nociones de diversos autores
españoles y de sus propios funcionarios, pero sus ideas básicas eran poco elaboradas y sus
medidas no eran originales. ¿Era un modernizador y reformista, en la tradición del régimen
anterior? En primer lugar, ya hemos visto que la política económica de Carlos III era
«moderna» en un sentido limitado y sólo tuvo un efecto marginal sobre las estructuras
básicas de la vida española, estructuras que también hizo suyas Godoy. Godoy había sido
nombrado para desempeñar el papel del rey. Como subrayó Alcalá Galiano, Godoy era «el
monarca verdadero, o el considerado como tal». 55 Por tanto, no podía ser sino un
absolutista y su reformismo necesariamente tenía que enmarcarse en el seno del
absolutismo. En segundo lugar, la etapa de modernización impulsada por Godoy fue
demasiado breve para ser significativa, excepto como declaración de intenciones, pues, en
efecto, muy pronto fue cercenada por la guerra, que eliminó cualquier posibilidad de
introducir cambios fundamentales. En tercer lugar, la razón que inspiró los proyectos más
51
Ibid., p. 205.
52
F. Díaz Rodríguez, Prensa agraria en la España de la Ilustración. El Semanario Agricultura y Artes
dirigido a los párrocos (1797-1808), Madrid, 1980.
53
Príncipe de la Paz, Memorias, I, pp. 233-234; Herr, The Eighteenth-Centwy Revolution in Spain, pp. 354-
355.
54
Citado por Corona Revolución y reacción, p. 289.
55
Alcalá Galiano, Memorias, I, p. 24.
radicales de Godoy —o de la burocracia— no era tanto los objetivos reformistas como las
necesidades económicas. Por ejemplo, su conflicto con los vascos sobre los fueros y con el
clero sobre las propiedades y los impuestos, más que ataques contra los privilegios fueron
un intento de superar obstáculos que se interponían en el camino de aumentar los ingresos,
y aspectos de la búsqueda desesperada de ingresos en tiempo de guerra. Cuando la
prioridad de conseguir ingresos pasó a un segundo plano y cuando la oposición de los
tradicionalistas era demasiado fuerte, como en el caso de la reforma militar, Godoy dio
marcha atrás y sus iniciativas quedaron abortadas.
Finalmente, el programa de reformas de Godoy estaba viciado por su propia
venalidad. Incluso para los niveles de la época, su régimen destacaba por el nepotismo y su
familia era el primer beneficiario de su posición. Nombró a su padre presidente del
Consejo de Hacienda, y en el ejército, los hermanos de Godoy, Luis y Diego, miembros
ambos de la guardia real, y sus tíos José y Juan Álvarez fueron, todos ellos, nombrados
tenientes generales. Su cuñado, el marqués de Branciforte, antiguo virrey de México, fue
nombrado capitán general y era miembro del Consejo de Guerra. Godoy creó un número
mucho más elevado de oficiales de alto rango que los que necesitaba el ejército,
simplemente para ejercer el clientelismo, impulsando de esa forma el despilfarro y la
incompetencia que era su obligación eliminar. En la Iglesia promocionó a numerosos
eclesiásticos de su región de Extremadura con la intención de crear obispos clientes que
pudieran contrarrestar la acción del clero que le era hostil. Continuamente le seguía un
ejército de aduladores y estaba rodeado de sus amigos, especialmente si tenían «una mujer
hermosa o una hija lozana». 56 El lujo y la ostentación de su vida no concordaban con el
reformismo y desde luego no servían para inspirar confianza en los políticos
contemporáneos. Los principales problemas a los que tenía que enfrentarse eran la falta de
una base de apoyo y la existencia de una oposición. Naturalmente, en esa oposición se
incluían extremistas revolucionarios como los que protagonizaron la conspiración de San
Blas en febrero de 1795, cuando Juan Picornell y sus amigos planearon introducir un
gobierno de estilo francés y fueron descubiertos y dispersados tan fácilmente que no se
consideró necesario ejecutarlos. 57 Este tipo de republicanismo constituía una excentricidad
política, pero existía un núcleo duro, aunque reducido, de liberales, más radicales que los
ilustrados del reinado de Carlos III, muchos de los cuales se sentían decepcionados por los
acontecimientos de Francia, y que eran menos aventureros que Picornell. Los nuevos
liberales estaban más abiertos a la influencia y a la propaganda francesas y sin ser
republicanos muchos de ellos creían en la soberanía del pueblo y en la necesidad de una
constitución. Las medidas de represión que impuso Floridablanca no fueron eficaces y no
sirvieron para proteger al gobierno de Godoy. Era relativamente fácil y barato conseguir
libros franceses. «No era ya necesario ir a buscarlos a la capital o algunas ciudades
principales, como lo había sido hasta entonces. La abundancia de los que se introducían de
Francia era tal que los traficantes iban ellos mismos a ofrecerlos hasta a los pueblos de
corto vecindario a precios moderados.» 58 Según el propio Godoy, los simpatizantes de las
nuevas ideas podían encontrarse entre los abogados jóvenes, profesores y estudiantes e
incluso entre algunos miembros de las clases altas que abrazaban esas ideas por convicción
o por el deseo de estar a la moda. Godoy pretendía poner en práctica un reformismo
moderado, pero si por un lado se veía sobrepasado por los radicales, también era blanco de
los ataques de la oposición conservadora agrupada en torno al marqués de Caballero,
político de segundo orden pero que tenía acceso al monarca.
56
Blanco White, Letters from Spain, pp. 323-324.
57
Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, pp. 325-327.
58
Muriel, Historia de Carlos IV, I, p. 269.
Godoy remodeló el gobierno a finales de 1797. Decidió una vez más intentar
conseguir el apoyo político de los reformistas y reforzó su administración con figuras
destacadas del reinado de Carlos III marginadas por Floridablanca. En noviembre,
Cabarrús fue nombrado embajador en Francia y, siguiendo su consejo, Godoy reclamó a
Jovellanos desde Asturias para nombrarle secretario de Gracia y Justicia, con jurisdicción
sobre los asuntos eclesiásticos. Jovellanos se resistía a formar parte del gobierno de Godoy
y sus primeras impresiones no fueron favorables. La situación de la corte le pareció
deprimente. Godoy le invitó a comer, y se sorprendió terriblemente al ver «a su lado
derecho, la princesa; al izquierdo, en el costado, la Pepita Tudó», escena esta que a los ojos
de Jovellanos degradaba al estadista y a su cargo. 59 Aceptó el nombramiento con recelo,
considerando que una «privanza» de ese tipo era un anacronismo. También por
recomendación de Cabarrús se integró en el gobierno a un joven funcionario con
reputación de experto en las finanzas del Estado, Francisco de Saavedra, que fue nombrado
secretario de Hacienda. Finalmente, Godoy situó en el primer plano, inmediatamente por
debajo de él, y como responsable del , ministerio de Asuntos Exteriores, a Mariano Luis de
Urquijo, traductor de Voltaire y al que Aranda había protegido de la Inquisición en 1792.
No había (existido un gabinete más «ilustrado» en España. Godoy dimitió cuatro meses
más tarde, el 28 de marzo de 1798, supuestamente por decisión suya, y Saavedra fue
nombrado Primer Secretario para sustituirle, conservando también el Ministerio de
Hacienda. Por aquellos días, Godoy estaba sometido a una serie de presiones: la oposición
del grupo de cortesanos conservadores encabezados por Caballero, desacuerdos con
Jovellanos y Saavedra y la petulancia temporal de la reina. Era un momento crítico para la
hacienda real, que afrontaba un déficit de millones de reales al comienzo de 1798 y esa fue
una de las razones de los cambios en el gobierno. 60 Pero la causa inmediata de la salida de
Godoy del gobierno, como en los cambios anteriores de Primer Ministro decididos por
Carlos IV, fue la presión de Francia. El Directorio sospechaba que su cliente empezaba a
dar marcha atrás en la alianza y veía con particular desagrado sus intrigas con los realistas
y emigrados franceses. 61 Por ello presionó para que fueran cesados Cabarrús y Godoy,
cuyo cese indicó el terror que inspiraba Francia en la corte española más que la pérdida del
favor real por parte del valido. Al tiempo que Godoy suscitaba la oposición de los
tradicionalistas, su iniciativa política de 1797-1798 situó en el poder a auténticos liberales.
El gobierno de los ilustrados fue efímero, pero duró lo suficiente como para reabrir una
serie de cicatrices ideológicas y para minar la estabilidad política. En la política
eclesiástica de Carlos IV había elementos de continuidad pero también de cambio. 62 Carlos
III había conseguido el control de la corona sobre los nombramientos eclesiásticos. Ahora
ese control comenzó a utilizarse de forma menos responsable. Godoy no disimuló en modo
alguno la promoción de sus clientes, especialmente de su Extremadura natal, y cualquier
prelado que se atrevía a expresar una crítica, por muy positiva que fuera su labor pastoral,
era cesado rápidamente. El control del Estado y de la Iglesia no era nuevo, pero ya fuera
por decisión pensada o no, Godoy lo llevó hasta más altas cotas, con el impulso, sin duda,
de una burocracia imbuida de regalismo. 63 Los resultados de esta política se aprecian en
dos aspectos. El primer lugar, la oposición a la jurisdicción Papal culminó en la política del
59
Gaspar Melchor de Jovellanos, Diarios, en Obras, IV, BAJE, 86, Madrid, 1956, p. 11.
60
Barbier y Klein, «Revolutionary Wars and Public Finances», p. 333.
61
Príncipe de la Paz, Memorias, I, pp. 248-252; Muriel, Historia de Carlos IV, II, pp. 36-39.
62
Sobre la política eclesiástica del régimen, véase supra, pp. 248-249 y 251.
63
William J. Callahan, Church, Politics, and Society in Spain, 1750-1874, Cambridge, Mass., 1984, pp. 73-
85.
gobierno liberal de 1797-1800, que ordenó que los litigios matrimoniales se resolvieran en
España en lugar de en Roma. Esto agudizó la división en el seno de la Iglesia entre quienes
temían que se produjera un cisma con Roma y los que favorecían el reforzamiento de la
autoridad episcopal y lo que Jovellanos llamaba «la reintegración de los obispos en sus
derechos perdidos y su jurisdicción usurpada». 64 En segundo lugar, el incremento de los
gastos de defensa, junto con el improductivo sistema fiscal, determinaron que la situación
fuera cada vez más crítica y obligaron al Estado a recurrir a la Iglesia de forma
desesperada. El clero se sentía ya preocupado por algunas de las ideas en boga: en 1795,
Jovellanos publicó, con el apoyo de Godoy, su Informe de ley agraria, documento de
discusión claramente hostil a la acumulación por la Iglesia de propiedades en manos
muertas y ejemplo de cómo las ideas liberales y los intereses del Estado podían coincidir.
Un decreto de 19 de septiembre de 1798 promulgado por el gobierno reformista ordenaba
la venta de las propiedades de las instituciones de caridad en subasta pública: los fondos
conseguidos serían depositados en el fondo para la redención de vales con un rendimiento
del 3 por 100. El regalismo agresivo y las exigencias financieras radicales perturbaron la
tranquilidad de la Iglesia e hicieron salir a la superficie el conflicto latente entre
tradicionalistas y reformistas. El eclesiástico radical, especie harto rara hasta entonces en
España, hizo su aparición. Juan Antonio Llórente, secretario general de la Inquisición, los
obispos Antonio Tavira, Agustín Abad y Lasierra y el hermano de este último, Manuel,
inquisidor general en 1792, así como otros personajes, trataron de influir en la opinión y en
la política y publicaron obras que apoyaban la reforma eclesiástica, mientras que en las
universidades una nueva generación de profesores y alumnos rechazaba el escolasticismo y
abrazaba las ideas de Pistoia. La división se apreciaba incluso en el seno de la Inquisición
entre los funcionarios de tendencias liberales y aquellos no dispuestos al compromiso.
Estos últimos recobraron un nuevo vigor a partir de 1791, persiguiendo a liberales,
jansenistas, propagandistas franceses y a elementos subversivos de todo tipo. En el decenio
de 1790 hubo una reacción religiosa alimentada por el avance de la revolución y el
desencadenamiento del desastre. Al sufrir España calamidades diversas en forma de guerra,
invasión, malas cosechas, enfermedades epidémicas y, en todo momento, mala
administración, los curas se vieron plenamente en su papel denunciando la inmoralidad, la
corrupción y el libertinaje y la impiedad como los grandes pecados de la época,
reprochando a los españoles su falta de fe y advirtiendo que se iba a producir el apocalipsis
nacional. España sólo podría ser salvada retornando a la verdadera religión, no a la religión
de la Ilustración, sino a la fe y la moral de la Iglesia católica. 65
Los tradicionalistas volcaron su ira contra los reformistas en el propio seno de la
66
Iglesia. La bula Papal de 1794, que condenaba las proposiciones del sínodo de Pistoia,
fue bien recibida por algunos, pero no por todos. Los oponentes tenían sus aliados en el
Consejo de Castilla, que retuvo la bula e impidió su publicación en España. Esta cuestión
planeó durante todo el decenio de 1790 y constituyó el transfondo de una serie de
incidentes entre la Iglesia y el Estado, invocando los liberales principios regalistas y
defendiendo los conservadores las instituciones y privilegios de la Iglesia tradicional. El
conflicto cobró fuerza renovada durante el interregno liberal de 1797-1800, cuando
Urquijo no desaprovechó la oportunidad de provocar al clero y de presentar resistencia al
Papado. Finalmente, Godoy se puso del lado de la tradición y la bula fue publicada en
1801, lo que fue considerado como una gran victoria contra el jansenismo por la mayor
64
Jovellanos, «Representación a Carlos IV sobre lo que era el Tribunal de la Inquisición», 1798, Obras, V,
BAE, Madrid, 1956, pp. 333-334.
65
Alfredo Martínez Albiach, Religiosidad hispana y sociedad borbónica. Burgos, 1969, pp. 53-56.
66
Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, pp. 400-430.
parte de la Iglesia española y como un retroceso para la causa radical. También fue
perjudicial para el consenso. Entre 1790 y 1808 la Iglesia española perdió el equilibrio que
había impuesto en ella Carlos III y conoció fuertes presiones y divisiones al verse inmersa
también en la crisis del Antiguo Régimen.
La primera víctima de la reacción conservadora fue Jovellanos. Fue cesado el 24 de
agosto de 1798 y regresó a Asturias, siendo sustituido en el Ministerio de Gracia y Justicia
por Caballero, destacado conservador y clerical. Godoy rechazó todo tipo de
responsabilidad personal por el cese de Jovellanos y su posterior encarcelamiento, del que
acusó a Caballero. 67 El hecho es que los monarcas estaban integrados en el bando de la
reacción y el gobierno que les había impuesto Godoy no era de su agrado. Al mismo
tiempo, Saavedra dimitió como consecuencia de su mala salud, aunque en su dimisión
influyó también el fracaso financiero, y Urquijo ascendió al cargo de primer secretario de
Estado, iniciando una rivalidad política con Caballero que reflejaba la que existía entre
papistas y regalistas, entre conservadores y progresistas. Urquijo permaneció dos años en
su cargo, presidiendo con una confianza injustificada una economía en declive, una crisis
financiera, la controversia con Roma y la disensión con Francia y adquiriendo en la corte la
reputación de peligroso innovador. Pero lo realmente determinante era la decisión de
Napoleón y cuando afirmó que Urquijo era demasiado independiente, fue cesado en
diciembre de 1800 y, como otros antes que él, enviado a prisión. 68
Los monarcas dirigieron nuevamente su mirada a Godoy. Éste afirma en sus
memorias que Carlos IV le ofreció de nuevo el cargo de primer secretario de Estado, pero
que lo rechazó para que el pueblo no pudiera concluir que su dimisión de 1798 había sido
consecuencia de la desaprobación real. 69 Durante los años que había permanecido apartado
del poder su posición política se había modificado. Su política de reformas no había
conseguido conquistar las posturas centristas y el protagonismo excesivo del liberalismo en
1797-1800 había polarizado las posiciones. En lo sucesivo, Godoy adoptó una postura más
prudente. Aunque no se convirtió en primer secretario —el cargo recayó en un pariente
suyo, Pedro Cevallos— tenía, si acaso, más poder que antes. Retornó no como ministro,
sino como jefe del gobierno con poderes extraordinarios, por debajo de los monarcas pero
por sobre de todos los ministros. 70 Fue nombrado no sólo para poner fin a dos años de
desgobierno sino también para realizar una tarea militar. De la misma forma que había sido
cesado para complacer a Francia, una de sus primeras obligaciones al regresar al gobierno
era hacer algo por Napoleón. En 1800, Napoleón comenzó a presionar a España para que le
ayudara a subyugar a la aliada de Gran Bretaña, Portugal, otra difícil exigencia de la
alianza franco-española. Godoy fue nombrado comandante en jefe y partió hacia el campo
de batalla en mayo de 1801 con 60.000 hombres. Los portugueses capitularon cuando sólo
habían transcurrido tres semanas de una guerra que el acuerdo franco-español reconocía
que había sido «más importante para Francia que para España», y que los españoles
llamaron con desdén «la guerra de las naranjas». 71 Un pequeño conflicto bélico en el que
Godoy consiguió nuevos obsequios de sus reales amigos y que hizo que fuera recibido en
la corte como un héroe. Fue promovido al rango, sin precedentes, de generalísimo, y luego
al de almirante, con el título de Alteza Serenísima.
67
Príncipe de la Paz, Memorias, I, pp. 258-259.
68
Muriel, Historia de Carlos IV, II, pp. 211-216.
69
Príncipe de la Paz, Memorias, I, pp. 313-314.
70
Seco Serrano, Godoy, p. 120.
71
Pereyra, Cartas confidenciales, pp. 388-389.
72
Lady HoIIand, 25 de agosto de 1804, Spanish Journal, pp. 167-168.
73
Frere a Hawkesbury, 3 de junio de 1803, PRO, FO 72/48.
74
Frere a Hawkesbury, 4 de abril de 1803, PRO, FO 72/48.
75
Frere a Hawkesbury, 27 de diciembre de 1803, PRO, FO 72/50.
El subsidio pagado por este país a Francia ha sido satisfecho con regularidad
hasta el mes de mayo, a razón de 800.000 dólares mensuales. Entretanto, se ha ideado
una nueva medida para permitir al gobierno francés apoderarse de los recursos de
España de forma que no pueda verse dificultada por los obstáculos que antes o
después aparecerán para la extracción de plata. Se ha negociado en París un préstamo
de 5 millones de dólares a favor de este gobierno, o hablando con mayor propiedad, en
favor del de Francia, y no cabe pensar que ni siquiera una parte de él vaya a parar
alguna vez a este país ni ser utilizado para ningún otro objetivo que el del pago del
tributo estipulado. 76
El gobierno español se había colocado en la situación de mayor debilidad. Las
defensas de la península no habían sido mejoradas desde 1793, el comercio colonial se
hallaba bajo la amenaza de Gran Bretaña y Francia se apoderaba de los envíos de metales
preciosos. Napoleón no deseaba cambiar un útil tributario por un problemático aliado. Por
su parte, Gran Bretaña estaba dispuesta a forzar la mano y España había perdido la
posibilidad de decidir su propio destino. En octubre de 1804, una escuadra británica
interceptó, a 58 días de navegación del Río de la Plata, a 4 fragatas españolas que se
dirigían hacia Cádiz transportando 4,7 millones de pesos, de los cuales 1,3 millones serian
para la corona. Tres de ellas fueron capturadas y la cuarta estalló. 77 El 12 de diciembre
España declaró la guerra a Gran Bretaña, firmó una alianza marítima con Francia el 4 de
enero de 1805 y 10 meses después sufrió el desastre de Trafalgar.
Godoy seguía careciendo de una base política firme y se veía limitado en su
libertad de acción por la dependencia total de los monarcas. El favor real era cada vez más
fundamental conforme la oposición se hacía más fuerte. Una nueva generación de
aristócratas y militaristas «aragoneses», ofendidos por la caída de Aranda y el ascenso de
Godoy, se agruparon en torno al heredero del trono, de la misma forma que sus
predecesores lo habían hecho en el reinado de Carlos III, constituyendo un partido
fernandista para legitimar su oposición al favorito.78 El nuevo partido aragonés actuó como
centro y foco de atracción de los descontentos políticos y de cuantos habían sido
rechazados: los duques del Infantado, San Carlos y Sotomayor, los condes de Orgaz, Oñate
y Altamira y el marqués de Caballero, ahora ministro de Guerra. Junto a ellos se alinearon
algunos oficiales de los rangos más elevados del ejército y el sector conservador del clero
resentido por los ataques de Godoy contra sus propiedades. A diferencia de Godoy, el
partido fernandista tenía una base social identificable y, así mismo, la protección activa del
heredero del trono y, con ella, una cierta popularidad demagógica.
El príncipe de Asturias era un peligro evidente para Godoy, que temía un futuro con
Fernando como rey y con el partido fernandista en el poder. María Luisa afrontaba
idénticas perspectivas. Tanto ella como Godoy dependían de que Carlos IV permaneciera
vivo y la conciencia de ese hecho les llevó a aproximarse aún más ante los peligros que se
cernían sobre ellos. La hostilidad de Fernando, un joven que sólo sabía «recelar y temer»,
era una amalgama de rencor hacia su madre, odio hacia el favorito y su especial relación
con sus padres y sospecha de ser excluido de la sucesión, todo ello agitado
convenientemente por su tutor, el canónigo Juan de Escoiquiz, estimulado por los
76
Frere a Harrowby, 5 de julio de 1804, PRO, FO 72/52.
77
Michel Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux. Les retours des trésors américains d'aprés les
gazettes hollandaises (XVII-XVIII siécles), Cambridge, 1985, p. 437; para un relato de esta acción, véase
capitán Hamraond a Marsden, HMS Liveiy, Spithead, 17 de octubre de 1804, PRO, FO 72/53.
78
Corona, Revolución y reacción, pp. 328-330.
fernandistas, y agudizado por su breve matrimonio con María Antonia de Nápoles. 79 En los
años 1801-1807 aumentaron el odio y la ambición de Fernando, que veía ahora a Godoy
como un enemigo personal aliado a su madre y que estaba convencido de que intentaban
arreglar la sucesión de manera que él fuera excluido en favor de uno de los infantes más
jóvenes, e incluso situar a Godoy en el cargo de regente. 80 Godoy ya había comenzado a
pensar en su futuro. Una de las razones de su deferencia hacia Napoleón era conseguir un
aliado y una seguridad fuera de España. A lo largo de 1806-1807, los acontecimientos le
obligaron a pensar con más urgencia y comenzó a considerar la posibilidad de obtener un
principado en un Portugal dominado por Francia. La idea encontró expresión en el tratado
de Fontainbleau, firmado el 27 de octubre de 1807 por el rey español y el emperador
francés y cuyo objetivo era asegurar la conquista de Portugal por Francia y España,
completando así el bloqueo continental contra Gran Bretaña. Por ese tratado, las tropas
francesas podían penetrar en España en su tránsito hacia Portugal. Este país quedaría
dividido en tres partes, una de las cuales, el principado del Algarve, sería adjudicada a
Godoy.
Godoy estaba tomando un alto riesgo. Sus amigos franceses podían cambiar de
opinión en cualquier momento y optar por un cliente alternativo. En 1807, Napoleón no
creía ya que Godoy tuviera futuro en España, ni como príncipe del Algarve. Por ello,
cultivó a la oposición, a los fernandistas, tomando a Fernando bajo su «protección». El
príncipe de Asturias respondió de forma positiva a las iniciativas de Napoleón y el 16 de
octubre de 1807 escribió al emperador en términos obsequiosos pidiéndole una novia de
entre los miembros de su familia. El hecho de que un heredero intrigara con una potencia
extranjera era una conducta criminal, como señaló el propio Napoleón. Fernando complicó
aún más ese error político impulsando una campaña de libelos obscenos contra su madre y
Godoy. 81
Mientras las dos facciones competían por conseguir el favor de Napoleón, acabaron
por convencerle de que ninguna de ellas era digna de confianza y de que sólo la
intervención directa podía servir a sus intereses. El gobierno fue primero desestabilizado
desde dentro y luego destruido desde fuera. Para impedir el supuesto proyecto de situar a
Godoy al frente de un gobierno de regencia, la oposición preparó un decreto firmado por
Fernando como rey de Castilla, con la fecha en blanco, que tendría validez a la muerte de
Carlos IV. Como rey, Fernando nombraba capitán general y comandante de las fuerzas
armadas al duque del Infantado. 82 Godoy descubrió la conspiración, se identificó como
víctima y junto con María Luisa lo reveló todo a Carlos IV como una conspiración contra
la vida del rey. El 29 de octubre el príncipe de Asturias fue detenido en El Escorial y sus
documentos confiscados. Al día siguiente, Carlos IV anunció que su hijo había confesado
un complot para destronarle y el 5 de noviembre hizo pública la confesión de Fernando:
«Señor papá mío: he delinquido, he faltado a V.M. como Rey y como padre; pero me
arrepiento ... He delatado a los culpados». 83 Éstos eran el duque del Infantado y un grupo
de nobles descontentos, que fueron detenidos y juzgados. El Consejo de Castilla se resistió
a los deseos de Godoy de que el príncipe fuera juzgado y, después de todo, no se probó
79
«El príncipe Fernando no aprendió nunca a amar, sino a recelar y temer», Príncipe de la Paz, Memorias, I,
p. 257.
80
Manuel Izquierdo Hernández, Antecedentes y comienzos del reinado de Fernando VII, Madrid, 1963, pp.
166-173; Martí, El proceso de El Escorial, pp. 93-115.
81
Martí, El proceso de El Escorial, p. 262; Seco Serrano, Godoy, pp. 179-180.
82
Martí, El proceso de El Escorial, pp. 167-169.
83
Ibid., p. 253.
ninguna de las graves acusaciones contra ellos y el juicio de El Escorial terminó con la
expulsión de los nobles de la corte por Godoy. La conspiración, al igual que muchos de los
incidentes de esos años, fue una tragicomedia dirigida por Godoy, mal representada por los
fernandistas y contemplada por un público aturdido ante el espectáculo de ver al gobierno
del rey en guerra consigo mismo y cuando se estaba en medio de una gran guerra con una
potencia extranjera. Mientras las dos facciones curaban las heridas que se habían causado,
Godoy y los monarcas pudieron respirar de nuevo, Fernando consiguió una
pseudopopularidad y la nobleza se preparó para un nuevo asalto al poder. Al parecer, todos
los bandos estaban decididos a gobernar o a arruinar a España.
La crisis del Antiguo Régimen fue una crisis total que afectó al conjunto de España
y a todo su pueblo: al Estado y a la Iglesia, al ejército y a la marina, a la economía y a la
sociedad, a las zonas del interior y a las regiones y, por último, al imperio de ultramar. El
gobierno de Carlos IV agravó la crisis pero no la provocó. Las raíces de la inestabilidad
política se hallaban en el pasado borbónico. El desarrollo del absolutismo y la expansión
del Estado centralista bajo Carlos III ya habían provocado tensiones, suscitando una
respuesta hostil no sólo por parte de los liberales sino también de los tradicionalistas. La
tradición estaba representada por los intereses regionales y aristocráticos, manifestándose
los primeros en la resistencia al reclutamiento forzoso y los segundos en la oposición a los
ministros y la burocracia. Los sectores privilegiados se consideraban ignorados por el
Estado absolutista y denunciaron el despotismo ministerial y la autoridad de un primer
ministro sobre los demás como un quebrantamiento de los derechos aristocráticos, ya fuera
el ministro Floridablanca o Godoy y su monarca Carlos III o Carlos IV.
Mientras los tradicionalistas rechazaban el absolutismo por sus innovaciones, los
reformistas manifestaban una desilusión diferente. Habían contemplado cómo el Estado
borbónico abandonaba las reformas de los primeros momentos e iniciaba el camino
inverso. A la muerte de Carlos III era evidente que las instituciones más desacreditadas de
la España borbónica todavía pervivían: la Mesta, la Inquisición, las oligarquías de los
ayuntamientos, la jurisdicción señorial, los mayorazgos, los fueros corporativos, en suma,
toda la panoplia de privilegios perduraba todavía, herencia fatal para un rey poco dotado en
un período de adversidades. El absolutismo sólo había dejado sentir todo su peso sobre los
jesuitas; y antes de que se levantaran los frenos a la Inquisición en 1791, ésta ya había
podido lanzarse contra Olavide en 1778. ¿Cuál era, pues, la diferencia fundamental entre
los reinados de Carlos III y Carlos IV? No la que existe entre un gobierno reformista y un
gobierno reaccionario, sino entre un gobierno fuerte y un gobierno débil, entre un gobierno
que, si no apoyo, suscitaba respeto y otro que no obtenía ni respeto ni apoyo.
Los problemas que subyacían en el gobierno borbónico continuaron en una época
de empeoramiento de las condiciones económicas. Se manifestaron primero en la
adversidad demográfica. 84 Las grandes epidemias de finales del reinado de Carlos III, en
un contexto de malas cosechas, señalaron el fin del crecimiento moderado de la población
del siglo XVIII. El crecimiento era ahora más lento y fue interrumpido por nuevas
epidemias en el sur de España. En 1800, la fiebre amarilla azotó Cádiz causando la muerte
del 13 por 100 de sus 79.000 habitantes; desde allí se extendió a Sevilla y Triana, con
pérdidas de hasta el 19 por 100 de la población; en la misma epidemia, Jerez perdió la
84
Jordi Nadal, La población española (siglos XVI a XX), Barcelona, 19733, pp. 131-142.
tercera parte de sus habitantes. 85 En 1804, Andalucía se vio afectada por un nuevo azote, el
cólera, que asoló a las poblaciones urbanas y que también tuvo repercusiones en Cartagena
y Alicante. La aliada de las epidemias era la malnutrición y ello guardaba relación con el
nivel de vida en las ciudades y en el campo.
La España rural estaba dividida entre una oligarquía de grandes propietarios y sus
satélites locales, por una parte, y una masa de campesinos, por otra. Entre grandes
propiedades cultivadas de forma deficiente, descapitalizadas y utilizadas
fundamentalmente como productoras de renta, y la agricultura de subsistencia practicada
por campesinos que no tenían excedentes que vender, sino que trabajaban simplemente
para poder pagar su arrendamiento y sus cargas fiscales y, además, los derechos y diezmos
que exigía de ellos el sistema señorial. Los grandes propietarios explotaban su monopolio
de tierra y de grano para forzar la elevación de rentas y precios, completando de esta forma
el ciclo de control y extorsión. Así pues, la España rural no sólo sufría las consecuencias
del clima, del suelo y de las comunicaciones, sino de la situación de abandono de los
recursos productivos. 86 Con una mano de obra en las ciudades infrautilizada y una tierra en
el campo infracultivada, no era tierra ni trabajo lo que faltaba. Como se preguntaba
Jovellanos: «¿Por qué en nuestros pueblos hay muchos brazos sin tierra y en nuestros
campos muchas tierras sin brazos? Acérquense unos y otros y todos estarán socorridos». 87
No había signos de un incremento sustancial de la agricultura a gran escala ni de la
aplicación de técnicas intensivas, sino tan sólo de la extensión de la agricultura tradicional
en tierras menos fértiles. En consecuencia, la venta de grandes cantidades de productos
agrícolas en Madrid no servía para mejorar los recursos y el poder de compra de la
sociedad rural ni para rescatar del estancamiento a las zonas del interior. En su mayor
parte, los beneficios obtenidos del abastecimiento terminaban en los bolsillos de los
señores absentistas, funcionarios de impuestos, recaudadores de diezmos y hombres de
negocios, en su mayor parte residentes en Madrid. Los impuestos y las rentas fluían, pues,
hacia la capital, que poco era lo que devolvía a la sociedad rural. 88
Incluso en Cataluña, economía modélica de España, el crecimiento, que fue la nota
dominante del período 1730-1790, se interrumpió en 1793 cuando España inició un
período de conflictos bélicos que duraría veinte años. En 1793, Cataluña se convirtió en
uno de los principales escenarios de la guerra, y la guerra, si no fue la causa de la recesión,
fue el golpe que quebrantó el comercio y la confianza de los catalanes. El origen de la
crisis catalana es anterior a 1793 y su causa fue la saturación de los mercados coloniales de
tejidos estampados de algodón, mercados que eran también el blanco de la competencia
inglesa. Por tanto, la crisis de 1787 se produjo en un momento de incremento de la
producción, pero cuando en América comenzaron a aumentar las mercancías almacenadas
sin vender, fue necesario reducir la producción y comenzar a despedir trabajadores. No
obstante, lo peor estaba aún por llegar: la guerra con Inglaterra, que se prolongó de 1796 a
1808, paralizó el comercio con América y provocó graves problemas en Cataluña, el cierre
de mercados, el recorte de la producción, el desempleo y, a largo plazo, el abandono por
parte de la burguesía comercial de muchas actividades económicas en las que hasta
85
«Report from Spain», Gregory a Grenville, 23 de octubre de 1800, PRO, FO 72/46.
86
Josep Fontana Lázaro, La quiebra de la monarquía absoluta, 1814-1820, Barcelona, 1971, pp. 48-52, y del
mismo autor «Formación del mercado nacional y toma de conciencia de la burguesía», Cambio económico y
actitudes políticas en la España del siglo XIX, Barcelona, 1973, pp. 32-37.
87
Jovellanos, Diarios, Obras, III, BAE, 85, Madrid, 1956, p. 291.
88
David R. Ringrose, Madrid and the Spanish Economy, 1560-1850, Berkeley-Los Ángeles, Cal., 1983, pp.
316-324 (hay trad. cast.: Madrid y la economía española, Madrid, 1985).
entonces habían arriesgado su capital. 89 El número de barcos que zarparon de los puertos
catalanes descendió de 105 en 1804 a 1 en 1807. 90 Entretanto, las condiciones de la
agricultura también empeoraron entre la escasez de tiempo de guerra, las malas cosechas y
la elevación de los precios, produciéndose finalmente auténticas crisis de subsistencia en
1799 y 1802. Asimismo, en Cataluña la guerra y las epidemias redujeron el crecimiento
demográfico en los años 1793-1812. La crisis mostró a los catalanes los límites del
absolutismo ilustrado y del modelo del siglo XVIII, mientras se hundía su universo
económico y desaparecía la prosperidad.
La situación agraria en España se hizo más crítica durante el reinado de Carlos IV y
el abastecimiento de productos alimentarios más difícil como consecuencia de la inflación
provocada por la guerra. 91 El reinado comenzó con un año de escasez de productos
alimentarios como consecuencia de la terrible sequía de 1787 y de la catastrófica cosecha
de 1788. Como de costumbre, fue el sector menos favorecido de la población urbana el que
se vio más duramente afectado por las consecuencias. En Barcelona hubo tres motines de
hambre en febrero de 1789 y en Zamora los hambrientos y los desempleados mendigaban
por las calles. A todo lo largo y ancho de las dos Castillas los alimentos eran escasos y
caros; los terratenientes retenían el grano para forzar la elevación de los precios y los
comerciantes vaciaban el campo para alimentar a Madrid. El gobierno intentó aliviar la
escasez reorganizando los graneros públicos, donde se podían almacenar una parte de las
cosechas de los años de abundancia. Se tomaron otras medidas, mucho menos
convincentes, como el edicto de noviembre de 1789 que ordenaba a todos los españoles y
extranjeros cuyo trabajo no les exigiera residir en Madrid que abandonaran la capital
inmediatamente y se dirigieran a sus lugares de origen bajo multa de 50 ducados. Esta
normativa no se aplicó de forma estricta, excepto tal vez a los franceses.92
Pero todas las medidas fracasaron frente a la desastrosa cosecha de 1803-1804, que
fue la culminación de una serie de años malos y la expresión última de una economía en
crisis. El gobierno tomó una serie de iniciativas: intentó estimular a las autoridades locales,
asignar fondos para la ayuda de la población rural pobre, dar trabajo a los desempleados y
destinar dinero de las instituciones de caridad para comprar semillas para los campesinos
pobres. Pero estas iniciativas no aportaron gran alivio a los millares de víctimas del
hambre, la malnutrición y las enfermedades en Castilla y Andalucía. En Segovia, el alza
meteórica y sin precedentes del precio del trigo provocó un grito de desesperanza de los
diputados de las cortes en octubre de 1804: «En estas circunstancias ¿quién podrá
subsistir? Si los Ricos, los acomodados y los pobres libran principal y acaso únicamente su
sustento de pan, ¿a qué precio lo encontrará el jornalero que no tiene más recurso que el
trabajo personal del día?». 93 La crisis de 1804 demostró de forma concluyente que la falta
de integración entre las regiones del interior y los mercados periféricos nunca se superó en
el siglo XVIII. Mientras los precios del trigo se elevaban en un 100 por 100 con respecto a
los de 1799 en las ciudades costeras del norte y del este, su elevación fue superior al 350
por 100 en Castilla la Vieja y Extremadura. 94 Al mismo tiempo, la inexistencia de un
89
Josep María Fradera, Industria i mercat. Les bases comerciáls de la industria catalana moderna (1814-
1845), Barcelona, 1987, pp. 15-26.
90
Fontana, Cambio económico y actitudes políticas, p. 44.
91
Gonzalo Anes, Las crisis agrarias en la España moderna, Madrid, 1970, pp. 401-422, 432.
92
Merry a Leeds, 30 de noviembre y 31 de diciembre de 1789, PRO, FO 72/15, que señala que había
solamente siete súbditos británicos en Madrid.
93
Citado por Anes, Las crisis agrarias, p. 409.
94
Ibid., p. 495.
mercado nacional disuadía a Castilla de conseguir excedentes en sus cosechas que pudiera
vender a las zonas periféricas y obligaba a estas últimas a abastecerse mediante
importaciones del exterior. 95
La inflación se añadió a los problemas del Antiguo Régimen y ahondó aún más las
divisiones en la sociedad española. La inflación era una amenaza desigual, que producía
menos temor al señor que al trabajador, al productor que al peón. En la España rural, la
inflación, unida a las fluctuaciones de las cosechas y a las diferencias existentes en la
propiedad de la tierra, provocó el descenso del nivel de vida de la mayoría de los
campesinos en un momento en que los sectores privilegiados podían protegerse elevando
las rentas y derechos. En las ciudades, los trabajadores industriales salían peor parados que
los maestros artesanos y los propietarios, que podían hacer recaer las subidas de precio en
el consumidor. Un oficial carpintero que trabajaba en el palacio real de Madrid ganaba 344
maravedís en 1737 y sólo 365 en 1800. En ese mismo período, los salarios del oficial de
albañil se elevaron de 365 a 405 maravedís, el del peón de albañil de 198 a 286 y el de un
trabajador sin cualificación de 144 a 173. 96 Mucho más elevadas fueron las alzas de
precios: entre 1771-1780 y 1796-1800, los precios se elevaron, tomando como índice 100,
a 153,2 en Castilla la Nueva, 161,1 en Castilla la Vieja, 169,1 en Andalucía y 160,1 en
Valencia. 97 Entre 1741-1745 y 1796-1800, los ingresos reales descendieron desde un
índice de 100 a 71,7 en Valencia y 59 en Castilla la Nueva. 98 Los trabajadores de Castilla
la Nueva y de Valencia, perjudicados por el incremento demográfico, perdieron
aproximadamente tres décimas partes de sus salarios reales en 1751-1790 y los
trabajadores de Castilla la Nueva perdieron otro décimo más en la década siguiente. El
incremento de los precios de los productos en casi un 100 por 100 en la segunda mitad del
siglo XVIII, frente a un incremento de los salarios de menos de un 20 por 100, significó el
incremento de los beneficios empresariales, pero el empeoramiento del nivel de vida: la
acumulación y el crecimiento suponían un precio.
La inflación no tuvo unos efectos excesivamente perjudiciales sobre las clases altas
urbanas, muchos de cuyos miembros conseguían sus ingresos del sector rural, y fueron
muchos los que se aprovecharon de la crisis. La caída de los salarios por debajo de los
precios permitió que muchos hombres de negocios, por ejemplo en Cataluña, ahorraran y
pudieran invertir. El alto clero se veía protegido por sus propiedades y privilegios de los
estragos del alza de precios y, en general, las rentas eclesiásticas aumentaron al mismo
ritmo que los precios, como ocurrió en el caso de todos aquellos que obtenían la riqueza de
la tierra. El hecho de que en 1793 y en otros años de guerra la Iglesia hiciera importantes
donaciones al Estado, era un indicador tanto de su riqueza como de su patriotismo. Menos
protección frente a la inflación tenían los funcionarios del Estado y todos cuantos
dependían de un salario fijo. Pese a todo, no morían de hambre. La carrera administrativa
se estaba profesionalizando. Carlos III había elevado los salarios, que pagaba con
regularidad, y los altos funcionarios fueron uno de los sectores más beneficiados por el
Estado borbónico, con importantes ingresos y, con frecuencia, desempeñando más de un
cargo.
Con el empeoramiento de la crisis, las divisiones sociales se hicieron más
profundas y la estratificación más rígida y en la mente de la mayor parte de los españoles el
interés social adquirió prioridad sobre la posición ideológica. Si es cierto que las «dos
95
Fontana, Cambio económico y actitudes políticas, p. 23.
96
Earl J. Hamilton, War and Prices in Spain, 1651-1800, Cambridge, Mass., 1947, pp. 268-271.
97
Ibid., p. 157.
98
Ibid., pp. 214-215, 220.
99
Lady Holland, Spanish Journal, pp. 42-44.
100
Lady Holland, 5 de septiembre y 13 de septiembre de 1803, Spanish Journal, pp. 85-86, 90-91.
101
José Miguel Palop Ramos, Hambre y lucha antifeudal. Las crisis de subsistencias en Valencia (siglo
XVIII), Madrid, 1977, pp. 219-222; Ruiz Torres, «El País Valenciano en el siglo XVIII», en Roberto
Fernández, ed., España en el siglo XVIII. Homenaje a Pierre Vilar, Barcelona, 1985, pp. 247-248.
102
Lady Holland, 21 de septiembre de 1803, Spanish Journal, p. 97.
103
Jacques A. Barbier, «Peninsular Finance and Colonial Trade: the Dilemma of Charles IV's Spain», JLAS,
12 (1980), p. 23.
104
Lady Holland, 26 de julio de 1804, Spanish Journal, p. 158.
105
Stanley J. Stein, «Caribbean Counterpoint: Veracruz vs. Havana. War and Neutral Trade, 1797-1799», en
J. Chase, ed., Géographie du capita lmarchand aux Ameriques, 1760-1860, París, 1987, p. 25.
ingresos de Madrid». 106 Sin embargo, la guerra contra Gran Bretaña hizo peligrar
inmediatamente esas fuentes de ingresos, por cuanto la marina británica interrumpió las
rutas comerciales coloniales y amenazó las remesas de metales preciosos. Los ingresos del
Tesoro central relacionados con las colonias disminuyeron, contribuyendo al descenso
general del 38 por 100 de los ingresos en 1797 respecto al máximo de 1795. 107 ¿Cómo
podía mantener España el comercio colonial, aunque fuera de manera indirecta, y
asegurarse los ingresos procedentes de las colonias, aunque fuera en mucha menor cuantía?
Los burócratas españoles reflexionaron durante muchas horas y finalmente se decidieron a
dar la espalda a tres centurias de monopolio y en noviembre de 1797 autorizaron la
existencia de un comercio neutral con América, autorización renovada en 1801, y, de
nuevo, en 1804. 108 Pero eso no era suficiente.
La guerra continuaba, aumentaban los compromisos y se incrementaban las deudas.
Se intentaron entonces nuevas medidas. A partir de 1799, el gobierno intentó imponer
economías en la administración, economías que debían suponer 300 millones de reales al
año. Al mismo tiempo, se lanzaron nuevas emisiones de vales y se elevaron los impuestos,
pero con todas esas medidas los ingresos no eran suficientes para hacer frente a los
gastos. 109 En medio de esa pesadilla, mientras los burócratas perseguían una solvencia
siempre imposible, no por la solvencia en sí sino simplemente para poder obtener nuevos
créditos, tomaron una decisión desesperada. ¿Podía un gobierno que se había atrevido a
desafiar el monopolio colonial dar marcha atrás en el enfrentamiento con otro interés
sacrosanto, la propia Iglesia? En 1798, decidió recurrir a las propiedades de la Iglesia. La
Iglesia española era una institución rica: sólo sus tierras producían la cuarta parte de las
rentas generadas por la agricultura, mientras que su riqueza total suponía entre un sexto y
un séptimo de los ingresos totales de Castilla. 110 Mediante un decreto del 19 de septiembre
de 1798 el gobierno ordenó la venta de «todos los bienes raíces pertenecientes a hospitales,
hospicios, casas de misericordia, de reclusión y de expósitos», otras instituciones de
caridad y algunas fundaciones piadosas. Las sumas así obtenidas se invertirían en la
redención de los vales reales a un interés anual del 3 por 100. 111 Esta medida no estaba
inspirada por deseos de reforma ni de redistribución, sino que pretendía simplemente
aliviar la situación de la Real Hacienda, sufragar la deuda creciente y reforzar el crédito
público, deteriorado por la depreciación de los vales. De hecho, las sumas obtenidas no se
consideraron como ingresos sino que se utilizaron para sostener el crédito real y con ello la
capacidad de la corona para obtener nuevos préstamos. Esa fue la razón por la que se
asignaron al fondo de consolidación. 112 Para minimizar el riesgo político, se decidió
centrar la atención en los fondos dedicados a servicios sociales. Entre 1798 y 1808 se
106
Barbier y Klein, «Revolutionary Wars and Public Finances», p. 328.
107
Ibid., pp. 328-338.
108
Barbier, «Peninsular Finance and Colonial Trade», pp. 31, 36;véase supra, pp. 701-704.
109
Josep Fontana, Hacienda y estado en la crisis final del Antiguo Régimen español: 1823-1833, Madrid,
1973, pp. 37-43.
110
Pierre Vilar, «Structures de la société espagnole vers 1750», Mélanges a la mémoire de Jean Sarrailh,
París, 1966, 2 vols., II, pp. 425-447.
111
Fontana, La quiebra de la monarquía absoluta, pp. 152-153; Richard Herr, «Hacia el derrumbe del
Antiguo Régimen: crisis fiscal y desamortización bajo Carlos IV», Moneda y Crédito, 118 (1971), pp. 37-
100, especialmente p. 47.
112
«De hecho, no existía ya la antigua elección entre recurrir al empréstito y atacar los privilegios, pues había
sido necesario atacar los privilegios para poder pedir préstamos», Barbier y Klein, «Revolutionary Wars and
Public Finances», p. 333.
vendieron propiedades por valor de 1.600 millones de reales, que significaban entre una
sexta y una séptima parte de las propiedades eclesiásticas, aunque en algunas regiones
como Andalucía el porcentaje fue más elevado. La mayor parte de esas tierras no fueron
adquiridas por pequeños campesinos, sino por individuos ricos y poderosos, la mayor parte
de los cuales ya eran terratenientes. De esta manera, y para paliar la gravedad de la
situación financiera, los responsables políticos acentuaron el desequilibrio de la estructura
agraria y asestaron un duro golpe a la clase que más necesitaba el servicio de asistencia de
la Iglesia.
Curiosamente, el Papado se mostró complaciente ante las exigencias españolas,
afectado, tal vez, por la crisis que sufría durante esos años, y el 6 de octubre de 1800 Pío
VII concedió un noveno extraordinario sobre los diezmos, que reportó al gobierno 31
millones de reales. Por lo demás, el clero español se sentía ultrajado. Calificaron a Godoy
de revolucionario peligroso y condenaron a su gobierno como extorsionador que se había
apoderado de sus rentas y sus tierras dejándoles en una situación de indigencia. 113 Pero lo
peor estaba aún por llegar. El 30 de agosto de 1800 se publicó un real decreto que
determinaba la creación de la Caja de consolidación de vales reales y exigía a las casas
religiosas la mitad de las propiedades que les había concedido originalmente la corona, o la
mitad de las rentas anuales de cada una de ellas. El 15 de octubre de 1805, un nuevo
decreto, aún más ominoso, también esta vez con autorización de Pío VII y permitiendo
muy pocas excepciones, ordenó la venta de propiedades eclesiásticas por un valor de 6,4
millones de reales anuales que, capitalizados al 3 por 100, supondrían un valor de venta de
215 millones. «Una buena suma, pero apenas nada para solucionar un problema del
volumen de la deuda pública española, si se tiene en cuenta que sólo los vales reales
emitidos ascendían a 2.000 millones.» 114 Como la desamortización no reportó las sumas
necesarias, el gobierno recurrió —inevitablemente— a un nuevo expediente: para hacer
frente a los costes de la guerra y al subsidio a Francia, el noveno y, lo que es más
importante, la desamortización se extendieron a las colonias a partir de diciembre de 1804,
permitiendo obtener nuevos ingresos pero con un gran coste político.
Los impuestos ordinarios, los ingresos americanos, la desamortización, la extensión
de la desamortización a las colonias ... se había intentado una medida tras otra y el Estado
español se tambaleaba todavía al borde de la bancarrota. El 21 de febrero de 1807, el
gobierno de Godoy hizo lo inimaginable y publicó un breve Papal autorizando al monarca
de España a vender una séptima parte de todas las propiedades eclesiásticas. Al mismo
tiempo se decretó la confiscación de los señoríos episcopales y estaba claro que no había
inmunidad alguna ni para los privilegios ni para las propiedades. La operación era
demasiado amplia y demasiado controvertida como para producirse antes de que el
Antiguo Régimen se hundiera. Pero se había iniciado la desamortización y quien la había
puesto en marcha no eran los liberales sino el monarca católico, no por razones
ideológicas, sino de dinero. El dinero era una ilusión, pero costó a Godoy el apoyo de
muchos eclesiásticos.
La expropiación parcial de las propiedades de la Iglesia no permitió cubrir el déficit
del gobierno. Los gastos doblaban los ingresos, alcanzándose en 1808 una deuda pública
total de 7.000 millones de reales, el equivalente a los ingresos de diez años. ¿Por qué no
exigió el gobierno a otras clases lo que exigió al clero? La economía estaba deprimida, es
cierto, pero entre las clases privilegiadas quedaban todavía importantes reservas que no
contribuían al Estado. ¿Por qué se ignoró este hecho? La razón es que el gobierno no podía
113
Fontana, La quiebra de la monarquía absoluta, pp. 151-158.
114
Ibid., p. 156.
115
Lady Holland, Spanish Journal, p. 44.
116
Príncipe de la Paz, Memorias, II, p. 311.
117
Francisco Martí Gilabert, El motín de Aranjuez, Pamplona, 1972, pp. 174-180.
118
Príncipe de la Paz, Memorias, II, p. 322.
reales hasta que todos ellos coincidieron en Francia. En Aranjuez hubo un nuevo motín,
solicitando la abdicación de Carlos IV. Carlos, abandonado por sus ministros y cortesanos
y en medio de una fuerte conmoción, abdicó en favor de su hijo y heredero. Mientras tanto,
en Madrid, las casas de Godoy y de su familia y sus amigos fueron atacadas y la
muchedumbre provocó diversos disturbios. La proclamación del nuevo rey restableció el
orden, pero no antes de que Miguel Cayetano Soler, ministro de Hacienda, hubiera sido
asesinado. 119 El 23 de marzo, el general Murat entró en Madrid al frente de las tropas
francesas. Al día siguiente, Fernando VII, el «deseado», hizo su entrada triunfal, creyendo
que los franceses habían llegado para salvarle y apoyarle.
Carlos IV había sido obligado a abdicar. Pero, ¿por quién? El motín de Aranjuez no
fue una rebelión «popular». A su frente estuvieron el Príncipe de Asturias y sus seguidores,
fue organizada por los grandes y por los nobles titulados, protagonizada por el ejército y
por la multitud y activada a nivel popular por el radical conde de Montijo, disfrazado —
disfraz escasamente verosímil— de trabajador. Los monarcas estaban convencidos de que
Fernando era el autor tanto de la conspiración de El Escorial como de la revuelta de
Aranjuez, siendo su objetivo apartar a Godoy y destruir al rey. Como dijo la reina
posteriormente: «Mi hijo Fernando era el jefe de la conjuración. Las tropas estaban
ganadas por él; él hizo poner una de las luces de su cuarto en una ventana para señal de que
comenzase la explosión». 120 Pero no se trataba simplemente de un golpe de Estado para
sustituir a un gobernante por otro. El Consejo de Castilla, que participó en la conspiración,
se negó a aceptar las órdenes de Godoy y propuso que se introdujeran cambios en el
sistema de gobierno, que se convocara una junta extraordinaria de «vasallos instruidos».
En otras palabras, la revuelta fue planeada no sólo para liberarse de Godoy, sino para
cambiar la monarquía absoluta por una monarquía más constitucional, instaurando
simultáneamente un nuevo monarca e introduciendo un gobierno aristocrático frente a un
gobierno de favoritos y burócratas.
Si el príncipe y el consejo participaron en el movimiento, también participó el
ejército. La revuelta no habría triunfado sin el apoyo del ejército, 10.000 hombres, que
Godoy había hecho llegar a Aranjuez desde Madrid. 121 Los militares se oponían a Godoy y
a todo cuanto representaba y no fue difícil conseguir que las tropas participaran en el
golpe. No se trataba de un ejército «liberal», de la misma manera que la revuelta no
anunció un gobierno liberal. El ejército estaba dominado por los grandes y los nobles con
título y estaba vinculado a la facción fernandista. Si Aranjuez fue un golpe militar, hay que
decir que fue un golpe aristocrático. Su base social era la alta nobleza, decidida a librarse
de Godoy y a manipular un gobierno alternativo bajo Fernando VII. Los acontecimientos
de marzo de 1808 constituyeron, pues, una reacción aristocrática. 122 Fueron también una
reacción clerical, apoyada por elementos de la Iglesia resentidos por las iniciativas de
Godoy sobre las propiedades eclesiásticas. Finalmente, y superficialmente, la revuelta fue
apoyada por los ilustrados, que desde hacía mucho tiempo habían perdido la esperanza en
Godoy y que nada tenían que perder, y tal vez algo que ganar, de los franceses. Una de las
primeras decisiones de Fernando VII fue la de amnistiar a todos los condenados por la
conspiración de El Escorial, la de hacer regresar del exilio al grande y bueno, Jovellanos,
Cabarrús, Urquijo y otros; la de revocar una serie de órdenes de Godoy, como la venta de
las propiedades eclesiásticas. Estas medidas iban dirigidas a aplacar a los intereses creados
119
Martí, El motín de Aranjuez, pp. 81, 204.
120
Citado por Corona, Revolución y reacción, p. 365.
121
Martí, El motín de Aranjuez, pp. 140-142.
122
Ibid.. pp. 446-450.
y a dar una impresión de reforma, efímera y totalmente inconsecuente con la forma de ser
de Fernando.
No hubo vencedores en Aranjuez. Godoy fue afortunado de poder escapar con vida
y pasó el resto de ella en el exilio. Carlos IV y María Luisa abdicaron y fueron enviados a
Francia. Los fernandistas comprendieron que habían cometido un error de cálculo y que
Napoleón había enviado sus tropas no para liberarles de Godoy sino para quitarles a
Fernando. También él fue enviado a Francia y, en Bayona, los Borbones españoles, en
medio de recriminaciones mutuas, fueron obligados a abdicar, el 10 de mayo, en favor del
candidato del emperador, su hermano José Bonaparte. Pero tampoco Napoleón resultó
vencedor. Al principio, el pueblo español acusaba de todo a Godoy, pero pronto descubrió
que las cosas no eran tan simples y que España tenía muchos problemas, algunos de ellos
propios, otros importados del otro lado de los Pirineos. El pueblo se levantó contra los
franceses, se unió a los británicos y revitalizó, con mayor confianza, más fuertes intereses
y, finalmente, con más éxito, la alianza de 1793. Estos singulares acontecimientos
contenían un nuevo mensaje: la monarquía no era inviolable, la forma de gobierno no era
inmutable. El futuro reservaba todavía una dura lucha entre la reacción y la reforma, pero
la revuelta de Aranjuez, pese a todas sus limitaciones, dejó una huella indeleble en la
España borbónica, significando el fin de una era y el comienzo de otra nueva.
Pocos españoles pudieron lamentar que terminara el siglo XVIII y muy pocos
salieron de ese siglo sin algún sufrimiento. Los quince años transcurridos entre 1793 y
1808 habían sido años de desastre y de desilusión, durante los cuales el Antiguo Régimen
se internó por un camino de autodestrucción acelerado por los conflictos externos. La
monarquía borbónica, que Carlos III había situado en el cénit de su eficacia para
restablecer la economía y el poder de España, se hundió en 1804-1808 en un tumulto de
crisis agrarias e invasiones externas, incapaz de alimentar y de defender a su pueblo.
APÉNDICE
Apéndice II
Apéndice III
1500 1510 1520 1530 1540 1550 1560 1570 1580 1590 1600 1610 1620 1630 1640 1650
El comercio de las Indias, 1500-1650, según el tonelaje transportado en los barcos que
hacían la travesía entre EspañA y las principales regiones de América'
Tomado de Chaunu, Séville et l'Atlantique, SEVPEN, París, 1957, VII, p. 68.
ENSAYO BIBLIOGRÁFICO
General
Los trabajos de Antonio Domínguez Ortiz han hecho progresar el estudio de los
primeros siglos de la Edad Moderna en España y han encontrado acogida también en obras
más generales, comenzando por The Golden Age of Spain 1516-1659, Londres, 1971, de la
que existe una versión castellana, Desde Carlos V a la Paz de los Pirineos 1517-1660,
Barcelona, 1974, luego con El Antiguo Régimen: los Reyes Católicos y los Austrias,
Madrid, 19742, para culminar con Instituciones y sociedad en la España de los Austrias,
Barcelona, 1985, que contiene trabajos de investigación, así como una interpretación
general. Los grandes temas de la historia catalana han sido estudiados de forma
pormenorizada y, en general, por Ricardo García Cárcel, Historia de Cataluña, siglos XVI-
XVII 1. Los caracteres originales de la historia de Cataluña. 2. La trayectoria histórica,
Barcelona, 1985,2 vols. Henry Kamen, Spain 1469-1714: A Society ofConflict, Londres,
1983 (hay trad. cast: Una sociedad conflictiva: España, 1469-1714, Alianza, Madrid,
19892), conjuga la investigación y la labor de revisión en una síntesis interesante.
Bartolomé Bennassar, The Spanish Character. Attitudes and Mentalities from the Sixteenth
to the Nineteenth Century, Berkeley y Los Ángeles, 1979 (hay trad. cast: Los españoles:
actitudes y mentalidad, Swan, Navacerrada, 1985), reflexiona sobre el trabajo y la vida de
los españoles desde una perspectiva histórica. John H. Elliott, Spain and its World, 1500-
1700, Londres, 1979 (hay trad. cast: España y su mundo, 1500-1700, Alianza, Madrid,
1991), lleva a cabo la reinterpretación del mundo americano, europeo y Peninsular de los
primeros siglos de la España moderna en una serie de estudios memorables.
El siglo XVII ha sido estudiado en una serie de historias generales de España. La
Historia de España editada por Ramón Menéndez Pidal, vols. 23-25, Madrid, 1979-1980,
ofrece una visión completa, aunque desigual, del período estudiado. La Historia de España,
Manuel Tuñón de Lara, ed., Labor, Barcelona, 1980, y la Historia general de España y
América, vol. 8, Rialp, Madrid, 1986, son las obras modernas de consulta e interpretación
más destacadas. Entre las numerosas historias regionales destaca la Historia de Andalucía,
editada por Antonio Domínguez Ortiz, Barcelona, 1980-1981.
La gran depresión de España ha seguido interesando a los historiadores, que han
tratado de clarificar los datos y perfilar sus análisis. Expertos y estudiosos pueden consultar
los siguientes trabajos: J. H. Elliott, «Self-Perception and Decline in Early Seventeenth-
Century Spain», Past and Present, 74 (1977), pp. 41-61; R. A. Stradling, «Seventeenth-
Century Spain: Decline or Survival», European Studies Review, 9, 2 (1979), pp. 157-194,
y del mismo autor, «Domination and Dependence: Castile, Spain and the Spanish
Monarchy», European History Quarterly, 14 (1984), pp. 77-91.1. A. A. Thompson, «Spain:
theCenturies of Greatness and Decline», The Historian, 18 (1988), pp. 14-17, orienta al
estudioso respecto a las obras y tendencias recientes en inglés, y A. W. Lovett, «The
Golden Age of Spain: New Work on an Oíd Theme», The Historical Journal, 24, 3 (1981),
pp. 739-749, y «From Prosperity to Decadence: The Experience of Early Modern Spain»,
The Historical Journal, 32, 1 (1989), pp. 201-209, ofrece un marco y una guía para la
nueva historia económica y social realizada en España y Francia.
Felipe III y su gobierno han sido rescatados del olvido por Patrick L. Williams en
una serie de artículos, fruto de una cuidadosa investigación: «Philip III and the Restoration
of Spanish Government, 1598-1603», The English Historical Review, 88 (1973), pp. 751-
769; «El reinado de Felipe III», en Historia General de España y América, vol. 8, Madrid,
1986, pp. 419-444, 514-515; «Lerma, 1618: Dismissal or Retirement?», European History
Quarterly, 19 (1989), pp. 307-332; y «Lerma, Old Castile and the Travels of Philip III of
Spain», History, 73, 239 (1989), pp. 379-397.
El gobierno de Olivares, que se desarrolla en medio de la gran crisis de España, es
el tema del sobresaliente trabajo de J. H. Elliott, The Count-Duke of Olivares. The
Statesman in anAge of Decline, Londres, 1986 (hay trad. cast: El conde-duque de Olivares,
Crítica, Barcelona, 1990). Jonathan Brown y John H. Elliott, A Palacefor a King, New
Haven, Conn., y Londres, 1980 (hay trad. cast., Un palacio para el rey, Alianza, Madrid,
19852), describen el Buen Retiro y sus colecciones, monumentos al rey y a su valido. La
figura del monarca, durante mucho tiempo relegada a un segundo plano por la
preeminencia de su ministro, ha sido muy bien estudiada de una forma pormenorizada
poco habitual por R. A. Stradling, Philip IV and the Government of Spain 1621-1665,
Cambridge, 1988.
Carlos II y el fin de la España de los Austrias han sido objeto de un trabajo de
investigación menos prolijo que los reinados de sus predecesores. Henry Kamen, Spain in
the Later Seventeenth Century 1665-1700, Londres, 1980, es la primera y única historia
moderna del reinado de Carlos II, un estudio básico que analiza tanto la sociedad y la
economía como las instituciones. La cronología, naturaleza y amplitud de la gran crisis de
la centuria han sido estudiadas también por José Calvo Poyato, «La última crisis de
Andalucía en el siglo XVII: 1680-1685», Hispania, 46, 164 (1986), pp. 519-542.
La historia institucional del período ha realizado importantes progresos en diversos
frentes. Se puede consultar la obra de José Antonio Escudero, Los secretarios de estado y
del despacho, 1474-1724, Madrid, 1976 , 4 vols., respecto a la evolución de la secretaría
real. Francisco Tomás y Valiente, Los validos en la monarquía española del siglo XVII,
Madrid, 1983 , interpreta acertadamente los testimonios existentes acerca de la aparición y
estatus de los validos. El gobierno central es también el campo de estudio de Feliciano
Barrios, El Consejo de Estado de la monarquía española, 1526-1812, Madrid, 1984. La
tendencia de la historiografía reciente es la de matizar el absolutismo subrayando la
orientación hacia la delegación de poderes en el ámbito político. I. A. A. Thompson, War
and Government in Habsburg Spain, Londres, 1976 (hay trad. cast: Guerra y decadencia,
Crítica, Barcelona, 1981), detecta entre 1560y 1620 un constante abandono de los intentos
de Felipe II de nacionalizar industrias militares y su administración; bajo la presión de los
costes de la defensa, sus sucesores aceptaron que fuera de propiedad privada. El mismo
autor hace referencia a otras áreas de descentralización en «The Rule of Law in Early
Modern Castile», European History Quarterly, 14 (1984), pp. 221-234. El retroceso de la
justicia centralizada en favor de los tribunales locales es el tema del trabajo de Richard L.
Kagan, Lawsuits andLitigants in Castile 1500-1700, Chapel Hill, N. C, 1981 (hay trad.
cast: Pleitos y pleiteantes en Castilla, Junta de Castilla y León, Valladolid, 1991). Los
letrados, su estatus y sus carreras pueden estudiarse en la obra del mismo autor, Students
Economía y sociedad
Quien busque una historia económica global del siglo XVII puede encontrarla en V.
Vázquez de Prada, Historia económica y social de España, vol. III, Los siglos XVI y XVII,
Madrid, 1978, 5 vols. Entre las contribuciones recientes a la historia demográfica cabe citar
La religión
Inquisitorial Mind, Nueva York, 1987. Las obras de Jean-Pierre Dedieu, L'Administration
de lafoi: L'Inquisition de Toléde XVI-XVIII siécle, Madrid, 1989, y la de Stephen
Haliczer, Inquisition and Society in the Kingdom of Valencia 1478-1812, Berkeley y Los
Ángeles, 1990, destacan por la investigación pormenorizada y por el largo período que
cubren. Gustav Henningsen, The Witches Advócate: Basque Witchcraft and the Spanish
Inquisition, Reno, Nevada, 1980 (hay trad. cast: El abogado de las brujas. Brujería vasca e
Inquisición española, Alianza, Madrid, 1983), estudia la lucha por una actitud más
comprensiva hacia las brujas.
La America Española
American Histórica! Review, 64,2,1984), siguen siendo una guía importante respecto a las
tendencias relativas y continúan dando resultados positivos, como se aprecia en las obras
de John J. TePaske, La Real Hacienda de Nueva España: La Real Caja de México (1576-
1816), México, 1976, y de John J. TePaske y Herbert S. Klein, «The Seventeenth-Century
Crisis in New Spain: Myth or Reality?», Past and Present, 90 (1981), pp. 116-135. El
descubrimiento de nuevos filones y el retorno al sistema de fundición a finales del siglo
XVII confirman la recuperación de la minería: véase Peter Bakewell, «La minería en la
Hispanoamérica colonial», en Bethell, ed., Historia de América Latina, III, pp. 49-91. Para
un buen análisis del estado de la investigación en el ámbito de la minería, véase Rosario
Sevilla Soler, «La minería americana y la crisis del siglo XVII. Estado del problema»,
Suplemento de Anuario de Estudios Americanos. Sección Historiografía y Bibliografía, 47,
2 (1990), pp. 61-81.
La aproximación a la historia rural desde Chevalier puede realizarse a través del
valioso ensayo de Eric Van Young, «Mexican Rural History since Chevalier: The
Historiography of the Colonial Hacienda», Latin American Research Review, 18, 3 (1983),
pp. 5-61, y Enrique Florescano, «Formación y estructura económica de la hacienda en
Nueva España», en Bethell, ed., Historia de América Latina, IV, pp. 92-121. En este
campo, son los estudios regionales la principal vía de progreso: véase William B. Taylor,
Landlord and Peasant in Colonial Oaxaca, Stanford, California, 1972, y del mismo autor,
Drinking, Homicide, and Rebellion in Colonial Mexican Villages, Stanford, California,
1979. John C. Super, La vida en Querétaro durante la colonia 1531-1810, México, 1983,
estudia una región que contaba con un sector manufacturero y un sector agrario. En
general, en la actualidad se considera la hacienda más como una empresa comercial que
como una institución de subsistencia. Este punto lo confirma también Jan Bazant, Cinco
haciendas mexicanas: tres siglos de vida rural en San Luis Potosí, 1600-1910, México,
1975. Una nueva labor de investigación sobre la estructura social de México en el siglo
XVII y sobre la importancia para la burocracia imperial ha sido realizada por J. I. Israel,
Race, Class and Politics in Colonial México, Oxford, 1975. La investigación realizada
hasta 1980 se refleja en la interesante síntesis de Colin M. MacLachlan y Jaime E.
Rodríguez O., The Forging of the Cosmic Race. A Reinterpretation of Colonial México,
Berkeley y Los Ángeles, 1980.
Perú conoció el progreso y la regresión en el siglo XVII. Hay testimonios de ambos
procesos en el notable estudio de Kenneth J. Andrien, Crisis and Decline: the Viceroyalty
of Peru in the Seventeenth Century, Albuquerque, 1985, donde se pone en evidencia que el
mal gobierno y la búsqueda de objetivos a corto plazo perjudicaron las perspectivas
económicas y fiscales. Las obras de Andrien y Bradley -citadas anteriormente- muestran,
entre otras cosas, que fueron cada vez más cuantiosos los fondos retenidos para ser
invertidos en Perú, cuyos costes administrativos y de defensa consumían una parte
importante del presupuesto del virreinato. Este dato lo confirman John J. TePaske y
Herbert S. Klein, The Royal Treasuries ofthe Spanish Empire in America, Durham, N. C,
1982, 3 vols., y John J. TePaske, «The Fiscal Structure of Upper Perú and the Financing of
Empire», en Karen Spalding, ed., Essays in the Political, Economic and Social History of
Colonial Latín America, Newark, Delaware, 1982, pp. 69-94. La producción agrícola era
objeto de una comercialización creciente y se dirigía a los mercados regionales de Perú y
de las zonas próximas. Los conocimientos de la historia agraria de la zona costera de Perú
han sido ampliados por Robert G. Keith, Conquest and Agrarian Change: the Emergence
ofthe Hacienda System on the Peruvian Coast, Cambridge, Mass., 1976, y Nicholas P.
Cushner, Lords ofthe Land. Sugar, Wine and Jesuit Estafes of Coastal Perú, 1600-1767,
Albany, N. Y., 1980. La formación de haciendas en los Andes y sus efectos sobre la
producción agraria y el mercado interno han sido bien estudiados por Luis Miguel Glave y
María Isabel Remy, Estructura agraria y vida rural en una región andina: Ollantaytambo
entre los siglos XVIy XIX, Cuzco, 1983. La industria de la minería experimentó una
regresión lenta, más que catastrófica. Una vez más, Peter J. Bakewell ha realizado un
importante trabajo de cuantificación: «Registered Silver Production in the Potosí District,
1550-1735», Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft
Lateinamerikas, 12 (1975), pp. 67-103, mientras que la infraestructura de la minería (y
otros temas) ha sido estudiada en su obra Silver and Entrepreneurship in Seventeenth-
Century Potosí. The Life and Times of Antonio López de Quiroga, Albuquerque, N. M.,
1988 (hay trad. cast., Plata y empresa en el Potosí del siglo XVII, Pontevedra, 1988). Las
consecuencias económicas, sociales y fiscales del trabajo forzado en las minas han sido
objeto de un completo estudio en las obras de Peter Bakewell, Miners ofthe Red Mountain.
Indian Labor in Potosí, 1545-1650, Albuquerque, N. M., 1984 (hay trad. cast: Mineros de
la Montaña Roja, Alianza, Madrid, 1989), y Jeffrey A. Colé, The Potosí Mita 1570-1700.
Compulsory Indian Labor in the Andes, Stanford, California, 1985. El trabajo forzado fue
una, aunque en ningún caso la única, de las causas de la disminución de la población india,
provocada también por la enfermedad, la sequía y la guerra. Este tema ha sido bien
estudiado por Noble David Cook, Demographic Collapse. Indian Perú, 1520-1620,
Cambridge, 1982. Otro recurso indio objeto de presión por parte de los españoles fue el
sistema de transporte de los nativos, tema redescubierto en los archivos por Luis Miguel
Glave, Trajinantes: caminos indígenas en las sociedad colonial, siglos XVI/XVII, Lima,
1989.
La guía clásica para las fuentes y la literatura más antigua es Benito Sánchez
Alonso, Fuentes de la historia española e hispanoamericana, Madrid, 1952, 3 vols., que
puede complementarse con el índice histórico español, Barcelona, 1953-, de publicación
periódica pero no regular, y con la sección bibliográfica de la revista Hispania.
Existen dos obras generales destacadas sobre la España del siglo XVIII, cada una
de las cuales contribuye a -y sintetiza- la investigación moderna: Antonio Domínguez
Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1981, a la que hay que
añadir, del mismo autor, Hechos y figuras del siglo XVIII español, Madrid, 1973; y
Gonzalo Anes, El Antiguo Régimen: los Bortones, Historia de España Alfaguara, Madrid,
1981 , a la que puede añadirse Gonzalo Anes y otros, España afinóles del siglo XVIII,
Tarragona, 1982. La obra de W. H. Hargreaves-Mawdsley, Eighteenth-Century Spain
1700-1788, Londres, 1979, es un relato de los acontecimientos políticos y diplomáticos, en
tanto que la de Philippe Loupés, L 'Espagne de 1780 á 1802, París, 1985, es una obra
general sobre el período más tardío, aunque para el lector los dos primeros capítulos del
libro de Raymond Carr, Spain 1808-1939, Oxford, 1966, serán una introducción mucho
más penetrante al Antiguo Régimen. El siglo XVIII es estudiado por una serie de historias
generales de España. Entre las obras más antiguas de este tipo, merece la pena ser
consultada todavía la de F. Soldevila, Historia de España, Barcelona, 1961-1964, 8 vols.,
vols. V y VI. Los trabajos de Manuel Tuñón de Lara, ed., Historia de España, VII:
Centralismo, Ilustración y agonía del Antiguo Régimen (1715-1833), Barcelona, 1980-, y
de C. E. Corona Baratech y J. A. Armillas Vicente, eds., La España de las reformas: hasta
el final del reinado de Carlos IV, en Historia general de España y América, Madrid, 1984,
tomo X, vol. 2, son obras modernas de consulta e interpretación. Mélanges á la mémoire
deJean Sarailh, París, 1966, 2 vols., es, al mismo tiempo, útil y muy especializada.
La historia regional ha sido uno de los campos más fructíferos de la nueva
investigación en las últimas décadas y este hecho se refleja también en una serie de obras
generales. Entre los autores más importantes hay que citar a Antonio Domínguez Ortiz, ed.,
Historia de Andalucía, Barcelona, 19842, 8 vols., vols. VI y VII, para el período 1621 -
1860; y Antonio Domínguez Ortiz y Francisco Aguilar Piñal, El Barroco y la Ilustración.
Historia de Sevilla: IV, Francisco Morales Padrón, ed., Sevilla, 1976. Historia de la región
murciana, Murcia, 1981, es útil para el siglo XVIII. En Cataluña abundan las obras de este
tipo: J. Nadal Farreras, ed., Historia de Catalunya, IV, Barcelona, 1978; A. Balcells, ed.,
Historia deis Paísos Catalans, Barcelona, 1980, III, yActes del Primer Congrés d'Historia
Moderna de Catalunya, Barcelona, 1984. Roberto Fernández, ed., España en el siglo
XVIII. Homenaje a Pierre Vilar, Barcelona, 1985, nos ofrece un extraordinario análisis del
estado de la cuestión en la historia regional del siglo XVIII. Es una obra de sumo interés
tanto para los especialistas como para los estudiantes.
Pero al destacar las obras nuevas no debemos olvidarnos de las antiguas. El
investigador inglés William Coxe, Memoirs ofthe Kings of Spain of the House of Bourbon,
Londres, 1815 , 5 vols., fue uno de los primeros historiadores en Europa en estudiar los
Borbones del siglo XVIII, en una obra que contenía ideas sólidas y fuentes originales.
Economía y sociedad
General
Madrid y la economía española, Alianza, Madrid, 1985), estudio sobre la interacción del
campo y la ciudad, proporciona abundante información sobe la estructura económica y
social. Jesús Maiso González y Rosa María Blasco Martínez, Las estructuras de Zaragoza
en el primer tercio del siglo XVIII, Zaragoza, 1984, diseccionan la sociedad de Zaragoza,
«capital de Aragón», a principios del siglo XVIII.
Gaspar Melchor de Jovellanos, Obras de Jovellanos, tomos II, III, IV, y V, BAE, 50, 85,
86, 87, Madrid, 1952, 1956.
La historia política del reinado puede estudiarse en Vicente Rodríguez Casado, La
política y los políticos en el reinado de Carlos III, Madrid, 1962, como ejemplo de pasadas
controversias. Hay una serie de obras interesantes sobre Campomanes: Felipe Álvarez
Requejo, El conde de Campomanes: su obra histórica, Oviedo, 1954; Ricardo Krebs
Wilckens, El pensamiento histórico, político y económico del Conde de Campomanes,
Santiago, 1960; M. Bustos Rodríguez, El pensamiento socio-económico de Campomanes,
Madrid, 1982, y Laura Rodríguez Díaz, Reforma e Ilustración en la España del siglo
XVIII. Pedro Rodríguez de Campomanes, Madrid, 1975, importante para la historia de la
época, así como para arrojar luz sobre la figura de Campomanes. Sobre el motín de
Esquilache existe una abundante bibliografía, pudiéndose señalar los siguientes títulos:
Constancio Eguía Ruiz, Los jesuítas y el motín de Esquilache, Madrid, 1947; J. Navarro
Latorre, Hace doscientos años. Estado actual de los problemas históricos del motín de
Esquilache, Madrid, 1966; Pierre Vilar, «El motín de Esquilache y la crisis del Antiguo
Régimen», Revista de Occidente, 107 (1972), pp. 200-247; Gonzalo Anes, «Antecedentes
próximos del motín contra Esquilache», Moneday Crédito, 128 (1974), pp. 219-224; Laura
Rodríguez, «The Spanish Riots of 1766», Past andPresent, 59 (1973), pp. 117-146, y «The
Riots of 1766 in Madrid», European Studies Review, 3, 3 (1973), pp. 223-242. Rafael
Olaechea, El conde de Arando y el «partido aragonés», Zaragoza, 1969, identifica a la
«oposición» política; si se desea consultar otros trabajos sobre Aranda, véanse, Rafael
Olaechea y José A. Ferrer Benimeli, El Conde deAranda: mito y realidad de un político
aragonés, Zaragoza, 19982, y José A. Ferrer Benimeli, El Conde de Aranda y el frente
aragonés en la guerra contra la convención: 1739-1795, Zaragoza, 1965. Cayetano Alcázar
Molina, El Conde de Floridablanca. Su vida y su obra, Murcia, 1934, analiza la primera
etapa de la carrera de Floridablanca como fiscal del Consejo de Castilla; véase también El
testamento político del conde de Floridablanca, Madrid, 1962, documentos introducidos
por Antonio Rumeu de Armas. María Rosa Saurín de la Iglesia, Reforma y reacción en la
Galicia del siglo XVIII (1764-1798), La Coruña, 1983, estudia el impacto del régimen en
el ámbito regional.
Las instituciones han sido estudiadas por diversos autores, entre los que se incluyen
Bernard, citado más arriba; Escudero, Los orgígenes del Consejo de Ministros en España;
Jacques Barbier, «The Culmination of the Bourbon Reforms, 1787-1792», HAHR, 57
(1977), pp. 51-68; Javier Guillamón Álvarez, Las reformas en la administración local en el
reinado de Carlos III, Madrid, 1980, y «Disposiciones sobre policía de pobres:
establecimiento de diputaciones de barrio en el reinado de Carlos III», Cuadernos de
Historia Moderna y Contemporánea, 1 (1980), pp. 31 -50. Bibiano Torres Ramírez,
Alejandro O 'Reilly en las Indias, Sevilla, 1969, clarifica diversos aspectos de la política
militar.
La política exterior del reinado comienza con el tercer pacto de familia: Vicente
Palacio Atard, El tercer Pacto de Familia, Madrid, 1945. Octavio Gil Munilla, Malvinas. El
conflicto anglo-español de 1770, Sevilla, 1948, y El Río de la Plata en la política
internacional. Génesis del virreinato, Sevilla, 1949, estudia una serie de cuestiones
imperiales e internacionales, y Alian J. Kuethe, Cuba, 1753-1815, Crown, Military and
Society, KnoXVIlle, Tenn., 1986, clarifica la dimensión americana de la guerra de 1779-
1783. Sobre las ideas de política exterior de Campomanes, véase María Victoria López-
Cordón Cortejo, «Relaciones internacionales y crisis revolucionaria en el pensamiento de
Campomanes», Cuadernos de Historia Moderna y Contemporánea, 1 (1980), pp. 51-82.
Jaques Barbier y Herbert S. Klein, «Las prioridades de un monarca ilustrado: el gasto
público bajo el reinado de Carlos III», Revista de Historia Económica, 3, 3 (1985), pp.
473-495, realizan una aportación valiosa al calcular el presupuesto de defensa.
Las relaciones con la Iglesia eran una de la preocupaciones fundamentales de los
Borbones, y así ocurrió en el caso de Carlos III. Sobre la Iglesia del siglo XVIII, véase
Ricardo García Villoslada, ed., Historia de la Iglesia en España, vol. IV: La Iglesia en la
España de los siglos XVII y XVIII, Madrid, 1979, para una historia general, y respecto a la
población clerical, «Demografía eclesiástica», Diccionario de historia eclesiástica de
España, Madrid, 1972-1975, 4 vols., II, pp. 730-735. Es posible obtener más datos en Juan
Sáez Marín, Datos sobre la Iglesia española contemporánea (1768-1868), Madrid, 1975.
William J. Callahan, Church, Politics and Society in Spain, 1750-1874, Cambridge, Mass.,
1984, es una autoridad en todos los aspectos del tema, al que puede considerarse como una
introducción su capítulo «The Spanish Church», en W. J. Callahan y D. C. Higgs, eds.,
Church and Society in Catholic Europe in the Eighteenth Century, Cambridge, 1979.
Christian Hermann, L 'Eglise d'Espagne sous lepatronage royal (1476-1834), Madrid,
1988, estudia de nuevo las relaciones Iglesia-Estado bajo el patronato real, incluyendo
aspectos eclesiásticos, políticos, económicos y de carrera. Las propiedades de la Iglesia y
sus implicaciones han sido estudiadas por Maximiliano Barrio González, Estudio
socioeconómico de la iglesia de Segovia en el siglo XVIII, Segovia, 1982. N. M. Farris,
Crown and Clergy in Colonial México 1759-1821. The Crisis ofEcclesiastical Privilege,
Londres, 1968, arroja luz sobre los privilegios eclesiásticos, tanto en la península como en
México. El interés del Estado en la educación de los sacerdotes y otros temas han sido
objeto de atención por parte de Francisco Martín Hernández y José Martín Hernández en
Los seminarios españoles en la época de la Ilustración, Madrid, 1973. Existen una serie de
estudios individuales de eclesiásticos borbónicos, de entre los cuales podemos citar: Luis
Sierra Nava-Lasa, El Cardenal Lorenzana y la Ilustración, Madrid, 1975; Francesc Tort
Mitjans, El Obispo de Barcelona: Josep Climent iAvinent, 1706-1781, Barcelona, 1978;
Joél Saugnieux, Un prélat eclairé: Don Antonio Taviray Almazán (1737-1807), Toulouse,
1970. El tema de la religión en los sectores populares ha sido analizado con agudeza por
William A. Christian Jr., Local Religión in Sixteenth-Century Spain, Princeton, N. J.,
1981, modelo para períodos posteriores, y por Alfredo Martínez Albiach, Religiosidad
hispana y sociedad borbónica, Burgos, 1969. Respecto al jansenismo español, el estudiante
puede comenzar consultando el trabajo de Emile Appolis, Lesjansénistes espagnols,
Burdeos, 1966, y el de María G. Tomsich, El jansenismo en España, Madrid, 1972,
complementándolo con las diferentes obras de Joél Saugnieux, Lejansénisme espagnol du
XVIII siécle: ses composantes et ses sources, Oviedo, 1975, Les jansénistes et le
renouveau de la prédication dans I 'Espagne de la seconde moitié du XVIII siécle, París,
1985. Sobre el contexto europeo de la historia religiosa española, véase Owen Chadwick,
The Popes and European Revolution, Oxford, 1981, que es una guía fiable. Los jesuítas
tienen su historiador en Antonio Astraín, Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia
de España, Madrid, 1902-1925, 8 vols., siendo el volumen VII el que estudia el siglo
XVIII. El informe de Campomanes citado más arriba, Dictamen fiscal, da una visión
parcial del papel de los jesuítas en la vida política de España. Es útil la introducción de los
editores.
La Ilustración
España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, FCE, Madrid, 19792), es un clásico
moderno, una rica fuente de hechos e ideas. El pensamiento político español de la época ha
sido interpretado por Luis Sánchez Agesta, El pensamiento político del despotismo
ilustrado, Madrid, 1953. Ramón Otero Pedrayo, El padre Feijoo. Su vida, doctrina e
influencia, Orense, 1972, es una introducción de Feijoo y su mundo, que pueden ser
estudiados más en profundidad en Universidad de Oviedo, El P. Feijoo y su siglo, Oviedo,
1966, 3 vols., que es un conjunto de conferencias recopiladas. Sobre la Ilustración
eclesiástica, Antonio Mestre, Ilustración y reforma de la Iglesia. Pensamiento político-
religioso de don Gregorio Mayáns y Sisear (1699-1781), Valencia, 1968, contribuye con
un interesante estudio monográfico; véanse también las obras de Saugnieux citadas más
arriba. La radicaliza-ción de la Ilustración española ha sido brevemente estudiada por Juan
Marichal, «From Pistoia to Cádiz: a Generation's Itinerary», en A. Owen Aldridge, ed.,
The Ibero-American Enlightenment, Universidad de Illinois, 1974, pp. 97-110, y con
mayor detalle por Antonio Elorza en La ideología liberal en la Ilustración española,
Madrid, 1970; véase también el libro de este último autor Pan y toros y otros papeles
sediciosos defines del siglo XVIII, Madrid, 1971. La aproximación a la figura de
Jovellanos puede realizarse a través de H. R. Polt, Gaspar
Melchor de Jovellanos, Nueva York, 1971, y la de Cabarrús a través de José
Antonio Maravall, «Cabarrús y las ideas de reforma política y social en el siglo XVIII»,
Revista de Occidente, 6 (1968), pp. 273-300. Sobre la prensa, uno de los canales de la
Ilustración, véase Paul-J. Guinard, La presse espagnole de 1737 á 1791, París, 1973.
Sobre las Sociedades Económicas existe una abundante bibliografía, comenzando
con Robert J. Shafer, The Economic Societies in the Spanish World (1763-1821),
Syracuse, N. Y, 1958, para seguir con Paula y Jorge Demerson y Francisco Aguilar Piñal,
Las Sociedades Económicas de Amigos del País en el siglo XVIII, San Sebastián, 1974,
guía para la investigación: Jorge Demerson, La Real Sociedad Económica de Valladolid
(1784-1808), Valladolid, 1969, y La Real Sociedad Económica de Amigos del País de
Ávila (1756-1857), Ávila, 1968; Paula y Jorge Demerson, «La Sociedad Económica de
Amigos del País de Ciudad Rodrigo», Cuadernos de Historia Moderna y Contemporánea, 3
(1982), pp. 35-59; Lucienne Domergue, Jovellanos et la Socíété Économique des Amis du
Pays de Madrid (1778-1795), Toulouse, 1971. El pensamiento económico del período
puede estudiarse también en las obras de Campomanes citadas más arriba y en el artículo
de Robert S. Smith «The Wealth ofNations in Spain and Hispanic America, 1780-1830»,
Journal ofPolitical Economy, 65 (1957), pp. 104-125. La introducción de las ideas de
Adam Smith en España es también uno de los temas de los que se ocupa Javier Lasarte en
Economía y hacienda al final del Antiguo Régimen. Dos estudios, Madrid, 1976. Ernest
Lluch, El Pensament economic a Catalunya, 1760-1840, Barcelona, 1973, estudia los
orígenes del proteccionismo en el pensamiento económico catalán. La campaña para la
difusión de la agricultura moderna es el tema del libro de F. Díaz Rodríguez, Prensa agraria
en la España de la Ilustración. El Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los párrocos
(1797-1808), Madrid, 1980. La reforma agraria y otros aspectos de la Ilustración ocupan
tanto al tema como al biógrafo en Marcelin Defourneaux, Pablo de Olavide ou
l'Afrancesado (1725-1803), París, 1959. Sobre Olavide, véase también Francisco Aguilar
Piñal, La Sevilla de Olavide 1767-1778, Sevilla, 1966.
El estudio de la Ilustración en las universidades puede iniciarse con la obra de
Mariano Peset y José Luis Peset, La Universidad española (siglos XVIII y XIX), Madrid,
1974, y continuarse, para las diferentes universidades, con la de George M. Addy, The
Enlightenment in the University of Salamanca, Durham, N. C, 1966, así como las de
Sondalio Rodríguez Domínguez, Renacimiento universitario salmantino afínales del siglo
XVIII. Ideología liberal del Dr. Ramón de Salas y Cortés, Salamanca, 1979, y Francisco
Aguilar Piñal, La Universidad de Sevilla en el siglo XVIII, Sevilla, 1969. Luis SalaBalust,
Visitas y reforma de los colegios mayores de Salamanca en el reinado de Carlos III,
Salamanca, 1958, estudia la reforma de los colegios mayores, y Antonio Álvarez de
Morales, La «Ilustración» y la reforma de la universidad en la España del siglo XVIII,
Madrid, 1971, añade nuevos datos sobre la reforma universitaria. Sobre las reformas en el
ámbito de la medicina, véase Michael E. Burke, The Royal College of San Carlos. Surgery
and Spanish Medical Reform in the Late Eighteenth Century, Durham, N. C, 1977.
La oposición a la Ilustración fue, en parte, intelectual, en parte, represiva. Respecto
a la primera, véase Javier Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español,
Madrid, 1971. La Inquisición en el siglo XVIII ha sido objeto de investigación por parte de
Bartolomé Bennassar y otros, L 'Inquisition espagnole (XV-XIXsiécles); París, 1979, y de
Álvarez de Morales, Inquisición e Ilustración (1700-1834), Madrid, 1982. El papel de la
Inquisición en la censura es también el tema del libro de Marcelin Defourneaux, L
Inquisition espagnole et les livres franeáis au XVIII siécle, París, 1963, tema que es
analizado más a fondo por Lucienne Domergue en Censure et lumiéres dans l'Espagne de
Charles III, París, 1983. C. C. Noel se centra en la oposición eclesiástica en «The Clerical
Confrontation with the Enlightenment in Spain», European Studies Review, 5, 2 (1975),
pp. 103-122.
la crisis han sido objeto de importantes artículos de Richard Herr, «Hacia el derrumbe del
Antiguo Régimen: crisis fiscal y desamortización bajo Carlos IV», Moneda y Crédito, 118
(1971), pp. 37-100; de Jacques Barbier, «Peninsular Finance and Colonial trade: the
Dilema of Charles IV's Spain», JLAS, 12 (1980), pp. 21-37; de Jacques A. Barbier y
Herbert S. Klein, «Revolutionary Wars and Public Finances: the Madrid Treasury, 1784-
1807», Journal of Economic History, 41 (1981), pp. 315-319; y de Stanley J. Stein,
«Caribbean Counterpoint: Veracruz vs. Havana. War and Neutral Trade, 1797-1799», en J.
Chase, ed., Géographie du capital mar-chand aux Amériques, 1760-1860,Farís, 1987.
España y América
de la Tabla Ducasse, Comercio exterior de Veracruz 1778-1821, Sevilla, 1978; sobre este
tema véanse también las referencias a Barbier y Klein y a Stein en Charles IV and the
Crisis of the Old Regime. El papel del comercio colonial en el desarrollo de la economía
española ha sido analizado por Nadal y Tortella, eds., Agricultura, comercio colonial y
crecimiento económico, que hemos citado anteriormente. El trabajo de Jacques A. Barbier
y Alian J. Kuethe, eds., The North American Role in the Spanish Imperial Economy 1760-
1819, Manchester, 1984, estudia el comercio de los Estados Unidos con Hispanoamérica
durante la última fase colonial y los primeros tiempos de la independencia. El comercio
catalán con América se ha clarificado gracias a las obras de Carlos Martínez Shaw,
Cataluña en la carrera de Indias 1680-1756, Barcelona, 1981, y de Josep M. Delgado y
otros, El comerc entre Catalunya i América (segles XVIII iXIX), Barcelona, 1986. Sobre
los beneficios públicos y privados conseguidos en América, hay que reservar un lugar de
honor al libro de Michel Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux. Les retours
des trésors américains d'aprés les gazettes hollan-daises (XVI-XVIII siécles), Cambridge,
1985, que ha reescrito la historia del tesoro americano.
El sector minero y su posición en la estructura socioeconómica de México han sido
determinados por D. A. Brading, Miners and Merchants in Bourbon México 1763-1810,
Cambridge, 1971 (hay trad. cast: Mineros y comerciantes en el México borbónico, 1763-
1810, FCE, Madrid, 1975). La minería en Perú y en el Alto Perú ha sido situada en el mapa
de la historia por J. R. Fisher, Silver Mines and Silver Miners in Colonial Perú, 1776-1824,
Liverpool, 1977, y Rose Marie Buechler, The Mining Society of Potosí, 1776-1810,
Syracuse, N. Y., 1981. Enrique Tandeter, «Forced and Free Labour in late Colonial
Potosí», Past and Present, 93 (1981), pp. 98-136, ha puesto de relieve la importancia de la
mita para la supervivencia de la producción de Potosí. Enrique Tandeter y Nathan Wachtel,
Precios y producción agraria. Potosí y Charcas en el siglo XVIII, Buenos Aires, 1983, han
elaborado una serie de precios para el siglo XVIII, relacionándola con la economía del Alto
Perú. Enrique Florescano ha estudiado la elevación de los precios del maíz, las crisis
agrarias y la miseria rural en Precios del maíz y crisis agrícolas en México (1708-1810),
México, 1969. En cuanto a los estudios regionales del sector agrario, véase D. A. Brading,
Haciendas and Ranchos in the Mexican Bajío: León 1700-1860, Cambridge, 1978; Eric
Van Young, Hacienda and Market in Eighteenth-Century México. The Rural Economy in
Guadalajara, 1675-1820, Berkeley y Los Ángeles, California, 1981. Humberto Tandrón, El
real consulado de Caracas y el comercio exterior de Venezuela, Caracas, 1976, ilustra la
tensión entre los productores coloniales y los comerciantes españoles, mientras que los
problemas de otra economía exportadora con su hinterland han sido estudiados por
Michael T. Hamerly, Historia social y económica de la antigua provincia de Guayaquil,
1763-1842, Guayaquil, 1973. Susan Migden Socolow, The Merchants of Buenos Aires
1778-1810. Family and Commerce, Cambridge, 1978, analiza la formación y los intereses
del grupo porteño de comerciantes.
La reorganización imperial y la respuesta de América pueden estudiarse en Mark A.
Burkholder y D. S. Chandler, From Impotence to Authority. The Spanish Crown and the
American Audiencias 1687-1818, Columbia, Mo., 1977, que hace una estimación de la
ocupación de cargos públicos por parte de los criollos, y en John Lynch, Spanish Colonial
Administration, 1782-1810. The Intendant System in the Viceroyalty ofthe Río de la Plata,
Londres, 1958, Luis Navarro García, Intendencias en Indias, Sevilla, 1959, J. R. Fisher,
Government and Society in Colonial Perú. The Intendant System 1784-1814, Londres,
1970, Brading, Miners and Merchants, citado más arriba, Reinhard Liehr, Ayuntamiento y
oligarquía en Puebla, 1787-1810, México, 1976,2 vols., y Jacques A. Barbier, Reform
andPolitics in Bourbon Chile, 1755-1796, Ottawa, 1980, que sientan las líneas principales
de innovación. El intento de abolir los repartimientos ha sido estudiado por Brian R.
Hamnett, Politics and Trade in Southern México 1750-1821, Cambridge, 1971, y por
Stanley J. Stein, «Bureaucracy and Business in the Spanish Empire, 1759-1804: Failure of
a Bourbon reform in México and Perú», HAHR, 61, 1 (1981), pp. 2-28. Juan Marchena
Fernández, Oficiales y soldados en el ejército de América, Sevilla, 1983, muestra la
«americanización» del ejército español en América, en tanto que los cambios militares son
explicados con precisión por Christon I. Archer, TheArmy in Bourbon México 1760-1810,
Albuquerque, N. M., 1977, León G. Campbell, The Military and Society in Colonial Perú
1750-1810, Filadelfia, Pa., 1978, y Alian J. Kuethe, Military Reform and Society in New
Granada, 1773-1808, Gainesville, Fia., 1978. En su obra Cuba, 1753-1815. Crown,
Military and Society, KnoXVIlle, Tenn., 1986, Alian J. Kuethe pone de relieve que las
concesiones a los intereses locales fueron el precio pagado por su colaboración. La
burocracia colonial ha sido objeto de un detallado análisis por Susan Migden Socolow, en
The Bureaucrats of Buenos Aires, 1769-1810: Amor al Real Servicio, Durham, N.C, 1987.
La inmunidad eclesiástica y su erosión por parte de los monarcas Borbones ha sido
estudiada por Farris, Crown and Clergy, citado más arriba, mientras que Arnold J. Bauer
ha clarificado el papel económico de la Iglesia en «The Church in the Economy ofSpanish
America: Censos y depósitos in the Eighteenth and Nineteenth Centuries», HAHR, 63,4
(1983), pp. 707-733; las tendencias religiosas en México han sido identificadas por D. A.
Brading, «Tridentine Catholicism and Enlightened Despotism in Bourbon México», JLAS,
15, 1 (1983), pp. 1-22.
Las finanzas y la presión fiscal en las colonias americanas han sido estudiadas en
sus diferentes aspectos por D. A. Brading, «Facts and Figments in Bourbon México»,
Bulletin of Latín American Research, 4,1 (1985), pp. 61-64; en las obras de Barbier, y
Barbier y Klein, citadas más arriba, y en Jacques A. Barbier, «Towards a New Chronology
of Bourbon Colonialism: The Depositaría de Indias of Cádiz, 1722-1789», Ibero-
Amerikanisches Archiv, 6 (1980), pp. 335-353, y «Venezuelan Libranzas, 1788-1807:
From Economic Nostrum to Fiscal Imperative», The Americas, 37 (1981), pp. 457-478; y
Josep Fontana, «La crisis colonial en la crisis del Antiguo Régimen español», en Alberto
Flores Galindo, ed., Independencia y revolución (1780-1840), Lima, 1987, 2 vols., I, pp.
17-35. Pueden encontrarse nuevos datos sobre la dureza fiscal en W. Kendall Brown,
Bourbons and Brandy: Imperial Reform in Eighteenth-Century Arequipa, Albuquerque, N.
M., 1986, y de la presión fiscal en México en Juan Carlos Caravaglia y Juan Carlos
Grosso, «Estado borbónico y presión fiscal en la Nueva España, 1750-1821», en Antonio
Annino et al., eds., America Latina: Dallo Stato Coloniale alio Stato Nazione (1750-1940),
Milán, 1987,2 vols., I, pp. 78-97. John J. TePaske y Herbert S. Klein han elaborado
estadísticas a partir de las cuales se pueden determinar las tendencias de la fiscalidad:
véase The Royal Treasuries ofthe Spanish Empire in America, Durham, N. C, 1982, 3
vols.; véase también John TePaske, «The Fiscal Structure of Upper Perú and the Financing
of Empire», en Karen Spalding, ed., Essays in the Political, Economic and Social History
of Colonial Latin America, Newark, Del., 1982.
La reacción ante la fiscalidad y otras cargas ha sido estudiada en una serie de obras
sobre las rebeliones del siglo XVIII. Joseph Pérez ha identificado los principales
movimientos en Los movimientos de la emancipación en Hispanoamérica, Madrid, 1977.
Segundo Moreno Yáñez, Sublevaciones indígenas en la Audiencia de Quito, desde
comienzos del siglo XVIII hasta finales de la colonia, Bonn, 1976, estudia la protesta india
en la región de Quito en un transfondo de estructura agraria. Gilma Mora de Tovar,
Aguardiente y conflictos sociales en la Nueva Granada durante el siglo XVIII, Bogotá,
1988, saca a la luz la existencia de una protesta popular contra el monopolio del
aguardiente en Nueva Granada. Anthony McFarlane, «Civil Disorders and Popular Protests
in Late Colonial New Granada», HAHR, 64, 1 (1984), pp. 17-54, interpreta los numerosos
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